REX, EL HOMBRE-LOBO
(Tomado de Libros
Sangrientos III de Clive Barker)
(Para móvil)
Entre todos
los ejércitos conquistadores que recorrieron las calles de Zeal fue el suave
andar de los domingueros el que acabó por someter al pueblo. Había resistido a
las legiones romanas, la conquista normanda, sobrevivido pese a las estrecheces
de la guerra civil; todo ello sin perder su identidad ante las potencias
invasoras. Pero, después de siglos de pillajes, iban a ser los turistas –los
nuevos bárbaros– quienes sojuzgaran a Zeal, con las únicas armas de la cortesía
y del dinero contante y sonante.
Estaba hecho
a medida para la invasión. A sesenta kilómetros al sudeste de Londres, entre
los huertos y los campos de lúpulo de las arboledas de Kent, estaba lo bastante
lejos de la ciudad como para que el viaje fuera una aventura y al mismo tiempo
lo bastante cerca como para emprender una rápida retirada si el tiempo se ponía
tonto. Todos los fines de semana entre mayo y octubre Zeal era un abrevadero
para los resecos londinenses. Cada sábado que prometía buen tiempo pululaban
por el pueblo, acarreando sus perros, sus pelotas de plástico, sus camadas de
niños y la basura de los niños 1, vertiendo a esas hordas mugientes
en el ejido de la aldea para volver luego a The Tall Man a contarse historias
de tráfico con vasos de cerveza tibia en la mano.
Por su parte,
a los habitantes de Zeal les entristecía más de lo debido la avalancha de
domingueros: por lo menos no vertían sangre. Pero era precisamente esa falta de
agresión lo que hacía aún más insidiosa la invasión.
Gradualmente,
esos ciudadanos hastiados de ciudad empezaron a provocar ligeros pero
indelebles cambios sobre el pueblo. Muchos de ellos dedicaron todos sus
desvelos a conseguir una casa en el campo; les fascinaban los chalets de piedra
construidos entre robles que se mecían bajo la brisa, les encantaban las
palomas de los tejos del camposanto. Hasta el aire, decían al inhalarlo
intensamente, hasta el aire es más fresco aquí. Huele a Inglaterra.
Al principio
unos pocos y luego muchos, empezaron a tratar de hacerse con los graneros
vacíos y las casas abandonadas que salpicaban Zeal y sus alrededores. Se les
podía ver todos los fines de semana entre las ortigas y los cascotes, meditando
acerca del emplazamiento de la cocina y de la instalación del baño. Y aunque
muchos, al verse de nuevo rodeados por las comodidades de Kilburn o de St.
John’s Wood, preferían quedarse ahí, cada año uno o dos llegaban a un acuerdo
razonable con uno de los pueblerinos y adquirían un acre de buena vida.
Así pues, con
el paso de los años y la muerte natural de los nativos de Zeal, los salvajes
urbanos fueron ocupando su lugar. La ocupación fue sutil, pero los cambios
resultaban manifiestos para el ojo experto. Se apreciaban en los periódicos que
recogía Correos: ¿qué nativo de Zeal había comprado jamás un ejemplar de la
revista Harpers and Queen, o bien
ojeado el suplemento literario de The
Times? Se apreciaban en los coches nuevos y brillantes que atascaban la
calle estrecha –irónicamente llamada «principal»– que constituía la espina
dorsal de Zeal. Se apreciaba también en el cotilleo zumbón de The Tall Man,
señal inequívoca de que los asuntos de los extranjeros se habían convertido en
tema apropiado para la discusión y la mofa.
Con el tiempo
los invasores encontraron sin duda un hueco más imperecedero en el corazón de
Zeal, pues los perennes demonios de sus vidas febriles, el cáncer y el infarto,
se cobraron sus derechos, acompañando a sus víctimas a esa tierra recién
descubierta. Como los romanos, como los normandos, como todos los invasores que
les precedieron, estos viajeros dejaron su huella más honda sobre ese césped
usurpado no por sus edificaciones, sino por quedar enterrados en sus cimientos.
A mediados de septiembre, el último septiembre de Zeal, hacía un tiempo frío y
húmedo.
Thomas
Garrow, hijo único del difunto Thomas Garrow, se estaba haciendo con una sed
saludable mientras cavaba en un rincón del Campo de los Tres Acres. El día
anterior, jueves, había caído un violento chaparrón y el suelo estaba empapado.
Limpiar el terreno para sembrarlo el año próximo no había sido una tarea tan
fácil como creía Thomas, pero había jurado por sus muertos que habría preparado
el campo antes del fin de semana. Quitar las piedras y apartar los detritos de
máquinas pasadas de moda que el vago bastardo de su padre había dejado que se
oxidaran al aire libre resultó un trabajo agotador. Debieron ser buenos años,
pensó Thomas, años jodidamente buenos, para que su padre pudiera permitirse
dejar que se deterioraran máquinas tan buenas. En realidad, para que pudiera
permitirse dejar yerma la mayor parte de los tres acres; pero es que era buena
tierra. Después de todo, éste era el vergel de Inglaterra: el suelo era dinero.
Dejar tres acres en barbecho era un lujo que nadie se podía permitir en estos
tiempos de tanta apretura. Pero como hay Dios que era un trabajo agotador; el
tipo de trabajo que le encomendaba su padre cuando era joven y que desde
entonces odiaba profundamente.
Pero eso no
quitaba que hubiera que hacerlo.
Y el día
había empezado bien. Después de la revisión, el tractor parecía más alegre y el
cielo matinal estaba repleto de gaviotas venidas desde la costa para desayunar
gusanos recién desenterrados. Le habían hecho compañía, estridentes, en su
trabajo: su insolencia y su impaciencia siempre resultaban entretenidas. Pero
luego, al volver al campo después de tomar un tentempié en The Tall Man, las
cosas empezaron a salir mal. El motor empezó a ratear por el mismo problema por
el que se acababa de gastar doscientas libras; y después, cuando sólo llevaba
unos cuantos minutos trabajando, encontró la piedra.
Era un pedazo
de materia completamente anodino: sobresalía del suelo unos treinta centímetros
quizá, su diámetro visible tenía menos de un metro y la superficie era suave y
lisa. Ni siquiera líquenes; sólo unas pocas hendiduras que una vez quizá fueran
palabras. A lo mejor una frase de amor, más probablemente un mensaje del tipo
«Kilroy estuvo aquí» o, lo más seguro, una fecha y un nombre. Fuera lo que
fuese, monumento o mojón, ahora le estorbaba. Lo tendría que desenterrar o el
año que viene perdería tres buenos metros de tierra cultivable. Un arado no
podía de ninguna manera abarcar un canto rodado de ese tamaño.
A Thomas le
sorprendió que hubieran dejado esa maldita piedra en el campo tanto tiempo sin
que nadie se preocupara por quitarla. Pero hacía mucho tiempo que se cultivaba
el Campo de los Tres Acres: seguro que más de los treinta y seis años que
tenía. Y tal vez, se le ocurrió, antes de que su padre viniera al mundo. Por
alguna razón (si alguna vez supo cuál, se le había olvidado) esta parcela de
las tierras Garrow llevaba en barbecho muchas temporadas, a lo mejor incluso
generaciones. De hecho, le asaltó la sospecha de que alguien, probablemente su
padre, había dicho que en ese lugar no crecería nunca ningún cultivo. Pero eso
era completamente absurdo. Por el contrario, las plantas, aunque se tratara de
ortigas y de enredaderas, eran más tupidas y exuberantes en esos tres acres
abandonados que en el resto de la comarca. Así que no acertaba a comprender por
qué no habría de florecer el lúpulo en ese lugar. Tal vez incluso un huerto:
aunque eso requería más paciencia y cariño del que Thomas creía disponer.
Plantara lo que plantase, seguramente brotaría de un suelo tan rico con un
entusiasmo desconocido y él habría aprovechado tres acres de tierra excelente
para sanear su depauperada economía.
Sólo le hacía
falta desenterrar esa maldita piedra.
Se le ocurrió
la posibilidad de alquilar una de las excavadoras de la obra que se estaba
haciendo al norte del pueblo, traerla aquí y recurrir a sus mandíbulas
mecánicas para resolver el problema. Desenterrar y quitar de en medio la piedra
en dos segundos. Pero, por orgullo, no quiso echarse a correr en busca de ayuda
ante la primera dificultad. A fin de cuentas no había para tanto. La
desenterraría solo, igual que habría hecho su padre. Estaba decidido. Dos horas
y media más tarde, empezaba a arrepentirse de sus prisas.
El agradable
calor de la tarde se había agriado y el aire, sin brisa que lo dispersara, se
volvía sofocante. Se oyó en las lomas el redoble entrecortado de un trueno y
Thomas sintió la electricidad estática en el cogote, erizándole los pelos. El
cielo encima del campo se había quedado vacío: las gaviotas, demasiado
veleidosas para seguir sobrevolándolo una vez que la diversión se había terminado,
se alejaron tras una corriente térmica salina.
Hasta la
tierra, de la que se había desprendido un fuerte aroma dulce cuando las hojas
la removieron por la mañana, olía ahora a tristeza; y según cavaba la tierra
negra de alrededor de la piedra, sus pensamientos volvieron sin darse cuenta a
la putrefacción que la volvía tan rica. Ociosamente, sus ideas volvían una y
otra vez sobre las incontables pequeñas muertes que causaba cada una de sus
paletadas. Ésa no era su forma habitual de pensar y le molestó la morbosidad
del tema. Se detuvo un momento, apoyándose sobre la pala, y lamentó el cuarto
vaso de Guinness que había bebido con la comida. Normalmente era una ración
completamente inofensiva, pero hoy le daba vueltas en el estómago, lo oía,
estaba tan negro como la tierra que tenía sobre la pala, preparaba un amasijo
de acetona y comida a medio digerir.
Piensa en
otra cosa, se dijo, o devolverás. Para olvidarse de su estómago se puso a mirar
el campo. No era nada extraordinario: un simple cuadrado de tierra limitado por
una descuidada valla de espinos. Había uno o dos animales muertos a la sombra
del espino: un estornino y algo demasiado podrido para que pudiera reconocerse.
Daba cierta sensación de soledad, pero eso no era tan raro. Pronto llegaría el
otoño, y el verano había sido demasiado largo y demasiado caluroso para
resultar agradable.
Levantando la
vista de la valla vio a una nube con forma de cabeza de mongólico soltar un
rayo sobre las colinas. El brillo de la tarde iba quedando reducido a una
pequeña franja de azul en el horizonte. Pronto caería la lluvia, pensó, y la
idea le gustó. Lluvia fresca; quizás un chaparrón, como el día anterior. A lo
mejor esta vez dejaba el aire limpio y sano.
Thomas bajó
los ojos a la piedra irreductible y la golpeó con la pala. Despidió un pequeño
arco de llama blanca.
Blasfemó en
voz alta e imaginativamente: maldijo a la piedra, a sí mismo y al campo. La
piedra se quedó asentada en el foso que había cavado en torno a ella,
desafiándolo. Había agotado casi todas las posibilidades: había hecho un
agujero de unos sesenta centímetros alrededor del pedrusco, le había clavado
postes debajo, los había encadenado y luego trató de izarlo con el tractor. Sin
suerte. Obviamente, tendría que hacer más hondo el foso, clavar más
profundamente las estacas. No iba a dejarse vencer por aquel maldito objeto.
Gruñendo
entre dientes se puso a cavar de nuevo. Unas gotas de lluvia le salpicaron el
dorso de la mano, pero casi no se dio cuenta. Sabía por experiencia que una
tarea como ésa exigía una determinación especial: agachar la cabeza e ignorar
toda distracción. Se quedó con la mente en blanco. Sólo existía la tierra, la
pala, la piedra y su cuerpo.
Hundir,
sacar. Hundir, sacar. Un ritmo de trabajo hipnótico. El trance era tan absoluto
que, cuando la piedra empezó a moverse, no recordaba con seguridad cuánto
tiempo llevaba trabajando.
El movimiento
le despertó. Se levantó con un chasquido de las vértebras, sin estar
completamente seguro de que el cambio de posición fuera algo más que una
ilusión óptica. Posando el pie sobre la piedra, hizo presión, Sí, giraba sobre
su fosa. Estaba demasiado exhausto para sonreír, pero sentía cercana la
victoria. Había vencido a aquella cabrona.
La lluvia
empezaba a caer más intensamente, y le gustaba esa sensación sobre el rostro.
Metió un par de estacas más bajo la piedra para que descansara sobre una base
menos sólida: iba a destrozarla. «Ya verás, dijo, ya verás.» La tercera estaca
caló más hondo que las dos anteriores y pareció pinchar una burbuja de gas por
debajo de la piedra, una nube amarillenta que olía tan mal que le obligó a
apartarse para aspirar una bocanada de aire puro. Ya no quedaba aire puro. Todo
lo que pudo hacer fue expectorar una bola de flema para aclararse la garganta y
los pulmones. Fuera lo que fuera lo que había debajo de la piedra –y la fetidez
tenía algo de animal–, estaba muy podrido.
Se obligó a
seguir trabajando, respirando por la boca y no por la nariz. Sentía una presión
en la cabeza, como si el cerebro se le estuviera hinchando y chocara contra la
cúpula de su cráneo, esforzándose por salir.
–¡Que te
jodan! –dijo, y metió otra estaca bajo la piedra.
Tenía la
espalda a punto de partirse. En su mano derecha acababa de estallar una
burbuja. Un tábano se le posó en el brazo y se regaló con él, feliz de que no
lo espantaran.
–Hazlo.
Hazlo. Hazlo.
Clavó la
última estaca sin ser consciente de lo que hacía.
Y entonces la
piedra empezó a rotar.
Sin que él la
tocara. La estaban sacando de su asiento empujándola por debajo. Cogió la pala,
que seguía encajada bajo la piedra. De repente se sentía su dueño; era suya,
formaba parte de él y no quería que se quedara cerca del agujero; y ahora aún
menos, ahora que la piedra se agitaba como si tuviera un géiser debajo a punto
de estallar, ahora que el aire estaba amarillo y el cerebro se le hinchaba como
un calabacín en agosto.
Tiró de ella
con fuerza, pero no se desenterraba.
La maldijo y
lo volvió a intentar con las dos manos, manteniéndose a prudente distancia,
pues la agitación creciente de la piedra lanzaba ráfagas de tierra, piojos y
guijarros.
Volvió a
tirar de la pala, pero no quería ceder. No se paró a analizar la situación. El
trabajo le tenía obsesionado; sólo quería recuperar la pala, su pala, sacarla
del agujero y salir pitando.
La piedra
daba sacudidas, pero no por eso dejó de sujetar la pala; se le había metido
entre ceja y ceja la idea de que tenía que recuperarla para poder largarse.
Sólo cuando la tuviera entre las manos, sana y salva, obedecería a sus tripas y
saldría corriendo.
Bajo sus pies
el suelo comenzó a hacer erupción. La piedra salió rodando del sepulcro como si
pesara menos que una pluma. Una segunda nube de gas, más repugnante que la
primera, pareció arrastrarla consigo. Al mismo tiempo salió la pala del hoyo, y
Thomas pudo ver qué era lo que la sujetaba.
De repente
todo dejó de tener sentido, así en la tierra como en el cielo.
Era una mano,
una mano viva, la que se aferraba a la pala, una mano tan grande que podía
sujetarla por la hoja sin dificultad.
Thomas
conocía aquel momento perfectamente bien. La tierra hendiéndose; la mano; la
fetidez. Sentado en el regazo de su padre, había oído que alguien lo describía
en una pesadilla.
Pensó en
abandonar la pala, pero ya no le quedaba fuerza de voluntad. Sólo pudo obedecer
a un mandato procedente del subsuelo que le instaba a estirar hasta que se le
desgarraran los ligamentos y le sangraran los tendones.
Por debajo de
la delgada corteza de tierra, el hombre-lobo olió el aire libre. Fue como éter
purificado para sus adormecidos sentidos; tanto placer le dio arcadas. Sólo
unos centímetros más y tendría reinos a su disposición. Después de tantos años,
de aquella interminable asfixia, sus ojos volvían a ver la luz y su lengua
paladeaba el sabor del terror humano.
Por fin asomó
su cabeza a la superficie, con el pelo negro coronado de gusanos y el cuero
cabelludo cubierto de pequeñas arañas rojas. Esas arañas que llevaban cien años
irritándolo, perforándole la medula espinal, y que tanto ansiaba aplastar.
Tira, tira, le ordenaba al hombre, y Thomas Garrow tiró hasta que no le
quedaron más fuerzas en el lamentable cuerpo y centímetro a centímetro Rex fue
arrancado de su sepultura, de su mortaja de plegarias.
La piedra que
le había tenido tanto tiempo aprisionado ya no le retenía; salía con facilidad
a la superficie, mudando de sepulcro como de piel las serpientes. Ya tenía el
torso fuera. Sus hombros eran el doble de anchos que los de un hombre; sus
brazos, flacos y llenos de cicatrices, más fuertes que los de cualquier ser
humano. La sangre le palpitaba en las extremidades como si fueran las alas de
una mariposa, pletórica ante la resurrección. Fue clavando rítmicamente los
dedos, largos y letales, en la tierra a medida que recuperaban energía.
Thomas Garrow
se quedó de pie, mirándolo. No sentía más que reverente temor. El miedo estaba
hecho para quienes tenían aún alguna posibilidad de sobrevivir: a él no le
quedaba ninguna.
Rex había
salido definitivamente de su sepultura. Empezó a erguirse por vez primera desde
hacia siglos. Le cayeron terrones de arena húmeda del torso al estirarse en
toda su altura, un metro más que la de Garrow, que media un metro ochenta.
Éste se quedó
a la sombra del hombre-lobo con los ojos fijos en el hoyo de donde había salido
el Rey. Seguía aferrando la pala con la mano derecha. Rex lo levantó del pelo.
El cuero cabelludo se le desgarraba por el peso del cuerpo, de forma que el
hombre-lobo lo agarró por el cuello, que pudo rodear con facilidad con su
inmensa mano.
La sangre del
cuero cabelludo le resbaló a Garrow por el rostro, y esa sensación lo espabiló.
Sabía que la muerte era inminente. Se miró las piernas, que pataleaban
inútilmente, y luego levantó la vista y contempló detenidamente el rostro
despiadado de Rex.
Era inmenso,
como la luna de septiembre, inmenso y ambarino. Pero esa luna tenía ojos; ojos
ardientes sobre una cara pálida y picada de viruela. Aquellos ojos eran como
heridas del mundo, como si se los hubieran arrancado a Rex de la cara y en su
lugar hubieran colocado dos velas que le parpadearan en las cuencas.
Garrow estaba
extasiado por la inmensidad de esa luna. La observó de ojo a ojo, bajó luego la
vista hasta las húmedas rajas que tenía por nariz, y por fin, con una sensación
de terror infantil, hasta la boca. Dios mío, qué boca. Era tan ancha y tan
cavernosa que pareció dividirle la cabeza en dos cuando se abrió. Ésa fue la
última idea de Thomas. Que la luna se estaba partiendo en dos y que se caía del
cielo encima de él.
Entonces el
Rey invirtió su cuerpo, como siempre había hecho con sus enemigos muertos, y
tiró a Thomas con la cabeza por delante al agujero, incrustándolo en la misma
tumba en que sus antecesores trataron de enterrar para siempre al hombre-lobo.
Cuando la
tormenta que se avecinaba descargó sobre Zeal, el Rey estaba a una milla del
Campo de los Tres Acres, refugiándose en la cuadra de los Nicholson. En el
pueblo todo el mundo se ocupaba de sus asuntos, con lluvia o sin ella. Se
tomaba la ignorancia por dicha. No tenían a ninguna Casandra entre ellos y el
horóscopo de la gaceta de esa semana no había intuido ni por asomo la muerte
súbita de un géminis, tres leos, un sagitario y todo un pequeño sistema estelar
en los próximos días.
Con el trueno
vino la lluvia, que caía en frescos goterones y que pronto se convirtió en un
aguacero tan feroz como el de un monzón. Sólo cuando empezaron a caer torrentes
de los canalones buscó refugio la gente.
En el solar
de la obra, la excavadora que había allanado el jardín trasero de Ronnie Milton
yacía, ociosa, bajo la lluvia, soportando el segundo chaparrón en dos días. El
conductor vio en el aguacero una señal para guarecerse en la cabaña para hablar
de carreras de caballos y de mujeres.
En el portal
de Correos tres aldeanos miraban cómo se atascaban las alcantarillas y se
quejaban de que siempre pasara lo mismo cuando llovía, mascullando que en media
hora la depresión que había al final de la calle principal estaría tan
encharcada que se podría navegar por ella.
Y en esa
depresión, en la sacristía de St. Peter, Declan Ewan, el sacristán, contemplaba
la lluvia rodar colina abajo en grandes riachuelos que desembocaban en un
pequeño mar que se estaba formando al pie de la puerta de la sacristía. Pronto
sería lo bastante profundo como para ahogarse en él, pensó, y, luego,
sorprendiéndose por haber pensado en ahogamientos, se apartó de la ventana y
volvió a la tarea de doblar vestimentas. Hoy se sentía extrañamente excitado: y
ni podía ni quería ni estaba dispuesto a calmarse. No tenía nada que ver con la
tormenta, aunque le encantaran desde pequeño. No: era otra cosa lo que le
excitaba, aunque no tenía la más remota idea de qué podía ser. Se volvía a
sentir como un niño. Como en Navidad, como si en cualquier momento Santa Claus,
el primer Señor en quien tuvo fe, fuera a presentarse ante la puerta. La sola
idea le dio ganas de echarse a reír ruidosamente, pero la sacristía era un
lugar demasiado grave para reírse en él y reprimió las carcajadas, dejando que
la sonrisa se esbozara en su interior, como una esperanza secreta.
Mientras todo
el mundo se resguardaba de la lluvia, Gwen Nicholson se estaba calando hasta
los huesos. Todavía se encontraba en el patio trasero de su casa, tratando de
llevar con carantoñas al pony de Amelia a la cuadra. A ese estúpido animal le
daban canguelo los truenos y no parecía dispuesto a moverse. Gwen estaba
empapada y furiosa.
–¿Vas a
venir, pedazo de animal? –le chillaba por encima del rugido de la tormenta. La
lluvia azotaba el patio y le aporreaba el cráneo. Tenía el pelo aplastado–.
¡Vamos! ¡Vamos!
El pony,
terco, no se movía. Tenía los ojos como platos a causa del miedo. Cuanto más
retumbaba el trueno y crepitaba por el patio menos quería moverse. Furiosa,
Gwen le golpeó en las ancas, con más violencia de la necesaria. Dio dos pasos
atrás en respuesta al azote, dejando caer cagajones humeantes al hacerlo, y
Gwen aprovechó su ventaja. En cuanto conseguía ponerlo en movimiento le podía
hacer trabajar el resto del día.
–Cálida
cuadra –le prometió–; venga, te vas a mojar aquí afuera, no irás a quedarte
aquí.
La puerta de
la cuadra estaba ligeramente entornada. Debería ser una perspectiva alentadora,
pensó, incluso para un pony con el cerebro del tamaño de un guisante. Lo
arrastró hasta el lado del establo y consiguió hacerlo entrar gracias a un
nuevo golpe.
Como le había
prometido al maldito animal, el interior de la cuadra estaba agradablemente
seco, aunque la tempestad había creado un ambiente metálico. Gwen ató al pony a
la barra de su establo y le echó con brusquedad una manta sobre el brillante
lomo. No lo iba a cepillar por nada del mundo, eso era cosa de Amelia. Eso era
lo que había acordado con su hija cuando decidieron comprar el pony: que el
almohazado y la limpieza correrían de cuenta de Amelia; para ser justos con
ella, cumplió más o menos lo prometido.
El pony seguía
aterrorizado. Piafaba y ponía los ojos en blanco como un mal actor trágico.
Tenía motas de espuma en la boca. Gwen le palmeó el costado, ligeramente
arrepentida de su brusquedad. Había perdido la calma. Por primera vez en todo
el mes. Ahora lo lamentaba. Deseó que Amelia no la hubiera estado observando a
través de la ventana de su cuarto.
Una bocanada
de viento alcanzó la puerta de la cuadra, que se cerró con un portazo. El ruido
de la lluvia cayendo sobre el patio cesó bruscamente. De repente se quedó a
oscuras.
El pony dejó
de piafar. Gwen dejó de acariciarle el flanco. Todo se detuvo: hasta su
corazón, o eso le pareció.
Una figura,
que medía casi el doble que ella, se alzó de entre las balas de paja a su
espalda. Gwen no vio al gigante, pero se le revolvieron las entrañas. «Malditos
períodos», pensó, dándose un masaje circular en el bajo vientre. Normalmente
era tan regular como un mecanismo de relojería, pero este mes le había venido
con un día de anticipación. Debía volver a casa, cambiarse y lavarse.
El
hombre-lobo se quedó contemplando el cogote de Gwen Nicholson, donde un simple
pellizco la mataría fácilmente. Pero no podía obligarse a tocar a esa mujer;
hoy no. Tenía la regla, reconocía aquel olor fuerte y le mareaba. Esa sangre
era tabú; jamás había asaltado a una mujer con ese veneno encima.
Advirtiendo
la humedad que tenía entre las piernas, Gwen salió precipitadamente de la
cuadra sin volver la vista atrás y atravesó el chaparrón hasta llegar a su
casa, dejando al inquieto pony en la oscuridad del establo.
Rex oyó
alejarse los pasos de la mujer y el portazo de la puerta principal.
Esperó hasta
asegurarse de que no volvía y luego se dirigió silenciosamente hacia el animal,
se agachó y lo agarró. El pony se puso a cocear y a relinchar, pero Rex había
capturado en su época animales mucho más fuertes y mejor dotados que éste.
Abrió la
boca. Al descubrir los dientes dejó ver sus encías, bañadas en sangre, como las
uñas desenvainadas de la garra de un gato. Tenía dos hileras en cada mandíbula,
dos docenas de montículos tan afilados como agujas. Resplandecieron al cerrarse
sobre el cuello del pony. Por la garganta de Rex bajó sangre roja y espesa; la
engullía con avidez. El cálido sabor del mundo. Le hacía sentirse fuerte y
sabio. Ésta no era más que la primera de muchas comidas que iba a degustar, se
tragaría todo lo que se le antojara y nadie podría detenerlo, esta vez sí que
no. Y cuando estuviera preparado echaría a los usurpadores de su trono, los
incineraría en sus casas, asesinaría a sus hijos y se pondría sus intestinos de
collar. Aquel lugar era suyo. El que
hubieran aplacado momentáneamente a las fuerzas salvajes no significaba que
fueran amos del mundo. Era suyo, y nadie se lo iba a arrebatar, ni siquiera las
fuerzas de la santidad. También las tendría en cuenta. Jamás lo volverían a
doblegar.
Se sentó con
las piernas cruzadas en el suelo de la cuadra, enrollado en los intestinos
grises y rosados del pony, preparando su estrategia lo mejor que pudo. Nunca
había sido un gran pensador. Tenía demasiado apetito: le nublaba la razón.
Vivía en el sempiterno presente de su hambre y de su fuerza, no sentía más que
un descarnado instinto territorial que tarde o temprano degeneraría en matanza.
La lluvia no
cejó durante más de una hora.
Ron Milton se
estaba impacientando: era un defecto de su carácter, que ya le había procurado
una úlcera y un trabajo de primera categoría como asesor de diseño. Nadie podía
hacer más rápidamente lo mismo que Milton. Era el mejor, y odiaba la indolencia
ajena tanto como la suya. Aquella maldita casa, por ejemplo. Le prometieron que
estaría acabada hacia mediados de julio, con el jardín en condiciones, el
camino de entrada listo, todo, y ahí estaba, dos meses después de esa fecha,
contemplando una casa que distaba mucho de ser habitable. La mitad de las
ventanas sin cristales, sin puerta principal, el jardín hecho una pista de
pruebas y el camino de entrada un lodazal.
Ése debía ser
su castillo: su refugio de un mundo que lo había hecho dispéptico y rico. Un
abrigo alejado de los ajetreos de la ciudad, donde Maggie podría plantar rosas
y los chicos respirar aire puro. Pero no estaba listo. Maldita sea; a ese paso
no podría vivir en ella hasta la próxima primavera. Otro invierno en Londres:
la idea le hizo desfallecer.
Maggie se unió
a él, cubriéndolo con su paraguas rojo.
–¿Dónde están
los niños? –preguntó él.
Ella hizo una
mueca.
–En el hotel,
volviendo loca a la señora Blatter.
Enid Blatter
había soportado sus travesuras media docena de fines de semana aquel verano.
Había tenido hijos propios y manejaba a Debbie y a Ian con aplomo. Pero todo,
hasta su capacidad de alegría y diversión, tenía un límite.
–Haríamos
mejor en volver a la ciudad.
–No.
Quedémonos un día o dos más, por favor, Podemos volver el domingo por la tarde.
Quiero que vayamos el domingo al oficio y al festival por la cosecha.
Ahora fue Ron
quien hizo una mueca.
–Maldita sea.
–Todo forma
parte de la vida del pueblo, Ronnie. Si queremos vivir aquí, tenemos que
participar en la vida de comunidad.
Gemía como un
niño pequeño cuando estaba de ese humor tan peculiar. Ella lo conocía tan bien
que oyó sus próximas palabras antes de que las pronunciara.
–No quiero.
–No tenemos
más alternativa.
–Podemos
volver mañana por la noche.
–Ronnie...
–No tenemos
nada que hacer aquí. Los niños se aburren, tú estás triste...
Maggie
endureció el rostro; no estaba dispuesta a ceder ni un ápice. Él conocía
aquella expresión tan bien como ella reconocía su gemido.
Escrutó los
charcos que se formaban en lo que algún día quizá fuera su jardín delantero,
incapaz de imaginar que ahí pudiera haber césped o rosales. De repente todo le
parecía imposible.
–Tú vuélvete
a la ciudad si quieres, Ronnie. Llévate a los niños. Yo me quedo. Volveré en
tren el domingo por la noche.
Muy astuta,
pensó, al darle una posibilidad de irse menos atractiva que la de quedarse.
¿Dos días solo en Londres cuidando a los niños? No, gracias.
–De acuerdo.
Tú ganas. Iremos al maldito festival de la cosecha.
–Mártir.
–Espero que
por lo menos no tenga que rezar.
Amelia Nicholson
entró corriendo en la cocina con su cara redonda pálida y se desplomó delante
de su madre. Tenía el impermeable de plástico verde salpicado de vómito
grasiento y las botas de agua verdes manchadas de sangre.
Gwen llamó a
gritos a Denny. Su hija pequeña estaba temblando, desmayada, tratando sin éxito
de mascullar alguna palabra.
–¿Qué pasa?
Denny bajaba
por la escalera hecho un basilisco.
–Por el amor
de Dios...
Amelia estaba
vomitando de nuevo. Tenía la cara prácticamente azul.
–¿Qué le
pasa?
–Acaba de entrar.
Deberías llamar a una ambulancia.
Denny le puso
las manos sobre las mejillas.
–Ha sufrido
una conmoción.
–Una
ambulancia, Denny... –Gwen le estaba quitando el impermeable verde y
aflojándole la blusa.
Denny se
levantó lentamente. Miró el patio entre los rizos que dejaba la lluvia sobre el
cristal: la puerta de la cuadra batía con el viento. Había alguien dentro;
entrevió algo que se movía.
–¡Por el amor
de Dios! ¡Una ambulancia! –repitió Gwen.
Denny no la
escuchaba. Había alguien en su cuadra, en su finca, y siempre observaba el
mismo ritual estricto con los intrusos.
La puerta de
la cuadra se volvió a abrir, incitándole. ¡Sí! Se amparaba en las sombras.
Entrometido.
Descolgó el
rifle, que estaba junto a la puerta, manteniendo los ojos fijos en el patio
tanto como pudo. Detrás de él, Gwen había dejado a Amelia en el suelo de la
cocina y pedía auxilio por teléfono. La chica empezó a gemir: se le pasaría.
Algún asqueroso intruso la habría asustado, nada más que eso. En su propio
territorio.
Denny abrió la
puerta y salió al patio. Iba en mangas de camisa y hacía un viento glacial,
pero había dejado de llover. A sus pies relucía el suelo, de cada pórtico y
canalón caían gotas de agua con un ritmo nervioso que le acompañó mientras
cruzaba el patio.
La puerta de
la cuadra se volvió a abrir levemente con suavidad, pero esta vez no se volvió
a cerrar. No vio nada en el interior. Supuso que se trataría de una jugarreta
de la luz que...
Pero no.
Había visto a alguien moverse allá dentro. La cuadra no estaba vacía. Algo (y
no era el pony) lo estaba observando en ese preciso instante. Verían que
llevaba encima un rifle y se pondrían a sudar. Ojalá. Entrar en sus propiedades
de esa manera. Que creyeran que les iba a volar las pelotas.
Recorrió la
distancia que le separaba de la cuadra con seis pasos confiados y entró en
ella.
Tenía el
estómago del pony debajo del pie, una de sus patas a la derecha de donde se
encontraba y la capa superior roída hasta el hueso. Charcos de sangre espesa
reflejaban los agujeros del tejado. Aquella mutilación le dio náuseas.
–De acuerdo
–desafió a las tinieblas–. Sal. –Esgrimió el rifle–. ¿Me oyes, bastardo? Fuera,
te he dicho, o te dejo listo para el Día del Juicio.
Estaba
dispuesto a hacerlo.
En el extremo
opuesto de la cuadra algo se agitó entre las balas de paja. «Ya tengo a ese
hijo de puta», pensó Denny. El intruso irguió sus dos metros setenta de altura
y lo contempló.
–Di-os mí-o.
Y se le vino
encima sin previo aviso, se le vino encima como una locomotora, tranquilo y
eficiente. Le disparó y la bala le alcanzó en la parte superior del pecho, pero
la herida no lo detuvo.
Nicholson se
dio la vuelta y echó a correr. Los adoquines del patio estaban resbaladizos y
no tenía ninguna posibilidad de ganar la carrera. Lo tuvo a su espalda en dos
zancadas y en una más ya lo tenía encima.
Gwen soltó el
teléfono al oír el disparo. Llegó corriendo a la ventana a tiempo para ver cómo
una figura descomunal eclipsaba a su querido Denny. Aulló al apoderarse de él y
lo lanzó al aire como si fuera un saco de plumas. Impotente, observó cómo su
cuerpo alcanzaba la cúspide de su trayectoria antes de caer en picado hasta el
suelo, con un golpe sordo que Gwen apreció en cada uno de sus huesos. El
gigante se abalanzó sobre el cuerpo instantáneamente, aplastándole la adorable
cabeza contra el estiércol.
Chilló,
tratando de acallar su grito con una mano. Demasiado tarde. Ya había proferido
el chillido y el gigante la estaba contemplando, mirándola detenidamente. Su
maldad perforaba la ventana. Dios mío, la había visto y ahora venía a por
ella..., cruzando el patio a grandes zancadas. Era un monstruo desnudo que le
gruñía una amenaza mientras se iba acercando.
Gwen recogió
a Amelia del suelo y la apretó con fuerza contra sí, protegiendo la cara de la
niña contra su cuello. A lo mejor así no lo veía, no debía verlo. El ruido de
sus pies contra el suelo mojado del patio se hacía cada vez más apremiante. Su
sombra invadió la cocina.
–Dios mío,
ayúdame.
Estaba
empujando la ventana, su cuerpo era tan gigantesco que tapaba la luz, tenía la
cara, lúbrica y repugnante, aplastada contra el cristal mojado. Y entró
destrozándolo, haciendo caso omiso de los trozos de vidrio que se le clavaron
en la piel. Olía a carne infantil. Quería carne infantil. Obtendría carne infantil.
Le asomaron
los dientes y su sonrisa se convirtió en una obscena carcajada. De la mandíbula
le colgaban hilachos de saliva. Como un gato persiguiendo a un ratón en una
jaula, daba zarpazos al aire, acercándose cada vez más a su víctima, con el
bocado más cerca a cada zarpazo.
Gwen abrió la
puerta del vestíbulo cuando el monstruo se cansó de alargar los brazos y empezó
a destrozar el marco de la ventana para entrar gateando. Cerró la puerta detrás
de ella mientras, al otro lado, la loza era aplastada y la madera astillada, y
luego empezó a taparla con todos los muebles que encontró en el vestíbulo.
Mesas, sillas, percheros, consciente de que todo eso quedaría reducido a añicos
en dos segundos. Amelia estaba arrodillada en el suelo del vestíbulo, tal como
la había dejado su madre. Su cara, agradecida, estaba desprovista de expresión.
Bueno, eso
era todo lo que podía hacer. Ahora a subir la escalera. Recogió a su hija, que
de repente le pareció más ligera que el aire, y subió los peldaños de dos en
dos. A mitad de camino el estrépito de la cocina cesó por completo.
Tuvo una
crisis de realidad. En el rellano todo era paz y tranquilidad. El polvo se
amontonaba sobre el alféizar de la ventana, las flores se marchitaban; todos
los infinitesimales trámites domésticos seguían su curso como si no hubiera
ocurrido nada.
–Lo he soñado
–dijo–. Dios mío, es cierto: lo he soñado.
Se sentó
sobre la cama en que Denny y ella habían dormido durante ocho años y trató de
pensar con serenidad.
Una asquerosa
pesadilla menstrual, no era más que eso, una fantasía de violación totalmente
descontrolada. Dejó a Amelia sobre el edredón rosa (Denny odiaba el rosa, pero
lo soportaba por ella) y acarició la frente sudorosa de la niña.
–Lo he
soñado.
Y entonces la
habitación se quedó a oscuras. Levantó la vista sabiendo por adelantado qué iba
a ver.
Ahí estaba la
pesadilla, contra las ventanas del piso de arriba, abarcando todo el cristal
con sus brazos de araña, colgando del marco como un acróbata, enseñando y
tapando sus repelentes dientes mientras contemplaba boquiabierto el terror de
Gwen.
Se abatió
sobre Amelia, arrancándola del lecho y arrastrándola hacia la puerta. Detrás de
ella se resquebrajaron los cristales y una bocanada de aire frío se coló en el
cuarto. El monstruo se acercaba.
Cruzó el
rellano y subió la escalinata, pero él la alcanzó en un santiamén, con la boca
abierta como un túnel, después de pasar en cuclillas por la puerta. En el
exiguo espacio del rellano parecía aún más descomunal. Gritó de alegría al
poner la mano sobre el paquete mudo que Gwen tenía entre sus brazos. Sus manos
se apoderaron de Amelia con una insolente naturalidad y tiraron de ella.
La niña gritó
cuando la arrancaron del regazo de su madre, a quien dejó cuatro arañazos en la
cara.
Gwen se
tambaleó, aturdida por la inefable visión que tenía ante sus ojos, y perdió el
equilibrio. Mientras caía de espaldas por la escalera vio cómo las hileras de
dientes engullían la cara manchada de lágrimas y entumecida de su hija Amelia.
Luego se golpeó la cabeza contra la barandilla y se le rompió el cuello. Cuando
cayó rodando los seis últimos escalones ya no era más que un cadáver.
A primera
hora de la tarde el agua de la lluvia se había dispersado un poco, pero el lago
artificial que se había formado en el fondo de la depresión aún tenía varios
centímetros de profundidad. Reflejaba serenamente el cielo. Resultaba hermoso
pero incómodo. El reverendo Coot recordó discretamente a Declan Ewan que
informara al ayuntamiento de la obstrucción de las alcantarillas. Era la
tercera vez que se lo pedía, y Declan se sonrojó al oírle.
–Lo siento,
yo...
–De acuerdo.
No te preocupes, Declan. Pero tenemos que conseguir que las desatasquen.
Una mirada
perdida. Un presentimiento. Una idea.
–El otoño
siempre las vuelve a atascar, claro.
Coot hizo un
amplio gesto circular, una especie de precisión de que en realidad no era tan
importante que el ayuntamiento limpiara o no los desagües o cuándo lo hiciera,
y su presentimiento desapareció. Había asuntos más urgentes. Por una parte, el
sermón del domingo. Por otra, averiguar por qué no lograba ponerse a escribir
el sermón esa tarde. Se respiraba un desasosiego en el ambiente que hacía que
cada palabra tranquilizadora se volviera gélida al transcribirla sobre el
papel. Coot se acercó a la ventana, dándole la espalda a Declan, y se rascó las
palmas de las manos. Le dolieron: tal vez tuviera un nuevo acceso de eczema. Si
por lo menos pudiera hablar, encontrar palabras con que expresar su desazón,
Nunca, a lo largo de sus cuarenta y cinco años, se había sentido tan incapaz de
comunicarse; y nunca en su vida había sido tan vital que hablara.
–¿Debo irme?
–preguntó Declan.
Coot negó con
la cabeza.
–Un poco más.
Si haces el favor.
Se volvió
hacia el sacristán. Declan Ewan tenía veintinueve años, aunque por la cara
parecía mucho mayor; rasgos suaves y pálidos, entradas prematuras.
«¿Qué hará
este cara de huevo con mi revelación?», pensó Coot. «Probablemente se echará a
reír. Por eso no encuentro las palabras, porque no quiero. Tengo miedo de
parecer estúpido. Aquí estoy; un hombre del clero dedicado a los misterios
cristianos. Por primera vez en cuarenta monótonos años he vislumbrado algo, una
visión quizá, y tengo miedo de que se rían de mí. Eres un estúpido, Coot, un
auténtico estúpido.»
Se sacó las
gafas. Los rasgos anodinos de Declan se convirtieron en un borrón. Por lo menos
ya no tendría que contemplar su sonrisa afectada.
–Declan, esta
mañana he recibido lo que sólo puede describirse como... como una... visita.
Declan no
dijo nada, el borrón tampoco se movió.
–No sé muy
bien cómo llamar a esa... nuestro vocabulario es muy limitado en lo que
respecta a esta clase de cosas..., pero, francamente, nunca había presenciado
una manifestación tan directa, tan inequívoca de...
Coot se
detuvo. ¿Quería decir «Dios»?
–Dios –dijo,
sin estar seguro de haberlo dicho.
Declan
permaneció callado un momento. Coot se arriesgó a volver a poner las gafas en
su sitio. El huevo no se había resquebrajado.
–¿Puedes
explicar qué aspecto tenía? –preguntó, completamente sereno.
Coot negó con
la cabeza; llevaba todo el día buscando las palabras adecuadas, pero sólo se le
ocurrían frases manidas.
–¿Qué aspecto
tenía? –insistió Declan.
¿Por qué no
quería comprender que no lo podía explicar? «Tengo que intentarlo, pensó Coot, tengo que hacerlo.»
–Me quedé en
el altar después de maitines... –comenzó–, y noté que una sensación me recorría
el cuerpo. Era casi como electricidad. Me puso los pelos de punta. Literalmente
de punta.
Al recordar
esa sensación se pasó la mano por el corto pelo. El pelo tieso como un campo de
maíz rojo. Y el zumbido en las sienes, en los pulmones, en la ingle. En
realidad le había provocado una erección, pero era incapaz de confesárselo a
Declan. Se quedó en el altar con una erección tan poderosa como si hubiera
vuelto a descubrir los placeres de la lujuria.
–No voy a
afirmar... no puedo afirmar que fuera
Dios nuestro señor...
(Aunque fuera
eso lo que quería creer, que era el dios de la erección.)
–No puedo
afirmar siquiera que fuera cristiano. Pero hoy ha ocurrido algo. Lo he notado.
El rostro de
Declan seguía siendo impenetrable. Coot lo contempló unos segundos, esperando
encontrar una mueca de desdén.
–¿Y bien?
–preguntó.
–¿Y bien qué?
–¿No tienes
nada que decir?
El huevo
frunció el entrecejo; fue como una arruga sobre su cascarón.
Luego dijo:
–Dios nos
asista –casi en un susurro.
–¿Qué?
–Yo también
lo noté. No tal y como lo has descrito: no fue como una descarga eléctrica.
Pero fue algo.
–¿Por qué nos
tiene que asistir Dios, Declan? ¿Tienes miedo de algo?
No contestó.
–Si sabes
algo acerca de estas experiencias que yo desconozca... dímelo, por favor.
Quiero saber, comprender. Por Dios; tengo
que comprender.
Declan se
lamió los labios.
–Bueno...
–Sus ojos se volvieron más inescrutables que nunca; y, por primera vez, Coot intuyó
que había un fantasma detrás de ellos. ¿Era, quizá, desesperación?
–Este lugar
tiene mucha historia, ¿sabes? –dijo–, historias de cosas... que había en su
emplazamiento.
Coot sabía
que Declan había estado hurgando en la historia de Zeal. Un pasatiempo sin duda
inofensivo: el pasado era el pasado.
–Ha habido un
asentamiento que se remonta a una época muy anterior a la de la ocupación
romana. Nadie sabe exactamente a cuándo. Probablemente siempre haya habido un
templo sobre este lugar.
–No hay nada
raro en ello. –Coot le brindó una sonrisa con la intención de que Declan le
tranquilizara. Una parte de su ser quería que le dijeran que todo estaba bien
en el mejor de los mundos, aunque fuera mentira.
La cara de
Declan se ensombreció. No tenía ningún motivo para tranquilizarle.
–Y aquí había
un bosque. Inmenso. Los Bosques Salvajes. –¿Seguía habiendo desesperanza en
esos ojos? ¿O era nostalgia?–. Ni siquiera un pequeño y apacible huerto. Un
bosque en que se podría haber escondido una ciudad; lleno de bestias...
–¿Te refieres
a lobos? ¿Osos?
Declan negó
con la cabeza.
–Había seres
que poseían esta tierra. Antes de Cristo. Antes de que hubiera civilización. La
mayoría no logró sobrevivir a la destrucción de su hábitat natural: eran
demasiado primitivos, supongo. Pero fuertes. No eran como nosotros; no eran
humanos. Eran algo completamente diferente.
–¿Y qué?
–Uno de ellos
sobrevivió hasta el siglo catorce. Hay una talla, en el altar, que describe su
entierro.
–¿En el
altar?
–Bajo el
manto. La descubrí hace poco: nunca le había prestado demasiada atención hasta
esta mañana. Hoy... intenté tocarla.
Abrió el puño
y mostró la palma de la mano. La carne estaba cubierta de ampollas. De la piel
rasgada manaba pus.
–No duele
–explicó–. En realidad está bastante entumecida. Me ha servido de escarmiento.
Me lo podía haber imaginado.
La primera
reacción de Coot fue pensar que ese hombre estaba mintiendo. Luego pensó que
tenía que haber una explicación lógica. Finalmente recordó el dicho de su
padre: «La lógica es el último refugio de un cobarde».
Declan se
puso a hablar de nuevo. Esta vez estaba excitadísimo.
–Lo llaman
«hombre-lobo».
–¿Qué?
–A la bestia
que enterraron. Está en los libros de historia. Lo llaman «hombre-lobo» porque
tenía la cabeza inmensa y del color de la luna 2 y descarnada.
Declan no
pudo evitarlo. Se sonrió.
–Se comía a
los niños –dijo, irradiando felicidad, como un bebé a punto de mamar.
Hasta la
mañana del sábado no se descubrió la matanza de la granja de los Nicholson.
Mick Glossop se dirigía en coche a Londres por la carretera que pasa junto a la
granja («No sé por qué. No suelo hacerlo. Es curioso.») y oyó el revuelo que
armaba el rebaño de frisonas de los Nicholson, con las ubres hinchadas.
Llevaban veinticuatro horas sin ordeñar. Glossop dejó el jeep al lado de la
carretera y entró en el patio.
Aunque el sol
había salido hacía una hora escasamente, el cuerpo de Denny ya estaba atestado
de moscas. En el interior de la casa, lo único que quedaba de Amelia eran
jirones de un vestido y un pie descuidado. Al pie de las escaleras yacía el
cuerpo sin mutilar de Gwen Nicholson. En su cadáver no se apreciaron heridas ni
indicios de abuso sexual.
Hacia las
nueve y media Zeal era un hormiguero de policías y todos los rostros del pueblo
parecían afligidos. Aunque hubo informes contradictorios acerca del estado de
los cuerpos, nadie puso en duda la brutalidad de los asesinatos. Especialmente
el de la niña, probablemente descoyuntada. El asesino se había llevado el
cuerpo Dios sabe con qué propósito.
La Brigada del
Crimen estableció un cuartel general en The Tall Man, se entrevistó a todos los
aldeanos. De momento no se descubrió nada. No se habían visto extranjeros en la
localidad ni se apreció conducta más sospechosa que la normal en un cazador
furtivo o un especulador de terrenos. Fue Enid Blatter, la del busto generoso y
los modales maternales, quien mencionó que llevaba más de veinticuatro horas
sin ver a Thom Garrow.
Lo
encontraron donde lo dejó su asesino, como un botín expoliado en pocas horas.
Tenía gusanos en la cabeza y las gaviotas le habían picoteado la carne de las
pantorrillas –al descubierto porque los pantalones se le salieron de las
botas–, hasta el hueso. Cuando lo sacaron del hoyo se le escurrieron familias
enteras de piojos, refugiadas en las orejas.
Esa noche el
ambiente del hotel era crispado. En el bar, el sargento y detective Gissing,
venido desde Londres para dirigir la investigación, había encontrado en Ron
Milton a un oído complaciente. Le gustaba poder conversar con un londinense
como él, y Milton alargó la charla durante casi tres horas a base de whisky
escocés y agua.
–Veinte años
en el cuerpo –repetía, incansable, Gissing– y nunca había visto nada parecido.
Lo que no era
absolutamente cierto. Hacía más de una década, se encontró a una puta (o a sus
selectos despojos) dentro de una maleta, en la sección de objetos perdidos de
la estación de Euston. Y a un drogadicto que se había empeñado en hipnotizar a
un oso polar del zoo de Londres: cuando lo sacaron del estanque estaba hecho un
espectáculo lamentable. Stanley Gissing había visto muchas cosas, ya lo creo...
–Pero
esto..., jamas había visto nada parecido –insistió–. Para ser honestos, me
entraron ganas de vomitar.
Ron no sabía
a ciencia cierta por qué se quedaba a escuchar a Gissing; tal vez simplemente
para matar la noche. En sus años mozos había sido un radical, nunca le gustaron
demasiado los policías, y le producía cierta satisfacción inconfesable
comprobar que a ese saco de mierda no le cabía en el diminuto cráneo tamaña
monstruosidad.
–Es un jodido
lunático –decía Gissing–, puede creerme. Lo atraparemos fácilmente. Un hombre
de ésos no tiene control, ¿comprende? No se preocupa por borrar sus huellas, ni
le preocupa siquiera vivir o morir. Dios sabe que un tipo que es capaz de
desgarrar a una niña de siete años de esa manera está a punto de estallar. Los
he visto.
–¿Sí?
–Desde luego.
Los he visto llorar como niños, cubiertos de sangre como si acabaran de salir
del matadero. Patético.
–O sea que
podrá con él.
–Así de fácil
–dijo Gissing, haciendo un chasquido con los dedos. Se puso de pie titubeando
levemente–. Lo atraparemos, tan seguro como que Dios creó al mono. –Echó una
ojeada al reloj y luego al vaso vacío.
Ron no hizo
ningún ademán de volver a llenarlo.
–Bueno –dijo
Gissing–, tengo que volver a Londres a presentar mi informe.
Se dirigió a
la puerta haciendo eses y dejó que Milton se las apañara con la nota.
El
hombre-lobo contempló cómo salía del pueblo el coche de Gissing y tomaba la
carretera del norte. Los faros iluminaban la noche tenuemente. A pesar de ello,
el ruido del motor, acelerado para subir la colina donde se encontraba la
granja de los Nicholson, puso nervioso a Rex. Sus rugidos y toses no se
parecían a los de ninguna bestia con la que se hubiera encontrado antes, y el homo sapiens lo controlaba de alguna
manera. Para arrebatar a los usurpadores su reino tendría que doblegar tarde o
temprano a una de esas bestias. Rex se tragó el miedo y se preparó para el
combate.
La luna
mostró sus colmillos.
En el asiento
trasero del coche, Stanley estaba a punto de dormirse, soñando con niñas
pequeñas. Soñaba que esas encantadoras ninfas subían a la cama por una escalera
y que él estaba apostado junto a la escalera mirándolas subir, vislumbrándoles
las bragas ligeramente sucias a medida que desaparecían en el cielo. Era un
sueño habitual, aunque jamás lo habría reconocido, ni borracho. No es que le
avergonzara exactamente; sabía positivamente que muchos de sus colegas tenían
vicios igual de excéntricos y a veces mucho menos sabrosos que el suyo. Pero
quería ser dueño suyo en exclusiva: era su sueño personal y no estaba dispuesto
a compartirlo con nadie.
En el asiento
del conductor, el joven oficial que llevaba seis meses haciendo de chófer para
Gissing esperaba que el viejo se quedara dormido como un tronco. Entonces, y
sólo entonces; podría arriesgarse a enchufar la radio para oír los resultados
de cricket. Australia se había quedado muy rezagada en la clasificación:
parecía poco probable que se recuperara a última hora. Ah, en el cricket estaba
su futuro; gracias a él podría mandar a paseo esa rutina, pensaba mientras
conducía.
Ni el
pasajero ni el conductor, perdidos en sus ensoñaciones, advirtieron al
hombre-lobo. Estaba acechando el coche, su gigantesca zancada le permitía ir al
mismo paso, seguirlo por la sinuosa y oscura carretera.
De repente se
encolerizó y salió de los campos para plantarse en medio del asfalto.
El conductor
dio un giro al volante para esquivar a esa masa inmensa que se abalanzaba
contra los faros encendidos aullando como una jauría de perros rabiosos.
El coche
patinó sobre el piso mojado, abollándose la aleta izquierda contra los arbustos
que bordeaban la carretera y destrozándose el parabrisas al llevarse por
delante un revoltijo de ramas. En el asiento trasero Gissing se cayó de la
escalera por la que estaba trepando cuando el coche acabó de recorrer el seto y
se estrelló contra una puerta de hierro. Gissing salió disparado contra el
asiento delantero, asustado pero ileso. El impacto arrancó al conductor del volante
y lo despidió por la ventana en cuestión de segundos. Su pie, que reposaba
ahora contra la cara de Stanley, se contrajo.
Rex contempló
la muerte de la caja de metal desde la carretera. Sus estertores, el aullido de
su costado destrozado, su cara lacerada le asustaban. Pero estaba muerto.
Precavido,
esperó un rato antes de acercarse a olisquear aquel cuerpo aplastado. Un olor
aromático flotaba en el aire, dándole cosquilleos en las fosas nasales. Era la
sangre de la caja, cuyo torso herido vertía gotas que se alejaban por la
carretera. Se acercó, seguro ya de que la bestia estaba muerta.
Había alguien
vivo en la caja. No se trataba de la dulce carne de niño que tanto le gustaba;
no era más que carne correosa de macho. Una cara cómica lo miraba de hito en hito.
Ojos redondos, como platos. La estúpida boca se abría y cerraba como la de un
pez. Le dio una patada a la caja para abrirla y, al ver que no lo conseguía,
arrancó las puertas de cuajo. Cogió al macho gimoteante y lo sacó de su
refugio. ¿Sería uno de los que habían podido con él? ¿Ese insecto asustado de
labios de gelatina? Se rió de sus súplicas y le puso boca abajo, sujetándolo
por un pie. Esperó a que dejara de chillar, hurgó entre sus piernas crispadas y
encontró la virilidad de aquel hombre. No era grande. De hecho, la tenía muy
encogida de miedo. Gissing farfullaba todo lo que se le ocurría; es decir,
incoherencias. El único sonido de Stanley que comprendió Rex fue el que estaba
profiriendo ahora, el chillido desgarrador que acompañaba siempre a una
castración. Al acabar dejó caer a Gissing al lado del coche.
El motor
aplastado empezaba a arder, lo estaba oliendo. No era tan bestia como para
tener miedo del fuego. Lo respetaba, desde luego; pero no lo temía. El fuego
era un instrumento, lo había usado muchas veces: para quemar a sus enemigos,
incinerarlos en la cama.
Se apartó del
coche cuando la llama encontró la gasolina y produjo una explosión. Las lenguas
de fuego se abalanzaron contra él y notó cómo se le chamuscaba el pelo del
pecho, pero el espectáculo lo tenía demasiado cautivado como para apartar los
ojos. El fuego siguió el rastro de sangre de la bestia, consumiendo a Gissing y
relamiendo los regueros de gasolina como un perro excitado un rastro de pis.
Rex contempló el espectáculo y aprendió una nueva y mortífera lección.
En el caos de
su estudio, Coot trataba sin éxito de resistirse al sueño. Había pasado buena
parte de la tarde en el altar y un rato con Declan. Esa noche no habría
oraciones, sólo meditaciones. Sobre la mesa de despacho tenía una copia de la
talla del altar; llevaba una hora examinándola sin ningún resultado. O la talla
era demasiado ambigua o él tenía poca imaginación. En cualquier caso, no
acertaba a deducir gran cosa de la imagen. Describía sin duda un entierro, pero
eso fue casi todo lo que sacó en limpio. Tal vez el cuerpo fuera un poco más
grande que el de los acompañantes, pero no tenía nada de excepcional. Pensó en
el pub de Zeal, The Tall Man, y se sonrió. Podía ser que a un ingenioso
medieval le hubiera gustado la idea de dibujar el entierro de un cervecero
debajo de la sabanilla del altar.
En el
vestíbulo el reloj estropeado dio las doce y cuarto, lo que quería decir que
era casi la una. Coot se levantó de la mesa, se estiró y apagó la lámpara. Le
sorprendió la intensidad de la luz de la luna que se colaba por un desgarrón de
la cortina. Era una luna llena, de septiembre, y daba una luz exuberante,
aunque fría.
Colocó la
alambrera delante del fuego y salió al pasillo ensombrecido, cerrando la puerta
detrás de él. El reloj hacía un tictac ruidoso. En algún lugar camino de
Goudhurst oyó la sirena de una ambulancia.
«¿Qué
ocurre?», pensó, y abrió la puerta delantera para ver mejor. Se distinguían
faros sobre la colina y el latido alejado de las luces azules de la policía,
más rítmicas que el tictac que sonaba a su espalda. Un accidente en la
carretera que iba hacia el norte. Demasiado pronto para que hubiera hielo.
Además, no hacia tanto frío. Contempló cómo las luces, plantadas sobre la
colina como joyas sobre el lomo de una ballena, se alejaban parpadeando. En
realidad hacía bastante frío. No hacía tan buen tiempo como para quedarse en
él...
Frunció el
entrecejo; había sorprendido algo, un movimiento en el extremo opuesto del
camposanto, bajo los árboles. La luz de la luna proyectaba una escena en blanco
y negro. Tejos negros, piedras grises, un crisantemo blanco que derramaba sus
pétalos sobre una tumba. Y, a la sombra de los tejos, una silueta negra, pero
dibujada nítidamente contra la lápida de un túmulo de mármol. La silueta de un
gigante.
Coot salió de
la casa con paso vacilante.
El gigante no
estaba solo. Alguien estaba arrodillado ante él, una figura más pequeña y
humana, con la cara levantada e iluminada. Era Declan. Hasta de lejos se
advertía que le estaba sonriendo a su amo.
Coot quiso
acercarse; ver aquella pesadilla más de cerca. Al dar el tercer paso hizo
crujir la grava.
El gigante
pareció moverse en la oscuridad. ¿Se estaba dando la vuelta para mirarlo? Coot
se quedó pálido. No, ojalá esté sordo; por piedad, Dios mío, que no me vea,
hazme invisible.
Aparentemente
su súplica fue escuchada. El gigante no dio indicios de haberle visto
acercarse. Haciendo acopio de valor, Coot avanzó por un camino de lápidas,
haciendo eses de tumba a tumba, en busca de protección, apenas osando respirar.
Cuando llegó a pocos pasos de la escena pudo ver cómo inclinaba la criatura su
cabeza en dirección a Declan; oyó los ásperos sonidos guturales que emitía su
garganta. Pero la escena era algo más que eso.
Declan tenía
las vestiduras rasgadas y sucias, su pequeño pecho estaba desnudo. La luz de la
luna le iluminaba el esternón, las costillas. Su estado y su posición no
dejaban lugar a dudas. Lo estaba adorando, pura y simplemente. Coot oyó ruido
de salpicaduras; se acercó un poco más y vio que el gigante estaba dirigiendo
un chorro reluciente de orina a la cara levantada de Declan. Le entraba por la
boca, le salpicaba el torso. Declan no dejó de irradiar alegría mientras
recibió ese bautismo; aún más, movía la cabeza de lado a lado, satisfecho de
que lo humillaran de pies a cabeza.
El aire llevó
el olor de la orina de la criatura hasta Coot. Era ácido, repugnante. ¿Cómo
podía Declan soportar que le cayera una sola gota encima o, mucho peor,
chapotear en ella? Coot quiso chillar, detener ese espectáculo de depravación,
pero incluso a la sombra del tejo la silueta del monstruo era aterrorizadora.
Era demasiado alta y ancha para ser humana.
Se trataba
sin duda de la Bestia del Bosque Salvaje que Declan le había intentado
describir; era el devorador de niños. ¿Había imaginado Declan, al elogiar a
este monstruo, qué poder llegaría a tener sobre su conciencia? ¿Supo desde
siempre que si la bestia llegaba hasta él olisqueando su rastro se arrodillaría
ante ella, la llamarla «señor» (antes de Cristo, antes de la civilización,
había dicho), permitiría que le descargara la vejiga encima con una sonrisa en
los labios?
Sí. Claro que
sí.
Así que mejor
dejarle disfrutar de ese momento. «No te juegues el pellejo, pensó Coot, está
donde quiere estar.» Se alejó muy despacio hacia la sacristía, con los ojos
todavía puestos sobre la escena de degradación que tenía delante. El bautista
dejó caer las últimas gotas, pero Declan había recogido algo de líquido con las
manos. Se las llevó a la boca y bebió.
Coot tuvo un
acceso de náuseas irreprimible. Cerró un segundo los ojos para dejar de ver
aquello. Cuando los volvió a abrir descubrió que el rostro ensombrecido de la
bestia estaba vuelto hacia él, que lo miraba con unos ojos que ardían en la
oscuridad.
–Dios bendito.
Lo estaba
mirando. Esta vez no cabía duda alguna, lo veía. Rugió y su cabeza cambió de
forma en las sombras al abrir una boca horrible e inmensa.
–Jesusito de
mi vida.
Ya estaba
cargando hacia él con la agilidad de un antílope, dejando a su acólito
desplomado bajo un árbol. Coot se dio la vuelta y corrió, corrió como no lo
había hecho en muchos años, saltando sobre las lápidas en su estampida. La
puerta estaba a pocos metros; era su único refugio. Quizá no resistiera
demasiado, pero le daría tiempo para pensar, para encontrar un arma. Corre,
cabrón. Como si el diablo te pisara los talones. Cuatro metros.
Corre.
La puerta
estaba abierta.
Casi a mano;
a un metro...
Cruzó el
umbral y se giró en redondo para cerrarle la puerta a su perseguidor. Pero ¡no!
Rex había introducido la mano por la puerta, una mano tres veces más grande que
la de un hombre. Daba brazadas en el aire, tratando de alcanzar a Coot, sin
dejar de rugir.
Éste se
apoyaba con todo su peso contra la puerta de roble. El montante, revestido de
acero, se clavó en el antebrazo de Rex. El rugido se hizo aullido: la perfidia
y el dolor se unieron en un grito estentóreo que se oyó de un extremo a otro de
Zeal.
Atravesó la
noche, llegando incluso hasta la carretera norte, donde estaban recogiendo los
restos de Gissing y su conductor para envolverlos en plástico. Resonó en las
gélidas paredes de la cámara mortuoria, donde Denny y Gwen Nicholson empezaban
ya a descomponerse. También se oyó en las habitaciones de Zeal, donde yacían
juntos parejas de seres vivos, quizá con un brazo por debajo del cuerpo del
compañero; donde los ancianos velaban escrutando la geografía del techo; donde
los niños soñaban con el claustro materno y los bebés lloraban por él. Se oyó
una, dos, tres y mil veces mientras Rex se debatió ante la puerta.
Los aullidos
le dieron vértigo a Coot. Farfulló plegarias, pero la ayuda de las alturas no
daba muestras de ir a bajar sobre él. Sintió que le empezaban a flaquear las
fuerzas. El gigante se iba abriendo camino lentamente, desentornando la puerta
centímetro a centímetro. Los pies de Coot se deslizaban por el suelo demasiado
barnizado, los músculos le temblaban al desfallecer. Era una lucha en la que no
tenía ninguna posibilidad de vencer si pretendía medir la fuerza de cada uno de
sus tendones contra los de la bestia. Si quería ver amanecer, necesitaba una
estrategia.
Coot hizo más
presión contra la puerta, paseando los ojos por el pasillo en busca de un arma.
No debía entrar: no debía dejar que se le impusiera. El aire estaba impregnado
de un olor acre. Se vio fugazmente desnudo y arrodillado delante del gigante,
que le orinaba en la cara. Esa escena le sugirió muchas perversiones más: todo
lo que podía hacer para evitar que entrara era pensar en obscenidades. Le
estaba royendo la conciencia, introduciendo una cuña de mugre en sus recuerdos,
arrancándole ideas enterradas en el subconsciente. ¿No exigiría que lo adoraran
como cualquier dios? ¿Y no serían sus exigencias claras y factibles, y no
ambiguas, como las del señor a quien había servido hasta ese día? Era una buena
idea: entregarse a ese dios que golpeaba el otro lado de la puerta, quedarse
quieto delante de él y dejar que lo destrozara.
Cabeza Cruda.
El nombre le resonaba como un latido en el oído. Cabeza. Cruda.
Desesperado,
comprendiendo que sus débiles defensas mentales estaban a punto de venirse
abajo, sus ojos se posaron sobre la estantería llena de vestidos que había a la
izquierda de la puerta.
Cabeza.
Cruda. Cabeza. Cruda. El nombre era como un mandato. Cabeza. Cruda. Cabeza.
Cruda. Le sugería una cabeza rapada, sin defensas, una cosa a punto de estallar
de dolor o de placer, poco importaba. Pero resultaría fácil descubrirlo...
Ya casi se
había apoderado de él, lo sabía: ahora o nunca. Apartó una mano de la puerta y
la estiró hacia la balda, en busca de un bastón. Sentía un cariño especial por
uno de ellos. Lo llamaba su bastón de «campo a través», una vara de metro y
medio de fresno sin corteza, usada y dura. La agarró con la punta de los dedos.
Rex había
sacado partido de la falta de resistencia que le oponía Coot y estaba
introduciendo ya su brazo correoso, indiferente a los desgarrones que le
producía la jamba. La mano, y sus dedos –fuertes como el acero–, habían
alcanzado los pliegues de la chaqueta de Coot.
Este levantó
la vara de fresno y golpeó el codo de Rex donde el hueso estaba más cerca de la
piel. La madera se astilló con el golpe, pero cumplió su cometido. El monstruo
retiró velozmente la mano y empezó a aullar de nuevo. Al desaparecer los dedos,
Coot cerró de un portazo y echó el pestillo. Hubo un breve compás de espera,
tan sólo unos segundos, antes de que volviera a empezar el ataque, esta vez
fueron dos puños los que golpearon la puerta. Las bisagras empezaban a
combarse, la madera rechinaba. Pasaría poco tiempo, poquísimo tiempo, antes de
que lograra entrar. Era fuerte y ahora, además, estaba furioso.
Coot cruzó el
vestíbulo y cogió el teléfono. «Policía», dijo, y empezó a marcar. ¿Cuánto
tiempo le quedaba hasta que la bestia recapacitara, dejara la puerta en paz y
se dirigiera a los ventanales? Estaban sellados con plomo, pero cederían en
seguida. Disponía de algunos minutos como mucho, probablemente de segundos;
dependía de la capacidad intelectual del monstruo.
La conciencia
de Coot, liberada del influjo de la de Rex, era una algarabía de fragmentos de
súplicas y plegarias. «Si me muero –se sorprendió pensando– ¿seré recompensado
en el cielo por morir de una manera más brutal que la que le espera en buena
lógica a cualquier cura de pueblo? ¿Otorga el paraíso alguna compensación a
quien muere con las entrañas fuera en el vestíbulo de su propia sacristía?»
En la
comisaría de policía sólo quedaba un oficial de servicio: el resto estaba en la
carretera norte recogiendo los restos de la fiesta de Gissing. El pobre hombre
apenas si podía comprender las súplicas del reverendo Coot, pero el ruido de
madera astillada y el eco de los aullidos que tapaban sus balbuceos eran
inconfundibles.
El oficial
colgó el teléfono y pidió ayuda por radio. La patrulla de la carretera norte
tardó veinte o veinticinco minutos en contestar. En ese tiempo Rex había
hundido el paño de la puerta de la sacristía y se disponía a destrozar el
resto. Eso no significaba que la patrulla lo supiera. Después de lo que
acababan de ver, el cuerpo carbonizado del conductor y la virilidad diezmada de
Gissing, se habían vuelto tan insolentes como antiguos veteranos de guerra. Al
oficial de comisaria le costó un minuto largo convencerlos de que la voz de
Coot estaba totalmente descompuesta. Para entonces Rex ya había logrado entrar.
Ron Milton
contemplaba desde el hotel el desfile de luces parpadeantes por la colina,
escuchaba las sirenas y los aullidos de Rex y las dudas le asediaban. ¿Era éste
el tranquilo pueblo en el campo en que quiso instalarse con su familia? Miró a
Maggie, a quien el ruido había despertado, pero que se había vuelto a dormir.
Tenía un frasco de somníferos sobre la mesilla de noche, casi vacío. Se sintió
protector, aunque ella se le hubiera reído en las narices: quería ser su héroe.
Sin embargo, era ella quien iba a clases de defensa personal por la noche,
mientras él engordaba a base de comidas caras. Le producía una tristeza
inexplicable verla dormir, saber que tenía tan poco poder sobre la vida y la
muerte.
Rex estaba en
medio del vestíbulo de la sacristía envuelto en confetis de madera. Tenía el
torso acribillado de astillas y docenas de heridas pequeñas le sangraban por el
cuerpo jadeante. Su sudor acre impregnaba el vestíbulo como si de incienso se
tratara.
Olisqueó el
aire en busca de su hombre, pero ya debía de estar lejos. Apretó los dientes,
frustrado, emitió un leve silbido gutural y se dirigió a grandes zancadas hacia
el estudio. El ambiente era cálido y confortable en esa habitación, lo notaba a
veinte metros de distancia. Rodeó la mesa de despacho y destrozó dos sillas, en
parte para ganar espacio, pero sobre todo por el placer de destrozar, luego
arrojó el guardafuego y se sentó. Estaba rodeado de calor: un calor curativo y
vivo. Le deleitaba sentir cómo le acariciaba la cara, el bajo vientre, las
extremidades. También le calentaba la sangre, evocándole recuerdos de otros
fuegos, de fuegos que había provocado en campos de trigo en flor.
Y le vino a
la memoria otro fuego, cuyo recuerdo trataba de eludir, pero no podía dejar de
pensar en él: la humillación de aquella noche le acompañaría siempre. Habían
escogido cuidadosamente la estación: era verano avanzado, no había llovido en
dos meses. El sotobosque del Bosque Salvaje era pura yesca, hasta los árboles
vivos prendían fácilmente. Le habían hecho salir de su fortaleza con los ojos
bañados en lágrimas, aturdido y asustado, y se vio rodeado por cantidad de
estacas con púas, de redes y de... esa cosa
que esgrimían, cuya sola vista le detenía.
Claro que no
fueron lo bastante valientes como para matarlo: eran demasiado supersticiosos
para eso. Además, ¿no estaban reconociendo su autoridad mientras lo herían, no
era su terror el homenaje que le ofrecían? Por eso lo enterraron vivo, y eso
fue peor que la muerte. ¿No fue eso lo peor de todo? Porque podía vivir toda
una eternidad sin morir jamás, ni aunque lo metieran bajo tierra. Lo dejaron
condenado a esperar cien años y a sufrir, a esperar un siglo y otro siglo,
mientras las generaciones pisaban la tierra que tenía encima, vivían, morían y
lo olvidaban. A lo mejor no lo olvidaron las mujeres: incluso a través de la
tierra podía distinguir su olor cuando se acercaban a la tumba y, aunque no
supieran nada de él, se sentían inquietas y convencían a sus maridos de que se
marcharan para siempre de aquel lugar, de forma que se quedaba absolutamente
solo, sin que un solo espigador le hiciera compañía. La soledad era la venganza
de los hombres, creía, por la época en que él y sus hermanos se habían llevado
a las mujeres a los bosques, las habían desnudado, violado y soltado,
sangrando, pero fértiles. Morían al parir los frutos de las violaciones;
ninguna anatomía femenina podía soportar los pataleos de un híbrido, sus
dientes o su angustia. Ésa fue la única venganza que él y sus hermanos se tomaron
sobre el sexo débil.
Rex se
acarició y contempló la reproducción de La
luz del mundo que colgaba con su marco dorado encima de la repisa de la
chimenea de Coot. La imagen no le suscitaba temor ni remordimiento: era una
descripción de un mártir asexuado, desconsolado y con ojos de liebre. Eso no
suponía ningún obstáculo. El verdadero poder, la única potencia que podía
derrotarlo, había desaparecido aparentemente: se había perdido para siempre, un
pastor virgen le había usurpado el trono. Eyaculó en silencio y su semen fino
cayó en el hogar. El mundo era suyo; lo iba a gobernar sin ningún tipo de
oposición. Tendría calor y comida en abundancia. Hasta bebés. Sí, carne de
bebé, era la mejor. Criaturas recién paridas, todavía ciegas.
Se estiró,
suspirando ante la perspectiva de tantos finos bocados, con la cabeza repleta
de monstruosidades.
Desde su
refugio en la cripta, Coot distinguió el chirrido de los coches de policía al
detenerse junto a la sacristía y luego el ruido de pasos sobre el camino de
grava. Decidió que había por lo menos media docena. Sería suficiente, sin duda.
Atravesó con
cuidado las tinieblas, dirigiéndose a la escalera.
Alguien lo
tocó: estuvo a punto de chillar, pero se mordió a tiempo la lengua.
–No te vayas
ahora –le dijo una voz por detrás. Era Declan, y hablaba demasiado alto como
para tranquilizarlo. El monstruo estaba encima de ellos, en alguna parte, los
oiría si no se andaban con ojo. Por Dios, que no los oyera.
–Está encima
de nosotros –dijo Coot en un susurro.
–Ya lo sé.
Parecía que
la voz le saliera de las entrañas y no de la garganta; era como si tuviera un
filtro de mugre.
–Hagamos que
baje, ¿no? Te quiere, ¿sabes? Quiere que yo...
–¿Qué te ha
pasado?
El rostro de
Declan se distinguía en la oscuridad. Hizo una mueca, enloquecido.
–Creo que a
lo mejor también te quiere bautizar a ti. ¿Qué te parece? ¿Te gustaría? Se meó
encima de mí, ¿comprendes? Y eso no es todo. No, quiere más que eso. Lo quiere
todo. ¿Me oyes? Todo.
Declan agarró
a Coot con un abrazo de oso que apestaba a la orina de la criatura.
–¿Vienes
conmigo? –le dijo a Coot con una mirada maliciosa.
–Pongo mi fe
en Dios.
Declan se
echó a reír. No fue una risa estúpida; rezumaba verdadera compasión por aquella
alma perdida.
–Él es Dios
–replicó–. Estaba aquí antes de que se construyera esta casa de mierda, y tú lo
sabes.
–También
había perros.
–¿Eh?
–Y eso no
significa que les tenga que dejar que me levanten la pata y se me meen encima.
–¡Si será
listo el cabrón! –dijo Declan con la sonrisa torcida–. Él te enseñará. Cambiarás.
–No, Declan.
Suéltame.
El abrazo era
demasiado estrecho.
–Subamos las
escaleras, cara de acelga. No hay que hacer esperar a Dios.
Arrastró a
Coot hacia las escaleras sin dejar de abrazarlo. Ni palabras ni argumentos
lógicos, a Coot no se le ocurría nada: ¿qué podía decir para que Declan
comprendiera su degradación? Entraron torpemente en la iglesia, y Coot miró
inmediatamente el altar, buscando un poco de alivio, pero no consiguió nada.
Estaba devastado. Las vestiduras estaban hechas jirones y untadas de
excrementos, la cruz y las palmatorias estaban en medio de una hoguera de
libros de oraciones que ardía alegremente sobre los escalones del altar. Por la
iglesia flotaban carbonillas, el aire estaba lleno de humo.
–¿Has hecho
tú esto?
Declan gruñó.
–Él quiere
que destruya todo esto. Que lo desmonte piedra a piedra si no queda más
remedio.
–No se
atreverá.
–Claro que
sí. No le tiene miedo a Jesús, no le tiene miedo a... Su seguridad desapareció
de repente, fue un instante muy significativo, y Coot explotó esa vacilación.
–Aquí hay
algo a lo que le tiene miedo. Si no,
habría venido él y lo habría hecho solo...
Declan no
miraba al sacerdote. Tenía los ojos vidriosos.
–¿Qué es,
Declan? ¿Qué es lo que no le gusta? Puedes decírmelo. Declan le escupió a Coot
en la cara un esputo de flema que le colgó de la mejilla como una babosa.
–No es asunto
tuyo.
–En nombre de
Dios, Declan, mira en qué te ha convertido.
–Reconozco a
mi señor en cuanto lo veo...
Declan estaba
temblando.
–... y tú vas
a hacer lo mismo.
Obligó a Coot
a darse la vuelta, a mirar hacia la puerta que daba al sur. Estaba abierta, y
la criatura se encontraba en el umbral, agachándose ágilmente para entrar por
el portal. Coot vio por primera vez con claridad a Rex y empezó a tener miedo
de veras. Había tratado de no pensar demasiado en su tamaño, su mirada, sus
orígenes. Ahora, mientras se le acercaba a pasos lentos, hasta majestuosos,
reconoció su poderío. A pesar de su melena y de sus aterradoras hileras de
dientes no era una mera bestia; lo estaba atravesando con la mirada, que
relucía con un desprecio más profundo del que pudiera sentir ningún animal.
Abrió la boca más y más; los dientes, de dos y cuatro centímetros de largo, no
dejaban de descubrirse, y aún no había abierto la boca del todo. Cuando no tuvo
escapatoria, Declan soltó a Coot. Éste, de todas formas, no se habría movido:
aquella mirada era demasiado insistente. Rex alargó la mano y recogió a Coot.
El mundo se puso a dar vueltas...
Había siete
agentes y no seis, como creyó Coot. Tres iban armados. Sus armas procedían de
Londres, el sargento y detective Gissing las había encargado. El difunto
sargento y detective Gissing, que pronto habría de ser condecorado
póstumamente. Esos siete bravos y valientes estaban bajo el mando del sargento Ivanhoe
Baker. Ivanhoe no era un héroe, ni por afición ni por educación. La voz, que
esperaba que no le traicionara y diera las órdenes pertinentes cuando llegara
el momento, se le convirtió en un gañido apagado cuando Rex salió del interior
de la iglesia.
–¡Ya lo veo!
–dijo.
Todo el mundo
lo veía: medía dos metros setenta, iba cubierto de sangre y parecía la
encarnación del infierno andante. A nadie le hacía falta que se lo señalaran.
Sin que Ivanhoe lo ordenara, le apuntaron con la pistola: los hombres desarmados
se sintieron desnudos; besaron sus porras y se pusieron a rezar. Uno de ellos
echó a correr.
–¡Quieto!
–chilló Ivanhoe; si esos hijos de puta salían corriendo se quedaría solo. No le
habían provisto de una pistola, sólo le dieron autoridad, y eso no suponía
ningún alivio.
Rex seguía
sujetando a Coot por el cuello con el brazo extendido. El reverendo pataleaba a
medio metro del suelo, con la cabeza reclinada y los ojos cerrados. El monstruo
esgrimió el cuerpo ante sus enemigos en prueba de su poder.
–¿Podemos...
por favor... podemos... disparar a ese bastardo? –inquirió uno de los agentes
armados.
Ivanhoe tragó
saliva antes de contestar.
–Alcanzaremos
al cura.
–Ya está
muerto –dijo el agente.
–No lo
sabemos.
–Tiene que
estarlo. Mírelo.
Rex sacudía a
Coot como si fuera un edredón, y a ese edredón, para disgusto de Ivanhoe, se le
estaba cayendo el relleno. Luego la bestia lanzó casi con desgana a Coot contra
la policía. El cuerpo golpeó la grava a pocos metros de la puerta y se quedó
inmóvil. Ivanhoe recuperó la voz...
–¡Disparen!
Los agentes
no necesitaban que nadie los animara; ya habían apretado el gatillo antes de
que acabara de pronunciar la palabra.
Tres, cuatro,
cinco balas alcanzaron a Rex en rápida sucesión, casi todas en el pecho. Le
escocieron y levantó un brazo para protegerse la cara. Con la otra mano se
cubrió los huevos. Era un dolor que no había previsto. La herida que le provocó
el rifle de Nicholson fue olvidada gracias a la alegría de la sangría que vino
inmediatamente después, pero estos dardos le hacían daño y no cejaban. Le entró
miedo. El instinto le impulsaba a lanzarse contra esas trayectorias explosivas
y centelleantes, pero sentía un dolor demasiado intenso. En lugar de eso, dio
la vuelta y emprendió la retirada saltando por encima de las tumbas mientras se
dirigía hacia el refugio de las colinas. Conocía bosquecillos, madrigueras y
cuevas donde esconderse y hacer tiempo para meditar acerca de este nuevo
contratiempo. Pero antes que nada tenía que eludir a esos hombres.
Se lanzaron inmediatamente
en su persecución, excitados por la facilidad de su victoria, dejando a Ivanhoe
que convirtiera en palangana una de las tumbas, la limpiara de crisantemos y
vomitara.
En cuanto
empezó a subir por la cuesta, Rex comprobó que no había farolas a lo largo de
la carretera y se sintió más seguro. Podía disolverse en la oscuridad, en la
tierra, lo había hecho miles de veces. Atajó por un campo. Aún no habían
cosechado la cebada, que se inclinaba por el peso de las semillas. La pisoteó
al atravesarla, moliendo granos y tallos. A su espalda los perseguidores
empezaban a perder terreno. El coche en que se habían montado en tropel se
detuvo junto a la carretera; distinguía sus luces, una azul y dos blancas, a lo
lejos. El enemigo profería una algarabía de órdenes, palabras que Rex no
comprendía. No tenía importancia; conocía a los hombres. Se asustaban en
seguida. No saldrían a buscarlo demasiado lejos; usarían la oscuridad como
excusa para posponer la persecución, diciéndose que en cualquier caso sus heridas
eran mortales. Eran tan crédulos como niños.
Subió a la
cima de la colina y contempló el valle. Detrás de la carretera, iluminado: con
los faros del coche del enemigo, el pueblo era como una rueda de luz cálida,
con destellos intermitentes de luz azul y roja en el cubo. Más allá, se
extendía por todas partes el manto impenetrable de la oscuridad de las colinas,
sobre las que brillaban en enjambres y espirales las estrellas. De día parecía
un valle acolchado, un pueblecito de maqueta. De noche era insondable, le
pertenecía más a él que a sus enemigos.
Éstos ya
volvían a sus guaridas, como había previsto. La persecución había concluido por
el momento.
Se tumbó en
el suelo y contempló cómo se consumía un meteoro y caía hacia el sudoeste. Fue
un resplandor breve e intenso, que dibujó los contornos de una nube y luego
desapareció. Aún faltaba mucho para que se hiciera de día, disponía de algunas
horas por delante para curarse. Pronto volvería a estar fuerte: y entonces,
entonces... los reduciría a todos a cenizas.
Coot no
estaba muerto: pero quedó tan maltrecho que apenas si había diferencia. Tenía
el ochenta por ciento de los huesos fracturados o rotos; la cara y el cuello
eran un laberinto de desgarrones; tenía una mano tan aplastada que resultaba
irreconocible. Era bastante probable que muriera. Sólo era cuestión de tiempo y
de falta de voluntad.
En el pueblo
quienes habían entrevisto tan sólo un fragmento de lo que ocurrió en la
depresión ya andaban contando su versión de la historia, y los testimonios concedían
crédito a las fabulaciones más fantásticas. El caos del camposanto, la puerta
derrumbada de la sacristía, el coche acordonado de la carretera que iba al
norte. Fueran cuales fuesen, pasaría mucho tiempo antes de que se olvidaran los
sucesos de la noche de aquel sábado.
No se celebró
el oficio por el festival de la cosecha, hecho que no sorprendió a nadie.
Maggie
insistía:
–Quiero que
volvamos todos a Londres.
–Ayer querías
quedarte. Integrarte en la comunidad.
–Eso fue el
viernes, antes de todo este... este... Hay un maníaco suelto, Ron.
–Si nos vamos
ahora, no volveremos nunca.
–¿Qué estás
diciendo? Claro que volveremos.
–Si nos vamos
cuando el pueblo está amenazado, tenemos que abandonarlo para siempre.
–Eso es
ridículo.
–Eras tú la
que tenía tanto empeño en que nos vieran, en que nos integráramos en la vida
del pueblo. Bueno, pues también tendremos que solidarizarnos con las víctimas.
Y yo me quedo... quiero ver qué pasa. Tú puedes volver a Londres. Llévate a los
niños.
–No.
Ron suspiró
con fuerza.
–Quiero
comprobar que lo han capturado: sea quien sea. Quiero ver que el asunto está
resuelto, verlo con mis propios ojos. Es la única manera de que nos volvamos a
sentir a salvo en este lugar.
Maggie
asintió a regañadientes.
–Al menos
salgamos un rato del hotel. La señora Blatter se está volviendo turulata. ¿Nos
acercamos a verla en coche? A que nos dé un poco el aire...
–Sí, ¿por qué
no?
Hacía un
maravilloso día de septiembre: el campo, siempre dispuesto a sorprender,
rebosaba de vitalidad. Flores tardías ponían una nota de color a los setos que
bordeaban la carretera, los pájaros se les cruzaban por delante del coche. El
cielo tenía un azul celeste, las nubes eran como una fantasía en crema. A pocas
millas del pueblo empezó a disiparse el recuerdo de los horrores de la noche
anterior y la exuberancia de aquel día comenzaba a alegrar los ánimos de la
familia. Cuanto más se alejaban de Zeal menos miedo sentía Ron. Al poco rato se
puso a cantar.
En el asiento
trasero, Debbie se hacía la caprichosa. Unas veces «Tengo calor, papá», otras
«Quiero un zumo de naranja, papá»; cuando no decía «Tengo pis».
Ron dejó el
coche en un tramo vacío de carretera y se hizo el padre indulgente. Los niños
lo habían pasado muy mal; hoy se les podía consentir un poco.
–De acuerdo,
cariño, puedes hacer pis aquí y luego iremos a por un helado.
–¿Dónde está
el re-re? –preguntó ella. Qué expresión más estúpida; era un eufemismo de su
suegra.
Maggie
intervino. Era más hábil con los caprichos de Debbie que Ron.
–Lo puedes
hacer detrás del seto –le sugirió.
Debbie puso
cara de aterrorizada. Ron intercambió una sonrisita con Ian.
El niño tenía
cara de estafado. Empezó a hacer muecas, imitando a un perro con las orejas
gachas.
–Date prisa,
¿quieres? –murmuró–. Así podremos ir a algún sitio agradable.
«Un sitio
agradable», pensó Ron. «Quiere decir un pueblo. Es un niño de ciudad: va a
costar mucho tiempo convencerle de que una colina con una buena vista es algo
agradable.» Debbie seguía imposible.
–No puedo ir
ahí, mama...
–¿Por qué?
–Me podría
ver alguien.
–Nadie te va
a ver, cariño –la tranquilizó Ron–. Haz lo que te dice tu madre. –Se volvió
hacia su mujer–. Acompáñala, amor.
Maggie no se
inmutó.
–No es
necesario.
–No puede
saltar la verja sola.
–Ve tú con
ella entonces.
Ron no estaba
dispuesto a ponerse a discutir; se obligó a sonreír.
–Vamos –dijo.
Debbie bajó
del coche y Ron la ayudó a saltar la puerta de hierro para que llegara al
campo. Lo acababan de cosechar. Olía a... tierra.
–No mires –le
advirtió, atenta–, no debes mirar.
A sus nueve
tiernos años ya era una manipuladora.
Podía jugar
con él mejor que con el piano, por muchas clases de música que recibiera. Él lo
sabía tan bien como ella. Le sonrió y cerró los ojos.
–De acuerdo.
¿Lo ves? Tengo los ojos cerrados. Date prisa, Debbie. Por favor.
–Prométeme
que no me espiarás.
–No te
espiaré –Dios mío, pensó, lo está convirtiendo en una auténtica obra de
teatro–. Date prisa.
Echó una
ojeada al coche. Ian estaba sentado detrás, leyendo, absorto en alguna novela
de aventuras barata, impertérrito. El chico era demasiado serio: una sonrisa a
medias de vez en cuando era todo lo que conseguía sacarle Ron. No era
afectación, no se trataba de una expresión teatral de misterio. Se contentaba
con que su hermana representara todos los papeles.
Detrás del
seto, Debbie se bajó las bragas de domingo y se puso en cuclillas pero, después
de tanto jaleo, se le habían ido las ganas de hacer pis. Se concentró, pero eso
sólo sirvió para hacerlo más difícil.
Ron oteó el
horizonte. Unas gaviotas se disputaban un bocado de cardenal. Las estuvo
contemplando un rato, cada vez más impaciente.
–Venga,
cariño.
Volvió a
mirar al coche; Ian lo estaba observando, con el aburrimiento, o algo parecido,
pintado en la cara. ¿Había algo más, una profunda resignación?, pensó Ron. El
niño se puso a leer de nuevo su cómic, Utopía,
haciendo caso omiso de su mirada.
Y entonces
chilló Debbie; fue un grito de los que destrozan tímpanos.
–¡Jesucristo!
–Ron saltó la puerta al instante con Maggie pisándole los talones.
–¡Debbie!
Se la encontró
de pie contra el seto, mirando el suelo, balbuciendo y con la cara roja.
–¿Qué ocurre,
por el amor de Dios?
Farfullaba
sonidos incoherentes. Ron siguió la trayectoria de su mirada.
–¿Qué pasa?
–A Maggie le costaba trabajo saltar la puerta.
–Nada... nada.
Había un
bulto muerto a medio enterrar en una esquina del campo, entre un montón de
escombros. Le habían arrancado los ojos; el pellejo, podrido, hormigueaba de
moscas.
–Dios mío,
Ron.
Maggie lo
miró acusadoramente, como si fuera él quien había dejado eso ahí a mala fe.
–No te
preocupes, amor –dijo adelantándose a Ron y estrechando a Debbie entre sus
brazos.
Sus sollozos
se calmaron un poco. Niños de ciudad, pensó Ron. Tendrían que acostumbrarse a
este tipo de cosas si querían vivir en el campo. Aquí no había barrenderos que
se llevaran cada mañana a los gatos atropellados. Maggie la estaba acunando,
parecía más tranquila.
–Se le pasará
–dijo Ron.
–Claro que
sí. ¿Verdad que sí, cariño? –Maggie la ayudó a subirse las bragas. Seguía
gimoteando. El susto le había hecho olvidar su deseo de un poco de intimidad.
En el coche,
Ian oyó el maullido de su hermana y trató de concentrarse en el cómic. «Es
capaz de cualquier cosa con tal de llamar la atención», pensaba. «Que haga lo
que quiera.»
De repente se
quedó a oscuras.
Levantó la
vista del libro, malhumorado. A la altura de su hombro, a unos veinte
centímetros de distancia, había algo agachado para verlo mejor. Tenía una cara
monstruosa. Trató de chillar, pero no pudo: tenía la lengua paralizada. Todo lo
que pudo hacer fue arañar el asiento y patalear inútilmente cuando unos brazos
largos y llenos de cicatrices entraron por la ventana para atraparlo. Las uñas
de la bestia le rasparon los tobillos y le destrozaron los calcetines. Perdió
uno de sus zapatos nuevos en el forcejeo. Le había cogido por el pie y le
arrastraba por el mojado asiento hacia la ventana. Recuperó la voz. No es que
fuera exactamente su voz, era una voz patética, ridícula, que no tenía nada que
ver con el pánico que se había apoderado de él. De todas formas, ya era
demasiado tarde; le había sacado las piernas por la ventana y ya tenía las
nalgas casi fuera. Cuando tuvo el torso al aire libre miró por la ventana
trasera y vio a su padre como en un sueño, con una expresión completamente
grotesca. Estaba saltando la verja, venía a socorrerle, a salvarle, pero iba
demasiado despacio. Ian comprendió desde el principio que no tenía escapatoria,
porque había muerto mil veces en sueños de una forma semejante y papá nunca
había llegado a tiempo. Tenía una boca más grande que todas las que le había
atribuido, era un pozo al que estaba cayendo de cabeza. Olía como los cubos de
basura que había detrás del comedor del colegio, pero mil veces más fuerte.
Cuando le arrancó el cuero cabelludo de un mordisco vomitó en la garganta del
monstruo.
Ron no había
chillado en su vida. Eso era cosa de mujeres, o lo había sido hasta entonces.
Al ver a esa bestia de pie, cerrando las mandíbulas en torno a la cabeza de su
hijo, no pudo reprimir un grito.
Rex lo oyó y
se dio la vuelta, sin rastro de miedo en la cara, para descubrir de dónde
procedía. Las dos miradas se encontraron. Los ojos del Rey atravesaron a Milton
como un dardo, dejándolo paralizado sobre la carretera y dándole escalofríos en
la espina dorsal. Fue Maggie quien rompió el hechizo, su voz sonó como si
estuviera entonando un canto fúnebre.
–Oh... por
favor... no.
Ron consiguió
desprenderse de la mirada penetrante y se dirigió hacia el coche, hacia su
hijo. Pero ese momento de vacilación le había dado una ocasión preciosa (que,
por otra parte, no le hacía ninguna falta) a Rex, y ya estaba lejos, con la
presa entre los dientes, meciéndose de lado a lado. La brisa arrastró las gotas
de la sangre de Ian hacia la carretera, hacia Ron, que las sintió caer sobre su
cara como en una delicada ducha.
Declan se
quedó en el presbiterio escuchando un tarareo. Un sempiterno tarareo. Tarde o
temprano descubrirla el origen de ese murmullo y lo destruiría, aunque eso
supusiera, como era bastante probable, su propia muerte. Su nuevo amo se lo
exigiría. Pero eso formaba parte del curso normal de los acontecimientos; no le
asustaba la idea de la muerte, ni mucho menos. En los últimos días se había
dado cuenta de las ambiciones que llevaba años abrigando (ambiciones que a
veces no había expresado, ni pensado siquiera).
Mirar a ese
bulto negro mientras le orinaba encima había supuesto la mayor de las dichas.
Si esa experiencia, que antaño le habría dado asco, podía resultar tan
satisfactoria, ¿cómo sería la muerte? Todavía más excelsa. Y si lograba que
fuera Rex quien lo matara con su propia mano, esa mano de olor tan pestilente,
¿no sería el más glorioso de todos sus actos?
Contempló el
altar y los restos del incendio que había apagado la policía. Después de la
muerte de Coot lo estuvieron buscando, pero conocía una docena de escondites de
donde jamás podrían sacarlo, y se cansaron en seguida. Tenían asuntos más
urgentes. Cogió un montón de Libros de
oración y los tiró sobre las cenizas húmedas. Las palmatorias estaban
rotas, pero todavía se podían reconocer. La cruz había desaparecido, consumida
o sisada por un agente de la ley largo de manos. Arrancó unos puñados de himnos
y encendió una cerilla. Los viejos cánticos prendieron en seguida.
Ron Milton
probaba el sabor de las lágrimas, un sabor que había olvidado. Hacia años que
no lloraba, especialmente delante de hombres. Pero ya no le preocupaba: de
todas formas, esos bastardos de policías no eran seres humanos. Se quedaron
mirándole mientras contaba su historia, asintiendo como idiotas.
–Hemos
llamado a todas las divisiones en un radio de cincuenta millas, señor Milton
–le dijo un tipo blando de mirada compasiva–. Hay batidas por todas las
colinas. Lo cogeremos, sea lo que sea.
–Me ha
quitado a mi hijo, ¿comprende? Lo mató delante de mí...
No dieron
muestras de apreciar el horror de la situación.
–Estamos
haciendo todo lo que podemos.
–No es
suficiente. Esa cosa... no es humana.
Ivanhoe, el
de la mirada comprensiva, sabía perfectamente bien que no tenía nada de humano.
–Va a venir
personal del Ministerio de Defensa: hasta que vean las pruebas no podemos hacer
más de lo que hacemos –dijo. Y añadió, a guisa de justificación–: Es dinero del
Estado, señor.
–¡Maldito
imbécil! ¿Qué importa cuánto cuesta matarlo? No es humano. Es infernal.
La expresión
de Ivanhoe se endureció.
–Si viniera
directamente del infierno, señor –dijo–, no se habría apoderado tan fácilmente
del reverendo Coot.
Coot: ése era
su hombre. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Coot.
Ron no había
sido nunca demasiado religioso. Pero estaba dispuesto a ser tolerante y,
después de enfrentarse a las huestes –o a una de las huestes– del maligno, no
le costaría trabajo cambiar de opinión. Creería en cualquier cosa,
absolutamente todo, si eso le proporcionaba un arma contra el demonio.
Tenía que ver
a Coot.
–¿Qué hacemos
con su mujer? –le preguntó el agente. Maggie estaba sentada en una celda, bajo
los efectos de un sedante, con Debbie dormida al lado. No podía hacer nada por
ellas. Estaban tan seguras ahí como en cualquier otra parte.
Tenía que ver
a Coot antes de que muriera.
Le
comprendería a la manera de los reverendos; tendría más compasión por su dolor
que estos monos. A fin de cuentas, las ovejas descarriadas eran las predilectas
de la Iglesia.
Al entrar en
el coche creyó reconocer por un momento el olor de su hijo: el niño que habría
heredado su nombre (lo habían bautizado como Ian Ronald Milton), el niño que
llevaba su misma sangre, circuncidado como él. El niño sosegado que lo miraba
con tanta resignación en los ojos.
Esta vez no
se echó a llorar. Esta vez sólo sintió rabia, una rabia maravillosa.
Eran las once
y media de la noche. Rex estaba tumbado bajo la luna en una de las tierras
cosechadas al suroeste de la granja de los Nicholson. Los rastrojos empezaban a
quedar envueltos por la oscuridad y de la tierra emanaba un aroma embriagador
de materia vegetal en descomposición. Tenía la cena al lado: Ian Ronald Milton,
boca abajo, con el diafragma abierto en canal. De vez en cuando la bestia se
recostaba sobre un codo y removía el caldo tibio que era el cuerpo del niño, en
busca de un bocado exquisito.
Bajo la luna,
bañado por su luz plateada, estirando las extremidades y comiendo carne humana,
se sentía imbatible. Arrancó un riñón del plato y se lo tragó.
Delicioso.
A pesar de
los sedantes, Coot estaba despierto. Sabía que iba a morir y el tiempo que le
quedaba era demasiado precioso como para pasarlo adormecido. No conocía el
nombre de la persona que le hacía preguntas, no acertaba a distinguirlo en el
ambiente amarillento de la habitación, pero su voz era tan insistente y a la
vez tan educada que tuvo que hacerle caso, aunque interrumpiera su
reconciliación con Dios. Además, las preguntas le interesaban: estaban todas
relacionadas con la bestia que le había hecho papilla.
–Me arrebató
a mi hijo –decía ese hombre–. ¿Qué sabe acerca de esa criatura? Dígamelo, por
favor. Creeré todo lo que me diga... –Su desesperación era auténtica–. Explíquemelo...
Ideas
confusas habían cruzado por la mente de Coot una y otra vez desde que se vio
tumbado sobre la cálida almohada. El bautismo de Declan; el abrazo de la
bestia; el altar; la piel y la carne poniéndosele de gallina. Tal vez le
pudiera decir algo útil a ese padre angustiado.
–... en la
iglesia...
Ron se acercó
aún más a Coot; ya olía a sepultura.
–... el
altar... le tiene miedo... el altar...
–¿Quiere
decir la cruz? ¿Le asusta la cruz?
–No... no...
–No...
El cuerpo
tuvo una contracción y se quedó inmóvil. Ron vio a la muerte apoderarse de esa
cara: la saliva se secó sobre los labios de Coot, el iris del ojo que le
quedaba se contrajo. Lo estuvo contemplando un buen rato antes de llamar a una
enfermera. Luego desapareció sigilosamente.
Había alguien
en la iglesia. La puerta, que la policía había cerrado con candado, estaba
entornada; el candado, roto. Ron la empujó unos centímetros y se deslizó
dentro. No había ninguna luz encendida, la única iluminación era una hoguera
sobre los escalones del altar. La atendía un hombre joven que Ron había visto
entrar y salir del pueblo. Levantó la vista pero continuó alimentando las
llamas con hojas de libros.
–¿Qué puedo
hacer por usted? –preguntó sin interés.
–He venido
a... –Ron vaciló. ¿Iba a decirle la verdad a aquel hombre? No, había algo raro
en su comportamiento.
–Le he hecho
una pregunta directa –dijo–. ¿Qué quiere?
Andando por
el ala hacia la hoguera, Ron empezó a distinguir con más precisión a su
interlocutor. Tenía la ropa manchada, de barro posiblemente, y los ojos
hundidos en las cuencas como si el cerebro los hubiera enterrado.
–No tiene
derecho a estar aquí...
–Creía que
todo el mundo podía entrar en una iglesia –dijo Ron, contemplando las páginas
que se ennegrecían al quemarse.
–Esta noche
no. Así que salga zumbando de aquí.
Ron continuó
andando hacia el altar.
–¡Que salga
zumbando le he dicho!
La cara que
Ron tenía enfrente era pura lascivia y muecas: era la cara de un lunático.
–He venido a
ver el altar; me iré cuando lo haya visto, y no antes.
–Ha estado
hablando con Coot, ¿no es cierto?
–¿Coot?
–¿Qué le dijo
ese cabrón? Todo mentira, sea lo que sea; no dijo nada cierto en su puta vida,
¿lo sabía? Se lo garantizo. Se subía ahí arriba... –tiró un libro de oraciones
contra el púlpito– ...a contar mentiras.
–Quiero ver
el altar por mi cuenta. Ya veremos si contaba mentiras...
–¡No lo hará!
El hombre
arrojó otro puñado de libros a la hoguera y bajó los escalones para cerrarle el
paso. No olía a barro sino a mierda. Sin previo aviso se precipitó sobre él.
Agarró a Ron por el cuello y ambos cayeron al suelo. Declan estiraba los dedos
para saltarle los ojos y los dientes para arrancarle la nariz.
A Ron le
sorprendió la debilidad de sus propios brazos. ¿Por qué no había jugado a
squash como le aconsejó Maggie? ¿Por qué eran tan poco eficaces sus músculos?
En cuanto se descuidara ese hombre lo mataría.
De repente
entró una luz por el ventanal que daba al oeste, tan brillante que podría
haberse tratado de un amanecer en plena noche. Inmediatamente se oyó un coro de
gritos. Unas llamaradas gigantescas, que empequeñecieron la hoguera del altar,
se elevaron por el aire. El cristal manchado vibró.
Declan se
olvidó un segundo de su víctima y Ron se recuperó. Le golpeó la barbilla, metió
una rodilla debajo del torso de Declan y le pegó una patada. El oponente se
retorció y Ron se levantó agarrándolo por el pelo para que no se le escapara,
mientras le machacaba la cabeza con el puño libre hasta que la partió. No le
bastó con ver sangrar a aquel bastardo por la nariz ni con oír cómo le crujía
el cartílago; Ron le golpeó sin descanso hasta que le sangró el puño. Sólo
entonces dejó caer a Declan.
Fuera de la
iglesia, Zeal estaba en llamas.
Rex había
provocado incendios antes, muchos incendios. Pero la gasolina era un arma
nueva, y todavía estaba aprendiendo a dominarla. No le costó demasiado trabajo.
El truco consistía en desgarrar las cajas sobre ruedas, era fácil. Hacerles una
herida en el flanco para que sangraran, para que soltaran esa sangre que le
daba dolor de cabeza. Las cajas eran presa fácil, alineadas como estaban contra
la acera, como bueyes listos para el matadero. Enloquecido, con la muerte en
los ojos, se paseaba entre ellas vertiendo su sangre y prendiéndole fuego. Los
regueros de fuego líquido inundaban jardines, cruzaban umbrales. La paja echaba
a arder; las casas de campo de madera se quemaban. Al poco rato Zeal se
incendiaba de un extremo a otro.
En la iglesia
de San Pedro, Ron recogía el manto del altar, tratando de no pensar en Debbie y
en Margaret. La policía las trasladaría a un lugar seguro, no cabía ninguna
duda. Antes que nada debía resolver el asunto que se traía entre manos.
Debajo del
manto había una caja grande con una burda inscripción sobre la cara exterior.
No se fijó en el dibujo; tenía cosas más importantes que hacer. La bestia
andaba suelta. Oía sus aullidos triunfales y sentía ansias, verdaderas ansias
de salir a su encuentro. De matarlo o morir. Pero antes estaba la caja.
Contenía poder, no cabía la menor duda; un poder que ya le estaba poniendo los
pelos de punta, que le irritaba el pene, provocándole una dolorosa erección. Le
sobreexcitaba, exultaba de amor. Ansioso, puso las manos sobre la caja y una
ola de fuego estuvo a punto de achicharrarle las articulaciones después de
recorrerle los brazos. Se cayó y pensó por un momento que iba a perder el
conocimiento, porque el dolor era insufrible, pero al poco tiempo remitió. Se
puso a buscar una herramienta, algo con que abrir la caja sin tener que ponerle
las manos encima.
Desesperado,
se envolvió la mano con un trozo del manto del altar y cogió una de las
palmatorias de latón de la línea de fuego. El manto empezó a chamuscarse.
Volvió al altar y se puso a golpear la madera como un loco hasta que empezó a
astillarse. Tenía las manos entumecidas; si las palmatorias le hubieran
abrasado las palmas no se habría dado cuenta. De todas formas, ¿que más daba?
Tenía un arma delante de él, a pocos centímetros, sólo pensaba en alcanzarla,
en blandirla. Sintió punzadas en el pene, le escocieron los huevos.
–Ven a mí –se
sorprendió diciendo–, venga, vamos. Ven a mí. Ven a mí. –Como si la estuviera
atrayendo hacia sí para abrazarla, como si fuera su tesoro, como si fuera una
chica que deseaba, que su erección deseaba, y la quisiera conducir hipnotizada
hasta su lecho.
–Ven a mí,
ven a mí...
La cara
delantera empezaba a ceder. Jadeando, utilizó las esquinas de la base de la
palmatoria como palanca para arrancar trozos de madera más grandes. El altar
estaba hueco, como había previsto. Y vacío.
Vacío.
La caja sólo
contenía una bola de piedra del tamaño de una pequeña pelota de fútbol. ¿Era
ésa su recompensa? No esperaba que tuviera un aspecto tan insignificante: y,
sin embargo, el ambiente que le rodeaba aún estaba electrizado, la sangre aún
le bullía. Metió la mano por el agujero que había hecho en el altar y cogió la
reliquia.
En el
exterior, Rex exultaba.
Al sopesar la
piedra con una mano insensible, un montón de imágenes asaltaron el espíritu de
Ron. Un cadáver con los pies ardiendo. Una cuna en llamas. Un perro corriendo
por la calle hecho una bola viva de fuego. Todo fuera de la iglesia, a punto de
ocurrir.
Contra el
autor de todo aquella disponía de una piedra.
Le molestaba
profundamente haber confiado en Dios, aunque sólo fuera durante medio día. Tan
sólo era una piedra: una maldita piedra. La
hizo dar vueltas en la mano, tratando de encontrar algún sentido a sus surcos y
prominencias. Tal vez estuviera predestinada a ser algo; quizá no comprendía su significado profundo.
Oyó ruidos en
el extremo opuesto de la iglesia; una caída, un grito, un crepitar de llamas
detrás de la puerta.
Entraron dos
personas tambaleándose, humeantes y llorosas.
–Está
quemando el pueblo –dijo una voz que Ron reconoció. Era el bondadoso policía
que no quiso creer en el infierno; simulaba conservar toda su entereza, tal vez
por su compañera, la señora Blatter, la del hotel. El camisón con el que había
salido a la calle estaba hecho trizas. Tenía los pechos al aire, temblando con
sus sollozos; no parecía darse cuenta de que estaba desnuda, ni siquiera sabía
dónde estaba.
–Dios que
estás en los cielos, ayúdanos –dijo Ivanhoe.
–Aquí no hay
ningún Dios –dijo la voz de Declan.
Estaba de pie
y se acercaba haciendo eses a los recién llegados. Ron no podía distinguir su
cara desde donde estaba, pero sabía que estaba cerca. La señora Blatter lo
esquivó y dejó que se fuera dando tumbos hacia la puerta. Ella se precipitó
hacia el altar. Ahí se había casado, en el preciso lugar en que se inició el
incendio.
Ron contempló
su cuerpo, extasiado.
Estaba
considerablemente gruesa; los pechos caídos, el vientre tan prominente que le
ocultaba el sexo. Ron dudó de que pudiera vérselo ella misma. Pero ésa era la
razón de que le latiera el glande, de que le diera vueltas la cabeza...
Tenía la
imagen de aquella mujer en la mano. Sí, la tenía en la mano, ella era la imagen
viviente de la bola que él sujetaba en la mano. Una mujer. La piedra era la
estatua de una mujer, de una Venus más burda que la señora Blatter, con el
vientre repleto de niños, senos como montañas y el sexo como un valle que
empezara en su ombligo y mirara atónito el mundo. Hasta ese momento los fieles
se habían postrado ante una diosa oculta bajo el manto y la cruz.
Ron bajó los
escalones del altar y echó a correr por el ala, apartando a la señora Blatter,
al policía y al loco.
–No salga –le
dijo Ivanhoe–, está aquí mismo.
Ron empuñó
con fuerza a la venus, calibrando su peso y sacando fuerzas de su posesión.
Detrás de él, el sacristán le gritaba una advertencia a su señor. Sí, era una
advertencia, sin lugar a dudas.
Ron abrió la
puerta de una patada. Se encontró con fuego por todas partes. Una cuna en
llamas, un cadáver (el del administrador de correos) con los pies ardiendo, un
perro devorado por el fuego, hecho una bola. Y, naturalmente, Rex, dibujado
sobre un telón de fondo hecho de llamas. Se dio la vuelta, quizás al oír las
advertencias del sacristán, pero más probablemente porque sabía sin necesidad
de que se lo dijera nadie que habían descubierto a la mujer.
–¡Aquí!
–chilló Ron–. ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!
La bestia
empezó a andar hacia él con el continente tranquilo del vencedor que se prepara
a obtener su último y definitivo triunfo. Ron vaciló. ¿Por qué venía con tanta
seguridad a su encuentro? ¿Por qué no parecía inquietarle el arma que tenía en
las manos?
¿No la había
visto? ¿No había oído la advertencia?
A no ser
que...
Dios bendito.
... A no ser
que Coot se hubiera equivocado. A no ser que lo que tenía en la mano fuera tan sólo una piedra, un trozo de
piedra inútil y sin valor alguno.
Y entonces un
par de manos le asieron por el cuello.
El loco.
En voz baja
le escupió «¡cabrón!» al oído.
Ron vio
acercarse a Rex, oyó que el loco chillaba:
–Aquí lo
tienes. Cógelo. Mátalo. Aquí lo tienes.
De repente
las manos soltaron su presa, y Ron se dio la vuelta a medias y vio cómo Ivanhoe
arrastraba al loco hacia la pared de la iglesia. La boca del sacristán seguía
profiriendo gritos.
–¡Está aquí!
¡Aquí!
Ron volvió la
vista hacia Rex: la bestia estaba casi encima de él, y tardó demasiado en
levantar la piedra para defenderse. Pero Rex no tenía intención de cogerlo. Era
a Declan a quien oía y olía. Cuando las manos del monstruo se dirigieron hacia
el loco, dejando de lado a Ron, Ivanhoe lo soltó. Lo que siguió fue
inenarrable. Ron no soporto ver cómo las manos abrían a Declan en canal: pero
oyó cómo el barboteo de súplicas se convertía en un rugido de dolor
sorprendido. Cuando volvió a mirarlo, no había nada con apariencia humana sobre
el suelo o contra la pared.
Y esta vez
Rex venía a por él, dispuesto a hacer con él lo mismo o algo peor. La inmensa
cabeza se estiró para fijarse mejor en Ron, con las fauces abiertas, y éste
advirtió los estragos que el fuego le había causado. Entusiasmado por la
destrucción, la bestia se había descuidado, y el fuego le había alcanzado el
rostro y la parte superior del torso. Tenía el vello corporal chamuscado, la
melena consumida y la carne de la parte izquierda de la cara negra y cubierta
de ampollas. Las llamas le habían quemado los globos de los ojos, que nadaban
en una costra de moco y lágrimas. Por eso había seguido la voz de Declan sin
advertir a Ron; estaba casi ciego.
Pero ahora
tenía que ver. Tenía que hacerlo.
–Aquí...
aquí...–dijo Ron–. ¡Aquí estoy! –Rex le oyó. Miró hacia él sin verlo, con los
ojos entornados.
–¡Aquí!
¡Estoy aquí!
Rex gruñó
sordamente. La cara quemada le dolía, quería alejarse de ese lugar, refugiarse
en la espesura de un bosquecillo de abedules bañado por la luna.
Sus turbios
ojos distinguieron la piedra; el homo
sapiens la mecía como a un bebé. Le costaba trabajo ver con claridad, pero
comprendió la situación. Esa imagen le lastimaba el cerebro. Le daba comezón,
le importunaba.
No era más
que un símbolo, naturalmente, una muestra de poder, y no el poder en sí mismo,
pero no podía comprender la diferencia. Para él la piedra era el objeto que más
temía: la mujer sangrante con el agujero abierto para devorar la simiente y
escupir niños. Ese agujero representaba la vida; esa mujer, la fecundidad sin
fin. Le aterrorizaba.
Dio un paso
atrás y sus excrementos le rodaron por la pierna. El miedo que tenía grabado en
la cara dio fuerzas a Ron. Sacó partido de su ventaja, acercándose aún más a la
bestia que se batía en retirada, vagamente consciente de que Ivanhoe estaba
reuniendo a sus hombres, que no eran más que figuras con armas en el rabillo de
su ojo, ansiosas por acabar con el incendiario.
Las fuerzas
le empezaban a flaquear. La piedra, levantada por encima de la cabeza para que
Rex la viera con nitidez, se hacía cada vez más pesada.
–Adelante
–dijo en voz baja a los habitantes de Zeal–. Adelante, a por él. A por él...
Empezaron a
estrechar el círculo antes de que hubiera acabado de hablar.
Más que
verlos, Rex los olía: tenía los doloridos ojos fijos en la mujer.
Enseñó los
dientes, preparándose para el combate. La peste a humanidad se cernía en torno
a él mirara a donde mirara.
El pánico se
impuso momentáneamente a sus supersticiones y pegó un zarpazo en dirección a
Ron, haciéndose mentalmente invulnerable a la piedra. La agresión cogió a Ron
por sorpresa. Las uñas se le clavaron en el cuero cabelludo, la sangre le
corrió por la cara.
Pero en ese
instante la muchedumbre se abalanzó sobre él. Manos humanas, débiles y pálidas,
se posaron sobre el cuerpo de Rex. Los puños golpearon su espina dorsal, las
uñas le rasgaron la piel.
Alguien le
cortó el tendón de la corva con un cuchillo y soltó a Ron. El dolor le hizo
proferir un aullido que resonó en todo el cielo, o eso les pareció. Las
estrellas se pusieron a dar vueltas en los ojos quemados de Rex, que cayó de
espaldas sobre la carretera, partiéndose la espina dorsal. Todos aprovecharon al
punto la situación, reduciéndolo por su mera ventaja numérica. Consiguió romper
un dedo acá, partir una cabeza allá, pero ahora ya nada podía detenerlos.
Aunque no lo supieran, su odio era antiguo, lo llevaban en la sangre.
Se revolvió
bajo sus asaltos tanto tiempo como pudo, pero sabía que la muerte era
inevitable. Esta vez no habría resurrección, no esperaría siglos bajo tierra a
que los descendientes de estos hombres lo hubieran olvidado. Habían acabado con
él para siempre; se iba a enfrentar a la nada.
La idea le
tranquilizó. Miró como pudo hacia donde se encontraba el padre. Sus ojos se
encontraron como lo habían hecho en la carretera, cuando había raptado a su
hijo. Pero la mirada de Rex ya había perdido su capacidad de paralizar. Su cara
estaba tan vacía y era tan estéril como la luna. Mucho antes de que Ron le
incrustara la piedra entre los ojos ya estaba derrotado. Tenía el cráneo
frágil: se combó hacia dentro y un poco de materia gris salpicó la carretera.
El Rey murió.
Ocurrió de repente, sin ceremonias ni júbilo. Se acabó de una vez por todas.
Sin grito alguno.
Ron dejó la
piedra donde estaba, medio enterrada en la cara de la bestia. Se levantó
tambaleando y se palpó la cabeza. Le había arrancado el cuero cabelludo; con
los dedos se tocó el hueso del cráneo. La sangre brotaba sin parar. Pero había
brazos prestos a sujetarlo y le esperaba un sueño reparador.
Nadie se dio
cuenta, pero después de la muerte de Rex se le estaba vaciando la vejiga. La
orina salía intermitentemente, formando un riachuelo que corrió carretera
abajo, humeando por el frío que empezaba a levantarse, y su nariz espumosa
parecía buscar el mejor camino olfateando de un lado a otro. Encontró la
alcantarilla a pocos pasos y se dirigió hacia ella por una grieta del asfalto.
Por ella se escurrió hasta desaparecer y empapar la tierra agradecida.
1.-La
polisemia de la palabra inglesa litter («camada»
y «basura») no permite conservar el juego de palabras original en la traducción
española. (N. del
T.)
2.-Rawhead, en el original, significa
literalmente «cabeza cruda». Su acepción corriente es la de «hombre-lobo». (N. del T.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario