(Para Móvil)
Un paisaje me llevaba a otro; desde la cima de una
colina hasta la siguiente, a través del campo, y como frente a algún problema
no podía hacer otra cosa que no fuera el avanzar una palanca hacia adelante,
dejé que el terreno fluyera bajo mis ruedas. Los campos sembrados de huertos
del Este, dieron paso al tomillo, las encinas y la hierba de las tierras bajas,
y éstas dieron paso a su vez a los ricos campos de grano e higueras de la costa
inferior, desde donde se puede contemplar lo mejor de la marea, a mano
izquierda, a lo largo de casi veinticinco kilómetros; y cuando, finalmente,
giré hacia el interior a través de un grupo de colinas redondeadas y de
bosques, ya había dejado atrás las partes conocidas. Más allá de ese preciso
caserío, apadrinado por la capital de los Estados Unidos, encontré pueblos
escondidos donde las abejas, los únicos seres despiertos, zumbaban en los tilos
de casi veinticinco metros de altura que sobresalían por encima de grises
iglesias normandas, con milagrosos arroyuelos deslizándose bajo puentes de
piedra construidos para soportar un tráfico mucho más pesado del que jamás les
volverían a molestar; graneros para el diezmo, mucho más grandes que sus
iglesias, y una vieja herrería, que ponía de manifiesto cómo habían sido en
otros tiempos las residencias de los Caballeros del Temple. Encontré a unos
gitanos en un campo comunal donde crecían las aulagas y los brezos pugnaban por
abrirse paso, junto con un kilómetro y medio de camino romano, y un poco más
allá molesté a una zorra roja que echó a correr como un perro bajo la desnuda
luz del sol.
A medida que las colinas boscosas se fueron cerrando a
mi alrededor me levanté en el coche para orientarme hacia esas tierras bajas
cuyo principio está señalado con un mojón, el único en casi ochenta kilómetros
a través de los campos bajos. Pensé que la configuración del terreno me
llevaría a través de alguna carretera que, en dirección al oeste, llegaría
hasta sus pies, pero no tuve en cuenta la confusión desorientadora de los
bosques. Un giro rápido me precipitó primero hacia un desmonte verde rebosante
de líquida luz solar, y después hacia un tenebroso túnel donde las hojas
muertas del año anterior susurraron y se agitaron alrededor de los neumáticos.
El ramaje de los fuertes avellanos que se elevaban sobre mi cabeza no había
sido cortado durante, por lo menos, un par de generaciones, y ningún hacha
había ayudado a los robles y hayas cubiertos de musgo a sobresalir por encima
de ellos. Aquí, la carretera cambió claramente en una vereda alfombrada sobre
cuyo terciopelo marrón surgían las matas de primavera, como si fueran de jade y
unas pocas y achacosas campánulas azules de tallo blanco se mecían juntas.
Aprovechando la cuesta abajo, apagué el motor y me deslicé sobre las hojas que
formaban rápidos remolinos, esperando encontrarme en cualquier momento con un
guardabosque, pero sólo escuché a un arrendajo, allá lejos, disputando con el
silencio, bajo la luz crepuscular de los árboles.
El camino seguía descendiendo. Estaba a punto de
frenar y retroceder haciendo marcha atrás antes de que pudiera terminar metido
en algún terreno pantanoso, cuando vi la luz del sol a través de la maraña que
se extendía ante mí, y quité el pie del freno.
Volví a bajar inmediatamente. En el momento en que la
luz me dio en la cara, mis ruedas delanteras pisaron el césped de un gran prado
silencioso, del que saltaron caballeros de tres metros y pico de altos, con las
lanzas en ristre, monstruosos pavos reales y brillantes damas de honor, de
cabeza redondeada... —azul, negra y reluciente—, formado todo ello por tejos
podados. En uno de los extremos del prado —los bosques arreglados la vencían
por tres lados—, había una casa antigua, de piedras cubiertas de liquen y
desgastadas por el tiempo, con ventanas divididas con parteluces y cubierta de
tejas rosadas. Estaba flanqueada por muros semicirculares, también rosados, que
cerraban el prado por el cuarto lado, y a sus pies se elevaba un matorral de
boj, de la altura de un hombre. En el tejado, había palomas alrededor de las
chimeneas de ladrillo delgado, y capté la visión fugaz de un palomar octogonal
situado detrás de la pared protectora.
En aquel momento, me detuve; la lanza verde de uno de
los caballeros me dio en el pecho; contuve la respiración ante la
extraordinaria belleza de esta joya, situada en aquel lugar.
«Si no soy despachado por intruso, o si este caballero
no se lanza al galope contra mí —pensé—, Shakespeare y la reina Isabel, por lo
menos, deben surgir ahora de esa puerta semiabierta del jardín para invitarme a
tomar el té.»
Un niño apareció en una ventana superior y creí que
aquel pequeño ser me saludaba amistosamente con una mano. Pero eso fue para
llamar a un compañero, pues no tardó en aparecer otra cabeza. Entonces escuché
una risa entre los tejos, similares a pavos reales, y volviéndome para asegurarme
(hasta entonces sólo había estado observando la casa), vi la plata de una
fuente detrás de un seto, que se elevaba contra el sol. Las palomas del tejado
arrullaban, lo mismo que el agua; pero entre aquellas dos notas, capté la feliz
risita de un niño absorto en alguna pequeña travesura.
La puerta del jardín —una pesada hoja de roble
profundamente hundida en la espesura del muro— se abrió aún más: una mujer, con
un gran sombrero de hortelana, puso lentamente su pie sobre el escalón de
piedra desgastado por el tiempo y avanzó también con lentitud por el prado.
Estaba pensando en alguna disculpa cuando ella levantó la cabeza y me di cuenta
de que era ciega.
—Le he oído —me dijo—. ¿No es eso un vehículo a motor?
—Me temo que me he equivocado al tomar el camino.
Tendría que haber dado la vuelta mucho antes... Nunca pensé... —empecé a decir.
—¡Pero si me alegra mucho que haya venido! Es muy
divertido que un coche haya entrado en el prado. Será un placer extraordinario
—se volvió e hizo como si mirara a su alrededor—. ¿No... no habrá visto quizá a
alguien?
—Nadie con quien hablar, pero los niños parecían
sentirse interesados, al menos a cierta distancia.
—¿Qué?
—Acabo de ver a un par de ellos en la ventana, y creo
que escuché una pequeña risita allá al fondo.
—¡Oh, qué suerte la suya! —exclamó, iluminándosele el
rostro—. Yo les oigo, desde luego, pero eso es todo. ¿Les ha visto y les ha
escuchado?
—Sí —contesté—, y si sé algo de niños, creo que uno de
ellos se lo está pasando estupendamente junto a esa fuente. Me imagino que
habrá burlado la vigilancia.
—¿Le gustan a usted los niños?
Le di una o dos buenas razones por las que no tenía
ningún motivo para odiarles.
—Desde luego, desde luego —admitió ella—. Entonces lo
comprenderá. Entonces no pensará que es una tontería si le pido que lleve su
coche una o dos veces a través del prado... con bastante lentitud. Estoy segura
de que les encantará verlo. Ven tan pocas cosas, los pobres. Una trata de hacer
su vida agradable, pero... —extendió las manos hacia los bosques—-. Estamos tan
alejados del mundo, aquí.
—Será espléndido —dije—, pero no puedo aplastar su
hierba.
—Espere un minuto —dijo, volviendo el rostro hacia la
derecha—. Estamos en la puerta que da al sur, ¿verdad? Detrás de esos tejos hay
un camino empedrado. Le llamamos el Camino de los Tejos. No puede usted verlo
desde aquí, según me dicen, pero si se introduce por la esquina del bosque,
puede doblar en el primer tejo que vea y llegar al camino empedrado.
Era un verdadero sacrilegio despertar aquella casa de
ensueño con el estruendo de la maquinaria, pero hice avanzar el coche por el
borde del prado y a lo largo del bosque y di la vuelta en el amplio camino de
piedra donde estaba el gran cuenco de la fuente, como si fuera un zafiro
estrellado.
—¿Puedo ir yo también? —me preguntó la mujer—. No, por
favor, no me ayude. Les gustará mucho más si me ven.
Fue tanteando su camino ligeramente hasta llegar
frente al coche y, con un pie en el guardabarros, gritó:
—¡Niños! ¡Eh, niños! ¡Mirad lo que va a ocurrir!
La voz hubiera sido capaz de arrancar a las almas
perdidas del infierno por el ansia que se percibía bajo su dulzura, y no me
sorprendió nada escuchar un grito por respuesta detrás de los tejos. Tuvo que
haber sido el niño que se encontraba junto a la fuente, y que echó a correr
ante nuestra proximidad, dejando un pequeño barco de juguete en el agua. Vi el
destello de su blusa azul por entre los caballeros inmóviles.
Muy decididos, avanzamos con el coche a lo largo de
todo el camino y, ante su petición, volvimos a retroceder. En esta ocasión, el
niño se había librado ya de lo peor de su pánico, aunque aún se mantenía
alejado y en actitud incierta.
—El pequeño nos está observando —dije—. Me pregunto si
le gustaría dar un paseo.
—Aún son muy tímidos. Muy tímidos. Pero ha sido una
suerte que les haya podido ver. Escuchemos.
Detuve inmediatamente el motor y el húmedo silencio,
cargado con el susurrar del boj, se nos metió muy adentro. Pude escuchar las
tijeras de algún hortelano que estaba podando; un zumbido de abejas y de voces
rotas, que muy bien podrían haber sido las palomas.
—¡Oh, qué poco amables! —exclamó ella, con fatiga.
—Quizá sólo se sienten tímidos a causa del motor. La
niña pequeña que está en la ventana parece sentirse tremendamente interesada.
—¿Sí? —elevó la cabeza—. Ha sido un error por mi parte
decir eso. Se sienten realmente orgullosos de mí. Es la única cosa por la que
vale la pena vivir... cuando se sienten orgullosos de una, ¿verdad? No me
atrevo a pensar cómo sería este lugar sin ellos. Y, a propósito, ¿es bonito?
—Creo que es el lugar más hermoso que he visto jamás.
—Así me lo dicen. Yo lo puedo sentir, desde luego,
pero eso no es exactamente lo mismo.
—Entonces, ¿nunca ha...? —empecé a preguntar, pero me
detuve, avergonzado.
—No, al menos que yo pueda recordar. Todo sucedió
cuando sólo tenía unos pocos meses. Eso es lo que me dicen. Y, sin embargo,
tengo que recordar algo, puesto que de otro modo no podría soñar colores. Veo
luz en mis sueños, y también colores, pero nunca los veo. Únicamente los
escucho, tal y como hago cuando estoy despierta.
—Resulta difícil ver los rostros en sueños. Algunas
personas pueden hacerlo, pero la mayor parte de nosotros no poseemos ese don
—comenté, mirando hacia la ventana, donde se encontraba la niña, aunque
ocultándose.
—Eso también lo he oído decir antes —dijo ella—. Y
ellos me dicen que una nunca ve en un sueño el rostro de una persona muerta,
¿Es eso cierto?
—Creo que sí... ahora que lo pienso.
—¿Pero a usted cómo le sucede... a usted mismo? —los
ojos ciegos se volvieron hacia mí.
—Nunca he visto los rostros de mis muertos en ningún
sueño —contesté.
—Entonces, eso debe ser tan malo como ser ciego.
El sol desapareció por detrás de los bosques y las
largas sombras se iban apoderando de los insolentes caballeros, uno tras otro.
Vi cómo la luz moría, desapareciendo del extremo de una brillante lanza y todo
el luminoso verde adquirió un tono suavemente oscuro. La casa, aceptando el
final de otro día, como había aceptado otros muchos miles, pareció asentarse
más profundamente en sus fundamentos, entre las sombras.
—¿Lo ha deseado alguna vez? —preguntó ella después de
un silencio.
—Sí, a veces mucho —contesté.
La niña dejó la ventana cuando las sombras se
cernieron sobre ella.
—¡Ah! Yo también. Pero no creo que esté permitido...
¿Dónde vive usted?
—Al otro lado del condado... a más de noventa
kilómetros de aquí, y tengo que regresar. He venido sin las luces largas.
—Pero todavía no es de noche. Lo puedo sentir.
—Me temo que lo será para cuando regrese a casa.
¿Puede prestarme a alguien que me muestre antes el camino? Creo que me he
perdido por completo.
—Enviaré a Madden con usted hasta el cruce. Estamos
tan alejados del mundo que no me sorprende que se haya perdido. Le conduciré
hasta la casa, pero irá despacio, ¿verdad?, al menos hasta que haya salido del
prado. No es nada tonto, ¿no cree?
—Le prometo que iré despacio —dije, y dejé que el
coche se deslizara lentamente por el camino empedrado.
Rodeamos el ala izquierda de la casa, cuyos canalones
de plomo ya valían la pena, lo suficiente como para viajar todo un día para
verlos; pasamos bajo una gran puerta rodeada de rosales en la pared roja y
fuimos dando la vuelta hacia la elevada fachada de la casa, cuya belleza y
majestuosidad superaron con mucho todas las que ya había visto.
—¿Es todo tan bonito? —me preguntó melancólicamente
cuando escuchó mis exclamaciones de admiración—. ¿Le gustan también las figuras
de plomo? Detrás está el viejo jardín de azaleas. Ellos dicen que este lugar
debe haber sido construido para los niños. ¿Me ayudará usted a bajar, por
favor? Me gustaría poder acompañarle hasta el cruce, pero no debo dejarles.
¿Eres tú, Madden? Quiero que le enseñes a este caballero el camino, hasta
llegar al cruce. Se ha perdido, pero... les ha visto.
Un mayordomo apareció sin hacer ningún ruido ante el
milagroso y viejo roble que debe ser llamado la puerta frontal, y se deslizó a
un lado para ponerse el sombrero. Ella se quedó de pie, mirándome con unos ojos
azules abiertos en los que no había visión y, por primera vez, me di cuenta de
lo hermosa que era.
—Recuerde —me dijo con tranquilidad—, si le gustan a
usted, volverá de nuevo —y desapareció en el interior de la casa.
Ya en el coche, el mayordomo no dijo nada hasta que
nos encontramos cerca de las puertas de salida donde, .al percibir el destello
fugaz de una blusa azul entre unos arbustos, di un amplio viraje para que el
diablo que impulsa hacia el juego a todos los niños pequeños no terminara por
convertirme en un infanticida.
—Perdóneme —me preguntó de repente—, pero ¿por qué ha
hecho éso, señor?
—Por aquel niño.
—¿Por nuestro joven caballero de azul?
—Claro.
—Corre bastante de un lado a otro. ¿Le ha visto junto
a la fuente, señor?
—¡Oh, sí! Varias veces. ¿Giramos aquí?
—Sí, señor. ¿Y le ha visto también arriba?
—¿En la ventana de arriba? Sí.
—¿Fue eso antes de que la señora se acercara a usted
para hablarle, señor?
—Sí, un poco antes. ¿Qué es lo que quiere saber?
Guardó un momento de silencio.
—Sólo quería asegurarme de que... ellos habían visto
el coche, porque con los niños corriendo de un lado a otro, y aunque estoy
seguro de que usted conduce con mucho cuidado, se puede producir un accidente.
Eso era todo, señor. Aquí está el cruce. A partir de ahora, ya no puede
equivocarse de camino. Gracias, señor, pero no es nuestra costumbre, no
con...
—Le ruego me disculpe —dije, guardándome la moneda
inglesa.
—¡Oh! Es bastante correcto hacerlo con los demás, como
una costumbre. Adiós, señor.
Se retiró hacia la torreta blindada de su casta, y se
marchó. Evidentemente, era un mayordomo cuidadoso con el honor de su casa e
interesado en los niños, probablemente a través de una niñera.
Una vez detrás de las señales de tráfico del cruce,
miré hacia atrás, pero las colinas se entrelazaban tan celosamente, que no pude
distinguir dónde se encontraba la casa. Cuando pregunté su nombre en una granja
situada junto a la carretera, la gruesa mujer que vendía dulces allí me dio a
entender que los propietarios de automóviles tenían poco derecho a la vida... y
mucho menos a «ir por ahí hablando como gente importante». Evidentemente, no
formaban una comunidad de actitudes agradables.
Aquella noche, cuando volví a trazar la ruta seguida
en el mapa, fui un poco más cuidadoso. La Vieja Granja de Hawkin parecía ser el
título de reconocimiento del lugar, y la vieja Gaceta Campesina, generalmente
tan amplia, no aludía a ella. La gran casa de aquella parte era Hodnington
Hall, estilo georgiano, con adornos del primer estilo Victoriano, como
atestiguaba un atroz grabado en acero. Transmití mi dificultad a un vecino —una
persona profundamente enraizada en aquellos lugares—, y me dio el nombre de una
familia que no tuvo ningún significado para mí.
Aproximadamente un mes después... volví, aunque puede
que fuera el coche el que tomó aquella carretera por voluntad propia. Recorrió
las estériles tierras bajas, sintiendo como una amenaza cada uno de los giros
del complicado laberinto de veredas situadas bajo las colinas, atravesó los
altos bosques, impenetrables cuando están en pleno florecimiento. Llegó hasta
el cruce donde me dejara el mayordomo y un poco más allá presentó un problema
interno que me obligó a detenerlo al borde del camino, cubierto de hierba, que
penetraba en el bosque de avellanos, silencioso en el verano. Por lo que podía
cotejar a través del sol y del gran mapa ampliado que llevaba, éste debía ser
el camino que cruzaba aquel bosque y que era el que había visto primero desde las
alturas. Me tomé la cuestión de las reparaciones como algo muy serio, saqué mi
reluciente y recién comprada caja de reparaciones, las llaves inglesas, la
bomba y otras cosas similares, que extendí ordenadamente sobre una manta de
viaje. Era una trampa destinada a atraer a los niños, pues en un día como aquél
suponía que los niños no estarían muy lejos. Me detuve en mi trabajo y escuché,
pero el bosque estaba tan repleto de ruidos de verano (aunque las aves ya se
habían apareado) que al principio no pude distinguir los ruidos de los pequeños
y cautelosos pasos que avanzaban furtivamente sobre las hojas muertas. Toqué
entonces el claxon, de una forma atractiva, pero los pasos huyeron y me
arrepentí de haberlo hecho. Así pues, para un niño, un sonido repentino produce
un verdadero terror. Tuve que haber permanecido trabajando durante una media
hora cuando, de pronto, escuché en el bosque la voz de la mujer ciega, que
gritaba:
—¡Niños, oh niños! ¿Dónde estáis?
Y el silencio se cerraba después lentamente sobre la
perfección de aquel grito. Ella se fue acercando a mí, medio tanteando su
camino por entre los troncos de los árboles, y aunque había un niño cerca, se
metió por entre el follaje como un conejo en cuanto ella se acercó un poco más.
—¿Eres tú? —preguntó—. ¿El que viene del otro lado del
condado?
—Sí, soy el que viene del otro lado del condado
—contesté.
—Entonces, ¿por qué no has venido por los bosques de
arriba? Ellos estaban allí en estos momentos.
—Estaban por aquí hace unos pocos minutos. Esperaba
que se dieran cuenta de que mi coche se había estropeado y vinieran a ver lo
que pasaba.
—Supongo que no será nada serio, ¿verdad? ¿Cómo se
pueden estropear los coches?
—De cincuenta formas diferentes. Pero el mío parece
haber elegido el número cincuenta y uno.
Se echó a reír alegremente ante la pequeña broma y se
llevó el sombrero hacia atrás.
—Permítame escuchar —me pidió.
—Espere un momento —gritó—. Le traeré un cojín.
Colocó un pie sobre la manta de viaje, toda cubierta
de repuestos, y se inclinó, ansiosamente.
—¡Qué cosas tan deliciosas! —las manos a través de las
cuales veía, brillaban a la débil luz del sol—. Una caja aquí... ¡otra caja!
¿Por qué las ha colocado todas como si estuviera en una tienda?
—Confieso ahora que las he puesto así para atraer a los
niños. En realidad, no necesito ni la mitad de esas cosas.
—¡Qué bonito por su parte! He escuchado su claxon
cuando me encontraba en el bosque de arriba. ¿Dice que estuvieron por aquí?
—Estoy seguro. ¿Por qué son tan tímidos? Ese pequeño
niño vestido de azul, que estaba cerca de usted hace un momento, tendría
que haber superado ya su timidez. Me ha estado observando como un piel roja.
—Tiene que haber sido su claxon —dijo ella—. Cuando
bajaba hacia aquí, escuché a uno de ellos pasando por mi lado, y parecía tener
problemas. Son muy tímidos... incluso conmigo —volvió el rostro, por encima del
hombro, y gritó de nuevo—: ¡Niños! ¡Oh, niños! ¡Mirad y venid a ver esto!
—Tienen que haberse marchado a sus propios asuntos —le
sugerí yo, pues detrás de nosotros se produjo un murmullo de voces bajas, rotas
por las repentinas risitas propias de la infancia.
Volví a mi faena, mientras ella se inclinaba hacia
adelante, con la mejilla en la mano, escuchando interesadamente.
—¿Cuántos son? —pregunté al fin.
Ya había terminado la reparación, pero no veía ninguna
razón para marcharme.
Su frente se arrugó un poco, como si estuviera
haciendo un pequeño esfuerzo por pensar.
—No lo sé muy bien —dijo, simplemente—. A veces más...
otras veces menos. Vienen y se quedan conmigo porque yo les quiero, ¿comprende?
—Eso debe ser muy bonito —dije, colocando en su sitio
una de las cajas, y mientras hablaba me di cuenta de la necedad de mi
contestación.
—No... no se estará riendo de mí, ¿verdad? —preguntó,
elevando el tono de su voz—. Yo... no tengo ninguno propio. No me casé nunca. A
veces, la gente se ríe de mí a causa de ellos porque... porque...
—Porque son salvajes —dije yo—. No hay nada de qué
reírse. Lo único que hacen en sus vidas es reírse de todo lo que ven.
—No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo? Lo único que no me
gusta es que se rían de mí a causa de ellos. Eso duele. Y cuando una no
puede ver... No quiero parecer tonta —su mejilla se estremeció como la de un
niño, al decir—: Pero creo que nosotros, los ciegos, sólo tenemos una piel.
Todo lo del exterior choca directamente contra nuestras almas. Con ustedes, eso
es diferente. Tienen buenas defensas en sus ojos... mirando al exterior...
antes de que nadie pueda realmente causarles algún daño en el alma. La gente
suele olvidar eso con nosotros.
Guardé silencio, reflexionando sobre aquella cuestión
inagotable... la algo más que heredada brutalidad de los cristianos (pues
también se la enseña cuidadosamente), frente a la que el simple paganismo del
negro de la costa occidental es algo limpio y moderado. Aquellos pensamientos
me llevaron a una gran distancia de mí mismo.
—¡No haga eso! —gritó ella de repente, poniéndose las
manos delante de los ojos.
—¿Qué?
Ella hizo un gesto con la mano.
—¡Eso! Es... es todo morado. ¡No lo haga! Ese color
duele.
—Pero ¿cómo diablos conoce usted los colores?
—pregunté, pues había descubierto una revelación en sus palabras.
—¿Los colores como colores? —preguntó ella.
—No. Esos colores que acaba de ver ahora.
—Lo sabe usted tan bien como yo —contestó, sonriendo—.
De otro modo, no habría hecho esa pregunta. No están en absoluto en el mundo.
Están en usted... cuando se enfada tanto.
—¿Quiere usted decir una mancha oscura, como el vino
tinto mezclado con tinta? —pregunté.
—No he visto nunca ni el vino tinto ni la tinta, pero
los colores no están mezclados. Son separados... están todos separados.
—¿Quiere usted decir como rayas y cintas que
atraviesan el morado?
—Sí... —asintió ella—, sí, son así —y trazó un
movimiento de zigzagueo con el dedo—. Pero es todo más rojo que morado... ese
mal color.
—¿Y cómo son los colores en la parte superior de... lo
que usted ve?
Ella se adelantó lentamente y trazó sobre la manta de
viaje la figura de un huevo.
—Los veo así —dijo, señalando después con una brizna
de hierba—, blanco, verde, amarillo, rojo, morado, y cuando la gente está
enfadada o se siente mal, el negro a través del rojo... tal y como estaba usted
ahora.
—¿Quién le dijo algo sobre todo esto... quiero decir
quién fue la primera persona que se lo dijo? —pregunté.
—¿Sobre los colores? Nadie. Solía preguntar por los
colores cuando era pequeña... en los tapetes, las cortinas, las alfombras...
porque algunos colores me duelen y otros me hacen feliz. La gente me lo decía y
cuando crecí fue así como empecé a ver a la gente —y volvió a trazar los
contornos del huevo, que muy pocos de nosotros podemos ver.
—¿Y todo eso por usted misma? —volví a preguntar.
—Todo por mí misma. No había nadie más. Sólo más tarde
descubrí que otras personas no veían los colores.
Se apoyó sobre el tronco de un árbol, trenzando y
destrenzando las briznas de hierba que arrancaba. Los niños se habían acercado
más, aunque continuaban en el bosque. Les podía ver por el rabillo del ojo,
jugueteando como ardillas.
—Ahora estoy segura de que nunca se reirá de mí —dijo
ella, después de un largo silencio—. Ni tampoco de ellos.
—¡Por Dios! ¡No! —grité, sacudiendo la continuidad de
mis pensamientos—. Un hombre que se ríe de un niño es un bárbaro... a menos que
el niño también se esté riendo.
—No quería decir eso, desde luego. Nunca se ha reído
usted de los niños, pero creí... pensé... que quizá se podría haber reído de ellos.
Así es que ahora le pido perdón... ¿De qué se va a reír ahora?
Yo no había producido ningún sonido, pero ella lo
sabía.
—De su petición de perdón. Si hubiera usted cumplido
con su deber como pilar del Estado y como propietaria de tierras, tendría que
haberme arrojado por intruso el otro día, cuando penetré por ente sus bosques.
Fue algo inexcusable por mi parte.
Ella levantó la cabeza hacia mí, apoyándola contra el
tronco del árbol... y permaneció así obstinadamente, durante largo rato... esta
mujer capaz de ver el alma desnuda.
—¡Qué curioso! —medio susurró, casi para sí misma—.
¡Qué curioso es!
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
—No comprende... Y, sin embargo, comprendió usted lo
de los colores. ¿Entiende ahora?
Habló con una pasión que no estaba justificada por
nada, y yo la observé, desconcertadamente, mientras se levantaba. Los niños se
habían reunido detrás de unas grandes zarzas. Una cabeza brillante se inclinaba
sobre otra algo más pequeña y la posición de los pequeños hombros me dio a
entender que tenían los dedos en los labios. Ellos también tenían algún
tremendo secreto infantil. Únicamente yo me encontraba desamparadamente
extraviado bajo la luminosa luz del sol.
—No —dije y sacudí la cabeza en sentido negativo, como
si los ojos muertos pudieran percibir el movimiento—. Sea lo que fuere, no lo
entiendo aún. Quizá lo comprenda más tarde... si me permite usted volver.
—Volverá usted —comentó ella—. Estoy segura de que
volverá y andará por entre el bosque.
—Quizá para entonces los niños ya me conozcan lo
bastante como para dejarme jugar con ellos... como una especie de favor. Ya
sabe usted cómo son los niños.
—No es una cuestión de favor, sino de derecho —replicó
la mujer.
Mientras me estaba preguntando lo que significaba
aquello, una mujer desmelenada dobló el recodo del camino, con el pelo suelto,
el rostro amoratado, casi dando mugidos de dolor mientras corría. Se trataba de
mi ruda y querida amiga gruesa que vendía dulces. La mujer ciega la escuchó y
avanzó, preguntando:
—¿Qué ocurre, Mrs. Madehurst?
La mujer se llevó el delantal a la cabeza y se arrojó
literalmente al suelo, gritando y diciendo que su nieto estaba enfermo de
muerte, que el doctor de la localidad se había marchado a pescar, que Jenny, la
madre, estaba a punto de volverse loca; repetía una y otra vez todo lo que
decía, entre grandes gritos.
—¿Dónde vive el médico más cercano? —pregunté, muy
agitado.
—Madden se lo dirá. Vaya a la casa y lléveselo
consigo. Yo atenderé esto. ¡Dése prisa!
La ciega recogió a la mujer gruesa y la llevó hacia la
sombra. Dos minutos después yo estaba haciendo sonar todas las trompetas de
Jericó ante la fachada de la Casa Hermosa, y Madden, que se encontraba en la
despensa, estuvo a punto de sufrir una crisis corno mayordomo y como hombre.
Después de viajar durante un cuarto de hora a
velocidades prohibidas, encontramos a un médico a unos diez kilómetros de
distancia. Al cabo de media hora le dejamos en la puerta de la tienda de
dulces, y salimos a la carretera para esperar el veredicto.
—Los coches son cosas muy útiles —comentó Madden,
sintiéndose hombre y no mayordomo—. De haber tenido uno cuando mi hija se puso
enferma, no habría muerto.
—¿Cómo ocurrió? —le pregunté.
—Difteria. Mi esposa estaba fuera. Nadie sabía bien lo
que hacer. Recorrí quince kilómetros en un camión que me recogió hasta
encontrar a un médico. Cuando regresamos, la niña ya había sufrido un colapso.
Este coche la hubiera salvado. Ahora tendría cerca de diez años.
—Lo siento —dije—. Por lo que me dijo el otro día,
mientras me enseñaba el camino de regreso al cruce, pensé que le gustaban mucho
los niños.
—¿Les ha vuelto a ver... esta mañana?
—Sí, pero parecen bien protegidos contra los coches.
No conseguí que ninguno de ellos se acercara a menos de veinte metros de
distancia.
Me observó cuidadosamente, del mismo modo en que un
explorador podría observar a una persona extraña... y no como un sirviente
elevando sus ojos hacia su superior.
—Me pregunto por qué —dijo, dejando que su voz se
elevara apenas sobre su respiración.
Esperamos. Una ligera brisa procedente del mar subió y
bajó a lo largo de los cortafuegos de los bosques, y las hierbas del camino,
bloqueadas ya por el polvo del verano, se elevaron y se inclinaron en oleadas
amarillentas.
Una mujer, quitándose las pequeñas burbujas de jabón
de los brazos, se acercó a la tienda, procedente de la granja contigua.
—He estado escuchando en el patio de atrás
—dijo alegremente—. Resulta que Arthur está muy mal. ¿Acaban de oírle gritar?
Está muy mal. Recuerdo que la próxima semana le toca a Jenny pasear por el
bosque, Mr. Madden.
—Perdóneme, señora, pero... se está usted confundiendo
—dijo Madden respetuosamente.
La mujer le miró asombrada, balbució unas palabras de
disculpa y se marchó apresuradamente.
—¿Qué quiere decir con eso de «pasear por el bosque»
—pregunté.
—Debe tratarse de alguna frase hecha que utilizan por
ahí. Yo soy de Norfolk —dijo Madden—. En este condado son gente muy
independiente. Le ha confundido a usted con un chófer.
Vi al doctor que en aquellos momentos salía de la
casa, seguido de una muchacha que arrastraba los pies, y que colgaba de su
brazo como si él pudiera acordar por ella un pacto con el diablo.
—Eso —decía ella—, ellos son para nosotros tanto como
si hubieran nacido legalmente. Tanto... tanto. Y Dios estará tan contento si le
salva, doctor. No se lo lleve de mi lado. Miss Florence le dirá exactamente lo
mismo. ¡No le deje, doctor!
—Lo sé, lo sé —dijo el hombre—, pero ahora estará
tranquilo durante un rato. Conseguiremos la enfermera y la medicina con la
máxima rapidez que podamos.
Me hizo señas para que avanzara con el coche y sentí
no haber estado enterado de lo que iba a seguir. Pero vi el rostro de la
muchacha, encogido y helado por el dolor, y sentí la mano, sin ningún anillo,
que se agarró a mis rodillas cuando nos marchamos.
El médico era un hombre de buen humor, pues recuerdo
que puso mi coche bajo el juramento de Esculapio, y utilizó, tanto el vehículo
como a mí mismo, sin piedad alguna. Primero llevamos allí a Mrs. Madehurst y a
la mujer ciega para que esperaran junto al lecho del enfermo hasta que llegara
la enfermera. Después invadimos una pequeña y limpia ciudad del condado para
buscar medicinas (el médico decía que se trataba de una meningitis
cerebro-espinal), y cuando el Instituto Médico del condado, flanqueado por un
mercado de ganado, informó que no disponía de enfermeras por el momento, nos
lanzamos literalmente a recorrer todo el condado. Conferenciamos con los
propietarios de grandes casas —magnates que vivían al extremo de avenidas
bordeadas de árboles y cuyas mujeres de buen esqueleto se levantaban de las
mesas donde estaban tomando el té para escuchar al imperioso doctor.
Finalmente, una señora de pelo blanco, sentada bajo un cedro del Líbano, y
rodeada por una corte de magníficos perros —todos ellos hostiles a los
motores—, entregó al doctor órdenes escritas, que éste recibió como si de una princesa
se tratara, y que llevamos a muchos kilómetros de distancia, a toda velocidad,
a través de un parque, hasta llegar a un convento de monjas francesas, donde, a
cambio de los papeles escritos, recibimos a una hermana temblorosa, de rostro
pálido. Ella se arrodilló, rezando sus oraciones sin pausa alguna, cortadas
únicamente por breves observaciones del médico, hasta que llegamos una vez más
a la tienda de dulces. Había sido una tarde muy larga, plagada de terribles
episodios que surgían y se disolvían como el polvo de nuestras ruedas;
intersecciones de vidas remotas e incomprensibles a través de las cuales
pasamos en ángulo recto; y me marché a casa al anochecer, agotado, para soñar
con los cencerros del ganado; monjas de ojos redondos andando por un jardín
lleno de tumbas; agradables reuniones donde se tomaba el té bajo la sombra de
los árboles; los pasillos pintados de gris, que olían a ácido carbólico, del
Instituto Médico; los pasos de unos niños tímidos en el bosque, y las manos que
se agarraron a mis rodillas en cuanto empezó a zumbar el motor.
Tenía la intención de volver uno o dos días después,
pero quiso el destino mantenerme apartado de aquella zona del condado, mediante
numerosos pretextos, hasta que los saúcos y las rosas silvestres ya habían
florecido. Amaneció finalmente un día brillante, con la claridad extendiéndose
desde el sudoeste, lo que hacía que las colinas parecieran encontrarse al
alcance de la mano... un día de aire inestable y de nubes altas y diáfanas.
Aunque no había hecho ningún mérito propio, me encontraba libre, así es que
puse el coche en marcha dirigiéndome por tercera vez hacia aquella carretera,
ya conocida. Al llegar a la cresta de las colinas de las tierras bajas, sentí
el cambio de aire, mucho más suave, como satinado bajo el sol; mirando hacia el
Canal vi cómo en aquel instante el azul del mar cambiaba y adquiría un tono
plateado pulido que terminó por convertirse en un color de acero opaco. Un
mercante empezaba a alejarse de la costa, buscando aguas más profundas, y vi
cómo las velas se elevaban una tras otra sobre la flota de pesca anclada. Por
detrás de mí un repentino remolino de aire bramó a través de los protegidos
robles, arrojando de ellos las primeras hojas del otoño. Cuando llegué a la
carretera de la playa, la neblina marina humeaba sobre los muelles, mientras
que la superficie del mar era agitada por el ventarrón. En menos de una hora
desapareció el verano inglés, convirtiéndose en una cosa fría y gris. Volvíamos
a ser la isla cerrada del norte, con todas las naves del mundo bramando ante
nuestras peligrosas puertas; y por entre sus gritos se escuchaban los graznidos
de las gaviotas. Mi capa se humedeció, los pliegues de la manta de viaje
recogieron el agua en pequeños charcos o la desviaron en diminutos riachuelos,
y la salinidad del mar se pegó a mis labios.
Tierra adentro, el olor del otoño cargaba la espesa
niebla suspendida de los árboles y el goteo se convirtió en una lluvia
continua. Sin embargo, las flores tardías —las malvas, escabiosas y dalias— se
mostraban alegres en medio de la humedad y, aparte de la respiración salinosa
del mar, había pocos signos de decaimiento en las hojas. En los pueblos, las
puertas de las casas aún permanecían abiertas y los niños, de cabeza rapada,
permanecían sentados sobre los escalones de las puertas para burlarse de los
extraños.
Me atreví a llamar a la tienda de dulces, donde Mrs.
Madehurst se encontró conmigo, mostrando las lágrimas acogedoras de una mujer
gruesa. El hijo de Jenny, me dijo, había muerto dos días después de la llegada
de la monja. Ella creía que era mejor de esa manera, pues ni siquiera las
empresas de seguros estaban dispuestas a asegurar una vida tan aislada, por
razones que ella no pretendía comprender.
—Después del primer año, Jenny no atendió a Arthur
como si hubiera nacido adecuadamente... como la propia Jenny.
Gracias a miss Florence el niño había sido enterrado
con una pompa que, en opinión de Mrs. Madehurst, ocultaba más que nada la
pequeña irregularidad de su nacimiento. Me describió el ataúd, tanto por dentro
como por fuera, el coche fúnebre de cristal y las hojas perennes que se
arrojaron a la tumba.
—Pero ¿cómo está la madre? —pregunté.
—¿Jenny? ¡Oh, le pasará! Yo ya me he sentido así con
uno o dos hijos míos. Lo superará. Ahora está paseando por el bosque.
—¿Con este tiempo?
—No sé, pero es como si abriera el corazón. Sí, abre
el corazón. Eso es por lo que, a la larga, y según decimos nosotros, los que se
marchan y los que llegan se parecen tanto.
La sabiduría de las esposas viejas es. mucho mayor que
la de todos los padres juntos, y esta última frase me hizo pensar tanto
mientras regresaba a la carretera, que casi tropecé con una mujer y un
chiquillo situados en la esquina de la valla de madera situada junto a las puertas de entrada a la Casa
Hermosa.
—¡Un tiempo terrible! —dije, aminorando la velocidad
para realizar el giro.
—No es tan malo —me contestó plácidamente desde la
niebla—. Estamos acostumbrados a él. Creo que estará usted mejor dentro de la
casa.
Dentro, Madden me recibió con una cortesía profesional
y con amables preguntas sobre la salud del motor, que él se encargó de
proteger, cubriéndolo.
Esperé en una sala silenciosa, del color de la nuez,
adornada con flores y calentada con un delicioso fuego de madera... un lugar de
influencia beneficiosa y de gran paz. (A veces, y después de un gran esfuerzo,
los hombres y mujeres pueden conseguir un lugar adecuado donde descansar; pero
la casa, que es su templo, no puede decir otra cosa más que la verdad sobre
quienes han vivido en ella.) Un cochecito de niño y una muñeca se encontraban
sobre el suelo blanco y negro, del que se había retirado una alfombra. Tuve la
sensación de que los niños acababan de salir de allí a toda prisa —posiblemente
para ocultarse en los numerosos recovecos de la gran escalera que subía
firmemente, a partir de la sala, o para ocultarse a las miradas detrás de los
leones y de las rosas esculpidas en la galería de arriba. Entonces, escuché su
voz encima mío, cantando como puede cantar una ciega desde lo más profundo del
alma:
En el agradable final del huerto
Y, ante aquella voz, regresó a mí toda la primera
época del verano.
En el agradable final del huerto,
decimos que Dios bendice todas nuestras ganancias
Pero si Dios
bendijera todas nuestras pérdidas,
sería mejor para nuestro rango.
Dejó caer aquella afortunada quinta estrofa y repitió:
¡Sería mejor para nuestro rango!
La vi inclinarse sobre la galería, con sus manos
unidas tan blancas como las perlas, contra la madera de roble.
—¿Es usted... el que viene desde el otro lado del
condado? —me preguntó.
—Sí, soy yo... el que viene desde el otro lado del
condado —le contesté, riendo.
—¡Cuánto tiempo ha pasado antes de que haya vuelto de
nuevo! —dijo, bajando las escaleras, tocando ligeramente el pasamanos—. Hace ya
dos meses y cuatro días. ¡El verano ha terminado!
—Quise haber venido antes, pero el destino me lo
impidió.
—Lo sabía. Por favor, haga algo con ese fuego. No me
dejan jugar con él, pero puedo sentir que se está apagando. ¡Remuévalo!
Miré a ambos lados de la profunda chimenea y sólo
encontré un palo medio chamuscado, con el que aticé el fuego y coloqué sobre él
un tronco negro.
—Nunca se apaga, ni de día ni de noche —dijo ella, a
modo de explicación—. Para el caso de que alguien venga con los dedos de los
pies fríos.
—Se está mucho mejor aquí dentro que fuera—murmuré.
La luz roja se derramaba a lo largo de los
polvorientos paneles de madera, pulidos por el tiempo, hasta que las rosas
Tudor y los leones de la galería adquirieron color y movimiento. Un viejo
espejo convexo, rematado por un águila, captaba la imagen en su misterioso
corazón, distorsionando las ya distorsionadas sombras, y doblando las líneas de
la galería hasta convertirlas casi en las curvas de un navío. El día se iba
apagando en medio del ventarrón, mientras los girones de niebla se deslizaban
rápidamente. A través de los parteluces sin cortinas de la gran ventana, podía
ver a los valientes caballeros del prado retroceder y recuperarse ante el
viento, que les insultaba con legiones de hojas muertas.
—Sí, debe ser maravilloso —dijo ella—. ¿Quiere usted
mirarlo desde arriba? ¿Aún queda luz suficiente?
La seguí por la impávida y amplía escalera hasta la
galería, donde abrió unas delicadas puertas de estilo isabelino.
—¿Se da cuenta qué bajas han puesto las cerraduras por
el bien de los niños? —me preguntó, abriendo una ligera puerta hacia dentro.
—Y, a propósito, ¿dónde están? —pregunté—. Hoy ni
siquiera los he escuchado.
No me contestó enseguida. Después dijo:
—Sólo puedo escucharlos —contestó suavemente—. Esta es
una de sus habitaciones... todo está preparado, como podrá ver.
Me señaló al interior de una habitación pesadamente
enmaderada. Había allí mesas pequeñas y sillas para niños. Una casa de muñecas,
con su parte delantera semiabierta, estaba situada frente a un gran caballo de
cartón, desde cuyo estribo sólo quedaba muy poca distancia hasta el ancho
asiento que había junto a la ventana, y desde donde se podía observar todo el
prado. Un arma de juguete estaba en un rincón, junto a un atractivo cañón de
madera.
—Seguramente, acaban de marcharse —susurré.
En la débil luz del atardecer, una puerta crujió
cautelosamente. Escuché el susurro de un vestido y los ligeros pasos de unos
pies... de unos pies que se movían rápidamente por la habitación de al lado.
—He oído eso —gritó ella triunfalmente—. ¿Lo ha
escuchado usted? ¡Niños! ¡Oh, niños! ¿Dónde estáis?
La voz llenó las paredes hasta la última y perfecta
nota, pero no se escuchó ninguna respuesta, tal y como había ocurrido en el
jardín. Nos dirigimos apresuradamente a otra habitación con suelo de madera de
roble; un paso arriba aquí, tres pasos abajo allí; cruzamos un verdadero
laberinto de pasillos, siempre burlados por nuestras presas. Era como si
estuviéramos tratando de explorar una madriguera con varias entradas,
utilizando un solo hurón. Había innumerables refugios... nichos en las paredes,
alféizares en las ventanas profundamente rajadas y ahora oscurecidas, rebasadas
las cuales podían salir por detrás nuestro; y chimeneas abandonadas, con
mampostería de dos metros de espesor, así como una verdadera maraña de puertas
que se comunicaban. Pero, sobre todo, ellos disfrutaban de la penumbra en
nuestro juego. Capté una o dos jocosas risitas de evasión, y en una o dos
ocasiones más vi la silueta de un vestido infantil, reflejándose contra alguna
ventana oscurecida, en el extremo de algún pasillo; pero regresamos a la
galería con las manos vacías, en el instante en que una mujer de edad media
estaba encendiendo una lámpara en su nicho.
—No, tampoco la he visto esta tarde, miss Florence —la
escuché decir—, pero ese Turpin dice que la quiere ver en su cobertizo.
—¡Oh! Mr. Turpin debe querer verme con urgencia.
Dígale que acuda al salón, Mrs. Madden.
Miré abajo, hacia el salón, cuya única luz era el
fuego opaco, y por fin les pude ver en aquellas profundas sombras. Debían haber
bajado hasta allí, sigilosamente, mientras les buscábamos por los pasillos, y
ahora creían hallarse perfectamente ocultos detrás de una atractiva pantalla de
cuero. Según todas las leyes infantiles, mi búsqueda inútil era tan buena como
una presentación de mí mismo, pero como me había tomado tantas molestias,
decidí forzarles a salir más tarde, mediante el simple truco, detestado por los
niños, de aparentar que los ignoraba. Estaban cerca, en un pequeño montón; no
eran más que sombras, excepto cuando alguna rápida llamarada permitía
distinguir algún que otro contorno.
—Y ahora tomaremos el té —dijo ella—. Creo que tendría
que habérselo ofrecido al principio, pero, de algún modo, no se acostumbra una
a conservar las buenas formas cuando se vive sola y es considerada como
alguien... hmmm... peculiar —después, con aquel mismo tono de burla, me
preguntó—: ¿Quiere usted una lámpara?
—La luz del fuego es mucho más agradable.
Descendimos a la deliciosa penumbra y Madden nos trajo
el té.
Coloqué mi silla en dirección a la pantalla, preparado
para sorprender, o para ser sorprendido, según y como se desarrollara el juego.
Después de solicitar su permiso, porque el fuego de una chimenea siempre es
sagrado, me incliné hacia adelante para jugar con el fuego.
—¿Dónde consigue estos maravillosos haces de leña
corta? —pregunté por decir algo—. ¡Pero cómo! ¡Si son cuentas de medición!
—Claro —replicó ella—. Como no puedo leer ni escribir,
me veo obligada a utilizar las antiguas cuentas inglesas de medición para hacer
mis propias cuentas. Déme uno de esos palos y le diré lo que significa.
Le entregué una estaca no quemada, de poco más de
treinta centímetros de longitud, y ella recorrió las muescas con los dedos.
—Estas son las cuentas de la leche del mes de abril
del año pasado, en galones —dijo—. No sé lo que hubiera hecho sin estas
cuentas. Un viejo guardabosque me enseñó el sistema. Ahora ya está anticuado
para todo el mundo; pero quienes me rodean lo respetan. Uno de los
arrendatarios va a venir ahora a verme. ¡Oh! No importa. No tiene nada que
hacer aquí fuera de las horas de oficina. Es un hombre avaro e ignorante... muy
avaro o, de otro modo... no vendría aquí después de oscurecido.
—¿Quiere eso decir que tiene usted mucho terreno?
—Sólo unas ochocientas hectáreas, gracias a Dios, al
menos de forma directa. Las otras dos mil cuatrocientas están arrendadas casi
todas a la gente que conoció a mis padres antes que a mí, pero este Turpin es
un hombre bastante nuevo... y un ladrón de caminos.
—Pero ¿está segura de que yo no debería...?
—Desde luego que no. Tiene usted todo el derecho a
quedarse. El no tiene niños.
—¡Ah, los niños! —exclamé y deslicé mi silla baja
hacia atrás de modo que casi toqué la pantalla que les ocultaba—. Me pregunto
si saldrán para verme.
Se produjo un murmullo de voces —la de Madden y otra
más profunda— junto a la puerta, baja y oscura, y en la sala penetró un gigante
con el pelo de color rojo, cubierto con una capa, al modo inconfundible de los
granjeros arrendatarios.
—Acérquese al fuego, Mr. Turpin —dijo ella.
—Sí... sí me permite, señora, estaré... estaré mejor
aquí, junto a la puerta.
Al hablar, se sujetó al pomo de la puerta como un niño
asustado. De repente, me di cuenta de que se hallaba afectado por un temor casi
insuperable.
—¿Y bien?
—Sobre ese nuevo cobertizo para los animales
jóvenes... eso era todo. Estas tormentas de primeros de otoño... pero volveré
otra vez, señora —sus dientes no castañeteaban más de lo que temblaba el pomo
de la puerta.
—Creo que no -—contestó ella sensatamente—. El nuevo
cobertizo... hmmm. ¿Qué le escribió mi agente el día 15?
—Supuse que, quizá, si venía a verla... como de...
hombre a hombre, señora. Pero...
Sus ojos escudriñaron cada uno de los rincones de la
estancia, muy abiertos y llenos de horror. Medio abrió la puerta por la que
había entrado, pero noté entonces que la puerta volvía a cerrarse... desde el
exterior y con firmeza.
—El le escribió lo que yo le dije —siguió la mujer—.
Ya tiene usted existencias suficientes. La granja de Dunnett nunca tuvo más de
cincuenta novillos... ni siquiera en los tiempos de Mr. Wright. Y él estaba
endurecido. Ahora tiene usted setenta y cinco y no es lo bastante duro. Ha roto
usted el pacto en ese aspecto. Está sacándole el corazón a esa granja.
—Voy... voy a traer algunos minerales,
superfosfatos... la semana que viene. Prácticamente, ya he pedido un camión
lleno. Mañana bajaré a la estación a por ellos. Después puedo venir a verla y
hablar... de hombre a hombre, miss, a la luz del día. Este caballero no se va a
marchar, ¿verdad? —casi gritó.
Sólo había deslizado la silla un poco más hacía atrás,
extendiendo la mano para dar unos golpecitos en la pantalla, pero él saltó como
una rata.
—No. Por favor, atiéndame, Mr. Turpin —dijo ella,
volviéndose hacia él, que estaba de espaldas a la puerta.
Fue una especie de pequeña, vieja y sórdida intriga la
que ella le fue sacando... el ruego de él de que fuera la patrona la que pagara
el nuevo cobertizo, que él podría pagar con el estiércol obtenido, deduciéndolo
del pago de la renta del año siguiente, como ella dejó bien claro, mientras que
él había agotado los pastos hasta los huesos. No pude dejar de admirar la intensidad
de la avaricia de aquel hombre, cuando le vi resistiendo el terror que pudiera
sentir y que hacía que el sudor le corriera por la frente.
Dejé de dar golpes en el cuero... en realidad, estaba
calculando el coste del cobertizo, cuando noté cómo mi mano relajada era tomada
y doblada suavemente entre las manos suaves de un niño. Así es que, finalmente,
había triunfado. Dentro de un momento, podría girarme y conocer personalmente a
aquellos traviesos de piernas rápidas...
El pequeño y susurrante beso cayó en el centro de la
palma de mi mano... como un regalo sobre el que se esperaba ver cerrar los
dedos: como la señal de un niño fiel, en actitud reprochante, por no estar
acostumbrado a que se le tenga en cuenta aún cuando las personas mayores puedan
estar muy ocupadas... un fragmento del código mudo inventado hacía mucho
tiempo.
Entonces, lo supe. Y fue como si lo hubiera sabido
desde el primer día, cuando miré a través del prado, hacia la ventana de
arriba.
Oí cerrarse la puerta de un portazo. La mujer se
volvió hacia mí, en silencio, y tuve la sensación de que ella también lo sabía.
No puedo decir cuánto tiempo pasó después de esto. Me
sentí sobresaltado por la caída de un tronco, y me levanté mecánicamente para
colocarlo de nuevo en su sitio. Después regresé a mi lugar en la silla, muy
cerca de la pantalla. —Ahora lo comprenderá —susurró ella, a través de
las densas sombras.
—Sí, lo comprendo... ahora. Gracias.
—Yo... yo sólo les escucho —ocultó su cabeza entre las
manos—. No tengo ningún derecho, ya lo sabe... ningún otro derecho. No los he
dado a luz, ni los he perdido... ¡Ni dado a luz ni perdido!
—Siéntase entonces muy contenta —dije, pues mi alma se
había abierto por completo en mi interior.
—¡Perdóneme!
Ella quedó en silencio, y yo regresé a mis penas y
alegrías.
—Fue porque les quería tanto —dijo ella al fin, con la
voz rota—. Esa fue la razón, incluso desde el principio... incluso antes de
saber que ellos... ellos serían todo lo que iba a tener jamás. ¡Y les amaba
tanto!
Extendió los brazos hacia las sombras que había dentro
de las sombras.
—Ellos vinieron porque yo les amaba... porque les
necesitaba. Yo... tuve que haberles hecho venir de algún modo. ¿Fue algo
incorrecto? ¿Qué piensa usted?
—No... no.
—Le... garantizo que los juguetes... y toda esa clase
de cosas no tienen ningún sentido, pero... pero solía ponerlos porque odiaba
las habitaciones vacías cuando era una niña —señaló hacia la galería y añadió—:
Y los pasillos todos vacíos... ¿Y cómo podría soportar tener siempre cerrada la
puerta del jardín? Suponga...
—¡No! ¡Por el amor de Dios, no! —grité.
El crepúsculo había traído consigo una lluvia fría que
caía a ráfagas, tamborileando sobre los cristales de las ventanas.
—Y lo mismo sucede con eso de mantener encendido el
fuego por la noche. No creo que sea nada tan tonto... ¿verdad?
Observé la gran chimenea de ladrillos y creo que, a
través de las lágrimas, vi que no había ningún hierro en ella o cerca de ella,
e incliné la cabeza.
—Hice todo eso y muchas otras cosas... sólo para hacer
creer. Entonces vinieron. Les escuché, pero no sabía que no eran míos por
derecho, hasta que Mrs. Madden me lo dijo...
—¿La esposa del mayordomo? ¿Qué?
—Uno de ellos... oí decir... ella lo vio. Y lo supo.
¡De ella! No para mí. No lo supe al principio. Quizá estaba celosa. Después
comencé a comprender que todo era porque yo les amaba, no porque.... ¡Oh! Se
les tiene que parir o perder —dijo, piadosamente—. No existe ningún otro
camino... y, sin embargo, ellos me aman. ¡Tienen que amarme! ¿Verdad?
No se escuchó ningún ruido en la habitación excepto el
chisporrotear del fuego, pero los dos escuchamos atentamente y, finalmente,
ella se alivió con lo que escuchó. Se recuperó y se incorporó a medias. Yo
seguía sentado en mi silla, junto a la pantalla.
—No crea que soy una bruja como para gimotear sobre mí
misma de este modo, pero... pero ya sabe que estoy en la más completa
oscuridad, mientras que usted puede ver.
Sí, podía ver, y mi visión me confirmaba en mi
resolución, aunque eso era como la separación del espíritu y la carne. Sin
embargo, me quedaría un poco más, puesto que era la última vez.
—Entonces, ¿cree usted que es algo erróneo? —preguntó
agudamente, aunque yo no había dicho nada.
—No para usted. Mil veces no. Para usted es
correcto... Me siento muy agradecido hacia usted, más allá de lo que puedan
expresar las palabras. Pero para mí sería erróneo. Para mí sólo...
—¿Por qué? —preguntó ella, pero se pasó la mano por
delante de su cara, como había hecho durante nuestro segundo encuentro, en el
bosque—. ¡Oh! Ya comprendo —dijo, como si fuera una niña—. Para usted sería
erróneo —y después, con una ligera risita, añadió—: Y ¿recuerda
usted? Una vez le llamé afortunado... al principio. ¡Usted, que ya no tiene
por qué volver aquí otra vez!.
Me dejó permanecer sentado un poco más junto a la
pantalla, y escuché el sonido de sus pasos muriendo a lo largo de la galería de
arriba.
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