Hoy les traigo de la pluma de Stephen King el cuento: "El Mono"...
EL MONO
Stephen King
(Para móvil)
Cuando Hal Shelburn lo vio,
cuando vio que su hijo Dennis lo sacaba de una maltrecha caja de cartón que
había ido a parar al fondo de uno de los aleros de la buhardilla, el horror y
el desaliento le invadieron con tal fuerza que a punto estuvo de soltar un
grito. Se llevó una mano a la boca, como para rechazarlo, y... y lo arregló
fingiendo que tosía en el puño. Ni Terry ni Dennis le prestaron atención;
Petey, en cambio, se dio la vuelta y le miró con fugaz curiosidad.
—Mirad qué hermoso —exclamó
Dennis con respeto, un sentimiento que el propio Hal rara vez conseguía
despertar ya en el muchacho. Dennis tenía doce años.
—¿Qué es? —quiso saber
Petey, que miró otra vez a su padre antes de que los ojos se le fuesen de nuevo
hacia el objeto que había hallado su hermano mayor—. ¿Qué es, papá?
—Un mono, tonto —dijo
Dennis—. ¿Acaso no has visto nunca un mono?
—No le llames tonto a tu
hermano —intervino Terry al momento. Estaba examinando una caja de cortinas.
La que tenía en las manos estaba cubierta de hongos y la soltó enseguida—.
¡Aj!
—¿Puedo quedármelo, papá?
—preguntó Petey, que tenía nueve años.
—¿Cómo, quedártelo? —gritó
Dermis—. Soy yo quien lo ha encontrado.
—Niños, por favor —dijo
Terry—. Me está entrando dolor de cabeza.
Hal apenas les oía. El
mono que su hijo mayor tenía en las manos le miraba con ojos de apagado brillo
y le sonreía con su vieja, conocida mueca. La misma que le había perseguido en
sueños en su niñez, que no dejó de acosarle hasta sus...
Afuera corrió una ráfaga
de aire helado y dos labios inmateriales hicieron sonar un breve silbo en el
viejo, herrumbroso canalón del tejado. Petey se arrimó a su padre y los ojos se
le fueron inquietos hacia el tosco techo del desván, donde eran visibles las
cabezas de los clavos.
—¿Qué ha sido eso, papá?
—indagó el niño cuando el silbido se apagó con un ronroneo gutural.
—El viento —repuso Hal, los
ojos todavía fijos en el mono. Los platillos que éste tenía en las manos, semejantes
a medias lunas de latón a la mortecina luz de la única bombilla, estaban
inmóviles, separados por una distancia de quizá un palmo y medio. De forma
maquinal, Hal añadió—: El viento sabe silbar, pero no llevar una tonada —y,
dándose cuenta de que había repetido un dicho del tío Will, sintió un profundo
estremecimiento.
El sonido se repitió. El
viento, alzándose del lago Cristal, llegaba en largas rachas zumbantes y se
colaba por el canalón. Ligeras corrientes de frío aire de octubre rozaron el
rostro de Hal... Santo Dios, aquella buhardilla se parecía tanto al desván de
la casa de Hartford, que era como retroceder treinta años, volver a la niñez.
«No quiero pensar en eso.»
Pero, como es natural, no
lograba pensar en otra cosa.
«Fue en el camaranchón
donde encontré ese condenado mono, en la misma caja.»
Terry se había alejado,
agachada a causa de la inclinación del techo, para examinar el contenido de un
cajón de madera lleno de cachivaches.
—No me gusta —determinó
Petey, y buscó la mano de su padres—. Que se lo quede Dennis si quiere. ¿Nos
vamos, papá?
—¿Qué, cobarde, preocupado
por los fantasmas? —apostrofó su hermano.
—Dennis, esa boca —le
reprendió Terry distraídamente. Acababa de encontrar una taza de delgadísima
porcelana, de dibujo chino—. Esto es bonito. Es...
Hal vio que Dennis había
encontrado la llave que, situada en la espalda del mono, servía para darle cuerda.
El terror se abatió sobre él con alas negras.
—¡ Deja eso!
Lo dijo con más viveza de
lo que se proponía, y, antes de pensar en lo que hacía, le había arrancado el
mono a Dennis de las manos. El niño se volvió hacia él y le miró sobresaltado.
También Terry ladeó la cabeza, para mirarle, y Petey alzó hacia él los ojos.
Siguió un instante de silencio, durante el cual el viento repitió su silbido,
esa vez muy bajo, como una invitación desagradable.
—Es que probablemente esté
roto —añadió Hal. «Solía estar roto... salvo cuando se le antojaba no estarlo.»
—Bien, pero no hace falta
dar tirones.
—Dennis, cállate.
El niño parpadeó y, por un instante, pareció
inquieto. Hacía tiempo que su padre no le hablaba con tanta dureza. No lo había hecho desde hacia dos años, al perder su empleo
en la National Aerodyne de California y trasladarse a Texas. Decidió dejar las
cosas como estaban... por el momento. Volvió a la caja de cartón v siguió
revolviendo en ella; pero todo lo demás eran trastos viejos. Juguetes rotos,
que perdían los muelles y el serrín.
El silbido del viento, de
pronto más recio, se había convertido en aullido. El desván comenzó a crujir
suavemente, con un ruido como de pisadas.
—¿Nos vamos, papá? —pidió
Petey, cuidando de que sólo su padre le oyera.
—Si
—repuso Hal—. Vamos. Terry.
—Todavía
no he terminado de...
—Te he dicho que nos íbamos.
Fue ella quien esa ve/ le miró sobresaltada. Habían alquilado dos habitaciones
contiguas en un motel. A las diez de esa noche los niños dormían en su cuarto y
Terry en la habitación del matrimonio. En el coche, volviendo de la casa de
Casco, se había tomado dos Valiums, para impedir que los nervios le produjeran
una migraña. Últimamente tomaba mucho Valium. Había empezado con eso por la
época en que la National Aerodyne despidió a Hal. En los últimos dos años, él
había estado trabajando en la Texas Instruments; el empleo le reportaba cuatro
mil dólares menos por año, pero era un empleo. Le dijo a Terry que habían
tenido suerte, y ella se mostró de acuerdo. Montones de técnicos en
informática estaban en ese momento en el paro, señaló él, y ella se mostró de
acuerdo. Los alojamientos que la nueva empresa tenía en Arnette para los empleados,
comentó Hal, no tenían nada que envidiarle a la casa de Fresno, y ella se
mostró de acuerdo. Pero él pensó que toda aquella aquiescencia era mentira.
Y además estaba perdiendo a
Dennis. Se daba cuenta de que el niño se le escapaba, se sustraía prematuramente
a su influencia. Hasta la vista, Dennis. Adiós, desconocido. Muy agradable
haber compartido contigo este trayecto de tren. Terry le había expresado su
sospecha de que el niño estaba fumando marihuana. A veces percibía el olor.
Tienes que hablar con él, Hal. Y en esa ocasión fue él quien se mostró de
acuerdo. Sin embargo, aún no había hablado con Dennis.
Dormidos los niños, dormida
Terry, Hal entró en el cuarto de baño, cerró con llave, se sentó en la taza del
retrete, que tenía bajada la tapa, y se quedó mirando al mono.
Detestaba su tacto, aquella
sedosa piel color castaño, raída en algunos puntos. Y detestaba su sonrisa.
«Ese mono sonríe exactamente como un negro», le había dicho tío Will en cierta
ocasión. Pero no sonríe ni como un negó ni como ser humano alguno. Su sonrisa
era toda dientes, y si uno le daba cuerda al mono, los labios se movían y los
dientes parecían crecer hasta convertirse en los de un vampiro. Los labios se
movían y los platillos entrechocaban ruidosamente. Odioso mono, odioso mono de
cuerda, odioso, odioso...
Lo
dejó caer. Tenía trémulas las manos, y lo dejó caer.
La llave golpeó el
embaldosado al dar con el suelo con un ruido que pareció estrepitoso en el
silencio. El mono se le quedó mirando con sus turbios ojos ambarinos, ojos de
muñeco llenos de estúpido júbilo, los platillos a punto de unirse, como si se
dispusiera a atacar una marcha para alguna charanga infernal. En la parte
inferior tenía marcado: made in hong
kong.
—No puedes estar aquí
—susurró—. Te tiré al pozo cuando tenía nueve años.
El
mono le obsequió su sonrisa.
Afuera, en la oscuridad, una negra ráfaga de
viento sacudió el motel.
Bill, el
hermano de Hal, y Colette, su esposa, se reunieron con ellos al día siguiente
en casa de tía Ida.
—¿Nunca se te ha ocurrido
pensar que la muerte de un pariente es una forma aborrecible de estrechar lazos
familiares? —le preguntó Bill con una insinuada sonrisa.
Le habían puesto Bill por
el tío Will. Bill y Will, los campeones del rodeo, solía decir el tío,
revolviéndole el pelo al chiquillo. Era otro de sus dichos: como el de que el
viento sabe silbar, pero no llevar una tonada. El tío Will había muerto seis
años atrás, y tía Ida había continuado viviendo en la casa, sola, hasta la
semana anterior, cuando se la llevó una apoplejía. Fue muy repentino, dijo
Bill al telefonear a Hal para participarle la noticia. Como si le constara
aquello, como si le constara a alguien. Tía Ida había muerto sola.
—Sí —respondió Hal—, se me
ha ocurrido pensarlo. Recorrieron juntos la casa, el hogar en que habían pasado
su adolescencia. El padre, un marino mercante, había desaparecido así, sin más,
como borrado de la faz de la tierra, cuando ellos eran muy pequeños. Bill
aseguraba acordarse de él vagamente, pero Hal no guardaba de su padre el menor
recuerdo. La madre había muerto cuando Bill contaba diez años y Hal ocho. Tía
Ida fue a buscarlos a Hartford y se los trajo en un autobús de la línea
Greyhound. Y en aquella casa habían crecido, y de ella salieron para ingresar
en la universidad. Era el hogar que añoraban. Bill se había quedado en Maine,
y ejercía el derecho en Portland, donde disponía de una buena clientela.
Hal vio que Petey se había
alejado hacia el lado este de la finca, donde crecían las zarzamoras en
endiablada maraña.
—Petey, no te acerques ahí —le gritó. El niño se volvió con expresión
inquisitiva. Hal sintió una oleada del elemental amor que Petey le inspiraba
y pensó nuevamente en el mono...
—¿Por qué, papá?
La respuesta se la dio Bill.
—El viejo pozo queda por
ese lado. Que me aspen si sé dónde. Pero tu padre tiene razón, Petey: no conviene
andar por ahí. Te podrías hacer mucho daño con las zarzas. ¿No es eso, Hal?
—Eso mismo —respondió él
maquinalmente. Petey se apartó de allí, sin tan siquiera girar la cabeza, y
echó a caminar, terraplén abajo, hacia la playita donde Dennis jugaba a hacer
cabrillas. Hal tuvo la sensación de que un nudo se le aflojaba en el pecho.
Si
Bill había olvidado dónde se encontraba el viejo pozo, Hal se encaminó hacia
allí sin vacilar, a la caída de la tarde, abriéndose paso con el hombro entre
los zarzales que se le prendían en la chaqueta de franela y le buscaban los
ojos. Llegado a su punto de destino, se detuvo, respirando afanosamente, y
clavó los ojos en las podridas, alabeadas tablas que cubrían la boca. Tras un
breve debate interior, se arrodilló —las rodillas le chasquearon con un doble
estampido— y apartó dos de los maderos.
Desde el fondo de aquella
garganta húmeda, forrada de piedras, le miró, muy grandes los ojos, contraída
la boca, el rostro de un ahogado. Se le escapó un gemido. No sonó muy fuerte,
salvo en su corazón. Allí había sido estruendoso.
La cara que flotaba en el
agua oscura era la suya.
No era, como creyó durante
un instante, la del mono.
Estaba temblando.
Temblando todo él. «Lo tiré al pozo. Dios mío, no permitas que pierda la razón.
Lo tiré, lo tiré al pozo.»
El pozo se había secado el
verano en que murió Johnny McCabe, cuando Bill y Hal llevaban un año viviendo
con los tíos. Tío Will pidió un préstamo en el banco, para hacer excavar un
pozo artesiano, y las zarzas rodearon el otro, el viejo. El pozo seco.
Sólo que el agua volvió. Como había vuelto el
mono. Esa vez le fue imposible contener el recuerdo. Sentado allí, impotente,
Hal dejó que se acercase y trató de deslizarse con él como quien, subido en una
tabla de surf en una ola gigantesca, trata de avanzar con ella, sabiendo que si
cae resultará aplastado, en la esperanza de que la onda se disuelva.
Se
había internado allí con el mono a finales de aquel verano. El olor de las
moras, que ya habían brotado, era intenso, sofocante. Nadie se acercaba a
recolectarlas, excepto tía Ida, que a veces, orillando el zarzal, recogía en
el delantal el equivalente de un cuenco. Así pues, en el interior, las moras
habían madurado en exceso, y algunas, pudriéndose, rezumaban un sustancia
blanca y espesa, como pus, y abajo, entre la alta hierba, los grillos repetían
enloquecedoramente su canto infinito: criii-cri-cri...
Las espinas se le
clavaban, le punteaban de sangre las mejillas y los brazos desnudos. No hizo
esfuerzo alguno por evitar su aguijonazo. Le dominaba un terror ciego... tan
ciego, que estuvo a un paso de caer sobre la podrida tablazón que cubría la
boca del pozo, a un paso, quizá, de caer a su cenagoso tondo, diez metros más
abajo. Lanzó al aire los brazos, buscando equilibrio, y nuevas espinas se le
hincaron en ellos. Era ése el recuerdo que le había movido a llamar a Petey con
viveza.
Eso sucedía el día que
murió Johnny McCabe, su mejor amigo, subiendo los peldaños que daban acceso a
la casa elevada que tenía en un árbol del patio trasero. Habían pasado allí
largas horas aquel verano, jugando a piratas que avizoraban imaginarios
galeones en el lago y, quitando los tapabocas a los cañones y arrizando las
rastreras (¿qué sería eso?), se preparaban para el abordaje. Subía Johnny a la
casa del árbol como hiciera antes un millar de veces, cuando el peldaño que
tocaba a la trampilla se le quedó en las manos, y Johnny cayó de una altura de
diez metros y se desnucó, y todo por culpa del mono, del odioso, del maldito
mono. Cuando sonó el teléfono, cuando tía Ida abrió muy grande la boca para
luego formar con ella una O de horror ante la noticia que le daba su amiga
Milly, la del final de la calle, y cuando le dijo: «Sal al porche, Hal, que he
de anunciarte algo muy triste», él, enfermo de espanto, pensó: «¡El mono! ¿Qué
habrá hecho esta vez el mono?»
El día que arrojó el mono
al pozo, no vio su cara atrapada en el fondo: sólo los adoquines que lo empedraban,
y el fango, húmedo y pestilente. Se volvió hacia el muñeco, que yacía en la
hierba hirsuta, entre la maraña de zarzamoras, los platillos inmóviles, los
dientes asomando enormes por los labios entreabiertos, la piel cubierta de
clapas y raídos, vidriosos los amarillentos
ojos, y siseó:
—Te
odio. Al empuñar su cuerpo asqueroso, sintió el crujido de la velluda piel. Y
cuando lo alzó ante sí, el mono le sonrió en la cara.
—¡Anda, atrévete! —le retó,
rompiendo a llorar por primera vez aquel día. Y lo zarandeó. Los platillos temblaron
ligerísimamente. El mono estropeaba todo lo bueno. Todo—. ¡ Adelante, toca! ¡
Toca!
El mono se limitaba a
sonreír.
—¡ Vamos, haz sonar los
platillos! —gritó con voz histérica—. ¡Cobarde, gallina, hazlos sonar! ¿A que nO, A QUE NO
TE ATREVES?
Aquellos ojos pardos...
Aquella desbocada sonrisa de júbilo.
Entonces, loco de pesar y
de miedo, lo arrojó al pozo. Lo vio dar una vuelta en su caída, en una acrobacia
simiesca, y el sol arrancó un último destello a sus platillos. Cayó al fondo
con un golpe sordo que debió disparar su mecanismo, pues los platillos se
pusieron a entrechocar de pronto. Su golpeteo metálico, sostenido, maquinal se
elevó reverberante y agónico en la pétrea garganta del pozo muerto: yang-yang-yang-yang...
Se llevó las manos a la
boca, y por un instante le pareció verlo allí abajo, quizá producto sólo de la
imaginación, tendido en el fango, los ojos clavados en la circunferencia de su
carita de niño asomada al borde del pozo (como para no olvidarla jamás), los
labios dilatándose y contrayéndose en su sonrisa dentada, los platillos
entrechocando, convertido en un falso mono de cuerda.
«Yang-yang-yang-yang,
¿quién ha muerto? Yang-yang-yang-yang, ¿será Johnny McCabe, volando en
el aire claro de las vacaciones estivales, ejecutando su propio salto mortal,
muy abiertos los ojos, con el rajado peldaño todavía en las manos, camino del
suelo, que golpea con un único, amargo chasquido, y donde le escapa la sangre
por la nariz, por la boca, por los ojos tan abiertos? ¿Es
ése Johny, Hal? ¿O eres tú?»
Gimiendo, Hal, cubrió con
las tablas el agujero. Se había clavado astillas en los dedos, sin que le
importara, sin que ni tan siquiera se diese cuenta de ello hasta más tarde. Y
aun con eso, aun tapado por las tablas, seguía oyéndolo, ahora asordinado, y
en cierto modo todavía peor precisamente por eso: estaba allí abajo, en la
pétrea oscuridad, entrechocando los platillos, sacudiendo su repulsivo cuerpo,
mientras el sonido ascendía como los que se perciben en sueños.
Yang-yang-yang-yang. ¿Quién ha muerto esta vez?
Salió impetuosamente del
zarzal, luchando con la maraña de sus tallos. Las púas le abrieron en la cara
nuevos arañazos que sangraban profusamente, y se le prendieron bardanas en los
dobladillos de los téjanos, y cayó una vez cuan largo era, con los oídos
zumbándole todavía, como si el mono le hubiera seguido. Tío Will le encontró
más tarde en el garaje, sentando en un viejo neumático y llorando, y pensó que
las lágrimas se debían a la muerte de su amigo. Y así era, pero también había
llorado de tardío terror.
Al mono lo había tirado al
pozo por la tarde. Al anochecer, conforme el crepúsculo se deslizaba por un espejeante
manto de niebla baja, un coche que circulaba muy de prisa para tan poca
visibilidad, atropello en la carretera al gato rabón de tía Ida y siguió su
camino sin detenerse. Encontraron tripas por todas partes, y Bill vomitó; pero
Hal se limitó a volver la cara, pálida e inmóvil, oyendo los sollozos de tía
Ida (aquello, sumado a la noticia de lo ocurrido al chico de los McCabe, le
había causado una crisis de llanto semihistéri-co que a tío Will le costó casi
dos horas calmar) como si llegasen de una distancia de kilómetros. Tenía el
corazón exultante de un frío gozo. No le había tocado a él el turno, sino al
gato rabón de tía Ida; no a él ni a su hermano Bill ni a su tío Will (los dos
campeones del rodeo). Y, entretanto, el mono había desaparecido. Estaba en el
fondo del pozo. Y un viejo gato rabón con garrapatas en las orejas, no
resultaba un precio demasiado alto. Con eso, si el mono quería tocar sus endemoniados
platillos, que lo hiciera. Le oirían los escarabajos, los oscuros bichos y las
sabandijas que anidaban en la garganta empedrada del pozo. Se pudriría allí
abajo; sus malditos resortes, sus ruedas y sus muelles se oxidarían en el fondo
del pozo. Se quedaría allí, en el fango. Las arañas le tejerían un sudario.
Pero...
había vuelto.
Como hiciera aquel día,
Hal volvió a tapar el pozo. Lo hizo despacio, creyendo oír el espectro de un
eco de los platillos del mono: «Yang-yang-yang-yang. ¿Quién va a morir,
Hal? ¿Será Terry? ¿Será Dennis? ¿O acaso Petey, Hal? Él es tu predilecto,
¿verdad? ¿Va a morir él? Yang-yang-yang...».
—¡ Suelta eso!
Con una mueca dolorida,
Petey dejó caer el mono y, por un instante de pesadilla, Hal pensó que era cosa
hecha: que el golpe dispararía su mecanismo y los platillos comenzarían a
entrechocar.
—Papá, me has asustado.
—Lo
siento. Es que... no quiero que juegues con este mono.
Los otros se habían ido al
cine, y él pensó que llegaría antes que ellos al motel. Pero, sin percatarse
de ello, se había quedado en la antigua casa más de la cuenta: los viejos,
odiosos recuerdos parecían evolucionar en el ámbito de un tiempo propio y
eterno.
Terry estaba sentada junto
a Dennis, frente a la televisión, viendo Los Beverly ricos. La
abstraída concentración con que miraba la gastada cinta hablaba de una
reciente toma de Valium. Dennis estaba leyendo una revista de rock que tenía en
la tapa el emblema del Culture Club. Y Petey, sentado a la turca en la alfombra,
había estado trasteando con el mono.
—Total, si tampoco
funciona... —dijo el pequeño. «Lo cual explica que Dennis se lo dejara», pensó
Hal, y en seguida sintió vergüenza de sí mismo y enojo. Aquella invencible
hostilidad hacia Dennis, que le embargaba con creciente frecuencia, le hacía
sentirse después envilecido y vulgar... además de impotente.
—No, no funciona —dijo—. Es
viejo. Dámelo. Voy a tirarlo.
Tendió la mano, y Peter se lo entregó, con
expresión turbada.
Dennis le dijo a su madre:
—Papá se está convirtiendo
en un condenado esquizofrénico.
Sin siquiera darse cuenta
de lo que hacia, con el mono en una mano y sonriendo como si manifestara
aprobación, Hal cruzó el cuarto y levantó a Dennis de la silla, agarrándole por
el cuello de la camisa. Un crujido marcó el desgarrón de una costura. El
sobresalto de Dennis tenía algo de cómico. Rock Wave que estaba leyendo
cayó al suelo.
—¡
Oye!
—Ven conmigo —dijo Hal con
expresión severa, en tanto arrastraba al chico hacia la habitación contigua.
—¡ Hal! —exclamó Terry,
casi con un grito. Petey se limitó a mirar con ojos como platos.
Empujó a Dennis al otro
lado. Luego cerró la puerta violentamente, y con la misma violencia lanzó
contra ella a Dennis. Al chico se le empezaba a ver asustado.
—Esa lengua te está creando
problemas —dijo Hal,
—¡Suéltame! ¡Me has roto la
camisa, so...! Hal volvió a lanzarlo contra la puerta.
—Sí —dijo—. Te está
causando verdaderos problemas. ¿Dónde has aprendido ese lenguaje? ¿En la escuela?
¿O en el fumadero?
Dennis
se sonrojó, la cara afeada momentáneamente por el sentimiento de culpa.
—¡ No estaría en esa
escuela de mierda si a ti no te hubieran dado la patada! —estalló.
Hal le arrojó de nuevo
contra la puerta.
—A mí no me dieron la
patada; me licenciaron, como sabes. Y no necesito oír majaderías tuyas al respecto.
¿Tienes problemas? Bienvenido al mundo, Dennis. Pero no me los cargues todos a
mí. Comes a diario y llevas tapado el culo. Tienes doce años, y con doce años,
no... necesito... ninguna... de tus majaderías —puntuó las palabras tirando del
chico hasta casi quedar nariz con nariz, para luego arrojarle nuevamente hacia
la puerta.
El daño era considerable,
pero el miedo era mayor: su padre no le había puesto una mano encima desde el
traslado a Texas, y Dennis rompió a llorar de pronto, con los estridentes,
sanos, explosivos sollozos de un muchacho de corta edad.
—¡Anda, pégame! —le chilló
a Hal, el rostro convulso, enrojecido—. ¡Pégame si quieres, ya sé el maldito
odio que me tienes!
—Yo
no te odio. Te quiero mucho, Dennis. Pero soy tu padre y tienes que respetarme,
así te lo haya de enseñar a porrazos.
Como el chico tratara de desprenderse, Hal le
atrajo hacia sí y le abrazó. Dennis se resistió un momento, y luego apoyó la
cara en el pecho de Hal y se puso a llorar como agotado. Un llanto semejante no
se lo había oído Hal a ninguno de sus dos hijos en muchos años. Dándose cuenta
de que también él estaba exhausto, cerró los ojos.
Terry se puso a aporrear el otro lado de la
puerta.
—¡ Hal, basta ya! No sé qué
le estás haciendo al chico, pero ¡ basta ya!
—No le estoy matando
—repuso Hal—. Déjanos, Terry.
—No se te...
—No pasa nada, mamá —la
atajó Dennis, la voz amortiguada por el pecho de Hal y consciente, antes de que
su madre se retirara, del perplejo silencio de ella.
Hal volvió a mirar al
chico.
—Siento haberte insultado,
papá —dijo Dennis a regañadientes.
—Muy bien, acepto
agradecido la disculpa. Y la semana que viene, Dennis, cuando volvamos a casa,
dejaré pasar dos o tres días y luego registraré todos tus cajones. Si guardas
allí algo que no quieres que yo vea, conviene que te deshagas de ello.
Sintiendo una nueva oleada
de culpabilidad, Dennis bajó la vista y se limpió los mocos con el revés de la
mano.
—¿Puedo marcharme ya? —su
tono volvía a ser huraño.
—Claro —respondió Hal y le
soltó.
«Me lo tengo que llevar de
acampada esta primavera, los dos solos. Saldremos de pesca, como solíamos
hacer con tío Will. Tengo que acercarme a él. Tengo que intentarlo.»
Se sentó en la cama del
cuarto vacio y miró al mono. «Nunca volverás a estar cerca de él, Hal —parecía
decir su sonrisa—. No cuentes con eso. He vuelto para hacerme cargo de la
situación, como siempre supiste que terminaría por hacer un día.»
Apartó al mono y se cubrió
los ojos con la mano.
Aquella
noche, en el cuarto de baño, mientras se cepillaba los dientes, Hal pensó:
«Estaba en la misma caja. ¿Cómo podía estar en la misma caja?»
El cepillo le lastimó la
encía e hizo una mueca de dolor.
Tenia
cuatro años, y Bill seis, cuando vio al mono por primera vez. Su desaparecido
padre había comprado una casa en Hartford, que era de plena propiedad de la
familia cuando él murió o se cayó por un agujero en mitad del planeta o le
ocurrió lo que le ocurriera. Su madre trabajaba de secretaria en la Holmes
Aircraft, una fábrica de helicópteros situada en las afueras, en Westville, y
una serie de niñeras se sucedieron en el cuidado de los pequeños, con la
diferencia de que para entonces ya sólo tenían que ocuparse de Hal durante la
jornada: Bill estaba en el primer curso, en la escuela de los mayores. Ninguna
de las niñeras duró mucho. O se quedaban embarazadas y se casaban con el novio,
o se iban a trabajar a la Holmes, o la señora Shelburn descubría que habían
tocado el jerez de la cocina o la botella de coñac que guardaba en el aparador
para las grandes ocasiones. En su mayor parte, eran chicas tontas que, al
parecer, sólo querían comer y dormir. Ninguna quería leerle cosas a Hal, como
hacía su madre a menudo.
Su
niñera de aquel largo invierno fue una chica negra, enorme y zalamera, que se
llamaba Beulah. Beulah le trataba con mucho mimo cuando su madre estaba en la
casa, y, en ocasiones, cuando no estaba, le tiraba pellizcos. Con todo, Hal le
tenía cierto aprecio a Beulah, la cual le leía a veces truculentos relatos de
sus revistas del corazón o de casos policíacos («La muerte vino de la pelirroja
voluptuosa», entonaba Beulah en tono lúgubre en el letárgico silencio diurno
del salón, antes de meterse en la boca otro bombón de cacahuete y mientras
Hal, estudiando con expresión seria las borrosas fotos del reportaje, se tomaba
su leche malteada). Ese aprecio hizo que lo que ocurrió le afectara más.
Encontró el mono un día de
marzo, nublado y frío. La escarcha goteaba a ratos detrás de las ventanas, y
Beulah se había quedado dormida en el canapé, con un ejemplar de My Story
abierto sobre su busto admirable.
Hal se deslizó hasta el
desván, para curiosear en las cosas de su padre.
El desván se extendía a lo
largo de toda la fachada izquierda de la casa, en el primer piso, ocupando una
superficie que nunca llegó a construirse. Se accedía a él por una puertecilla,
no mucho mayor que una gatera, desde el cuarto de los niños, por el lado de la
cama de Bill. A ambos les gustaba entrar allí, por más que en invierno el lugar
fuera frío y en verano se sudara copiosamente. Largo, estrecho y en cierta
forma acogedor, estaba lleno de fascinadores cachivaches. Por más cosas que
mirara uno, nunca terminaba de verlas todas. Él y Bill habían pasado allí
tardes de sábado enteras, sin apenas cambiar palabra, sacando objetos de las
cajas, examinándolos, dándoles vueltas y más vueltas en las manos, para
percatarse de su singularidad, y devolviéndolos luego a las cajas. Hal se
preguntó si no sería que en aquellos tiempos él y Bill trataban, en la medida
de sus posibilidades, de establecer una especie de contacto con su padre
desaparecido.
Había sido marino mercante
con título de piloto, y en el desván se guardaban rimeros de cartas de navegación,
algunas con pulcros círculos (el centro de éstos perforado por la aguja de la
pata del compás). Había veinte tomos de una colección titulada Guía Barran
de Navegación. Y un par de prismáticos de lentes muy raras, que le hacían
sentirse a uno como mareado y con fiebre si miraba por ellos demasiado tiempo.
Y artículos turísticos de una docena de puertos de escala: una muñeca hawaiana
de caucho, un bombín de cartón con una cinta rota que decía: tu pesca una chica y yo pescaré una trompa, una
esfera de cristal con una diminuta Torre Eiffel dentro... Había sobres con
sellos y monedas de otros países cuidadosamente agrupados en su interior; había
muestras de rocas de la isla hawaiana de Maui, de un negro vidrioso —pesadas y
en cierto modo siniestras—, y discos raros en lenguas extranjeras.
Aquel día, mientras la
escarcha goteaba hipnótica desde el tejado, muy cerca de su cabeza, Hal se
abrió paso hasta el mismo fondo del desván, apartó una caja y vio otra, detrás,
por cuyo borde asomaban un par de ojos color avellana. Retrocedió unos pasos,
el corazón batiéndole en el pecho, sobresaltado como si hubiera descubierto un
pigmeo asesino. Luego, viendo su inmovilidad y el vidrioso lustre de los ojos,
comprendió que debía tratarse de un juguete. Adelantándose de nuevo, lo sacó
cautelosamente de la caja.
Le sonrió, a la
amarillenta luz, con su sonrisa dentada y sin edad, los platillos en las manos
y separados.
Entusiasmado, Hal le dio
vueltas por uno y otro lado, palpando su piel vellosa y crujiente. Le agradaba
su sonrisa rara. Y, sin embargo, ¿no hubo nada más? ¿Una casi visceral
sensación de asco que llegó y pasó inmediatamente antes de cobrar conciencia de
ella? Quizá fue así, pero había que guardarse de dar demasiado crédito a
recuerdos tan, tan viejos como aquél. Los viejos recuerdos mienten a veces. Y
sin embargo... ¿no había captado esa misma expresión en el rostro de Petey, en
la buhardilla de la antigua casa?
Al ver la llave que tenia
inserta en la espalda, sobre la cintura, le dio vuelta. Giraba con demasiada
facilidad, sin chasquidos de resortes. O sea que estaba roto. Roto, sí, pero,
de todas formas, estupendo.
Se lo llevó para jugar con él.
—¿Qué tienes ahí, Hal? —le
preguntó Beulah, despertando de su cabezada.
—Nada —repuso él—. Una cosa
que he encontrado.
Lo puso en la repisa de su
lado del cuarto. De pie encima de sus libros de colorear, sonreía, perdida la
mirada en el vacío, con los platillos preparados. Estaba roto, pero aun así
sonreía. Aquella noche Hal se despertó de un sueño inquieto, sintiendo llena
la vejiga, y se levantó para ir al baño del pasillo. Bill era, al otro lado del
cuarto, un revoltijo montón de cobertores,
Hal regresó a la
habitación, y estaba casi dormido otra vez, cuando de improviso... el mono
empezó a entrechocar sus platillos en la oscuridad.
Yang-yang-yang-yang...
Se despertó por completo,
como si le hubieran golpeado la cara con una toalla empapada de agua fría. El
corazón, por la sorpresa le dio un terrible salto en el pecho, y de su garganta
escapó un chillido minúsculo, como de ratón. Se quedó mirando al mono con ojos
como platos, trémulos los labios.
Yang-yang-yang-yang...
Su
cuerpo oscilaba y se encorvaba en la repisa. Sus labios se abrían, se cerraban,
se plegaban, se desplegaban, con una alegría horrible, enseñando unos dientes
enormes, carnívoros.
—Para —gimió Hal.
Su
hermano se dio vuelta en la cama y emitió un solo ruidoso ronquido. Por lo
demás, todo estaba en silencio... exceptuado el mono: los platillos batían y
entrechocaban estridentes, sin cesar. Iba a despertar a los muertos.
Yang-yang- yang-yang...
Hal
avanzó hacia él con ánimo de detenerlo como fuera, quizá metiendo la mano entre
los platillos hasta que se le acabase la cuerda, cuando se inmovilizó por sí
mismo. A un último ¡yang!, los platillos se separaron lentamente y
quedaron en su posición habitual. El metal relucía en la penumbra. Los dientes
del mono, sucios, amarillentos, sostenían la sonrisa.
La casa quedó de nuevo en
silencio. Su madre volteó en la cama y reprodujo el ronquido único de Bill.
Hal se acostó, se tapó con los cobertores y, con el corazón latiéndole muy de
prisa, pensó: «Mañana lo devolveré al camaranchón. No lo quiero.»
Pero al día siguiente
olvidó por completo el propósito de devolverlo porque su madre no fue al
trabajo. Beulah había muerto. Su madre no les quiso decir con exactitud de qué.
«Un accidente, un terrible accidente», fue cuanto pudieron sacarle. Pero
aquella tarde, de vuelta de la escuela, Bill compró un periódico, le quitó la
página cuatro y se la subió al dormitorio, escondida bajo la camisa. Y mientras
su madre preparaba la cena en la cocina, le leyó el artículo a su hermano
entrecortadamente, por mucho que Hal había visto ya los titulares: tiroteo doméstico. dos víctimas. Beulah
McCaffery, de 19 de años de edad, y Sally Tremont, de veinte, resultaron
muertas a tiros por el amigo de la primera, Leonard White, de 25 años, a
consecuencia de una discusión acerca de quién debía ir a recoger un encargo de
comida china. La señorita Tremont expiró en el Hartford Receiving. Beulah
McCaffery había fallecido en el lugar de los hechos.
Era como si Beulah hubiera
desaparecido en una de sus revistas policíacas, pensó Hal Shelburn, estremecido
por un escalofrío que, habiéndole recorrido la espalda, se le enroscó en el
corazón. Y entonces cayó en la cuenta de que los disparos se habían producido
en el mismo momento en que el mono...
—¿Hal? —sonó la voz de Terry, adormilada—. ¿Vienes a la cama?
Escupió el dentífrico en
el lavabo y se enjuagó la boca.
—Voy —dijo.
Un rato antes, había
guardado al mono en su maleta, bajo llave. Volvían a Texas dentro de dos o
tres fechas, en avión. Pero antes se desharía del maldito mico, para siempre.
Encontraría la manera.
—Esta tarde estuviste muy
duro con Dennis —le dijo Terry en la oscuridad.
—Hace una buena temporada,
creo yo, que Dennis viene necesitando que alguien sea duro con él. El chico
está dando bandazos, y no quiero que se pierda.
—Pero desde el punto de
vista psicológico, pegarle no es una forma muy efectiva...
—¡Terry, por amor de Dios,
no le pegué!
—... de imponer la autoridad
paterna.
—Aj, déjame de esas
majaderías de psicoterapias y grupos de encuentro —protestó enojado.
—Ya veo que no quieres
hablar de esto —dijo ella en tono frío.
—Y también le mandé sacar
de casa lo que fuma.
—¿Eso hiciste? —la voz de
su mujer expresaba ahora aprensión—. ¿Y cómo lo tomó? ¿Qué dijo?
—¡Vamos, Terry! ¿Qué
quieres que dijera? ¿Queda usted despedido?
—Hal, ¿qué te pasa? Tú no
eres así... ¿Anda algo mal?
—No, nada —dijo, y pensó en
el mono, encerrado en su maleta. ¿Lo oiría si empezaba a tocar los platillos?
Desde luego. En sordina, pero lo oiría. Tocando a muerto por alguien, como
había hecho con Beulah, con Johny McCabe, con Daisy, la perra de tío Will. Yang-
yang-yang,
¿serás tú, Hal?— Es que he pasado mucha tensión.
—Espero que no sea más que eso. Porque así no me gustas.
—¿No? —replicó. Y las palabras se le escaparon sin que tan siquiera
sintiese la necesidad de contenerlas—: Pues nada, sacúdete un Valium y ¡todo
arreglado!
La oyó tomar aire y
expulsarlo en una estremecida expiración. Y entonces Terry se echó a llorar.
Hubiera podido consolarla (quizá), pero le pareció que no podría consolar a
nadie. Sólo había terror en él; demasiado terror. Las cosas mejorarían cuando
desapareciera el mono, cuando desapareciera para siempre. Para siempre. Dios
mío, te lo ruego.
Permaneció despierto largo
tiempo, hasta que el amanecer empezó a pintar de gris la noche. Pero entretanto
creyó haber dado con la solución.
Fue Bill quien encontró el
mono la segunda vez. Sucedió cosa de un año después de que Beulah Me-Caffery
hubiera fallecido en el Lugar de los Hechos. Corría el verano. Hal acababa de
dejar el parvulario.
Regresaba de sus juegos,
cuando su madre voceó. con fingido acento del sur:
—Lávese usté las
manos, señor; está usté susio como un serdo —estaba en el porche,
tomando té helado y leyendo un libro; disfrutaba de sus vacaciones: quince
días.
Hal se lavó simbólicamente
las manos con agua fría y dejó manchas de mugre en la toalla.
—¿Dónde está Bill?
—Arriba. Le dices que
ordene su lado del cuarto. Está hecho una leonera.
Como le gustaba ser
portador de malas noticias en tales ocasiones, subió a la carrera. Encontró a
Bill sentado en el suelo. La puertecilla del desván estaba entornada. Tenía
el mono en las manos.
—Está roto —le dijo al
punto.
Aunque apenas recordaba ya
lo de aquella noche en que, volviendo él del baño, el mono se había puesto a
tocar inesperadamente los platillos, sentía aprensión. Cosa de una semana
después de ese suceso, había tenido una pesadilla en la que intervenían Beulah
y el mono —no conseguía precisar en qué forma—, que le hizo despertar gritando,
con la idea de que el suave peso que sentía en el pecho era el del muñeco, y de
que si abría los ojos, le vería, sonriéndole en la cara. Pero claro, aquel peso
era el de la almohada, a la que se abrazaba estremecido de pánico. Su madre
llegó para confortarle con un vaso de agua y dos aspirinas infantiles —tiza con
sabor a naranja—, esos Valium de los malos ratos de la niñez. Su madre atribuyó
la pesadilla a la muerte de Beulah. Ya eso se debía, pero no en la forma en que
ella lo imaginaba.
Y aunque ese verano apenas
se acordaba ya de todo aquello, el mono seguía asustándole. En particular, los
platillos. Y los dientes.
—Ya
lo se —repuso Bill, y echó el juguete a un lado—. Es una birria —el mono
aterrizó en la cama de Bill, donde se quedó boca arriba, mirando al techo, con
los platillos preparados—. ¿Quieres bajar a la tienda de Teddy a comprar unos
pirulíes?
—Ya
me he gastado el dinero de la semana. Además, mamá dice que tienes que ordenar
tu lado del cuarto.
—Eso lo puedo hacer más
tarde —repuso Bill—. Y, si quieres, te presto cinco centavos.
Aunque a veces le hacía
rabiar mucho, y en ocasiones le daba un pisotón o un puñetazo sin motivo alguno,
Bill, por lo demás, no era mal hermano.
—Si
que quiero —repuso Hal agradecido—. Pero antes volveré a guardar el mono en el
desván, ¿de acuerdo?
—No.
—Bill se puso en pie—. Ha de ser ya-ya-ya. Hal obedeció. Su hermano era de
humor tornadizo, y si se entretenía en guardar el mono, podía quedarse sin la
golosina. Bajaron juntos a la tienda de Teddy y compraron los pirulíes, que
además no fueron de los ordinarios sino de arándano, tan difíciles de
encontrar. Y de ahí siguieron hacia el patio del colegio, donde unos chicos
estaban organizando un partido de béisbol. Aunque demasiado pequeño para
jugar, Hal se quedó de espectador, fuera de banda, chupando su pirulí de arándano
y haciendo lo que los mayores llamaban «carreras chinas», que era imitar,
fuera del terreno de juego, las del bateador.
Cuando
volvieron a casa, a punto ya de anochecer, su
madre le dio de azotes por haber ensuciado la toalla de las manos, y a Bill
también, por no haber puesto en orden su lado del cuarto, y después de la cena
hubo un rato de televisión, v con todo eso Hal se olvidó por completo del mono,
que, vaya uno a saber cómo, apareció en la repisa de Bill, junto a su
foto de Bill Boyd, con la firma del propio jugador, y allí se quedó por espacio
de casi dos años.
Al
alcanzar Hal sus siete años de edad, su madre considerando que las niñeras eran
va un derroche, se despedía todas las mañanas con un: «Bill, cuida bien de tu
hermano.»
Pero
cierto día Bill tuvo que quedarse en la escuela después de las clases, y Hal
volvió solo a casa, deteniéndose en todos los cruces hasta asegurarse
totalmente de que no venía tráfico en ninguna dirección, y luego atravesando a
toda velocidad, con la cabeza hundida entre los hombros, como un soldado de
infantería cruzando tierra de nadie. Abrió con la llave que había debajo del
felpudo e inmediatamente se fue al refrigerador, en busca de un vaso de leche.
Sacó la botella y, cuando ya la tenía sujeta en la mano, se le escapó entre los
dedos, cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.
«Yang-yang-yang-yang —se oyó arriba, en el
dormitorio—. Yang-yang-yang-yang, ¡hola, Hal! ¡ Bienvenido a casa! Y
por cierto, Hal, ¿vas a ser tú? ¿Serás tú esta vez? ¿Será a ti a quien
encuentren muerto en el Lugar de los Hechos?»
Se
quedó allí, en pie, petrificado, mirando los vidrios rotos y el charco de
leche, invadido por un terror al que no sabía dar nombre ni comprender. Un
terror que estaba allí, sin más, como rezumándole por los poros.
Se
volvió y echó a correr escaleras arriba. El mono estaba
en la repisa de Bill y parecía mirarle fijamente. Había derribado la foto de
Billy Boyd, que estaba boca abajo en la cama de su hermano. Y el mono se balanceaba
y sonreía y entrechocaba sus platillos. Hal se le acercó despacio, sin deseos
de hacerlo, pero sin poder impedirlo. Los platillos se separaban, entrechocaban
violentamente y volvían a separarse. Cuando estuvo más cerca, alcanzó a oír el
mecanismo que giraba en las entrañas del mono.
De
improviso, lanzando un grito de horror y de asco, lo barrió de la repisa de un
manotazo, como pudiera haber hecho con un insecto. Fue a caer sobre la almohada
de Bill, y de ahí saltó al suelo, donde se quedó tumbado panza arriba, tocando
los platillos, flexionando los labios y cerrándolos, en una mancha de sol de
finales de abril.
Hal le dio una patada con toda su alma y el grito
que se le escapó esa vez fue de furia. El mono cruzó el suelo, rebotó en la
pared y se inmovilizó. Hal se quedó observándolo, crispados los puños y con el
corazón trepidante. El mono le miró con descaro, animado un ojo por un rayo de
sol. Parecía decirle: "Patéame cuanto quieras. No soy más que un muñeco
de cuerda, con algunos resortes y ruedecillas; patéame cuanto te venga en gana:
no soy un ser vivo. ¿Y quién va a Morir? ¡En la fábrica de helicópteros ha
habido una explosión! ¿Qué es eso que vuela en el aire como una condenada
pelota de jugar a la bochas, pero con ojos en los agujeros de meter los dedos?
¡ Es la cabeza de tu madre, Hal! ¡Atiza! ¡Menudo viaje se está pegando la
cabeza de tu madre! Y si no, ahí tienes el cruce de Book Street. ¡Atento,
socio! ¡ El coche venía demasiado de prisa! ¡ El conductor, borracho! ¡ Un Bill
menos en el mundo! ¿Oíste el rechinar de los trenos cuando las ruedas le
pisaron el cráneo y los sesos se le salieron por las orejas? ¿Si? ¿No? ¿Quizá?
A mí no me preguntes; no lo sé, no puedo saberlo. Lo único que sé es tocar
estos platillos, yang-yang-yang. Pero ¿quién ha muerto en el Lugar de
los Hechos, Hal? ¿Tu madre? ¿Tu hermano? ¿O has muerto tú, Hal? ¿Has muerto
tú?»
Se lanzó sobre el mono, con
intención de romperlo, de machacarlo, de saltar sobre él hasta que sus ruedas y
sus muelles volaran por los aires y sus horribles ojos de cristal rodaran por
el suelo. Mas cuando ya iba a caer sobre él, sus platillos entrechocaron en un
último, levísimo ¡yang!, conforme uno de sus resortes alcanzaba el
final de alguna invisible rueda dentada... y le pareció que una aguja de hielo
le penetraba las paredes del corazón y se lo empalaba, silenciando su furia y
dejándole, una vez más, enfermo de miedo. Era como si el mono lo supiese...
¡qué jubilosa se veía su ancha sonrisa!
Lo tomó por un brazo, formando
una pinza con índice y pulgar, la boca arqueada por la repugnancia, como si
fuese un cadáver lo que tocaba. Encontró caliente, febril el contacto de su
falsa piel raída. Abierta la puertecita que daba al desván, encendió la
bombilla. El mono persistía en su sonrisa mientras él se deslizaba hacia el
fondo del trastero, salvando las cajas apiladas, los libros de navegación, los
álbumes de fotos con su olor a rancios productos químicos, los artículos de
recuerdo y las prendas desechadas, y pensó: «Como se ponga ahora a tocar otra
vez los platillos y a movérseme en la mano, gritaré, y si grito, no se
contentará con la sonrisa: se echará a reír, se reirá de mí, y yo me volveré
loco y me encontrarán aquí dentro, babeando, riendo como un idiota. Me habré
vuelto loco. Oh, Dios mío. Jesús mío, no lo permitas, no permitas que me vuelva
loco....»
Alcanzó el fondo del trastero,
apartó dos cajas, una de las cuales se volcó, y metió al mono en la
suya, en la que estaba en el rincón más alejado. Y allí se quedó el muñeco,
reclinado, tan ricamente como si por fin llegara a casa, con los platillos
preparados y la sonrisa, su sonrisa simiesca, siempre en los labios, como dando
a entender que Hal seguía pareciéndole chistoso. Y él deshizo el camino,
sudando y al mismo tiempo aterido, entre el fuego y el hielo, en espera de que
los platillos comenzaran a sonar, momento en que el mono saltaría de su caja y
correría hacia él como un escarabajo, su
mecanismo ronroneando, los
platillos entrechocando desenfrenadamente, y...
... y no ocurrió nada de todo eso. Apagó la luz, cerró de golpe la
puertecilla del trastero y se reclinó en el batiente, jadeando. Cuando por fin
empezó a sentirse algo mejor, bajó a la cocina, las piernas como si fueran de
goma, buscó una bolsa vacía y se puso a recoger minuciosamente los pedazos y
las astillas de la botella rota, preguntándose si iría a cortarse, si iría a
morir desangrado, si sería eso lo que anunciaban los platillos con su
estrépito. Pero tampoco aquello ocurrió. Se hizo con una toalla, enjugó la
leche tan bien como supo y por último se sentó a esperar la llegada de su madre
y de su hermano.
Su
madre llegó primero. —¿Dónde está Bill? —preguntó.
En voz baja, átona, seguro
ya de que Bill había muerto en algún Lugar de los Hechos, Hal se puso a
contarle lo de la reunión del equipo del colegio, sabiendo que aun con una
reunión muy larga, Bill tendría que estar en casa hacía ya media hora.
Su madre le miró con
expresión de curiosidad, y ya empezaba a preguntarle qué le sucedía, cuando se
abrió la puerta y entró Bill... sólo que el que entró no era el Bill de
siempre: era un Bill espectral, pálido y mudo.
—¿Qué ha pasado? —exclamó
la señora Shelburn—. ¿Qué ha pasado, Bill?
Su hermano rompió a
llorar, y entre sus lagrimas se enteraron de lo ocurrido. Un coche, dijo. É1 y
su amigo Charlie Silverman volvían juntos de la reunión, cuando un coche dobló
demasiado de prisa la esquina de Brook Street, y Charlie se quedó inmóvil en
mitad del cruce, aunque él le había tirado de la mano, y entonces el coche...
En eso estalló en
estridentes, histéricos sollozos, y su madre le atrajo hacia si, y le meció en
los brazos, y Hal, volviéndose hacia el porche, vio que afuera había dos policías.
El coche de patrulla en que habían traído a Bill estaba aún frente a la casa. Y
entonces también él se echó a llorar, sólo que... sus lágrimas las causaba el alivio.
Después de eso fue Bill
quien tuvo pesadillas: pesadillas en las que veía morir a Charlie Silverman
una y otra vez, perdiendo sus botas vaqueras al saltar sobre el capó del
herrumbroso Hudson Hornet que conducía el borracho. La cabeza de Charlie
Silverman y el parabrisas del Hudson se habían encontrado con un choque
explosivo. Una y otro se hicieron pedazos. El conductor borracho, que tenía una
tienda de caramelos en Milford, sufrió un ataque al corazón poco después de que
le ingresaran en prisión preventiva (tal vez se lo produjo el ver las manchas
secas que los sesos de Charlie Silverman le habían dejado en los pantalones),
y su abogado obtuvo no poco éxito en el juicio con su argumento, de que: «Este
hombre ha tenido ya bastante castigo.» Al borracho le condenaron a sesenta días
de cárcel (que no hubo de cumplir) y se le suspendió por cinco anos el permiso
de conducir vehículos de motor en el estado de Connecticut... el mismo tiempo,
más o menos, que le duraron a Bill Shelburn las pesadillas, El mono volvía a
estar escondido en el desván. Bill no llegó a darse cuenta de que había desaparecido
de su repisa... o, si lo hizo, nunca habló de ello.
Hal se sintió a salvo por
un tiempo. Incluso empezó a olvidar la existencia del mono, o a creer que sólo
había sido un mal sueño. Pero al volver a casa, a la salida de la escuela, la
tarde en que murió su madre, volvió a encontrárselo en la repisa de su lado del
cuarto, con los platillos preparados, sonriéndole.
Se acercó a él lentamente,
como si no fuera él quien lo hiciese... como si al ver al mono su propio cuerpo
se hubiera convertido en un muñeco de cuerda. Vio avanzar su mano y bajarlo de
la repisa. Sintió el crujido de la vellosa piel, pero fue una sensación
amortiguada, un simple estrujar, como si le hubiesen anestesiado con una
inyección de Novocaína. Oía su respiración, rápida y seca, como el soplar del
viento entre la paja.
Le dio la vuelta y asió la
llave, y años después habría de pensar que aquella fascinación hipnótica era
como la del hombre que habiéndose aplicado a un ojo el cañón de un revólver de
cuyas seis cámaras sólo una está cargada, aprieta el gatillo.
«No,
no lo hagas... que sea él quien dispare; no lo toques...»
Hizo
girar la llave, y en el silencio oyó los leves, perfectos chasquidos de la
cuerda en su contracción. Cuando soltó la llave, el mono empezó a entrechocar
los platillos, y sintió las flexiones y las sacudidas de su cuerpo,
sacudida-flexión, sacudida-flexión, como si estuviera vivo, retorciéndosele en
la mano como una especie de asqueroso pigmeo, porque en verdad estaba vivo, y
las vibraciones que percibía bajo la raída piel parda, no eran las de un
engranaje, sino los latidos de un corazón.
Hal soltó un gemido, dejó
caer el mono, las uñas hincadas bajo los ojos, las palmas comprimiéndole la
boca. Tropezó entonces con algo y estuvo a punto de perder el equilibrio (con
lo cual hubiera caído casi junto al mono, de forma que habrían quedado
mirándose. sus vidriosos ojos color de avellana clavados en los de él, azules,
desorbitados). Corrió hacia la puerta, la traspuso de espaldas, la cerró de
golpe y se reclinó en la madera. Luego, de improviso, se precipitó al baño y
vomitó.
La noticia la trajo la
señora Stukey, de la fábrica de helicópteros, que también les hizo compañía
aquellas dos primeras, interminables noches, en espera de que tía Ida llegase
de Maine. Su madre había muerto de una embolia en mitad de la tarde, cuando se
encontraba frente al distribuidor de agua, con una taza en la mano. Se vino
abajo como si le hubieran pegado un tiro, con la taza de papel parafinado
todavía en una mano. Con la otra se había agarrado al botellón de agua mineral
con tal fuerza, que lo arrastró en su caída. El recipiente se destrozó... pero
el médico de la empresa, que llegó a la carrera, dijo más tarde que en su
opinión la señora Shelburn dejó de existir antes de que el agua le empapara el
vestido, le calara la ropa interior, le mojara la carne. Aunque eso no se lo
dijeron a los niños, Hal lo supo de todas formas: lo soñó una y otra vez en
las largas noches que sucedieron a la muerte de su madre. «¿Todavía te cuesta
dormir, hermanito?», le preguntó Bill, y Hal pensó que su hermano atribuía sus
vueltas en la cama, sus pesadillas, a la muerte de su madre, tan repentina; y
así era, pero sólo en parte: también estaba el remordimiento, la certeza, la
terrible certeza de que la había matado él aquella soleada tarde, después de
la escuela, al darle cuerda al mono.
Hal
se durmió por fin, y debió de hacerlo muy profundamente, pues cuando despertó
era cerca del mediodía. Petey estaba sentado a la turca en un butaca, al otro
lado de la habitación, comiendo metódicamente una naranja, gajo por gajo,
atento a un partido que daban por televisión.
Hal echó los pies al suelo. Se sentía como
si le hubieran dormido de un puñetazo y despertado de otro. Tenía punzadas en
la cabeza.
—¿Dónde está tu madre,
Petey? El niño volvió la cara hacia él.
—De
compras, con Dennis. Yo dije que les esperaría aquí, contigo. ¿Siempre hablas
en sueños, papá?
Hal
le dirigió una mirada cautelosa.
—No. ¿Qué dije?
—No conseguí entenderlo. Me
asustó un poco.
—Bueno, pues aquí me
tienes, otra vez en uso de mis facultades mentales —repuso Hal, que consiguió
añadir una sonrisita.
Petey
correspondió a ella y, una vez más, él sintió amor por el niño, simple amor:
una emoción viva, intensa y sencilla. ¿Por qué sería que siempre había sentido
esa grata sensación hacia Petey, la sensación de comprenderle y poder ayudarle,
y por qué, en cambio, Dennis le había resultado siempre una ventana oscura, un
misterio en su forma de ser y en sus costumbres, la clase de niño a quien no
conseguía comprender porque él nunca había sido un niño así? Era demasiado
fácil decir que el dejar California había afectado a
Dennis, o que...
Los
pensamientos se le paralizaron. El mono. El mono estaba sentado en la repisa de
la ventana, con los platillos en alto. Primero sintió que el corazón se le
inmovilizaba en el pecho, muerto, y luego, que rompía a galopar. Se le nubló
la vista, y las punzadas de la cabeza se le hicieron lacerantes.
Se había escapado de la
maleta y estaba en el antepecho de la ventana, sonriéndole. «Creíste que te habías
desembarazado de mí, ¿no es así? Y sin embargo, no es la primera vez que crees
eso, ¿verdad?»
No, pensó descompuesto, no
es la primera vez que esto ocurre.
—Petey, ¿has sacado tú el
muñeco de mi maleta? —le preguntó al niño, sabiendo ya la respuesta: la maleta
la había cerrado con llave, y la llave la tenía en el bolsillo del abrigo.
Petey lanzó una ojeada al
mono, y por su rostro pasó algo, que Hal hubiera dicho malestar.
—No —respondió—. Lo puso
ahí mamá.
—¿Tu madre?
—Sí. Te lo quitó. Riendo.
—¿Qué es eso de que me lo
quitó?
—Lo tenías en la cama
contigo. Yo estaba cepillándome los dientes, pero Dennis lo vio. Él también se
echó a reír. Dijo que parecías un nene con su osito de peluche.
Hal miró al mono Tenía tan
seca la boca, que no conseguía tragar. ¿Que estaba con él? ¿En la cama? ¿Que
había tenido aquella piel asquerosa contra la mejilla, quizá contra la boca?
¿Que aquellos ojos le habían estado mirando fijamente mientras dormía? ¿Que había
tenido junto al cuello aquellos dientes? ¿Junto al cuello? Santo
Dios.
Se volvió bruscamente y se
encaminó a la alacena. La maleta seguía allí, cerrada. Y la llave continuaba en
el bolsillo del abrigo.
Oyó que la televisión
enmudecía de improviso. Salió despacio de la alacena. Petey le estaba mirando
con aire circunspecto.
—No
me gusta ese mono, papá —le dijo con voz inaudible.
—A mi tampoco —repuso Hal.
El niño le observó atentamente, para ver si lo decía en broma, y se dio cuenta
de que no era así. Se acercó a su padre y le abrazó con fuerza. Hal notó que
estaba temblando.
Entonces,
habiéndole al oído, muy rápido, como si temiera que fuese a faltarle el coraje
de repetirlo... o que el mono pudiera oírle, Petey le confió:
—Es como si te mirara. Como
si te mirara estés donde estés en la habitación. Y si te vas a la otra, como si
te mirase a través de la pared. Y yo noto todo el tiempo... como si me quisiera
para algo.
El niño se estremeció. Hal
le abrazó con fuerza.
—¿Cómo si quisiera que le
dieses cuerda? —dijo Hal. Petey asintió con viveza.
—No
es cierto que esté roto, ¿verdad, papá?
—A
veces, sí —repuso Hal, hurtando una mirada hacia el muñeco—. Pero a veces,
inexplicablemente, sigue funcionando.
—Sentía
ganas todo el tiempo de acercarme y darle cuerda. Había tanto silencio, que
pensé: no puedo, papá se despertará; pero seguía con ganas de hacerlo, y me
acerqué y... lo toqué, y me dio asco, pero también me gustaba..., y
parecía que me dijese: Dame cuerda, Petey, que jugaremos; tu padre no se
despertará, ya no se despertará nunca; dame, dame cuerda.
Y repentinamente rompió a
llorar.
—Es malo, lo sé. Hay algo
malo en él. ¿No podríamos tirarlo, papá? Por favor.
El mono le sonreía a Hal
con su eterna sonrisa. Hal notó las lágrimas del niño, interpuestas entre
ambos. El sol del mediodía arrancaba destellos a los platillos de latón y los
proyectaba sobre el techo de la habitación, de liso enlucido.
—¿A qué hora dijo tu madre
que pensaban estar de regreso?
—Sobre la una —Petey se
enjugó los ojos con el puño de la camisa, como avergonzado de sus lágrimas.
Evitaba mirar al mono—. Puse la televisión —susurró—. Muy alto.
—Hiciste bien, Petey.
«¿Cómo habría sucedido?
—se preguntó Hal—. ¿Un ataque al corazón? ¿Una embolia, como mi madre? ¿Qué?
Pero no importa, ¿no?»
Y a renglón seguido, de
ésas surgió otra reflexión, más fría: «Que nos deshagamos de él, dice el niño.
Pero ¿es posible deshacerse de él? ¿Lo será alguna vez?»
El mono le sonreía burlón,
los platillos separados un largo palmo uno del otro. ¿Cobraría vida repentinamente
la noche en que murió tía Ida?, pensó de improviso. ¿Fue ése el último ruido
que oyó la mujer? ¿El asordinado entrechocar de los platillos en el desván, yang-yang-yang,
mientras el viento soplaba en el alero?
—Podría no ser mala idea
—le dijo despacio al niño—. Ve a buscar tu bolsa de viaje, Petey. El pequeño le
miró confuso.
—¿Qué vamos a hacer?
«Quizá sea posible
desembarazarse de él. Quizá para siempre, quizá sólo por un tiempo... por una
larga o corta temporada. Puede que vuelva, puede que sea ésa la esencia de la
historia: su volver y volver... pero a lo mejor
consigo, conseguimos despedirnos de él por una buena temporada. La última vez
le costó veinte años en volver, veinte años salir del pozo...»
—Vamos a dar un paseo en
coche —le respondió a Petey. Se sentía bastante tranquilo, pero también algo
pesado de piel para adentro. Hasta los ojos parecían pesarle—. Pero antes
quiero que tomes la bolsa, te vayas al otro extremo del estacionamiento y
cargues tres ü cuatro piedras bien gordas. Las metes en la bolsa y me las
traes. ¿Entendido?
Los ojos del niño
chispearon de inteligencia.
—Perfectamente, papá.
Hal consultó su reloj.
Casi las doce y cuarto.
—Date
prisa. Quiero marchar antes de que vuelva tu madre.
—¿A
dónde vamos?
—A
casa de los tíos. A la antigua casa.
Hal
entró en el cuarto de baño, se inclinó sobre la taza del inodoro y retiró la
escobilla que había detrás. Volvió junto a la ventana con ella en la mano.
Parecía una varita mágica de saldo. Siguió con la mirada a Petey, que cruzaba
la zona de estacionamiento vestido con su cazadora de muletón, en la mano su
bolsa de viaje, donde las blancas letras de las líneas aéreas delta destacaban sobre el fondo azul.
Una mosca revoloteaba en el ángulo superior de la ventana, lenta y atontada
por el final de los meses de calor. Hal adivinó cómo se sentía el insecto.
Observó a Petey mientras el
niño localizaba tres piedras de buen tamaño y emprendía seguidamente el
regreso. Por la esquina del motel apareció un coche, un coche que circulaba muy
de prisa, demasiado, y sin pensarlo siquiera, con un vivo reflejo de buen
tenista, hendió el aire con la mano y detuvo el
movimiento... en el punto preciso.
Los platillos se cerraron
inaudiblemente sobre el obstáculo interpuesto. Y a Hal le pareció notar algo en
el aire... algo de la naturaleza de la rabia.
Los frenos del coche
rechinaron. Petey se echó hacia atrás. El conductor le invitó a cruzar, con un
ademán intemperante, como si lo que había estado a punto de ocurrir fuese
culpa del niño. Petey atravesó a la carrera, el cuello de la cazadora flotando
al aire, y entró en el motel por la puerta trasera.
A Hal le corría el sudor
por el pecho, y también lo notó en la frente como una llovizna aceitosa. Los
platillos le presionaban la mano, fríos, entumecedores.
«Adelante —dijo para sí
torvamente—. Dispongo de todo el día. De todo el día y, si es preciso, de la
vida entera.»
Oyó un suave clic
en el interior del mono, que separó los platillos y los dejó en reposo. Hal
retiró la escobilla y la examinó. Parte de las blancas cerdas estaban
oscurecidas, como chamuscadas.
La mosca zumbaba
sonoramente, tratando de alcanzar el sol de octubre, que parecía tan cercano.
Pete entró en tromba,
respirando afanoso, sonrosadas las mejillas:
—He conseguido tres bien
grandes, papá. Y... —se interrumpió—. ¿Te sientes bien, papaíto?
—Perfectamente. Acércame la
bolsa.
Hal empujó con el pie la
mesa que estaba junto al sofá y cuando la tuvo junto al antepecho de la
ventana, descansó en ella la bolsa. Abierta la boca de ésta como si fuesen
labios, vio en su fondo las piedras que Petey había recogido. Prendió al mono
con la escobilla y tiró. Tras una breve oscilación, el muñeco cayó al interior de la bolsa, done uno de los platillos produjo un débil ying al
chocar con las piedras.
—¡Papá!
—exclamó Petey con miedo en la voz—. Papá...
Hal volvió la cabeza hacia
el niño. Notaba que algo había cambiado, que algo era distinto. Pero ¿qué? Lo
descubrió al seguir la mirada de Pete. La mosca había dejado de zumbar. Estaba
en la repisa de la ventana, muerta.
—Eso
—susurró Petey— ¿lo ha hecho el mono?
—Vamos —dijo Hal, y cerró la
cremallera de la bolsa—. Te lo contaré por el camino.
—Pero
¿cómo vamos a ir a la antigua casa? Mamá y Dennis se han llevado el coche.
—No
te preocupes —replicó Hal, y le revolvió el pelo con la mano,
Le
presentó al recepcionista su permiso de conducir y un billete de veinte
dólares. Y a cambio de eso, y de su reloj digital de la Texas Instruments, a
título de fianza, el otro le entregó las llaves de su coche personal, un destartalado
AMC «Gremlin».
Al enfilar la Nacional 302
en dirección a Casco, Hal inició su relato, al principio con pausas, y después
algo más de prisa. Primero le dijo a Petey que el mono debió traerlo su padre,
de ultramar, probablemente como regalo para sus hijos. No era un juguete fuera
de lo común ni particularmente valioso: en el mundo debía de haber centenares
de miles de monos de cuerda, fabricados en Hong Kong, en Formosa, en Corea.
Pero en un momento o en un lugar determinado —quizá en el trastero de la casa
de Connecticut, la casa donde él y su hermano Bill habían vivido parte de su
infancia—, algo le había ocurrido al mono. Algo malo. Quizá, precisó en tanto trataba de conseguir que el Gremlin del recepcionista superase
los sesenta por hora, algunos seres malos, puede que la mayoría de ellos, no
fuesen conscientes, no supieran de verdad el mal que contenían. Y aunque lo
limitó a eso, pues a buen seguro la comprensión del niño no alcanzaría más
allá, él dejó que sus ideas siguieran su curso. La mayor parte del mal, pensó,
podía tener mucho en común con un mono mecánico al que uno da cuerda y que
entonces se pone a tocar los platillos, a mostrar los dientes, a reír con sus
tontos ojos de cristal... o a dar la impresión de que ríe con ellos...
Le contó a Petey lo del
mono, pero sin precisar: no quería asustarle más de lo que ya estaba. La
historia, con eso, resultaba inconexa y algo confusa; pero el niño no hizo
preguntas; era posible que llenase por su cuenta los espacios en blanco, pensó
Hal, muy a la manera en que él había soñado una y otra vez la muerte de su
madre pese a no haberla presenciado.
Tanto tío Bill como tía
Ida asistieron al funeral. Después el tío regresó a Maine —era la época de la
cosecha— y tía Ida se quedó con ellos dos semanas, para ordenar, antes de
volverse a Maine con los chicos, las cosas de la difunta. Sin embargo, la mayor
parte de ese tiempo la empleó en acercarse a los chiquillos, que con la
repentina muerte de la madre, habían caído en un total aturdimiento. Ella era quien
acudía con un vaso de leche caliente cuando no lograban conciliar el sueño y
cuando Hal se despertaba a las tres de la madrugada con pesadillas (pesadillas
en las que veía a su madre acercarse al distribuidor de agua sin advertir la
presencia, en sus profundidades de zafiro, del mono, enseñando los dientes y
batiendo los platillos y levantando, a cada movimiento de los brazos, estelas
de burbujas); allí estaba tía Ida cuando a Bill se le llenó la boca de
dolorosas llagas y más tarde, tres días después del funeral, le dio urticaria;
tía Ida estaba allí. Se dio a conocer a los muchachos, y antes de que tomasen
el autobús de Hartford a Portland, tanto Bill como Hall habían acudido a ella
separadamente y llorado en su regazo, mientras la mujer les estrechaba y les
mecía en los brazos y nacía una unión entre ellos.
El día en que dejaron
definitivamente Connecticut para «subir» a Maine, como se decía entonces, llegó
el trapero en su vieja camioneta destartalada y se llevó el enorme montón de
cosas inútiles que Bill y Hall habían sacado del desván y agrupado en la
acera. Reunidos ya todos los trastos junto al bordillo, tía Ida les pidió que
volviesen al desván y mirasen si quedaban objetos o recuerdos que deseasen
conservar particularmente. Teniendo en cuenta, chicos —añadió—, que no nos lo
podemos llevar todo. Y Hal supuso que, tomando sus palabras al pie de la letra,
Bill revisó una última vez todas aquellas fascinadoras cajas que había dejado
su padre. Él no le siguió. Ya no le tenía afición al trastero. Durante
aquellas dos primeras semanas de luto, le había asaltado una idea: a lo mejor
su padre no había desaparecido, ni se había quitado de en medio por haber
descubierto que tenía la pasión de los viajes y que el matrimonio no era para
él.
A lo mejor se lo había
llevado el mono.
Al oír la camioneta del
trapero, que se acercaba calle abajo rugiendo y petardeando, Hal se armó de
valor, agarró impetuosamente al mono, que seguía en la repisa de su lado del
cuarto (desde el día de la muerte de su madre no se había atrevido a tocarlo ni
siquiera para devolverlo al camaranchón) y corrió con él hacia la calle. Ni
Bill ni tía Ida le vieron hundirlo en la caja de cartón donde lo encontró por
primera vez y que en ese momento reposaba en lo alto de un tonel repleto de
rotos cachivaches y mohosos libros, llena a su vez de trastos parecidos.
Histérico, desafió al muñeco a tocar sus platillos («Adelante, ¿a que no te
atreves? ¿A que no?»). El mono se
quedó allí tal cual, plácidamente reclinado, como quien espera el autobús,
enseñando los dientes en aquella sonrisa suya, horrible y sabia.
Hal, un chiquillo de
viejos pantalones de pana y rozadas botas vaqueras, permaneció allí, en pie,
mientras el trapero, un señor italiano que llevaba un crucifijo y silbaba
entre las mellas de los dientes, se ponía a cargar cajas y toneles en su
decrépita camioneta, de laterales de madera. Le observó levantar el tonel coronado
por la caja de cartón, y observó la desaparición del mono en el fondo de la
camioneta; observó al trapero subir a la cabina y sonarse con estrépito en la
palma de la mano, que luego limpió con un enorme pañuelo rojo, y poner en
marcha el motor, que cobró vida con un rugido y una emisión de aceitoso humo
azul, y observó la camioneta que se alejaba. Y sintió el corazón aligerado de
un enorme peso: lo sintió físicamente. Dio dos altos brincos, los brazos
desplegados, las palmas vueltas hacia afuera, y si algún vecino estaba mirando,
sin duda lo encontraría extraño, si no rayano en lo sacrílego: «Pero ¿qué hace
ese niño, saltando de alegría —porque a buen seguro era eso, y un salto de
alegría no puede disimularse—, con la madre enterrada hace apenas un mes?»
Él saltaba porque el mono
había desaparecido, desaparecido para siempre.
O eso creyó.
Menos de tres meses más
tarde, tía Ida le mandó bajar del desván la caja de los adornos navideños, y
mientras gateaba en busca de ellos, empolvándose las rodillas del pantalón,
se encontró de nuevo cara a cara con él, y su sorpresa y su terror fueron tales
que hubo de morderse con fuerza el filo de la mano, para no gritar... o para no
caer desmayado. Allí estaba, mostrando su sonrisa dentuda, los platillos
preparados, distantes un palmo y medio el uno del otro, reclinado en una
esquina de la caja de cartón cómodamente, como quien espera el autobús, y como
diciéndole: «Creíste que podrías deshacerte de mí, ¿verdad? Pues no es tan
fácil deshacerse de mí, Hal. Es que tú me gustas, Hal. Nacimos el uno para el
otro; es tan natural: un chico con su mono favorito, un par de buenos amigos. Y
al sur de aquí, no sé decirte dónde, un viejo, un estúpido trapero italiano,
yace en su bañera, de patas en forma de zarpa, con los ojos desorbitados y la
dentadura postiza medio salida de la boca, que formaba un grito; un trapero que
huele a batería de coche, a vieja batería sulfatada. Me guardó para regalarme a
su nieto, Hal; me colocó en la repisa del cuarto de baño, junto al jabón, a la
navaja, a la loción de afeitar, y junto a la pequeña radio por la que estaba
escuchando el partido de los Dodgers de Brooklyn, y yo me puse a batir los
platillos, golpeé con uno de ellos la vieja radio, y allá fue el trasto,
adentro de la bañera, y entonces vine a buscarte, Hal. Recorrí por la noche
las carreteras comarcales, con la luna de las tres de la madrugada brillando en
mis dientes, y dejé muerta a mucha gente en muchos Lugares de los Hechos. Vine
a buscarte, Hal, soy tu regalo de Navidad, de modo que dame cuerda, y ¿quién
morirá? ¿Será Bill? ¿Será el tío Will? ¿O serás tú, Hal? ¿Serás tú?»
Hal retrocedió,
gesticulando aterrado, los ojos en blanco, y a punto estuvo de caerse por las
escaleras. Le dijo a tía Ida que no había conseguido encontrar los adornos de
Navidad —era la primera mentira que le decía, y ella pareció leérsela en los
ojos, pero no le preguntó, gracias a Dios, por qué le mentía—, y más tarde,
cuando llegó Bill, la tía le pidió a él que subiese a buscar los adornos.
Después, ya solos los hermanos, Bill le dijo entre dientes que era un pasmado
que no sabría encontrarse su mismo culo ni con las dos manos y una linterna.
Hal ni rechistó. Estaba pálido y silencioso, y apenas tocaba la cena. Y aquella
noche volvió a soñar con el mono, que golpeaba con uno de sus platillos la
pequeña radio del trapero en mitad de una canción en la que Deán Martín decía
con voz dulzona: «Cuando la luna te da en los ojos como una pizza grande, qué
alegría», y la radio caía en el interior de la bañera mientras el mono,
mostrando los dientes, batía los platillos con un yang, un yang y
un yang. Sólo que quien estaba en
la bañera cuando el agua se electrificaba no era el trapero italiano.
Era él.
Hal
y su hijo se deslizaron terraplén abajo, detrás de la casa, hacia el cobertizo,
que sobresalía del agua sobre sus viejos pilotes. Hal llevaba la bolsa de viaje
en la diestra. Tenía seca la garganta y percibía los sonidos con una agudeza
innatural. La bolsa pesaba mucho. La dejó en el suelo.
—No
toques eso —dijo, y se palpó los bolsillos en busca del llavero que le había
entregado su hermano. Encontró la llave del cobertizo, que mostraba ese claro
rótulo en un pedazo de cinta adhesiva.
El día era claro, frío, ventoso; el cielo, de
un brillante azul. Las hojas de los árboles que se apiñaban hasta la misma
orilla del lago, exhibían todos los luminosos
tonos del otoño, desde el rojo sangre hasta el vivo amarillo de los autobuses
escolares. Y susurraban al viento, algunas revoloteando en torno a los zapatos
de lona de Petey, que esperaba en pie, ansioso, y Hal, de cara al viento,
percibió en él el olor de noviembre, asediado ya por el invierno.
La
llave giró en la cerradura y Hal tiró de la noble hoja de la puerta. Eran tan
intensos los recuerdos, que sin siquiera necesidad de mirar, bajó con el pie la
cuna de madera que mantenía abierto el batiente. En el interior los olores eran
todos de estío: lona y madera clara, y un hálito de saludable calor.
El
bote de tío Will seguía allí, los remos unidos cuidadosamente y a bordo, como
si hubiera cargado en él sus aparejos y la caja de cerveza la misma tarde anterior.
Hal y su hermano habían salido muchas veces a pescar con el tío, pero nunca
juntos: tío Will sostenía que el bote era demasiado chico para tres. La roja
franja que lo ceñía, y cuya pintura el hombre retocaba todas las primaveras,
estaba desvaída y descascarillándose, y las arañas habían tendido su seda en el
fondo de la embarcación.
Asiéndola
con ambas manos, Hal la empujó rampa abajo hasta la playita. Las excursiones de
pesca figuraban entre los mejores momentos de la niñez pasada con los tíos. Y
algo le decía que eso mismo pensaba también su hermano. Aunque hombre de
ordinario taciturno a más no poder, tío Will se tornaba expansivo en cuanto
tenía el bote a su gusto, a cincuenta o sesenta metros de la ribera, con los
sedales dispuestos y los dotadores ya en el agua, y abría dos cervezas, una
para él y otra para Hal (que rara vez bebía más de la mitad de la única lata
que el tío les dejaba tomarse, previa la advertencia de que de ningún modo
debían decírselo a tía Ida, porque «¡para qué os digo!: me
correría a balazos si se enterara de que os doy cerveza a los chicos»).
Entonces relataba historias, respondía a las preguntas y si el anzuelo de Hal
necesitaba nuevo cebo, se lo prendía. Y el bote derivada adonde quisieran llevarlo
el viento y la suave corriente.
—¿Cómo es que nunca te
internas hasta el centro del lago, tío Will? —le preguntó Hal en cierta
ocasión.
—Asómate ahí —respondió el
hombre. Hal lo hizo, y vio que el agua azul se tornaba negra donde profundizaba
el sedal.
—Tienes ante ti la parte
más honda del lago Cristal —añadió tío Will en tanto estrujaba la vacía lata de
cerveza con una mano y elegía una segunda con la otra—. Si no tiene treinta
metros de profundidad, no tiene un palmo. El viejo Studebaker de Amos Culligan
está ahí abajo, en algún sitio. El muy necio entró con él en el lago a
principios de un mes de diciembre, antes de que el hielo espesase. Y suerte
tuvo en salir con vida del coche. Nunca lo sacarán de ahí, y ni siquiera
llegarán a verlo, hasta que suenen las Trompetas del Juicio. El lago tiene aquí
una profundidad del carajo, vaya si la tiene. Aquí hay pesca de talla. No es
necesario adentrarse más. Y veamos cómo anda tu gusano. Venga, enrolla ya el
maldito sedal.
Hal cumplió la orden y,
mientras tío Will prendía una segunda lombriz, sacada de la vieja lata que le
servía para guardar el cebo, escudriñó el agua fascinado, por ver si divisaba
el viejo Studebaker de Amos Culligan, todo herrumbre y algas saliendo por la
abierta ventanilla de la puerta del conductor —el escape que había utilizado
Amos en el ultimísimo momento—, y más algas adornando el volante como un collar
en descomposición, y nuevas algas colgando del retrovisor y meciéndose a favor
de las corrientes como un extraño rosario. Pero sólo alcanzó a ver el negro en
que se fundía el azul, y un poco antes, la lombriz de tío Will, el anzuelo
escondido dentro de los anillos, suspendida allí, en medio de aquel mundo
irreal, sin más realidad que la que el sol lograba prestar en aquel punto a su
cuerpo. A una fugaz, vertiginosa visión en la que se representó a sí mismo
suspendido de una sima insondable, el niño cerró los ojos en espera de que
pasase el vértigo. Aquel día, le pareció recordar, se había bebido toda la lata
de cerveza.
«... la parte más honda del
lago Cristal... Si no tiene treinta metros de profundidad, no tiene un palmo.»
Se
detuvo un segundo, jadeante, y miró a Petey, que seguía observando con
expresión inquieta.
—¿Necesitas que te ayude,
papá?
—Espera un instante.
Recuperado
el aliento, arrastró el bote hasta el agua, dejando con eso un surco en la
estrecha faja de arena. La pintura se encontraba descascarillada, pero la embarcación,
que habían tenido a cubierto, parecía en buen estado,
Cuando
salían con tío Will, éste tiraba de la barca rampa abajo y, a flote ya la proa,
saltaba al interior, se armaba de un remo para impulsarse y decía: «Da un
empujón, Hal... ¡hay que ganarse las algarrobas!»
—Alcánzame
esa bolsa, Petey, y dame un empujón —dijo.
Y sonriendo un poco, añadió—: Hay que ganarse las algarrobas.
El
niño, sin corresponder a la sonrisa, preguntó:
—¿Voy contigo, papá?
—Esta vez, no. En otra
ocasión saldremos y te llevaré a pescar; pero esta vez... no.
Petey vaciló. El viento le
revolvió el oscuro pelo, y un puñado de hojas, amarillas, secas, crujientes,
arremolinándose por encima de sus hombros, fueron a parar al agua de la orilla
y allí se quedaron cabeceando, convertidas, a su vez, en pequeñas lanchas.
—Tendrías que haberlos
forrado —comentó por lo bajo.
—¿El qué? —pero le pareció
comprender lo que quería decir el niño.
—Los platillos. Debiste
envolverlos en algodón. Y sujetarlos con cinta adhesiva. Para que no
pudiera... hacer ese ruido.
Hal recordó de improviso
que Daisy se le había acercado —no caminando, sino a tumbos— y que de forma
completamente inesperada le había empezado a brotar sangre de los ojos,
empapándole el cuello y sal picando el suelo del granero; recordó que le
fallaron las patas delanteras y cayó de bruces... y que en el aire quieto de
aquel lluvioso día de primavera oyó, procedente del desván de la casa, que
distaba quince metros y no acallado, sino curiosamente claro, aquel sonido: ¡Yang-yang-yang-yang!
Rompió a chillar
histéricamente, dejó caer la braza da de leña que había estado recogiendo para
el fuego y echó a correr hacia la cocina, en busca de tío Will que estaba
comiendo huevos revueltos y tostadas y que ni siquiera se había ajustado aún
los tirantes a los
hombros.
«La perra estaba vieja,
Hal —le dijo tío Will, ojeroso y con aire de infelicidad: también a él se le
veía viejo—. Tenía doce años, y eso es mucho para un perro. Ea, no te pongas
así. A la buena de Daisy no le gustaría eso.»
«Estaba vieja», había confirmado el
veterinario pero lo hizo con expresión turbada, porque lo
perros, ni aun los de doce años, no mueren de virulentas hemorragias
cerebrales («Como si alguien le hubiera metido un triquitraque en la cabeza
—oyó Hal que el veterinario le decía a tío Will mientras éste cavaba un hoyo
en el fondo del granero, no lejos de donde había enterrado a la madre de Daisy
en 1950—; nunca había visto una cosa semejante, Will»).
Y más tarde, medio loco de miedo pero, a pesar
de ello, incapaz de contenerse, Hal había subido al desván.
«Hola, Hal, ¿cómo
andamos?», le sonrió el mono desde su oscuro rincón. Tenía separados los
platillos, a cosa de un palmo y medio. El almohadón del sofá que Hal había
puesto de pie entre ellos, se encontraba en la otra punta del desván. Algo
—alguna fuerza— lo había arrojado allí con violencia bastante para rasgar la
funda, por donde asomaba el relleno. «No te preocupes por Daisy —le susurró el
mono en el interior de la cabeza, sus ojos de vidrio, color avellana, fijos en
los de Hal, azules y muy abiertos—. No te preocupes por Daisy, estaba vieja,
Hal, el mismo veterinario lo dijo. Y por cierto, ¿viste cómo le salía la sangre
por los ojos? Dame cuerda, Hal. Dame cuerda y juguemos. ¿Ya quién le va a tocar
morir esta vez? ¿A ti, Hal?»
Y al recuperarse se
sorprendió a sí mismo en el acto de avanzar, como hipnotizado, hacia el mono.
Tenía tendida ya una mano en dirección a la llave de la cuerda. Retrocedió
entonces precipitadamente, y en su prisa estuvo a punto de caer desde lo alto
del desván, cosa que probablemente hubiera ocurrido de no ser tan estrecha la
escalera. De la garganta le brotaba una especie e sordo gemido.
Ya desde su asiento del
bote, terminada la evocación, le dijo a Petey:
—Silenciar los platillos
no sirve de nada. Lo probé una vez.
El chiquillo dirigió una
nerviosa mirada a la bolsa de viaje.
—¿Y qué ocurrió, papá?
—No quiero hablar de eso
ahora. Ni a ti te gustaría enterarte. Anda, dame un empujón.
Mientras el niño se
aplicaba en ello, la popa de la lancha arañó la arena. Hal hundió un remo en el
agua, y con eso cesó inesperadamente la sensación de estar atado a la tierra:
el bote, devuelto a su propia naturaleza después de tantos años de reclusión
en el oscuro cobertizo, flotó con ligereza, mecido por las suaves olas. Hal
puso el segundo remo en el agua y fijó ambos con los toletes.
—Ten cuidado, papá —dijo
Petey.
—No tardaré más que un
momento —le prometió Hal.
Pero, mirando la bolsa de
viaje, se preguntó si sería así.
Comenzó a remar con
entrega. Volvió el antiguo, conocido dolor que se le localizaba entre la base
de la espalda y los omoplatos. La orilla se alejaba. Como por arte de magia,
Petey regresó a sus ocho, a sus seis, a sus cuatro años, allí, al borde del
agua, apantallándose los ojos con una mano minúscula. Con una expresión de
angustia en su cara.
Aunque lanzó una distraída
mirada a la costa, Hal no quiso examinarla con verdadera atención. Si lo hacia,
con los quince años que habían transcurrido, vería más lo cambiado que lo
subsistente, y eso iba a desorientarle. El sol le daba de firme en la nuca, y
rompió a sudar. Como desviara los ojos hacia la bolsa de viaje, perdió por un
instante el rítmico vaivén del bogar. Parecía como... como si la bolsa se
estuviera hinchando. Comenzó a impulsar los remos con más viveza.
Una ráfaga de viento le
secó el sudor y le refrescó la piel. La proa se levantó y, al cortar de nuevo
el agua, lo hizo con golpe tajante. ¿No se había enfriado el aire de pronto? Y
Petey, ¿no gritaba algo en la orilla? Sí... Con el rumor del viento, no
alcanzaba a oírle. Pero no importaba. Lo importante era desembarazarse del mono
por otros veinte años, o quizá...
(oh, sí, Dios mío, te lo
ruego)
... o quizá para siempre.
Al
cabecear el bote, Hal miró a la izquierda y vio pequeñas cabrillas. Vueltos de
nuevo los ojos hacia la costa, divisó el promontorio de Hunter's Point y una
ruina que debía corresponder al que había sido, cuando él y su hermano Bill
eran niños, el cobertizo de los Burdon. Así pues, estaba a punto de llegar. A
punto de alcanzar el sitio donde el famoso Studebaker de Amos Culligan se fue
al fondo, roto el hielo, en un diciembre ya muy lejano. Estaba a punto de
penetrar en lo más hondo del lago.
Petey estaba chillando. Chillaba y señalaba
algo. Pero Hal seguía sin entenderle. La barca avanzaba entre saltos y
bandazos, levantando espuma a ambos lados de la despintada proa con cada
impulso. En una de las rociadas brilló un minúsculo arco iris para disolverse
en seguida. Sol y nubes, cruzando velozmente el lago, pintaban en su superficie
lo que se hubieran dicho persianas, y el agua ya no estaba mansa: las cabrillas
iban tomando volumen. Donde antes sudaba, sentía de pronto carne de gallina, y
el agua pulverizada le había empapado la espalda de la cazadora. Con la mirada
viajando entre la costa y la bolsa de viaje, se puso a remar con ahínco.
Volvió a levantarse el bote, esa vez tan alto, que por un momento el remo cortó
el aire y no el agua.
Su voz reducida ya a un
eco distante, Petey gritaba señalando al cielo.
Hal miró a un lado.
Agitado por un furioso
oleaje, el lago había adquirí do un azul terriblemente oscuro, surcado de
costurones blancos. En dirección a la lancha atravesó veloz mente sus aguas una
sombra en cuyos contornos Ha reconoció algo familiar, algo tan espantosamente
familiar, que no pudo menos de levantar la mirada. Y entonces se formó en su
garganta un grito estrangulado.
Era una nube. El sol,
oculto por ella, perfilaba en ella la silueta de un personaje encorvado que
blandía a cierta distancia uno de otro, un par de platillos. Por los
desgarrones que la nube tenía en sus extremos, el sol se derramaba en dos haces
verticales.
Cuando el nubarrón alcanzó
al bote, los platillos del mono, su sonido apenas amortiguado por la envoltura
de la bolsa, rompieron a tocar. «Yang-yang-yang-yang eres tú, Hal, por fin eres
tú; estás en lo más hondo del lago, y ahora te toca a ti, a ti, a ti.,.»
Todos los elementos
esenciales de la línea costera habían vuelto, como por acción de un resorte, a
sus lugares correspondientes. La podrida osamenta del Studebaker de Amos
Culligan se encontraba allí abajo, al, yacían sus trozos más grandes. Aquél era
el lugar.
Con un rápido movimiento,
Hal embarcó los remo; se inclinó e, indiferente a los violentos bandazos del
bote, se hizo con la bolsa. Los platillos interpretaba con desenfreno su música
pagana; los costados de 1a bolsa se agitaban como animados por una tenebrosa
respiración.
—¡Aquí será, hijo de perra!
—chilló—. ¡ aquí
mismo!
A continuación, lanzó la
maldita bolsa por la borda.
Se hundió de prisa. Por un
instante la vio descender, sus laterales moviéndose, y durante ese infinito
lapso... ¡le llegó el batir de los platillos! Momentáneamente, las negras aguas
parecieron aclararse y, escudriñando aquella terrible sima, Hal alcanzó a ver
el lugar donde yacían los restos más notorios; allí estaba el Studebaker de
Amos Culligan, y en su limoso volante, convertida en risueña calavera por una
de cuyas vacías cuencas atisbaba una perca, se encontraba la madre de Hal. Tío
Will y tía Ida flotaban junto a ella, y cuando la bolsa llegó girando, con una
corta estela de plateadas burbujas tras de sí, y con su yang-yang-yang-yang,
la melena gris de tía Ida se elevó enhiesta en el agua.
Al devolver los remos al
agua con gran violencia, Hal se desolló los nudillos, que le sangraron («pero,
¡santo Dios!, si el asiento trasero del Studebaker de Amos Culligan estaba
lleno de niños muertos: Charlie Silverman... Johnny McCabe...»), pero empezó a
virar.
En el fondo de la barca
sonó un chasquido seco como un pistoletazo y, de pronto, por entre dos tablas
comenzó a entrar agua. Era una vieja embarcación, y sin duda la madera se había
contraído un poco, pero se trataba de una pequeña grieta. Una grieta que, sin
embargo, no existía cuando Hal inició el viaje. Eso lo hubiera jurado.
Lago
y costa habían cambiado de lugar en su campo de visión. Petey se encontraba
ahora a su espalda. En lo alto, la espantosa sombra simiesca se estaba desintegrando.
Hal se aplicó a remar. Veinte segundos bastaron para convencerle que le iba la
vida en aquello: era un nadador sólo mediano, e incluso un campeón se hubiera
visto en apuros con unas aguas de improviso tan embravecidas.
Con el mismo pistoletazo de
antes, otras dos tablas se resquebrajaron inesperadamente. El agua, entrando en
mayor caudal, le mojó los zapatos. Oyó pequeños chasquidos metálicos, y
comprendió que eran de clavos que se rompían. Uno de los toletes saltó de su
anclaje y fue a parar al agua. ¿Se desprendería a continuación la pieza móvil
que daba soporte al remo?
El viento le soplaba de
espalda, como si tratara de frenar su avance, o quizá de empujarle hacia el
centro del lago. Aunque estaba aterrado, sentía, en medio de su pavor, una
especie de disparatado júbilo: aquella vez el mono había desaparecido para
siempre, algo le daba esa certeza. Fuese de él lo que fuera, el mono no habría
de volver para proyectar su sombra sobre la vida de Dennis o la de Petey.
Estaba en el fondo del lago Crystal, quizá sobre el tejado del Studebaker de
Amos Culligan. Había desaparecido para siempre.
Remó alternando flexiones
y retrocesos. De nuevo se hicieron audibles los crujidos de antes, de madera
hendida, y con eso reparó en que la oxidada lata del cebo, la que guardaban
junto a la proa, estaba flotando en una capa de ocho centímetros de agua. Una
rociada de espuma bañó el rostro de Hal. A un estridente chasquido, el asiento
de proa cayó quebrado en dos y quedó flotando junto a la lata. Una tabla se
desprendió en el flanco izquierdo del bote, y luego una segunda, por el derecho,
junto a la línea de flotación. Hal tiró de los remos. Jadeaba, seca y abrasada
la garganta, y pronto sintió en la boca el sabor de cobre del agotamiento. El
pelo, sudoroso, le revoloteaba.
Inesperadamente, se abrió
en el mismo fondo de la lancha una grieta que, zigzagueando entre los pies de
Hal, se extendió hasta la proa. Irrumpió por ella un torrente de agua que
primero le cubrió los tobillos y luego fue alcanzándole las pantorrillas. Si
bien Hal remaba, el avance se había hecho lento. No se atrevió a volverse para
ver qué distancia le separaba de la costa.
Se soltó una nueva tabla.
La grieta del fondo se estaba ramificando, como si fuera un árbol. El agua entraba
a borbotones.
Hal,
que resollaba con afán, hizo volar los remos. Tiró de ellos una, dos veces, y a
la tercera... las dos piezas giratorias se rompieron con un chasquido. Perdido
un remo, se aferró al otro. Poniéndose en pie, comenzó a impulsarse alternando
paladas. Pero a un tumbo que casi hizo volcar la barca, Hal se vio devuelto al
asiento con un golpe seco.
Momentos
más tarde se desprendían más tablas, el banquillo se venía abajo y él iba a
parar al fondo de la embarcación, al agua que lo colmaba y cuya frialdad le
dejó pasmado. Mientras trataba de arrodillarse, pensó angustiado: «Petey no
tiene que ver esto, no tiene que ver ahogarse a su padre delante mismo de sus
ojos; debes hacer algo, nadar al estilo de los perros, si es preciso, pero haz,
haz algo...»
Tras un nuevo, desgarrado
crujido, que fue casi una explosión, se encontró en el agua, nadando como no lo
había hecho en su vida, y... la orilla estaba asombrosamente cerca. Un minuto
más tarde se encontraba de pie, con el agua a la cintura, a menos de cinco
metros de la playa.
Petey
chapoteó hacia él, con los brazos en alto, gritando, llorando, riendo. Hal se
lanzó hacia el chiquillo, avanzando a trompicones. Petey, con el agua al pecho,
se adelantaba de la misma manera.
Se abrazaron el uno al
otro.
Hal, exhausto, respiraba con grandes
boqueadas, pero no por eso dejó de tomar al niño en brazos y llevarle así
hasta la playa, donde ambos se tumbaron jadeantes.
—Papá, el mono ese,
malo-asqueroso... ¿ya no está?
—No, creo que no. Y esta
vez para siempre.
—El bote se desmontó...
cayó a pedazos a tu alrededor.
Hal miró las tablas que
flotaban libremente doce metros lago adentro. No guardaban el menor parecido
con la sólida barca hecho a mano que había sacado del cobertizo.
—Ya no importa —dijo,
reclinándose sobre los codos.
Cerró los ojos y dejó que el sol le calentara
la cara.
—¿Viste aquella nube?
—susurró Petey.
—Sí, pero ya no la veo...
¿y tú?
Observaron el cielo.
Blancos jirones dispersos flotaban en él, pero no había ninguna nube grande a
la vista. Como Hal dijera, se había ido.
Tiró de Petey y le puso en
pie.
—En la casa encontraremos
toallas. Vamos —pero se detuvo a mirar a su hijo—. Qué loco fuiste, echarte al
agua de esa manera.
El niño le contempló con
expresión solemne.
—Y tú qué valiente, papá.
—¿De veras? —la idea del
valor no le había ni tan siquiera cruzado el pensamiento. Sólo el miedo. El
miedo había sido demasiado grande para dejarle ver nada más. Supuesto que
hubiera habido verdaderamente algo más—. Vamos, Pete.
—¿Y qué le contamos a mamá?
Hal sonrió.
—No lo sé, grandullón. Ya
se nos ocurrirá algo. Todavía se detuvo un momento, para mirar las tablas flotantes. Las aguas del lago habían recuperado su serenidad y
centelleaban de minúsculas olillas. De improviso, Hal se puso a pensar en
veraneantes a quienes ni siquiera conocía: quizás un hombre y su hijo, a la
pesca de un pez gordo. «¡Papá, algo ha picado!», grita el chico. «Bien, pues
enrolla y veamos», responde el padre. Y de las profundidades surge, con algas
colgándole de los platillos, y en la cara su terrible sonrisa de bienvenida...
el mono.
Se
estremeció... pero no eran más que posibilidades.
—Vamos
—le dijo de nuevo al niño.
Y juntos remontaron el
sendero, a través del llameante bosque otoñal, hacia la vieja casa.
Del
Bridgton News,
24
de octubre de 1980
EL MISTERIO DE LOS PECES
MUERTOS
por
Betsy Muriarty
Centenares
de peces sin vida fueron hallados la semana pasada, flotando boca arriba, en el
lago Cristal de la vecina localidad de Casco. La mayor parte de ellos parecían
haber muerto en las proximidades de Hunter's Point, si bien a causa de las
corrientes del lago no es fácil determinar esto último. La mortandad de peces
los incluía de todas las especies comunes en aquellas aguas: lucios, percas,
lamprehuelas, carpas, truchas pardas y truchas irisadas, e incluso un salmón
lacustre. Las autoridades de Caza y Pesca se manifiestan desconcertadas ...
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