Hola hoy quiero compartir con ustedes un cuento de mi autoría dividido en dos partes, que lleva como título: BUSCANDO INSPIRACIÓN. Ojalá les agrade.
Buscando Inspiración. Cuento de Fernando Edmundo Sobenes Buitrón from Fernando Edmundo Sobenes Buitrón
CUENTO:
BUSCANDO INSPIRACIÓN
(PRIMERA PARTE)
Para Móvil
Acompañado por la soledad y el silencio, me hallaba en el
estudio de mi casa estrujando mi cerebro, tratando de que fluyeran las ideas para liberar a mis imaginarios demonios;
fantasmas y monstruos que —según mi entender—trataban de salir de su prisión
humana, ansiosos por contar sus perversiones y malignidades — entre otras
historias escalofriantes— y volarían prestos con fluidez a mis manos poseyéndolas. Utilizándolas como intérpretes
de sus más perniciosos, tenebrosos y sacrílegos deseos. Trayendo consigo todo
el horror; perversión, miseria y crueldad que es capaz de residir en la mente
humana, tendiendo como freno solo la capacidad de su imaginación.
Sentado
en el sillón de cuero negro del escritorio frente al ordenador; mis dedos se
mantenían en alerta sobre las clavijas aguardando la orden de mi mente, para empezar a presionar los botones ansiosos de ser acariciados por mis yemas y
así llevar a cabo la familiar melodía:
el monótono tip, tap, tip, tap…, que
indicaba cómo iban llegando las ideas, produciendo un cuento. Una historia que
llenara mis expectativas literarias; más hasta ese instante, continuaban
inmóviles. Los pulgares descansaban inertes sobre el armazón de plástico gris y
el resto de los dedos seguían estirados como alas de una mariposa de carne,
cubriendo parcialmente el teclado. Los
impulsos eléctricos emanados por la parte superior de mi cuerpo aún no
transmitían un mensaje adecuado que les
indicase cuál de éstos debía ponerse en acción y así, transformarse en palabras
que dieran sentido a lo que trataba de hacer. La pantalla cuadrangular blanca
continuaba impertérrita devolviéndome la mirada como si se burlara de mi falta
de ingenio, que me impedía plasmar algo coherente. Al menos una oración, una
frase, tan solo una miserable palabra que ayudara a mi musa a escapar de su
cárcel; del terreno yermo, de la mazmorra oscura y vacía en que mi creatividad
se había transformado.
No conseguía ponerme en contacto con
mis demonios, ni ser espeluznante alguno. Al parecer no los podía escuchar; se
hallaban dormidos o simplemente no
tenían deseos de narrarme algunos de sus blasfemos y deletéreos cuentos. Ni
siquiera un maldito fantasma atinaba a pronunciar un triste: Buuuu… o arrastrar
cadena alguna que, con su ruido metálico y escalofriante, me hiciera
reaccionar. ¡No se me ocurría nada…!
Word me mostraba su rostro pálido,
anodino e inanimado en una guisa de ironía silenciosa; retándome a llenar su
hambre de letras y palabras, mediante la pequeña raya vertical que aparecía de
manera intermitente en la parte superior izquierda de la interfaz electrónica,
al ritmo de las pulsaciones de mis venas de una manera acompasada y sin detenerse.
Ese diminuto símbolo, hacia mofa de mi ausencia de ideas y podía escucharlo
claramente diciéndome al oído, mediante un susurro cargado de sorna:
—No puedes. No tienes talento, no
puedes, no puedes….
Traté de eliminar esas ideas y eché
mi cabeza hacia atrás cruzando mis brazos sobre el pecho, comenzando a observar
el techo del despacho. A través del tragaluz de vidrio, me percaté que algunas
gotas provenientes del cielo iban aterrizando sobre la cúpula semitransparente
y se deslizaban con lentitud, descendiendo a lo largo de sus paredes de cristal
en un aburrido peregrinaje hasta el techo de mi vivienda. Así me mantuve por
unos segundos, hasta que por fin aquella
ligera y relajante llovizna cesó; por lo cual volví la mirada hacia el monitor entretanto,
el cursor me ofrecía una vez más su guiño sardónico y desafiante.
Descorazonado, me levanté del asiento y decidí por fin alejarme de casa para
buscar algo de inspiración.
Una vez afuera pude comprobar que
las calles se hallaban prácticamente vacías —algo normal ya que era domingo por
la tarde—. El cielo aún continuaba opaco
y los rayos del sol lo atravesaban precariamente. Para mi sorpresa, como por
arte de magia, unas hermosas líneas
curvas multicolores habían surgido dando vida al lienzo melancólico e inanimado
en que se había transformado el firmamento, atravesando la ciudad; empezando por el lado derecho del lugar donde
me encontraba y culminando hacia el otro extremo, allá en la distancia.
—«Después de todo—me dije—ha sido
una buena idea salir a despejarme…»
Sin perder tiempo, subí a mi
vehículo y tomé rumbo hacia donde creía que finalizaba aquel fenómeno natural.
Lógicamente sabía que no iba a llegar hasta ahí, pero quizás el recorrido me
ayudaría a que algún tipo de iluminación me alcanzara. Que surgiera de pronto
una epifanía que me diera luces para
superar el bloqueo mental en el que me hallaba. Seguí manejando por las calles
hasta llegar a la autopista. Algunos automóviles circulaban a través de
aquellas vías de asfalto gris desplazándose en sentido contrario, mientras iba
dejando atrás a los pocos que transitaban en la que me encontraba.
Como autómata conducía el coche sin
reparar en lo que tenía a mí alrededor. Me devanaba los sesos tratando de
hallar esa historia; esa ilación de eventos que se convertirían en algo
coherente y quizás, interesante. Más allá, unos grandes conos de plástico con
franjas circulares de color naranja y blanco rematados por intermitentes luces
amarillas bloquearon mi trayecto, y un letrero luminoso verde con letras
blancas indicaba que la vía estaba cerrada, siendo obligatorio tomar el camino
que se abría hacia la derecha; por lo cual giré en ese sentido para así
continuar avanzando sobre aquella angosta carretera de una sola dirección. Presioné el botón de encendido del
reproductor de discos compactos y de inmediato fui sorprendido por aquel maravilloso y casi sobrenatural
retumbar de tambores y trompetas, en unión de un coro de ángeles y
demonios—compuesto por voces masculinas y femeninas—, entonando las primeras
hermosas y escalofriantes líneas de la poderosamente sobrecogedora: “O Fortuna” perteneciente a la colección
“Carmina Burana”, del compositor
alemán: Carl Orff que decía…
“O Fortuna… (O
fortuna…)
velut luna,… (como la luna,…)
statu variabilis” (variable de estado”)
semper crescis (siempre creces)
aut decrescis; (o decreces;)
vita detestabilis (Que vida tan detestable)
Era imposible para mí mantenerme
indiferente ante aquel despliegue de
majestuosidad y misterio. Podía sentir como los vellos de mi cuerpo se
levantaban al unísono al escuchar la combinación de instrumentos de percusión;
viento, cuerdas y demás que, aunados a las voces de tenores, sopranos y
barítonos ejecutaban la soberbia y
enérgica melodía cargada de suspenso. Llevándome a diversos lugares, haciendo
volar mi imaginación...
“...Hac in hora
(“…En esta hora)
sine mora (sin
tardanza)
corde pulsum tangite; (toca las cuerdas vibrantes;)
quod per sortem
(porque la Suerte)
sternit fortem, (derriba al fuerte,)
mecum omnes plangite!” (Llorad todos conmigo!”)
Veía la carretera pero no estaba
concentrado en ella. Mi mente alzó vuelo y
viajaba creando las más fantásticas visiones estimuladas por aquella
música, que parecía haber sido la llave que por fin, me ayudó a dar rienda
suelta a las historias que tanto me costaban encontrar.
Entretanto proseguía mi marcha por la
carretera, imaginaba un antiguo y
abandonado cementerio, conformado por derruidas cruces de piedra cubiertas de
moho y tierra, en donde el suelo estéril y árido no permitía que vida alguna
floreciera. Allí estaba yo; enterrado en
una fría tumba, acompañado solamente por
gusanos y otros insectos que se habían servido de mi cuerpo, consumiendo mi
carne muerta. Y ahora, con el paso del tiempo me había convertido solo en un
montón de huesos secos y descoloridos; tratando de huir de aquella tumba
miserable golpeando el techo de mi carcomido ataúd, tratando de volver a la
vida…
No me percaté en qué momento
concluyó la música. Estuve divagando el tiempo que duró al opera completa alejándome de la ciudad, al tiempo que el
arco iris se convirtió en un recuerdo; del mismo modo que la claridad del día
iba desvaneciéndose y ahora el atardecer anunciaba la inevitable llegada de la
noche. Como una exhalación transcurrieron casi dos horas desde que salí de casa
y debía continuar por el improvisado camino hasta encontrar una salida que me
permitiese tomar el rumbo de vuelta a mi
hogar. Al vehículo le quedaba un poco más de medio tanque de gasolina por lo
que no tendría problemas; al menos, por
el momento. Supuse que en cualquier instante encontraría otra ruta que me
permitiría regresar o hallar antes una estación de gasolina donde podría
detenerme a recargar combustible; e incluso quizás, tomar una taza de café.
Continué mi marcha por treinta minutos más, a la vez
que el velocímetro indicaba que iba a cien kilómetros por hora. No pude ver
ningún otro vehículo y la luna comenzó a emerger del mismo modo que el cielo se
iba volviendo cada vez más oscuro. Hasta ese momento, creía que no estaba
perdido, solamente debía tomar la vía
contraria para volver, pero todavía no hallaba la salida por lo que empecé a
inquietarme; debido a que la aguja roja del combustible iba retrocediendo con
rapidez hacia la izquierda, en un
indeseado encuentro con la letra “E” que significaba quedarme varado en
un lugar que no conocía y me vería forzado a llamar a mi compañía de seguros,
para que enviaran una grúa.
—«Claro…—pensé—día domingo y a esta hora, probablemente van a tardar
bastante.»
Tuve que encender las luces para
seguir avanzando a lo largo de aquel carril desolado y sombrío dividido únicamente por una línea
blanca segmentada en el centro, que iba despareciendo bajo la parte frontal de
mi vehículo que la tragaba como una bestia voraz. Esa discontinua franja
ambarina y el asfalto oscuro, eran las únicas muestras de civilización en aquel
caliginoso e íngrimo camino. Los frondosos árboles a los lados de la carretera
—creo que eran robles— ocultaban lo que se hallaba tras éstos a la vez que escoltaban el pavimento negro. De pronto,
ocurrió lo que temía: La luz amarilla indicadora del combustible se encendió
acompañada de la campanada de alerta,
señalando que me quedaba gasolina apenas para avanzar algunos kilómetros
hasta detenerme inexorablemente.
—«Maldición
—pensé—sin combustible y tan lejos de casa».
Ahora
me quedaba la duda si era aconsejable continuar por esa ruta sin fin, o llamar
al servicio de auxilio vial. Pero no tenía muchas ganas de quedarme en aquel
sitio apartado y fosco, así que me decidí por continuar, con la esperanza de
que la suerte me favoreciera…
Unos
minutos más deslizándome por aquel triforio extenso, penumbroso y recóndito, y
sucedió lo inevitable. El coche empezó a
perder fuerza y velocidad al igual que
un corcel al que le abandonó la energía luego de una larga marcha sin descanso,
agua o alimento, cayendo fulminado en el sitio. Así se detuvo sin tener que
aplicar los frenos. Traté de encender el motor nuevamente, pero nada sucedió.
Miré mi reloj de pulsera y constaté que eran las ocho de la noche. Molesto
conmigo mismo por la estupidez de aventurarme en este paraje tan alejado y
desconocido, apagué los faros frontales y luego presioné el botón de las luces
de emergencia. De manera instantánea, como luciérnagas rojas y amarillas, los
diminutos faros se encendieron iluminando de manera intermitente el asfalto y
la vegetación a mí alrededor. Tomando el teléfono móvil de su funda en mi
cintura procedí a llamar al número de emergencia de mi compañía aseguradora. Luego de un par de minutos de escuchar una
horrible música y marcar múltiples opciones por fin, una voz femenina que
sonaba cansada y aburrida me respondió.
— ¿Sí?
—Buenas
noches mi nombre es…
—
¿Cuál es su emergencia?—la mujer no me dejó terminar de hablar.
—Estoy
accidentado, me he quedado sin gasolina.
—
¿Cuál es su número de póliza?
Encendí
la luz interna de mi coche y hurgando en la guantera, encontré la documentación
empezando a leer:
—Ocho,
seis, ocho, nueve, nueve, nueve, uno. Por favor, necesito que envíe…
—Un
momento—dijo la empleada colocándome en espera y otra vez, la fastidiosa
melodía se dejó escuchar.
— «
¡Con un demonio!»—me dije—tratando de calmarme, ya que esa mujer era la única
salida a mi percance.
Para
colmo de males, mi móvil emitió dos pitidos, como si estuviera quejándose por
su falta de carga, e indicaba que en cualquier instante se podría apagar.
Mientras tanto continuaba escuchando la chillona música, que no hacía más que
exasperarme. Así pasaron cinco minutos que para mí fueron cinco horas de
angustia, pensando que en cualquier momento me quedaría incomunicado; y eso
significaba, permanecer en aquel paraje a esperar que apareciera alguien o
dormir en el coche hasta el día siguiente.
—
¿Dónde se encuentra?—dijo la voz al otro lado de la línea.
—Exactamente
no lo sé. Tomé un desvío hacia la derecha en la autopista número nueve en
sentido este, a la altura del kilómetro treinta y seis, y he avanzado por casi tres horas en línea
recta.
—Necesito
su ubicación. Algún punto de referencia.
Al
borde de la desesperación y con la furia amenazando con hacerme explotar como
una olla a presión en cualquier instante, repliqué molesto.
—Le
acabo de decir que no tengo idea de dónde me encuentro, pero con las
referencias que le he dado, al personal de soporte vial no le costará hallarme.
Las luces intermitentes de emergencia están encendidas…
—
Dígame dónde está. —insistió la mujer sin inmutarse.
Fuera de control, le espeté fuera de
mí:
— ¡LE HE INDICADO EL ÁREA DONDE
ESTOY DETENIDO, NECESITO QUE VENGAN Y ME REMOLQUEN. YO…!
—No estoy sorda así que no necesita
gritar…— fue lo último que escuché decir a la mujer, justo cuando la
comunicación cesó. La batería del móvil se había agotado y no tenía idea si la
operadora enviaría el auxilio que requería.
Sentí una mezcla de sorpresa, rabia
e impotencia que descargué golpeando con fuerza mis palmas abiertas contra el
volante: — ¡Estúpida! ¡Incompetente! Brotaron las palabras de mi boca,
desahogando mi rabia. Mis manos se hallaban rojas a causa de mi intempestivo ataque de furia y
temblaban estremecidas por el torrente de adrenalina que circulaba por mis
venas. Pero luego, comencé a respirar en profundidad. Tomé conciencia de la
situación y me dije que debía tener paciencia. No sabía si la empleada enviaría la ayuda o quizás algún vehículo aparecería
en cualquier momento y sus ocupantes me prestarían auxilio dándome un aventón
para llegar a una estación de gasolina. Por lo que me dispuse a esperar con la
convicción de que algún coche iba a surgir de las tinieblas de un momento a
otro…
Permanecí en el asiento por espacio
de treinta minutos sin ver un solo automóvil, así que opté por empezar a
caminar para tratar de hallar un lugar donde conseguir ayuda o una casa donde
me permitieran utilizar un teléfono. Descendí del vehículo, abrí el
compartimiento de la maletera y coloqué el triángulo de seguridad fosforescente
en la parte de atrás, a unos cuantos metros del coche. Luego, mirando a mí alrededor solo pude observar que estaba
rodeado por la oscuridad, alumbrado apenas por el reflejo de una menguada luna
y las luces intermitentes de emergencia que parecían los destellos de una nave
extraterrestre en la inmensidad del espacio sin fin. Era imposible no verlas
desde lejos ya que el camino era recto y se mostraba cual guarida de una gran
bestia, macabra y sin final, coronada por un techo gris donde el redondo
satélite era un farol a punto de extinguirse; haciendo esfuerzo por no ahogarse
en aquel mar tenebroso de nubes, que amenazaba con tragarlo en cualquier
instante. Los mosquitos y otros insectos
al principio sorprendidos por mi súbita presencia volaban a la
distancia, tratando de identificar aquel extraño gigante que osó entrar en sus
dominios. Pasaban a mí alrededor
zumbando sin detenerse, tratando de evitar mis manos que se afanaban en
alejarlos de mi rostro, orejas, cuello y brazos. Unos, —los más atrevidos y hambrientos—, no
dudaban en posarse sobre mi piel introduciendo sus probóscides como sorbetes
para obtener un bocado de sangre caliente que saciara su apetito, lo que llevaba—a
algunos de ellos— a una muerte segura mediante un rápido golpe con mi mano
abierta. En cuestión de segundos más de una treintena de estos minúsculos
vampiros me utilizaron como alfiletero.
Tenía que ponerme en movimiento, ya que estaba sirviendo de banquete a
ese ejército ávido e invisible que me
tomó como objetivo para su cena. Por tal motivo y sin más preámbulo comencé a
caminar al lado de la vía, entre los árboles y la orilla del asfalto como
precaución, debido a que podía ser posible que en cualquier momento surgiera un
coche y su conductor pudiera no verme a tiempo, arrollándome. Así que continué
bordeando la carretera acompañado por el ataque constante de la plaga de
bichos, que no cesaban en su afán de drenar mi vital fluido carmesí y los ecos de mis pisadas contra el duro
pavimento, que rebotaban contra los árboles y me daban la certeza de mi nefasta
soledad…
Ahora, la que se suponía era una
“salida” para inspirarme y lograr crear una historia de suspenso y terror,
había desaparecido de mi cabeza. Estaba
concentrado únicamente en conseguir un poco de combustible que me permitiera
volver a mi hogar. Me hallaba estancado en medio de la nada y pensaba en la
inquietud que le iba a causar a mi familia al no retornar a casa.
—«Si al menos pudiera comunicarme
con ellos…»—pensé con remordimiento y consternación.
Luego de cuarenta y cinco minutos de
marcha, absorto en mis pensamientos, y con el ardor en mi rostro y brazos
producto de la comezón que me provocaban las picadas de los dípteros, sonreí con
ironía recordando mi medida de precaución. «Un coche saliendo de la nada y
arrollándome…. Pero si no pasa un alma por aquí…»—me dije— Esta parecía una senda
abandonada que nadie tomaba desde hacía tiempo. No había letrero alguno e
inclusive, la línea fraccionada de tránsito al centro del pavimento
desapareció. No me percaté en qué momento sucedió eso, pero ya no estaba.
Mis
piernas comenzaron a dolerme un poco, y el resto de mi cuerpo empezaba a dar
señales del cansancio por la larga caminata.
Mis energías estaban menguando, a la vez que tenía la boca seca y mi
cuerpo se hallaba empapado de sudor. Volteé a mirar hacia atrás y pude
percatarme que las luces de mi vehículo, a duras penas se podían apreciar. Mi
coche estaba siendo tragado por noche,
encogiéndose hasta casi desaparecer; y solo podía percatarme de su presencia
por aquellos pobres reflejos que prendían y apagaban en un afligido y
desesperante pedido de ayuda…
De
la nada, el aroma de la vegetación se vio empañado por un extraño hedor. Era un
olor a herrumbre y moho que hería el olfato acompañado de una corriente de viento frío que comenzó a colarse a mi izquierda por
entre los árboles, haciéndome estremecer
de pies a cabeza; trayendo consigo una lluvia de hojas secas y tierra que se
estrellaron contra mi cuerpo, penetrando
mi nariz y mi boca forzándome a cerrar los ojos por un momento. El sabor acre y
salado de lo que tenía entre mi paladar y lengua me causaba náuseas, y una
irritación en mis ojos ocasionó un molesto escozor, produciendo un instantáneo
lagrimeo. Parecía que estuviera envuelto en un remolino que me impedía avanzar
libremente, a la vez que las hojas y ramas chocando entre sí produjeron un
bramido peculiar que me tomó por sorpresa; cual lamento de una furiosa bestia
herida. Por lo que, cubriendo mi rostro
con los brazos a fin de proteger mis
ojos, aceleré la marcha, para alejarme de aquella sorprendente y atemorizante
corriente de aire que me atrapó entre sus frías redes etéreas hasta que la dejé atrás.
Tosiendo con fuerza pude escupir el
puñado de grama, tierra y —supongo—algunos insectos que tenía en mi boca y pasando el dorso de la mano sobre mis ojos,
conseguí recuperar la visión. Sin embargo,
aquel extraño hedor, permanecía impregnado en mi cuerpo. Intenté sacudir las
ramas y suciedad que cubrían mi vestimenta, pero no conseguí hacerlo por
completo. La tierra aunada a la humedad
emanada a través de mis poros, formaron una especie de capa que se me adhirió
como si fuera una costra. La exigua iluminación proveniente desde el cielo,
solo me permitía apreciar que mi cuerpo se hallaba cubierto de un color oscuro
y áspero al tacto. Me sentía como si estuviera enfundado en un traje almidonado
y maloliente; sentía frio, hambre y sed.
Concentrado en tratar de buscar la
forma de regresar a mi hogar, en un principio no entendí la seriedad de mi
situación. Me aventuré abandonando mi
vehículo y caminé por aquel pasadizo caliginoso y sepulcral sin repararme a pensar en lo que podría
conseguir o el riesgo que implicaba transitar por allí. No conocía aquel sitio.
Ni siquiera había oído mencionar una autovía como esta, sin señalización ni
luces, sin que fuera posible ver cualquier tipo de poblado. Desconocía si
en aquella zona había algún tipo de
animal peligroso que pudiera atacarme en cualquier momento. El tiempo voló
desde que tomé el desvío y justo ahora veía lo extraño de todo ello. Miré hacia
todos lados concentrándome en mí
entorno. Solo podía oír al viento en su viaje arrollador en medio de las ramas
y las hojas, atropellándolos y haciendo que se estrellaran entre sí, sin
contemplación alguna. Las copas de los árboles casi invisibles por la
oscuridad, se movían al compás de la voluntad de ese gigante veleidoso e
inmaterial que ahora penetraba hasta mis huesos, haciéndome tiritar. La
vegetación alrededor se convirtió en un instante en una muchedumbre intimidante
y siniestra que me miraba con miles de apagados ojos oscuros, pronunciando una
horrenda letanía, un rezo blasfemo proferido por aquellos sonidos al abrir y
cerrar sus labios secos, resquebrajados, compuestos por ramas y hojas.
Sí, me hallaba en aprietos. Estaba en un lugar extraño y atemorizante; solo, en plena noche, en una
senda intransitada. Sin saber si la operadora enviaría alguna ayuda o quizás,
molesta por mis gritos, se hubiera hecho la desentendida dejándome “sin orden
ni concierto”. — «no, no puede ser— reflexioné—esas llamadas siempre se graban
por si hay alguna queja de los clientes y esa mujer no se arriesgaría a que la
reportara, pudiendo ser objeto de una demanda o despido. No, debe ser que los
hombres de la grúa están buscándome y como estoy tan lejos de la vía principal,
les está tomando mucho tiempo encontrarme.»
Superando mis temores y tomando
aliento, emprendí la marcha nuevamente. No me iba a dejar amilanar por mis
nervios. Haciendo caso omiso del cansancio, del dolor en mis piernas, los
insectos y la ropa que raspaba mi piel como si fuera una lija para madera,
alargué el paso no sin dejar de observar hacia atrás cada cierto tiempo, al
igual que a los lados. Sentía las
miradas de aquellos seres silenciosos y fantasmales que se hallaban fijos en mí, como hienas
esperando el instante en que mis fuerzas me abandonaran para atacarme. No podía
detenerme, cada vez que intentaba hacerlo para tomar aire, el enjambre de
bichos empezaba con su vehemente ataque; a pesar de estar cubierto por mugre y
tierra, podía sentir sus implacables pinchazos por lo que no debía dejar de
moverme. Estaba muy lejos de mi coche y todavía guardaba la confianza de que en
cualquier momento encontraría ayuda.
Felizmente
no me equivoqué. Luego de diez minutos más de mi forzada marcha pude observar
el débil resplandor de unas luces que nacían desde atrás alumbrando la
carretera como un faro en la orilla de un acantilado en una noche de niebla,
orientando a las embarcaciones para evitar que encallaran entre las rocas. Poco
a poco se iba acercando, así como podía sentir el ronroneo del motor, que
avanzaba velozmente entre aquel mar de penumbra
con su luces esperanzadoras. En ese momento me sentí como un náufrago,
que luego de mucho tiempo a la deriva estaba a punto de ser rescatado por
una embarcación salvadora…
Como
un demente comencé a mover mis brazos agitándolos con vigor; era imposible que
no me vieran debido a mis desesperados movimientos para llamar su
atención. Mientras que esas luces se
agigantaban envolviendo el paisaje con su enceguecedora iluminación, mi corazón
latía con más fuerza, por fin saldría de aquel lugar y terminaría mi ordalía.
Aquel vehículo se encontraba a unos trescientos metros de distancia; con los
faros encendidos en su máxima potencia, y en lugar de aminorar la marcha, pude
sentir el rugido de la caja de cambios al acelerar la velocidad.
Entretanto
yo, continuaba con los brazos en alto moviéndolos hacia los lados y rogando
mentalmente para que su conductor se detuviera.
—«Por
lo que más quieras por favor detente; por favor, por favor…» —me repetía
tratando de que el chófer escuchara mi silenciosa súplica.
Al
parecer, mis mentales ruegos fueron escuchados o simplemente el conductor se
apiadó de mí. El vehículo— una camioneta de color rojo con el techo blanco
tipo ranchera— comenzó a disminuir su marcha hasta detenerse frente a mí a unos
metros de distancia, encandilándome con sus luces. Tuve que cubrir mis ojos ya
que los potentes faros herían mi vista; comencé a caminar en dirección a la
ventanilla del conductor mientras el vidrio descendía. Desde ese ángulo, pude observar el interior del automóvil de
dónde salía un espeso humo, el cual no me costó reconocer y me trasladó de
forma instantánea a mi época de estudiante universitario. Cuando mis amigos
y yo utilizábamos las páginas de la
biblia para armar los “porros” debido a la consistencia fina del papel, que nos
facilitaba dicha labor.
—
¿Qué te ocurre viejo? — fue la pregunta del conductor. Un joven
que no llegaba a los veinticinco años, con la cabeza casi calva, —a
excepción de una franja de cabello azabache parecido al penacho de un casco de
los antiguos soldados romanos que iba desde el nacimiento de su frente hasta la
nuca— de una piel exageradamente blanca—me percaté que se trataba de algún tipo
de maquillaje para obtener aquel tipo de tonalidad—. Tenía pintados los ojos
castaños con delineador negro. Usaba en
párpado derecho una pestaña postiza, similar a la que utilizó Malcolm McDowell en la célebre película A
Clockwork Orange. * La fosa nasal izquierda estaba atravesada por una
argolla plateada, igual que su oreja de aquel lado finalizando en un zarcillo
en forma de media luna. Vestía de cuero
negro, y la mano izquierda al volante, me permitió ver sus uñas pintadas de ese
matiz.
En
el asiento del copiloto se hallaba una joven de edad similar a mi interlocutor
que presentaba un cabello largo y oscuro. Tenía un moño con un listón sobre su
cabeza y un flequillo cubriendo su frente que resaltaba el albor de su piel, y
al igual que su compañero se encontraba maquillada de negro. Con una argolla
plateada que atravesaba la parte baja de su nariz, así como un botón metálico
circular introducido en su mentón, justo
debajo del labio inferior. Usaba un ceñido vestido de encaje del color del
maquillaje con un amplio escote—haciéndome evocar a Vampirella **— que hacía
inevitable ver sus enormes senos lechosos que trataban de escapar de su prisión
de tela; y en el medio de éstos, una cadena de piedras oscuras finalizaban en
un crucifijo que parecía obstinado en permanecer entre aquellas sensuales y
voluptuosas montañas de carne.
Miré
la parte de atrás y pude comprobar que había tres jóvenes—dos mujeres y un
hombre—donde sus atavíos no diferían del de sus compañeros del asiento
delantero.
—Me
quedé sin combustible. Tengo caminando mucho tiempo, tratando de buscar
ayuda—respondí.
—Ah…—dijo
el joven—ese coche allá atrás debe ser tuyo. ¿Cierto? Has caminado bastante.
—
¡Caminó que jode!—se pudo escuchar la voz de una de las muchachas del asiento
posterior. De inmediato los jóvenes soltaron la carcajada.
Mostrando
mi mejor sonrisa, le dije al joven del penacho.
—Sí.
He caminado bastante y estoy muy cansado.
¿Me pueden llevar por favor a una estación de gasolina o algún lugar
donde pedir una grúa?
El
joven volteó el rostro viendo a su acompañante y luego me devolvió la mirada
diciendo:
—Seguro
viejo, ¿Por qué no? Vamos, sube.
*La
Naranja Mecánica.
**Heroína
de cómic de terror y erótico.
Me
dirigí hacia la puerta posterior del lado del conductor dispuesto a subir, pero
el vehículo emprendió la marcha a toda velocidad. Tuve que mover mi cuerpo
hacia un lado, debido a que casi me golpea con su intempestiva marcha. A unos
cincuenta metros con un enloquecedor chirrido que retumbo como un trueno en la
carretera el coche se detuvo,
mientras que yo, aún no salía de la
impresión de haber tenido que saltar
para evitar ser arrollado por ese lunático. Permanecí parado en el sitio,
pensando en el riesgo que significaba viajar con esas personas drogadas y
seguramente ebrias. Pero tampoco me agradaba la idea de quedarme allí esperando
a que llegara otro vehículo, o caminar sin saber en dónde podría encontrar
ayuda. Estaba exhausto; regresar hasta mi coche me habría costado demasiado así
que, no tenía más remedio que seguirle el juego a esa gente.
Comencé
a caminar en dirección a la ranchera, con la esperanza de que no volviera a
partir. Sin embargo, apenas estuve a un
par de metros, nuevamente el automóvil se puso en marcha a toda velocidad
haciendo resbalar sus neumáticos en el asfalto, causando una humareda y el olor
a cucho quemado inundó el lugar como si se tratara de un pequeño incendio. Pero
en esta ocasión, el vehículo no se detuvo. Continuó la marcha, en tanto que
apagaba sus luces perdiéndose en el camino.
Como
un poseído comencé a gritar en el medio de la pista:
—
¡HIJOS DE PERRA! ¡MALNACIDOS!...
Agotado,
me senté sobre la tierra al lado del asfalto. Estaba desesperado y no sabía qué
hacer. Después de tanto tiempo, solo había pasado un coche y no sabía en qué
momento aparecería otro. Miré hacia atrás tratando de encontrar un atisbo del
mío, pero no pude ver nada. Se había esfumado secuestrado por las sombras de la
noche. Los mosquitos me atacaban sin piedad y aterrizaban sobre mi cuerpo
alimentándose de mí. Inclusive atravesaban la tela de mi ropa, podía sentir el
ardor y escozor que me envolvía por completo. No veía otra solución que
regresar hasta mi automóvil y pasar la noche allí; con la luz del día las cosas
serían diferentes.
Justo
cuando me disponía a regresar, las luces blancas y rojas de un vehículo se
encendieron entre la oscuridad, a unos cientos de metros, y comenzó retroceder
con rapidez. Rápidamente busqué sobre la tierra y pude conseguir una roca, un
poco más grande que mi puño que bien podía usar como arma en caso de
necesitarla. Al cabo de unos segundos, la ranchera roja de techo claro se
detuvo frente a donde me encontraba. La
ventanilla del copiloto comenzó a descender, en tanto ocultaba la roca tras de
mí, alerta en lo que pudiera suceder.
Una
vez más las carcajadas retumbaron y el
émulo de Malcolm McDowell me dijo:
—Vamos
viejo. No te molestes, solo estábamos jugando. Sube que vamos a darte un aventón…—dijo
sonriendo.
La
mano que sujetaba la piedra estaba rígida, lista a lanzar aquel sólido
proyectil que fácilmente hubiera destrozado el rostro de aquel patán que estaba
disfrutando su perverso juego, al igual que el resto de sus amigos.
Correspondí
a su sonrisa e hice el ademán de subir en el asiento de atrás. Pero a través de
la ventana abierta, pude oír la voz del otro hombre diciendo:
— Aquí no hay sitio.
McDowell me miró y se encogió de hombros
diciendo:
—Bueno
viejo, te toca ir atrás…
Por
mi parte respondí:
—No
hay problema, me coloco en el maletero. No deseo molestarlos.
Sin
dar tiempo a que McDowell
reaccionase, corrí hacia la parte posterior y abrí la portezuela. De un salto
me encaramé sin dejar en ningún momento mi improvisada arma, que pude ocultar
en un rincón de esa parte del vehículo. Luego de cerrar la puerta emprendimos
la marcha internándonos en aquel estrecho y siniestro pasaje. Miraba al otro
lado de los vidrios del vehículo y solo podía apreciar los troncos como si
fueran noctívagos megalitos vegetales erguidos y arropados por la atemorizante
penumbra; que observaban el coche deslizándose a través de aquella cinta oscura
y fúnebre, cual si fuera un ataúd
metálico dirigiéndose de forma inexorable a su sepulcro. El olor de la ranchera
era una mezcla de yerba, perfume barato y ginebra.
McDowell tomó una botella debajo de su
asiento y la llevó a sus labios dándole un largo trago, al tiempo que su
compañera murmuraba algo que no pude escuchar; luego mirándome por el espejo
retrovisor me preguntó:
—
¿Deseas un poco amigo?
—Sí,
claro…—contesté.
Lo
que menos quería era beber alcohol, no sabía con exactitud si lo que había en
esa botella era solamente ginebra, o tenía otra cosa. Pero no quise pasar por
descortés, así que aceptando su invitación, tomé la botella que me hizo llegar Vampirella y fingí beber un poco, luego
la devolví a la mujer mientras todos en el vehículo me observaban.
—Muchas
gracias—dije sonriendo. Después de eso, al parecer perdieron su interés en mí y
compartieron el licor bebiendo todos de la botella.
Luego
de terminar de beber permanecíamos en silencio, a la vez que las parejas se
ocupaban de sus asuntos. El hombre en el asiento de atrás estaba concentrado en
manosear y besuquear a la mujer a su izquierda, en tanto que la otra—una
rubia de cabello corto y mechones negros— trataba de voltear la cabeza
mirándome de soslayo. Adelante, McDowell
se hallaba absorto en toquetear los senos de Vampirella, mientras esta se dejaba acariciar y correspondía al
manoseo con unos cortos suspiros que todos podíamos oír, pero que a nadie
parecía importar; a su vez, la ranchera continuaba avanzando como una bala,
rompiendo momentáneamente aquella amazonia de sombras con sus enceguecedoras
luces.
La
rubia giró su cuerpo colocando la pierna izquierda sobre el asiento de manera
que podía ver su rostro. Se trataba de una muchacha, de ojos azules y mirada
desafiante. Si no hubiera sido por esa vestimenta tan “especial y extravagante”
podría haber dicho que hasta era agradable. Pero la pintura negra sobre sus
ojos y la nariz atravesada por una
argolla de metal, le daban un toque que
no era de mi preferencia. Por lo visto, estaba tan drogada que le era
indiferente, o no se podía percatar de la suciedad que cubría mi cuerpo así como el mal olor que emanaba de
mis prendas, producto de la larga
caminata y aquel tufo horrible que me atrapó hacía unos minutos…
Mirándome con atención, preguntó:
— ¿Qué le sucedió a tu coche?
—Se quedó sin combustible— le
respondí.
— ¿A dónde ibas?
—A ningún lado, solo quise dar una
vuelta.
—Una vuelta. —repitió la joven que
ahora reparaba tenía cierto aire a Cindy
Lauper, en su mejor época. — Entonces, ¿estabas de paseo?
—Se podría decir que sí. —contesté
sin muchas ganas. — ¿Alguno de ustedes tiene un móvil? Pregunté levantando la
voz. Pero nadie contestó…
Entretanto McDowell manejaba el volante con la mano izquierda en tanto que la otra había quedado fuera de la vista,
y solo podía ver su antebrazo derecho subiendo y bajando suavemente. Su
acompañante había desaparecido y únicamente se podía oír el sonido de la
succión, que indicaba lo que estaba ocurriendo allá adelante. Por otra parte,
la otra joven que hacía unos instantes estaba besándose con el hombre se
hallaba sentada sobre sus piernas abrazada a éste, al tiempo que su compañero
hundía sus manos bajo su vestido hasta que empezaron a moverse con cadencia al
mismo tiempo sin prestar atención a lo que ocurría a su alrededor…
— ¿A qué te dedicas?—me preguntó Cindy.
—Soy escritor—respondí, incómodo por todo lo que estaba sucediendo.
No esperaba ser testigo de un espectáculo de ese tipo y lo único que deseaba
era encontrar la forma de volver a casa…
—
¡Escritor!—exclamó—
y miró hacia el techo como si tratara de recordar algo—Mmmm…Nunca había estado
con uno. —agregó sonriendo con malicia.
Después abrió una pequeña cartera
gris de donde tomó un grueso cigarrillo que colocó entre sus labios y luego con
el yesquero, procedió a encenderlo. De inmediato un aroma dulzón a hierba y no
sé qué otra cosa empezó a llenar el habitáculo. El humo comenzó a introducirse
por mis fosas nasales invadiendo mis pulmones como un intruso, mientras mi
cabeza empezaba a dar muestras de un ligero mareo. Cindy aspiró profundamente y aguantando la respiración, me ofreció
el “porro”, a lo que me negué diciendo: —No, gracias…
La
joven se encogió de hombros sin dejar de contemplarme y volvió a introducirse
el “cigarro” en la boca dándole rápidas fumaradas y expeliendo el humo a través
de un pequeño círculo formado con sus labios, creando veleidosas espirales, que
iban inundando aún más el interior del coche, embriagándonos con su alucinógeno
hechizo.
Los
quejidos de placer de McDowell iban
aumentando de volumen, en tanto la pareja gótica se movía con mayor ímpetu. Sin
darme cuenta, Cindy había terminado
de fumar y trepó su asiento pasando a donde me encontraba, acomodándose frente a mí con las piernas
abiertas. Mientras tanto, el humo de aquel “súper porro” inundó por completo el
interior de la camioneta. Estábamos a merced de una invisible hechicera en la
forma de una espesa bruma algente que nos tenía cautivos entre sus múltiples
brazos impalpables, a la vez que se introducía en nuestros cuerpos, tratando de
poseernos con sus narcóticos embrujos…
Ahora solo podía ver blanco
alrededor, como si mis ojos estuvieran cubiertos de nubes, sentí el fuego en el
rostro y mi corazón latía con más brío.
Los quejidos de placer continuaban y retumbaban en mis oídos por todos lados,
mientras la mano de McDowell subía y
bajaba como un émbolo con rapidez y sin detenerse. Sentí una especie de lava
ardiente proveniente de mi vientre que se trasladó con rapidez a mi
entrepierna. Sin desearlo, me encontraba excitado. Traté de asomarme a la
ventana para ver el exterior, pero me fue imposible hacerlo entre esa bruma
inexpugnable. No supe en qué momento, ni cómo Cindy se las había arreglado para abrir el zipper de mi pantalón y tomar entre sus labios mi enarbolada
virilidad; podía sentir como movía su lengua húmeda como una sensual serpiente,
lamiendo y aspirando la prolongación de mi hombría cual si fuera el más dulce
de los manjares. Por mi parte, como un idiota comencé a reír; en ese instante no era dueño de mí propia
voluntad.
En ese momento me percaté que
aquella extraña atmósfera había embotado mis sentidos. McDowell estaba concentrado en la felación que estaba recibiendo y
conducía sin prestar atención a la vía. La pareja de atrás, aprovechando que la
otra ocupante abandonó su lugar se acostó a lo largo del asiento y continuó
dando rienda suelta a un salvaje frenesí sexual. Yo estaba gozando de las
caricias orales que me proporcionaba Cindy
pero a la vez, sabía que algo andaba mal. Estiré mi brazo y conseguí
alcanzar el seguro del vidrio posterior de la ranchera logrando abrirlo; de
este modo, la “neblina” comenzó a
disiparse en tanto me encontraba en camino de hacer erupción. Podía percibir
claramente como mi esencia acuosa trataba de escapar de su contenedor; y se
disponía a viajar en cualquier instante
a la velocidad de un bólido entre sus conductos naturales, hacia la cavidad
oral de aquella vehemente aspiradora humana.
El humo había desaparecido y por fin
pude observar con claridad hacia adelante. McDowell
estaba con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y la boca abierta,
exhalando un gemido de placer mientras Vampirella
continuaba la faena con más prisa… Por supuesto que algo andaba mal; ¡El
vehículo iba a la deriva, sin ningún tipo de control! Con ambas manos el chofer
sujetaba la cabeza de la mujer procurando proporcionarse mayor placer. Traté de
aguzar la vista concentrándome en la carretera, con ayuda de las luces pude
observar un par de objetos, unas siluetas—al parecer humanas—que se desplazaban
justo al centro de la vía ¿caminando?, sin prestar atención a los haces de luz
que se iban aproximando velozmente en su dirección.
Justo en ese instante no pude resistir más, y cual
geiser comencé a expulsar la savia
proveniente de mis entrañas, al tiempo que la rubia me absorbía, tratando de
secarme por completo; sin embargo, yo no dejaba de mirar aquellas sombras que
prácticamente estábamos a punto de arrollar. Empujé a Cindy alejándola de mí entrepierna y solo atiné a gritar: — ¡CUIDADO!—cuando ya fue
demasiado tarde…
Una infinidad de confusas imágenes
se iban sucediendo una tras otra, a una velocidad tan vertiginosa que le era
difícil a mi cerebro identificar con exactitud de lo que se trataba. ¿Una
pesadilla? Quizás, ¿Desvaríos? No lo sé,
¿Recuerdos? Sí, supongo. Visones de
partes de mi existencia: mi niñez, el colegio, mi matrimonio, una cruz de
piedra, cuando conocí a mi esposa, el
nacimiento de mi hijo, rasguños, la muerte de mis padres, quejidos, mi primer
trabajo, sangre, la universidad, oscuridad, los huesos cubiertos de gusanos,
gritos, mis descarnados nudillos
golpeando la tapa del ataúd, cementerio, llanto, gasolina… No tenía idea de lo
que había sucedido. Perdí el sentido de la orientación y todo me daba vueltas.
Traté de abrir los ojos pero un fuerte vértigo me lo impidió, así que preferí
mantenerlos cerrados por unos segundos. Me encontraba mareado y no podía
escuchar nada a excepción de un pitido que empezaba en la base de mi cerebro y
se expandía en mi cabeza como las ramas de un frondoso árbol. Lentamente empecé
a parpadear tratando de aclarar mi visión. El olor a plástico y vidrios
quemados se mezclaba con el del combustible haciéndome toser para aclarar mi
garganta. Un penetrante dolor de cabeza hizo que llevara mi mano a la frente;
parecía que tuviera una pelota de tenis de mesa metida justo sobre la ceja
izquierda. Todo era muy extraño. Hasta el orden natural de las cosas había
cambiado, el pavimento se hallaba hacia arriba y los árboles abajo; mientras un
insistente: drip, drip, drip se podía
escuchar a través de sollozos y gritos que aún me costaba entender. En ese
instante me di cuenta que me hallaba acostado sobre el lado izquierdo de mi
cuerpo, sobre la parte interior del techo del vehículo…Después vino a mi mente
la imagen de cuando estaba en el estudio, tratando de escribir. Salí de casa,
tomé el coche y luego…
La realidad me alcanzó de una manera
brutal. Sentí sobre mi piel una sustancia pegajosa y húmeda; como si un caracol
gigante se hubiera deslizado sobre mí piel embadurnándome
con su viscosa supuración. Podía sentir
su sabor salado y fuerte olor que, sin desearlo me trasladó a la época de mi
niñez; cuando me hacía un rasguño en un
dedo o en la mano y me llevaba de forma automática la herida a mis labios,
absorbiendo mi sangre. Pude percatarme que estaba cubierto de aquel líquido
rojo; parecía que hubiera tomado una ducha sangrienta y no tenía idea de qué
parte de mí humanidad provenía. Debía ser una herida muy grande para haberme
causado una hemorragia de tal magnitud; Sin embargo todavía no precisaba la
fuente de aquel horrible descubrimiento.
La ranchera estaba de cabeza, había vidrios y trozos de la tapicería por
todos lados; la llanta de repuesto salió de su lugar, así como las diferentes
herramientas, discos compactos, botellas y demás objetos que se hallaban
tirados por todos lados. El brazo izquierdo empezó a dolerme y pude percatarme
que tenía una gran raspadura entre el antebrazo y el codo; y un fuerte olor a gasolina reinaba en el
ambiente... Comencé a incorporarme apoyándome en mis brazos. Ahora recordaba;
la caminata por la carretera, aquellos jóvenes, el “súper porro” ¡por todos los
cielos! Solo permanecía un fragmento de la ventanilla posterior de la
camioneta, parecía haber estallado por la violencia de la colisión y… ¡Cindy!
La imagen de la muchacha fumando y
cambiando de asiento llegó a mi cabeza como un relámpago. El lugar donde se
suponía debía estar, se hallaba anegado de aquel líquido carmesí y solo
permanecían algunos mechones de su cabello rubio así como jirones del vestido
negro adheridos al marco vacío de la puerta posterior. Supuse que Cindy había salido eyectada de vehículo
por la fuerza de la colisión.
Con esfuerzo y soportando las
náuseas, pude logré salir del vehículo
arrastrándome a través de la ventana posterior destrozada. Aún estaba atontado
sin embargo, logré ponerme de pie, al mismo tiempo que busqué con la mirada
alrededor tratando de hallar a Cindy,
sin embargo había desaparecido y… ¡Las llamas! Me encontraba en el lado opuesto
del motor que estaba siendo consumido por el fuego y a mi lado, el fracturado
tanque de gasolina dejaba escapar,
mediante un insistente goteo el inflamable líquido formando un diminuto charco que rápidamente
iba aumentando su tamaño, amenazando con unirse a las flamas en cualquier
instante. Más allá, a unos treinta
metros, observé a McDowell sentado en
la orilla de la carretera con el torso desnudo, inmóvil y a su lado, Vampirella, permanecía sollozando de pie, cubriendo un lado de su
cabeza con la chaqueta de éste.
Una débil voz femenina pidiendo
ayuda, acompañada de quejidos masculinos
provenientes del vehículo en llamas me sacaron de mi letargo. —«La
pareja gótica…»—recordé. De inmediato corrí hacia el coche y me tuve que
arrastrar para ingresar por donde había salido. Las llamas habían alcanzado el
destrozado parabrisas y una humareda negra hacía difícil observar lo que
ocurría en el interior.
— ¡Auxilio!, ¡Ayúdenme por favor! —decía
la mujer entre sollozos y tosiendo debido al humó tóxico que penetraba su
organismo, sofocándola. En ese momento, los quejidos del hombre se habían
apagado. Supuse que estaría desmayado a causa de los gases que venían
inhalando, por lo que a toda prisa me acerqué a lo que permanecía del asiento
posterior. La imagen pude observar era desoladora. Los asientos a causa del
choque atraparon a la pareja como tenazas de plástico, metal y resortes
impidiendo que pudieran moverse aplastando sus cuerpos contra sí de una forma
grotesca. El hombre, a causa de la colisión había golpeado su cabeza contra la
puerta clavándose la manilla justo detrás de la oreja izquierda de donde manaba
abundante sangre. Ya no se quejaba y permanecía con los ojos abiertos, inmóvil,
soportando el peso de la mujer así como la presión del vehículo.
— ¡Ayúdame! ¡Ayúdame por favor! ¡No
quiero morir! —rogaba la mujer en tanto que su rostro se bañaba en llanto y el
maquillaje se deslizaba sobre su piel dejando ver su rostro juvenil y
aterrorizado.
—« ¡Es casi una niña! » —me dije
conmovido, viendo sus ojos verdes que parecían querer escapar de sus órbitas
mostrando el terror que sentía; entretanto las llamas continuaban avanzando,
percibía el calor en mi rostro y el humo congestionando mi garganta, que me
impedía respirar con normalidad.
Con
todas mis fuerzas traté de separar los espaldares sin conseguirlo. Parecían
estar soldados; empecinados en permanecer unidos sellando la suerte de aquella
joven quien trataba con desesperación de zafarse de aquella prisión que la
había condenado a un espantoso final.
Las
flamas se iban acercando peligrosamente, a tal punto que sentí mi rostro
arder. Me era imposible respirar y la
muchacha había dejado de hablar, estaba inmóvil e inclusive su cabello comenzó
a derretirse al contacto del fuego. Con el alma en un puño, mientras algunas
lágrimas se deslizaban sobre mis mejillas, salí de aquel lugar tan rápido como
pude. Creo que corrí unos pasos cuando la gasolina se unió al fuego creándose
una furiosa llamarada que rápidamente cubrió la ranchera. Cosa curiosa; no hubo
explosión alguna como se ve en las películas de acción; no salí volando
producto de la onda expansiva ni nada parecido. Solo el fuego; purificador,
inmisericorde y poderoso creció con furia arropando a ese par de jóvenes que
encontraron el final de sus días de una manera absurda, e innecesaria.
El
fuego, con sus llamaradas amarillas, naranjas y azuladas, lamía furiosamente a su inerte presa de
metal, caucho y carne humana. La devoraba con satisfacción y de forma
concienzuda como si se tratara de una fiera que guardó ayuno por varios días y
ahora se daba un verdadero festín. El coche se convirtió en instantes en una pira funeraria exhalando
humo negro como una chimenea, deshaciendo aquellos jóvenes cuerpos hasta
convertirlos en cenizas e impulsándolos hacia arriba; para dar inicio a su
viaje eterno hacia el infinito…(Continuará)
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