lunes, 23 de julio de 2012

Cuento: "El Cadillac de Dolan" tomado de Pesadillas y Alucinaciones de Stephen King


Hoy les traigo el  cuento de suspenso "El Cadillac de Dolan" de Stephen King. Tomado de: Pesadillas y Alucinaciones...




STEPHEN
KING
(Tomado de Pesadillas y Alucinaciones) 
(Para móvil)
«La venganza es un plato que se toma frío.»
PROVERBIO ESPAÑOL

Esperé y observé durante siete años. Lo vi ir y venir... Dolan. Lo observé entrar en restaurantes caros, siempre con una mujer distinta cogida del brazo, siempre con su pareja de guardaespaldas flanqueándole. Presencié cómo su cabello gris acero se teñía de plata mientras que el mío retrocedía hasta desaparecer por completo. Le observé abandonar Las Vegas para emprender sus peregrinaciones periódicas a la Costa Oeste; y también lo vi regresar. En dos o tres ocasiones, esperé en una carretera secundaria hasta ver pasar a toda prisa su Sedan DeVille, del mismo color que su cabello, por la autovía 71 rumbo a Los Ángeles. Y en algunas ocasiones, aunque no muy frecuentes, lo vi dejar su casa situada en las colinas de Hollywood en el mismo Cadillac gris para regresar a Las Vegas. Yo soy maestro de escuela. Los maestros de escuela y los peces gordos no gozan de la misma libertad de movimientos; una simple circunstancia económica.
Él no sabía que yo lo vigilaba... Nunca me acerqué lo suficiente como para permitir que se diera cuenta. Siempre me andaba con cuidado. Mató a mi mujer u ordenó que la asesinaran; al fin y al cabo, el resultado es el mismo. ¿Quieren detalles? Pues no los obtendrán de mí. Si los quieren, búsquenlos en ejemplares atrasados de los periódicos.
Se llamaba Elizabeth, y daba clase en la escuela en la que todavía ahora trabajo. Era maestra de primero de básica. Los niños la adoraban, y creo que algunos de ellos todavía no han olvidado su amor por ella, a pesar de haber alcanzado ya la adolescencia. Desde luego, yo la quería y la sigo queriendo, sin duda. Era una mujer callada, pero sabía reír. Sueño con ella. Con sus ojos avellanados. Nunca ha habido otra mujer para mí. Ni la habrá.
Cometió un error. Dolan, quiero decir. Y Elizabeth estaba allí, en el lugar equivocado y el momento menos indicado, en el momento en que lo cometió. Acudió a la policía, y la policía la envió al FBI, y allí la interrogaron, y ella dijo que sí, que testificaría. Le prometieron protección, pero o bien cometieron un error o bien subestimaron a Dolan. En cualquier caso, una noche subió al coche y la dinamita conectada al contacto me dejó viudo. Él me dejó viudo... Dolan.
Puesto que no había nadie que pudiera testificar, lo dejaron en libertad. Dolan regresó a su mundo, y yo, al mío. El ático de Las Vegas para él, la vieja casita vacía para mí. La larga serie de hermosas mujeres enfundadas en pieles y centelleantes vestidos de noche para él, el silencio para mí. Los Cadillac grises, cuatro en cuatro años, para él, y el viejo Buick Riviera para mí. Su cabello se tornó plateado, mientras que el mío se limitó a desaparecer.
Pero yo lo vigilaba.
Siempre tuve mucho cuidado... Oh, sí, mucho cuidado. Sabía lo que aquel hombre era, lo que podía hacer. Sabía que podía aplastarme como a un insecto si veía o siquiera percibía lo que yo pretendía hacerle. Así pues, siempre fui cauteloso.
Durante las vacaciones de verano de hace tres años, lo seguí (a prudente distancia) hasta Los Ángeles, adonde iba con cierta frecuencia. Permaneció en su elegante casa y se dedicó a dar fiestas, mientras yo observaba las idas y venidas desde las protectoras sombras de la otra esquina, ocultándome cuando la policía efectuaba sus frecuentes patrullas. Tomé una habitación en un hotel barato, en el que las radios de los clientes sonaban a un volumen atronador y las luces de neón del topless de enfrente bañaban la habitación. Al dormirme, soñaba con los ojos avellanados de Elizabeth, soñaba con que todo aquello no había sucedido, y a veces me despertaba con los ojos llenos de lágrimas.
Estuve al borde de abandonar toda esperanza. Dolan estaba bien protegido, por supuesto, tan bien protegido... No iba a ninguna parte sin sus dos gorilas armados hasta los dientes, y el Cadillac estaba blindado. Los grandes neumáticos radiales sobre los que se desplazaba eran auto sellantes, de los que suelen emplear los dictadores de países pequeños y turbulentos. Y entonces, aquella última vez, me di cuenta del modo en que podría hacerlo..., pero no se me ocurrió hasta después de llevarme un buen susto.
Lo seguí de regreso a Las Vegas, manteniéndome siempre a dos, tres o incluso cuatro kilómetros de distancia. Al atravesar el desierto hacia el este, en ocasiones su coche no era más que un lejano destello de sol, y recordé el aspecto que el sol confería al cabello de Elizabeth.
Aquel día, me mantenía a una distancia aún mayor de lo habitual. Era un día entre semana, por lo que apenas había tráfico en la autovía 71. Cuando no hay tráfico, seguir a alguien se convierte en una maniobra peligrosa. Eso lo sabe incluso un maestro de escuela. Pasé junto a una señal naranja que rezaba DESVÍO A NUEVE KILÓMETROS e incrementé la distancia. Los desvíos en el desierto obligan a aminorar en gran medida la velocidad, y no quería arriesgarme a alcanzar el Cadillac gris mientras el conductor lo conducía con todo cuidado por alguna carretera secundaria surcada de baches.
DESVÍO A CINCO KILÓMETROS, rezaba la siguiente señal, y debajo: ZONA DE EXPLOSIVOS. DESCONECTEN LOS EMISORES.
Me cruzó la mente una película que había visto varios años antes. En ella, una banda de atracadores armados había atraído un furgón blindado hacia las profundidades del desierto mediante señales falsas. Después de que el conductor cayera en la trampa y tomara un solitario camino de tierra (existen miles de ellos en el desierto, sendas de ganado, caminos de granja y antiguas carreteras estatales que no llevan a ninguna parte), los ladrones quitaban las señales para garantizar el aislamiento, y a continuación se limitaban a cercar el furgón blindado hasta obligar a los guardias a salir. Habían matado a los guardias. Me acordaba de eso. Habían matado a los guardias.
Llegué al desvío y lo tomé. La carretera estaba en tan mal estado como había imaginado..., de tierra aplastada, dos carriles, repleta de baches que hacían que mi viejo Buick diera tumbos y chirriara. El Buick necesitaba amortiguadores nuevos, pero los amortiguadores representan un gasto que un maestro se ve obligado a posponer en ocasiones, aunque sea viudo, no tenga hijos nicultive aficiones, excepto su sueño de venganza.
Mientras el Buick avanzaba dando tumbos y tambaleándose, se me ocurrió una idea. En lugar de seguir el Cadillac de Dolan, la próxima vez que saliera de Las Vegas hacia Los Angeles o viceversa lo adelantaría. Crearía un falso desvío como el de la película, y atraería a Dolan a los eriales silenciosos y rodeados de montañas que existen al oeste de Las Vegas. A continuación, quitaría las señales, como habían hecho los ladrones en la película...
De pronto volví en mí. El Cadillac de Dolan se hallaba delante de mí,  justo delante mío, parado en la cuneta del polvoriento camino. Uno de los neumáticos, auto sellante o no, estaba pinchado. Bueno, no sólo pinchado, sino reventado, hecho jirones alrededor de la llanta. Con toda probabilidad, el culpable había sido un afilado fragmento de piedra que sobresalía del piso como una trampa para tanques en miniatura. Uno de los guardaespaldas estaba manipulando un gato en la parte delantera del coche. El otro, un ogro con cara de cerdo que rezumaba sudor bajo el cabello cortado al cepillo, permanecía con ademán protector junto a Dolan. Como ven, ni tan siquiera en el desierto corrían riesgo alguno.
Dolan se hallaba algo apartado, una figura esbelta enfundada en una camisa de cuello abierto y pantalón oscuro, con el cabello plateado ondeando alrededor de su cabeza en la brisa del desierto. Fumaba un cigarrillo mientras contemplaba a los dos hombres como si se hallara muy lejos de allí, en una sala de fiestas o un salón elegante.
Nuestras miradas se encontraron a través del parabrisas de mi coche. Al cabo de un instante, Dolan apartó la suya sin dar muestra alguna de reconocimiento, aunque, en realidad, me había visto en una ocasión, hacía siete años (cuando yo todavía tenía pelo), durante una vista preliminar, sentado junto a mi esposa.
El terror que sentí por haber alcanzado al Cadillac dio paso a la ira. Me sentí tentado de bajar la ventanilla del copiloto y gritar: «¿Cómo te has atrevido a olvidarme? ¿Cómo te atreves a ignorarme?». Ah, pero eso habría sido actuar como un lunático.
De hecho, era de lo más conveniente que me hubiera olvidado, era estupendo que me ignorara. Mejor ser un ratoncillo oculto tras el entablado, royendo la madera; mejor ser una araña escondida en lo alto, bajo el alero, tejiendo su tela.
El hombre que manipulaba el gato me hizo señales para que me detuviera, pero Dolan no era el único capaz de ignorar. Mantuve la vista fija e indiferente más allá del parabrisas, deseando que sufriera un ataque al corazón, una embolia o, aún mejor, ambas cosas al mismo tiempo. Seguí adelante... pero la cabeza me palpitaba a toda velocidad, y durante unos instantes, las montañas que se dibujaban en el horizonte parecieron duplicarse e incluso triplicarse.
«¡Si hubiera tenido un arma! —pensé—. ¡Si tan sólo hubiera tenido un arma! ¡Habría acabado con su podrida y miserable vida aquí mismo si hubiera tenido un arma!»
Tras recorrer varios kilómetros, recobré la razón hasta cierto punto. Si hubiera tenido un arma, lo único de lo que podía estar seguro era que me habrían matado. Si hubiera tenido un arma, habría podido detenerme cuando el hombre del gato me hizo señas, habría podido salir del coche y empezado a rociar de balas el desierto. Incluso es posible que hubiera herido a alguien.
Luego, me habrían matado y enterrado en un hoyo poco profundo. Y Dolan habría continuado acompañando a mujeres hermosas y peregrinando de Las Vegas a Los Ángeles en su Cadillac gris mientras los animales del desierto desenterraban mis restos y se peleaban por mis huesos a la luz de la fría luna. Y Elizabeth no habría obtenido venganza alguna.
Los hombres que viajaban con Dolan estaban entrenados para matar. Yo estaba entrenado para dar clase a niños de tercero de básica. No se trataba de una película, me dije al regresar a la carretera, y pasé junto a otra señal anaranjada que rezaba FIN DE LA ZONA DE OBRAS - EL ESTADO DE NEVADA LE DA
LAS GRACIAS. Si cometía el error de confundir la realidad con las películas, de creer que un maestro de tercero calvo y miope podría llegar a ser Harry el Sucio en otra situación que no fuera su imaginación, entonces nunca, nunca lograría consumar la venganza.
Pero ¿podría llegar a consumar la venganza algún día? ¿Podría hacerlo?
La idea de crear un desvío falso era tan poco realista y tan romántica como el pensamiento de saltar de mi viejo Buick y acribillar a aquellos tres hombres... Yo, que no había disparado un arma desde los dieciséis años y que jamás había disparado un revólver.
Una cosa así sería imposible de llevar a cabo sin una banda de conspiradores. Incluso la película que había visto, por romántica que fuera, lo ponía de manifiesto. Eran ocho o nueve hombres divididos en dos grupos, y se mantenían en contacto por walkie-talkie. Incluso disponían de un hombre en una avioneta, encargado de asegurarse de que el furgón blindado estaba relativamente aislado al acercarse al punto clave de la carretera.
Sin duda alguna, se trataba de una trama ideada por algún guionista obeso sentado junto a la piscina, con una pina colada en una mano y un manojo de bolígrafos Pentel nuevos y un manual de guiones de Edgar Wallace en la otra. Incluso aquel tipo había necesitado un pequeño ejército para dar vida a su idea. Y yo estaba solo.
No funcionaría. No era más que el destello de una falsa idea, como las demás que se me habían ocurrido a lo largo de los años... La idea de que tal vez podría poner algún gas tóxico en el sistema de aire acondicionado de Dolan, o colocar una bomba en su casa de Los Angeles, o quizás hacerme con un arma realmente mortífera, como, por ejemplo, un bazoka, y convertir su maldito Cadillac gris en una bola de fuego cuando surcara el desierto hacia el este, en dirección a Las Vegas, o hacia el oeste, en dirección a Los Ángeles por la 71.
Mejor olvidarlo. Pero no había forma.
«Aíslalo —seguía susurrando la voz interior que hablaba por Elizabeth—. Aíslalo al igual que un perro pastor experto aisla a una oveja del rebaño cuando su amo se lo ordena. Desvíalo al desierto y mátalo. Mátalos a todos.»
No funcionaría. Si no quería admitir ninguna otra verdad, al menos tendría que admitir que un hombre que había logrado permanecer vivo durante tanto tiempo debía de tener un instinto de supervivencia muy aguzado, aguzado hasta la paranoia, tal vez. Tanto él como sus hombres descubrirían la trampa en un abrir y cerrar de ojos.
«Hoy han tomado el desvío —repuso la voz que hablaba por Elizabeth—. No titubearon ni un segundo. Lo tomaron como auténticos corderitos.»
Pero lo sabía, sí, ¡de algún modo lo sabía! Sabía que los hombres como Dolan, que en realidad eran más lobos que hombres, desarrollan un sexto sentido cuando acecha el peligro. Podía robar señales de desvío auténticas de alguna caseta del departamento de Carreteras y colocarlas en los lugares adecuados. Incluso podía agregar conos anaranjados fluorescentes y algunas latas llenas de parafina encendida.... Podía hacer todo eso, pero aun así, Dolan percibiría el sudor nervioso de mis manos en el atrezzo del escenario. Lo olería a través de las lunas blindadas del coche. Cerraría los ojos y oiría el nombre de Elizabeth en lo más profundo de ese nido de serpientes que le hacía las veces de cerebro.
La voz que hablaba por Elizabeth enmudeció, y creí que había renunciado por aquel día. Pero de pronto, cuando ya se divisaba la ciudad de Las Vegas, una mancha azul y borrosa que se estremecía en el horizonte del desierto, la voz se alzó de nuevo.
«Entonces, no intentes engañarlo con un desvío falso —susurró—. Engáñalo con uno de verdad.»
Di un brusco golpe de volante y pisé el freno a fondo con ambos pies. Fijé la mirada en el reflejo de mis ojos atónitos, abiertos de par en par.
En mi interior, la voz que hablaba por Elizabeth estalló en carcajadas. Era una risa salvaje, demente, pero al cabo de unos instantes, me uní a ella.
Los otros maestros se rieron de mí cuando me matriculé en el gimnasio de la Calle Novena. Uno de ellos me preguntó si alguien había estado intimidándome. Coreé sus risas. La gente no sospecha de un hombre como yo mientras siga uniéndose a sus risas. Y al fin y al cabo, ¿por qué no debería reír? Mi mujer ya llevaba siete años muerta, ¿no? ¡Si no era más que polvo y cabello y unos cuantos huesos en el ataúd! Así que, ¿por qué no habría de reír? Sólo cuando un hombre deja de reír se pregunta la gente si le sucede algo. Seguí riendo pese a que los músculos me martirizaron durante todo aquel otoño e invierno.
Reí pese a que siempre estaba hambriento... se había acabado eso de repetir, el tentempié de última hora, la cerveza, el gintonic de antes de la cena. Carne roja y verdura, verdura y más verdura.
Por Navidad me compré un aparato de gimnasia. No... eso no es del todo cierto. Elizabeth me compró un aparato de gimnasia por Navidad.
Dejé de ver a Dolan con tanta frecuencia. Estaba demasiado ocupado yendo al gimnasio, desarrollando los músculos de los brazos, el pecho y las piernas. Hubo momentos en que creí que sería incapaz de seguir, que sería imposible recuperar algo parecido a una buena forma física. No podía vivir sin repetir las comidas, sin mis trozos de tarta de moca y la ocasional gotita de nata azucarada en el café. En tales momentos, aparcaba el coche frente a alguno de sus restaurantes predilectos, o bien iba a alguno de los clubes que gustaba frecuentar y esperaba a que apareciera, a que bajara de su Cadillac gris niebla con una rubia fría y arrogante o con una pelirroja risueña cogida del brazo... o con una de cada. Allí estaba, el hombre que había asesinado a mi Elizabeth, allí estaba, espléndido con una elegante camisa de Bijan, el Rolex de oro lanzando destellos a la luz de la sala de fiestas. Cuando me sentía cansado o desanimado, recurría a Dolan como un hombre sediento que se abalanza sobre un oasis en medio del desierto. Bebía su agua envenenada y recuperaba las fuerzas necesarias para seguir.
En febrero empecé a correr cada día, y entonces los demás maestros empezaron a burlarse de mi calva, que se despellejaba y enrojecía, se despellejaba y enrojecía, por mucha loción solar que me aplicara sobre ella. Yo me unía a sus risas, como si no hubiese estado dos veces al borde del desmayo y no pasara largos minutos acosado por temblores y terribles calambres en los músculos de las piernas tras cada carrera.
Al llegar el verano, solicité un empleo al departamento de Carreteras de Nevada. La oficina de empleo municipal estampó un sello de aprobación provisional en mi solicitud y me envió al capataz de distrito, un hombre llamado Harvey Blocker. Se trataba de un hombre alto, tan quemado por el sol de Nevada que su tez se había tornado casi negra. Llevaba vaqueros, botas de trabajo polvorientas y una camiseta azul con las mangas recortadas. MALA ACTITUD, proclamaba la camiseta. Sus músculos eran grandes bloques que se deslizaban bajo la piel. Echó un vistazo a mi solicitud. A continuación, alzó la vista para mirarme y lanzó una carcajada. La solicitud enrollada parecía minúscula en su enorme puño.
—Debes de estar bromeando, amigo. Quiero decir, seguro que estás bromeando. Se trata del desierto y del calor del desierto... no de esa mierda de bronceado de solárium para yuppies. ¿Qué eres en la vida real, amigo? ¿Contable?
—Maestro —repuse—. De tercero.
—Oh, cariño —exclamó y lanzó otra risotada—. Mira, desaparece de mi vida, ¿vale?
Yo tenía un reloj de bolsillo, que había pasado por los miembros de la familia desde mi bisabuelo, que había trabajado en el último tramo del gran ferrocarril transcontinental. Según la leyenda familiar, estaba ahí cuando pusieron el último clavo del ferrocarril. Saqué el reloj del bolsillo y lo balanceé por la cadena ante el rostro de Blocker.
—¿Ve esto? —pregunté—. Vale unos seiscientos o setecientos dólares.
—¿Es un soborno? —inquirió Blocker entre carcajadas. Sin duda le encantaba reír.
—Vaya, he oído de gente que pacta con el diablo, pero tú eres el primero que conozco que quiere sobornar a alguien para irse al infierno.
Me miró con una expresión similar a la compasión.
—Tal vez creas que entiendes en qué estás intentando meterte, pero te aseguro que no tienes ni la menor idea. Algunos días, en julio, la temperatura sube hasta 45 grados al este de Indian Springs. Eso hace llorar a los hombres más fuertes. Y tú no eres fuerte, amiguito. No me hace falta verte sin camisa para saber que sobre el esqueleto no tienes más que unos cuantos músculos de gimnasio, y con eso no vas a ninguna parte en el Gran Desierto.
—El día que usted decida que no soy capaz de hacerlo, dejaré el empleo. Usted se queda con el reloj. Sin discusiones.
—Eres un maldito embustero.
Fijé la mirada en él. El hombre la sostuvo durante unos instantes.
—No eres un maldito embustero —se corrigió impresionado.
—No.
—¿Le darías el reloj a Tinker para que lo guardara?
Blocker señaló con el pulgar a un inmenso hombre negro enfundado en una camiseta teñida a mano que estaba sentado en la cabina de una excavadora, dando cuenta de una tarta de frutas de McDonald's y escuchando la conversación.
—¿Es de fiar?
—Y que lo digas.
—Entonces puede guardarlo hasta que usted me eche o yo tenga que volver a la escuela en septiembre.
—¿Y cuál es mi parte del trato?
Señalé la solicitud de empleo encerrada en su puño.
—Firme esto —repliqué—. Ésta es su parte del trato.
—Estás loco.
Pensé en Dolan y Elizabeth y permanecí en silencio.
—Empezarás con el trabajo más asqueroso —me advirtió Blocker—, descargando asfalto caliente de un camión con una pala. No porque quiera tu maldito reloj, aunque me encantaría tenerlo, sino porque así es como empiezan todos.
—De acuerdo.
—Espero que entiendas lo que significa, amiguito.
—Lo entiendo.
—No —denegó Blocker—, no lo entiendes. Pero ya lo entenderás.
Y tenía razón.
Apenas recuerdo nada de las primeras dos semanas de trabajo, tan sólo que pasé los días descargando asfalto caliente con la pala y apisonándolo y caminando junto al camión con la cabeza gacha hasta el siguiente bache. En ocasiones trabajábamos cerca de la calle principal de Las Vegas, y oía las campanillas de los premios gordos en los casinos. A veces pienso que las campanillas no existían más que en mi propia cabeza. Alzaba la cabeza y ahí estaba Harvey Blocker, observándome con esa extraña expresión de compasión pintada en el rostro reluciente por el calor que subía desde el pavimento. A veces miraba a Tinker, sentado bajo el parasol de lona que cubría la cabina de su excavadora, y entonces él alzaba el reloj de mi bisabuelo y lo balanceaba hasta que el sol le arrancaba brillantes destellos.
La gran batalla consistía en no desmayarse, en permanecer consciente a toda costa. Aguanté todo el mes de junio, y la primera semana de julio, Blocker se sentó junto a mí a la hora de comer, mientras yo comía un bocadillo que sostenía con una mano temblorosa. A veces los temblores persistían hasta las diez de la noche. Era por el calor. La cuestión era temblar o desmayarse, y cuando pensaba en Dolan, de algún modo lograba seguir temblando.
—Todavía no eres fuerte, amiguito —comenzó Blocker.
—No —admití—, pero como dicen, tendrías que haber visto los materiales con los que empecé.
—Siempre creo que en cualquier momento me daré la vuelta y ahí estarás tú, desmayado en medio de la calzada, pero nunca te desmayas. Aunque al final te desmayarás.
—No, señor.
—Sí, señor. Si te quedas detrás del camión con la pala, acabarás desmayándote.
—No. Seguro que no.
—La época más calurosa del verano todavía no ha llegado, amiguito. Tink lo llama un tiempo de hornada de galletas.
—No me pasará nada.
Blocker se sacó algo del bolsillo. Era el reloj de mi bisabuelo. Lo dejó caer en mi regazo.
—Coge este maldito trasto —ordenó fastidiado—. No lo quiero.
—Hicimos un trato.
—Pues se acabó el trato.
—Si me despide, lo denunciaré —advertí—. Usted firmó mi solicitud. Usted...
—No te estoy despidiendo —me interrumpió al tiempo que apartaba la mirada—. Voy a encargar a Tinker que te enseñe a manejar una excavadora.
Lo miré durante largo rato, sin saber qué decir. Mi clase de tercero, tan fresca y agradable, parecía hallarse más lejos que nunca... y todavía no tenía ni la más remota idea de cómo pensaba un hombre como Blocker, ni de sus intenciones cuando decía las cosas que decía. Sabía que me admiraba y me despreciaba a un tiempo, pero no tenía idea de la razón por la que albergaba estos dos sentimientos hacia mí. «Y no tiene por qué importarte, cariño —aseguró de pronto Elizabeth desde el fondo de mi mente—. Quien debe importarte es Dolan. Recuerda a Dolan.»
—¿Por qué quiere hacer eso? —inquirí por fin.
Se volvió hacia mí, y observé que yo le enfurecía y le divertía al mismo tiempo. Aunque creo que la furia era el sentimiento predominante.
—Pero ¿qué es lo que te pasa, amiguito? ¿Qué te crees que soy yo?
—Yo no...
—¿Crees que pretendo matarte por tu jodido reloj? ¿Es eso lo que piensas?
—Lo siento.
—Sí, sí que lo sientes. Eres el cabroncete más desolado que he visto en mi vida.
Me guardé el reloj de mi bisabuelo.
—Nunca serás fuerte, amiguito. Algunas personas y plantas prenden en el sol, otras se marchitan y mueren. Tú te estás muriendo. Lo sabes y aun así no te refugias en la sombra. ¿Por qué ? ¿Por qué te estás metiendo toda esta mierda en el cuerpo?
—Tengo mis razones.
—Sí, ya me lo imagino. Y que Dios ayude a cualquiera que se interponga en tu camino. Se levantó y se alejó. Tinker se acercó con una sonrisa torva.
—¿Crees que puedes aprender a manejar una excavadora.
—Creo que sí —repuse.
—Yo también lo creo —corroboró el hombre—. Al viejo Blocker le caes bien, sólo que no sabe cómo expresarlo.
—Ya me he dado cuenta. Tinker lanzó una risotada.
—Eres un cabroncete duro, ¿eh?
—Eso espero.
Pasé el resto del verano conduciendo una excavadora, y cuando regresé a la escuela aquel otoño, con la piel casi tan negra como el propio Tinker, los demás profesores dejaron de burlarse de mí. A veces me miraban de soslayo cuando pasaba por su lado, pero habían dejado de reírse.
Tengo mis razones. Eso era lo que le había dicho. Y era cierto. No había pasado el verano en aquel infierno tan sólo por capricho. Tenía que ponerme en forma. Prepararme para cavar la tumba de un hombre o una mujer tal vez no requiriera medidas tan drásticas, pero no sólo tenía a un hombre en mente.
Pretendía enterrar el maldito Cadillac.
En abril del año siguiente me suscribí a la publicación de la Comisión de Carreteras del Estado. Cada mes recibía un boletín llamado Señales de tráfico de Nevada. Hojeaba superficialmente la mayor parte de la revista, que se ocupaba de facturas pendientes por mejoras de carreteras, equipo de construcción de carreteras que había sido comprado y vendido, medidas de la legislatura del estado sobre temas tales como el control de las dunas de arena y nuevas técnicas anti erosión. Lo que me interesaba eran las dos últimas páginas del boletín. La sección, titulada sencillamente El Calendario, ofrecía una relación de fechas y lugares en los que se efectuarían obras el mes siguiente. Me centraba ante todo en los lugares y las fechas junto a los cuales aparecía una simple abreviatura de cuatro letras: RPAV. Dicha abreviatura significaba repavimentación, y la experiencia en el equipo de Harvey Blocker me había enseñado que tales eran las obras que con mayor frecuencia requerían la creación de desvíos. Pero no siempre, no, desde luego que no. La Comisión de Carreteras no cierra un tramo de carretera a menos que no le quede otro remedio. Pero tarde o temprano, me dije, aquellas cuatro letras significarían el fin de Dolan. No eran más que cuatro letras, pero en ocasiones las veía en sueños: RPAV.
No es que creyera que iba a ser fácil, ni que sucedería pronto... Sabía que quizá tuviera que aguardar varios años, y que era posible que alguien acabara con Dolan entretanto. Era un hombre malvado, y los hombres malvados llevan vidas peligrosas. Cuatro vectores relacionados tan sólo de un modo remoto deberían coincidir, como una conjunción excepcional de planetas. Dolan debería salir de viaje, yo debería estar de vacaciones, tendría que tratarse de un día de fiesta nacional o de un fin de semana de tres días.
Años, tal vez. O quizá jamás. Sin embargo, albergaba una suerte de serenidad, la certidumbre de que ocurriría y que, para entonces, estaría dispuesto. Y lo cierto es que acabó por suceder. No aquel verano, no aquel otoño ni la siguiente primavera. Pero en junio del año pasado, abrí la revista Señales de tráfico de Nevada y leí lo siguiente:
1 DE JULIO A 22 DE JULIO (PREVISTO): CARRETERA 71, MILLAS 440-472 (OESTE) RPAV
Me temblaban las manos. Hojeé el calendario que había sobre mi mesa y comprobé que el 4 de julio caía en lunes. Así pues, se conjugarían tres de los cuatro vectores, pues, sin duda alguna, se haría necesario crear un desvío en un tramo de obras tan extenso.
Pero Dolan... ¿qué pasaba con Dolan? ¿Qué pasaba con el cuarto vector?
Recordaba tres años en los que Dolan había viajado a Los Ángeles durante la semana del Cuatro de Julio, una de las pocas semanas aburridas del año en Las Vegas. Recordaba que en otras tres ocasiones había viajado a otros lugares, una vez a Nueva York, otra a Miami y la tercera a Londres, así como otra en la que se había limitado a permanecer en Las Vegas.
Si iba...
¿Había alguna forma de averiguarlo?
Reflexioné sobre ello largo y tendido, pero dos visiones no cesaban de interponerse en mis pensamientos. Veía el Cadillac de Dolan surcando el desierto hacia el oeste, en dirección a Los Ángeles, al anochecer, proyectando una larga sombra tras de sí. Lo veía pasar junto a las señales de DESVÍO, la última de las cuales advertía a los propietarios de radios de dos bandas que las apagasen. Veía el Cadillac pasar junto al equipo de construcción abandonado... excavadoras, niveladoras, bull dozers, cargadoras front-end. Abandonado no sólo porque ya había finalizado la jornada, sino porque era un fin de semana largo, un fin de semana de tres días.
En la segunda visión, todos los elementos eran los mismos, pero las señales de desvío habían desaparecido. Habían desaparecido porque yo las había quitado.
El último día de escuela se me ocurrió de pronto el modo de averiguar lo que me interesaba. Estaba medio adormilado, con la mente a miles de kilómetros tanto de la escuela como de Dolan, cuando, de repente, me incorporé en mi asiento, derribando un jarrón colocado en un extremo de la mesa (contenía unas hermosas flores del desierto que mis alumnos me habían traído como regalo de fin de curso), que cayó al suelo y se hizo añicos. Algunos de los alumnos, que también habían estado medio dormidos, dieron un respingo, y tal vez la expresión de mi rostro asustó a uno de ellos, pues un chiquillo llamado Timothy Urich se echó a llorar y me vi obligado a consolarlo.
«Sábanas —pensé mientras consolaba al pequeño—. Sábanas, fundas de almohada, ropa de cama y cubertería; las alfombras; el jardín. Todo tiene que tener un aspecto impecable. Él querrá que todo tenga un aspecto impecable.»
Por supuesto. Hacer que las cosas tuvieran un aspecto impecable formaba parte de Dolan tanto como su Cadillac.
Esbocé una sonrisa, y Timmy Urich me la devolvió, pero mi sonrisa no iba dedicada a él. Estaba sonriendo a Elizabeth.
Aquel año, las clases terminaron el 10 de junio. Doce días más tarde, viajé en avión a Los Angeles. Alquilé un coche y tomé una habitación en el mismo hotel barato en el que me había alojado en otras ocasiones. Los tres días siguientes, fui en coche a Hollywood Hills y monté guardia cerca de la casa de Dolan. Por supuesto, no podía montar guardia constantemente, pues alguien se habría percatado de mi presencia. Los ricos contratan a gente para que descubran a los intrusos, que, con demasiada frecuencia, resultan ser peligrosos. Como yo.
Al principio no sucedió nada. La casa no estaba cerrada, el jardín no aparecía cubierto de malas hierbas, Dios no lo permita, el agua de la piscina estaba impoluta y clorada. No obstante, la casa presentaba un aspecto de vacío y desuso, con las persianas bajadas contra el sol estival, ningún vehículo en el sendero central de entrada, ni un alma en la piscina que un joven peinado con coleta limpiaba cada mañana.
Llegué a convencerme de que fracasaría. Sin embargo, me quedé, deseando y esperando que el cuarto vector no me fallara. El 29 de junio, cuando ya casi me había resignado a pasar otro año observando, esperando, yendo al gimnasio y conduciendo una excavadora durante el verano en el equipo de Harvey Blocker, si es que me aceptaba, claro está, un coche azul con la inscripción SERVICIOS DE SEGURIDAD DE LOS ÁNGELES se detuvo junto a la verja de entrada de la casa de Dolan. Un hombre uniformado salió del coche y abrió la verja con una llave. Entró el coche en la propiedad y desapareció tras doblar una esquina. Al cabo de unos instantes, regresó a pie y cerró la verja con llave desde dentro.
Al menos una interrupción en la rutina. Sentí una débil punzada de esperanza. Puse el coche en marcha, me obligué a permanecer alejado durante casi dos horas y a continuación regresé a la casa, aparcando en la parte alta de la manzana en lugar de al pie. Un cuarto de hora más tarde, una furgoneta azul se detuvo ante la casa de Dolan. En un costado se leía la inscripción SERVICIO DE LIMPIEZA DEL GRAN JOE. El corazón me dio un vuelco.
Estaba espiando la escena a través del espejo retrovisor, y recuerdo la fuerza con que mis manos se aferraban al volante del coche de alquiler. Cuatro mujeres salieron de la furgoneta, dos blancas, una negra y una chicana. Todas ellas vestían de blanco, como camareras, pero no se trataba de camareras, por supuesto, sino de mujeres de la limpieza.
El guardia de seguridad contestó cuando una de ellas pulsó el botón del interfono y abrió la verja. Los cinco se pusieron a hablar y a reír. El guardia de seguridad intentó pellizcarle el trasero a una de las mujeres, y ella le dio un cachete en la mano, sin dejar de reír.
Una de las mujeres regresó a la furgoneta y la condujo hasta el sendero de entrada. Las demás se acercaron a ella, hablando mientras el guardia de seguridad volvía a cerrar la verja con llave. Tenía el rostro bañado en sudor; se me antojaba grasa. El corazón me martilleaba en el pecho.
Se hallaban fuera del campo de visión del espejo retrovisor, de modo que me arriesgué a volverme para observarlos.
Las puertas traseras de la furgoneta se abrieron. Una de las mujeres sacó una ordenada pila de sábanas; otra llevaba toallas; otra, un par de aspiradoras. Se dirigieron hacia la puerta y el guardia les franqueó el paso. Me alejé de allí, sacudido por temblores tan fuertes que apenas podía conducir. Estaban abriendo la casa. Dolan iría a Los Ángeles. Dolan no cambiaba de Cadillac cada año, ni siquiera cada dos años. El Sedán DeVille gris que llevaba a finales de aquel mes de junio tenía tres años. Conocía sus dimensiones al dedillo.
Había escrito a General Motors fingiendo ser un escritor que realizaba una investigación para un libro. Me habían enviado una guía del usuario y un folleto de especificaciones técnicas del modelo de aquel año. Incluso me habían devuelto el sobre sellado y dirigido a mí mismo que había incluido en la carta. Por lo visto, las grandes empresas no renuncian a la cortesía ni siquiera cuando están en números rojos. A continuación, había mostrado tres cifras, la anchura del Cadillac en el punto más ancho, la altura en el punto más alto, y la longitud en el punto más alto, a un profesor de matemáticas que da clase en el Instituto de Las Vegas. Creo que ya les había comentado que me había preparado para aquello, y no toda la preparación había sido física, desde luego que no.
Le planteé mi problema como una cuestión meramente hipotética. Le dije que estaba intentando escribir una historia de ciencia ficción, y quería que todas las cifras cuadraran. Incluso inventé algunos fragmentos plausibles de la trama... Me sorprendió la imaginación de que hice gala.
Mi amigo me preguntó a qué velocidad viajaría el vehículo extraterrestre de exploración. Se trataba de una pregunta que no había esperado, de modo que quise saber si importaba.
—Por supuesto que importa —exclamó—. Importa mucho. Si quieres que el vehículo extraterrestre de exploración caiga directamente en la trampa, ésta tiene que tener las dimensiones precisas. La cifra que me has dado es de 6 por 1,8 metros.
Abrí la boca para advertir que no eran las medidas exactas, pero mi amigo ya había alzado la mano.
—Más o menos —prosiguió—. Así será más sencillo calcular el arco de descenso.
—¿El qué?
—El arco de descenso —repitió.
Me apacigüé de inmediato. Era una expresión de la que un hombre preparado para la venganza podía enamorarse. Producía un sonido oscuro, suavemente ominoso. El arco de descenso.
» Había dado por sentado que si cavaba la tumba de modo que el Cadillac pudiera caber en ella, entonces cabría. Fue mi amigo quien me señaló que antes de hacer las veces de tumba, tendría que hacer las veces de trampa. La forma en sí misma era importante, prosiguió mi amigo. Era posible que la trinchera larga y delgada que había proyectado no funcionara. De hecho, las probabilidades de que no funcionara eran mayores que las probabilidades de lo contrario.
—Si el vehículo no llega en línea completamente recta al comienzo del hoyo —aseguró el matemático—, entonces es posible que no caiga en él. Se limitaría a deslizarse durante unos metros en posición inclinada, y cuando se detuviera, todos los alienígenas saldrían por la puerta del copiloto y se cargarían a tus héroes. La solución —concluyó—, está en ensanchar la entrada del hoyo, es decir, cavarlo en forma de embudo.
También estaba el problema de la velocidad. Si el Cadillac de Dolan iba demasiado aprisa y el hoyo era demasiado corto, entonces lo atravesaría, hundiéndose un poco en el trayecto, y la carrocería o bien las ruedas chocarían contra el borde del extremo más alejado. El coche volcaría, sin duda, pero no caería en el hoyo. Por otra parte, si el Cadillac iba demasiado despacio y el hoyo era demasiado largo, podría aterrizar en el hoyo verticalmente en lugar de sobre las ruedas, y eso no podía ser. Resulta imposible enterrar un Cadillac si medio metro del maletero y el parachoques trasero sobresalen del suelo, del mismo modo que sería imposible enterrar a un hombre cabeza abajo.
—Así pues, ¿a qué velocidad irá tu coche de exploración?
Realicé un rápido cálculo mental. En la carretera, el conductor de Dolan solía conducir a unos noventa y cinco o cien kilómetros por hora. Con toda probabilidad, aminoraría un poco la velocidad en la zona donde pensaba ejecutar mi plan. Podía retirar las señales de desvío, pero no podía hacer desaparecer la maquinaria de construcción y borrar todas las huellas de las obras.
—A unos veinte rull —sugerí.
—Traducción, por favor —pidió mi amigo con una sonrisa.
—Digamos unos ochenta kilómetros terrestres por hora.
—Aja.
El matemático se puso a realizar operaciones con su regla de cálculo mientras yo permanecía sentado junto a él con ojos brillantes y una amplia sonrisa, pensando sobre aquella maravillosa expresión, arco de descenso.
Alzó la vista casi al instante.
—¿Sabes, amigo? —exclamó—. Deberías pensar en modificar las dimensiones del vehículo.
—Oh, ¿por qué lo dices?
—Seis metros es mucho para un vehículo de exploración —prosiguió riendo—. Es casi tan grande como un Lincoln MarkIV.
Coreé sus risas. Reímos juntos.
Tras ver a las mujeres entrar en la casa con las sábanas y las toallas, regresé a Las Vegas. Abrí la puerta de mi casa, entré en el salón y levanté el auricular del teléfono. Me temblaba un poco la mano. Había esperado y observado durante siete años, como una araña en el alero o un ratón detrás del zócalo. Había intentado no dar a Dolan ni la menor pista de que el marido de Elizabeth seguía interesado en él... y la indiferente mirada que me había lanzado aquel día cuando pasé junto a su Cadillac averiado de regreso a Las Vegas había sido mi justa recompensa, por enfurecido que me hubiera sentido en aquel instante. Sin embargo, había llegado el momento de correr un riesgo. Tendría que correrlo, pues no podía estar en dos lugares a un tiempo y debía averiguar si Dolan estaba en camino, así como enterarme del momento en que debía hacer desaparecer temporalmente la señal de desvío.
Había elaborado un plan durante el vuelo de regreso. Creía que funcionaría. Lograría que funcionase. Llamé a información de Los Ángeles y pregunté por el número del Servicio de Limpieza del Gran Joe. Me lo dieron y empecé a marcar.
—Soy Bill del Servicio de Catering Rennie —me presenté—. Tenemos una fiesta el sábado por la noche en el 1121 de Áster Drive, en Hollywood Hills. Querría saber si una de sus chicas podría comprobar si la fuente grande de ponche del señor Dolan está en la alacena que hay encima de la cocina. ¿Le importaría hacerme ese favor?
Me pidieron que esperara. Lo logré de algún modo, aunque con cada eterno segundo que pasaba estaba más convencido de que el hombre se había olido algo y estaba llamando a la compañía telefónica por la otra línea mientras me hacía esperar.
Por fin, tras unos instantes que se me antojaron toda una vida, el hombre volvió a ponerse. Su voz sonaba molesta, pero eso no importaba. Al fin y al cabo, era lo que había esperado.
—¿El sábado por la noche?
—Sí, eso es. Pero no tendré una fuente de ponche lo suficientemente grande para la fiesta a menos que la vaya a buscar a la otra punta de la ciudad, y creo recordar que él tiene una. Sólo quería asegurarme.
—Mire, en mi calendario pone que no se espera al señor Dolan hasta las tres de la tarde del domingo. No me importa mandar a una de las chicas a comprobar lo de la fuente, pero me gustaría aclarar este asunto primero. El señor Dolan no es de los que les gusta que le jodan, si me perdona el lenguaje...
—Estoy totalmente de acuerdo con usted —corroboré.
—... y si va a aparecer un día antes de lo previsto, tendré que enviar a algunas chicas más ahora mismo.
—Voy a comprobar otra vez mi agenda —tercié.
El libro de lectura que utilizo en la clase de tercero Caminos a todas partes estaba sobre la mesa, junto a mí. Hojeé algunas páginas cerca del auricular.
—Madre mía —exclamé por fin—. Es culpa mía. Da la fiesta el domingo por la noche. Lo siento mucho. No me pegue.
—Qué va, hombre. Oiga, espere un momento más. Le diré a una de las chicas que vaya a comprobar lo de la...
—No, no hace falta si la fiesta es el domingo —interrumpí—. Me traerán la fuente grande de vuelta de una boda en Glensdale el domingo por la mañana.
—Vale, que le vaya bien.
Tranquilo, sin suspicacias. La voz de un hombre que no iba a pararse a pensar en la conversación. Eso esperaba.
Colgué y permanecí sentado, reflexionando sobre la cuestión con el mayor cuidado posible. Para llegar a Los Angeles a las tres de la tarde, saldría de Las Vegas alrededor de las diez de la mañana del domingo. Así pues, llegaría a la zona del desvío hacia las once y cuarto u once y media, hora en que apenas habría tráfico de todas formas.
Decidí que ya era hora de dejar de soñar y poner manos a la obra. Eché un vistazo a los anuncios de venta, hice algunas llamadas y salí para ver cinco coches usados cuyo precio se hallaba dentro de mis posibilidades económicas. Me decidí por una destartalada furgoneta Ford, fabricada el mismo año en que Elizabeth había sido asesinada. Pagué en efectivo. Sólo me quedaban doscientos cincuenta y siete dólares en la libreta, pero eso no me preocupaba ni en lo más mínimo. En el camino de vuelta a casa, me detuve en una tienda de alquiler de herramientas del tamaño de unos grandes almacenes y alquilé un compresor de aire portátil, indicando el número de mi tarjeta MasterCard como garantía.
A última hora de la tarde del viernes cargué la furgoneta con picos, palas, el compresor, una carretilla, una caja de herramientas, prismáticos y un martillo neumático que había tomado prestado del departamento de Carreteras y que disponía de un juego de brocas en forma de punta de flecha, especial para taladrar asfalto. Una pieza grande y cuadrada de lona de color arena, así como un largo rollo de lona, que había constituido mi gran proyecto el verano anterior, veintiuna riostras de madera delgada, de cinco pies de longitud cada una, y, por último, aunque no por ello menos importante, una gran grapadora industrial.
Antes de adentrarme en el desierto, me detuve en un centro comercial y robé un par de matrículas que coloqué en la furgoneta.
A 125 kilómetros al oeste de Las Vegas, vi la primera señal anaranjada: ZONA DE OBRAS - CONDUZCA CON PRECAUCIÓN. Al cabo de una milla aproximadamente, vi la señal que había estado esperando desde... bueno, desde la muerte de Elizabeth, supongo, aunque no siempre lo había sabido. DESVÍO A DIEZ KILÓMETROS.
Casi había caído la noche cuando llegué y analicé la situación. No podría haber sido mucho mejor si yo mismo hubiera diseñado el lugar. El desvío era una curva a la derecha situada entre dos cuestas. Tenía el aspecto de una vieja vía de servicio que el departamento de Carreteras había aplanado y ensanchado para dar temporalmente cabida a la mayor densidad de tráfico que se produciría. El desvío estaba señalizado mediante una flecha luminosa alimentada por una batería que zumbaba en el interior de una caja de acero cerrada con candado.
Justo detrás del desvío, donde la carretera se elevaba hacia la cima de la segunda cuesta, la calzada aparecía bloqueada por dos hileras de conos. Más allá (si alguien era lo suficientemente estúpido como para haber pasado por alto la flecha luminosa y después haber atropellado las dos hileras de conos, como supongo que algunos conductores harían) se elevaba una señal anaranjada, de dimensiones similares a una valla publicitaria, sobre la que se leía: CARRETERA CERRADA -UTILICE EL DESVÍO.
No obstante, desde ahí todavía no se apreciaba el motivo del desvío, lo cual era muy conveniente. No quería que Dolan sospechara en lo más mínimo la existencia de la trampa antes de caer en ella. Con movimientos rápidos, pues no quería que nadie me sorprendiera, salté de la furgoneta y recogí alrededor de una docena de conos, hasta crear un espacio suficiente para pasar con la furgoneta. Arrastré la señal de CARRETERA CERRADA hacia la derecha, regresé corriendo a la furgoneta, entré y atravesé la hilera de conos. De pronto oí el motor de un coche que se aproximaba.
Cogí los conos y los volví a colocar en su lugar con la mayor rapidez posible. Dos de ellos se me escurrieron de entre las manos y rodaron hasta la hondonada. Los perseguí entre jadeos. Tropecé con una piedra en la oscuridad, caí cuan largo era y me levanté de un salto, con el rostro cubierto de polvo y sangre en la palma de la mano. El coche se acercaba cada vez más; muy pronto aparecería en la cima de la última cuesta, y a la luz de los faros de carretera, el conductor divisaría a un hombre enfundado en vaqueros y camiseta que intentaba colocar los conos en su lugar, mientras su furgoneta se encontraba parada en un lugar donde no debería haber ningún vehículo que no perteneciera al departamento de Carreteras del Estado de Nevada. Coloqué el último cono en su lugar y corrí hacia la señal. Tiré de ella con demasiada fuerza; osciló y estuvo a punto de caer al suelo.
Cuando los faros del coche empezaron a brillar sobre la cuesta que se alzaba al este, me convencí de pronto de que se trataba de un coche patrulla del estado. La señal se hallaba de nuevo en su lugar... y si no exactamente, al menos sí muy cerca.
Alcancé la furgoneta a la carrera, me encaramé al asiento del conductor y conduje a toda prisa hasta la cuesta siguiente. Acababa de pasarla cuando los faros del otro coche inundaron la noche detrás de mí.
¿Me habría visto en la oscuridad, pese a que yo llevaba las luces apagadas? No lo creía.
Me recliné en el asiento, con los ojos cerrados, a la espera de que mi corazón se tranquilizara. Por fin, cuando el sonido del coche que traqueteaba por el desvío se alejó hasta desaparecer, lo logré.
Ahí estaba... a salvo detrás del desvío. Había llegado el momento de poner manos a la obra.
Más allá de la cuesta, la carretera se extendía en un largo tramo recto y llano. A unos dos tercios de dicho tramo, la carretera dejaba de existir, sustituida por montones de tierra y un tramo largo y ancho de grava prensada.
¿Lo verían y se detendrían? ¿Darían media vuelta? ¿O bien continuarían, confiando en que debía existir un camino practicable puesto que no habían visto ninguna señal de desvío?
Era demasiado tarde para preocuparse por eso. Escogí un lugar situado a unos veinte metros del inicio del tramo llano, pero a unos cuatrocientos metros del punto en que la carretera desaparecía. Aparqué a un lado de la carretera, me dirigí a la parte trasera de la furgoneta y abrí las puertas. Saqué un par de tablones y el equipo que había traído conmigo a pulso. A continuación, descansé durante unos instantes y alcé la mirada hacia las frías estrellas del desierto.
—Allá vamos, Elizabeth —les susurré.
Me acometió la sensación de que una mano helada me acariciaba la nuca. El compresor armaba mucho jaleo y el martillo neumático era aún peor, pero no había nada que hacer. Lo único que cabía esperar era que pudiera terminar la primera fase del trabajo antes de medianoche. Si tardaba mucho más, estaría en apuros de todas formas, pues disponía de una cantidad limitada de gasolina para el compresor.
Daba igual. No pienses en quién puede estar escuchando y preguntándose quién es el imbécil que anda utilizando un martillo neumático en mitad de la noche. Piensa en Dolan. Piensa en el Sedán DeVille. Piensa en el arco de descenso.
En primer lugar, marqué los límites de la tumba con ayuda de tiza blanca, la cinta métrica de mi caja de herramientas y las cifras que mi amigo el matemático había calculado. Al terminar, un desigual rectángulo de apenas cinco pies de anchura y unos cuarenta de longitud brillaba débilmente en la oscuridad. El extremo más cercano se ensanchaba en un arco. En las tinieblas, el vuelo no se asemejaba tanto a un embudo como en el papel milimétrico sobre el que mi amigo el matemático lo había esbozado. En la oscuridad, presentaba más bien el aspecto de una boca abierta de par en par, situada en el extremo de una conducción de aire larga y estrecha. «Para comerte mejor, querida», pensé esbozando una sonrisa en la noche.
Tracé otras veinte líneas transversales en el rectángulo, a intervalos de dos pies. Por último, tracé una sola línea vertical que dividía el rectángulo en una rejilla de cuarenta y dos cuadrados de dos pies por dos y medio. El segmento número cuarenta y tres era el vuelo en forma de arco del extremo.
Me arremangué la camisa, puse en marcha el compresor y me dirigí al primer segmento. El trabajo avanzaba con mayor rapidez de la que tenía derecho a esperar, pero más despacio de lo que me había atrevido a soñar. Al fin y al cabo, ¿sucede eso alguna vez? Habría resultado más práctico utilizar la maquinaria pesada, pero eso llegaría más tarde. En primer lugar, tenía que levantar los cuadrados de pavimento. No terminé a medianoche ni tampoco había acabado a las tres de la mañana, cuando se agotó la gasolina del compresor. Había contado con la posibilidad de que sucediera aquello, por lo que me había armado con un sifón para bombear gasolina del depósito de la furgoneta. Desenrosqué el tapón del depósito, pero al percibir el olor de la gasolina, volví a enroscarlo y me limité a tenderme en el asiento trasero de la furgoneta.
Se acabó, al menos por aquella noche. No podía más. Pese a los guantes de trabajo que me había puesto, tenía las manos cubiertas de grandes ampollas, algunas de las cuales habían comenzado ya a supurar. Tenía la sensación de que me vibraba todo el cuerpo a causa del ritmo constante y torturador del martillo neumático, y los brazos se me antojaban diapasones fuera de control. Me dolía la cabeza. Me dolían los dientes. La espalda no cesaba de atormentarme; era como si tuviera la columna llena de fragmentos de vidrio.
Había levantado el pavimento en veintiocho segmentos. Veintiocho. Me quedaban otros catorce. Y el trabajo no había hecho más que comenzar. «Nunca — pensé—. Es imposible. No lo lograré.» Otra vez aquella mano helada. «Sí, cariño. Sí.»
El zumbido que plagaba mis oídos empezó a remitir. De vez en cuando, oía el motor de un coche que se acercaba... y a continuación se convertía en un ronroneo a mi derecha cuando el vehículo tomaba el desvío y trazaba la curva que el departamento de Carreteras había creado en torno a la zona de obras. Mañana era sábado... perdón, hoy. Hoy era sábado. Dolan llegaría el domingo. No había tiempo.
«Sí, cariño.»
Había quedado hecha pedazos en la explosión. Mi amor había quedado hecha pedazos por contar la verdad a la policía sobre lo que había presenciado, por no dejarse intimidar, por ser valiente, y Dolan seguía viajando en su Cadillac y bebiendo whisky de veinte años, mientras su Rolex despedía destellos.
«Lo intentaré», me dije y me sumí en un letargo sin sueños, similar a la muerte.
Me desperté con el rostro bañado por el sol, ya caliente pese a que no eran más que las ocho de la mañana. Me incorporé y lancé un grito llevándome las manos destrozadas a la parte baja de la espalda. ¿Trabajar? ¿Levantar otros catorce segmentos de asfalto? Si ni siquiera podía caminar.
Pero sí podía caminar, y lo hice. Con los movimientos propios de un anciano que se dirigiera a jugar una partida de petanca, me incliné hacia la guantera y la abrí. Había cogido un frasco de analgésicos para el caso de que tuviera que pasar una mañanita como aquélla.
¿Había creído estar en forma? ¿Realmente lo había creído?
¡Bueno! Una situación bastante divertida, ¿verdad?
Me tomé cuatro analgésicos con agua, esperé un cuarto de hora a que se disolvieran en mi estómago y a continuación devoré un desayuno consistente en frutos secos y pastelillos de mermelada.
Volví la mirada hacia el lugar donde esperaban el compresor y el martillo neumático. La cubierta amarilla del compresor parecía chisporrotear bajo el sol matutino. A cada lado de la incisión que había efectuado se abrían los cuadrados de asfalto levantado.
No quería ir allí y levantar el martillo neumático. Recordé la voz de Harvey Blocker afirmando: «Nunca serás fuerte, amiguito. Algunas personas y plantas prenden en el sol, otras se marchitan y mueren... ¿Por qué te estás metiendo toda esta mierda en el cuerpo?».
—Quedó hecha pedazos —grazné—. La quería y quedó hecha pedazos.
Desde luego, como vítor nunca reemplazaría a un «¡Vamos, muchachos!» o «¡A por ellos, chicos!», pero lo cierto es que sirvió para que me pusiera en marcha. Succioné gasolina del depósito de la furgoneta, sintiendo arcadas a causa del sabor y el hedor, conservando el desayuno en el estómago tan sólo gracias a un tremendo esfuerzo de voluntad. Por un momento se me ocurrió pensar en lo que sucedería si a los empleados de la obra se les hubiera ocurrido vaciar la gasolina de la maquinaria antes de marcharse a casa durante el puente, pero desterré el pensamiento de inmediato. Carecía de sentido preocuparse por cosas que escapaban a mi control.
Me sentía cada vez más como un hombre que había saltado de un B-52 con una sombrilla en la mano en lugar de un paracaídas a la espalda.
Llevé la lata de gasolina hasta el compresor y llené el depósito del aparato. Me vi obligado a utilizar la mano izquierda para doblar los dedos de la derecha sobre el mango de la cuerda de arranque del compresor. Al tirar de ella, se me abrieron más ampollas y cuando el compresor se puso en marcha, vi que me resbalaba un denso pus por el puño. «No lo conseguiré.» «Por favor, cariño.»
Me acerqué al martillo neumático y reanudé el trabajo. La primera hora fue la peor, ya que durante las siguientes, el golpeteo constante del martillo, combinado con el efecto de los analgésicos, pareció entumecer todo mi cuerpo... la espalda, las manos, la cabeza... Terminé de levantar el último segmento de asfalto a las once. Había llegado el momento de averiguar cuánto recordaba de lo que Tinker me había enseñado acerca de hacer puentes en la maquinaria de construcción de carreteras.
Regresé dando tumbos a la furgoneta y conduje durante dos kilómetros y medio por la carretera, hasta llegar al punto en el que se llevaban a cabo las obras. No tardé en divisar la máquina que necesitaba. Se trataba de una cargadora de cuchara marca Case Jordán, con un accesorio consistente en rezón y tenaza en la parte posterior. Una herramienta móvil de 135.000 dólares. En el equipo de Blocker había conducido una oruga excavadora, pero ésta sería más o menos lo mismo.
Eso esperaba.
Me encaramé a la cabina y eché un vistazo al diagrama impreso en el extremo de la palanca de cambio. Probé las marchas un par de veces. Al principio aprecié cierta resistencia, porque un poco de arenisca había penetrado en la caja de cambio... El tipo que conducía aquella monada no había bajado los alerones anti arena y el capataz no lo había comprobado. Blocker lo habría comprobado. Y le habría descontado cinco dólares de la paga, por mucho que se avecinara el puente.
Sus ojos. Su expresión medio admirativa, medio desdeñosa. ¿Qué le parecería este trabajito?
No importaba. No era el momento de pensar en Harvey Blocker. Era el momento de pensar en Elizabeth. Y en Dolan.
Un pedazo de arpillera cubría el suelo de acero de la cabina. Lo levanté para buscar una llave. No había ninguna, por supuesto. Recordé la voz de Tinker: «Joder, hermano blanco, cualquier crío podría arrancar un trasto de éstos. Es pan comido. Los coches tienen una cerradura de arranque, al menos los nuevos. Mira. No, no donde va la llave, no tienes llave, ¿por qué quieres mirar dónde va la llave? Mira aquí debajo. ¿Ves esos cables que cuelgan?».
Eché un vistazo y vi los cables colgando, con el mismo aspecto que los que Tinker me había mostrado, uno rojo, uno azul, uno amarillo y otro verde. Arranqué el aislamiento de un par de centímetros de cada uno de ellos y a continuación saqué un rollo de alambre de cobre del bolsillo trasero.
«Muy bien, hermano blanco, escucha bien porque más tarde a lo mejor tenemos examen, ¿te enteras? Vas a juntar el cable rojo con el verde. No lo olvidarás, porque es como Navidad. Con eso tienes lo del arranque arreglado.»
Utilicé el alambre de cobre para unir las partes desnudas de los cables rojo y verde del arranque de la Case Jordán. El viento del desierto ululaba débilmente, con un sonido similar al que una persona emite al soplar en el cuello de una botella. El sudor me caía a raudales por el cuello y se colaba en el interior de la camisa, donde me hacía cosquillas.
«Ahora sólo te quedan el azul y el amarillo. Ésos no los vas a juntar. Sólo haces que se toquen, y asegúrate de que no tocas el cable desnudo al hacerlo, a menos que quiera usted llenarse las bragas de agüita caliente y electrificada, señora. El azul y el amarillo son los que arrancan el motor. Y ya está. Cuando te hartes de conducir el trasto, separas el rojo y el verde. Como si hicieras girar la llave que no tienes.»
Acerqué el cable azul y el amarillo. Brotó una gran chispa amarilla que me hizo retroceder y golpearme la cabeza contra una de las barras de metal de la parte posterior de la cabina. Me incliné de nuevo hacia delante y volví a unir los cables. El motor se estremeció y tosió, y la excavadora dio un repentino y espasmódico salto hacia delante. Salí despedido hacia el rudimentario salpicadero, y me golpeé la parte izquierda de la cara contra la barra de dirección.
Había olvidado poner el maldito punto muerto y por poco me cuesta un ojo. Casi me parecía oír la risa de Tinker. Solventé el problema y volví a probar con los cables. El motor se estremecía una y otra vez. En una ocasión tosió, y una columna de sucio humo marrón se elevó para ser alejada de inmediato por el viento incesante, pero el motor seguía sin arrancar. Intenté decirme una y otra vez que la máquina estaba en mal estado, que un hombre que olvidaba bajar los faldones de protección antes de marcharse era capaz de olvidar cualquier cosa, pero lo cierto es que cada vez estaba más convencido de que habían vaciado el depósito de combustible, tal como me había temido.
Y entonces, justo cuando estaba a punto de desistir y ponerme a buscar algo para comprobar el depósito de gasóleo (mejor leer las malas noticias, querida) el motor cobró vida.
Solté los cables, cuyo extremo desnudo ya despedía humo, y pisé el acelerador. Cuando el sonido del motor se normalizó, puse la primera, di media vuelta y me dirigí hacia el largo rectángulo marrón que se recortaba limpiamente en el carril oeste de la carretera.
El resto del día fue un infierno cegador repleto del rugido del motor y el sol ardiente. El conductor de la Case Jordán había olvidado bajar los faldones, pero no llevarse el parasol. En fin, a veces los viejos dioses se ponen de tu parte, supongo. Por ninguna razón en particular. Simplemente, se ponen de tu parte. Y supongo que los viejos dioses tienen un sentido del humor de lo más retorcido.
Ya eran casi las dos cuando terminé de echar todos los fragmentos de asfalto en la zanja, porque no había llegado a desarrollar una habilidad profesional con la tenaza. Así que me dediqué a cortarlos en dos con el rezón que había en la parte de atrás, y a continuación a arrastrar a mano cada uno de los pedazos de asfalto hasta la zanja. Temía romperlos si empleaba la tenaza.
Una vez todos los fragmentos estuvieron en la zanja, me dirigí con la excavadora al lugar en que se encontraba el resto de la maquinaria de construcción. Me estaba quedando sin combustible; había llegado el momento de bombear más gasóleo. Me detuve junto a la furgoneta, saqué la manguera... y de repente me sorprendí contemplando hipnotizado el gran bidón de agua. Deseché el sifón por el momento y me encaramé a rastras a la parte trasera de la furgoneta. Me eché agua sobre el rostro, el cuello y el pecho mientras lanzaba exclamaciones de placer. Sabía que si bebía vomitaría, pero tenía que beber, así que bebí y vomité. Ni siquiera me levanté para devolver, sino que me limité a volver la cabeza y a alejarme todo lo posible de la porquería.
Me dormí de nuevo y desperté al anochecer; en alguna parte, un lobo aullaba a la luna que se alzaba en el cielo violeta. A la mortecina luz del ocaso, el rectángulo de asfalto levantado se asemejaba en verdad a una tumba, a la tumba de algún ogro mítico. Tal vez Goliat.
Nunca, aseguré al alargado hoyo que se abría en el asfalto. «Por favor —susurró Elizabeth por respuesta—. Por favor, hazlo por mí.»
Saqué cuatro analgésicos más de la guantera y me los tragué.
—Por ti—dije.
Aparqué la Case Jordán con el depósito de combustible cerca del depósito del bulldozer y arranqué los tapones de ambos con ayuda de una palanca. Un conductor de bulldozer del equipo de construcción del estado podía olvidarse de bajar los faldones de protección contra arena, pero ¿olvidarse de cerrar con llave los tapones del depósito en estos días en que el diesel está a más de un dólar el galón? Ni hablar.
Empecé a verter combustible del bulldozer a la excavadora y esperé, intentando no pensar, contemplando cómo la luna se elevaba cada vez más en el cielo. Al cabo de un rato, regresé al hoyo en el asfalto y empecé a cavar. Manejar una excavadora a la luz de la luna resultaba mucho más fácil que manejar un martillo neumático bajo el ardiente sol del desierto, pero aun así era un trabajo lento, ya que estaba resuelto a que mi excavación tuviera la inclinación precisa. En consecuencia, consultaba con frecuencia el nivelador que había llevado conmigo. Eso significaba detener la excavadora, apearme, medir y volver a encaramarme a la cabina. Ningún problema en circunstancias normales, pero a medianoche, tenía el cuerpo completamente rígido, y cada movimiento representaba una punzada de dolor en mis huesos y músculos. La espalda era lo peor; empecé a temer que le había hecho algo verdaderamente desagradable.
Pero eso, al igual que todo lo demás, era algo de lo que tendría que preocuparme más tarde. Si realmente hubiera necesitado un hoyo de un metro ochenta de profundidad, catorce de longitud y metro ochenta de anchura, habría resultado una tarea imposible. Para el caso, podría haber planeado enviarlo al espacio exterior y dejar caer el Taj Mahal sobre su cabeza. Las dimensiones totales de un hoyo de tales características alcanzaban trescientos metros cúbicos.
—Tienes que cavar un hoyo en forma de embudo que succione a tus extraterrestres malos — me había explicado mi amigo el matemático—, y luego tienes que cavar un plano inclinado que emule de un modo aproximado el arco de descenso.
Dibujó uno en otra hoja de papel milimétrico.
—Eso significa que tus rebeldes intergalácticos o lo que sean sólo tendrán que excavar la mitad de tierra de lo que mostraban las primeras cifras. En tal caso...
Garabateó algo en una hoja y de pronto esbozó una sonrisa radiante.
—Ciento ochenta metros cúbicos. Pan comido. Puede hacerlo un solo hombre.
Eso mismo había creído yo, pero no había contado con el calor... las ampollas... el agotamiento... el dolor constante que me atenazaba la espalda. Detente un instante, pero no demasiado rato. Mide la inclinación de la zanja.
«No es tan espantoso como habías imaginado, ¿verdad, cariño? Al menos es asfalto y no suelo del desierto.»
El trabajo se fue haciendo cada vez más lento a medida que el hoyo se tornaba más profundo. Me sangraban las manos al manejarlos mandos. Empuja la palanca de mando hacia delante, hasta que la cuchara toque el suelo. Tira de la palanca de mando y empuja la que extiende el brazo con un agudo chirrido hidráulico. Observa cómo el brillante metal engrasado surge de la sucia carcasa anaranjada y entierra la cuchara en la tierra. De vez en cuando, la cuchara despedía una chispa al chocar con un fragmento de roca. Ahora sube la cuchara... hazla girar, una silueta oscura y ovalada que se recorta contra las estrellas, e intenta ignorar el dolor continuo y palpitante que te azota el cuello, del mismo modo que ignoras las punzadas de dolor que te atormentan la espalda de un modo aún más cruel..., y vierte la tierra en la otra zanja, cubriendo los fragmentos de asfalto que ya contiene.
«No te preocupes, cariño... Podrás vendarte las manos cuando acabes... cuando acabes con él.»
—Quedó hecha pedazos —grazné mientras volvía a colocar la cuchara en su lugar para excavar otros cien kilos de tierra y avanzar un poco más en la tumba de Dolan. El tiempo vuela cuando lo estás pasando bien. Unos instantes después de discernir los primeros indicios de luz al este, me apeé de la excavadora para medir de nuevo la inclinación del suelo con el nivelador. Ya no quedaba mucho; creía que, a fin de cuentas, lo conseguiría. Me arrodillé, y al hacerlo, algo se soltó en mi espalda con un leve chasquido.
Lancé un grito gutural y me derrumbé sobre el fondo estrecho e inclinado de la excavación, con un rictus de dolor y las manos aferradas a la parte baja de la espalda.
Poco a poco, el dolor remitió y fui capaz de ponerme en pie.
«Muy bien —me dije—. Se acabó. Esto se acabó. Lo he intentado, pero se acabó.»
«Por favor, cariño», susurró Elizabeth. Por imposible que me hubiera parecido en su día, aquella vocecilla susurrante había empezado a adquirir connotaciones desagradables en mi mente; poseía cierta cualidad de monstruosa implacabilidad. «Por favor, no te rindas. Sigue, por favor.»
«¿Que siga cavando? ¡Ni siquiera sé si puedo andar!» «¡Pero te queda tan poco!», gimió la voz. No era ya la voz que hablaba por Elizabeth, sino la propia Elizabeth. «¡Queda tan poco, cariño!»
Eché un vistazo a mi excavación a la mortecina luz del alba y asentí lentamente con la cabeza. Tenía razón. La excavadora se hallaba a poco más de dos metros del final. Dos y medio como máximo. No obstante, se trataba de los dos metros o dos metros y medio más profundos, por supuesto; los dos metros o dos metros y medio con mayor cantidad de tierra que excavar.
«Puedes hacerlo, cariño, sé que puedes.» Un susurro suave para engatusarme. Sin embargo, en realidad no fue la voz la que me convenció para que continuara. La clave fue la imagen de Dolan, dormido en su ático mientras yo estaba allí, junto a una excavadora hedionda y estruendosa, cubierto de tierra, con las manos hechas jirones. Dolan durmiendo con el pantalón de su pijama de seda, con una de sus rubias dormida junto a él, enfundada en la chaqueta del mismo pijama.
Abajo, en la zona acristalada del garaje, reservada para los ejecutivos, el Cadillac, con el equipaje en el maletero, tendría el depósito lleno y estaría dispuesto para partir.
—De acuerdo —decidí.
Trepé con lentitud a la cabina de la excavadora y pisé el acelerador. Continué hasta las nueve de la mañana antes de detenerme... Tenía otras cosas que hacer y apenas me quedaba tiempo. El hoyo inclinado era de trece metros y medio de longitud. Tendría que bastar.
Llevé la excavadora a su lugar original y la aparqué. La volvería a necesitar más tarde, y tendría que ponerle más combustible, pero no había tiempo para eso ahora. Quería más analgésicos, pero ya no quedaban muchos en el frasco y los necesitaría más tarde... y mañana. Oh, sí, mañana... lunes, el glorioso Cuatro de Julio.
En lugar de analgésicos, me tomé un cuarto de hora de descanso. En realidad no podía permitírmelo, pero me obligué. Me tendí de espaldas en el asiento trasero de la furgoneta, sintiendo los espasmos y los calambres de mis músculos, imaginando a Dolan.
En aquellos momentos estaría guardando cosas de última hora en una bolsa de viaje; algunos papeles para revisar, un neceser, tal vez un libro de bolsillo o una baraja de cartas.
«Imagínate que esta vez va en avión», susurró una maliciosa vocecilla en mi interior. Se me escapó un gemido sin que pudiera evitarlo. Nunca había ido en avión a Los Angeles, siempre en el Cadillac. Tenía la impresión de que no le gustaba volar. Sin embargo, a veces tomaba el avión, como aquella ocasión en que había viajado a Londres. No pude apartar el pensamiento de mi mente; siguió acosándome, escociendo y palpitando de un modo casi físico.
A las nueve y media, descargué el rollo de lona, la gran grapadora industrial y los tablones de madera. Era un día nublado y algo más fresco... A veces Dios se pone de tu parte. Hasta entonces, había olvidado mi calva al verme sometido a torturas mucho mayores, pero ahora, al rozarla con los dedos, me vi obligado a alejarlos con un siseo de dolor. Le eché un vistazo a través del espejo retrovisor derecho, y comprobé que presentaba un profundo y rabioso color rojo... casi ciruela.
En Las Vegas, Dolan estaría efectuando algunas llamadas de última hora. El chófer estaría llevando el Cadillac a la puerta principal. Tan sólo nos separaban ciento veinte kilómetros, y muy pronto el Cadillac empezaría a acortar dicha distancia a cien kilómetros por hora. No tenía tiempo de quedarme sentado lamentándome de mi calva quemada por el sol.
«Me encanta tu calva quemada por el sol», aseguró Elizabeth junto a mí.
—Gracias, Beth —repuse mientras empezaba a transportar las riostras al hoyo. El trabajo resultaba muy llevadero en comparación con las horas que había pasado excavando, y la agonía apenas soportable que me había azotado la espalda remitió hasta convertirse en un latido sordo y constante.
«Pero ¿y después? —insistió aquella vocecilla insinuante—. ¿Después qué, eh?»
Ya me preocuparía de ello más tarde, eso era todo. Parecía que podría terminar la trampa a tiempo, y eso era lo único que importaba ahora.
Las riostras atravesaban el hoyo y sobresalían lo suficiente a cada lado como para adherirlas al borde del asfalto que constituía la capa superior de la excavación. Aquella tarea habría resultado más dura de noche, cuando el asfalto estaba duro, pero ahora, a media mañana, aparecía fangoso y dócil, y fue como introducir lápices en tacos de melcocha. Una vez colocadas todas las riostras, el hoyo había adquirido el aspecto del dibujo de tiza que había trazado al principio, excepto la línea que lo atravesaba longitudinalmente. Coloqué el rollo de lona junto al extremo menos profundo y desanudé las cuerdas que lo sujetaban.
A continuación desenrollé catorce metros de carretera 71. De cerca, la ilusión no era perfecta, al igual que ningún decorado resulta perfecto desde las tres primera filas del teatro. Pero a algunos metros de distancia, el engaño era casi imposible de detectar. Se trataba de una tira de color gris oscuro, que coincidía exactamente con la superficie de la carretera 71. A lo largo del lado izquierdo de la tira de lona, mirando al este, se extendía una línea discontinua de color amarillo.
Tendí la larga tira de lona sobre las riostras de madera, y a continuación la recorrí lentamente en toda su longitud, grapando la tela a los tablones a medida que avanzaba. Mis manos no querían hacer el trabajo, pero las persuadí.
Después de fijar la lona, regresé a la furgoneta, me senté al volante, lo cual me produjo otro breve pero espantoso espasmo muscular, y conduje hasta la cima de la cuesta. Permanecí sentado durante un minuto, mirándome las manos torpes y heridas, que descansaban en mi regazo. Por fin me apeé y volví la mirada hacia la carretera 71, de un modo casi casual. No quería concentrarme en ningún elemento en particular, como comprenderán; quería tener una imagen de conjunto, una gestalt, si se quiere. Quería, en la medida de lo posible, ver la escena tal como Dolan y sus hombres la verían al llegar a la cima de la cuesta. Quería tener una idea de lo normal —o lo sospechosa— que les parecería.
Lo que vi presentaba un aspecto mejor de lo que me habría atrevido a esperar.
La maquinaria de construcción al final del tramo recto justificaba la presencia de los montículos de tierra procedentes de la excavación. La mayor parte de los fragmentos de asfalto estaban enterrados en la zanja. Todavía se veían algunos, pues el viento había arreciado y repartido la tierra, pero daban la impresión de ser los restos de un pavimento anterior. El compresor que había llevado en la caja de la furgoneta parecía formar parte del equipo del departamento de Carreteras.
Y desde donde me encontraba, la ilusión creada por la tira de lona era perfecta... La carretera 71 parecía hallarse en perfecto estado en aquel tramo.
El tráfico había sido denso el viernes y bastante denso el sábado. El rugido de los automóviles que tomaban la curva del desvío había sido casi constante. Aquella mañana, sin embargo, apenas había tráfico; la mayoría de la gente ya había llegado a dondequiera que se dirigieran para pasar el Cuatro de Julio, o bien habían tomado la autopista, situada a sesenta kilómetros al sur. Por mí, perfecto.
Aparqué la furgoneta en lugar seguro, tras la cima de la cuesta, y me tendí de bruces hasta las once menos cuarto. A continuación, después de que un gran camión de leche tomara pesadamente el desvío, retrocedí con la furgoneta, abrí las puertas traseras y eché todos los conos en su interior.
La flecha luminosa era harina de otro costal. En el primer momento, no vi la forma de desconectarla de la caja cerrada de la batería sin electrocutarme. De pronto vi el enchufe. Había estado casi oculto por una arandela de goma dura que sobresalía de un flanco de la caja... una pequeña medida de seguridad contra los vándalos y los bromistas que pudieran hallar divertido desenchufar una señal de tráfico luminosa, supongo.
Encontré un martillo y un cincel en la caja de herramientas, y bastaron cuatro golpes fuertes para romper la arandela. La arranqué con unas tenazas y desconecté el cable. La flecha dejó de parpadear al instante. Empujé la caja de la batería hasta la zanja y la enterré. Era una sensación extraña oírla zumbar bajo la arena. Pero me hizo pensar en Dolan y no pude contener una carcajada. No creía que Dolan zumbara.
Tal vez gritaría, pero no creía que se pusiera a zumbar. Cuatro tornillos sujetaban la flecha a una pequeña plataforma de acero. Los aflojé con la mayor rapidez posible, atento al ruido de otro motor. Ya era hora de que llegara otro coche, pero, sin duda, no el de Dolan.
El pensamiento dio pie al pesimista que anidaba en mi interior.
«¿Y qué pasaría si hubiera decidido tomar el avión?»
«No le gusta volar.»
«¿Y qué pasaría si va en coche, pero por otro camino? ¿Por la autopista, por ejemplo? Todo
el mundo...»
«Siempre va por la 71.»
«Sí, pero ¿qué pasaría si...?»
—Cállate —mascullé—. Cállate, maldito, ¡cierra la jodida boca!
«Tranquilo, cariño, tranquilo. Todo irá bien.»
Cargué la flecha en la furgoneta. Chocó contra una de las paredes laterales, y algunas de las bombillas estallaron. Algunas más se rompieron cuando eché la plataforma de acero sobre ellas. Una vez hecho esto, volví a subir la cuesta, deteniéndome para mirar atrás. Había retirado la flecha y los conos. Lo único que quedaba ahora era la gran señal anaranjada: CARRETERA CERRADA - TOME EL DESVÍO.
Se acercaba un coche. Se me ocurrió de pronto que Dolan se había adelantado, que todo había sido en vano, que el matón que conducía el Cadillac se limitaría a tomar el desvío y yo me quedaría ahí, en el desierto, y perdería el juicio. Era un Chevrolet.
Recobré el pulso normal y exhalé un suspiro largo y tembloroso. Pero ya no me quedaba tiempo para ser presa de los nervios.
Regresé donde me había detenido para supervisar el camuflaje y volví a dejar la furgoneta en el mismo lugar. Rebusqué entre el montón de cosas que había tirado en la parte trasera de la furgoneta y saqué el gato. Haciendo caso omiso del terrible dolor que me atenazaba la espalda, elevé la parte trasera de la furgoneta, aflojé los tornillos de la rueda trasera que verían cuando (si) llegaran y la metí en la furgoneta. Más ruido de vidrios rotos; no cabía más que esperar que el neumático no hubiera sufrido ningún daño. No tenía rueda de recambio.
Volví a la cabina de la furgoneta, saqué mis viejos prismáticos y me dirigí de vuelta aldesvío. Lo dejé atrás y subí a la cima de la siguiente cuesta a la mayor velocidad posible... de hecho, lo máximo que conseguí fue trotar cuesta arriba arrastrando los pies. Una vez en la cima, volví los prismáticos hacia el este. Tenía un campo de visión de cinco kilómetros, y más allá, hacia el este, veía fragmentos de tres kilómetros y medio de carretera. En aquel momento, se acercaban seis vehículos, distribuidos al azar como cuentas de un largo rosario. El primero era extranjero, un Datsun o un Subaru, creía, y se hallaba a menos de un kilómetro de distancia. Tras él avanzaba una camioneta, y más allá, un coche que parecía un Mustang. Los demás no eran más que destellos de cromados y vidrio en el desierto.
Al acercarse el primer vehículo, que resultó ser un Subaru, me levanté y extendí el pulgar. No esperaba que nadie me llevara dado el aspecto que tenía, y desde luego-, tendrían razón. La sofisticada mujer que conducía el coche se limitó a echarme un vistazo con expresión horrorizada, y a continuación, su rostro se convirtió en una dura máscara. Al cabo de un instante desapareció cuesta abajo antes de tomar la curva del desvío. —¡A ver si te lavas, amigo! —me gritó el conductor de una camioneta al cabo de medio minuto.
El Mustang resultó ser un Escort. Lo siguieron un Ply-mouth y un Winnebago, en cuyo interior parecía que un montón de niños se había enzarzado en una guerra de almohadas. Ni rastro de Dolan.
Miré el reloj; las once y veinticinco. Si aparecía, tendría que hacerlo muy pronto. Era la hora señalada.
Las manecillas del reloj se situaron lentamente en las doce menos veinte, y todavía no había ni rastro de Dolan. Tan sólo un Ford último modelo y un coche fúnebre tan negro como el ala de un cuervo.
«No vendrá. Ha tomado la autopista. O el avión.» «No. Vendrá.»
«No vendrá. Tenías miedo de que te olfateara, ¿no? Pues lo ha hecho. Por eso ha cambiado de itinerario.»
De pronto distinguí otro destello de sol en el desierto.
Era un coche grande, lo suficientemente grande como para ser un Cadillac. Me tendí de bruces, con los codos apoyados en la grava de la cuneta, los prismáticos pegados a los ojos. El coche desapareció tras una cuesta... tomó una curva... y volvió a surgir.
Era un Cadillac, desde luego, pero no era gris, sino de un oscuro color verde menta.
Pasé los treinta segundos más espantosos de mi vida, treinta segundos que se me antojaron treinta años. Una parte de mí decidió de inmediato, completa e irrevocablemente, que Dolan había cambiado su viejo Cadillac gris por uno nuevo. Era cierto que nunca se había comprado uno verde, pero, por supuesto, no existía ley alguna que lo prohibiera.
La otra mitad argumentaba con vehemencia que los Cadillac eran moneda corriente en las carreteras principales y secundarias que unían Las Vegas con Los Angeles, y que las probabilidades de que ese Cadillac fuera el de Dolan eran de una entre cien.
El sudor me inundó los ojos, cegándome, y dejé caer los prismáticos. De todos modos, no me ayudarían a resolver el problema. Cuando pudiera distinguir a los pasajeros, ya sería demasiado tarde.
«¡Ya es casi demasiado tarde ahora! Baja y vuelca la señal de desvío. ¡Vas a perder tu oportunidad!»
«Permíteme que te diga lo que vas a cazar en tu trampa si vuelcas la señal ahora: a dos ancianos ricos que van a Los Ángeles a ver a sus hijos y a llevar a sus nietos a Disneylandia.»
«Hazlo. ¡Es él! ¡Es la única oportunidad que vas a tener!»
«Exacto, la única oportunidad. Así que no la desaproveches cazando a las personas equivocadas.» ¡
«¡Es Dolan!»
«¡No lo es!»
—Basta —gemí llevándome las manos a la cabeza—. Basta, basta.
Ya oía el motor.
Dolan.
Los ancianos.
La señora.
El tigre.
Los...
—Elizabeth, ayúdame —gruñí.
«Cariño, ese hombre no ha tenido un Cadillac verde en toda su vida. Nunca se compraría un Cadillac verde. Por supuesto que no es él.»
El dolor de cabeza se esfumó como por encanto. Pude levantarme y extender el pulgar.
No eran los ancianos, ni tampoco Dolan. Era lo que parecían doce constas de Las Vegas apretujadas en el coche con un tipo que llevaba el sombrero de vaquero más grande y las gafas de sol más oscuras que había visto en mi vida. Una de las coristas me enseñó el trasero cuando el Cadillac verde tomó el desvío.
Con ademanes lentos y una sensación de tremenda fatiga, volví a alzar los prismáticos. Y entonces lo vi llegar.
No me cupo ninguna duda de que se trataba de su Cadillac cuando lo vi tomar la curva del otro extremo del tramo de carretera que veía sin interrupciones; el coche era tan gris como el cielo, pero se dibujaba con asombrosa claridad contra las cuestas de apagado color marrón que se alzaban al este.
Era él... Dolan. Los largos momentos de duda e indecisión que acababa de pasar se me antojaron a un tiempo remotos y estúpidos. Era Dolan, y no me hizo falta divisar el Cadillac gris para saberlo.
No sabía si él podía olerme, pero yo sí podía olerle a él.
El hecho de saber que se acercaba me facilitó la tarea de incorporarme sobre mis maltrechas piernas y echar a correr. Al llegar a la gran señal de DESVÍO la empujé para hacerla caer en la zanja. A continuación la cubrí con un trozo de lona de color arena y eché tierra sobre los postes. El efecto no era tan bueno como el del tramo falso de carretera, pero creía que serviría. Corrí cuesta arriba, hasta el lugar donde había dejado la furgoneta, que se había convertido en una parte más del decorado... un vehículo abandonado temporalmente por el propietario, que había ido a alguna parte a buscar un neumático nuevo o reparar el viejo.
Trepé a la cabina y me tendí cuan largo era en el asiento, con el corazón a punto de estallar. Una vez más, el tiempo pareció detenerse. Permanecí tendido, atento al ruido del motor, pero éste no llegaba, no llegaba, no llegaba.
«Han girado. Se ha olido algo en el último momento... o algo le ha parecido sospechoso, a él o a alguno de sus hombres... y han tomado el desvío.»
Permanecí tendido, sintiendo largas y lentas oleadas de dolor en la espalda, los ojos cerrados con fuerza como si eso me ayudara de algún modo a oír mejor.
¿Era un motor ese ruido? No, sólo el viento, que soplaba ya con suficiente fuerza como para que la arena golpeara de vez en cuando el costado de la furgoneta.
«No vienen. Han tomado el desvío o han retrocedido.»
Tan sólo el viento.
«Han tomado el desvío o han re...»
No, no era sólo el viento. Era un motor. El rugido se tornó cada vez más intenso y, por fin, al cabo de unos segundos, un vehículo, un solo vehículo, pasó junto a mí a toda velocidad. Me incorporé y agarré el volante con fuerza —tenía que aferrarme a algo— y miré por el parabrisas, con los ojos a punto de salírseme de las órbitas, la lengua atrapada entre los dientes. El Cadillac gris flotó cuesta abajo, en dirección al tramo llano, a unos ochenta kilómetros por hora, o tal vez un poco más. No se iluminaron las luces de freno. Ni siquiera en el último momento. No lo vieron... no se lo imaginaron ni tan siquiera por un solo instante.
Lo que sucedió fue lo siguiente. De pronto, tuve la impresión de que el Cadillac atravesaba la carretera en lugar de conducir sobre ella. La ilusión era tan persuasiva que me acometió una confusa sensación de vértigo, pese a que yo mismo había montado la trampa. El Cadillac se hundió en la carretera 71 hasta el capó, y al cabo de un momento, hasta las portezuelas.
Me cruzó la mente el extraño pensamiento de que si General Motors fabricara submarinos de lujo, ése sería el aspecto que tendrían al sumergirse. Llegaron hasta mí ligeros chasquidos al romperse las riostras que sostenían la lona. Oí el sonido de la lona al rasgarse.
Todo ello sucedió en tres segundos, pero recordaré esos tres segundos durante toda mi vida. Vi una imagen del techo y unos centímetros de las ventanillas ahumadas del Cadillac flotando sobre el hueco, y a continuación llegó hasta mí un sonido sordo y el ruido de vidrios rotos y chirridos de metal. Una gran nube de polvo se elevó en el aire, y el viento se encargó de disiparla.
Quería acercarme, quería ir allí de inmediato, pero tenía que volver a colocar la señal de desvío en su lugar. No quería que nadie nos interrumpiera. Me apeé de la furgoneta, abrí las puertas traseras y saqué el neumático. Lo coloqué sobre la rueda y apreté las tuercas a mano con la mayor rapidez posible. Más tarde podría fijarlas mejor.
De momento, sólo tenía que retroceder con la furgoneta hasta el punto en que el desvío divergía de la carretera 71. Bajé el gato y regresé cojeando a la cabina. Allí me detuve un instante, escuchando con la cabeza inclinada. Oía el aullido del viento.
Y desde el hoyo largo y rectangular, el sonido de alguien que gritaba... o tal vez chillaba. Me encaramé al asiento del conductor con una sonrisa torva. Retrocedí con rapidez hacia el desvío; la furgoneta se tambaleaba peligrosamente. Salí, abrí las puertas traseras y saqué los conos. Permanecía atento al sonido de otro motor, pero el viento había arreciado de tal forma que el esfuerzo no merecía la pena. Cuando oyera el ruido del motor, ya tendría el coche encima.
Me acerqué a la zanja, tropecé, aterricé sobre el trasero y me deslicé hasta el fondo del hoyo. Aparté la pieza de lona de color arena y arrastré la gran señal de desvío hasta la superficie. La coloqué de nuevo en su lugar, regresé a la furgoneta y cerré de golpe las puertas. No tenía intención de intentar montar la flecha luminosa.
Conduje hasta la siguiente cuesta, me detuve en el punto que había empleado antes y que quedaba oculto al desvío, y me dediqué a apretar las tuercas de la rueda con la cruz. Los gritos habían cesado, pero, sin lugar a dudas, el volumen de los chillidos había aumentado considerablemente.
Apreté las tuercas de la rueda con toda calma. No me preocupaba la posibilidad de que salieran del coche para atacarme o bien salir huyendo desierto adentro, porque no podían salir del coche. La trampa había funcionado a la perfección. El Cadillac se hallaba hundido en el extremo más alejado de la excavación, con tan sólo unos pocos centímetros de espacio a cada lado. Si los tres hombres que había dentro abrían la portezuela, no podrían más que sacar un pie, y tal vez ni siquiera eso. No podían abrir las ventanillas porque funcionaban con dispositivos eléctricos, y la batería, sin duda, habría quedado reducida a un amasijo de metal retorcido y ácido en el fondo del motor destrozado.
Tal vez el chófer y el hombre sentado en el asiento del copiloto también habían quedado aplastados en el accidente, pero eso no me inquietaba en lo más mínimo, pues sabía que quedaba al menos una persona viva en el coche, del mismo modo que sabía que Dolan siempre viajaba en el asiento trasero y llevaba el cinturón de seguridad como buen ciudadano.
Una vez apretadas las tuercas, regresé con la furgoneta al extremo menos profundo de la trampa. La mayor parte de las riostras había desaparecido por completo, pero los extremos astillados de algunas de ellas sobresalían del asfalto. La «carretera» de lona yacía en el fondo del hoyo, arrugada, rasgada y retorcida. Parecía la piel desechada de una serpiente.
Avancé hacia la parte más profunda, y ahí estaba el Cadillac de Dolan. El morro del coche aparecía totalmente destruido. El capó había quedado reducido a una suerte de acordeón. El motor no era más que un amasijo de metal, goma y cables, todo ello cubierto por la arena y la tierra que se había desplomado sobre él tras el impacto. Se oía un siseo y el sonido de fluidos que manaban y goteaban en algún lugar del coche. El frío aroma del anticongelante rompía el aire con intensidad.
Me había preocupado por el parabrisas. Existía la posibilidad de que se hiciera añicos y Dolan dispusiera de espacio suficiente para levantarse y salir. No tendría por qué haberme inquietado. Ya he comentado que los coches de Dolan estaban fabricados según las especificaciones técnicas que exigen los dictadores bananeros y los líderes militares despóticos.
Las lunas no debían romperse, y, desde luego, no se habían roto. La ventanilla trasera del Cadillac era aún más resistente, pues su superficie era menor. Dolan no podría romperla, al menos no en el espacio de tiempo que yo iba a concederle, y sin duda no intentaría agujerearla a balazos. Disparar sobre una ventanilla blindada a bocajarro constituye una variante de la ruleta rusa. La bala dejaría una pequeña marca blanca en el vidrio antes de rebotar.
Estoy seguro de que podría encontrar un modo de salir si se le concediera tiempo suficiente, pero ahí estaba yo, y no pensaba hacerle ese favor.
De una patada, lancé un montón de tierra sobre el techo del Cadillac. La reacción fue inmediata.
—Por favor, necesitamos ayuda. Hemos quedado atrapados.
La voz de Dolan. Parecía ileso y siniestramente tranquilo. No obstante, percibí el temor subyacente en sus palabras, un temor controlado con rigidez, y estuve tan cerca de sentir compasión de él como me era posible en aquellas circunstancias. Lo imaginé sentado en el asiento trasero de su Cadillac aplastado, con uno de sus hombres herido, gimiendo, probablemente atenazado por el motor, el otro muerto o inconsciente.
Imaginé la escena y por un angustioso momento sentí algo que tan sólo puedo describir como claustrofobia comprensiva. Pulsa los botones de los elevalunas... nada. Intenta abrir las portezuelas, aunque sabes que quedarán atascadas mucho antes de que tengas espacio suficiente para salir.
De pronto, dejé de imaginar escenas, porque, al fin y al cabo, él se lo había buscado, ¿no?
Sí. Era la lotería y él tenía todos los números.
—¿ Quién anda ahí?
—Yo —repuse—, pero no soy la ayuda que busca, Dolan.
Di otra patada y un nuevo montoncillo de tierra y piedras cayó sobre el techo del Cadillac.
El hombre que chillaba empezó su numerito cuando el segundo montón de tierra chocó contra el techo.
—¡Mis piernas! ¡Jim, mis piernas!
La voz de Dolan reflejaba cautela. El hombre que estaba fuera, el hombre de arriba, sabía su nombre, lo que significaba que se hallaba en una situación peligrosa en extremo.
—¡Jimmy, me veo los huesos de las piernas!
—Cállate —ordenó Dolan con frialdad.
Resultaba extraño oír sus voces desde las profundidades del hoyo. Supongo que podría haberme encaramado al maletero del Cadillac para mirar por el vidrio trasero, pero lo cierto es que no habría visto gran cosa, ni siquiera con el rostro pegado a la ventanilla. Como ya he comentado antes, el coche tenía vidrios ahumados.
De todos modos, no quería verlo. Sabía qué aspecto tenía. ¿Para qué querría verlo ?¿Para descubrir que llevaba un Rolex y vaqueros de diseño ?
—¿Quién es usted, amigo?
—No soy nadie —repuse—. Sólo un don nadie que tenía buenas razones para meterlo en el lío en que está.
—¿Se llama Robinson? —inquirió Dolan de un modo sobrecogedoramente repentino.
Me sentí como si me hubieran asestado un puñetazo en el estómago. Había atado cabos con una rapidez pasmosa, navegando entre el mar de nombres y rostros medio olvidados antes de soltar el correcto en un santiamén. ¿Había creído que era un animal, dotado de instintos animales?
Pues no me había enterado de la misa la media, y menos mal, porque de lo contrario nunca habría tenido redaños suficientes como para hacer lo que había hecho.
—Mi nombre no tiene importancia —repliqué—. Pero sabe lo que viene ahora, ¿verdad?
Los chillidos se reanudaron; retumbantes bramidos borboteantes.
—¡Sácame de aquí, Jimmy! ¡Sácame de aquí! ¡Por el amor de Dios! ¡Tengo las piernas rotas!
—Cállate —repitió Dolan antes de volver su atención hacia mí—. No le oigo, amigo, con estos chillidos... Me puse a gatas antes de inclinarme hacia delante.
—He dicho que ya sabe lo...
De pronto, cruzó por mi mente una imagen del lobo disfrazado de abuelita y diciéndole a Caperucita Roja: «Son para oírte mejor, querida... Acércate un poco más». Retrocedí justo a tiempo. Sonaron cuatro disparos. Se me antojaron estruendosos desde el lugar en que me encontraba; sin duda, habían resultado ensordecedores en el interior del Cadillac de Dolan. Algo silbó a escasos centímetros de mi frente.
—¿Te he dado, hijo de puta? —preguntó Dolan.
—No —repuse.
Los chillidos habían quedado reducidos a lamentos. El hombre herido se hallaba en el asiento delantero. Veía sus manos, pálidas como las de un ahogado, golpear débilmente el vidrio. Junto a él, un cuerpo inerte. Jimmy tenía que sacarle de ahí, estaba sangrando, el dolor era intenso, terrible, más de lo que podía soportar, por el amor de Dios, lo sentía, se arrepentía de sus pecados, pero era más de lo que...
Llegó hasta mí el estruendo de dos disparos más. El hombre del asiento delantero dejó de gritar. Las manos se alejaron de la ventanilla.
—Eso es —dijo Dolan en tono casi reflexivo—. Ya no hará daño a nadie más; y nosotros podremos oír nuestra conversación.
Permanecí en silencio. Me acometió una sensación de vértigo e irrealidad. Acababa de matar a un hombre. De matarlo. Volvió a ocurrírseme la idea de que lo había subestimado y de que tenía mucha suerte de seguir vivo.
—Quiero hacerle una propuesta —prosiguió Dolan. Seguí conteniendo el aliento...
—Eh, amigo.
... y lo contuve durante un instante más.
—¡Eh, usted! —La voz tembló en lo más profundo—. ¡Si sigue ahí, hábleme! ¿Qué mal puede hacerle eso?
—Estoy aquí —respondí—. Estaba pensando que ha disparado seis balas. Estaba pensando que tal vez dentro de un rato le gustaría haber reservado una para usted. Pero tal vez tenga ocho, o bien municiones de repuesto.
Ahora le tocó el turno a Dolan de permanecer en silencio.
—¿Qué es lo que se propone? —preguntó por fin.
—Creo que ya lo habrá adivinado —repliqué—. Me he pasado las últimas treinta y seis horas cavando la tumba más grande del mundo, y ahora voy a enterrarlo en ella con su maldito Cadillac.
El temor que reflejaba la voz de Dolan todavía estaba bajo control. Quería acabar con ese control.
—¿Quiere escuchar mi propuesta primero?
—Le escucharé dentro de un momento. Primero tengo que ir a buscar una cosa. Regresé a la furgoneta en busca de la pala.
—¿Robinson? ¿Robinson? ¿Robinson? —exclamaba Dolan cuando volví al hoyo, como si hablara con un teléfono recién colgado.
—Estoy aquí —contesté—. Hable. Le escucho. Y cuando termine, tal vez yo le haga una propuesta.
Su voz se animó un tanto. Si yo hablaba de propuestas, estaba hablando de tratos. Y si hablaba de tratos, eso significaba que él tenía media batalla ganada.
—Le ofrezco un millón de dólares si me saca de aquí. Pero, lo que es más importante...
Eché una palada de tierra sobre el techo del Cadillac. Las piedrecillas rebotaron y rodaron por el vidrio posterior. La ranura del maletero se llenó de tierra.
—Pero ¿qué está haciendo? —inquirió Dolan en tono alarmado.
—Hay que mantener las manos ocupadas —recité—. He pensado que sería lo mejor mientras escucho. Dolan habló más deprisa, con apremio.
—Un millón de dólares y mi garantía personal de que nadie se acercará a usted... ni yo, ni mis hombres, ni los hombres de ningún otro.
Ya no me dolían las manos. Era asombroso. Seguí trabajando con la pala a un ritmo constante, y en menos de cinco minutos, la parte posterior del Cadillac había quedado totalmente cubierta de tierra. Desde luego, llenar el hoyo resultaba más fácil que cavarlo.
Me detuve un instante.
—Siga hablando —le ordené mientras descansaba en la pala.
—Oiga, esto es una locura —exclamó Dolan con voz aguda y salpicada de pánico—. Una auténtica locura.
—En eso tiene toda la razón —corroboré mientras echaba más tierra al hoyo.
Aguantó más tiempo de lo que creía que cualquier hombre podía aguantar. Siguió hablando, razonando, engatusando... pero sus palabras se tornaban cada vez más inconexas a medida que la tierra se amontonaba sobre el vidrio posterior. Empezó a repetirse, a retroceder, a tartamudear. En un momento dado, la puerta derecha se abrió hasta chocar con la pared lateral de la excavación.
Distinguí una mano, con los nudillos cubiertos de vello negro y un anillo con un gran rubí en el segundo dedo. Eché una palada de tierra en su dirección. Dolan masculló unos juramentos y cerró la puerta.
No aguantó mucho más después de aquello. Creo que fue el sonido de la tierra al caer lo que acabó con su resistencia. Con toda seguridad, el ruido resultaba ensordecedor desde el interior del Cadillac. Se habría dado cuenta, por fin, de que estaba sentado en un ataúd de ocho cilindros y motor de inyección.
—¡Sáqueme de aquí! —aulló—. ¡Por favor! ¡No puedo soportarlo más!
—¿Está preparado para escuchar mi propuesta? —inquirí.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Por el amor de Dios! ¡Sí, sí, sí!
—Grite. Ésa es mi propuesta. Eso es lo que quiero. Grite para mí. Si grita con la suficiente fuerza, lo dejaré salir. Dolan lanzó un chillido agudo.
— ¡Mueblen! — aplaudí, y lo decía en serio — . Pero no basta.
Seguí echando paladas de tierra sobre el techo del Cadillac. Al chocar contra el coche, los bloques de tierra se desintegraron y llenaron la ranura formada por los limpiaparabrisas.
Dolan volvió a gritar, más fuerte que antes. Me pregunté si era posible que un hombre gritara con fuerza suficiente como para romperse la laringe.
— No está mal — alabé al tiempo que redoblaba mis esfuerzos.
Esbocé una sonrisa pese al dolor de espalda que me atormentaba.
— Es posible que lo consiga, Dolan... de verdad. ¡
— Cinco millones.
Fueron las últimas palabras coherentes que pronunció.
— No, creo que no me interesa — rechacé mientras me apoyaba en el mango de la pala y me secaba el sudor de la frente con una mano sucia.
La tierra ya cubría casi todo el techo del Cadillac. Parecía una tableta de chocolate... o una enorme mano marrón que sujetara el Cadillac de Dolan.
— Pero si consigue emitir un sonido equivalente, por ejemplo, al de ocho cartuchos de dinamita adheridos al contacto de un Chevrolet de 1968, entonces lo dejaré salir, puede contar con ello.
Así que Dolan gritó y gritó, y yo reanudé la tarea de enterrar el Cadillac. Durante un rato, gritó con gran fuerza, aunque, en mi opinión, no sobrepasó el sonido de dos cartuchos de dinamita adheridos al contacto de un Chevrolet del 68. Tres, como máximo. Cuando el último reducto de la carrocería del Cadillac quedó cubierto de tierra y me detuve para contemplar el bulto castaño que yacía en el fondo del hoyo, Dolan ya no emitía más que una serie de gruñidos roncos y quebrados.
Miré el reloj. Pasaban unos minutos de la una. Me volvían a sangrar las manos, y el mango de la pala se había tornado resbaladizo. Una ráfaga de arena y piedrecillas me azotó el rostro, haciéndome retroceder. El viento del desierto emite un sonido muy desagradable, una suerte de zumbido monótono que nunca se interrumpe. Es como la voz de un fantasma retrasado mental.
—¿Dolan? —llamé al inclinarme hacia el hoyo. No obtuve respuesta.
—Grite, Dolan.
Ninguna respuesta... Después, una serie de roncos ladridos.
¡Perfecto!
Regresé a la furgoneta, la puse en marcha y conduje hasta la obra. Durante el trayecto sintonicé la emisora WKZR de Las Vegas, la única que recibía la radio de la furgoneta. Barry Manilow me estaba asegurando que componía las canciones que harían cantar al mundo entero, una afirmación que acogí con cierto escepticismo. A continuación, el parte meteorológico. El locutor pronosticó vientos muy fuertes. Se habían colocado señales de advertencia en todas las carreteras principales que mediaban entre Las Vegas y California. Se preveían asimismo problemas de visibilidad a causa de los remolinos de arena, prosiguió el locutor, pero lo más peligroso eran las ráfagas de viento. Sabía lo que quería decir, pues esas mismas ráfagas estaban zarandeando la furgoneta en aquel momento.
Aquí estaba mi Case Jordán; ya pensaba en ella como si fuese de mi propiedad. Trepé a la cabina mientras tarareaba la canción de Barry Manilow y puse el motor en marcha con ayuda de los cables azul y amarillo. La excavadora arrancó con suavidad; esta vez me había acordado de quitar la marcha. «No está mal, hermano blanco —resonó la voz de Tink en mi cabeza—. Vas aprendiendo.»
Permanecí sentado un instante, contemplando las membranas de arena que revoloteaban por el desierto, escuchando el rugido del motor de la excavadora mientras me preguntaba qué estaría haciendo Dolan. Al fin y al cabo, aquélla era su gran oportunidad. Intentar romper el vidrio trasero, o arrastrarse hasta el asiento delantero e intentar romper el parabrisas. El coche estaba cubierto por más de medio metro de tierra, pero, aun así, podía conseguirlo. Todo dependía de lo loco que se hubiera vuelto ya, y eso era algo que me resultaría imposible averiguar, por lo que no merecía la pena pensar en ello. Merecía la pena pensar en otras cosas.
Metí una marcha y retrocedí por la carretera hasta el hoyo. Me apeé de la excavadora y troté ansioso hasta el otro lado. Bajé la mirada hacia la excavación, esperando a medias ver un hueco en forma de hombre en la parte trasera o delantera del montículo del Cadillac, con la idea de que Dolan había conseguido romper algún vidrio y salir a rastras de su prisión.
La excavación presentaba el mismo aspecto que antes.
—Dolan —exclamé en tono alegre, o eso imaginé. No hubo respuesta.
—¡Dolan! ., Nada.
«Se ha suicidado —me dije con una punzada de amargo resentimiento—. Se ha suicidado o muerto de miedo.»
—¿Dolan?
De pronto, llegó hasta mis oídos el sonido de carcajadas; una risa brillante, incontenible, una risa completamente auténtica. Se me erizaron los pelos de la nuca. Era la risa de un hombre que había perdido el juicio.
Dolan siguió riendo y riendo con voz ronca. Luego se puso a gritar y más tarde, a reír otra vez. Al final, empezó a reír y gritar a un tiempo. Durante un rato, reí con él, o grité o lo que sea, y el viento gritó y se rió de los dos.
Por fin regresé a la Case Jordán, bajé el cucharón y empecé a enterrar a Dolan en serio. Al cabo de cuatro minutos, la silueta del Cadillac había desaparecido. Tan sólo quedaba un hoyo lleno de tierra. Me pareció oír algo, pero con el sonido del viento y el rugido del motor de la excavadora resultaba difícil de determinar. Me hinqué de rodillas; al cabo de un momento, me tendí cuan largo era en el suelo, con la cabeza suspendida en lo que quedaba del hoyo.
En las profundidades de la tumba, Dolan seguía riendo. Los sonidos que emitía se asemejaban a los que pueden leerse en los tebeos. Jijiji, ja, ja, ja. Tal vez alguna que otra palabra. Era difícil de asegurar. No obstante, sonreí e hice un gesto de asentimiento.
—Grita —susurré—. Grita si quieres.
Pero el débil eco de la risa prosiguió, abriéndose paso por entre la tierra como un vapor tóxico. De pronto, me acometió una sensación de terror... ¡Dolan estaba detrás de mí! ¡Sí, de algún modo, Dolan había logrado situarse detrás de mí! Y antes de que pudiera volverme, me empujaría al hoyo y...
Me incorporé de un salto y me di la vuelta con brusquedad mientras cerraba los puños con lo que quedaba de mis manos.
Una ráfaga de arena me abofeteó. No había nada más. Me limpié el rostro con el sucio pañuelo que llevaba, trepé a la cabina de la excavadora y reanudé la tarea.
El hoyo quedó del todo cubierto mucho antes de que se pusiera el sol. A causa del área desplazada por el Cadillac, todavía quedaba tierra, pese a que el viento había barrido mucha. Todo fue tan deprisa... tan deprisa.
Pensamientos confusos y delirantes poblaban mi mente mientras regresaba con la excavadora hasta la obra, pasando exactamente sobre el lugar en que Dolan estaba enterrado. Aparqué la máquina en su lugar, me quité la camisa y empecé a frotar todas las superficies de metal, en un intento de borrar mis huellas. Ni siquiera hoy sé muy bien por qué lo hice, puesto que, sin duda alguna, había huellas mías en un centenar de lugares. Al terminar, regresé a la furgoneta bajo la luz marrón y grisácea de aquella puesta de sol tormentosa.
Abrí una de las puertas traseras, vi a Dolan agazapado en el interior y retrocedí de un salto, gritando, con una de las manos ante el rostro a modo de protección. Tenía la sensación de que el corazón me estallaría en cualquier momento.
Nada... nadie... salió de la furgoneta. La puerta osciló y golpeó la carrocería como el último postigo de una casa embrujada. Por fin, me arrastré de nuevo hacia la furgoneta, con el corazón latiéndome a toda prisa, y eché un vistazo en el interior. No había nada más que el montón de utensilios que había dejado allí... la flecha luminosa con las bombillas rotas, el gato del coche, la caja de herramientas...
—Tienes que controlarte —me dije en voz baja—. Contrólate.
Esperé que Elizabeth alzara la voz y dijera: «Todo irá bien, cariño...» o algo así..., pero sólo se oía el aullido del viento. Subí a la furgoneta, la puse en marcha y me dirigí de nuevo hacia la excavación. A medio camino me detuve; ya no podía seguir. Aunque sabía que era una soberana tontería, estaba cada vez más convencido de que Dolan acechaba en algún lugar de la furgoneta. No dejaba de mirar por el espejo retrovisor, intentando distinguir su sombra de entre las demás.
El viento había arreciado aún más y zarandeaba el vehículo con fuerza. El polvo que se levantaba del desierto ante la furgoneta parecía humo a la luz de los faros. Por fin, me detuve en la cuneta, salí de la furgoneta y cerré todas las puertas con llave. Sabía que era una locura intentar dormir al aire libre con aquella tormenta, pero me sentía incapaz de dormir dentro. Del todo incapaz. Así pues, me arrastré bajo la furgoneta con el saco de dormir. Me dormí cinco segundos después de subir la cremallera del saco.
Al despertar de una pesadilla, de la que la única escena que recuerdo trataba de unas manos que se aferraban a mi cuello, advertí que me habían enterrado vivo. Tenía arena incluso en la nariz, en las orejas. Arena en la garganta, ahogándome.
Lancé un grito antes de incorporarme, convencido en un primer momento de que el saco de dormir era tierra. Al levantarme me golpeé la cabeza contra los bajos de la furgoneta, y vi caer algunas virutas de óxido. Rodé sobre mí mismo hasta salir de debajo de la furgoneta, y me encontré sumido en la luz de un amanecer del color del peltre tiznado. El saco de dormir se alejó volando como un arbusto seco en el momento que quedó liberado de mi peso. Lancé un grito de sorpresa y empecé a perseguirlo antes de percatarme de que supondría el error más grave del mundo. La visibilidad era de unos seis metros, tal vez menos. Largos tramos de carretera habían desaparecido bajo la arena.
Volví la mirada hacia la furgoneta y observé que aparecía borrosa, apenas visible, como una fotografía color sepia de la reliquia de un pueblo fantasma. Volví al vehículo dando tumbos, saqué las llaves y me encaramé a la cabina. Seguía escupiendo arena y tosiendo con dificultad. Puse el motor en marcha y conduje despacio hacia la zona de la excavación. No había necesidad de esperar el parte meteorológico. Era lo único de lo que hablaría el locutor aquella mañana. La peor tormenta de arena de la historia de Nevada. Todas las carreteras están cerradas. Permanezcan en sus casas a menos que tengan que salir por una urgencia, y en tal caso, permanezcan en sus casas de todos modos. El glorioso Cuatro de Julio.
«Quédate dentro. Estás loco si crees que puedes salir. Te vas a quedar ciego.»
Me arriesgaría. Era la oportunidad perfecta para enterrar a Dolan por siempre jamás. Nunca, ni aun en mis fantasías más desbocadas, habría imaginado que tendría semejante oportunidad, pero ahí estaba, esperándome, e iba a aprovecharla. Había llevado tres o cuatro mantas. Rasgué una tira larga y ancha de una de ellas y me cubrí la cabeza con ella. Salí de la furgoneta con el aspecto de un beduino demente.
Pasé toda la mañana transportando fragmentos de asfalto desde la zanja y colocándolos sobre la tumba, intentando trabajar con la precisión de un albañil que levantara una pared... o tapiara un nicho. De hecho, la tarea de recoger y llevar los fragmentos no resultó demasiado difícil, pese a que me vi obligado a desenterrar casi todos los trozos, como un arqueólogo que buscara reliquias, y pese a que cada veinte minutos tenía que regresar a la furgoneta para huir de la tormenta de arena y descansar mis ojos ardientes.
Empecé en lo que había sido el extremo menos profundo de la excavación, y a la doce y cuarto —había comenzado a las seis— ya sólo me quedaban unos cinco metros. El viento había amainado, y se apreciaba algún que otro claro en el cielo. Seguí recogiendo y colocando, recogiendo y colocando. Me encontraba ya en el lugar bajo el que suponía que estaba enterrado Dolan. ¿Habría muerto ya? ¿Cuántos centímetros cúbicos de aire cabrían en un Cadillac? ¿Cuánto tardaría el interior del coche en tornarse insoportable para un hombre, siempre y cuando, claro está, ninguno de los otros dos hombres siguiera vivo?
Me arrodillé junto al hoyo. El viento había disipado las huellas de las ruedas de la Case Jordán, pero no había logrado borrarlas por completo. En algún lugar, bajo aquellas débiles marcas, había un hombre que lucía un Rolex en la muñeca.
—Dolan —llamé en tono amistoso—. He cambiado de idea; voy a dejarlo salir. Nada. Ningún sonido. Estaba muerto y bien muerto.
Retrocedí y recogí otro fragmento de asfalto. Tras colocarlo y al ir a incorporarme, llegó hasta mí el sonido débil y agudo de una risa a través de la tierra. Me puse en cuclillas con la cabeza inclinada hacia delante; de hecho, si aún hubiera tenido cabello, éste me habría cubierto el rostro. Permanecí en aquella postura durante un rato, escuchando sus carcajadas. El sonido era débil y carecía de matices.
Cuando se detuvo, me levanté y fui a buscar otro fragmento de asfalto. Sobre él se veía un trozo de línea amarilla discontinua. Parecía un guión. Me arrodillé para colocarlo en su lugar.
—¡Por el amor de Dios! —chilló Dolan—. ¡Por el amor de Dios, Robinson!
—Sí —repuse con una sonrisa—, por el amor de Dios.
Coloqué el fragmento en el hueco que le correspondía y me detuve a escuchar, pero no llegaba sonido alguno de las profundidades de la tumba.
Llegué a mi casa en Las Vegas a las once de la noche. Dormí dieciséis horas seguidas, me levanté, fui a la cocina a preparar café y de pronto caí al suelo retorciéndome cuando un monstruoso espasmo se adueñó de mi espalda. Me llevé una mano al coxis mientras me mordía la otra para sofocar los gritos.
Intenté incorporarme, pero lo único que obtuve fue otro espasmo, por lo que al cabo de un rato me arrastré hasta el cuarto de baño y me aferré al lavabo para llegar al segundo frasco de analgésicos que había en el botiquín.
Tomé tres y abrí los grifos de la bañera. Me tendí en el suelo mientras esperaba que se llenara. Me despojé del pijama como pude y logré meterme en la bañera. Permanecí allí echado durante cinco horas, sumido en un pesado sopor la mayor parte del tiempo. Al salir, podía caminar. Un poco.
Acudí a un quiropráctico. Me dijo que tenía tres discos dislocados y una grave dislocación de las vértebras inferiores. Me preguntó si había decidido sustituir al forzudo del circo. Le conté que me lo había hecho trabajando en el jardín. Me dijo que tendría que ir a Kansas. Fui a Kansas. Me operaron.
Cuando el anestesista me colocó la mascarilla de goma sobre el rostro, oí la risa de Dolan desde las siseantes tinieblas, y supe que iba a morir.
Las paredes de la habitación de recuperación eran de azulejos verdosos.
—¿Estoy vivo? —grazné.
—Sí, sí—aseguró un enfermero entre risas. Me rozó la frente con una mano, esa frente que daba toda la vuelta a mi cabeza.
—Vaya quemaduras. ¿Le duele o todavía está demasiado atontado?
—Todavía estoy demasiado atontado —repuse—. ¿Dije algo cuando estaba anestesiado?
—Sí —replicó el enfermero.
Tenía frío. Estaba helado hasta los huesos.
—¿Qué dije?
—Dijo: «Está oscuro. ¡Sáquenme de aquí!». El enfermero soltó otra carcajada.
—Ah —murmuré.
Nunca encontraron a Dolan. Fue por la tormenta. Aquella tormenta tan oportuna. Creo que sé lo que ocurrió, aunque supongo que me comprenderán si les digo que nunca investigué con demasiado ahínco. RPAV, ¿recuerdan? Estaban repavimentando la carretera. La tormenta había cubierto casi por completo el tramo de carretera 71 que el desvío había cerrado. Al volver al trabajo, los del departamento de Carreteras no se molestaron en retirar todas las dunas a la vez, sino que las fueron apartando a medida que trabajaban. Al fin y al cabo, ¿por qué no? No había tráfico de que preocuparse; así que recogieron arena y levantaron el asfalto viejo al mismo tiempo. Y si el conductor del bulldozer observó que el asfalto de uno de los tramos, de unos catorce metros de longitud, aparecía agrietado y se rompía en fragmentos casi geométricos al levantarlo, lo cierto es que jamás dijo nada. Tal vez iba ciego. O quizás estaba soñando despierto con la chica con la que iba a salir aquella noche.
Más tarde llegaron los volquetes con sus cargamentos de gravilla, seguidos de las máquinas distribuidoras de grava y las apisonadoras. Después llegarían los grandes camiones cisterna, que tenían esos aspersores tan anchos en la parte trasera y olían a asfalto caliente, ese olor que tanto se parecía a las suelas de zapatos al fundirse. Y cuando el asfalto fresco se hubiera secado, llegaría la máquina de pintura, y bajo el gran parasol de lona, el conductor volvería la vista atrás con frecuencia, a fin de asegurarse que la línea discontinua amarilla estaba completamente recta, ajeno al hecho de que estaba pasando sobre un Cadillac gris niebla, con tres personas dentro, ajeno al hecho de que ahí abajo, en la oscuridad, había un anillo con un rubí y un Rolex de oro que tal vez seguía marcando las horas.
Con toda probabilidad, uno de aquellos pesados vehículos habría logrado aplastar un Cadillac normal. Se habría percibido un tambaleo, un crujido... y un montón de trabajadores habrían empezado a excavar para ver qué... o a quién encontraban. Sin embargo, aquel Cadillac era más un tanque que un coche, por lo que la misma meticulosidad de Dolan ha impedido que lo encuentren.
El Cadillac se hundirá tarde o temprano, por supuesto, probablemente bajo el peso de un camión de dieciocho ruedas, y entonces el siguiente vehículo verá una gran hendidura de asfalto roto en el carril oeste. Se notificará el desperfecto al departamento de Carreteras, y volverán a efectuarse obras de repavimentación. Pero si no hay trabajadores del departamento de Carreteras cerca cuando eso ocurra, si ninguno de ellos observa in situ que el peso de un camión ha hundido un objeto hueco enterrado bajo la carretera, creo que pensarán que el «hoyo pantanoso», así es como lo llaman, se ha producido como consecuencia de una helada, el hundimiento de los cimientos o tal vez un temblor de tierra. Lo repararán y la vida seguirá.
Se denunció la desaparición de Dolan. Algunos derramaron unas pocas lágrimas.
Un columnista de Las Vegas Sun sugirió que tal vez estaba jugando al dominó o al billar con Hoffa en alguna parte.
Tal vez no anda tan desencaminado.
Estoy bien.
Mi espalda se ha recuperado casi por completo. Tengo órdenes estrictas de no levantar pesos superiores a quince kilos sin ayuda, pero tengo un montón de excelentes chicos en mi clase de tercero, que me prestan toda la ayuda que necesito.
He vuelto varias veces a aquel tramo de carretera en mi nuevo Acura. En una ocasión incluso me detuve, y tras comprobar que la carretera estaba desierta, meé sobre el lugar en que creía que se hallaba la tumba. No obstante, apenas salió nada, pese a que sentía la vejiga llena, y al regresar no cesé de mirar por el retrovisor. Tenía la extraña idea de que Dolan se incorporaría en el asiento posterior, con la piel convertida en una máscara de color canela, tirante sobre el cráneo como la piel de una momia, con los ojos y el Rolex relucientes.
Fue la última vez que pasé por la 71. Ahora tomo la autopista cada vez que tengo que dirigirme al oeste.
¿Y Elizabeth? Al igual que Dolan, ha enmudecido. Lo cierto es que es un alivio.

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