Hoy les traigo un cuento de Robert Bloch: "La Guadaña"...
Robert
Bloch
Despues
de que los niños crezcan y se trasladen, una nueva criatura acude a tu casa.
Su
nombre es Muerte.
Viene
en silencio, sin los llantos de un infante, y no hará que estés despierto por
la noche ni exigirá diariamente tu atención. Pero, de alguna manera, sabrás que
ha venido para quedarse. Y sigue creciendo, haciéndose más grande y más fuerte
a cada día que pasa, mientras tú te haces más pequeño y más débil. Tarde o
temprano tendrá lugar la inevitable confrontación..., y cuando eso suceda, tú
serás quien tenga que marcharse.
Ross
escribió estas líneas la mañana de su sexagésimo quinto cumpleaños, y luego las
hizo a un lado.
Estaba
cansado de escribir sobre la Muerte con M mayúscula. Como autor de fantasía
había contribuido lo suyo a dramatizar la mortalidad del hombre, y era difícil
encontrar un acercamiento nuevo al tema. Demasiados escritores habían agotado
la idea: la Muerte como ángel, la Muerte fijando una cita en Samarra, la Muerte
de vacaciones, la Muerte atrapada en un árbol, la Muerte erradicada, la Muerte
engañada. Todo eran deseos. No había nada angelical en la Segadora; no toma
vacaciones, no se la puede engañar ni erradicar. La Muerte es una fuerza
impersonal, no un esqueleto articulado que porta una guadaña.
Ross
se encogió de hombros y se levantó de su mesa. Después de todo, un hombre tiene
derecho a celebrar su cumpleaños, aunque a nadie más le importe si vive o
muere.
Sus
padres y parientes habían muerto hacía tiempo y él nunca había llegado a
casarse. Durante los años pasados aquí, en la península al norte de Michigan,
Ross no había hecho ninguna amistad. Se escribía con su agente y sus editores,
pero su único contacto personal con la gente se producía cuando iba a la ciudad
en busca de provisiones.
Ross
era un solitario, pero nunca se sentía solo. Periodicos, revistas y libros
llenaban su buzón, y sus hijos le hacían compañía.
Sus
hijos se encontraban cn las estanterías de su despacho, fila tras fila: las
novelas con sus columnas dorsales estiradas y sus pieles robustas, las
historias cortas aseguradas en el interior de las páginas de revistas y
antologías. Algunas, transformadas por las traducciones, hablaban lenguas
extranjeras. Otras, aparecían solamente en ediciones originales, con las voces
debilitadas hasta un susurro por el paso de los años. Pero aquí y en el
extranjero, agotadas las ediciones o no, todavía vivían, aún poseían el poder
de hablar a nuevos lectores en el futuro.
Ross
los cuidaba con orgullo paternal, pues incluso el más pequeño de ellos contenía
algo de él. Amaba a sus hijos, y los envidiaba, porque le sobrevivirían.
Eventualmente, por supuesto, también ellos morirían: sus columnas vertebrales
se agrietarían, sus encuadernaciones se romperían, sus páginas se
desmoronarían. Pero mucho antes de que eso sucediera su propia columna
vertebral perdería su fuerza, la piel que envolvía su cuerpo se agrietaría y se
encogería hasta que lo que había dentro se desintegrara.
Ya
casi estaba empezando a suceder. Ahora, mientras los años cobraban su tarifa
sin descanso; mientras los ojos se nublaban, los dientes se caían, los dolores
proliferaban, la memoria se oscurecía y los pensamientos escapaban de su
control para centrarse en el miedo.
Ross
vio que el día era soleado y salió a dar un paseo por el bosque. Pero había
sombras acechando entre los árboles, y el miedo caminaba con él. Por mucho que
lo intentara, no podía dejar de pensar en la Muerte. La Muerte con M mayúscula.
Vendría tarde o temprano, propiciando el sueño eterno.
Dormir,
tal vez soñar...
Eso
era lo que realmente temía. La mente continúa funcionando cuando se duerme.
Supongamos que continúa funcionando cuando se muere. Supongamos que la
conciencia sigue viviendo, incluso en la tumba, en la húmeda oscuridad donde el
cerebro yace enterrado dentro de un cadáver que se pudre, aprisionado aunque
consciente, incapaz de escapar a la eternidad definitiva de horror sin
esperanza.
¿Se
sigue sintiendo todavía dolor? Si se evitan los terrores de la tumba,
¿provocará la cremación un tormento como los fuegos del infierno?
Su
mente reflexionaba sobre las formas en que podría venir el final: la súbita
violencia de un accidente, o incluso un asesinato, o la lenta agonía de la
enfermedad. Mientras Ross paseaba, la luz del sol se debilitó y las sombras se
hicieron más profundas. No iba a encontrar solaz aquí en el bosque.
De
regreso a la casa, se preparó una comida solitaria y luego tomó unos cuantos
tragos, pero difícilmente podía considerar aquello como una celebración de
cumpleaños. El pensamiento le obsesionaba..., ¿cómo se encontraría con la
Muerte?
Y esa
noche, después de quedarse dormido, se encontró con la Muerte en sueños.
Allí
estaba, la Reina de los Terrores, un brillante esqueleto al pie de su cama. Los
dedos huesudos de su mano izquierda estaban engarfiados en torno a un antiguo
reloj de arena; las zarpas, sin carne bajo la mano derecha, agarraban el mango
de una guadaña.
Ross
contempló la cruel curva de la hoja de la guadaña.... la guadaña de la
Segadora. La Muerte, advirtió, no era una niña. La aparición que tenía delante
registraba todos los atributos de la leyenda, el esquelético símbolo de la
tradición y el Tarot.
Ross
también advirtió que estaba soñando.
-Te
equivocas.
No se
produjo ningún sonido, pero Ross oyó la palabra, e incluso vio el movimiento de
la mandíbula sobresaliente.
-¡No!
-Ross hablaba dormido. No puedes ser real..., sólo eres producto de mi
imaginación.
La
Muerte se rió sin emitir sonido, pero Ross la oyó, junto con las palabras no
habladas que siguieron.
-¿Y
esos libros e historias que has escrito? Todos son producto de tu imaginación,
pero son bastante reales. Existen porque las has creado.
-Yo no
te he creado -murmuró Ross.
-Porque
no has tenido necesidad -respondió la Muerte-. La imaginación posee un poder
propio. Y la imaginación de millones de hombres antes que tú me ha dado
semblanza y sustancia. Créeme, soy tan real como tú. Aún más, ya que tú morirás
y yo viviré eternamente.
Una
vez más, la risa sin sonido.
-¿Por
qué estás aquí? -susurró Ross.
La
Muerte se movió con la guadaña y el sonido de la hoja al cortar el aire fue
bastante audible.
-Ha
llegado tu hora.
La
cabeza de Ross se sacudió en su almohada.
-¡Pero
no quiero morir!
Pocos
hombres quieren, a menos que sufran una agonía insoportable. Considérate
afortunado por ahorrarte ese sufrimiento.
Ross
se echó a temblar.
-Por
favor, te suplico...
-Mueren
los mendigos. Y también los reyes. Auténtica democracia.
Súbitamente,
Ross fue consciente del escalofrío que le recorría. Su cuerpo fue invadido por
un frío aturdidor que le helaba la sangre en las venas.
-¡No!
-jadeó Tiene que haber algún medio...
La
calavera asintió lentamente.
-Ya
veo que quieres hacer un trato.
-¿Es
posible? -murmuró Ross.
-Por
supuesto. -Los dedos huesudos acariciaron la hoja de la guadaña con un sonido
chirriante-. Una vez caminé por el mundo con esta arma y la descargué sobre
cada hombre, mujer o niño en el momento determinado.
La
Muerte se llevó al pecho el reloj de arena.
-Pero
el mundo cambió. En vez de unos pocos miles, hay millones de mortales. Demasiados
para caer bajo una simple guadaña.
»Al
principio recibí ayuda. Hambre y peste. Epidemias de cólera, plaga bubónica. Una
docena de otras enfermedades fatales. Pero la medicina avanzó y el número de
supervivientes volvió a crecer.
»Durante
una temporada las guerras solventaron mi problema. Gengis Khan, Atila, Tamerlán
y un centenar de nombres en el pasado, gente como Napoleón, Hitler, Stalin, me
dieron batallas donde caían cincuenta mil en un solo día.
»Todavía
tengo guerras, incluso nuevas drogas y enfermedades, pero nunca es suficiente
en esta época de explosión demográfica. Por eso estoy dispuesta a hacer una
oferta.
Ross frunció
el ceño.
-No
soy un gobernante ni un general..., sólo un hombre ordinario.
-No
espero nada extraordinario -dijo la voz que no era una voz-. Pero todo ayuda.
¿Qué te parece tratar conmigo en una base de uno por uno? ¿Un año extra de vida
por cada muerte?
-¿La
inmortalidad?
-No
prometo eso. Puedes cansarte y decidir terminar nuestro trato. Mientras tanto. Vamos
a llamarlo un aplazamiento de la ejecución.
La
mandíbula de la calavera tembló con silencioso regocijo. Ross frunció el ceño
otra vez.
-Pero
me estás pidiendo que me convierta en un asesino.
-Ya
has asesinado muchas veces en tu imaginación, y has descrito los hechos en tus
libros.
-Eso
es distinto. No podría matar de verdad a otro ser humano.
-¿Por
qué no? La vida no tiene significado. Todo el mundo muere, tarde o temprano.
-La sonrisa de la calavera se acentuó-. Y puedes escoger a quien quieras.
Piensa en el poder que te estoy dando.
-¡No
quiero ese poder!
-¿Ni
siquiera aunque sea un poder para hacer el bien? -Una vez más los dedos huesudos
acariciaron la guadaña-. Mira a tu alrededor. El mundo está lleno de gente que
merece morir. Elige adecuadamente y no estarás provocando la muerte..., estarás
haciendo justicia.
-Sigue
siendo asesinato -murmuró Ross.
-Considérate
un Ángel Vengador -murmuró la Muerte-. ¿No conoces a nadie que haya perdido el
derecho a vivir?
Ross
dudó y luego asintió.
-Tienes
razón, hay alguien. Un hombre llamado Wade, el que mató a todas esas mujeres y
escapó con una sentencia a cadena perpetua, lo que significa que volverá a
salir dentro de unos pocos años. No me importaría matar a un asesino de masas.
-Lo
siento -le dijo la Muerte-. Da la casualidad de que Wade es uno de mis
emisarios. Hicimos un trato hace mucho tiempo y aún le quedan años por vivir,
dentro o fuera de la cárcel.
Ross
suspiró.
-Entonces
me dirigiré a la gente que permitió tal fallo de la justicia. Su despreciable
abogado, el imbécil del juez, el estúpido jurado...
La
sonrisa de la calavera pareció ampliarse.
-No
olvides al oficial que se suponía que tenía que vigilarlo cuando estaba en
libertad bajo fianza de una condena previa, ni a las autoridades juveniles, que
le pusieron en libertad antes. Si esperas eliminar a todo el mundo conectado
con el caso, te convertirás también en un asesino de masas.
-¡Pero
tiene que haber alguien que sea responsable en última instancia!
-Tú
decides. El poder para matar o salvar será solo tuyo. Nunca te obligaré a
actuar si no quieres. Es parte de nuestro Contrato.
-Sigue
sin gustarme la idea...
La
Muerte blandió su guadaña.
-¿Te
gusta esto más? -Se inclinó sobre el pie de la cama-. Piensa en lo que te estoy
ofreciendo. Un año entero a cambio de una pequeña vida. Tómate tu tiempo,
escoge tu candidato, tu propio método.
-Supón
que me cogen.
-No te
cogerán. Has dedicado toda tu carrera a escribir crímenes perfectos. Usa la
misma ingenuidad en tu propio beneficio y no habrá peligro. -El brazo huesudo
alzó la guadaña y una bocanada de aire helado abanicó la cara de Ross-. ¿Será
así entonces? ¿Lo haces? ¿O mueres?
Ross
se agitó, inquieto.
-Y si
acepto tu oferta..., entonces, ¿qué?
Los
hombros esqueléticos se encogieron.
-Nada.
Ningún contrato firmado con sangre. Nada de abracadabra. Sólo un acuerdo
verbal. Una vida, un año. Llámalo un regalo de cumpleaños.
Las
cuencas de la calavera se fijaron en la cara de Ross.
-¿Y
bien?
-Hecho
-susurró Ross.
La
Muerte alzo el reloj de arena y le dio la vuelta. La arena empezó a caer
lentamente sobre la mitad inferior, grano a grano.
-Un
año -murmuró la Muerte.
Y
desapareció.
Si es
que realmente había estado allí.
A la
luz del día, Ross no estaba tan seguro. La mente juega malas pasadas.
Y el
cuerpo también.
A
media tarde estaba de nuevo en la cama, temblando de fiebre. Los sueños pueden
anunciar la enfermedad, se dijo. Pero a medida que la oscuridad se hacía mayor,
la fiebre aumentó, propiciando visiones... La Muerte, con su cara sin carne y
su voz sin sonido, con la guadaña y el reloj de arena. ¿Cuánto tardaría en
agotarse la arena? Cuando lo hiciera, la guadaña golpearía, y Ross la temía. «
¿No conoces a nadie que haya perdido el derecho a vivir?»
Ross
intento pensar. La mente es un ordenador, y en el delirio, el ordenador esta en
horas bajas. Esos escritores ricos con sus modernos procesadores de textos...
¿también se estropeaban sus caros equipos? Tenía la mente en blanco. Como la
pantalla de un ordenador, pero algo parpadeó en su visión.
Se
formó una cara. La había visto muchas veces antes, en primeros planos durante
las entrevistas de televisión, asomada a las primeras páginas de los
periódicos, sonriendo con aire de suficiencia en las solapas de los libros.
Kevin
Colfax. Conocía el nombre. Gracias a los medios de comunicación, todo el mundo
conocía a Kevin Colfax. Un autor famoso. Dueño de una villa en la Riviera, una
flota de coches clásicos, una sexta esposa y una docena de amantes.
Novelas
en clave, así llamaba a sus libros. Canibalizaba las páginas de The National
Enquirer y People, cogía las vidas de las celebridades y las
convertía en pornografía: sexo burdamente explícito, e insolencia vulgar para
alimentar las fantasías de millones de estúpidos entregados a masturbaciones
mentales. Sus productos de baja calidad le habían catapultado a la lista de best-sellers
y a la cabeza de las fiestas repletas de arribistas, que no tenían otro sitio
donde ir excepto donde los llevaran sus experiencias con las drogas, y que se
pasaban el día esnifando coca. Pero ahora ya estaba en el sitio al que
pertenecía..., en la lista de Ross.
La
cara se difuminó en el arrojo de fiebre y Ross murmuró entre sus labios secos y
agrietados:
-Matare
a Kevin Colfax.
El
sudor bañaba su cuerpo cuando se hundió en el sueño.
Cuando
se despertó a la mañana siguiente la fiebre había desaparecido pero la
resolución persistía. Kevin Colfax merecía morir.
La
única cuestión era cómo... Tenía que haber un medio que no dejara ninguna
pista.
¿Veneno?
Años
atras, Ross había investigado toxicología y había amasado un número
impresionante de textos de referencia. Era sorprendente cuántos componentes
letales eran fáciles de conseguir, o crear, a partir de otras simples
sustancias, que pueden encontrarse en todas las casas. De rápida actuación,
fatales y casi indetectables si se tomaban las precauciones adecuadas.
Una
vez supo qué tenía que buscar, Ross no perdió el tiempo. El insecticida había
sido retirado del mercado hacía años, pero él nunca se había molestado en
tirarlo a la basura y aún tenía el spray medio lleno. Tras calentarlo un poco,
la materia se condensó, dejando un mortífero destilado que mataría al contacto.
Pero
¿cómo hacer el contacto?
No
conocía a Kevin Colfax ni a nadie en los círculos privilegiados en los que se
desenvolvía. No había manera de introducir unos gramos de la sustancia venenosa
en su comida o en su bebida, o en la cocaína que introducía en sus fosas
nasales. Colfax estaba rodeado por guardias de seguridad que lo protegían de
amigos, enemigos y fans por igual.
Fans.
Ross
se sentó ante la máquina y escribió una carta. La carta de un fan que pedía a
Kevin Colfax una foto autografiada.
Escribió
con rapidez; los guantes de goma no interfirieron con su velocidad. Ni
interfirieron cuando añadió una gota de agua a un miligramo del polvo venenoso,
hasta volverlo una pasta que esparció cuidadosamente en la solapa del sobre
sellado, que incluyó en su carta para que Colfax le contestara.
El
nombre y la dirección del sobre eran falsos, por supuesto. Pero el veneno era
real. Real y digno de confianza. Un lametón y la lengua absorberían la dosis
fatal, propiciando la muerte en cuestión de minutos.
Ross
encontró la dirección de Colfax en el Quien es Quién, la copió en el
sobre exterior y le pegó un sello. Luego condujo hasta una ciudad situada a
treinta millas de su zona postal, y sus manos enguantadas dejaron caer la
muerte en el buzón.
Después
de eso, todo lo que tuvo que hacer fue esperar.
Cuatro
días después, leyó el artículo en el periódico:
POLICIA INVESTIGA
MUERTE MISTERIOSA
Nueva
York (UPI).- Las autoridades investigan la posibilidad de asesinato en la
súbita muerte de Florence Rimpau, de 23 años, secretaria personal del famoso
novelista Kevin Colfax. Según su jefe, la señorita Rimpau parecía gozar de
excelente salud cuando sufrió un colapso en el momento que atendía la
correspondencia. Los enfermeros no pudieron reanimarla, y se ha ordenado una
autopsia después de que los informes indicaran que el veneno podría ser una
posible causa.
Ross
dejo que el periódico cayera de sus dedos temblorosos, y pasaron varios días de
ansiedad antes de que apareciera otro artículo. Florence Rimpau era más que una
secretaria. Ambicionaba labrarse una carrera de escritora y, según su apenada
familia, esperaba ansiosamente la publicación de su primera novela cuando le
sorprendió la muerte.
Había
más. Los resultados de la autopsia confirmaron la teoría del veneno, pero no
había ninguna pista. El propio Kevin Colfax fue exonerado rápidamente de
cualquier conexión con el caso. Aparentemente, la fuente del veneno y el método
usado para emplearlo no habían sido descubiertos por la policía ni los
patólogos. Ross podía felicitarse: nunca le cogerían. Había sido un crimen
perfecto.
El
crimen perfecto.... pero la víctima equivocada.
Ross
se echó a temblar. Era responsable de la muerte de una muchacha inocente, de
cortar un brillante futuro, y de causar pena y dolor a su familia y amistades.
¿Por qué no había anticipado aquella posibilidad?
Sabía
la respuesta, por supuesto. Su ansioso acto había sido provocado por la
envidia; había sido la envidia, no la justicia, lo que le había inducido a
asesinar.
¿Y
para qué? Su enemigo. Kevin Colfax, seguía vivo. En cualquier caso, la
publicidad que rodeaba la misteriosa tragedia dispararía las ventas de sus
libros.
Los
meses siguientes pasaron rápidamente, pero cada día le parecía una eternidad a
Ross, y las noches eran interminables agonías de sueños cargados de culpa.
Pero
el tiempo tiene medios de curar los traumas y enmendar los recuerdos; a medida
que se acercaba su siguiente cumpleaños, Ross advirtió que, en efecto, había
sobrevivido otro año.
Por
supuesto, aquello no tenía nada que ver con su trato, se dijo. Aquello había
sido sólo un sueño. Habría seguido viviendo sin la pesadilla relacionada con la
Muerte. Y cuando remitieron los retortijones de la culpa, volvió a sentir que
la vida era dulce. Como había deseado, había tiempo para leer, descansar y
disfrutar de comodidades y diversiones.
Y
entonces el tiempo se agotó.
El
tiempo se agotó una noche mientras Ross yacía en la cama, revolviéndose y
agitándose y maldiciéndose por ser un estúpido.
La
diversión había sido su caída. La diversión bajo las formas de una tal Janice
Coy. Coy, reflexionó amargamente, era un nombre poco apropiado para la joven
que había conocido casualmente hacía un mes en un bar del pueblo vecino, pues
no tenía nada de tímida. A su edad. El sexo apenas era un imperativo..., al
menos eso había pensado hasta su encuentro con Janice. Había ido al bar a tomar
sólo un trago, y le resultó una sorpresa verse tonteando con una hembra
atractiva. Del tonteo pasó a asuntos más serios. Cuando descubrió que Janice se
dedicaba a eso, Ross simplemente se encogió de hombros y pagó. Adiós, Janice.
Dos
semanas después fue «Hola, doctor».
Herpes.
Eso era lo que la furcia le había contagiado. Sucia pécora. Ahora sufría, pero
las llagas sanarían y habría períodos de mejora. Podría haber sido peor; al
menos su estado no era fatal.
Sólo
la guadaña era fatal. La guadaña, que se deslizaba en un arco de plata a través
de la oscuridad de sus sueños.
La
Muerte estaba de pie junto a su cama.
La
guadaña se mecía distraídamente, pero conocía su propósito. La Muerte tendió el
reloj, y Ross vio que los últimos granos de arena caían en la mitad inferior. Y
ahora, a medida que la arena iba descendiendo, la guadaña se alzaba. De
repente, la habitación oscura se volvió muy fría.
La
Muerte sonrió.
-¡No!
-Ross sacudió la cabeza-. Ahora no... ¡Dame otra oportunidad!
La
sonrisa de la Muerte era fija, pero la guadaña osciló.
-¿Deseas
renovar nuestro trato?
La voz
que no era una voz se repitió en los oídos de Ross, y este asintió rápidamente.
-Por
favor...
Las
mandíbulas sonrientes se movieron.
-Según
recuerdo, querías matar a alguien que mereciera morir. Pero no salió así, ¿no?
-Fue
un accidente -tembló Ross-. Cometí un error.
-Un
error que aún lamentas. -La Muerte hizo una pausa-. ¿Deseas volver a correr el
riesgo?
-Confía
en mí -susurró Ross.
-Es en
tu conciencia en lo que no confío -dijo la Muerte-. ¿Estás seguro de que puedes
hacerlo?
Ross
miró el reloj que se iba vaciando. Luego contempló la guadaña alzarse, miró la
hoja ancha y brillante. Si aquella hoja descendía, su brillo se volvería opaco,
bañado con su propia sangre.
-¡Estoy
seguro! -chilló Ross-. ¡Te lo prometo!
-De
acuerdo.
La
guadaña se retiró, el reloj dio la vuelta, y una vez más la mitad llena del
globo doble quedó en la parte de arriba. Las arenas del tiempo tardarían un año
en agotarse.
-Feliz
cumpleaños.
La
Muerte se dio la vuelta, aun sonriendo.
Y
desapareció.
Después
de todo, resultó un cumpleaños feliz, porque ahora Ross sabía lo que tenía que
hacer.
Esta
vez ya había decidido quién merecía morir: Janice, la puta que le había
contagiado, que aún difundía la enfermedad entre las víctimas inocentes de sus
corruptos encantos.
Una
vez más, era simplemente cuestión de método.
Ross
no conocía nada de Janice, aparte de su breve encuentro, pero, para tener
éxito, el cazador debe estudiar primero la naturaleza de la bestia. Sólo
después de haberse familiarizado con sus hábitos y hábitat puede acosar a su
presa.
Así,
Ross se dedicó a descubrirla, a acorralarla.
Volver
a encontrarla en el bar no fue ningún problema. Pretender alegrarse por este
segundo encuentro fue más difícil, y llevarlo hasta su lujuriosa conclusión fue
casi imposible a la luz de lo que sabía. Pero Ross se las arregló.
Para
Janice, en las semanas que siguieron, Ross fue solo uno de sus fulanos
regulares, un cliente entrado en años que hacía pocas demandas a sus
habilidades profesionales y del que siempre se podían sacar unos cuantos pavos
rápidos. Chas-chas-gracias-señora.
Ella
no llegó a darse cuenta de que era un cazador que estudiaba su presa, buscando
un método para derribarla.
Ross
ya sabía que poseía los medios para asegurar la muerte sin ningún fallo; su
veneno no dejaría ninguna pista.
Pero
¿cómo usarlo? Los fans de Janice (si podían ser llamados así) no escribían
cartas. No iban detrás de su autógrafo precisamente. Los pobres idiotas no se
daban cuenta nunca de que les dejaba una firma de otro tipo, como había hecho
con él. La sucia contagiadora merecía morir, y moriría.
El
buen cazador es paciente, y la paciencia de Ross dio sus frutos. Cuando la
visitó por tercera vez ya se había familiarizado lo suficiente con los hábitos
de Janice para encontrar una solución.
Lo
descubrió en el baño: la solución líquida del gel de baño que usaba. Y el pequeño
frasco de plástico que lo contenía estaba casi vacío.
Durante
el curso de su cuarto encuentro él se excusó y volvió a comprobar. Notó que
sólo había gel para una aplicación más. Probablemente Janice se bañara cuando
él se marchara. Y ni ella ni nadie más detectarían la pequeña cantidad de
líquido incoloro e inodoro que añadió al frasco. Con suerte, el veneno no haría
efecto hasta pasados unos minutos, y entonces ya habría salido del baño y se
estaría preparando para acostarse. Por supuesto, quedaba el problema del
frasco, que posiblemente vaciaría y tiraría a la basura, pero era probable que
nadie se diera cuenta. En cualquier caso, tenía que prepararse para aceptar
aquel riesgo..., y así lo hizo.
Una
vez más sufrió los tormentos de la espera. Pero Janice no sufrió nada. A la
semana siguiente, cuando regresó al bar, el camarero le dio la triste noticia.
El
cuerpo de Janice había sido encontrado el día anterior, tendido en la cama, en
su pequeño apartamento situado calle arriba. No tenía ninguna marca, a
excepción de algunos herpes delatores; aparentemente había sufrido un ataque
cardíaco y no parecía que fueran a practicarle la autopsia.
Esa
era la mala noticia, y Ross se la tomó con bastante calma. Fue la noticia
triste lo que realmente le sacudió.
Janice
no había muerto sola. Lo que nadie sabía (y lo que Janice no mencionaba nunca)
era que el segundo dormitorio del apartamento estaba ocupado por su hijo de
seis meses. El bebé no había sido atendido durante los días que siguieron a la
muerte de su madre, y había muerto de inanición.
Ross
salió del bar anonadado. Se fue a casa pero no encontró paz allí. Aunque el
camarero tuviera razón y no fuera a haber investigación, aunque la policía
nunca llamara a su puerta, Ross no sintió ningún consuelo en su seguridad.
Su misión
había tenido éxito, pero no se había detenido allí. No era ningún Ángel
Vengador......era el asesino de un niño inocente.
El
tormento interior se convirtió en agonía externa. No era el escozor de un
herpes, sino el síntoma de una psique atormentada. Ross no podía trabajar, no
podía leer ni descansar. Aún peor, no podía comer ni dormir. Cuando por fin
llamó a un médico, estaba demasiado débil para andar. Terminó en el hospital
con un gota a gota en el brazo y cuidados intensivos las veinticuatro horas. Le
alimentaron a la fuerza, le llenaron de medicamentos hasta que por fin se
recuperó.
Pero
el médico estaba profunda y profesionalmente sorprendido.
-La
verdad, no sé qué decirle -admitió-. Electrocardiogramas, escáners, todas esas
pruebas de laboratorio y aún no hemos sacado nada en limpio. Excepto el herpes,
claro, que va remitiendo. Si tuviera que aventurar un diagnóstico, diría que el
problema es geriátrico.
-¿Y
eso qué significa? -preguntó Ross.
-Va a
cumplir usted sesenta y siete años. Según las estadísticas actuales, puede
continuar sano durante una buena temporada. El problema es que el cuerpo humano
no se rige siempre por las estadísticas. He visto casos de gente más joven que
usted sacar un certificado médico y dos días después del examen... bingo. -El
doctor trató de suavizar su aseveración con una sonrisa-. Supongo que todo se
reduce al viejo dicho. Cuando llega tu hora, te tienes que ir.
-Pero
no me siento viejo -murmuró Ross-. Sólo débil...
El
doctor se encogió de hombros.
-Eso
pasará. En cuanto recupere las fuerzas, es probable que se encuentre bien.
Recuperará sus signos vitales. Pero a partir de ahora será mejor que se tome
las cosas con calma. Le enviaré a casa una dieta estricta. No más alcohol, se
acabó el fumar. Aparte de eso, lo único que puedo decirle es que se cuide.
Ross
se miró al espejo cuando regreso a casa pero no le gustó lo que vio. Resultado
de su crimen o de la enfermedad, la cara que le miraba era la de un anciano.
«Cuando
llega tu hora, te tienes que ir.»
Si su
aspecto le sorprendía, aún más le conmovieron sus otros cambios físicos. Aunque
poco a poco ganó peso, aun no tenía la fuerza para enfrentarse con la rutina
diaria. Las tareas de cocinar y limpiar la casa le dejaban exhausto, hasta el
punto de que buscar placer se hizo inútil. Pasear se convirtió en una carga,
subir las escaleras era como escalar el monte Everest.
¿Descansar?
No aquí, ya no. «Cuando llega tu hora...»
Finalmente,
fue.
Aunque
su mente ponía obstáculos y su cuerpo se rebelaba, Ross se obligó a visitar las
casas de descanso, de retiro, de convalecencias locales... Ninguna parecía
realmente un hogar, y la mayoría eran simples almacenes donde apilar cuerpos
cansados, bien fuera de pie, en sillas de ruedas, o en lechos de muerte.
Pero
Ross no tenía miedo de morir; aunque había tomado una vida por error, su deuda
con la Muerte estaba pagada durante meses. Y aunque su búsqueda era deprimente,
continuó hasta encontrar un lugar que parecía confortable en comparación. Era
con diferencia el más caro de todos, pero podría soportar los gastos extra
después de vender la casa.
Ponerla
en el mercado y venderla le ocupó más de lo que esperaba, y lo mismo pasó con
el periodo de depósito que siguió. Incluso con el tiempo extra, Ross tenía las
manos llenas. Vaciarlas era el problema auténtico; vaciarlas de todo lo que
había acumulado durante años. Lo peor fue decir adiós a sus hijos, vendérselos
a un librero que se los llevó en cajas de cartón que parecían ataúdes en
miniatura. Ross se preguntó en qué tipo de ataúd habría sido enterrado el hijo
de Janice, y luego descartó el pensamiento. «Olvida el pasado, deja que los
muertos entierren a los muertos.» Tenía que encargarse de los anuncios, tratar
con los compradores de muebles de segunda mano, vaciar la casa hasta que de
ella sólo quedara un cubo vacío donde pasear mientras esperaba el fin.
«No,
el fin no -se recordó Ross-. Esto es un nuevo principio.»
La
Casa de Descanso de Sunset Cres resultó ser mejor de lo que había esperado.
Localizada en los barrios residenciales de una ciudad cercana, el edificio era
moderno y bien equipado. Había servicio de lavandería, y una línea de autobuses
para ir de compras a la ciudad. Las comidas estaban preparadas decentemente,
con dietas especiales para aquellos que las necesitaban. Su habitación era
amplia, con un gran armario, baño privado, una cómoda cama y un balcón que daba
al jardín.
Y lo
mejor de todo, allí estaba Sheila.
Sheila
era una de las tres enfermeras residentes. Alta, delgada, con pelo castaño y
ojos azules, debía rondar los cincuenta años, pero no aparentaba esa edad. Ya
que estaba asignada a su planta, Ross la veía muy a menudo, y lo que veía le
gustaba.
Para
su sorpresa, ella le había identificado como escritor, e incluso dijo haber
leído algunos de sus libros. Cierto o falso, se sintió adulado por su
reconocimiento y complacido por su presencia. Gradualmente, la reticencia
profesional de Sheila remitió y llegó a saber más cosas de ella. De joven había
trabajado en un hospital importante, y luego lo había dejado para casarse, al
parecer, felizmente. Tres años antes, después de la muerte de su marido,
regresó a su oficio de enfermera. Llevaba bien su viudedad, pero al ir trabando
amistad con él Sheila le confesó que a veces echaba de menos la intimidad y las
tareas domésticas de su casa. Ross pudo entenderlo fácilmente, pues también
añoraba su hogar.
Lo que
más le molestaba era su contacto diario con los otros residentes a la hora de
comer, en la sala de recreo, los pasillos o los jardines.
Ross
no podía entablar amistad con los otros residentes. No le gustaba la forma en
que sus mentes se centraban en el pasado, o cómo trataban sus cuerpos con el
presente. Le irritaba el castañeteo de los dientes postizos, el temblequeo de
las piernas envejecidas, el continuo contrapunto de toses y gargantas
aclaradas. Le molestaba ver sus muletas y sillas de ruedas, le deprimía ver
cómo algunas caras familiares desaparecían dentro de habitaciones oscuras
equipadas con tanques de oxígeno y camas de hospital.
Hacía
todo lo posible para no pensar en aquellas cosas..., cáncer, colapsos, ataques
cardíacos, la enfermedad de Alzheimer. No importaba lo que le dijera el espejo,
Ross no se sentía viejo. En realidad, desde que había conocido a Sheila, le
parecía sentirse más joven. ¿No le había dicho el médico que si se cuidaba
podría vivir muchos años?
Tenía
un futuro por delante y no necesitaba pasarlo aquí. Tal vez no podría vivir en
otra casa, pero había apartamentos en la zona. Y Sheila había dicho que añoraba
tener un hogar propio. Podría levantar un hogar para ella, un hogar para él.
Lo
pensó una noche mientras estaba tendido en la cama y miraba el techo a oscuras.
Su vida no había acabado. Después de todo. Aún no tenía setenta años..., ahora
que lo pensaba, mañana cumpliría sesenta y ocho.
-¿Habrá
un mañana?
Escuchó
la pregunta con escalofriante claridad. Sólo que no la había formulado él, y el
escalofrío que le apretaba entre sus gélidos dedos estaba realmente presente en
la habitación. Sus ojos se dirigieron rápidamente al pie de la cama y a la
figura fosforescente que allí había.
La
Muerte saludó, sonriente, y alzó el reloj de arena que tenía ya casi vacía la
mitad superior.
Pero
fue la guadaña lo que observó Ross. La guadaña, alzada en un arco inexorable y
cuya hoja desnuda cayó después rápidamente para amenazar su garganta.
-¡Detente!
-chilló.
La
guadaña osciló.
-¿Otro
año? -susurró la Muerte.
-Sí
-asintió Ross ansiosamente-. Otro año.
Pero
la guadaña no se retiró; permaneció alzada, afilada y brillante, dispuesta a
completar su trabajo.
-Ya
conoces el precio -murmuró la Muerte.
-Lo
pagaré..., puedes estar segura.
-¿Sí?
La
guadaña permaneció en el aire, tan cerca que incluso en las sombras Ross pudo
distinguir las manchas oscuras por sus filos, las gotas resecas que ensuciaban
la superficie de la hoja.
La
Muerte fijó en él su mirada sin ojos.
-¿Cómo
lo sabes? ¿Ya has seleccionado a tu siguiente víctima?
-¡No
uses esa palabra! Esta vez no cometeré ningún error. No sufrirá ningún
inocente.
La
Muerte se encogió de hombros.
-Pero
¿quién es inocente? Todos deben morir, tarde o temprano. -La guadaña volvió a
avanzar-. No puedo confiar en ti para que sigas siendo juez y jurado. Sólo hay
una ley..., una vida por otra vida.
La
hoja cayó.
-¡Por
favor! -chilló Ross-. ¡Tendrás tu vida, lo juro!
La
hoja se retiró. Pero Ross no dejó de temblar hasta que la zarpa huesuda de la
Muerte agarró el reloj y le dio la vuelta.
-Rápido
-murmuró la Muerte-. Tienes que hacerlo rápido.
Su voz
sólo resultó audible al oído interno de Ross; por fuera, fue tan silenciosa
como las arenas cambiantes. Y ahora voz y visión se difuminaron, perdidas en
las profundidades del sueño.
Aquella
noche Ross durmió como un muerto, pero la mañana siguiente estaba vivo,
disfrutando de la brillante promesa de los días por venir. La Muerte había
desaparecido durante otro año, dejando sólo el eco débil y fantasmal de su
despedida.
«Rápido.»
Pero
¿cómo podía obedecer? Ross sopesó el problema mientras se afeitaba y se vestía.
Los recuerdos de sus errores anteriores regresaron y permanecieron con él
mientras corría al patio. Sentado en el jardín, contempló la calle que había
más allá, lleno de deseos de ser parte de la vida que allí había una vez más.
Un
coche pasó velozmente, ajeno a su presencia. De alguna manera, los coches
siempre parecían acelerar cuando pasaban junto a los hospitales, sanatorios o
lugares como éste. Nadie quería recordar qué había dentro. La vida es para los
vivos. «Que pase un buen día.»
El día
de Ross no mejoró hasta que regresó a su habitación aquella tarde. Para su
sorpresa, había recibido correspondencia: un solo sobre, pero no el de
costumbre. Generalmente no recibía nada más que el cheque mensual de su pensión
y algún que otro concurso publicitario que acababa en la papelera. Ross estaba
anonadado; aparte de los vendedores por correo, ¿quién se preocupaba por él?
Sheila.
De
alguna manera se había enterado de la fecha de su cumpleaños y le había enviado
una postal. Sheila se preocupaba.
Oscureció,
pero para Ross el mundo era otra vez brillante. Sheila se preocupaba, y él
también.
Aquella
noche, cuando ella le miró, le contó cómo se sentía y lo que esperaba del
futuro.
-Nuestro
futuro -dijo-. Juntos.
Ross
esperó su respuesta, confiando en que aceptara y parapetándose contra una
negativa. Pero Sheila guardó silencio y no hubo contestación en sus ojos.
-¿No
lo comprendes? -murmuró él-. Te estoy pidiendo que te cases conmigo.
Ella
suspiró.
-Claro.
El síndrome de la última enfermera.
Ross
la miró y Sheila asintió.
-Es
así como lo llaman los abogados. Un hombre mayor, solterón o viudo, cae enfermo
y una enfermera le atiende. Cuando se recupera, se le declara lleno de
gratitud.
-No es
sólo gratitud.
Ross
le cogió la mano, buscando su calidez y suavidad.
La
calidez se convirtió en calor, la suavidad se afirmó en respuesta. Luego ya la
tuvo entre los brazos y fue fácil hablar, exponer sus planes.
Sheila
escuchó, sonriente, con los ojos brillantes.
-Parece
magnífico, de verdad, pero tienes que darme una oportunidad para pensar. No
podemos salir de aquí mañana, ya sabes. Tenemos que ser prácticos. Asegurarnos
de que tenemos suficiente para vivir, encontrar un apartamento, amueblarlo. Hay
un millón de cosas de las que encargarse. Y tengo que anunciarlo.
-¡Entonces,
hazlo! -dijo Ross-. Ahora. Rápido.
Cuando
ella se marchó. Su alegría permaneció empañada simplemente por una sola
sombra..., ¿o era otra vez un eco?
«Rápido.
-Las palabras de la Muerte-. Tienes que hacerlo rápido.»
Esa
noche intentó reflexionar sobre el significado de aquella frase, a pensar en lo
impensable.
Y por
primera vez desde su llegada busco en el maletín que tenía guardado en el
armario. Según todas las apariencias estaba vacío; sólo él sabía de la
existencia del bolsillo oculto en su base. En su interior se encontraba el
pequeño frasco de cristal con la poción de veneno definitiva. Al menos, así lo
había pensado al empaquetar: una poción reservada para él mismo en caso de que
la vida en este sitio se volviera insoportable.
Pero
la vida ya no era insoportable y no necesitaba malgastarla aquí. Lo que
significaba que la poción sería ahora definitiva para alguien más.
Ross
contempló el incoloro contenido del frasco girando silenciosamente. Luego lo
apartó y el movimiento cesó. Ahora sólo giraban sus pensamientos; pensamientos
venenosos que no podían ser contenidos mucho tiempo.
Reflexionó
durante toda la noche. Tenía que hacerlo rápido..., pero ¿a quién?
No
tenía ningún enemigo aquí. Y la amarga experiencia le había enseñado que la
venganza era inútil. Ross recordó su resolución: no sufriría ningún inocente.
«Pero
¿quién es inocente? -Otra vez las palabras de la Muerte-. Todos deben morir
tarde o temprano. Una vida por otra vida.»
Preguntas
en la oscuridad, a la espera de una respuesta. Luego, poco antes del amanecer,
Ross oyó su propia voz susurrando un nombre:
-La
señora Endicott.
Aquí
tenía su respuesta. La señora Endicott era la residente más vieja del hogar.
Noventa y tres años, ciega y postrada en cama; nunca salía de su habitación,
pero todos la conocían. La pura longevidad la había convertido en una
institución dentro de la institución: «Imagina, lleva aquí más de veinte años y
aún aguanta. Hay que reconocer que tiene ganas de vivir».
Ross
sonrió ante la idea. ¿No se daban los idiotas cuenta de la verdad? ¿No podían
al menos imaginar lo que tenía que ser estar postrado ciego e indefenso un año
tras otro? Nadie tenía deseos de vivir en tal estado; simplemente, el pobre
cuerpo ciego rehusaba obedecer la voluntad de morir. «Hay que reconocerlo»,
decían. Bien, él lo reconocería. Le daría la liberación que ansiaba. No sería
asesinato. Sería eutanasia, un acto de piedad.
Ross
se despertó el sábado por la mañana extrañamente fresco a pesar de su falta de
sueño. Ahora sabía lo que tenía que hacer; aún mejor, sabía que quería hacerlo.
El resto era cuestión de forma y medios.
El
sábado era el día libre de Sheila, lo que hacía las cosas todavía más fáciles.
Ella se detuvo en su habitación antes de marcharse y le dijo que iba a la
ciudad a consultar con algunos agentes de la propiedad.
-No te
preocupes, voy a insistir hasta que encuentre el lugar apropiado. En caso de
que regrese tarde, te veré por la mañana. Oh. Querido. Estoy tan excitada...
Su
sonrisa y su abrazo le dijeron más que sus palabras. Y Ross se alegró cuando se
marchó.
En
cuanto a él, se puso a trabajar.
Hizo
preguntas; preguntas cuidadosas, casuales, indiferentes. La habitación de la
señora Endicott era la 409, a mitad del pasillo, a la izquierda, en su misma
planta. Le servían de comer a las horas regulares; los miembros del personal le
echaban un vistazo a intervalos durante el día. A las nueve apagaban las luces
(aunque aquello no creaba ninguna diferencia para la pobre anciana).
Comprobaban su estado cada tres horas por la noche, inspecciones de rutina a
cargo de quien estuviera de guardia al otro extremo del pasillo. Esta noche, el
enfermero a cargo era Bill Hawthorne, un joven muy amable aunque algo perezoso.
Tendía a pasar parte del tiempo entre sus rondas sentado en su mesa leyendo
cómics. «Tanto mejor -pensó Ross-. Sea paciente, señora Endicott. La ayuda
viene de camino.»
Fue él
quien tuvo que ser paciente a medida que el día se arrastraba. Al atardecer,
estaba realmente tenso. Sheila no había regresado y las horas finales parecían
interminables.
La
primera ronda tenía lugar a medianoche. Cuando Hawthorne echó un vistazo en su
habitación, Ross estaba tapado, aparentemente dormido. Pero momentos más tarde,
después de que Hawthorne cerrara la puerta, Ross se puso en pie y se abrió
camino en la oscuridad hasta el armario. Tras procurarse el frasco y llevárselo
a la cama, esperó. Dentro de media hora Bill Hawthorne habría regresado a su
mesa en el cuarto situado al otro extremo del corredor. Desde allí, el
enfermero no podía ver el pasillo y sólo el sonido le haría investigar su
fuente.
Pero
no habría sonidos.
Ross
abrió la puerta en silencio a las doce y media. No hizo ningún ruido al
dirigirse lentamente hacia la izquierda. Hawthorne no podía oír los latidos de
su corazón.
En
silencio, llegó a la habitación 409. En silencio, abrió la puerta. En silencio,
entró, cerró la puerta tras él y camino de puntillas hasta la cama.
Al
principio sólo vio una silueta difusa acurrucada entre las mantas.
Gradualmente, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. La habitación
era fría y olía débilmente a desinfectante mezclado con otro olor, el olor de
la edad. Ross vio que emanaba de la boca medio abierta de la anciana cuando
observó la arrugada ruina que era su cara, los mechones de pelo blanco que la
enmarcaban. No dormía, pues tenía los ojos ciegos abiertos en una mirada sin
vista.
En
cierto sentido, la blancura lechosa de las cataratas que cubrían sus pupilas le
confirmaron en sus conclusiones; se encontraba ante alguien que agradecería su
promesa de alivio, aunque nunca supiera quién se lo había concedido. Ross supo
lo que tenía que hacer.
Se
identificaría como el doctor Morgan, el nuevo médico residente, que había
venido a darle un sedante. Todo lo que necesitaba hacer era verter el contenido
del frasco en el vaso de agua que había sobre la mesilla de noche y ayudarla a
llevárselo a los labios.
-¿Señora
Endicott? -dijo en voz baja.
No
hubo respuesta. Ross se recordó que era muy probable que con noventa y tres. Años
no oyera bien, y se acercó más.
-Señora
Endicott.
Seguía
sin haber respuesta. Suavemente, bajó la mano y la colocó sobre la frente
huesuda. La frente fría, la frente helada que se dobló con su contacto mientras
la cara giraba sobre la almohada y la boca se abría. No brotó ninguna
respiración de aquellos labios, sólo un olor delator, y entonces lo supo.
La
señora Endicott estaba muerta.
De
alguna manera se las arregló para dar la vuelta, marcharse, reemprender sus
pasos por el pasillo hasta llegar a la seguridad de su habitación. Allí, cesó
su control y se hundió en la cama, sosteniendo aún el frasco inútil que había
llevado en su inútil misión. El frasco resbaló de sus dedos temblorosos
mientras se estremecía en silencio y cerraba los ojos llenos de desesperación.
Cuando
volvió a abrirlos, tenía un visitante.
La
desesperación dio paso al horror, pero esta vez Ross supo que no estaba
soñando. La descarnada figura a los pies de su cama era bastante real.... eso. O
se había vuelto loco. Cerró los ojos una vez más, deseando que su mente y su
visión se aclararan.
Pero
cuando abrió los ojos la figura seguía allí; se había acercado, y ahora se
encontraba a la vera de su cama.
-¡Tú!
-susurró Ross.
La
calavera asintió levemente.
-¿Qué
estás haciendo aquí?
-Tenía
una cita pasillo abajo.
Ross
notó la burla en la respuesta, en la sonrisa espectral.
-Sabías
lo que iba a hacer -murmuró-. Podrías haber esperado.
-Había
llegado su hora.
-¡Me
engañaste!
-Yo no
engaño -dijo la Muerte-. Recuerda, te advertí que actuases con rapidez. Pero lo
hecho, hecho está.
-Entonces,
¿por qué estás aquí?
La
Muerte se encogió de hombros.
-Creía
que ya conocías la respuesta.
La
calavera se acercaba. Ross pudo ver los manchones de moho verdoso pudriéndose
en los amarillentos bordes craneanos. Pudo ver el filo manchado de sangre de la
guadaña directamente encima de él, el reloj junto a su pecho. La mitad superior
aún estaba llena de arena.
Ross
negó con la cabeza.
-¡Todavía
no es el momento!
-Quien
decide soy yo -le dijo la Muerte-. Tu tiempo se cumplió.
-Pero
hicimos un trato...
-Un
trato que no pudiste cumplir. No me arriesgaré a que cometas más fallos.
-¡No
fallaré! -Las palabras surgieron atropelladamente-. Dame una oportunidad y lo
demostraré. Elige tú..., no me importa quién sea la víctima mientras yo siga
vivo.
-¿Lo
dices en serio?
-Lo
prometo. Dime a quién quieres que mate. Sólo dame el nombre.
-Muy
bien -asintió la Muerte-. El nombre es Sheila.
-¡Oh, no!
Sheila no..., no puedo...
La
calavera, sonriente, se acercó más.
-¿Ves?
Tu promesa no tiene valor. -La muerte alzó la guadaña-. ¡Ni tú tampoco!
Súbitamente,
la hoja bajó, buscando la garganta de Ross.
Aterrado,
Ross echó la cabeza a un lado mientras la guadaña descendía y se hundía en la
almohada a sólo una pulgada de su cuello. El instinto le hizo levantar las
manos y agarrar la huesuda muñeca de la Muerte, que luchaba por liberar la
hoja. Desesperado, Ross afianzó su presa, retorciendo con todas sus fuerzas
hasta que los huesos crujieron bajo la presión.
Entonces
la Muerte soltó su tenaza y la guadaña quedó libre. Mientras caía, Ross soltó
las manos y cerró los dedos en torno al mango del arma.
Al
agarrarla, sintió una repentina descarga de fuerza que le recorría el brazo. El
poder estaba en la guadaña, y él la poseía ahora.
La voz
sin sonido de la Muerte dejó escapar una queja.
-¡Devuélvemela!
Ross
sacudió la cabeza.
-No.
Ahora es mía.
-Pero
no tienes derecho...
-Éste
es mi derecho.
Ross
blandió la guadaña. La figura esquelética se retiró y susurró en silencio.
-Idiota...
¿Crees de verdad que podrás burlarme tan fácilmente?
-¡Pero
te he burlado! -exclamó Ross.
Se
levantó de la cama y blandió el arma. La Muerte cayó al suelo.
Las
mandíbulas de la Muerte se abrieron y se cerraron convulsivamente.
-¡Devuélveme
mi guadaña!
El
poder que Ross poseía aumentó en su brazo y en su voz. Avanzó, gritando:
-¡No!
¡Márchate!
La
forma esquelética se encogió, apretando fuertemente el reloj de arena contra su
huesudo pecho. Una vez más Ross descargó un golpe, pero la hoja no alcanzó su
blanco.
Durante
un momento se hizo el silencio. Entonces la calavera se meneó y sus dientes podridos
se abrieron en ronca respuesta.
-Te lo
advierto. Nadie burla a la Muerte.
Ross
sacudió la cabeza.
-¡Yo
soy la Muerte ahora!
Ross
alzó la guadaña, golpeó el aire vacío y luego parpadeó. La figura se había
marchado.
Parpadeó
de nuevo, abriendo mucho los ojos. ¿O simplemente los abría por primera vez?
¿Había andado y hablado en sueños otra vez? ¿Era otro sueño?
Entonces
miró lo que tenía en la mano. La Muerte había desaparecido pero la guadaña
permanecía, y era real. El arma de la Muerte estaba allí. El poder irradiaba de
la hoja manchada de sangre. Era su poder, ahora.
Mientras
la contemplaba, el alivio dio paso a la aprensión. Ross no quería tal poder.
Todo lo que pretendía era salvarse, pero nunca podría representar el papel de
la Segadora, nunca podría empuñar la guadaña. Su poder era inútil.
¿O no?
Mientras
poseyera el arma, la Muerte no podría golpear a sus víctimas; había sido
vencida. Durante un instante Ross sintió el calor de aquella idea, pero luego
el calor dio paso a una oleada de frío miedo.
Miró
otra vez la hoja. ¿Y si la Muerte regresaba a reclamar la guadaña mientras
dormía? Ross no podría permanecer despierto eternamente, no podía guardarla día
y noche. ¿Y qué pasaría si otros veían el arma? ¿Cómo podría explicar su
presencia?
Sólo
había una respuesta. Tenía que esconderla. Esconderla de los otros. Esconderla
de la Muerte.
Ross
miro el reloj. Las dos y diez. Dentro de menos de una hora el enfermero
volvería a hacer su ronda. Hiciera lo que hiciese, tenía que ser pronto.
Agarrando
el mango de la guadaña, se dirigió hacia la puerta, la abrió, se asomó al
pasillo desierto. El enfermero estaría sentado ante su mesa en la alcoba al
fondo del pasillo, a la derecha, y no había manera de pasar por delante de él
sin que se diera cuenta. Pero a la izquierda el pasillo terminaba en una
escalera trasera.
Se
dirigió hacia allí de puntillas, bajó en silencio hasta la planta baja y se
encaminó a la puerta que daba a los patios exteriores.
Al
fondo de los patios estaba el jardín, y en el jardín florecían las rosas, con
los pétalos cerrados como protección contra la noche.
Ross
inhaló su aroma en la oscuridad mientras se acercaba. Se arrodilló y luego cavó
con la guadaña en la arena húmeda. Cavó profundamente, hasta que el hoyo fue lo
suficientemente grande. Inspirando con fuerza, partió el mango del arma contra
su rodilla. La madera cedió bajo el impacto. Sus dedos encontraron una roca. La
alzó y golpeó la hoja de la guadaña, hasta que el metal se retorció y se curvó,
y luego la hizo pedazos. Recogiendo los fragmentos, los arrojó al profundo
hoyo. Tras cubrirlo con arena, alisó el suelo con los pies para que no se
notara nada.
Jadeando,
Ross se puso en pie. Se había acabado. Ni siquiera la Muerte sabría que era
aquí donde había sido enterrada su arma. Y aunque la encontrara no tendría
importancia, porque la guadaña había sido destruida.
Cruzó
de vuelta el jardín, aliviado. Al subir la escalera y regresar en silencio a su
habitación, Ross sintió la posesión de un poder aun mayor que el de la guadaña
que había robado. Nadie podría detenerle ahora. Mañana, cuando viera a Sheila,
llevarían a cabo sus planes, encontrarían su futuro.
Cansado,
pero triunfante, Ross se hundió en la cama. Miró la oscuridad pero ya no la
temía. No tenía necesidad de temerla, pues la Torva Segadora ya no era tal. La
Reina de los Terrores había sido destronada.
Ross
advirtió que se había equivocado en considerar a la Muerte como una niña... Tal
vez la verdad era que la Muerte era vieja. Arrancarle la guadaña de las manos
había sido sorprendentemente fácil, pues los viejos no pueden ofrecer
resistencia. Esconder el arma había sido también fácil, pues la sabiduría se
oscurece con la edad.
«Nadie
burla a la Muerte.»
Ross
sonrió ante el recuerdo de la amenaza, pues también era débil. El paso de incontables
siglos había tomado su precio; el único poder de la Muerte residía en su
guadaña, y ahora el poder había sido roto y enterrado.
Había
otra posibilidad que Ross, ahora que pensaba con claridad, no descontaba del
todo. Tal vez su visión de la Muerte había sido un sueño después de todo; un
sueño recurrente nacido de su viva imaginación. Tal vez todo era parte de una
ilusión nocturna; incluso su viaje al jardín podría ser fruto de alguna fuga
sonambulística en la que había roto y enterrado algo que no existía. Pero fuera
cual fuese la verdad, ahora estaba libre de ella para siempre. Fuera pesadilla
o realidad. La guadaña nunca volvería a golpear, y por fin estaba a salvo.
Todavía
sonriendo, Ross se sumergió en el sueño.
Poco después,
el enfermero hizo su ronda y entró en la habitación. Sonreía también, pero no
por mucho tiempo. Lo que vio le hizo salir tambaleándose al pasillo, llamar a
los otros a gritos. Acudieron a mirar e investigar, pero no descubrieron
evidencia alguna de que ningún intruso hubiera forzado la entrada.
Lo que
encontraron y nunca pudieron explicar fueron los fragmentos rotos de un reloj
de arena en el suelo, junto a la cama. Y a Ross, tendido muerto en ella, con la
boca abierta de par en par y la garganta llena de arena.
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