ESPECTÁCULO INFERNAL
(Tomado de Libros Sangrientos II)
Clive Barker
(Para móvil)
Aquel septiembre el infierno ascendió a las calles y plazas de Londres,
gélido porque procedía del mismo corazón del Noveno Círculo, y demasiado
congelado como para que lo calentara el bochorno de un veranillo de San Martín.
Lo había planeado todo tan cuidadosamente como siempre, por mucho que los
planes no fueran más que eso, y, además, frágiles. Quizás esta vez se mostrara
más melindroso que de costumbre, pues comprobó dos o tres veces hasta el último
detalle para asegurarse de que tenía todas las posibilidades de ganar aquel
juego vital.
Nunca había carecido de espíritu competitivo; su fuego compitió contra
la carne en miles de millares de ocasiones a lo largo de los siglos, ganando a
veces, pero perdiendo más a menudo. Después de todo, las apuestas constituían
su forma de ganar terreno. Sin la necesidad humana de competir; regatear y
apostar, Pandemonium podría haber enloquecido al quedar insatisfecha su avidez
de ciudadanos. A los abismos les era indiferente que se tratara de bailes,
carreras de galgos o de hacer trampas; todos eran juegos en que, con la
suficiente astucia, podría cosechar un alma o dos. Por eso subió el infierno a
Londres ese día azul y brillante: para ganar una carrera y hacerse, si
triunfaba, con bastantes almas como para estar ocupado durante una era más.
Cameron conectó la radio. La voz del comentarista surgía y se
desvanecía como si estuviera hablando desde el Polo en lugar de la catedral de
San Pablo. Aún quedaba un cuarto de hora largo para que diera comienzo la
carrera, pero quería oír los comentarios previos, sólo para enterarse de lo que
decían de su chico.
–... la atmósfera es eléctrica... probablemente decenas de miles de
personas a lo largo de la pista...
La voz dejó de oírse. Cameron soltó una blasfemia y buscó otra emisora
hasta que volvieron a escucharse imbecilidades.
–... la han llamado la carrera del año, y ¡qué día! ¿No es cierto, Jim?
–Magnífico, Mike...
–Éste es el gran Jim Delaney, que está en lo alto de la torre Ojo del
Cielo, y que seguirá la carrera durante todo el recorrido y nos la comentará a
vista de pájaro, ¿verdad, Jim?
–Claro que lo haré, Mike...
–Bueno, hay mucha actividad detrás de la línea de salida; los
corredores se están preparando para la competición. Ahí veo a Nick Loyer, que
lleva el dorsal número tres; preciso es reconocer que parece encontrarse en
plena forma. Me dijo al llegar que no le suele gustar correr los domingos pero
que, claro, dada la finalidad benéfica de esta convocatoria, esta vez ha hecho
una excepción. Toda la recaudación se consagrará a la investigación acerca del
cáncer. Joel Jones, nuestra medalla de oro en 800 metros, también está; correrá
contra su gran rival Frank McCloud, Y al lado de los grandes se encuentran las
caras nuevas, que conocemos ligeramente. Con el número cinco, el sudafricano
Malcolm Voight y, completando el elenco, Lester Kinderman, vencedor inesperado
del maratón de Austria el año pasado. Y tengo que decir que todos parecen
frescos como rosas esta magnífica tarde de septiembre. No podíamos pedir un día
mejor, ¿verdad, Jim?
A Joel le habían despertado sueños angustiosos.
–Todo irá bien, deja de preocuparte –le dijo Cameron,
Pero no se sentía bien: le dolía la boca del estómago. No eran los
nervios de antes de correr; estaba acostumbrado a ellos y los podía soportar.
El mejor remedio que había encontrado para quitárselos expeditivamente de
encima era meterse dos dedos en la garganta y vomitar. No, no eran los nervios
de antes de correr ni nada parecido. Para empezar, eran más intensos, como si
las tripas se le estuvieran cociendo dentro.
Cameron no se dejó conmover.
–Es una carrera benéfica, no las Olimpiadas –dijo mirando al chico por
encima del hombro–. No seas niño.
Ésa era la técnica de Cameron. Su voz dulce estaba hecha para
engatusar, pero él la utilizaba para intimidar. Sin sus intimidaciones no
habría habido medallas de oro ni masas entusiastas, ni admiradoras. Uno de los
periódicos deportivos había elegido a Joel como el negro más popular de
Inglaterra. Era una satisfacción que lo saludara como amigo gente desconocida.
Le gustaba la fama por efímera que pudiera ser.
–Te quieren –dijo Cameron–. Dios sabrá por qué, pero te quieren.
Después de soltar su pequeño sarcasmo se echó a reír.
–Todo irá bien, hijo –añadió–. Sal y corre como si te fuera la vida en
ello.
Ahora, a plena luz, Joel miró al resto de los competidores y se sintió
un poco más optimista. Kinderman era resistente, pero no tenía potencia de
sprint en distancias medias. En conjunto, la técnica de maratón requería una
habilidad muy distinta. Además, era tan miope que llevaba unas gafas con
montura de acero que, de puro gruesas, le daban el aspecto de una rana
perpleja. Ahí no había peligro. Loyer era bueno, pero aquélla tampoco era su
distancia; se trataba de un corredor de vallas y un esprínter ocasional. Su límite
eran los 400 metros, y ni siquiera en ellos se sentía cómodo. Voight, el
sudafricano... Bueno, no tenía demasiada información acerca de él. Obviamente,
a juzgar por su aspecto, estaba en forma, y sería alguien a quien controlar, no
fuera a dar alguna sorpresa. Pero el verdadero problema de la carrera era
McCloud. Joel había corrido contra Frank Rayo
McCloud en tres ocasiones. Lo dejó dos veces en segundo lugar, y las
posiciones se habían invertido (lamentablemente). Y Frankie tenía algunos
desquites que tomarse: especialmente la derrota en las Olimpiadas. No le había
gustado quedarse con la medalla de plata. Frank era el más peligroso. Fuera
aquella una carrera benéfica o no, McCloud correría lo mejor que pudiera para
dar satisfacción a la muchedumbre y a su propio orgullo. Ya estaba en la línea
comprobando su posición de salida con las orejas prácticamente erguidas. Rayo era su hombre, sin ninguna duda.
Por un momento, Joel sorprendió a Voight mirándolo. Eso era inusual.
Los competidores raramente se observaban antes de una carrera; era una especie
de cobardía. Aquel hombre tenía la cara pálida y cada día más entradas.
Aparentaba treinta y pocos años, pero su físico era más joven y delgado.
Piernas largas y manos grandes. Cuando sus ojos se encontraron, Voight desvió
la mirada. La bonita cadena que llevaba al cuello reflejó el sol, y el
crucifijo resplandeció, dorado, al mecerse suavemente bajo su barbilla.
Joel también contaba con su amuleto. Tenía un mechón de pelo de su
madre que ella le había trenzado diez años antes, con motivo de su primera
carrera importante. Lo llevaba metido en la cintura de los pantalones. Ella
regresó a Barbados el año siguiente, y allí murió. Le causó un dolor inmenso;
su pérdida fue inolvidable. Se habría desmoronado sin Cameron.
Éste observaba los preparativos desde los escalones de la catedral;
pensaba ver la salida y luego ir en bici por detrás del varadero para asistir a
la llegada. Estaría allí mucho antes que los corredores, y la radio lo
mantendría al corriente de la competición. Se sentía a gusto aquel día. Su
chico, con náuseas o sin ellas, estaba en buena forma, y la carrera era una
manera ideal de mantenerle el humor competitivo sin dejarlo agotado. De acuerdo
que era una distancia muy larga: cruzar la glorieta de Ludgate, recorrer la
calle Fleet y pasar por el Temple Bar hasta el varadero, atajar luego por la
esquina de Trafalgar y pasar por Whitehall hasta llegar al Parlamento. Y sobre
asfalto. Pero era una experiencia útil para Joel, y le exigiría un poco de
esfuerzo, lo que siempre era bueno. Había un corredor de fondo en aquel chico,
y Cameron lo sabía. Nunca había sido un esprínter; no se acompasaba con la
suficiente precisión. Necesitaba distancia y tiempo para encontrar su ritmo,
tranquilizarse y descubrir la estrategia más idónea. En los 800 metros era un
fenómeno: su zancada era un modelo de economía, con su ritmo casi maquiavélico
de tan perfecto. Pero lo más importante era su valor. El valor le había valido
la medalla de oro, y el valor le permitiría llegar el primero a la meta una y
otra vez. Eso era lo que hacía diferente a Joel. Aparecían y desaparecían
muchos prodigios de técnica depurada, pero sin el coraje suficiente con el que
complementarla no valían casi nada. Arriesgar cuando merecía la pena, correr
hasta que el dolor le cegara a uno; eso era algo único, y Cameron lo sabía. Le
gustaba creer que él también tuvo algo de eso.
Aquel día, el muchacho no parecía nada contento. Habría apostado a que
se trataba de un problema de faldas. Siempre surgían problemas de mujeres,
especialmente con la reputación de chico de oro que se había ganado Joel. Le
intentó convencer de que ya tendría tiempo para camas y lupanares cuando su
carrera tocara a su fin, pero a Joel no le interesaba mantenerse casto, y
Cameron no podía desaprobarlo del todo.
Levantaron la pistola y sonó el disparo. Salió un penacho de humo
blanco azulado, seguido por un sonido más de taponazo que de detonación. El
disparo despertó a las palomas de la cúpula de San Pablo, que alzaron el vuelo,
interrumpida su adoración, en una congregación de aleteos.
Joel salió muy bien. Limpio, elegante y rápido.
La muchedumbre empezó a aclamar inmediatamente su nombre; las voces le
resonaban en la espalda y a su alrededor. Fue como una explosión de entusiasmo
apasionado.
Cameron lo contempló durante los diez primeros metros, mientras los
participantes maniobraban en busca de un puesto en la carrera. Loyer iba a la
cabeza del pelotón, aunque Cameron no estaba seguro de si había llegado allí
por decisión propia o por azar. Joel seguía a McCloud, que iba detrás de Loyer.
«Sin prisas, chico», dijo Cameron, y abandonó la contemplación de la línea de
salida. Tenía la bicicleta encadenada en Paternoster Row, a un minuto andando
desde la plaza. Siempre odió los coches: eran artefactos descreídos,
desvencijados, inhumanos, no cristianos. En una bici eras tu propio amo. ¿No
era eso todo lo que podía pedir un hombre?
–... y la salida de lo que puede ser una maravillosa carrera ha sido
muy buena. Van cruzando la plaza y el público está enardecido. En realidad, se
parece mas a una carrera de los Juegos Europeos que a una competición benéfica.
¿Qué opinas tú, Jim?
–Bien, Mike; puedo ver aglomeraciones a lo largo de la pista en la
calle Fleet. La policía me pide que aconseje al público que no trate de
acercarse en coche a los corredores porque, como es natural, todas esas calles
están cortadas al tráfico debido al acontecimiento, y quien intente aproximarse
en coche no llegará a ninguna parte.
–¿Quién va en cabeza de momento?
–Bueno, Nick Loyer está marcando el paso en esta fase de la competición
aunque, por supuesto, va a haber mucho juego estratégico en una distancia de
este tipo. Es más que una distancia media y menos que un maratón, pero todos
estos hombres son estrategas, e intentarán que los demás lleven al principio el
peso de la carrera.
Cameron siempre decía: deja que los demás sean los héroes.
Joel descubrió que ésa era una lección difícil de aprender. Cuando se
disparaba la pistola costaba trabajo no echarse a correr a pleno pulmón, como
un muelle destensado de repente. Darlo todo en los primeros doscientos metros y
quedarse sin reservas.
Cameron solía decir que resulta fácil ser un héroe. Pero que no es
inteligente, nada en absoluto. No pierdas el tiempo exhibiéndote, deja a los
superhombres su pequeño triunfo. Mantente en el pelotón y resérvate un poco. Es
mejor ser aclamado al final por un triunfo que ser considerado un perdedor con
buena voluntad.
Gana. Gana. Gana.
A cualquier precio. A casi cualquier
precio.
Gana.
El hombre que no quiere ganar no es amigo mío, decía. Si lo quieres
hacer por amor al arte, por diversión, búscate a otro. Sólo los estudiantes de
colegios privados se creen esa trola del juego por el juego. No hay alegría
para los perdedores, hijo. ¿Qué he dicho?
No hay alegría para los perdedores.
Sé bárbaro. Observa las reglas, pero fuérzalas hasta el límite.
Mientras puedas empujar, empuja. No permitas que otro hijo de puta te diga algo
distinto. Estás aquí para ganar. ¿Qué he dicho?
Ganar.
En Paternoster Row no se oían aclamaciones y las moles de los edificios
ocultaban el sol. Casi hacía frío. Las palomas seguían volando, incapaces de
posarse ahora que las habían espantado de sus nidos. Eran los únicos habitantes
de aquellos callejones. El resto del mundo vivo parecía estar observando la
carrera.
Cameron desató su bicicleta, se metió en el bolsillo la cadena y los
candados y montó de un salto. «Estoy bastante ágil para ser un hombre de
cincuenta años –pensó– a pesar de mi adicción a los cigarros baratos.» Encendió
la radio. Las ondas, obstruidas por los edificios, llegaban mal; sólo se oían
chisporroteos. Se quedó a horcajadas sobre la bici y trató de sintonizar mejor.
Tuvo suerte.
–... y Nick Loyer ya se está quedando atrás...
¡Qué pronto! Cuidado, hacía dos o tres años que Loyer había perdido su
plenitud física. Le había llegado la hora de tirar las zapatillas y dejar el
sitio a los jóvenes. Lo tendría que hacer por muy doloroso que resultara.
Cameron recordó cómo se sintió a los treinta y tres, cuando se dio cuenta de
que sus mejores años de corredor se habían acabado. Era como tener un pie en la
tumba, un saludable recordatorio de la rapidez con que florece y empieza a
marchitarse el cuerpo.
Al salir pedaleando de las sombras y entrar en una calle más soleada,
se cruzó con un Mercedes negro con chófer, que circulaba tan silenciosamente
que podría haber sido impulsado por el viento. Pudo entrever a los pasajeros
muy brevemente. En uno de ellos reconoció al hombre con el que Voight había
estado hablando antes de la carrera, un individuo de cara delgada, de unos cuarenta
años, con la boca tan apretada que parecía que le hubieran extirpado
quirúrgicamente los labios.
A su lado iba sentado Voight.
Por imposible que pareciera, fue la cara de Voight la que volvió la
vista a través de los cristales ahumados; aún iba vestido para la carrera.
A Cameron no le gustó nada todo aquello. Había visto echar a correr al
sudafricano cinco minutos antes. Así pues, ¿quién era aquél? Un doble,
obviamente. Pero algo olía a chamusquina; hedía a perro muerto.
El Mercedes ya estaba doblando la esquina. Cameron apagó la radio y se
puso a pedalear atropelladamente detrás del coche. Al correr, el sol balsámico
le hacía sudar.
El Mercedes se iba abriendo camino por las calles estrechas con cierta
dificultad, ignorando todas las señales de prohibición. La escasa velocidad del
vehículo permitió a Cameron tenerlo a la vista sin que lo descubrieran sus
ocupantes, aunque el esfuerzo empezaba a crearle molestias en los pulmones.
El Mercedes se paró en una avenida pequeña y anónima al oeste del
callejón Fetter, donde las sombras eran particularmente densas. Cameron, oculto
en una esquina a menos de veinte metros del coche, vio al chófer abrir la
portezuela y apearse al hombre sin labios y al simulacro de Voight detrás;
luego entraron en un edificio indescriptible. Cuando desaparecieron los tres,
Cameron apoyó su bici contra una pared y los siguió.
En la calle reinaba un silencio sepulcral. A tanta distancia del rugido
de la masa, no llegaba más que un leve murmullo. La calle podría haber sido de
otro mundo. Las sombras revoloteantes de los pájaros, las ventanas de los
edificios tapiadas con ladrillos, la pintura desconchada, el olor a podrido de
aquel aire ingrávido. Junto a la boca de una alcantarilla yacía un conejo
muerto, un conejo negro con un collar blanco, la mascota que alguien habría
perdido. Las moscas se levantaban y abalanzaban sobre él, alternativamente
asustadas y voraces.
Cameron se acercó a la puerta abierta con todo el sigilo de que fue
capaz. No tenía nada que temer. Hacía un buen rato que el trío había
desaparecido por el oscuro pasillo de la casa. En el vestíbulo el aire era
fresco y olía a húmedo. Haciéndose el intrépido, aunque se sentía asustado,
Cameron entró en aquel edificio oculto. El papel de las paredes del pasillo era
de color de mierda, igual que la pintura. Era como adentrarse en un intestino,
el intestino de un hombre muerto; frío y lleno de caca. Las escaleras que tenía
delante se habían hundido, impidiendo el acceso al piso superior. Luego no se
habían dirigido arriba, sino que habían bajado.
La puerta que conducía al sótano estaba al lado de la escalera
destrozada, y Cameron pudo oír voces procedentes de abajo.
«Cuanto antes mejor», pensó, y abrió la puerta lo suficiente como para
poder deslizarse en la oscuridad que había tras ella. Estaba gélida. No fría o
húmeda simplemente, sino refrigerada. Por un momento creyó que se había metido
en una cámara frigorífica. Su aliento se convirtió en vaho: estuvo a punto de
castañetear los dientes.
«No puedo echarme atrás ahora», pensó, y empezó a bajar por las
escaleras resbaladizas de hielo. Reinaba una oscuridad inverosímil. Al final de
las escaleras, muy abajo, parpadeó una pálida luz, y su brillo mortecino
pareció aspirar a la luz del día. Cameron echó una mirada nostálgica a la puerta
que tenía tras él. Resultaba tentadora, pero él era curioso, demasiado curioso.
Lo único que podía hacer era seguir bajando.
El aroma del lugar le irritó las fosas nasales. Tenía el olfato
atrofiado y el paladar aún peor, como a su mujer le gustaba recordarle. Solía
decir que no era capaz de distinguir entre una rosa y un ajo, y probablemente
fuera cierto. Pero el olor de aquel agujero le sugería algo, algo que le
estimulaba los ácidos del estómago.
Cabras. Le habría gustado poder decírselo inmediatamente a su mujer:
olía a cabras.
Ya casi había llegado al final de las escaleras; tal vez se encontrara
a cinco o diez metros bajo tierra. Las voces aún se oían lejos, detrás de una
segunda puerta.
Entró en una pequeña cámara cuyas paredes habían sido encaladas de mala
manera y que estaban pintarrajeadas con dibujos obscenos, reproducciones en su
mayoría del acto sexual. En el suelo había un candelabro con siete brazos. Sólo
estaban encendidas dos velas sucias, y ardían con una llama apagada casi azul.
El olor a cabra se hizo más intenso, y se mezcló con un aroma tan dulzón que
parecía proceder de un burdel turco.
Dos puertas conducían fuera de la cámara, y detrás de una de ellas
Cameron oyó la continuación de la conversación. Cruzó con un cuidado
escrupuloso el pavimento resbaladizo que mediaba hasta la puerta, esforzándose
por desentrañar el sentido de aquellos murmullos. Había urgencia en los tonos
de las voces.
–... de prisa...
–... las habilidades precisas...
–Niños, niños...
Una carcajada.
–Creo que... mañana... todos nosotros...
Otra carcajada.
De repente, las voces parecieron cambiar de dirección, como si los
interlocutores volvieran hacia la puerta. Cameron dio tres pasos atrás por el
suelo gélido y estuvo a punto de chocar con el candelabro. Cuando pasó frente a
las llamas, éstas chisporrotearon y crepitaron.
Tenía que escoger entre las escaleras o la otra puerta. Las escaleras
significaban la retirada absoluta. Si las subía se encontraría a salvo, pero no
habría descubierto nada. No sabría nunca la razón del frío, de las llamas
azules y del olor a cabras. La puerta representaba su única posibilidad. Se
volvió hacia ella con los ojos fijos en la de enfrente, y forcejeó con el pomo
de cobre, de un frío cortante. Éste acabó por ceder, y Cameron se esfumó de la
vista en el preciso instante en que se abría la puerta de enfrente. Los dos
movimientos habían sido perfectamente sincrónicos: Dios estaba con él.
En cuanto cerró la puerta, comprendió que había cometido un error. Dios
no estaba con él.
El frío le penetró en la cabeza, los dientes, los ojos, los dedos como
si de agujas se tratara. Se sintió como si lo hubieran tirado desnudo en pleno
corazón de un iceberg. La sangre parecía habérsele paralizado en las venas: la
saliva se le cristalizó en la lengua: la agüilla que tenía al borde de la nariz
le escoció al congelarse. El frío lo asaetaba de tal forma que ni siquiera
podía darse la vuelta.
Moviendo lo menos posible sus articulaciones, rebuscó su mechero con
unos dedos tan adormecidos que se los podrían haber cortado sin que le
dolieran.
El mechero se le pegó en seguida a la mano, pues el sudor de los dedos
se le había congelado. Intentó encenderlo pese a la oscuridad y el frío.
Chispeó reticentemente y ardió con una llama vacilante.
La habitación era amplia: una caverna cubierta de hielo. Las paredes y
el suelo lleno de costras brillaban y lanzaban destellos. Sobre su cabeza
colgaban estalactitas de hielo agudas como lanzas. El suelo que pisaba, mal
nivelado, se inclinaba hacia un agujero abierto en mitad del cuarto. A menos de
dos metros, la pared tenía tanto hielo que parecía que un río hubiera quedado
congelado al irrumpir en la oscuridad.
Pensó en Xanadú, un poema que
se sabía de memoria. Visiones de otra Albión...
Donde Alph, el río
sagrado, se deslizaba
por cavernas
inconmensurables para el hombre
hasta un mar sin
sol
Si de verdad había un mar allí abajo tenía que estar helado. Era la
muerte eterna.
Fue todo lo que pudo hacer para mantenerse de pie, para evitar resbalar
por la pendiente hacia lo desconocido. El mechero parpadeó cuando una ráfaga de
aire frío lo apagó.
–¡Mierda! –exclamó Cameron al quedarse a oscuras.
Nunca sabría si su voz puso sobre aviso al trío que se encontraba
afuera o si Dios lo abandonó por completo en ese instante e invitó al trío a
abrir la puerta. Pero cuando ésta se abrió de par en par, Cameron cayó al
suelo. Demasiado entumecido y helado para evitar la caída, se estrelló contra
el suelo helado en cuanto entró una vaharada de olor a cabra en el cuarto.
Se dio la vuelta a medias. En la puerta estaban el doble de Voight, el
chófer y el tercer hombre del Mercedes. Llevaba un abrigo hecho, a simple
vista, con varias pieles de cabra. Todavía le colgaban pezuñas y cuernos por
todas partes. La sangre que manchaba esas pieles era marrón y viscosa.
–¿Qué hace aquí, señor Cameron? –le preguntó el hombre del abrigo de
cabra.
Cameron apenas podía hablar. La única sensación que le quedaba en la
cabeza era una suerte de pinchazo de angustia en medio de la frente.
–¿Qué infiernos está pasando? –preguntó, con los labios tan helados que
casi no podía moverlos.
–Precisamente eso, señor Cameron –replicó el hombre–. Los infiernos se
han desencadenado.
Al pasar St. Mary-le-Strand, Loyer volvió la vista atrás y dio un
traspié. Joel, a unos tres metros de la cabeza, comprendió que Loyer se estaba
desfondando. Demasiado rápido; eso le venía mal. Aminoró la velocidad, dejando
que lo rebasaran McCloud y Voight. No tenía prisa. Kinderman estaba a una
distancia considerable; era incapaz de competir con aquellos muchachos tan
rápidos. Era la tortuga de la carrera, sin ninguna duda. Loyer fue superado por
McCloud, luego por Voight y finalmente por Jones y Kinderman. Se le había
acabado el resuello de repente, y tenía las piernas de plomo. Peor aún, veía el
asfalto crujir y agrietarse a sus pies, y emerger dedos de él para tocarlo como
niños sin amor. Parecía que era el único en verlos. La muchedumbre seguía
rugiendo mientras esas manos imaginarias emergían de sus tumbas bajo el
pavimento y lo asían firmemente. Cayó exhausto en brazos de aquellos muertos,
con la juventud truncada y la energía consumida. Los ansiosos dedos de los
muertos siguieron tirando de él mucho después de que los doctores lo hubieran
retirado de la pista, lo examinaran y le administraran calmantes.
Claro que sabía por qué razón le habían asaetado de esa forma mientras
estaba tirado sobre el asfalto caliente. Había vuelto la vista atrás. Eso era
lo que les había atraído. Había vuelto...
–Y después de la sensacional caída de Loyer, la carrera aún está por
decidirse. Frank Rayo McCloud es
quien marca la pauta en este momento, y se está alejando sustancialmente de
Voight, el nuevo campeón. Joel Jones está aún más atrasado, no parece
mantenerse entre los líderes. ¿Qué opinas, Jim?
–Bueno, o bien ya está hundido o confía en que se cansen. Recuerda que
esta distancia es nueva para él...
–Sí, Jim.
–Y eso podría hacer que se descuidara. Ciertamente va a tener que
trabajar mucho para mejorar su tercer puesto actual.
Joel estaba mareado. Por un momento, al ver a Loyer perder el control
de la carrera, le había oído rezar en voz alta. Rogar a Dios que lo salvara.
Había sido el único en oír sus palabras...
Sí, aunque
atraviese
las sombras del
Valle de la Muerte
no temeré mal
alguno, pues Tú estás
conmigo, con tu
vara y tu báculo...
Ahora el sol calentaba más, y Joel empezaba a oír las quejas familiares
de los miembros al cansarse. Correr sobre asfalto era duro para los pies y para
las articulaciones, pero no tanto como para obligar a rezar a un hombre. Trató
de olvidar la desesperación de Loyer y de concentrarse en lo que hacía.
Aún quedaba mucha carrera por delante; no habían cubierto ni la mitad
del recorrido. Tenía tiempo de sobra para alcanzar a los héroes: de sobra.
Mientras corría, repasaba perezosamente las oraciones que su madre le
había enseñado por si las necesitaba, pero los años las habían ido erosionando
y casi las había olvidado por completo.
–Mi nombre –dijo el hombre del abrigo de cabra– es Gregory Burgess.
Miembro del Parlamento. No debería conocerme. Intento pasa inadvertido.
–¿Miembro del Parlamento? –se extrañó Cameron.
–Sí. Independiente. Muy independiente.
–¿Es ése el hermano de Voight?
Burgess echó un vistazo a la otra encarnación de Voight. Aquel frío tan
intenso no le hacía temblar siquiera, a pesar de que sólo llevaba una camiseta
fina y unos pantalones cortos.
–¿Hermano? –dijo Burgess–. No, no. Es mi... ¿cómo se dice? Familiar.
La palabra le sonaba a algo, pero Cameron no había leído demasiado.
¿Qué era un familiar?
–Enséñaselo –concedió magnánimamente Burgess.
La cara de Voight se agitó, su piel pareció encogerse, los labios se
enrollaron sobre los dientes, los dientes se deshicieron en una cera blanca que
cayó en un esófago que a su vez se estaba transformando en una columna de plata
brillante. Aquella cara ya no era humana; ni siquiera la de un mamífero. Se
había convertido en un abanico de cuchillos cuyas láminas resplandecían a la
luz de las velas que había tras la puerta. En cuanto se formó ese espantajo,
empezó a cambiar de nuevo; los cuchillos se deshacían y oscurecían, volvía a
brotar piel, reaparecían los ojos y se hinchaban como globos. De esta nueva
cabeza surgieron antenas, la masa en transfiguración expulsó sus mandíbulas, y
una cabeza de abeja, grande y perfectamente compleja, quedó asentada sobre el
cuello de Voight.
A Burgess la demostración le encantó y aplaudió con las manos
enguantadas.
–Los dos son familiares –dijo, señalando al chófer, que se había
quitado la gorra, dejando que un remolino de pelo castaño le cayera sobre los
hombros.
Era arrebatadoramente hermosa, una cara por la que merecía la pena
morir. Pero, como el otro, tan sólo una ilusión. Capaz sin duda de encarnar
infinidad de personas.
–Los dos son míos, por supuesto –aclaró Burgess con orgullo.
–¿Qué? –fue todo lo que pudo responder Cameron, y esperó que eso
resumiera todas las preguntas que tenía en la cabeza.
–Sirvo al infierno, señor Cameron. Y el infierno a su vez me sirve a
mí.
–¿Infierno?
–Detrás de usted se encuentra una de las entradas al Noveno Círculo.
Conoce a Dante, supongo.
¡Aquí Dis! Éste es
el lugar
en que debes armar
tu corazón con poder.
–¿Por qué está aquí?
–Para ganar esta carrera. Mejor dicho, mi tercer familiar ya está
participando en ella. Esta vez no le vencerán. Esta vez se trata de un
espectáculo infernal, señor Cameron, y no nos arrebatarán el premio.
–Infierno... –repitió Cameron.
–¿Cree en Dios, no es verdad? Es un buen practicante. Todavía reza
antes de comer, como cualquier alma temerosa de Dios. Tiene miedo de que se le
atragante la cena.
–¿Cómo sabe que rezo?
–Me lo dijo su mujer. Sí, su mujer me dio mucha información acerca de
usted, señor Cameron; se abrió realmente a mí. Era muy acomodaticia. Y una
analista consumada gracias a mis consejos. Me dio tanta... información... Es un
buen socialista, ¿no? Como su padre.
–Ahora política...
–Oh, la política es el eje de todo, señor Cameron. Sin política
estaríamos expuestos a la barbarie, ¿no es cierto? Hasta el infierno necesita
orden. Nueve grandes círculos: una ordenación implacable de los castigos. Mire
hacia abajo: véalo usted mismo.
Cameron podía sentir el agujero detrás: no necesitaba mirar.
–Defendemos el orden, ¿sabe? No el caos. Eso es mera propaganda
celestial. ¿Y sabe qué vamos a ganar?
–Es una carrera benéfica.
–La caridad es lo de menos. No participamos en esta carrera para salvar
al mundo del cáncer. Corremos por el gobierno.
Cameron captó a medias la idea.
–Gobierno –dijo.
–Una vez por siglo se celebra esta carrera entre San Pablo y el palacio
de Westminster. Antes se corría sin pancartas y sin aplausos. Hoy se hace a
pleno sol, con miles de espectadores. Pero sean cuales sean sus circunstancias,
siempre se trata de la misma carrera. Sus atletas contra uno de los nuestros.
Si ganan ustedes, cien años más de democracia. Si ganamos nosotros..., como
ocurrirá..., el fin del mundo tal como lo conocen.
Cameron Sintió una vibración a su espalda. La expresión del rostro de
Burgess cambió bruscamente; desapareció su seguridad, y aquel aire de
suficiencia se convirtió en pura excitación nerviosa.
–Bueno, bueno –dijo, agitando las manos como si de pájaros se tratara–.
Parece que tenemos visita de los poderes superiores. Cuánto honor...
Cameron se dio la vuelta y se asomó al borde del agujero. Su curiosidad
ya no podía empeorar las cosas. Lo tenían en sus manos; así que mejor ver todo
lo que había por ver.
De ese círculo sin sol ascendió una ráfaga de aire gélido, a través de
la cual pudo ver a una figura asomarse por entre la oscuridad del pozo.
Avanzaba con pie firme, y tenía la cabeza inclinada hacia atrás para ver mejor
el mundo.
Cameron lo oyó respirar, le vio abrir y cerrar los rasgos magullados, y
vio cómo sus huesos aceitosos boqueaban como un cangrejo en el lóbrego agujero.
Burgess estaba arrodillado, flanqueado por los familiares, que yacían
en el suelo, con las caras pegadas como lapas al pavimento.
Cameron comprendió que era su última oportunidad. Se levantó
tambaleando y avanzó a ciegas hacia Burgess, cuyos ojos estaban cerrados en una
súplica reverente. Al pasar, más por accidente que con intención, su rodilla
alcanzó a Burgess debajo de la mandíbula, y éste cayó cuan largo era. Las
plantas de Cameron se deslizaron por el suelo en dirección a la salida de la
caverna de hielo, hasta que entró en la cámara iluminada por el candelabro.
A su espalda el cuarto se estaba llenando de humo y de gemidos.
Cameron, como la mujer de Lot cuando escapaba de la destrucción de Sodoma, echó
una sola mirada atrás para contemplar la imagen prohibida.
Estaba emergiendo del pozo, tapando el agujero con su masa gris,
iluminado por algún resplandor subterráneo. Sus ojos, enterrados en el hueso
visible de su cabeza elefantina, se encontraron con los de Cameron. Parecieron
tocarlo con la suavidad de un beso, penetrando directamente en sus pensamientos.
No lo habían convertido en sal. Desviando la mirada de aquel rostro,
patinó por la antecámara y empezó a trepar las escaleras de dos en dos y de
tres en tres, cayéndose y volviendo a subir una y otra vez. La puerta aún
estaba entornada. Detrás de ella se encontraba la luz del día, el mundo.
Abrió la puerta de golpe y cayó en el pasillo, sintiendo que el calor
empezaba a despertar sus nervios congelados. En los escalones que había dejado
detrás no se oía ningún ruido: estaban manifiestamente demasiado aterrados por
la visita de aquel ser incorpóreo como para lanzarse en su persecución. Se
arrastró a lo largo de la pared del pasillo con el cuerpo sacudido de temblores
y castañeteos.
Todavía no lo seguía nadie.
Afuera el día tenía un brillo cegador, y se dejó contagiar por la
hilaridad posterior a la fuga. Era la primera vez que sentía algo parecido.
Haber estado tan cerca... y sobrevivir, sin embargo. Dios había estado con él,
después de todo.
Se tambaleó por la calle en dirección a su bicicleta, determinado a
detener la carrera, a contarle al mundo...
Nadie le había tocado la bici, que tenía el manillar cálido como los
brazos de su mujer.
Al pasarle la pierna por encima, sus ojos, que habían intercambiado una
mirada con el infierno, se incendiaron. El cuerpo, ignorante de que su cerebro
ardía, siguió funcionando un rato. Colocó los pies sobre los pedales y empezó a
alejarse.
Cameron sintió que se le incendiaba la cabeza y comprendió que estaba
muerto.
Por haber vuelto la vista atrás, por una sola ojeada.
La mujer de Lot.
Como la estúpida mujer de Lot...
Un rayo más certero que el pensamiento le estalló entre las orejas.
Su cráneo se rajó, y el rayo candente salió disparado del horno que era
su cerebro. Los ojos se le quedaron en las órbitas como si fueran nueces secas.
Su boca y su nariz despedían luz. La combustión lo redujo a una columna de
carne negra en cuestión de segundos, sin una sola llama o voluta de humo.
El cuerpo de Cameron estaba incinerado por completo cuando la bicicleta
se salió de la calzada y se estrelló contra el escaparate de una sastrería,
donde quedó tirada como una marioneta volcada entre los trajes polvorientos. Él
también había vuelto la vista atrás.
La muchedumbre apiñada en la plaza Trafalgar era una masa vibrante de
entusiasmo. Aclamaciones, lágrimas y banderas. Era como si esa carrera se
hubiera convertido en algo especial para toda aquella gente: un ritual cuyo
significado no podían conocer. Y, sin embargo, sentían de una manera confusa
que el día estaba cargado de azufre, presentían que sus vidas pendían de un
hilo. Especialmente los niños. Corrían a lo largo de la pista chillando
plegarias incoherentes, con la cara tensa de miedo. Algunos pronunciaban su
nombre.
–¡Joel! ¡Joel!
¿O se lo estaba imaginando? ¿Había imaginado también que Loyer rezaba
oraciones? ¿Los presagios grabados en las caras radiantes de los bebés, izados
para que contemplaran a los corredores, también eran imaginarios?
Al entrar en Whitehall, Frank McCloud echó una mirada confiada por
encima del hombro, y el infierno se apoderó de él.
Fue sencillo, instantáneo.
Se tambaleó: una mano gélida le aplastó el cuello y le arrebató la
vida. Joel aminoró el paso al acercarse a su enemigo. Tenía la cara púrpura y
los labios llenos de espuma.
–McCloud –dijo, parándose para ver el rostro de su gran rival.
McCloud levantó la vista y lo miró a través de un velo de humo que
había vuelto ocres sus ojos grises. Joel se agachó para ayudarlo.
–No me toques –refunfuñó McCloud.
Las venas y filamentos de sus ojos estaban hinchados y sangraban.
–¿Calambre? –preguntó Joel–. ¿Es un calambre?
–Corre, bastardo, corre –le decía McCloud, mientras aquellas manos le
arrancaban la vida de las entrañas. De los poros de la cara le empezó a rezumar
sangre; lloraba lágrimas rojas–. Corre y no mires atrás. Por el amor de Dios, no vuelvas la vista atrás.
–¿Qué ocurre?
–¡Corre, por tu vida!
No se lo pedía, se lo ordenaba.
Corre.
Ni por el oro ni por la gloria. Sólo por la vida.
Joel echó un vistazo arriba. Se acababa de dar cuenta de que tenía una
inmensa cabeza detrás echándole un aliento frío en el cuello.
Levantó los talones y corrió.
–Bueno, las cosas no les van demasiado bien a los corredores, Jim.
Después de la caída tan sensacional de Loyer, acaba de tropezar Frank McCloud.
Nunca había visto algo semejante. Pero parece que ha intercambiado unas
palabras con Joel Jones cuando éste pasaba a su lado. Así que debe estar bien.
McCloud ya estaba muerto cuando lo metieron en la ambulancia, y
putrefacto a la mañana siguiente.
Joel corrió. ¡Cristo, cómo corrió! El sol le golpeaba ferozmente la
cara, emborronando la mancha de color que eran las masas excitadas, las caras,
las banderas. Todo le parecía una cortina de ruidos desprovista de cualquier
rasgo humano.
Conocía la sensación que se estaba apoderando de él, esa sensación de
tener el cuerpo dislocado que acompaña el exceso de oxígeno y el cansancio.
Estaba corriendo metido en la burbuja que su propia conciencia creaba,
pensando, sudando, sufriendo por sí mismo, para sí mismo, en nombre de sí mismo.
Y esa soledad no era tan terrible. La cabeza se le empezó a llenar de
canciones: retazos de himnos, dulces frases de canciones de amor, rimas
obscenas. Su personalidad consciente se relajó, y el inconsciente, innominado y
temerario, salió a la superficie.
Delante de él, difuminado por la luz blanquecina, entreveía a Voight.
Ése era el enemigo, el hombre que había que batir. Voight, con su reluciente
crucifijo meciéndose al sol. Lo podía conseguir siempre que no volviera, que no
volviera...
La vista atrás...
Burgess abrió la portezuela del Mercedes y montó en él. Habían perdido
un tiempo precioso. Ya debería estar en el Parlamento, en la línea de meta,
preparado para dar la bienvenida a los corredores. Tenía que representar una
pantomima en la que se pondría la máscara dulce y sonriente de la democracia.
¿Y mañana? Ya no sería tan dulce.
Le sudaban las manos de emoción, y su traje a rayas olía a la piel de
cabra que estaba obligado a llevar en el cuarto. Con todo, nadie se daría
cuenta de ello; y aunque así fuera, ¿qué ciudadano inglés iba a incurrir en la
descortesía de mencionar que olía a cabras?
Odiaba la Cámara de los Comunes, aquel agujero de bostezos que
presentía confusamente su inutilidad, con su atmósfera siempre gélida. Pero ya
había acabado todo aquello. Había realizado sus oblaciones, había mostrado su
infinita adoración del pozo; ahora llegaba el momento de recoger la recompensa.
Según avanzaba el coche, pensó en los muchos sacrificios que le había
ofrecido a su ambición. Al principio fueron cosas de poca monta: gatitos y
pollos. Más tarde descubriría lo ridículas que les parecían tales hazañas. Pero
al principio obró con inocencia: no sabía qué ofrecer ni cómo hacerlo. Con el
pasar de los años empezaron a formular sus exigencias de una manera clara y él,
con el tiempo, aprendió las formalidades requeridas para poder vender su alma.
Planeaba cuidadosamente y representaba a la perfección sus mortificaciones,
aunque le habían dejado sin pezones y sin la posibilidad de tener hijos. Pero
el sacrificio mereció la pena: cada día tenía más poder. Un sobresaliente
triple en Oxford, una mujer que superaba los sueños de un priapista, un asiento
en el Parlamento y pronto, muy pronto, todo el país.
Le empezaron a doler los muñones de sus pulgares, como solía ocurrirle
cuando estaba nervioso. Distraídamente, se chupó uno.
–Bueno, ya estamos asistiendo a los últimos momentos de lo que ha sido
una carrera verdaderamente infernal, ¿eh, Jim?
–Sí, ha sido toda una revelación, ¿no? Voight parece el vencedor contra
pronóstico; ahí está, desmarcándose de sus competidores sin demasiado esfuerzo.
Por descontado que Jones tuvo el generoso gesto de comprobar si McCloud se
encontraba bien, y eso lo retrasó.
–Eso le ha hecho perder la carrera a Jones, ¿no es cierto?
–Creo que sí. Creo que le ha hecho perder la carrera...
–Claro que se trata de una carrera benéfica.
–Efectivamente. Y en una situación semejante no se trata de ganar o
perder...
–Sino de jugar limpio.
–Cierto.
–Cierto.
–Bueno, ya tenemos el Parlamento a la vista; están doblando la esquina
de Whitehall. Y el gentío anima a su favorito, aunque creo sinceramente que se
trata de una causa perdida...
–No te precipites. Te recuerdo que en Suecia se sacó un as de la manga.
–Desde luego. Tienes razón.
–A lo mejor lo vuelve a conseguir.
Joel seguía corriendo, y la distancia que lo separaba de Voight
empezaba a reducirse. Se concentró en su espalda, le atravesó la camisa con los
ojos, estudiando su ritmo, buscando sus debilidades.
Estaba aminorando su velocidad. El hombre no iba tan rápido como antes.
Su zancada se había desequilibrado; era un indicio inequívoco de cansancio.
Podía alcanzarlo. Si demostraba su valor lo podía alcanzar.
¿Y Kinderman? Había olvidado a Kinderman. Sin pensar en lo que hacía,
Joel echó un vistazo por encima del hombro y miró atrás.
Kinderman estaba muy atrasado; mantenía el mismo paso regular. Era la
zancada sempiterna del corredor de maratón. Pero detrás de Joel había otra
cosa: otro corredor, pisándole casi los talones; fantasmagórico, gigante.
Apartó los ojos y miró adelante, maldiciendo su estupidez.
Cada paso le acercaba más a Voight. Era evidente que se estaba quedando
sin resuello. Joel sabía que si se esforzaba podría adelantarlo. Tenía que
olvidar a su perseguidor, fuera quien fuera; olvidarse de todo menos de
adelantar a Voight...
Pero la visión que tenía detrás no se le iba de la cabeza.
No vuelvas la vista atrás: ésas fueron las palabras de McCloud. Demasiado tarde; ya lo había
hecho. Puestas así las cosas, mejor saber quién era aquel fantasma.
Volvió la vista.
Al principio no vio nada; sólo a Kinderman avanzando poco a poco. Y
entonces el corredor fantasma reapareció, y él supo que había acabado con Loyer
y McCloud.
No era un corredor, ni vivo ni muerto. Ni siquiera era humano. Era un cuerpo
humeante que abría las tinieblas ante él; era el propio infierno el que lo
azuzaba.
No vuelvas la vista atrás.
Tenía la boca, si es que aquello era una boca, abierta. Su aliento era
tan frío que hizo que a Joel se le atragantara su propio jadeo. Por eso había
murmurado Loyer sus oraciones mientras corría. De poco le habían servido; a fin
de cuentas había muerto.
Joel apartó la vista; ya no le interesaba ver el infierno tan de cerca.
Trató de ignorar la súbita debilidad de sus rodillas.
Voight también echaba vistazos por encima del hombro. El aspecto de su
cara era sombrío y desasosegado; y Joel, sin saber muy bien por qué, comprendió
que formaba parte del infierno, que la sombra a su espalda era el amo de
Voight.
–Voight. Voight. Voight. Voight –Joel pronunciaba su nombre a cada
zancada.
Voight oyó que lo nombraban.
–¡Bastardo negro! –dijo en voz alta.
La zancada de Joel se alargó un poco. Estaba a menos de dos metros del
corredor venido del infierno.
–Mira... detrás... de ti –dijo Voight.
–Ya lo veo.
–Ha... venido... a... buscarte.
Era evidente que pretendía engañarlo. Él era el amo de su propio cuerpo, ¿no? Y no temía la oscuridad
porque también él era negro. ¿No era eso lo que le hacía menos humano en su
trato con muchísima gente? O más, más que humano: con más sangre, más sudor y
más carne. Más brazo, más pierna, más cabeza. Más fuerza, más apetito. ¿Qué
podía hacer el infierno? ¿Comérselo? Habría tenido mal sabor. ¿Congelarlo?
Tenía la sangre demasiado caliente, era demasiado rápido, estaba demasiado
vivo.
Nadie lo atraparla: era un bárbaro con modales de caballero.
En realidad, ni una cosa ni otra.
Voight estaba sufriendo: había dolor en su aliento entrecortado, en los
prolongados titubeos de su zancada. Sólo quedaban cincuenta metros entre las
gradas y la línea de meta, pero la ventaja de Voight se reducía constantemente;
cada paso acercaba más a los corredores.
Entonces empezaron las ofertas.
–Escúcha... me.
–¿Qué eres?
–Poder... Te daré poder... Basta con que... nos... dejes... ganar.
Joel ya estaba casi a su lado.
–Demasiado tarde.
Se le alegraron las piernas: la cabeza le daba vueltas de placer. Tenía
el infierno delante, el infierno al lado, pero ¿qué más daba? Aún podía correr.
Adelantó a Voight con las articulaciones distendidas: era una máquina
perfecta.
–Bastardo. Bastardo. Bastardo... –le decía el familiar con el rostro
contraído por la angustia y el cansancio.
¿No parpadeó su cara cuando Joel lo rebasó? ¿No pareció que sus rasgos
perdían por un momento la apariencia de humanidad?
Voight quedó detrás: las masas rugieron y el mundo se volvió a inundar
de colores. Tenía la victoria delante. No sabía qué causa estaba defendiendo,
pero tenía la victoria al alcance de la mano.
Por fin vio a Cameron en las gradas, de pie al lado de un hombre al que
no conocía, un hombre con un traje a rayas. Cameron sonreía y chillaba con un
entusiasmo poco característico de él, le hacía señas.
En todo caso, corrió más de prisa hacia la línea de meta; Cameron le
había infundido renovadas fuerzas.
Entonces pareció que le cambiaba la cara. ¿Era la calima solar lo que
hacía que su pelo brillara? No; también le burbujeaba la carne de las mejillas,
y tenía manchas oscuras en el cuello y en la frente que cada vez se oscurecían
más. El pelo se le puso de punta y su cráneo lanzó destellos intermitentes de
luz cegadora. Cameron estaba ardiendo. Cameron ardía, pero aún le sonreía y lo
señalaba con la mano.
Joel sintió una desesperación súbita.
El infierno detrás. El infierno delante.
Ése no era Cameron. A Cameron no se le veía por ninguna parte, luego
Cameron estaba muerto.
Lo comprendió como si hubiera tenido una revelación. Cameron había
muerto, y esa parodia negra que le sonreía y le daba la bienvenida eran sus
postreros momentos, representados por última vez para solaz de sus admiradores.
El paso de Joel se hizo vacilante, perdió el ritmo de zancada. Detrás
oyó el aliento de Voight, horriblemente denso, cercano, cada vez más cercano.
De repente, todo su cuerpo se encrespó. Su estómago quería expulsar lo
que llevaba dentro, su cabeza se negaba a pensar, las piernas empezaron a
flaquearle; sólo tenía miedo.
–Corre –se dijo–. Corre. Corre. Corre.
Pero tenía el infierno delante. ¿Cómo podía correr a lanzarse en brazos
de tamaña infamia?
Voight había reducido el intervalo que los separaba y estaba a la
altura de su hombro. Le dio un empellón al adelantarlo. A Joel le estaban
robando la victoria con la misma facilidad con que se le quitan los caramelos a
un bebé.
La meta estaba a doce pasos y Voight iba de nuevo en cabeza. Sin darse
cuenta cabal de lo que hacía, Joel agarró y golpeó a Voight, cogiéndolo por la
camiseta. Fue una trampa que advirtieron todos los espectadores. Pero ¡qué
diantre!
Tiró fuerte de Voight y los dos tropezaron. La muchedumbre les abrió
paso cuando salieron haciendo eses de la pista y cayeron pesadamente al suelo,
Voight encima de Joel.
El brazo de éste, estirado para impedir que la caída fuera demasiado
brusca, quedó aplastado por el peso de los dos cuerpos. Cogido en mala
posición, se le rompió el hueso del antebrazo. Joel lo oyó partirse antes de
sentir el espasmo; el dolor le arrancó un grito de los labios.
En las gradas, Burgess chillaba como un loco. Toda una exhibición. Las
cámaras fotográficas se disparaban, los locutores hacían comentarios.
–¡Levántate! ¡Levántate! –gritaba el hombre.
Pero Joel había agarrado a Voight con su brazo sano y no lo iba a
soltar por nada del mundo.
Los dos rodaron por la grava, y cada vuelta aplastaba el brazo de Joel
y le provocaba accesos de náusea en las entrañas.
El familiar que hacía el papel de Voight estaba exhausto. Nunca se
había sentido tan cansado: no estaba preparado para la carrera que su amo le
había obligado a correr. Tenía poca resistencia; estaba casi a punto de perder
el control. Joel podía oler su aliento: era el olor de una cabra.
–Muéstrate –le dijo.
Los ojos de esa cosa habían perdido las pupilas: estaban completamente
blancos. Joel amasó un coágulo de flema en el fondo de su boca llena de saliva
y se lo escupió al familiar.
Éste perdió los estribos.
Su cara se disolvió. Lo que había parecido carne adoptó una nueva
apariencia; era como una trampa devoradora, sin ojos, nariz, orejas ni pelo.
En torno a ellos la multitud se echó atrás. La gente chillaba y se
desmayaba. Joel no vio nada de eso, pero oyó con satisfacción los gritos. Esta
transformación no se realizaba sólo para él: era de conocimiento público. Todos
estaban contemplando la verdad, la asquerosa y despiadada verdad.
Tenía la boca inmensa, llena de dientes en fila como la mandíbula de
algún pez abisal. Era ridículamente grande. Joel sujetaba con su brazo sano la
mandíbula inferior de su enemigo, consiguiendo mantenerla a raya a duras penas,
mientras pedía socorro.
Nadie dio un paso adelante.
El gentío se mantuvo a una prudente distancia, observando y chillando,
pero sin intención de entrometerse. Era una especie de deporte-espectáculo: la
lucha contra el demonio. Los presentes no se sentían involucrados.
Joel sintió que se quedaba sin fuerzas, y su brazo dejó de contener la
mandíbula. Desesperado, sintió cómo los dientes se le clavaban en la frente y
en la barbilla, cómo atravesaban su carne y sus huesos y, por último, sintió
cómo le invadía la blanca noche cuando aquella boca le arrancaba la cara de un
mordisco.
El familiar se levantó del suelo donde yacía el cadáver, con jirones de
la cabeza de Joel colgándole de los dientes. Le había despojado de sus rasgos
como si fuera una máscara, dejando tan sólo un revoltijo de sangre y músculo
desgarrado. En lo que fue la boca de Joel, la raíz de su lengua se agitaba
espasmódicamente y echaba borbotones de sangre, incapaz de lamentarse.
A Burgess no le preocupaba que el mundo lo conociera. La carrera lo era
todo: había que ganarla como fuera, costara lo que costara. A fin de cuentas,
Joel también había hecho trampas.
–¡Aquí! –le chilló al familiar–. ¡Date prisa!
Éste volvió la cara ensangrentada hacia él.
–Ven aquí –le ordenó Burgess.
Los separaban unos cuantos metros: unas pocas zancadas en dirección a
la meta y la carrera estaba ganada.
–¡Corre hacia mí! –gritaba Burgess–. ¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!
El familiar estaba cansado, pero reconoció la voz de su amo. Dio unos
pasos largos en dirección a la meta, siguiendo a ciegas las llamadas de
Burgess.
Cuatro pasos. Tres...
Y Kinderman lo superó y cruzó
la línea de meta. El miope Kinderman ganó la carrera un paso por delante de
Voight sin saber qué victoria había alcanzado, sin ver siquiera los horrores
que yacían a sus pies.
No hubo aclamaciones ni felicitaciones cuando cruzó la línea de
llegada.
Alrededor de las gradas el aire pareció oscurecerse, y el ambiente se
llenó de un frío que no correspondía a aquella estación.
Agitando la cabeza como si pidiera perdón, Burgess cayó de rodillas.
–Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre...
Era un truco demasiado viejo. Una reacción demasiado ingenua. La multitud
empezó a retirarse. Algunos habían empezado a correr. Los niños, conociendo la
naturaleza de la oscuridad por acabar de salir de ella, fueron los menos
afectados. Tomaron a sus padres de la mano y los sacaron del lugar como si
fueran corderos, diciéndoles que no volvieran la vista atrás, y sus padres
recordaron a medias el útero, el primer túnel, la primera salida dolorosa de un
paradero hechizado, la primera tentación terrible de volver la vista atrás y
morir. Y, mientras lo iban recordando, desaparecían con sus hijos.
Sólo Kinderman parecía indiferente a todo. Se sentó en las gradas y se
limpió las gafas, sonriente por su triunfo e impertérrito ante el frío.
Burgess, sabiendo que sus plegarias eran inútiles, puso pies en
polvorosa y desapareció dentro del palacio de Westminster.
El familiar, desamparado, renunció a toda pretensión de apariencia
humana y se convirtió en sí mismo. Etéreo, insípido, escupió la carne repelente
de Joel. La cara del corredor, mascada a medias, cayó sobre la grava, al lado
de su cuerpo. El familiar se adentró en el aire y volvió al Círculo que llamaba
su casa.
El aire de los pasillos del poder estaba viciado: no había en él vida
ni esperanza de socorro.
Burgess no estaba en forma, y su carrera se convirtió pronto en paseo.
Anduvo tranquilamente por los pasillos revestidos de penumbra; la mullida
alfombra amortiguaba sus pasos.
No sabía exactamente qué hacer. Estaba claro que le echarían en cara no
haber previsto todas las eventualidades, pero confiaba en que podría
justificarse. Les daría todo lo que pidieran como castigo por su falta de
previsión. Una oreja, un pie; sólo tenía carne y sangre que perder.
Pero debía preparar cuidadosamente su defensa, porque ellos odiaban la lógica
defectuosa. Si iba a su encuentro con excusas a medio tramar se jugaba más que
la vida.
Detrás hacía un frío espantoso; él sabía cuál era su causa. El infierno
le había seguido por esos pasillos silenciosos hasta llegar a las mismas
entrañas de la democracia. A pesar de ello sobreviviría, siempre que no se
diera la vuelta: mientras tuviera los ojos fijos en el suelo, o en sus manos
sin pulgares, no le harían daño. Negociar con los abismos era una de las
primeras lecciones que se aprendían.
El aire estaba lleno de escarcha. Burgess veía su aliento, le dolía la
cabeza de frío.
–Lo siento –le dijo sinceramente a su perseguidor.
La voz que le contestó era más suave de lo que había esperado.
–No fue culpa tuya.
–No –le contradijo Burgess, tranquilizado por un tono tan conciliador–.
Fue un error y estoy contrito. Pasé por alto a Kinderman.
–Eso fue una equivocación. Todos las cometemos –le disculpó el
infierno–. Con todo, dentro de cien años lo volveremos a intentar. La
democracia todavía es una religión reciente; aún no ha perdido su brillo
superficial. Le concederemos otro siglo y entonces acabaremos con ella.
–Sí.
–Pero tú...
–Ya lo sé.
–No tendrás poder, Gregory.
–No.
–No es el fin del mundo. Mírame.
–De momento no, si no le importa.
Burgess reemprendió la marcha, dando un paso cauteloso detrás de otro.
Conservemos la calma, seamos racionales.
–Mírame, por favor –rogó el infierno en un arrullo.
–Más tarde, señor.
–Sólo te pido que me mires. Se apreciaría un poco de respeto por tu
parte.
–Lo haré. De verdad que lo haré. Más tarde.
El camino se dividía en dos. Burgess tomó la desviación a la izquierda,
creyendo que el simbolismo podría resultar halagador. Era un callejón sin
salida.
Se quedó mirando la pared. Tenía el aire frío metido en la médula y lo
que quedaba de sus pulgares le estaba desgarrando. Se quitó los guantes y se
chupó los muñones detenidamente.
–Mírame. Date la vuelta y mírame –le dijo con voz cortés.
¿Qué iba a hacer ahora? Presumiblemente, darse la vuelta, salir del
pasillo y encontrar un camino mejor. Sólo tendría que andar en círculos y más
círculos hasta que hubiera defendido lo bastante su causa para que su
perseguidor lo dejara en paz.
Mientras estaba de pie considerando qué alternativa escoger sintió una
ligera presión en el cuello.
–Mírame –repitió la voz.
Y le apretaron la garganta. Hubo un extraño ruido de trituración en su
cabeza, el ruido de un hueso frotándose contra otro. Parecía que le estuvieran
introduciendo un cuchillo en la base del cráneo.
–Mírame –dijo por última vez el infierno, y la cabeza de Burgess se dio
la vuelta.
Pero su cuerpo no. Éste se quedó tal como estaba, de pie ante la pared
lisa del callejón sin salida.
Su cabeza se dio la vuelta como una manivela sobre su eje,
contraviniendo las leyes de la razón y de la anatomía. Burgess se asfixió
cuando su cuello giró sobre sí mismo como una cuerda de carne, sus vértebras se
redujeron a polvo, sus cartílagos a un montón de fibras desvencijadas. Le
sangraron los ojos, le estallaron los oídos, y murió mirando aquella cara apagada
y nonata.
–Te dije que me miraras –dijo el infierno, y siguió por su camino lleno
de amarguras, dejándolo allí de pie, para que los demócratas encontraran una
curiosa paradoja cuando llegaran, en plena cháchara, al palacio de Westminster.
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