domingo, 29 de julio de 2012

Cuento :"Ellos" de Rudyard Kipling

Esta es un relato fantástico del autor inglés Rudyard Kipling: "Ellos"...
http://elvisitantemaligno.blogspot.com/2012/07/cuento-ellos-de-rudyard-kipling.html


(Para Móvil) 
 
Un paisaje me llevaba a otro; desde la cima de una colina hasta la siguiente, a través del campo, y como frente a algún problema no podía hacer otra cosa que no fuera el avanzar una palanca hacia adelante, dejé que el terreno fluyera bajo mis ruedas. Los campos sembrados de huertos del Este, dieron paso al tomillo, las encinas y la hierba de las tierras bajas, y éstas dieron paso a su vez a los ricos campos de grano e higueras de la costa inferior, desde donde se puede contemplar lo mejor de la marea, a mano izquierda, a lo largo de casi veinticinco kilómetros; y cuando, finalmente, giré hacia el interior a través de un grupo de colinas redondeadas y de bosques, ya había dejado atrás las partes conocidas. Más allá de ese preciso caserío, apadrinado por la capital de los Estados Unidos, encontré pueblos escondidos donde las abejas, los únicos seres despiertos, zumbaban en los tilos de casi veinticinco metros de altura que sobresalían por encima de grises iglesias normandas, con milagrosos arroyuelos deslizándose bajo puentes de piedra construidos para soportar un tráfico mucho más pesado del que jamás les volverían a molestar; graneros para el diezmo, mucho más grandes que sus iglesias, y una vieja herrería, que ponía de manifiesto cómo habían sido en otros tiempos las residencias de los Caballeros del Temple. Encontré a unos gitanos en un campo comunal donde crecían las aulagas y los brezos pugnaban por abrirse paso, junto con un kilómetro y medio de camino romano, y un poco más allá molesté a una zorra roja que echó a correr como un perro bajo la desnuda luz del sol.
A medida que las colinas boscosas se fueron cerrando a mi alrededor me levanté en el coche para orientarme hacia esas tierras bajas cuyo principio está señalado con un mojón, el único en casi ochenta kilómetros a través de los campos bajos. Pensé que la configuración del terreno me llevaría a través de alguna carretera que, en dirección al oeste, llegaría hasta sus pies, pero no tuve en cuenta la confusión desorientadora de los bosques. Un giro rápido me precipitó primero hacia un desmonte verde rebosante de líquida luz solar, y después hacia un tenebroso túnel donde las hojas muertas del año anterior susurraron y se agitaron alrededor de los neumáticos. El ramaje de los fuertes avellanos que se elevaban sobre mi cabeza no había sido cortado durante, por lo menos, un par de generaciones, y ningún hacha había ayudado a los robles y hayas cubiertos de musgo a sobresalir por encima de ellos. Aquí, la carretera cambió claramente en una vereda alfombrada sobre cuyo terciopelo marrón surgían las matas de primavera, como si fueran de jade y unas pocas y achacosas campánulas azules de tallo blanco se mecían juntas. Aprovechando la cuesta abajo, apagué el motor y me deslicé sobre las hojas que formaban rápidos remolinos, esperando encontrarme en cualquier momento con un guardabosque, pero sólo escuché a un arrendajo, allá lejos, disputando con el silencio, bajo la luz crepuscular de los árboles.
El camino seguía descendiendo. Estaba a punto de frenar y retroceder haciendo marcha atrás antes de que pudiera terminar metido en algún terreno pantanoso, cuando vi la luz del sol a través de la maraña que se extendía ante mí, y quité el pie del freno.
Volví a bajar inmediatamente. En el momento en que la luz me dio en la cara, mis ruedas delanteras pisaron el césped de un gran prado silencioso, del que saltaron caballeros de tres metros y pico de altos, con las lanzas en ristre, monstruosos pavos reales y brillantes damas de honor, de cabeza redondeada... —azul, negra y reluciente—, formado todo ello por tejos podados. En uno de los extremos del prado —los bosques arreglados la vencían por tres lados—, había una casa antigua, de piedras cubiertas de liquen y desgastadas por el tiempo, con ventanas divididas con parteluces y cubierta de tejas rosadas. Estaba flanqueada por muros semicirculares, también rosados, que cerraban el prado por el cuarto lado, y a sus pies se elevaba un matorral de boj, de la altura de un hombre. En el tejado, había palomas alrededor de las chimeneas de ladrillo delgado, y capté la visión fugaz de un palomar octogonal situado detrás de la pared protectora.
En aquel momento, me detuve; la lanza verde de uno de los caballeros me dio en el pecho; contuve la respiración ante la extraordinaria belleza de esta joya, situada en aquel lugar.
«Si no soy despachado por intruso, o si este caballero no se lanza al galope contra mí —pensé—, Shakespeare y la reina Isabel, por lo menos, deben surgir ahora de esa puerta semiabierta del jardín para invitarme a tomar el té.»
Un niño apareció en una ventana superior y creí que aquel pequeño ser me saludaba amistosamente con una mano. Pero eso fue para llamar a un compañero, pues no tardó en aparecer otra cabeza. Entonces escuché una risa entre los tejos, similares a pavos reales, y volviéndome para asegurarme (hasta entonces sólo había estado observando la casa), vi la plata de una fuente detrás de un seto, que se elevaba contra el sol. Las palomas del tejado arrullaban, lo mismo que el agua; pero entre aquellas dos notas, capté la feliz risita de un niño absorto en alguna pequeña travesura.
La puerta del jardín —una pesada hoja de roble profundamente hundida en la espesura del muro— se abrió aún más: una mujer, con un gran sombrero de hortelana, puso lentamente su pie sobre el escalón de piedra desgastado por el tiempo y avanzó también con lentitud por el prado. Estaba pensando en alguna disculpa cuando ella levantó la cabeza y me di cuenta de que era ciega.
—Le he oído —me dijo—. ¿No es eso un vehículo a motor?
—Me temo que me he equivocado al tomar el camino. Tendría que haber dado la vuelta mucho antes... Nunca pensé... —empecé a decir.
—¡Pero si me alegra mucho que haya venido! Es muy divertido que un coche haya entrado en el prado. Será un placer extraordinario —se volvió e hizo como si mirara a su alrededor—. ¿No... no habrá visto quizá a alguien?
—Nadie con quien hablar, pero los niños parecían sentirse interesados, al menos a cierta distancia.
—¿Qué?
—Acabo de ver a un par de ellos en la ventana, y creo que escuché una pequeña risita allá al fondo.
—¡Oh, qué suerte la suya! —exclamó, iluminándosele el rostro—. Yo les oigo, desde luego, pero eso es todo. ¿Les ha visto y les ha escuchado?
—Sí —contesté—, y si sé algo de niños, creo que uno de ellos se lo está pasando estupendamente junto a esa fuente. Me imagino que habrá burlado la vigilancia.
—¿Le gustan a usted los niños?
Le di una o dos buenas razones por las que no tenía ningún motivo para odiarles.
—Desde luego, desde luego —admitió ella—. Entonces lo comprenderá. Entonces no pensará que es una tontería si le pido que lleve su coche una o dos veces a través del prado... con bastante lentitud. Estoy segura de que les encantará verlo. Ven tan pocas cosas, los pobres. Una trata de hacer su vida agradable, pero... —extendió las manos hacia los bosques—-. Estamos tan alejados del mundo, aquí.
—Será espléndido —dije—, pero no puedo aplastar su hierba.
—Espere un minuto —dijo, volviendo el rostro hacia la derecha—. Estamos en la puerta que da al sur, ¿verdad? Detrás de esos tejos hay un camino empedrado. Le llamamos el Camino de los Tejos. No puede usted verlo desde aquí, según me dicen, pero si se introduce por la esquina del bosque, puede doblar en el primer tejo que vea y llegar al camino empedrado.
Era un verdadero sacrilegio despertar aquella casa de ensueño con el estruendo de la maquinaria, pero hice avanzar el coche por el borde del prado y a lo largo del bosque y di la vuelta en el amplio camino de piedra donde estaba el gran cuenco de la fuente, como si fuera un zafiro estrellado.
—¿Puedo ir yo también? —me preguntó la mujer—. No, por favor, no me ayude. Les gustará mucho más si me ven.
Fue tanteando su camino ligeramente hasta llegar frente al coche y, con un pie en el guardabarros, gritó:
—¡Niños! ¡Eh, niños! ¡Mirad lo que va a ocurrir!
La voz hubiera sido capaz de arrancar a las almas perdidas del infierno por el ansia que se percibía bajo su dulzura, y no me sorprendió nada escuchar un grito por respuesta detrás de los tejos. Tuvo que haber sido el niño que se encontraba junto a la fuente, y que echó a correr ante nuestra proximidad, dejando un pequeño barco de juguete en el agua. Vi el destello de su blusa azul por entre los caballeros inmóviles.
Muy decididos, avanzamos con el coche a lo largo de todo el camino y, ante su petición, volvimos a retroceder. En esta ocasión, el niño se había librado ya de lo peor de su pánico, aunque aún se mantenía alejado y en actitud incierta.
—El pequeño nos está observando —dije—. Me pregunto si le gustaría dar un paseo.
—Aún son muy tímidos. Muy tímidos. Pero ha sido una suerte que les haya podido ver. Escuchemos.
Detuve inmediatamente el motor y el húmedo silencio, cargado con el susurrar del boj, se nos metió muy adentro. Pude escuchar las tijeras de algún hortelano que estaba podando; un zumbido de abejas y de voces rotas, que muy bien podrían haber sido las palomas.
—¡Oh, qué poco amables! —exclamó ella, con fatiga.
—Quizá sólo se sienten tímidos a causa del motor. La niña pequeña que está en la ventana parece sentirse tremendamente interesada.
—¿Sí? —elevó la cabeza—. Ha sido un error por mi parte decir eso. Se sienten realmente orgullosos de mí. Es la única cosa por la que vale la pena vivir... cuando se sienten orgullosos de una, ¿verdad? No me atrevo a pensar cómo sería este lugar sin ellos. Y, a propósito, ¿es bonito?
—Creo que es el lugar más hermoso que he visto jamás.
—Así me lo dicen. Yo lo puedo sentir, desde luego, pero eso no es exactamente lo mismo.
—Entonces, ¿nunca ha...? —empecé a preguntar, pero me detuve, avergonzado.
—No, al menos que yo pueda recordar. Todo sucedió cuando sólo tenía unos pocos meses. Eso es lo que me dicen. Y, sin embargo, tengo que recordar algo, puesto que de otro modo no podría soñar colores. Veo luz en mis sueños, y también colores, pero nunca los veo. Únicamente los escucho, tal y como hago cuando estoy despierta.
—Resulta difícil ver los rostros en sueños. Algunas personas pueden hacerlo, pero la mayor parte de nosotros no poseemos ese don —comenté, mirando hacia la ventana, donde se encontraba la niña, aunque ocultándose.
—Eso también lo he oído decir antes —dijo ella—. Y ellos me dicen que una nunca ve en un sueño el rostro de una persona muerta, ¿Es eso cierto?
—Creo que sí... ahora que lo pienso.
—¿Pero a usted cómo le sucede... a usted mismo? —los ojos ciegos se volvieron hacia mí.
—Nunca he visto los rostros de mis muertos en ningún sueño —contesté.
—Entonces, eso debe ser tan malo como ser ciego.
El sol desapareció por detrás de los bosques y las largas sombras se iban apoderando de los insolentes caballeros, uno tras otro. Vi cómo la luz moría, desapareciendo del extremo de una brillante lanza y todo el luminoso verde adquirió un tono suavemente oscuro. La casa, aceptando el final de otro día, como había aceptado otros muchos miles, pareció asentarse más profundamente en sus fundamentos, entre las sombras.
—¿Lo ha deseado alguna vez? —preguntó ella después de un silencio.
—Sí, a veces mucho —contesté.
La niña dejó la ventana cuando las sombras se cernieron sobre ella.
—¡Ah! Yo también. Pero no creo que esté permitido... ¿Dónde vive usted?
—Al otro lado del condado... a más de noventa kilómetros de aquí, y tengo que regresar. He venido sin las luces largas.
—Pero todavía no es de noche. Lo puedo sentir.
—Me temo que lo será para cuando regrese a casa. ¿Puede prestarme a alguien que me muestre antes el camino? Creo que me he perdido por completo.
—Enviaré a Madden con usted hasta el cruce. Estamos tan alejados del mundo que no me sorprende que se haya perdido. Le conduciré hasta la casa, pero irá despacio, ¿verdad?, al menos hasta que haya salido del prado. No es nada tonto, ¿no cree?
—Le prometo que iré despacio —dije, y dejé que el coche se deslizara lentamente por el camino empedrado.
Rodeamos el ala izquierda de la casa, cuyos canalones de plomo ya valían la pena, lo suficiente como para viajar todo un día para verlos; pasamos bajo una gran puerta rodeada de rosales en la pared roja y fuimos dando la vuelta hacia la elevada fachada de la casa, cuya belleza y majestuosidad superaron con mucho todas las que ya había visto.
—¿Es todo tan bonito? —me preguntó melancólicamente cuando escuchó mis exclamaciones de admiración—. ¿Le gustan también las figuras de plomo? Detrás está el viejo jardín de azaleas. Ellos dicen que este lugar debe haber sido construido para los niños. ¿Me ayudará usted a bajar, por favor? Me gustaría poder acompañarle hasta el cruce, pero no debo dejarles. ¿Eres tú, Madden? Quiero que le enseñes a este caballero el camino, hasta llegar al cruce. Se ha perdido, pero... les ha visto.
Un mayordomo apareció sin hacer ningún ruido ante el milagroso y viejo roble que debe ser llamado la puerta frontal, y se deslizó a un lado para ponerse el sombrero. Ella se quedó de pie, mirándome con unos ojos azules abiertos en los que no había visión y, por primera vez, me di cuenta de lo hermosa que era.
—Recuerde —me dijo con tranquilidad—, si le gustan a usted, volverá de nuevo —y desapareció en el interior de la casa.
Ya en el coche, el mayordomo no dijo nada hasta que nos encontramos cerca de las puertas de salida donde, .al percibir el destello fugaz de una blusa azul entre unos arbustos, di un amplio viraje para que el diablo que impulsa hacia el juego a todos los niños pequeños no terminara por convertirme en un infanticida.
—Perdóneme —me preguntó de repente—, pero ¿por qué ha hecho éso, señor?
—Por aquel niño.
—¿Por nuestro joven caballero de azul?
—Claro.
—Corre bastante de un lado a otro. ¿Le ha visto junto a la fuente, señor?
—¡Oh, sí! Varias veces. ¿Giramos aquí?
—Sí, señor. ¿Y le ha visto también arriba?
—¿En la ventana de arriba? Sí.
—¿Fue eso antes de que la señora se acercara a usted para hablarle, señor?
—Sí, un poco antes. ¿Qué es lo que quiere saber?
Guardó un momento de silencio.
—Sólo quería asegurarme de que... ellos habían visto el coche, porque con los niños corriendo de un lado a otro, y aunque estoy seguro de que usted conduce con mucho cuidado, se puede producir un accidente. Eso era todo, señor. Aquí está el cruce. A partir de ahora, ya no puede equivocarse de camino. Gracias, señor, pero no es nuestra costumbre, no con...
—Le ruego me disculpe —dije, guardándome la moneda inglesa.
—¡Oh! Es bastante correcto hacerlo con los demás, como una costumbre. Adiós, señor.
Se retiró hacia la torreta blindada de su casta, y se marchó. Evidentemente, era un mayordomo cuidadoso con el honor de su casa e interesado en los niños, probablemente a través de una niñera.
Una vez detrás de las señales de tráfico del cruce, miré hacia atrás, pero las colinas se entrelazaban tan celosamente, que no pude distinguir dónde se encontraba la casa. Cuando pregunté su nombre en una granja situada junto a la carretera, la gruesa mujer que vendía dulces allí me dio a entender que los propietarios de automóviles tenían poco derecho a la vida... y mucho menos a «ir por ahí hablando como gente importante». Evidentemente, no formaban una comunidad de actitudes agradables.
Aquella noche, cuando volví a trazar la ruta seguida en el mapa, fui un poco más cuidadoso. La Vieja Granja de Hawkin parecía ser el título de reconocimiento del lugar, y la vieja Gaceta Campesina, generalmente tan amplia, no aludía a ella. La gran casa de aquella parte era Hodnington Hall, estilo georgiano, con adornos del primer estilo Victoriano, como atestiguaba un atroz grabado en acero. Transmití mi dificultad a un vecino —una persona profundamente enraizada en aquellos lugares—, y me dio el nombre de una familia que no tuvo ningún significado para mí.
Aproximadamente un mes después... volví, aunque puede que fuera el coche el que tomó aquella carretera por voluntad propia. Recorrió las estériles tierras bajas, sintiendo como una amenaza cada uno de los giros del complicado laberinto de veredas situadas bajo las colinas, atravesó los altos bosques, impenetrables cuando están en pleno florecimiento. Llegó hasta el cruce donde me dejara el mayordomo y un poco más allá presentó un problema interno que me obligó a detenerlo al borde del camino, cubierto de hierba, que penetraba en el bosque de avellanos, silencioso en el verano. Por lo que podía cotejar a través del sol y del gran mapa ampliado que llevaba, éste debía ser el camino que cruzaba aquel bosque y que era el que había visto primero desde las alturas. Me tomé la cuestión de las reparaciones como algo muy serio, saqué mi reluciente y recién comprada caja de reparaciones, las llaves inglesas, la bomba y otras cosas similares, que extendí ordenadamente sobre una manta de viaje. Era una trampa destinada a atraer a los niños, pues en un día como aquél suponía que los niños no estarían muy lejos. Me detuve en mi trabajo y escuché, pero el bosque estaba tan repleto de ruidos de verano (aunque las aves ya se habían apareado) que al principio no pude distinguir los ruidos de los pequeños y cautelosos pasos que avanzaban furtivamente sobre las hojas muertas. Toqué entonces el claxon, de una forma atractiva, pero los pasos huyeron y me arrepentí de haberlo hecho. Así pues, para un niño, un sonido repentino produce un verdadero terror. Tuve que haber permanecido trabajando durante una media hora cuando, de pronto, escuché en el bosque la voz de la mujer ciega, que gritaba:
—¡Niños, oh niños! ¿Dónde estáis?
Y el silencio se cerraba después lentamente sobre la perfección de aquel grito. Ella se fue acercando a mí, medio tanteando su camino por entre los troncos de los árboles, y aunque había un niño cerca, se metió por entre el follaje como un conejo en cuanto ella se acercó un poco más.
—¿Eres tú? —preguntó—. ¿El que viene del otro lado del condado?
—Sí, soy el que viene del otro lado del condado —contesté.
—Entonces, ¿por qué no has venido por los bosques de arriba? Ellos estaban allí en estos momentos.
—Estaban por aquí hace unos pocos minutos. Esperaba que se dieran cuenta de que mi coche se había estropeado y vinieran a ver lo que pasaba.
—Supongo que no será nada serio, ¿verdad? ¿Cómo se pueden estropear los coches?
—De cincuenta formas diferentes. Pero el mío parece haber elegido el número cincuenta y uno.
Se echó a reír alegremente ante la pequeña broma y se llevó el sombrero hacia atrás.
—Permítame escuchar —me pidió.
—Espere un momento —gritó—. Le traeré un cojín.
Colocó un pie sobre la manta de viaje, toda cubierta de repuestos, y se inclinó, ansiosamente.
—¡Qué cosas tan deliciosas! —las manos a través de las cuales veía, brillaban a la débil luz del sol—. Una caja aquí... ¡otra caja! ¿Por qué las ha colocado todas como si estuviera en una tienda?
—Confieso ahora que las he puesto así para atraer a los niños. En realidad, no necesito ni la mitad de esas cosas.
—¡Qué bonito por su parte! He escuchado su claxon cuando me encontraba en el bosque de arriba. ¿Dice que estuvieron por aquí?
—Estoy seguro. ¿Por qué son tan tímidos? Ese pequeño niño vestido de azul, que estaba cerca de usted hace un momento, tendría que haber superado ya su timidez. Me ha estado observando como un piel roja.
—Tiene que haber sido su claxon —dijo ella—. Cuando bajaba hacia aquí, escuché a uno de ellos pasando por mi lado, y parecía tener problemas. Son muy tímidos... incluso conmigo —volvió el rostro, por encima del hombro, y gritó de nuevo—: ¡Niños! ¡Oh, niños! ¡Mirad y venid a ver esto!
—Tienen que haberse marchado a sus propios asuntos —le sugerí yo, pues detrás de nosotros se produjo un murmullo de voces bajas, rotas por las repentinas risitas propias de la infancia.
Volví a mi faena, mientras ella se inclinaba hacia adelante, con la mejilla en la mano, escuchando interesadamente.
—¿Cuántos son? —pregunté al fin.
Ya había terminado la reparación, pero no veía ninguna razón para marcharme.
Su frente se arrugó un poco, como si estuviera haciendo un pequeño esfuerzo por pensar.
—No lo sé muy bien —dijo, simplemente—. A veces más... otras veces menos. Vienen y se quedan conmigo porque yo les quiero, ¿comprende?
—Eso debe ser muy bonito —dije, colocando en su sitio una de las cajas, y mientras hablaba me di cuenta de la necedad de mi contestación.
—No... no se estará riendo de mí, ¿verdad? —preguntó, elevando el tono de su voz—. Yo... no tengo ninguno propio. No me casé nunca. A veces, la gente se ríe de mí a causa de ellos porque... porque...
—Porque son salvajes —dije yo—. No hay nada de qué reírse. Lo único que hacen en sus vidas es reírse de todo lo que ven.
—No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo? Lo único que no me gusta es que se rían de mí a causa de ellos. Eso duele. Y cuando una no puede ver... No quiero parecer tonta —su mejilla se estremeció como la de un niño, al decir—: Pero creo que nosotros, los ciegos, sólo tenemos una piel. Todo lo del exterior choca directamente contra nuestras almas. Con ustedes, eso es diferente. Tienen buenas defensas en sus ojos... mirando al exterior... antes de que nadie pueda realmente causarles algún daño en el alma. La gente suele olvidar eso con nosotros.
Guardé silencio, reflexionando sobre aquella cuestión inagotable... la algo más que heredada brutalidad de los cristianos (pues también se la enseña cuidadosamente), frente a la que el simple paganismo del negro de la costa occidental es algo limpio y moderado. Aquellos pensamientos me llevaron a una gran distancia de mí mismo.
—¡No haga eso! —gritó ella de repente, poniéndose las manos delante de los ojos.
—¿Qué?
Ella hizo un gesto con la mano.
—¡Eso! Es... es todo morado. ¡No lo haga! Ese color duele.
—Pero ¿cómo diablos conoce usted los colores? —pregunté, pues había descubierto una revelación en sus palabras.
—¿Los colores como colores? —preguntó ella.
—No. Esos colores que acaba de ver ahora.
—Lo sabe usted tan bien como yo —contestó, sonriendo—. De otro modo, no habría hecho esa pregunta. No están en absoluto en el mundo. Están en usted... cuando se enfada tanto.
—¿Quiere usted decir una mancha oscura, como el vino tinto mezclado con tinta? —pregunté.
—No he visto nunca ni el vino tinto ni la tinta, pero los colores no están mezclados. Son separados... están todos separados.
—¿Quiere usted decir como rayas y cintas que atraviesan el morado?
—Sí... —asintió ella—, sí, son así —y trazó un movimiento de zigzagueo con el dedo—. Pero es todo más rojo que morado... ese mal color.
—¿Y cómo son los colores en la parte superior de... lo que usted ve?
Ella se adelantó lentamente y trazó sobre la manta de viaje la figura de un huevo.
—Los veo así —dijo, señalando después con una brizna de hierba—, blanco, verde, amarillo, rojo, morado, y cuando la gente está enfadada o se siente mal, el negro a través del rojo... tal y como estaba usted ahora.
—¿Quién le dijo algo sobre todo esto... quiero decir quién fue la primera persona que se lo dijo? —pregunté.
—¿Sobre los colores? Nadie. Solía preguntar por los colores cuando era pequeña... en los tapetes, las cortinas, las alfombras... porque algunos colores me duelen y otros me hacen feliz. La gente me lo decía y cuando crecí fue así como empecé a ver a la gente —y volvió a trazar los contornos del huevo, que muy pocos de nosotros podemos ver.
—¿Y todo eso por usted misma? —volví a preguntar.
—Todo por mí misma. No había nadie más. Sólo más tarde descubrí que otras personas no veían los colores.
Se apoyó sobre el tronco de un árbol, trenzando y destrenzando las briznas de hierba que arrancaba. Los niños se habían acercado más, aunque continuaban en el bosque. Les podía ver por el rabillo del ojo, jugueteando como ardillas.
—Ahora estoy segura de que nunca se reirá de mí —dijo ella, después de un largo silencio—. Ni tampoco de ellos.
—¡Por Dios! ¡No! —grité, sacudiendo la continuidad de mis pensamientos—. Un hombre que se ríe de un niño es un bárbaro... a menos que el niño también se esté riendo.
—No quería decir eso, desde luego. Nunca se ha reído usted de los niños, pero creí... pensé... que quizá se podría haber reído de ellos. Así es que ahora le pido perdón... ¿De qué se va a reír ahora?
Yo no había producido ningún sonido, pero ella lo sabía.
—De su petición de perdón. Si hubiera usted cumplido con su deber como pilar del Estado y como propietaria de tierras, tendría que haberme arrojado por intruso el otro día, cuando penetré por ente sus bosques. Fue algo inexcusable por mi parte.
Ella levantó la cabeza hacia mí, apoyándola contra el tronco del árbol... y permaneció así obstinadamente, durante largo rato... esta mujer capaz de ver el alma desnuda.
—¡Qué curioso! —medio susurró, casi para sí misma—. ¡Qué curioso es!
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
—No comprende... Y, sin embargo, comprendió usted lo de los colores. ¿Entiende ahora?
Habló con una pasión que no estaba justificada por nada, y yo la observé, desconcertadamente, mientras se levantaba. Los niños se habían reunido detrás de unas grandes zarzas. Una cabeza brillante se inclinaba sobre otra algo más pequeña y la posición de los pequeños hombros me dio a entender que tenían los dedos en los labios. Ellos también tenían algún tremendo secreto infantil. Únicamente yo me encontraba desamparadamente extraviado bajo la luminosa luz del sol.
—No —dije y sacudí la cabeza en sentido negativo, como si los ojos muertos pudieran percibir el movimiento—. Sea lo que fuere, no lo entiendo aún. Quizá lo comprenda más tarde... si me permite usted volver.
—Volverá usted —comentó ella—. Estoy segura de que volverá y andará por entre el bosque.
—Quizá para entonces los niños ya me conozcan lo bastante como para dejarme jugar con ellos... como una especie de favor. Ya sabe usted cómo son los niños.
—No es una cuestión de favor, sino de derecho —replicó la mujer.
Mientras me estaba preguntando lo que significaba aquello, una mujer desmelenada dobló el recodo del camino, con el pelo suelto, el rostro amoratado, casi dando mugidos de dolor mientras corría. Se trataba de mi ruda y querida amiga gruesa que vendía dulces. La mujer ciega la escuchó y avanzó, preguntando:
—¿Qué ocurre, Mrs. Madehurst?
La mujer se llevó el delantal a la cabeza y se arrojó literalmente al suelo, gritando y diciendo que su nieto estaba enfermo de muerte, que el doctor de la localidad se había marchado a pescar, que Jenny, la madre, estaba a punto de volverse loca; repetía una y otra vez todo lo que decía, entre grandes gritos.
—¿Dónde vive el médico más cercano? —pregunté, muy agitado.
—Madden se lo dirá. Vaya a la casa y lléveselo consigo. Yo atenderé esto. ¡Dése prisa!
La ciega recogió a la mujer gruesa y la llevó hacia la sombra. Dos minutos después yo estaba haciendo sonar todas las trompetas de Jericó ante la fachada de la Casa Hermosa, y Madden, que se encontraba en la despensa, estuvo a punto de sufrir una crisis corno mayordomo y como hombre.
Después de viajar durante un cuarto de hora a velocidades prohibidas, encontramos a un médico a unos diez kilómetros de distancia. Al cabo de media hora le dejamos en la puerta de la tienda de dulces, y salimos a la carretera para esperar el veredicto.
—Los coches son cosas muy útiles —comentó Madden, sintiéndose hombre y no mayordomo—. De haber tenido uno cuando mi hija se puso enferma, no habría muerto.
—¿Cómo ocurrió? —le pregunté.
—Difteria. Mi esposa estaba fuera. Nadie sabía bien lo que hacer. Recorrí quince kilómetros en un camión que me recogió hasta encontrar a un médico. Cuando regresamos, la niña ya había sufrido un colapso. Este coche la hubiera salvado. Ahora tendría cerca de diez años.
—Lo siento —dije—. Por lo que me dijo el otro día, mientras me enseñaba el camino de regreso al cruce, pensé que le gustaban mucho los niños.
—¿Les ha vuelto a ver... esta mañana?
—Sí, pero parecen bien protegidos contra los coches. No conseguí que ninguno de ellos se acercara a menos de veinte metros de distancia.
Me observó cuidadosamente, del mismo modo en que un explorador podría observar a una persona extraña... y no como un sirviente elevando sus ojos hacia su superior.
—Me pregunto por qué —dijo, dejando que su voz se elevara apenas sobre su respiración.
Esperamos. Una ligera brisa procedente del mar subió y bajó a lo largo de los cortafuegos de los bosques, y las hierbas del camino, bloqueadas ya por el polvo del verano, se elevaron y se inclinaron en oleadas amarillentas.
Una mujer, quitándose las pequeñas burbujas de jabón de los brazos, se acercó a la tienda, procedente de la granja contigua.
—He estado escuchando en el patio de atrás —dijo alegremente—. Resulta que Arthur está muy mal. ¿Acaban de oírle gritar? Está muy mal. Recuerdo que la próxima semana le toca a Jenny pasear por el bosque, Mr. Madden.
—Perdóneme, señora, pero... se está usted confundiendo —dijo Madden respetuosamente.
La mujer le miró asombrada, balbució unas palabras de disculpa y se marchó apresuradamente.
—¿Qué quiere decir con eso de «pasear por el bosque» —pregunté.
—Debe tratarse de alguna frase hecha que utilizan por ahí. Yo soy de Norfolk —dijo Madden—. En este condado son gente muy independiente. Le ha confundido a usted con un chófer.
Vi al doctor que en aquellos momentos salía de la casa, seguido de una muchacha que arrastraba los pies, y que colgaba de su brazo como si él pudiera acordar por ella un pacto con el diablo.
—Eso —decía ella—, ellos son para nosotros tanto como si hubieran nacido legalmente. Tanto... tanto. Y Dios estará tan contento si le salva, doctor. No se lo lleve de mi lado. Miss Florence le dirá exactamente lo mismo. ¡No le deje, doctor!
—Lo sé, lo sé —dijo el hombre—, pero ahora estará tranquilo durante un rato. Conseguiremos la enfermera y la medicina con la máxima rapidez que podamos.
Me hizo señas para que avanzara con el coche y sentí no haber estado enterado de lo que iba a seguir. Pero vi el rostro de la muchacha, encogido y helado por el dolor, y sentí la mano, sin ningún anillo, que se agarró a mis rodillas cuando nos marchamos.
El médico era un hombre de buen humor, pues recuerdo que puso mi coche bajo el juramento de Esculapio, y utilizó, tanto el vehículo como a mí mismo, sin piedad alguna. Primero llevamos allí a Mrs. Madehurst y a la mujer ciega para que esperaran junto al lecho del enfermo hasta que llegara la enfermera. Después invadimos una pequeña y limpia ciudad del condado para buscar medicinas (el médico decía que se trataba de una meningitis cerebro-espinal), y cuando el Instituto Médico del condado, flanqueado por un mercado de ganado, informó que no disponía de enfermeras por el momento, nos lanzamos literalmente a recorrer todo el condado. Conferenciamos con los propietarios de grandes casas —magnates que vivían al extremo de avenidas bordeadas de árboles y cuyas mujeres de buen esqueleto se levantaban de las mesas donde estaban tomando el té para escuchar al imperioso doctor. Finalmente, una señora de pelo blanco, sentada bajo un cedro del Líbano, y rodeada por una corte de magníficos perros —todos ellos hostiles a los motores—, entregó al doctor órdenes escritas, que éste recibió como si de una princesa se tratara, y que llevamos a muchos kilómetros de distancia, a toda velocidad, a través de un parque, hasta llegar a un convento de monjas francesas, donde, a cambio de los papeles escritos, recibimos a una hermana temblorosa, de rostro pálido. Ella se arrodilló, rezando sus oraciones sin pausa alguna, cortadas únicamente por breves observaciones del médico, hasta que llegamos una vez más a la tienda de dulces. Había sido una tarde muy larga, plagada de terribles episodios que surgían y se disolvían como el polvo de nuestras ruedas; intersecciones de vidas remotas e incomprensibles a través de las cuales pasamos en ángulo recto; y me marché a casa al anochecer, agotado, para soñar con los cencerros del ganado; monjas de ojos redondos andando por un jardín lleno de tumbas; agradables reuniones donde se tomaba el té bajo la sombra de los árboles; los pasillos pintados de gris, que olían a ácido carbólico, del Instituto Médico; los pasos de unos niños tímidos en el bosque, y las manos que se agarraron a mis rodillas en cuanto empezó a zumbar el motor.
Tenía la intención de volver uno o dos días después, pero quiso el destino mantenerme apartado de aquella zona del condado, mediante numerosos pretextos, hasta que los saúcos y las rosas silvestres ya habían florecido. Amaneció finalmente un día brillante, con la claridad extendiéndose desde el sudoeste, lo que hacía que las colinas parecieran encontrarse al alcance de la mano... un día de aire inestable y de nubes altas y diáfanas. Aunque no había hecho ningún mérito propio, me encontraba libre, así es que puse el coche en marcha dirigiéndome por tercera vez hacia aquella carretera, ya conocida. Al llegar a la cresta de las colinas de las tierras bajas, sentí el cambio de aire, mucho más suave, como satinado bajo el sol; mirando hacia el Canal vi cómo en aquel instante el azul del mar cambiaba y adquiría un tono plateado pulido que terminó por convertirse en un color de acero opaco. Un mercante empezaba a alejarse de la costa, buscando aguas más profundas, y vi cómo las velas se elevaban una tras otra sobre la flota de pesca anclada. Por detrás de mí un repentino remolino de aire bramó a través de los protegidos robles, arrojando de ellos las primeras hojas del otoño. Cuando llegué a la carretera de la playa, la neblina marina humeaba sobre los muelles, mientras que la superficie del mar era agitada por el ventarrón. En menos de una hora desapareció el verano inglés, convirtiéndose en una cosa fría y gris. Volvíamos a ser la isla cerrada del norte, con todas las naves del mundo bramando ante nuestras peligrosas puertas; y por entre sus gritos se escuchaban los graznidos de las gaviotas. Mi capa se humedeció, los pliegues de la manta de viaje recogieron el agua en pequeños charcos o la desviaron en diminutos riachuelos, y la salinidad del mar se pegó a mis labios.
Tierra adentro, el olor del otoño cargaba la espesa niebla suspendida de los árboles y el goteo se convirtió en una lluvia continua. Sin embargo, las flores tardías —las malvas, escabiosas y dalias— se mostraban alegres en medio de la humedad y, aparte de la respiración salinosa del mar, había pocos signos de decaimiento en las hojas. En los pueblos, las puertas de las casas aún permanecían abiertas y los niños, de cabeza rapada, permanecían sentados sobre los escalones de las puertas para burlarse de los extraños.
Me atreví a llamar a la tienda de dulces, donde Mrs. Madehurst se encontró conmigo, mostrando las lágrimas acogedoras de una mujer gruesa. El hijo de Jenny, me dijo, había muerto dos días después de la llegada de la monja. Ella creía que era mejor de esa manera, pues ni siquiera las empresas de seguros estaban dispuestas a asegurar una vida tan aislada, por razones que ella no pretendía comprender.
—Después del primer año, Jenny no atendió a Arthur como si hubiera nacido adecuadamente... como la propia Jenny.
Gracias a miss Florence el niño había sido enterrado con una pompa que, en opinión de Mrs. Madehurst, ocultaba más que nada la pequeña irregularidad de su nacimiento. Me describió el ataúd, tanto por dentro como por fuera, el coche fúnebre de cristal y las hojas perennes que se arrojaron a la tumba.
—Pero ¿cómo está la madre? —pregunté.
—¿Jenny? ¡Oh, le pasará! Yo ya me he sentido así con uno o dos hijos míos. Lo superará. Ahora está paseando por el bosque.
—¿Con este tiempo?
—No sé, pero es como si abriera el corazón. Sí, abre el corazón. Eso es por lo que, a la larga, y según decimos nosotros, los que se marchan y los que llegan se parecen tanto.
La sabiduría de las esposas viejas es. mucho mayor que la de todos los padres juntos, y esta última frase me hizo pensar tanto mientras regresaba a la carretera, que casi tropecé con una mujer y un chiquillo situados en la esquina de la valla de madera situada junto a las puertas de entrada a la Casa Hermosa.
—¡Un tiempo terrible! —dije, aminorando la velocidad para realizar el giro.
—No es tan malo —me contestó plácidamente desde la niebla—. Estamos acostumbrados a él. Creo que estará usted mejor dentro de la casa.
Dentro, Madden me recibió con una cortesía profesional y con amables preguntas sobre la salud del motor, que él se encargó de proteger, cubriéndolo.
Esperé en una sala silenciosa, del color de la nuez, adornada con flores y calentada con un delicioso fuego de madera... un lugar de influencia beneficiosa y de gran paz. (A veces, y después de un gran esfuerzo, los hombres y mujeres pueden conseguir un lugar adecuado donde descansar; pero la casa, que es su templo, no puede decir otra cosa más que la verdad sobre quienes han vivido en ella.) Un cochecito de niño y una muñeca se encontraban sobre el suelo blanco y negro, del que se había retirado una alfombra. Tuve la sensación de que los niños acababan de salir de allí a toda prisa —posiblemente para ocultarse en los numerosos recovecos de la gran escalera que subía firmemente, a partir de la sala, o para ocultarse a las miradas detrás de los leones y de las rosas esculpidas en la galería de arriba. Entonces, escuché su voz encima mío, cantando como puede cantar una ciega desde lo más profundo del alma:
En el agradable final del huerto
Y, ante aquella voz, regresó a mí toda la primera época del verano.
En el agradable final del huerto,
decimos que Dios bendice todas nuestras ganancias
 Pero si Dios bendijera todas nuestras pérdidas,
sería mejor para nuestro rango.
Dejó caer aquella afortunada quinta estrofa y repitió:
¡Sería mejor para nuestro rango!
La vi inclinarse sobre la galería, con sus manos unidas tan blancas como las perlas, contra la madera de roble.
—¿Es usted... el que viene desde el otro lado del condado? —me preguntó.
—Sí, soy yo... el que viene desde el otro lado del condado —le contesté, riendo.
—¡Cuánto tiempo ha pasado antes de que haya vuelto de nuevo! —dijo, bajando las escaleras, tocando ligeramente el pasamanos—. Hace ya dos meses y cuatro días. ¡El verano ha terminado!
—Quise haber venido antes, pero el destino me lo impidió.
—Lo sabía. Por favor, haga algo con ese fuego. No me dejan jugar con él, pero puedo sentir que se está apagando. ¡Remuévalo!
Miré a ambos lados de la profunda chimenea y sólo encontré un palo medio chamuscado, con el que aticé el fuego y coloqué sobre él un tronco negro.
—Nunca se apaga, ni de día ni de noche —dijo ella, a modo de explicación—. Para el caso de que alguien venga con los dedos de los pies fríos.
—Se está mucho mejor aquí dentro que fuera—murmuré.
La luz roja se derramaba a lo largo de los polvorientos paneles de madera, pulidos por el tiempo, hasta que las rosas Tudor y los leones de la galería adquirieron color y movimiento. Un viejo espejo convexo, rematado por un águila, captaba la imagen en su misterioso corazón, distorsionando las ya distorsionadas sombras, y doblando las líneas de la galería hasta convertirlas casi en las curvas de un navío. El día se iba apagando en medio del ventarrón, mientras los girones de niebla se deslizaban rápidamente. A través de los parteluces sin cortinas de la gran ventana, podía ver a los valientes caballeros del prado retroceder y recuperarse ante el viento, que les insultaba con legiones de hojas muertas.
—Sí, debe ser maravilloso —dijo ella—. ¿Quiere usted mirarlo desde arriba? ¿Aún queda luz suficiente?
La seguí por la impávida y amplía escalera hasta la galería, donde abrió unas delicadas puertas de estilo isabelino.
—¿Se da cuenta qué bajas han puesto las cerraduras por el bien de los niños? —me preguntó, abriendo una ligera puerta hacia dentro.
—Y, a propósito, ¿dónde están? —pregunté—. Hoy ni siquiera los he escuchado.
No me contestó enseguida. Después dijo:
—Sólo puedo escucharlos —contestó suavemente—. Esta es una de sus habitaciones... todo está preparado, como podrá ver.
Me señaló al interior de una habitación pesadamente enmaderada. Había allí mesas pequeñas y sillas para niños. Una casa de muñecas, con su parte delantera semiabierta, estaba situada frente a un gran caballo de cartón, desde cuyo estribo sólo quedaba muy poca distancia hasta el ancho asiento que había junto a la ventana, y desde donde se podía observar todo el prado. Un arma de juguete estaba en un rincón, junto a un atractivo cañón de madera.
—Seguramente, acaban de marcharse —susurré.
En la débil luz del atardecer, una puerta crujió cautelosamente. Escuché el susurro de un vestido y los ligeros pasos de unos pies... de unos pies que se movían rápidamente por la habitación de al lado.
—He oído eso —gritó ella triunfalmente—. ¿Lo ha escuchado usted? ¡Niños! ¡Oh, niños! ¿Dónde estáis?
La voz llenó las paredes hasta la última y perfecta nota, pero no se escuchó ninguna respuesta, tal y como había ocurrido en el jardín. Nos dirigimos apresuradamente a otra habitación con suelo de madera de roble; un paso arriba aquí, tres pasos abajo allí; cruzamos un verdadero laberinto de pasillos, siempre burlados por nuestras presas. Era como si estuviéramos tratando de explorar una madriguera con varias entradas, utilizando un solo hurón. Había innumerables refugios... nichos en las paredes, alféizares en las ventanas profundamente rajadas y ahora oscurecidas, rebasadas las cuales podían salir por detrás nuestro; y chimeneas abandonadas, con mampostería de dos metros de espesor, así como una verdadera maraña de puertas que se comunicaban. Pero, sobre todo, ellos disfrutaban de la penumbra en nuestro juego. Capté una o dos jocosas risitas de evasión, y en una o dos ocasiones más vi la silueta de un vestido infantil, reflejándose contra alguna ventana oscurecida, en el extremo de algún pasillo; pero regresamos a la galería con las manos vacías, en el instante en que una mujer de edad media estaba encendiendo una lámpara en su nicho.
—No, tampoco la he visto esta tarde, miss Florence —la escuché decir—, pero ese Turpin dice que la quiere ver en su cobertizo.
—¡Oh! Mr. Turpin debe querer verme con urgencia. Dígale que acuda al salón, Mrs. Madden.
Miré abajo, hacia el salón, cuya única luz era el fuego opaco, y por fin les pude ver en aquellas profundas sombras. Debían haber bajado hasta allí, sigilosamente, mientras les buscábamos por los pasillos, y ahora creían hallarse perfectamente ocultos detrás de una atractiva pantalla de cuero. Según todas las leyes infantiles, mi búsqueda inútil era tan buena como una presentación de mí mismo, pero como me había tomado tantas molestias, decidí forzarles a salir más tarde, mediante el simple truco, detestado por los niños, de aparentar que los ignoraba. Estaban cerca, en un pequeño montón; no eran más que sombras, excepto cuando alguna rápida llamarada permitía distinguir algún que otro contorno.
—Y ahora tomaremos el té —dijo ella—. Creo que tendría que habérselo ofrecido al principio, pero, de algún modo, no se acostumbra una a conservar las buenas formas cuando se vive sola y es considerada como alguien... hmmm... peculiar —después, con aquel mismo tono de burla, me preguntó—: ¿Quiere usted una lámpara?
—La luz del fuego es mucho más agradable.
Descendimos a la deliciosa penumbra y Madden nos trajo el té.
Coloqué mi silla en dirección a la pantalla, preparado para sorprender, o para ser sorprendido, según y como se desarrollara el juego. Después de solicitar su permiso, porque el fuego de una chimenea siempre es sagrado, me incliné hacia adelante para jugar con el fuego.
—¿Dónde consigue estos maravillosos haces de leña corta? —pregunté por decir algo—. ¡Pero cómo! ¡Si son cuentas de medición!
—Claro —replicó ella—. Como no puedo leer ni escribir, me veo obligada a utilizar las antiguas cuentas inglesas de medición para hacer mis propias cuentas. Déme uno de esos palos y le diré lo que significa.
Le entregué una estaca no quemada, de poco más de treinta centímetros de longitud, y ella recorrió las muescas con los dedos.
—Estas son las cuentas de la leche del mes de abril del año pasado, en galones —dijo—. No sé lo que hubiera hecho sin estas cuentas. Un viejo guardabosque me enseñó el sistema. Ahora ya está anticuado para todo el mundo; pero quienes me rodean lo respetan. Uno de los arrendatarios va a venir ahora a verme. ¡Oh! No importa. No tiene nada que hacer aquí fuera de las horas de oficina. Es un hombre avaro e ignorante... muy avaro o, de otro modo... no vendría aquí después de oscurecido.
—¿Quiere eso decir que tiene usted mucho terreno?
—Sólo unas ochocientas hectáreas, gracias a Dios, al menos de forma directa. Las otras dos mil cuatrocientas están arrendadas casi todas a la gente que conoció a mis padres antes que a mí, pero este Turpin es un hombre bastante nuevo... y un ladrón de caminos.
—Pero ¿está segura de que yo no debería...?
—Desde luego que no. Tiene usted todo el derecho a quedarse. El no tiene niños.
—¡Ah, los niños! —exclamé y deslicé mi silla baja hacia atrás de modo que casi toqué la pantalla que les ocultaba—. Me pregunto si saldrán para verme.
Se produjo un murmullo de voces —la de Madden y otra más profunda— junto a la puerta, baja y oscura, y en la sala penetró un gigante con el pelo de color rojo, cubierto con una capa, al modo inconfundible de los granjeros arrendatarios.
—Acérquese al fuego, Mr. Turpin —dijo ella.
—Sí... sí me permite, señora, estaré... estaré mejor aquí, junto a la puerta.
Al hablar, se sujetó al pomo de la puerta como un niño asustado. De repente, me di cuenta de que se hallaba afectado por un temor casi insuperable.
—¿Y bien?
—Sobre ese nuevo cobertizo para los animales jóvenes... eso era todo. Estas tormentas de primeros de otoño... pero volveré otra vez, señora —sus dientes no castañeteaban más de lo que temblaba el pomo de la puerta.
—Creo que no -—contestó ella sensatamente—. El nuevo cobertizo... hmmm. ¿Qué le escribió mi agente el día 15?
—Supuse que, quizá, si venía a verla... como de... hombre a hombre, señora. Pero...
Sus ojos escudriñaron cada uno de los rincones de la estancia, muy abiertos y llenos de horror. Medio abrió la puerta por la que había entrado, pero noté entonces que la puerta volvía a cerrarse... desde el exterior y con firmeza.
—El le escribió lo que yo le dije —siguió la mujer—. Ya tiene usted existencias suficientes. La granja de Dunnett nunca tuvo más de cincuenta novillos... ni siquiera en los tiempos de Mr. Wright. Y él estaba endurecido. Ahora tiene usted setenta y cinco y no es lo bastante duro. Ha roto usted el pacto en ese aspecto. Está sacándole el corazón a esa granja.
—Voy... voy a traer algunos minerales, superfosfatos... la semana que viene. Prácticamente, ya he pedido un camión lleno. Mañana bajaré a la estación a por ellos. Después puedo venir a verla y hablar... de hombre a hombre, miss, a la luz del día. Este caballero no se va a marchar, ¿verdad? —casi gritó.
Sólo había deslizado la silla un poco más hacía atrás, extendiendo la mano para dar unos golpecitos en la pantalla, pero él saltó como una rata.
—No. Por favor, atiéndame, Mr. Turpin —dijo ella, volviéndose hacia él, que estaba de espaldas a la puerta.
Fue una especie de pequeña, vieja y sórdida intriga la que ella le fue sacando... el ruego de él de que fuera la patrona la que pagara el nuevo cobertizo, que él podría pagar con el estiércol obtenido, deduciéndolo del pago de la renta del año siguiente, como ella dejó bien claro, mientras que él había agotado los pastos hasta los huesos. No pude dejar de admirar la intensidad de la avaricia de aquel hombre, cuando le vi resistiendo el terror que pudiera sentir y que hacía que el sudor le corriera por la frente.
Dejé de dar golpes en el cuero... en realidad, estaba calculando el coste del cobertizo, cuando noté cómo mi mano relajada era tomada y doblada suavemente entre las manos suaves de un niño. Así es que, finalmente, había triunfado. Dentro de un momento, podría girarme y conocer personalmente a aquellos traviesos de piernas rápidas...
El pequeño y susurrante beso cayó en el centro de la palma de mi mano... como un regalo sobre el que se esperaba ver cerrar los dedos: como la señal de un niño fiel, en actitud reprochante, por no estar acostumbrado a que se le tenga en cuenta aún cuando las personas mayores puedan estar muy ocupadas... un fragmento del código mudo inventado hacía mucho tiempo.
Entonces, lo supe. Y fue como si lo hubiera sabido desde el primer día, cuando miré a través del prado, hacia la ventana de arriba.
Oí cerrarse la puerta de un portazo. La mujer se volvió hacia mí, en silencio, y tuve la sensación de que ella también lo sabía.
No puedo decir cuánto tiempo pasó después de esto. Me sentí sobresaltado por la caída de un tronco, y me levanté mecánicamente para colocarlo de nuevo en su sitio. Después regresé a mi lugar en la silla, muy cerca de la pantalla. —Ahora lo comprenderá —susurró ella, a través de las densas sombras.
—Sí, lo comprendo... ahora. Gracias.
—Yo... yo sólo les escucho —ocultó su cabeza entre las manos—. No tengo ningún derecho, ya lo sabe... ningún otro derecho. No los he dado a luz, ni los he perdido... ¡Ni dado a luz ni perdido!
—Siéntase entonces muy contenta —dije, pues mi alma se había abierto por completo en mi interior.
—¡Perdóneme!
Ella quedó en silencio, y yo regresé a mis penas y alegrías.
—Fue porque les quería tanto —dijo ella al fin, con la voz rota—. Esa fue la razón, incluso desde el principio... incluso antes de saber que ellos... ellos serían todo lo que iba a tener jamás. ¡Y les amaba tanto!
Extendió los brazos hacia las sombras que había dentro de las sombras.
—Ellos vinieron porque yo les amaba... porque les necesitaba. Yo... tuve que haberles hecho venir de algún modo. ¿Fue algo incorrecto? ¿Qué piensa usted?
—No... no.
—Le... garantizo que los juguetes... y toda esa clase de cosas no tienen ningún sentido, pero... pero solía ponerlos porque odiaba las habitaciones vacías cuando era una niña —señaló hacia la galería y añadió—: Y los pasillos todos vacíos... ¿Y cómo podría soportar tener siempre cerrada la puerta del jardín? Suponga...
—¡No! ¡Por el amor de Dios, no! —grité.
El crepúsculo había traído consigo una lluvia fría que caía a ráfagas, tamborileando sobre los cristales de las ventanas.
—Y lo mismo sucede con eso de mantener encendido el fuego por la noche. No creo que sea nada tan tonto... ¿verdad?
Observé la gran chimenea de ladrillos y creo que, a través de las lágrimas, vi que no había ningún hierro en ella o cerca de ella, e incliné la cabeza.
—Hice todo eso y muchas otras cosas... sólo para hacer creer. Entonces vinieron. Les escuché, pero no sabía que no eran míos por derecho, hasta que Mrs. Madden me lo dijo...
—¿La esposa del mayordomo? ¿Qué?
—Uno de ellos... oí decir... ella lo vio. Y lo supo. ¡De ella! No para mí. No lo supe al principio. Quizá estaba celosa. Después comencé a comprender que todo era porque yo les amaba, no porque.... ¡Oh! Se les tiene que parir o perder —dijo, piadosamente—. No existe ningún otro camino... y, sin embargo, ellos me aman. ¡Tienen que amarme! ¿Verdad?
No se escuchó ningún ruido en la habitación excepto el chisporrotear del fuego, pero los dos escuchamos atentamente y, finalmente, ella se alivió con lo que escuchó. Se recuperó y se incorporó a medias. Yo seguía sentado en mi silla, junto a la pantalla.
—No crea que soy una bruja como para gimotear sobre mí misma de este modo, pero... pero ya sabe que estoy en la más completa oscuridad, mientras que usted puede ver.
Sí, podía ver, y mi visión me confirmaba en mi resolución, aunque eso era como la separación del espíritu y la carne. Sin embargo, me quedaría un poco más, puesto que era la última vez.
—Entonces, ¿cree usted que es algo erróneo? —preguntó agudamente, aunque yo no había dicho nada.
—No para usted. Mil veces no. Para usted es correcto... Me siento muy agradecido hacia usted, más allá de lo que puedan expresar las palabras. Pero para mí sería erróneo. Para mí sólo...
—¿Por qué? —preguntó ella, pero se pasó la mano por delante de su cara, como había hecho durante nuestro segundo encuentro, en el bosque—. ¡Oh! Ya comprendo —dijo, como si fuera una niña—. Para usted sería erróneo —y después, con una ligera risita, añadió—: Y ¿recuerda usted? Una vez le llamé afortunado... al principio. ¡Usted, que ya no tiene por qué volver aquí otra vez!.
Me dejó permanecer sentado un poco más junto a la pantalla, y escuché el sonido de sus pasos muriendo a lo largo de la galería de arriba.


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