“…Volteó pesadamente y todo a su alrededor se desarrolló de una forma
irreal al igual que si estuviera reproduciendo en cámara lenta. Podía
ver cómo los soldados enemigos se acercaban rematando a los heridos,
disparándoles y degollándolos con saña. Desatando toda su crueldad en
los sobrevivientes, transformando el desierto en un protervo espectáculo
infernal. El ardor inicial desapareció y en ese instante su cerebro
por fin pudo emitir la orden de levantarse; correr y escapar.
Intentó incorporarse, pero una nueva explosión se hizo presente a su
lado como un fantasma aparecido de la nada. Aturdido se apoyó con las
manos en la arena para ponerse de pie, pero para su desdicha, pudo
comprobar que le faltaban las piernas. Habían sido arrancadas como
consecuencia del estallido y se estaba desangrando. Los soldados
iraquíes estaban cerca; los rostros enemigos iban aclarándose mientras…,
levantando la cara desde el suelo, los veía sin poder reincorporarse.
Estaba resignado a su fatal destino, cuando se percató desconcertado que
se trataba de niños. Utilizaban uniformes que no iban con sus cuerpos,
les quedaban grandes y grotescos; pero hacían gala de un sadismo y
ferocidad inimaginables. Algunos heridos recibían disparos en las
cabezas a boca de jarro, mientras otros eran destazados con lentitud.
Otros eran decapitados y los soldados se arrojaban las cabezas, jugando
con ellas riendo y gritando. Como si se tratara de un partido de
futbol. Las risas menudas, infantiles y alegres, contrastaban con el
pánico del momento, la oscuridad de la noche y la inminencia de la
muerte que ya sentía próxima."
"Se sentía desfallecer cuando los pequeños soldados dejaron de jugar y
se acercaron rodeándole y permanecieron mirándolo desangrar abandonado
sobre la arena. El primero de ellos, que acababa de decapitar a uno de
los heridos, tenía el casco muy grande que le cubría parte de la cara.
Había dejado su fusil en el piso y en la mano derecha blandía el machete
que estaba teñido de rojo con el que estuvo masacrando a los soldados y
se le acercó lentitud. Siempre su sueño llegaba hasta allí y se
despertaba sudando espantado; pero ese día, el soldado se quitó el
casco...”
Fragmento de la novela: "El Visitante Maligno II" de Fernando Edmundo Sobenes Buitrón
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