sábado, 5 de mayo de 2012

Cuento "Terror" tomado de Libros Sangrientos II de Clive Barker


Siguiendo con los cuentos; hoy quiero entregarles de la pluma de Clive Barker: "Terror" tomado de  Libros Sangrientos II. Ojalá y les guste...



 


TERROR

(Tomado de : Libros Sangrientos II) de Clive Barker

(Para móvil)

 

No hay placer como el terror. Si fuera posible sentarse sin ser visto entre dos personas en cualquier tren, sala de espera u oficina, la conversación entreoída rondaría una y otra vez este tema. Podría parecer que se trataba de algo completamente distinto: el estado de la nación, una charla despreocupada sobre las muertes en carretera, la subida de las minutas de los dentistas; pero poniendo al desnudo la metáfora, la insinuación, ahí, encerrado en el corazón del discurso, se encuentra el terror. Mientras aceptamos sin discusión la naturaleza de Dios y la posibilidad de vida eterna, rumiamos alegremente las minucias de la miseria. El síndrome no tiene límites; tanto en los baños como en el seminario se repite el mismo ritual. Con la inexorabilidad de una lengua que se retuerce para explorar un diente dolorido, volvemos una, dos y mil veces a nuestros miedos, sentándonos para discutir sobre ellos con la impaciencia de un hombre hambriento ante un plato lleno y humeante.


Mientras estaba en la universidad y tenía miedo de hablar, Stephen Grace aprendió a hablar acerca de su miedo. De hecho, no sólo a hablar de él, sino a analizar y diseccionar cada una de sus terminaciones nerviosas en busca de pequeños terrores.
En esta investigación tuvo como profesor a Quaid.
Era una época de gurús; su agosto. En las universidades de toda Inglaterra jóvenes de ambos sexos buscaban por todas partes a gente a la que seguir como corderos; Steve Grace fue simplemente uno más. Tuvo la mala suerte de encontrar a Quaid como mesías.
Se habían conocido en la sala de estudiantes.
–El nombre es Quaid –dijo el hombre que estaba al lado de Steve en la barra.
–Oh.
–¿Tú eres...?
–Steve Grace.
–Sí. Vas a clase de ética, ¿verdad?
–Exacto.
–No te he visto en ninguno de los otros seminarios o conferencias de filosofía.
–Es mi asignatura suplementaria de este año. Hago la carrera de literatura inglesa. No podía soportar la idea de un año en clase de nórdico antiguo.
–Así que escogiste ética.
–Sí.
Quaid pidió un coñac doble. No parecía tan rico, y un coñac doble habría arruinado las finanzas de Steve para la semana siguiente. Quaid lo bebió rápidamente y encargó otro.
–¿Tú qué tomas?
Steve estaba acariciando media pinta de cerveza tibia, dispuesto a hacerla durar una hora.
–Yo nada.
–Sí.
–Estoy servido.
–Otro coñac y una pinta de cerveza para mi amigo.
Steve no se resistió a la generosidad de Quaid. Una pinta y media de cerveza en su sistema malnutrido serviría de gran ayuda para animar el tedio de sus próximos seminarios sobre «Charles Dickens como analista social». La sola idea le hacia bostezar.
–Alguien tendría que escribir una tesis sobre la bebida como actividad social.
Quaid escrutó un momento su coñac y lo dejó otra vez sobre la barra.
–O como forma de olvidar.
Steve miró a aquel hombre. Debía de tener unos veinticinco años, cinco más que él. La mezcla de ropas que vestía era sorprendente. Zapatillas de deporte andrajosas, pantalones de pana, una camisa entre gris y blanca que había conocido días mejores, y sobre todo ello una chaqueta de cuero muy cara que sentaba mal a su tipo alto y delgado. Tenía la cara alargada y anodina; los ojos, de un azul lechoso, y tan pálidos que el color parecía diluirse en las escleróticas, de forma que sólo se podían ver, detrás de sus gruesas gafas, sus iris rasgados. Labios gordos, como los de Jagger, pero pálidos, secos y poco sensuales. El pelo, de un rubio sucio.
Steve pensó que Quaid podía pasar por un traficante de drogas holandés.
No llevaba chapas. Eran la manifestación corriente de las obsesiones de un estudiante, y Quaid parecía desnudo sin nada que indicara cómo se divertía. ¿Era homosexual, feminista, defensor de las ballenas o un vegetariano fascista? ¿En qué estaba metido, por Dios?
–Deberías haber escogido nórdico antiguo –dijo Quaid.
–¿Por qué?
–En esa asignatura ni siquiera se preocupan de puntuar los exámenes.
Steve no había oído hablar de ello. Quaid siguió dando detalles:
–Se limitan a tirarlos al aire. Si sale cara, sobresaliente; cruz, notable.
Ah, era broma. Quaid se estaba haciendo el listo. Steve esbozó una risita, pero la cara de Quaid no se inmutó ante su propio rasgo de humor.
–Tendrías que estar en nórdico antiguo –repitió–. A fin de cuentas, ¿quién necesita a Bishop Berkeley, a Platón o a...?
–¿O?
–Es todo mierda.
–Sí.
–Te he observado en clase de filosofía...
A Steve empezó a intrigarle Quaid.
Nunca tomas apuntes, ¿verdad?
–No.
–He pensado que o tienes una seguridad sublime en ti mismo o, sencillamente, no te importa un comino.
–Nada de eso. Simplemente estoy perdido del todo. Quaid gruñó y sacó un paquete de cigarrillos baratos. Eso tampoco era lo habitual. Se fumaban Gauloises o Camel; si no, nada.
–No es verdadera filosofía lo que te enseñan aquí –sentenció Quaid con manifiesto desprecio.
–¿Eh?
–Nos dan una cucharadita de Platón o un poco de Bentham, pero sin un análisis real. Con las calificaciones pertinentes, por supuesto. Se parece a la bestia: hasta a los no iniciados les huele un poco a bestia.
–¿Qué bestia?
–La filosofía. La verdadera filosofía. Es una bestia, Stephen. ¿No estás de acuerdo?
–No se me había....
–Es salvaje. Muerde.
Enseñó los dientes: de repente había adoptado una expresión astuta.
–Sí, muerde –repitió.
Sí, eso le gustó mucho. Lo dijo de nuevo por si le traía suerte: «Muerde».
Stephen asintió. Se le escapaba el sentido de la metáfora.
–Creo que lo que estudiamos debería desgarrarnos. –Quaid se estaba entusiasmando con el tema de la educación castradora–. Debería asustarnos falsear las ideas sobre las que hemos de hablar.
–¿Por qué?
–Porque si fuéramos filósofos dignos no intercambiaríamos chistes académicos. No hablaríamos de semántica, no utilizaríamos supercherías lingüísticas para encubrir los problemas reales.
–¿Qué haríamos?
Steve empezaba a pensar que se limitaba a dar pie a Quaid. Pero éste no estaba de humor para bromas. Tenía la cara rígida: sus iris rasgados se habían reducido a puntitos diminutos.
–Deberíamos acercarnos a la bestia, Steve, ¿no estás de acuerdo? Salir a aplacarla, acariciarla, ordeñarla...
–Esto... ¿Qué es la bestia?
A Quaid le exasperó lo directo de la pregunta.
–Es el tema de cualquier filosofía que merezca la pena, Stephen. Son las cosas que tememos porque no las entendemos. Es la oscuridad que hay detrás de la puerta.
Stephen pensó en una puerta. Pensó en la oscuridad. Empezó a comprender a dónde quería ir a parar Quaid a su manera retorcida. La filosofía era una forma de hablar del miedo.
–Deberíamos discutir sobre lo que es inherente a nuestras psiques –dijo Quaid–. Si no... nos arriesgamos a....
Súbitamente le abandonó la locuacidad.
–¿Qué?
Quaid contemplaba su copa de coñac vacía como si quisiera verla llena de nuevo.
–¿Quieres otro? –propuso Steve, rogando para que la respuesta fuera negativa.
–¿A qué nos arriesgamos? –repitió la pregunta–. Bueno, creo que si no salimos y encontramos a la bestia...
Steve presintió que estaba a punto de ponerle la guinda al pastel.
–... tarde o temprano vendrá la bestia y nos encontrará a nosotros. No hay placer como el terror. Mientras sea el de los demás.


Las semanas siguientes, Steve hizo algunas preguntas, sin darles importancia, sobre el misterioso señor Quaid.
Nadie sabía su nombre.
Nadie estaba seguro de su edad, pero una de las secretarias pensaba que tenía más de treinta, lo que le resultó sorprendente.
Sus padres, le había oído decir Cheryl, estaban muertos. Asesinados, pensaba ella.
Esto parecía constituir la suma de todo el conocimiento humano acerca de Quaid.


–Te debo una copa –dijo Steve tocando el hombro de Quaid.
Lo miró como si le hubieran mordido.
–¿Brandy?
–Gracias.
Steve encargó las bebidas.
–He estado pensando.
–Ningún filósofo debería carecer de él.
–¿De qué?
–De cerebro.
Se pusieron a hablar. Steve no sabía por qué se había vuelto a acercar a Quaid. El hombre tenía diez años más que él y pertenecía a un clan intelectual distinto. Para ser honesto, probablemente le intimidaba. Su incesante charla sobre bestias lo desconcertaba. Y, sin embargo, quería más: más metáforas, seguir oyendo aquella voz monótona contarle cuán inútiles eran los tutores, cuán débiles los estudiantes.
En el mundo de Quaid no había certezas. No tenía gurús seglares y, evidentemente, ninguna religión. Parecía incapaz de contemplar ningún sistema, ya fuera político o filosófico, sin cinismo.
Aunque raras veces reía en voz alta, Steve sabía que en su visión del mundo había un humor amargo. Las gentes eran ovejas y corderos; todos buscaban pastores. Naturalmente, para Quaid esos pastores eran pura ficción. Todo lo que existía en la oscuridad, fuera del redil, eran los miedos que se cernían sobre el inocente cordero: esperando, pacientes como piedras, su momento.
Había que dudar de todo menos del hecho de que el terror existía.
La arrogancia intelectual de Quaid era estimulante. Steve se empezó a aficionar a la facilidad iconoclasta con que destruía una creencia detrás de otra. A veces resultaba doloroso que Quaid formulan una objeción irrefutable contra alguno de los dogmas de Steve. Pero a las pocas semanas el simple ruido de demolición parecía excitarlo. Quaid estaba despejando la maleza, talando los árboles, destrozando los rastrojos. Steve se sentía libre.
Nación, familia, Iglesia, ley. Todo reducido a cenizas. Todo inútil. Todo engaños, cadenas y asfixia.
Sólo existía el terror.
–Yo temo, tú temes, él teme –le gustaba decir–. Él, ella, ello teme. No hay ser consciente sobre la superficie del mundo que no conozca el terror más íntimamente que su propio latido.
Uno de los blancos favoritos de los ataques de Quaid era otra estudiante de filosofía y literatura inglesa, Cheryl Fromm. Se espantaba tanto ante sus observaciones más ultrajantes como el pez ante la lluvia, y mientras uno sacaba las garras ante los argumentos del otro, Steve se arrellanaba en su asiento y contemplaba el espectáculo. Cheryl era, según la fórmula de Quaid, una optimista patológica.
–Y tú estás lleno de mierda –decía ella cuando la discusión se había animado un poco–. Así pues, ¿a quién puede importarle que te asustes de tu propia sombra? Yo no estoy asustada. Me siento bien.
Desde luego que lo estaba. Cheryl era carne de sueños húmedos, pero resultaba demasiado brillante para que alguien osara abordarla.
–Todos sentimos terror de vez en cuando –le contestaba Quaid, y sus ojos lechosos estudiaban cuidadosamente la cara de Cheryl, espiando su reacción, intentando, y Steve lo sabía, encontrar una debilidad en su convicción.
–Yo no.
–¿Ningún miedo? ¿Ni pesadillas?
–De ninguna manera. Tengo una buena familia; no guardo esqueletos en el desván. Ni siquiera como carne, así que no me siento mal cuando paso junto a un matadero. No tengo ninguna miseria que exhibir. ¿Significa eso que no soy real?
–Significa... –Los ojos de Quaid tenían la pupila rasgada de una serpiente–. Significa que tu seguridad tiene algo importante que ocultar.
–¡Otra vez con las pesadillas!
–Horribles pesadillas.
–Especifica: define los términos que utilizas.
–No puedo decirte a qué le tienes miedo tú.
–Entonces dime a qué le tienes miedo tú.
Quaid vaciló.
–A fin de cuentas, es imposible de analizar,
–¿Imposible de analizar? ¡No me hagas reír!
Quaid volvió a su tema predilecto.
–Lo que yo temo es algo personal. No tiene sentido en un conjunto más amplio. Los signos de mi terror, las imágenes que utiliza mi cerebro, si quieres, para ilustrar mi miedo, son poca cosa en comparación con el auténtico horror que está en la raíz de mi personalidad.
–Yo tengo imágenes –dijo Steve–. Visiones de mi infancia que me hacen pensar en...
Se detuvo, lamentando por anticipado su confesión.
–¿Qué? –preguntó Cheryl–. ¿Te refieres a cosas relacionadas con malas experiencias? ¿A una caída de la bici o algo parecido?
–A lo mejor –admitió Steve–. A veces me sorprendo pensando en esas visiones. No lo hago deliberadamente; sólo ocurre cuando pierdo la concentración. Es como si mi cerebro se dirigiera hacia ellas de forma automática.
Quaid emitió un leve gruñido de satisfacción.
–Exactamente –aprobó.
–Freud ha escrito sobre el tema –advirtió Cheryl.
–¿Qué?
–Freud –repitió, esta vez subrayando las palabras, como si le estuviera hablando a un niño–. Sigmund Freud; puede que hayas oído hablar de él.
El labio de Quaid se arrugó con un desprecio no disimulado.
–Las fijaciones de la madre no resuelven el problema. Los verdaderos terrores que hay en mí, en todos nosotros, son anteriores a la personalidad. El terror está presente antes de que tengamos conciencia de nosotros mismos como individuos. La uña del pulgar, hecha un ovillo en el útero, siente miedo.
–Tú lo recuerdas, ¿verdad? –ironizó Cheryl.
–A lo mejor –replicó Quaid, mortalmente serio.
–¿El útero?
Quaid sonrió a medias. Steve pensó que esa sonrisa significaba: «Sé que tú no».
Era una sonrisa extraña, desagradable, que a Stephen le hubiera gustado borrar de sus ojos.
–Eres un mentiroso –le acusó Cheryl, levantándose de su asiento y mirando por encima del hombro a Quaid.
–A lo mejor lo soy –admitió, convertido de repente en un perfecto caballero.


Después de eso cesaron las discusiones.
Ya no se habló de pesadillas, ni se discutió sobre los terrores nocturnos. Steve vio de forma irregular a Quaid el mes siguiente y, cuando lo veía, se encontraba siempre en compañía de Cheryl Fromm. Quaid era educado con ella, hasta deferente. Ya no llevaba su chaqueta de cuero porque Cheryl odiaba el olor de la piel de los animales muertos. Este súbito cambio en sus relaciones desconcertó a Stephen, pero lo achacó a su escasa comprensión de los asuntos sexuales. No era virgen, pero las mujeres seguían constituyendo un misterio para él: las encontraba contradictorias y enigmáticas.
También estaba celoso, aunque no lo quería admitir claramente. Le dolía que el genio de los sueños húmedos le quitara tanto tiempo a Quaid.
También tenía otra sensación: el curioso presentimiento de que Quaid estaba cortejando a Cheryl por sus propias y misteriosas razones. El sexo no era lo que atraía a Quaid, de eso estaba seguro. Tampoco era su respeto por la inteligencia de Cheryl lo que le hacía mostrarse tan atento. No; de alguna manera la estaba acorralando, eso era lo que le decía su instinto. A Cheryl Fromm la estaban preparando para la muerte.
Y luego, al cabo de un mes, Quaid deslizó en la conversación una pequeña observación acerca de Cheryl:
–Es vegetariana.
–¿Cheryl?
–Cheryl, por supuesto.
–Ya lo sé. Lo mencionó hace tiempo.
–Sí, pero en ella no es un simple capricho. Le apasiona el tema. No puede mirar siquiera el escaparate de un carnicero. No toca la carne, no la huele...
–Oh.
Steve estaba perplejo. ¿Adónde conducía todo aquello?
–Terror, Steve.
–¿De la carne?
–Los indicios son diferentes en cada persona. Ella tiene miedo de la carne. Dice que es tan sana, tan equilibrada... ¡Mierda! ¡Ya lo veremos!
–Ver ¿el qué?
–El miedo, Steve.
–¿No irás a...?
Steve no sabía cómo expresar su ansiedad sin parecer acusador.
–¿Hacerle daño? No, no voy a hacerle ningún tipo de daño. Cualquier perjuicio que se le cause será estrictamente autoinfligido.
Quaid lo contemplaba casi hipnóticamente.
–Empieza a ser hora de que confiemos el uno en el otro –prosiguió. Se le acercó un poco más–. Entre nosotros dos...
–Mira, no creo que quiera oírte.
–Tenemos que tocar a la bestia, Stephen.
–¡Al infierno la bestia! ¡No quiero oír!
Steve se levantó para eludir la opresión de la mirada de Quaid y dar por finalizada la conversación.
–Somos amigos, Stephen.
–Sí...
–Entonces respétalo.
–¿El qué?
–El silencio. Ni una palabra.
Steve asintió. Ésa no era una promesa difícil de cumplir. No le podía contar sus angustias a nadie sin que se le riera en las barbas.
Quaid parecía satisfecho. Se fue corriendo, dejando a Steve con la sensación de que había entrado sin querer en una sociedad secreta, de cuyos objetivos no tenía la más remota idea. Quaid había hecho un pacto con él y resultaba turbador.
La semana siguiente no asistió a clase ni a la mayoría de los seminarios. No tomó apuntes, no leyó libros ni redactó trabajos. Las dos veces que fue al edificio universitario andaba sigilosamente como un ratón precavido, deseando no toparse con Quaid.
No tenía por qué sentir miedo. La única vez en que vio los hombros encorvados de Quaid al otro lado del patio estaba distraído intercambiando sonrisas con Cheryl Fromm. Esta reía musicalmente, y su risa era contestada por el eco de la pared del departamento de historia. Steve ya no sentía celos en absoluto. Ni por todo el oro del mundo habría deseado estar tan cerca de Quaid, intimar tanto con él.
El tiempo que pasaba solo, apartado del bullicio de las clases y de los pasillos atestados, hizo que su mente se volviera ociosa. Y sus pensamientos retornaron a sus temores, como la lengua al diente, la uña a la costra.
Y también a su infancia.
Cuando tenía seis años, lo atropelló un coche. Las heridas no eran demasiado peligrosas, pero la conmoción cerebral lo dejó parcialmente sordo. Fue una experiencia muy angustiosa no comprender por qué se quedaba aislado de repente del mundo. Era un tormento inexplicable, y el niño pensó que eterno.
En un momento su vida había sido real, había estado llena de gritos y risas. Un momento después le había dejado al margen; el mundo externo se convirtió en un acuario, lleno de peces que lo miraban boquiabiertos con grotescas sonrisas. Aún más: había ocasiones en que padecía lo que los médicos llaman zumbido, un ruido estruendoso o siseante en los oídos. La cabeza se le llenaba de los ruidos más extraños, gritos y pitidos que servían de fondo a los movimientos del mundo exterior. En esos casos se le revolvía el estómago, y era como si una banda de hierro le envolviera la frente, partiendo en cachitos sus pensamientos, disociando las manos de la cabeza, la intención de la práctica. Lo embargaba una ola de pánico; era absolutamente incapaz de entender el mundo mientras le aullaba y cencerreaba la cabeza.
Pero los peores terrores llegaban de noche. A veces se despertaba en lo que había sido (antes del accidente) el seno protector de su dormitorio, descubriendo que los pitidos se habían reanudado mientras dormía.
Abría los ojos desmesuradamente y el cuerpo se le empapaba de sudor. La mente se le llenaba del estrépito más bullicioso, estrépito con el que estaba encerrado sin esperanza de alivio. Nada podía acallar su cabeza y nada, al parecer, podía devolverle el mundo, el habla, la risa y el llanto.
Estaba solo.
Ésos fueron el planteamiento, el nudo y el desenlace de su terror. Estaba completamente solo con su cacofonía. Encerrado en aquella casa, en aquel cuarto, en aquel cuerpo, en aquella cabeza, prisionero de una carne sorda y ciega.
Resultaba insoportable. A veces gritaba de noche, sin saber que estaba emitiendo sonidos, y los peces que habían sido sus padres encendían la luz y trataban de ayudarlo, inclinándose sobre la cama y gesticulando, haciendo feas muecas con sus bocas mudas al intentar socorrerlo. Las caricias acababan por calmarlo; con el tiempo, su madre aprendió a mitigar el pánico que se apoderaba de él.
Una semana antes de su séptimo aniversario recuperó el oído, no del todo pero sí lo suficiente para que le pareciera un milagro. El mundo recuperó su nitidez; la vida comenzó de nuevo.
Al chico le costó varios meses volver a confiar en sus sentidos. Aún se despertaba de noche como si previera los ruidos de su cabeza.
Pero aunque sus oídos zumbaban ante el sonido más leve, lo que le impidió asistir a los conciertos de rock con el resto de los estudiantes, ahora casi nunca se daba cuenta de su leve sordera.
La recordaba, por supuesto, y muy bien. Podía evocar el sabor del pánico; la sensación de tener una banda de hierro alrededor de la cabeza. Y aún quedaba en ella un residuo del miedo: a la oscuridad, a estar solo.
Pero ¿no tenía todo el mundo miedo a estar solo? ¿A estar completamente solo?
Steve sentía otro miedo, mucho más difícil de superar. Quaid.
En una sesión reveladora, borracho, le había hablado de su infancia, de la sordera, de los terrores nocturnos.
Quaid conocía su debilidad: el sendero despejado que conducía hasta el corazón del terror de Steve. Tenía un arma, un palo con el que golpearlo si llegaba a hacerse necesario. Tal vez por eso decidió no hablar con Cheryl (prevenirla, si era eso lo que quería hacer) y ciertamente ésa era la razón de que evitara a Quaid.
Éste tenía un aire pérfido en ciertos momentos de malhumor. Ni más ni menos. Parecía una persona con la maldad dentro, muy dentro.
A lo mejor aquellos cuatro meses de observar a la gente sin oírla habían sensibilizado a Steve a causa de las miradas de soslayo, las sonrisitas y el desprecio que revolotean en sus caras. Sabía que la vida de Quaid era un laberinto; llevaba grabado en el rostro, en mil pequeños gestos, el mapa de sus complejidades.


La siguiente fase de la iniciación de Steve al mundo secreto de Quaid no llegó hasta casi tres meses y medio después. Las clases de la universidad se interrumpieron durante las vacaciones de verano, y los estudiantes se fueron cada uno por su lado. Steve se dedicó a su trabajo veraniego habitual en la imprenta de su padre; eran horas largas y agotadoras físicamente, pero le suponían un descanso indudable. Tantas disquisiciones le habían saturado el cerebro; se sentía como si lo hubieran cebado de palabras e ideas. El trabajo en la imprenta le permitió sacudirse todo eso de encima en poco tiempo, aclarando la maraña de su mente.
Fue una buena temporada: apenas pensó en Quaid.
Volvió a la universidad a finales de septiembre. Los estudiantes que había en el campus aún eran escasos. La mayoría de los cursos no empezaban hasta la semana siguiente, y en el ambiente flotaba un aire de melancolía, sin la habitual muchedumbre de jóvenes quejándose, ligando o discutiendo.
Steve estaba en la biblioteca apartando algunos libros importantes antes de que sus compañeros de clase les echaran el guante. Los libros eran oro puro al principio del curso, con toda la bibliografía por leer, y la biblioteca de la universidad pediría como siempre que se encargaran los títulos necesarios. Esos libros vitales llegaban invariablemente dos días después del seminario en que se iba a hablar del autor. Aquel año, el último, Steve estaba decidido a ser el primero en la cola que se formara para obtener los pocos ejemplares para los trabajos de seminario que hubiera en la biblioteca.
Le habló una voz familiar.
–Pronto al trabajo.
Steve levantó la vista para encontrarse con los iris rasgados de Quaid.
–Me impresiona, Steve.
–¿El qué?
–Tu entusiasmo por trabajar.
–Oh.
Quaid sonrió.
–¿Qué estas buscando?
–Algo sobre Bentham.
–Tengo Principios de moral y legislación. ¿Te sirve?
Era una trampa. No; eso resultaba absurdo. Le ofrecía un libro. ¿Cómo se podía interpretar ese simple gesto como una trampa?
–Bien pensado. –Y la sonrisa se hizo aún mas amplia–. Creo que es el ejemplar de la biblioteca el que tengo. Te lo daré.
–Gracias.
–¿Buenas vacaciones?
–Sí, gracias. ¿Y tú?
–Muy gratificantes.
La sonrisa había degenerado en una línea delgada entre....
–Te has dejado bigote.
Era una nueva manifestación de lo enfermizo de aquel espécimen. Fino, ralo y de un rubio sucio, subía y bajaba bajo la nariz de Quaid como si intentara salírsele de la cara. Éste pareció ligeramente turbado.
–¿Lo hiciste por Cheryl?
Ahora sí que su turbación fue total.
–Bueno...
–Parece que tuviste unas buenas vacaciones.
En su expresión había algo, además de turbación.
–Tengo unas fotografías maravillosas –dijo Quaid.
–¿De qué?
–Fotos de fiestas.
Steve no podía dar crédito a sus oídos. ¿Había domado Cheryl Fromm a Quaid? ¿Fotos de fiestas?
–Algunas te sorprenderán.
Había algo de vendedor árabe de postales guarras en el comportamiento de Quaid. ¿Qué demonios eran esas fotografías? ¿Fotos hechas con filtro y desdobladas de Cheryl sorprendida leyendo a Kant?
–No me imaginé que fueras fotógrafo.
–La fotografía se ha convertido en una pasión para mí.
Hizo una mueca al decir «pasión». Había una excitación apenas contenida en su actitud. Estaba radiante de placer.
–Tienes que venir a verlas.
–Yo...
–Esta noche. Y así, al mismo tiempo, recoges el Bentham.
–Gracias.
–Tengo casa. Pasada la esquina del hospital de maternidad, en la calle Pilgrim. Número sesenta y cuatro. ¿Pasadas las nueve?
–De acuerdo. Gracias. Calle Pilgrim.
Quaid asintió.
–No sabía que hubiera casas habitables en la calle Pilgrim.
–Número sesenta y cuatro.


La calle Pilgrim estaba desolada. La mayoría de las casas no eran más que escombros. Unas cuantas estaban en demolición. Las paredes interiores quedaban expuestas de forma poco natural: papeles pintados rosa y verde pálido, las chimeneas de los pisos superiores colgando sobre abismos de ladrillos humeantes. Las escaleras no conducían, ni de ida ni de vuelta, a ninguna parte.
El número sesenta y cuatro estaba solitario. Las casas adyacentes habían sido demolidas y excavadas, dejando paso a un desierto de polvo de ladrillos machacados que unas cuantas malas hierbas, atrevidas y temerarias, intentaban poblar.
Un perro blanco de tres patas vigilaba su territorio alrededor de aquella casa, dejando pequeñas marcas de pis a intervalos regulares para delimitar sus dominios.
La casa de Quaid, aún sin tener nada de palacio, era más acogedora que el yermo que la rodeaba.
Bebieron juntos un vino tinto peleón que había llevado Steve y fumaron un poco de hierba. Quaid estaba mucho más suave de lo que Steve lo hubiera visto nunca, satisfecho de hablar de trivialidades en lugar del terror, riéndose de vez en cuando, incluso contando algún chiste verde. El interior de la casa estaba desnudo. No había cuadros en la pared ni tipo alguno de decoración. Los libros de Quaid, y tenía centenares, estaban amontonados en el suelo, y Steve no pudo descubrir con qué criterio. La cocina y el baño eran primitivos. Toda la atmósfera era casi monástica.
Después de un par de horas apacibles, la curiosidad se apoderó de Steve.
–¿Dónde están las fotos de las vacaciones? –preguntó, consciente de que arrastraba un poco las palabras, aunque ya no le importaba un comino.
–Ah, sí. Mi experimento.
–¿Experimento?
–Para serte sincero, Steve, no sé si debería enseñártelas.
–¿Por qué no?
–Estoy metido en algo serio, Steve.
–Y yo no estoy preparado para nada serio; ¿es eso lo que quieres decir?
Steve notaba que la técnica de Quaid podía con él, aunque era obvio y transparente lo que estaba haciendo.
–No he dicho que no estuvieras preparado...
–¿Qué demonios es ese asunto?
–Fotos.
–¿De?
–¿Te acuerdas de Cheryl?
Imágenes de Cheryl. Ya.
–¿Cómo iba a olvidarla?
–No volverá este curso.
–Oh.
–Tuvo una revelación.
La mirada de Quaid parecía la de un basilisco.
–¿Qué quieres decir?
–Siempre estaba tan tranquila, ¿verdad? –Quaid hablaba de ella como si hubiera muerto–. Tranquila, simpática y pensativa.
–Sí, supongo que era todo eso.
–¡Pobre puta! Todo lo que quería era un buen polvo.
Steve sonrió como un chiquillo ante las palabras obscenas de Quaid. Resultaba chocante; era como ver a un profesor con el pene colgando fuera de los pantalones.
–Pasó parte de sus vacaciones aquí.
–¿Aquí?
–En esta casa.
–¿Así que te gusta?
–Es una vaca ignorante. Pretenciosa, débil y estúpida. Pero no te daría, no te daría absolutamente nada.
–¿Te refieres a que no quería joder?
–¡Oh, no! Se bajaba las bragas nada más verte. Eran sus miedos lo que no...
La vieja canción.
–Pero la convencí a su debido tiempo.
Quaid sacó una caja de detrás de una pila de libros de filosofía. En ella había un fajo de fotos en blanco y negro ampliadas al tamaño de una postal doble. Le alcanzó la primera serie a Steve.
–La encerré, Steve. –Quaid lo decía sin emoción–. Para ver si podía obligarla a que diera rienda suelta a sus terrores.
–¿A qué te refieres con eso de encerrarla?
–En el piso de arriba.
Steve se sintió raro. Podía oír cantar sus oídos muy suavemente. El vino peleón siempre le hacía retumbar la cabeza.
–La encerré en el piso de arriba –repitió Quaid–, como experimento. Por eso alquilé esta casa. No había vecinos que escucharan.
Ningún vecino ¿para escuchar qué?
Steve miró la imagen granulada que tenía en la mano.
–Una cámara oculta –explicó Quaid–. Nunca supo que le estaba haciendo fotos.
La foto número uno era de una habitación, pequeña y anodina. Unos pocos muebles normales.
–Ésta es la habitación. Arriba del todo. Caliente. Incluso un poco agobiante. Sin ruidos.
Sin ruidos.
Quaid le alargó la foto número dos.
La misma habitación. Ahora no tenía casi muebles. Un saco de dormir estaba extendido a lo largo de una pared. Una mesa. Una silla. Una bombilla desnuda.
–Así es como lo dispuse para ella.
–Parece una celda.
Quaid gruñó.
Tercera foto. La misma habitación. Sobre la mesa una jarra de agua. En una esquina, un cubo mal cubierto por una toalla.
–¿Para qué es el cubo?
–Tenía que hacer pis.
–Sí.
–Con todas las comodidades –señaló Quaid–. No pretendía reducirla a un estado animal.
Hasta en su bruma etílica, Steve captó la ironía de Quaid. No pretendía reducirla a un estado animal. Sin embargo...
Foto cuatro. Sobre la mesa, en un plato, una tajada de carne. Le sobresale un hueso.
–Buey –indicó Quaid.
–Pero, ¡si es vegetariana!
–Cierto. Está ligeramente salado, bien hecho y es de buena calidad.
Foto cinco. Lo mismo. Cheryl se halla en la habitación. La puerta está cerrada. Está golpeándola con los pies y con las manos; su cara refleja una intensa furia.
–La dejé en la habitación hacia las cinco de la mañana. Estaba dormida: la llevé sobre el lecho yo mismo. Muy romántico. Ella no sabía qué narices estaba pasando.
–¿La encerraste ahí?
–Claro. Un experimento.
–¿No la advertiste?
–Hablamos del terror, ya me conoces. Sabía qué era lo que yo deseaba descubrir. Sabía que necesitaba conejillos de Indias. Cayó en seguida en la cuenta. En cuanto comprendió lo que me traía entre manos se tranquilizó.
Foto seis. Cheryl está sentada en una esquina de la habitación, pensando.
–Creo que pensaba que podría tener más paciencia que yo.
Foto siete. Cheryl mira la pierna de buey. Echa ojeadas a la mesa.
–Bonita foto, ¿no te parece? Mira su expresión de asco. Odiaba hasta el olor de carne cocinada. Aún no estaba hambrienta, naturalmente.
Ocho: duerme.
Nueve: hace pis. Steve se sintió incómodo al ver a la chica espatarrada sobre el cubo, con las bragas en los tobillos. Tenía manchas de lágrimas en la cara.
Diez: bebe agua de la jarra.
Once: vuelve a dormir, de espaldas a la habitación, enroscada como un feto.
–¿Cuánto tiempo ha pasado en la habitación?
–Esto era cuando sólo llevaba catorce horas. Perdió muy pronto la noción del tiempo. No había cambios de luz. Su reloj corporal se estropeó en seguida.
–¿Cuánto tiempo estuvo ahí?
–Hasta que se demostró mi idea.
Doce: despierta, se pasea alrededor de la carne que está sobre la mesa; se advierte que la mira subrepticiamente.
–Ésta se tomó la mañana siguiente. Estaba dormida. La cámara sacaba fotos cada cuatro horas. Mira sus ojos...
Steve escrutó más de cerca la fotografía. Había algo de desesperación en su cara: una mirada extraviada, salvaje. Por la forma en que contemplaba la carne parecía intentar hipnotizarla.
–Tiene aspecto de enferma.
–Está cansada, eso es todo. De hecho durmió mucho, pero eso sólo parecía dejarla más exhausta que antes. Ahora ya no sabe si es de día o de noche. Y tiene hambre claro. Lleva un día y medio. Está más que un poco hambrienta.
Trece: duerme otra vez, enroscada en una bola aún más pequeña, como si quisiera tragarse a sí misma.
Catorce: bebe más agua.
–Cambié la jarra mientras dormía. Dormía profundamente: podría haber cantado y bailado y no se hubiera despertado. Perdida para el mundo.
Hizo una mueca. «Loco –pensó Steve–. Este tío está loco.»
–¡Dios, aquello apestaba! Ya sabes cómo huelen a veces las mujeres: no es sudor, es otra cosa. Un olor denso, a carne. Sangriento. A eso llegó a finales de su estancia. No era lo que yo había planeado.
Quince: toca la carne.
–Aquí se ve su primer desfallecimiento –dijo Quaid con un júbilo tranquilo en la voz–. Aquí empieza el terror.
Steve estudió la foto de cerca. El granulado de la copia difuminaba los detalles, pero la pobre muchacha estaba sufriendo, eso seguro. Tenía la cara fruncida, dividida entre el deseo y la repulsión, mientras tocaba la carne.
Dieciséis: volvía a estar en la puerta, lanzándose contra ella, y todo su cuerpo temblaba. Su boca era una mueca negra de angustia; le chillaba a la puerta inerte.
–Siempre que se había enfrentado con la carne acababa sermoneándome.
–¿Cuánto tiempo llevaba aquí?
–Casi tres días. Estás viendo a una mujer hambrienta.
No resultaba difícil apreciarlo. En la foto siguiente estaba de pie, tranquila, con los ojos apartados de la tentación de la comida, todo su cuerpo tenso ante el dilema.
–La estás matando de hambre.
–Se puede pasar fácilmente diez días sin comer. Los atracones son frecuentes en cualquier país civilizado, Steve. El seis por ciento de la población británica está obesa desde el punto de vista clínico en un momento u otro. De todas formas, estaba demasiado gorda.
Dieciocho: la chica gorda está sentada en la esquina de la habitación, llorando.
–Por entonces empezó a tener alucinaciones. Pequeños tics mentales. Creía sentir algo en el pelo o en el dorso de la mano. A veces se quedaba mirando al aire sin ver nada.
Diecinueve: se lava. Está desnuda hasta la cintura; tiene los pechos gruesos, la cara desprovista de expresión. La carne de buey presenta un tono más oscuro que en las fotos anteriores.
–Se lavaba con regularidad. Nunca pasaban doce horas sin que se aseara de la cabeza a la punta de los pies.
–La carne parece...
–¿Pasada?
–Oscura.
–Hace calor en su cuartito, y hay unas pocas moscas con ella. Han encontrado la carne y han depositado sus huevos. Sí, está madurando perfectamente.
–¿Forma eso parte del plan?
–Claro. Si la carne le asqueaba cuando estaba fresca, ¿cuál no será su repugnancia ante una carne podrida? Este es el punto crucial de su dilema, ¿no? Cuanto más espere a comer, más asco le dará lo que tiene para alimentarse. Por una parte está encerrada con su propio horror de la carne, y por otra, con su terror a la muerte. ¿Cuál de los dos cederá primero?
Steve estaba tan encerrado como ella.
Por una parte esta broma empezaba a resultar demasiado pesada, y el experimento de Quaid se había convertido en un ejercicio de sadismo. Por otra parte, quería saber hasta dónde llegaba la historia. Había algo sin duda fascinante en ver sufrir a la mujer.
Las siete fotos siguientes –veinte, veintiuno, dos, tres, cuatro, cinco, seis– reflejaban la misma rutina circular. Dormir, lavarse, hacer pis, mirar la carne. Dormir, lavarse, hacer pis...
Y luego venia la veintisiete.
–¿Ves?
Coge la carne.
Sí, la coge, con la cara llena de horror. La pata de buey parece más que pasada; está salpicada de huevos de mosca. Hinchada.
–La muerde.
En la siguiente fotografía tiene la cara hundida en la carne. Steve creyó notar el sabor a carne podrida en la garganta. Su mente ideó un hedor apropiado y creó una salsa de podredumbre que saborear con la lengua. ¿Cómo pudo hacerlo Cheryl?
Veintinueve: está vomitando en el cubo de la esquina del cuarto.
Treinta: está sentada y mira la mesa. Está vacía. Ha tirado la jarra de agua contra la pared. El plato está roto. El buey está tirado en el suelo en un charco putrefacto.
Treinta y uno: duerme. Tiene la cabeza escondida entre los brazos.
Treinta y dos: está de pie. Mira otra vez la carne, desafiándola. El hambre que siente se le ve en la cara. El asco, también.
Treinta y tres: duerme.
–¿Cuánto lleva ahora? –preguntó Steve.
–Cinco días. No, seis.
Seis días.
Treinta y cuatro: Es una forma borrosa que aparentemente se abalanza contra una pared. A lo mejor la golpea con la cabeza, Steve no lo pudo distinguir. No tenía ninguna intención de preguntarlo. Algo en él no lo quería saber.
Treinta y cinco: duerme de nuevo, esta vez debajo de la mesa. El saco de dormir está hecho pedazos, jirones de ropa y trozos de estopa cubren la habitación.
Treinta y seis: habla a la puerta, a quien esté del otro lado, sabiendo que no obtendrá respuesta.
Treinta y siete: se come la carne rancia.
Se sienta tranquilamente bajo la mesa, como un hombre primitivo en su cueva, y tira de la carne con los incisivos. Su cara vuelve a carecer de expresión; todas sus energías se concentran en la decisión que ha tomado. Comer. Comer hasta que desaparezca el hambre, hasta que desaparezcan la angustia de su estómago y el mareo de su cabeza.
Steve contempló la foto.
–Me sorprendió –comentó Quaid– lo súbito de su derrota. En un momento dado parecía seguir tan resistente como siempre. El monólogo que recitó ante la puerta era la misma mezcla de amenazas y excusas que profería día sí día no. Y entonces se vino abajo. Así de sencillo. Se acuclilló bajo la mesa y se comió la carne hasta el hueso como si fuera un trozo selecto.
Treinta y ocho: duerme. La puerta está abierta. Entra luz. Treinta y nueve: el cuarto está vacío.
–¿Adónde fue?
–Bajó las escaleras. Entró en la cocina, bebió varios vasos de agua y se sentó en una silla tres o cuatro horas sin decir una sola palabra.
–¿Le hablaste?
–Como de pasada. Cuando empezó a salir de su estado amnésico. El experimento había acabado. No quise hacerle daño.
–¿Qué dijo ella?
–Nada.
–¿Nada?
–Absolutamente nada. Durante mucho tiempo creo que ni siquiera se dio cuenta de que yo estaba en la habitación. Luego cociné unas patatas y se las comió.
–¿No intentó llamar a la policía?
–No.
–¿Nada de violencia?
–Nada. Sabía lo que yo había hecho y por qué. No fue premeditado, pero habíamos hablado de experimentos parecidos en conversaciones abstractas. En realidad no había sufrido ningún daño. A lo mejor perdió un poco de peso, pero eso fue todo.
–¿Dónde está ahora?
–Se fue el día siguiente. No sé a dónde.
–¿Y qué demostró todo eso?
–Absolutamente nada, a lo mejor. Pero supuso un interesante punto de partida para mis investigaciones.
–¿Punto de partida? ¿Fue sólo un punto de partida?
Había un asco manifiesto en el tono que empleó Steve con Quaid.
–Stephen...
–¡Podías haberla matado!
–No.
–Podía haberse vuelto loca. Desequilibrada para siempre.
–Posible, pero improbable. Era una mujer de mucho carácter.
–Pero tú pudiste con ella.
–Sí. Era un paso que estaba dispuesta a dar. Habíamos hablado de que se enfrentara a su miedo. Así que ahí estaba yo, permitiendo que Cheryl hiciera justamente eso. Nada importante, en realidad.
–La obligaste a hacerlo. Si no, no habría pasado por ello.
–Cierto. Le resultó instructivo.
–O sea que ahora eres profesor.
Steve habría deseado evitar aquel tono sarcástico, pero no pudo. Sentíase invadido por el sarcasmo y la cólera, y experimentaba un poco de miedo.
–Sí, soy profesor. –Quaid observó de reojo a Steve, con la mirada extraviada–. Enseño terror a la gente.
Steve miró al suelo.
–¿Estás satisfecho con lo que has enseñado?
–Y aprendido, Steve. También he aprendido. Es una perspectiva muy emocionante; todo un mundo de miedos por investigar. Especialmente con sujetos inteligentes. Incluso racionalizándolo...
Steve se levantó.
–¡No quiero oír nada más!
–¿Eh? De acuerdo.
–Mañana temprano tengo clases.
–No.
–¿Qué?
Un latido, un titubeo.
–No. No te vayas aún.
–¿Por qué?
Tenía el corazón acelerado. Nunca había comprendido cuánto temía a Quaid.
–Tengo más libros que darte.
Steve notó que se sonrojaba. Ligeramente. ¿Qué había pensado un momento antes? ¿Que Quaid iba a derribarlo de un puñetazo y a empezar a experimentar con sus temores?
No. Eso era una idiotez.
–Tengo un libro sobre Kierkegaard que te gustará. Arriba. Tardo dos minutos.
Quaid abandonó la habitación sonriendo.
Steve se acuclilló sobre sus caderas y empezó a juntar las fotografías. El momento en que Cheryl cogió por primera vez la carne podrida era el que más le fascinaba. Tenía una expresión en la cara totalmente distinta a la de la mujer que él había conocido. Llevaba marcada la duda, la confusión y un hondo...
Terror.
Era la palabra que usaba Quaid. Una palabra asquerosa. Una palabra obscena, asociada a partir de esa noche a la tortura infligida por Quaid a una chica inocente.
Durante un instante Steve pensó qué expresión tendría su propia cara mientras examinaba la fotografía. ¿No había algo de aquella misma confusión en sus propios rasgos? Y tal vez también algo de aquel terror, en espera de ser liberado.
Oyó un ruido a su espalda. Era demasiado suave; no podía haberlo producido Quaid.
A no ser que anduviera sigilosamente.
¡Oh, Dios! A no ser que...
Estamparon un paño con cloroformo contra su boca y sus fosas nasales. Inhaló involuntariamente, y los vapores le hicieron cosquillas en la pituitaria y rompió a llorar.
Una mancha negra apareció en una esquina del mundo, fuera de la vista, y ese borrón empezó a crecer, acompasándose con el ritmo de su corazón cada vez más acelerado.
En el centro de su cabeza «veía» la voz de Quaid como si fuera un velo. Pronunciaba su nombre.
–Stephen.
Otra vez.
–...ephen.
–...phen.
–...hen.
–...en.
La mancha ocupaba todo el mundo. El mundo estaba negro; había desaparecido. De la vista, de la mente.
Steve se cayó desgarbadamente sobre las fotografías.


Cuando despertó no era consciente de su propia conciencia. Había oscuridad por todas partes. Estuvo tumbado una hora con los ojos bien abiertos antes de darse cuenta de que los tenía abiertos.
Como prueba, movió primero los brazos y las piernas; luego la cabeza. No estaba atado, como esperaba, salvo por el tobillo. Decididamente, había una cadena o algo similar alrededor de su tobillo izquierdo. Le irritaba la piel cuando trataba de alejarse demasiado.
El suelo que tenía debajo era muy incómodo, y cuando lo investigó detenidamente con la palma de la mano se dio cuenta de que estaba tumbado sobre una gran rejilla o una especie de verja. Era de metal y, hasta donde le alcanzaban los brazos, tenía una superficie completamente regular. Cuando introdujo el brazo por los agujeros de la rejilla no tocó nada. Sólo aire y vacío por debajo de él.


Las primeras fotos infrarrojas que sacó Quaid del encierro de Stephen mostraban su exploración. Como había supuesto, el sujeto estaba haciendo frente a su condición muy racionalmente. Nada de histerias. Nada de blasfemias. Ni una lágrima. Ése era el desafío que planteaba a aquel sujeto en particular. Sabía con precisión qué estaba ocurriendo, y reaccionaría con lógica ante sus temores. Seguramente se protegería con una voluntad más difícil de doblegar que la de Cheryl.
Pero los resultados serían mucho más gratificantes cuando se viniera abajo. ¿No se abriría entonces su alma para que Quaid la viera y la tocara? Aquel hombre tenía dentro tantas cosas que él deseaba estudiar...
Los ojos de Steve se acostumbraron gradualmente a la oscuridad.
Estaba aprisionado en lo que parecía una especie de conducto. Calculó que tendría unos seis metros de profundidad y que era de sección completamente redonda. ¿Se trataría de una especie de pozo de ventilación para un túnel o una fábrica subterránea? El cerebro de Steve se representó el mapa del área de la calle Pilgrim, intentando imaginar dónde estaba. No se le ocurría ningún sitio.
Ningún sitio.
Estaba perdido en un lugar que no podía determinar ni reconocer. El conducto no tenía rincones que pudieran servir de referencia, y las paredes no presentaban grietas ni agujeros en que refugiar la conciencia.
Peor aún: estaba tumbado con los miembros extendidos sobre una rejilla suspendida sobre un pozo. Sus ojos no podían discernir nada de la oscuridad que tenía debajo; parecía que el pozo no tuviera fondo. Y la caída sólo la impedían la delgada red de la rejilla y la frágil cadena que amarraba a ella su tobillo.
Se vio a sí mismo en equilibrio entre un cielo negro vacío y una oscuridad infinita. El aire estaba caliente y viciado. Secó las lágrimas que le habían asomado a los ojos, dejándolos pegajosos. Cuando empezó a gritar pidiendo ayuda, cosa que hizo después de llorar, la oscuridad se tragó en seguida sus palabras.
Después de gritar hasta enronquecer se volvió a tumbar sobre la rejilla. No podía evitar pensar que bajo el frágil lecho se encontraban las tinieblas más absolutas. Era absurdo, naturalmente. «Nada es eterno», dijo en voz alta.
Nada es eterno.
Y, sin embargo, nunca lo sabría. Si cayera en la oscuridad absoluta que tenía a sus pies, caería, caería y caería sin ver el fondo del pozo. Aunque se esforzaba por pensar en imágenes más brillantes y optimistas, su mente sólo evocaba su cuerpo precipitándose por el horrible pozo, con el fondo a medio metro de su cuerpo en vilo y sin que sus ojos lo vieran o su cerebro lo predijera.
Hasta que tocara fondo.
¿Vería luz cuando su cabeza estallara por el golpe?
¿Comprendería la razón de su vida y de su muerte en el momento en que su cuerpo se redujera a menudillos?
Y luego pensó que Quaid no se atrevería.
–¡No se atreverá! –gritó–. ¡No se atreverá!
Las tinieblas se tragaban con glotonería sus palabras. Por mucho que les chillara, era como si nunca hubiera proferido un grito.
Y luego se le ocurrió otra idea: una auténtica perversidad. ¿Y suponiendo que Quaid hubiera encontrado ese infierno circular para depositarlo porque nunca lo encontrarían, nunca lo investigarían? A lo mejor quería llevar sus experimentos hasta el último extremo.
Hasta el último extremo. La muerte se encontraba en el último extremo. ¿Y no sería ése el experimento definitivo de Quaid? Observar la muerte de un hombre: observar cómo crecía su miedo a la muerte, el filón primigenio del terror. Sartre escribió que ningún hombre podría conocer jamás su propia muerte. Pero conocer íntimamente la muerte ajena –contemplar las acrobacias que seguramente realizaría la mente para disfrazar la amarga verdad–, ésa era toda una clave para descubrir su naturaleza, ¿no? Hasta cierto punto, eso prepararía a un hombre para su muerte. Vivir de forma indirecta el terror de otro era la forma más segura e inteligente de tocar a la bestia.
«Sí –pensó–, Quaid podría matarme a causa de su propio terror.» Steve encontró un amargo consuelo en esa idea. Que Quaid, el experimentador imparcial, el futuro educador, estaba obsesionado por los terrores porque el suyo era todavía más profundo.
Por eso tenía que observar a los demás enfrentarse a sus propios miedos. Necesitaba una solución, una fórmula para huir de sí mismo.
Pensar en todo esto le llevó horas. En la oscuridad el cerebro de Steve era como el azogue, sólo que incontrolable. Le resultaba difícil seguir el desarrollo de una idea demasiado tiempo. Sus pensamientos eran como peces pequeños, rápidos, que se le escurrían de la mano en cuanto conseguía apresarlos.
Pero por debajo de cada pliegue de su pensamiento se encontraba la decisión de dejar a Quaid fuera de juego. Eso era seguro. Debía conservar la calma, demostrar que era un sujeto poco interesante para su estudio.
Las fotografías correspondientes a esas horas mostraban a Stephen tumbado sobre la rejilla con los ojos cerrados y el ceño ligeramente fruncido. Paradójicamente, de vez en cuando una sonrisa asomaba por un segundo a sus labios. A veces resultaba imposible saber si estaba dormido o despierto, pensando o soñando.
Quaid esperaba.
De cuando en cuando, los ojos de Steve se movían bajo sus párpados, un indicio inconfundible de que estaba soñando. Cuando el sujeto dormía era el momento de darle la vuelta a la parrilla...
Steve se despertó maniatado. Pudo ver cerca de sí un cuenco de agua sobre un plato; y otro cuenco lleno de gachas de avena tibias y sin sal, al lado. Comió y bebió agradecido.
Dos cosas ocurrieron mientras comía. Primero, el ruido que hacía al comer sonaba muy fuerte dentro de su cabeza; y segundo, notaba cierta presión y rigidez en las sienes.
En las fotografías se ve a Stephen cogiéndose torpemente la cabeza. Tiene atado un arnés con el cerrojo echado. Los bornes se le hunden en los oídos, evitando que penetre ningún ruido.
Las fotos revelan su desconcierto. Luego su ira. Después su miedo.
Steve estaba sordo.
Todo lo que podía oír eran los ruidos de su cabeza. Los chasquidos de sus dientes. Los sorbidos y el chapoteo de la saliva en el paladar. Los ruidos retumbaban entre sus oídos como cañonazos.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Pegó un puntapié a la rejilla sin oír el choque de sus tacones contra las barras metálicas. Chilló hasta que la garganta le dolió como si sangrara. No oyó ninguno de sus chillidos.
El pánico empezó a hacer mella en él.
Las fotos mostraban cómo surgió. Tenía la cara enrojecida, los ojos muy abiertos, los dientes y encías al descubierto en una mueca.
Parecía un mono asustado.
Le invadieron todas las sensaciones familiares de su infancia. Las recordaba como las caras de viejos enemigos: el temblor de los miembros, el sudor, la náusea. Desesperado, cogió el tazón de agua y se lo volcó en la cabeza. Momentáneamente, la impresión del agua fría apartó su mente de la escalera hacia el pánico por la que trepaba. Se volvió a tumbar sobre la rejilla, con el cuerpo como una tabla, y se propuso respirar despacio y profundamente.
«Relájate, relájate, relájate», dijo en voz alta.
En su cabeza podía oír el chasquido de la lengua. También oía su mucosa evolucionar perezosamente por los pasadizos de la nariz obstruidos por el pánico, que le taponaba y destaponaba los oídos. Ya podía identificar el suave y ligero siseo que se escondía detrás de los demás ruidos. Era el sonido de su cerebro...
Era parecido a ese espacio mudo que hay entre las emisoras de radio; era el mismo quejido que se apoderaba de él bajo la acción de la anestesia, el mismo sonido que zumbaba en sus oídos cuando estaba a punto de dormir.
Sus miembros aún se retorcían convulsivamente, y sólo era consciente a medias de cómo luchaba contra los nudos que lo esposaban, indiferente al hecho de que las cuerdas le despellejaran las muñecas,
Las fotografías grabaron con precisión todas estas reacciones. Su guerra contra la histeria: sus patéticos esfuerzos por impedir que sus miedos volvieran a salir a flote. Las lágrimas. Las muñecas ensangrentadas.
Finalmente, como tantas veces le había ocurrido de pequeño, el cansancio pudo más que el pánico. ¿Cuántas veces se había quedado dormido, incapaz de seguir luchando, con el sabor salado de las lágrimas en la nariz y en la boca?
El esfuerzo había elevado el volumen de los ruidos de su cabeza. Ahora, en vez de entonar una nana, el cerebro le pitaba y gritaba para que se durmiera.
¡Qué bueno era olvidar!
Quaid se sentía defraudado. Desde luego, por la velocidad de su respuesta quedaba claro que Stephen Grace se iba a derrumbar en seguida. En realidad, a las pocas horas del experimento, ya casi se había venido abajo. Y Quaid había confiado en Stephen. Después de meses de preparar el terreno, parecía que su sujeto iba a enloquecer sin revelar una sola clave.
Una palabra, una miserable palabra era todo lo que necesitaba. Una pequeña señal acerca de la naturaleza de su experiencia. O, mejor aún, algo que sugiriera una solución, un tótem salvador, incluso una plegaria. Seguramente cuando una personalidad se ve arrastrada hacia la locura le acude algún salvador a la boca. Debe haber algo.
Quaid esperaba como el ave de presa en el escenario de una carnicería, contando los minutos que le quedaban al alma agonizante, ansiando un pedazo.


Steve se despertó cabeza abajo sobre la rejilla. El aire todavía estaba más viciado, y las barras de metal se le clavaban en las mejillas. Tenía calor y estaba incómodo.
Siguió tumbado tranquilamente, dejando que los ojos se volvieran a acostumbrar a su entorno. Las líneas de la rejilla se alejaban en una perfecta perspectiva hasta la pared del pozo. La sencilla red de barras en cruz le pareció hermosa. Sí, hermosa. Acarició las líneas hacia delante y hacia atrás hasta que se cansó del juego. Aburrido, se dio la vuelta para quedar boca arriba, sintiendo las vibraciones de la rejilla bajo su cuerpo. ¿Era menos estable ahora? Parecía mecerse un poco cuando él se movía.
Caliente y sudoroso, Steve se desabrochó la camisa. Tenía en la barbilla babas segregadas durante el sueño, pero no se ocupó de secárselas. ¿Y qué, si babeaba? ¿Quién lo iba a ver?
Se quitó a medias la camisa, y con un pie, el zapato del otro pie.
Zapato: rejilla: caída. Su cerebro estableció perezosamente la relación. Se sentó. ¡Pobre zapato! Se iba a caer. Resbalaría entre las barras y lo perdería. Pero no. Estaba en perfecto equilibrio entre los dos lados de un agujero de la rejilla; aún lo podía recuperar si lo intentaba.
Se estiró hacia su pobre, miserable zapato, y al moverse hizo que la rejilla cambiara de posición.
El zapato empezó a resbalar.
–Por favor –le suplicó–, no te caigas.
No quería perder su bonito zapato, su hermoso zapato. No debía caerse. No debía.
Al estirarse para agarrarlo, el zapato se desequilibró del lado del tacón y se cayó por la reja a la oscuridad.
Aquella pérdida le arrancó un grito que no pudo oír.
¡Oh, si sólo hubiera podido oír cómo caía su zapato! Contar los segundos de la caída. Oírlo caer ruidosamente al fondo del pozo. Así por lo menos habría sabido cuánto tendría que caer hasta morir.
Ya no podía soportarlo más. Se dio la vuelta sobre el estómago y, boca abajo, introduciendo los dos brazos por sendos huecos, chilló:
–¡Yo también bajaré! ¡Yo también bajaré!
No podía soportar estar esperando caerse en la oscuridad, en el silencio gimoteante; sólo quería ir detrás de su zapato por el oscuro pozo hasta morir, y acabar con el juego de una vez por todas.
–¡Iré! ¡Iré! ¡Iré! –exclamó.
Lo juró solemnemente.
Bajo él, la rejilla se movió.
Algo se había roto. La tuerca, cadena o cuerda que sujetara la rejilla se había partido. Ya no estaba en posición horizontal; estaba resbalando por las barras que lo inclinaban del lado de la oscuridad.
Advirtió sorprendido que ya no tenía los miembros atados.
Se iba a caer.
El hombre quería que se cayera. El hombre malvado... ¿Cómo se llamaba? ¿Quake? ¿Quail? ¿Quarrel? 1
En un gesto automático, asió la rejilla con las dos manos al inclinarse ésta aún más. A fin de cuentas, a lo mejor no quería caer en busca de su zapato. A lo mejor la vida, un breve instante más de vida, merecía la pena...
La oscuridad al borde de la rejilla era tan profunda... ¿Y quién sabía qué rondaría en ella?
En su cabeza se multiplicaron los ruidos del pánico. El latido de su maldito corazón, el tartamudeo de la mucosa, el chirrido seco del paladar. Las manos, resbaladizas de sudor, estaban perdiendo el control. La gravedad lo atraía. Exigía sus derechos sobre la masa de aquel cuerpo; pedía que se cayera. Por un momento, después de echar una ojeada a la boca que se abría a sus pies, creyó ver monstruos agitarse en el fondo. Cosas ridículas, estrafalarias, dibujos toscos, negro sobre negro. Infames imágenes lo miraron con malicia desde el fondo de su infancia y abrieron sus garras para atraparlo por las piernas.
–¡Mamá! –llamó, cuando sus manos soltaron presa y quedó a merced del terror.
–¡Mamá!
Ésa era la palabra. Quaid la oyó claramente, en toda la extensión de su banalidad.
–¡Mamá!
Para cuando Steve llegó al fondo del pozo era incapaz de juzgar cuánto había caído. En el momento en que sus manos se soltaron de la rejilla y supo que las tinieblas se lo tragarían, el cerebro se le bloqueó. El instinto animal hizo que su cuerpo se relajara, evitándole cualquier herida grave a causa del impacto. El resto de su vida, excepto las reacciones más simples, estaba destrozado, y los añicos se ocultaron en los recodos de su memoria.
Cuando por fin se hizo la luz, levantó la mirada hacia la persona que estaba en la puerta, con una máscara del ratón Mickey, y le sonrió. Fue una sonrisa de niño, de agradecimiento para con su cómico salvador. Dejó que el hombre lo cogiera de los tobillos y lo sacara a rastras de la gran habitación redonda en que estaba tumbado. Tenía los pantalones mojados y sabía que se había ensuciado mientras dormía. Pero por eso mismo el ratón divertido le daría un beso aún más grande.
La cabeza le bailaba sobre los hombros cuando lo sacaron de la cámara de tortura. En el suelo, al lado de su cabeza, había un zapato. Y unos dos metros y medio por encima de él se encontraba la rejilla de la que había caído.
Aquello ya no significaba nada para él.
Dejó que el ratón lo sentara en una habitación iluminada. Dejó que le devolviera la audición, aunque en realidad no la quería para nada. Resultaba divertido contemplar el mundo sin sonido; le hacía reír.
Bebió un poco de agua y comió un poco de tarta dulce.
Estaba cansado. Quería dormir. Quería a su mamá. Pero el ratón no parecía comprenderlo, así que lloró y pateó la mesa y tiró los platos y las tazas al suelo. Luego se fue corriendo a la habitación contigua y tiró por el aire todos los papeles que encontró. Era hermoso verlos volar para arriba y caer revoloteando. Unos caían hacia abajo, otros hacia arriba. Unos estaban escritos. Otros eran fotos. Fotos horribles. Fotos que le causaban una sensación muy extraña.
Absolutamente todas las fotos eran de gente muerta. Algunas, de niños pequeños; otras, de niños ya crecidos. Estaban tumbados o medio sentados, y tenían profundos cortes en la cara y en el cuerpo, cortes que ponían al descubierto algo asqueroso, una especie de revoltijo de trocitos brillantes y trocitos que supuraban. Y alrededor de los muertos había pintura negra. No eran manchas definidas, sino más bien salpicaduras, con huellas digitales y marcas de manos y muy caóticas.
En tres o cuatro fotos se veía el instrumento que había realizado los tajos. Sabía cómo se llamaba.
Hacha.
La cara de una mujer tenía un hacha hundida casi hasta el mango. Había un hacha en la pierna de un hombre, y otra tirada en el suelo de una cocina junto a un bebé muerto.
Aquel hombre coleccionaba fotos de muertos y de hachas, cosa que a Steve le resultó extraña.
Ésa fue su última idea hasta que el aroma demasiado familiar del cloroformo invadió su cabeza y perdió la conciencia.


El sórdido pasillo olía a orina rancia y a vómito fresco. Era su propio vómito; le cubría todo el pecho. Trató de levantarse, pero las piernas le temblaban. Hacía mucho frío. Le dolía la garganta.
Entonces oyó pasos. Parecía que el ratón volvía. A lo mejor lo llevaba a casa.
–Levántate, hijo.
No era el ratón. Era un policía.
–¿Qué haces ahí abajo? Te he dicho que te levantes.
Apoyándose contra los ladrillos deshechos del pasillo, Steve logró ponerse de pie. El policía lo enfocó con una linterna.
–¡Jesucristo! –exclamó, con el asco pintado en la cara–. Estás hecho una auténtica mierda. ¿Dónde vives?
Steve negó con la cabeza, mirando su camisa empapada de vómito como un colegial avergonzado.
–¿Cómo te llamas?
No conseguía recordarlo.
–Tu nombre, chico.
Lo estaba intentando recordar. ¡Si por lo menos el policía no gritara tanto!
–Vamos, domínate.
Las palabras no tenían demasiado sentido. Steve notaba que las lágrimas le escocían en el fondo de los ojos.
–Casa.
Ahora estaba haciendo pucheros, tragándose los mocos; se sentía completamente desamparado. Quería morirse; echarse en el suelo y morir.
El policía lo agitó.
–¿Estás en plena subida de algo? –le preguntó, sacando a Steve a la luz de las farolas y examinándole la cara manchada de lágrimas.
–Harías mejor en moverte.
–¡Mamá! –llamó Steve–. Quiero a mi mamá.
Esas palabras cambiaron por completo el curso de la conversación.
De repente, al policía el espectáculo le pareció más que repugnante o lamentable. Aquel pequeño bastardo con los ojos inyectados en sangre y la cena en la camisa le estaba crispando los nervios. Demasiado dinero, demasiada suciedad en las venas y nada de disciplina.
«Mamá» fue la gota que colmó el vaso. Le pegó un puñetazo a Steve en el estómago, un directo limpio, seco, funcional. Steve se encorvó lloriqueando.
–¡Cállate, hijo!
Otro puñetazo remató la faena de noquear al chico, y entonces le cogió por un mechón de pelo y acercó la cara del pequeño drogadicto a la suya.
–¿Quieres ser un paria, no es cierto?
–¡No, no!
Steve no sabía lo que era un paria; sólo trataba de congraciarse con el policía.
–Por favor –dijo, a punto de echarse otra vez a llorar–, lléveme a casa.
El policía pareció sorprendido. El chico no se había puesto a defenderse ni a invocar sus derechos, como hacían casi todos. Así solían acabar: en el suelo, con la nariz partida y llamando a un asistente social. Aquél sólo lloraba. Le empezó a dar mala espina. Quizás estuviera loco o algo parecido. Y le había pegado una paliza de órdago al pequeño mocoso. ¡Joder! Ahora se sentía responsable. Cogió a Steve del brazo y lo llevó hecho un ovillo a su coche, al otro lado de la calle.
–Entra.
–Lléveme...
–Te llevaré a casa, hijo. Te llevaré a casa.


En el refugio nocturno rebuscaron entre la ropa de Steve alguna seña de identidad sin encontrar ninguna, y luego le desinfectaron el cuerpo por si tenía pulgas y el cabello por si estaba infestado de liendres. Entonces se marchó el policía, cosa que tranquilizó a Steve. No le había gustado aquel tipo.
La gente del refugio hablaba de él como si no estuviera en la habitación. Se refería a lo joven que era, discutía acerca de su edad mental, sus ropas, su aspecto. Luego le dieron una pastilla de jabón y le indicaron dónde estaban las duchas. Permaneció diez minutos bajo el agua y se secó con una toalla sucia. No se afeitó, aunque le habían dejado una navaja. Había olvidado cómo se hacía.
Más tarde le dieron ropas viejas, que le gustaron. No eran personas tan malas, aunque hablaran de él como si no estuviera presente. Uno de aquellos hombres incluso le sonrió; era fornido y tenía una barba parda. Le sonrió como a un perro.
Las ropas que le dieron estaban desparejadas. Eran demasiado pequeñas o demasiado grandes. Y de todos los colores: calcetines amarillos, una camisa de un blanco sucio, pantalones a rayas hechos para un glotón, un jersey raído y pesadas botas. Le gustaba vestirse, ponerse dos chaquetas y dos pares de calcetines cuando no lo miraban. Se sentía seguro con varias capas de algodón y lana envueltos a su alrededor.
Luego lo dejaron con un billete para la cama en la mano y se quedó esperando la apertura de los dormitorios. No estaba impaciente como los que se encontraban con él en el pasillo. Muchos gritaban incoherentemente acusaciones salpicadas de obscenidades y se escupían unos a otros. Le asustaban. Sólo quería dormir. Tumbarse y dormir.
A las once, uno de los guardas abrió la puerta del dormitorio y todos aquellos desechos se precipitaron para hacerse con una cama de hierro donde pasar la noche. El dormitorio, amplio y mal iluminado, apestaba a desinfectante y a gente mayor.
Esquivando los ojos y los brazos agresivos de los otros parias, Steve encontró una cama mal hecha, con una fina manta tirada por encima, y se tumbó a dormir. A su alrededor, los hombres tosían, murmuraban y lloraban. Uno recitaba sus oraciones echado sobre una almohada gris, mirando el techo. Steve pensó que era una buena idea, y se puso a rezar la oración de su infancia:


Dulce Jesús, dócil y bondadoso,
cuida a este niño pequeño,
compadécete de mí...


¿Cómo seguía?


Compadécete de mi simplicidad,
permite que llegue hasta ti.


Eso le hizo sentirse mejor, y su sueño, melancólico y profundo, fue como un bálsamo.


Quaid estaba sentado en la oscuridad. El terror se había vuelto a apoderar de él; era peor que nunca. Tenía el cuerpo rígido de miedo; tanto que ni siquiera podía levantarse de la cama y encender la luz. Además, ¿y si esta vez, esta vez entre todas las veces, el terror estuviera justificado? ¿Y si el hombre del hacha estuviera en carne y hueso detrás de la puerta? Sonriéndole como un bobo, danzando demoníacamente en lo alto de las escaleras, como lo había visto Quaid en sueños, bailando y riendo, riendo y bailando.
No hubo un solo movimiento. Ni crujidos en la escalera ni risas tontas en las sombras. No era él, después de todo. Quaid viviría hasta la mañana siguiente.
Tenía el cuerpo un poco más relajado. Sacó las piernas del lecho y encendió la luz. La habitación estaba efectivamente vacía. La casa permanecía en silencio. Por la puerta abierta podía ver la parte superior de las escaleras. No había ningún hombre con un hacha, naturalmente.


Unos gritos despertaron a Steve. Todavía era de noche. No sabía cuánto había dormido, pero los miembros ya no le dolían tanto. Con los codos sobre la almohada, se incorporó a medias y miró por el dormitorio para averiguar a qué se debía la conmoción. Cuatro filas de camas más allá, dos hombres estaban luchando. La manzana de la discordia no estaba nada clara. Simplemente luchaban cuerpo a cuerpo, aferrados como mujeres (el espectáculo hizo reír a Steve), chillando y tirándose del pelo. A la luz de la luna, la sangre de sus caras y manos se veía negra. Uno de ellos, el mayor, cayó sobre su cama gritando:
–¡No iré a la calle Finchley! ¡No me obligarás! ¡No me pegues! ¡No soy el que buscas! ¡De verdad!
El otro no lo escuchaba; era demasiado estúpido o estaba demasiado enloquecido para comprender que el viejo suplicaba que lo dejaran en paz. Animado por los espectadores que se hacinaban en torno a la pelea, el atacante del viejo se había quitado el zapato y azotaba con él a su víctima. Steve oía el impacto del tacón contra la cabeza. Cada golpe iba acompañado de muestras de entusiasmo y de quejas menguantes por parte del viejo.
Súbitamente, los aplausos vacilaron nada más entrar alguien en el dormitorio. Steve no podía distinguir quién era; la muchedumbre congregada en torno a la reyerta le impedía ver la puerta.
Sí que vio, sin embargo, al vencedor alzar el zapato en el aire con un grito final de: «¡Cabrón!».
El zapato.
Steve no podía apartar los ojos del zapato. Se elevaba en el aire, volteándose al hacerlo, y luego caía en picado sobre los barrotes como un pájaro herido. Steve lo vio claramente, más claramente de lo que había visto nada durante muchos días.
Cayó cerca de él.
Cayó con un ruido estentóreo.
Cayó de lado, igual que el suyo. Su zapato. El que se quitó con el pie. Sobre la rejilla. En la habitación. En la casa. En la calle Pilgrim.


El mismo sueño despertó a Quaid. Siempre las escaleras. Siempre se veía mirando por el túnel de las escaleras mientras aquella visión ridícula, medio broma y medio horror, avanzaba de puntillas hacia él, riéndose a cada paso.
Antes no había soñado nunca dos veces en una sola noche. Sacó la mano por encima del borde de la cama y buscó a tientas la botella que guardaba por allí. En la oscuridad bebió de ella un trago muy largo.


Steve cruzó la maraña de hombres furiosos sin importarle los gritos o los gruñidos y maldiciones del viejo. A los guardas les estaba costando apaciguar los ánimos. Era la última vez que dejaban entrar al viejo Crowley: siempre organizaba follones. Aquello tenía todas las trazas de acabar en reyerta; costaría horas tranquilizarlos de nuevo.
Nadie le preguntó nada a Steve mientras paseaba por el pasillo, cruzaba la puerta y entraba en el vestíbulo del refugio nocturno. Las puertas de batientes estaban cerradas, pero el aire nocturno, amargo antes del amanecer, refrescaba al colarse por los resquicios.
La diminuta recepción estaba vacía, y por la puerta Steve vio el extintor de incendios colgado de la pared. Era rojo y brillante. Al lado de él había una manguera larga y negra, enrollada en un tambor rojo como una serpiente dormida. Al lado, colocada sobre dos ganchos en la pared, un hacha.
Un hacha muy bonita.
Stephen entró en la oficina. Cerca de él oyó el ruido de pies corriendo, gritos, un silbido. Pero nadie lo interrumpió mientras hacía amistad con el hacha.
Primero le sonrió.
El filo curvado del hacha le devolvió la sonrisa.
Luego la tocó.
Al hacha pareció gustarle la caricia. Estaba polvorienta y no se había usado en mucho tiempo. Demasiado tiempo. Quería que la cogieran, le hicieran carantoñas y le sonrieran. Steve la descolgó con mucho cuidado y la introdujo bajo su chaqueta para darle calor. Luego salió de la oficina de recepción, atravesó la puerta de batientes y salió a buscar su otro zapato.


Quaid se volvió a despertar.


A Steve le costó poco tiempo orientarse. Dio un saltito al dirigirse hacia la calle Pilgrim. Vestido de tantos colores brillantes, con unos pantalones tan holgados y unas botas tan estúpidas, se sentía como un payaso. Era un chico cómico, ¿verdad? Se rió de sí mismo. Estaba tan gracioso...
El viento empezó a herirlo, poniéndolo frenético al revolotearle en el pelo y dejarle los ojos tan fríos como si fueran dos cubitos de hielo en las cuencas.
Empezó a correr, brincar, bailar, juguetear por entre las calles blancas a la luz de las farolas, y oscuras en los intervalos entre éstas.
Ahora me ves, ahora no. Ahora sí, ahora no...
A Quaid no le había despertado el sueño esta vez. Esta vez había oído un ruido. Era un ruido, sin la. menor duda.
La luna se había elevado lo suficiente como para que sus rayos se filtraran por la ventana, la puerta y la parte superior de las escaleras. No había necesidad de encender la luz. Para lo que quería ver no la necesitaba. La parte superior de las escaleras estaba vacía, como siempre.
Entonces crujió el último peldaño; fue un ruido mínimo, como si un suspiro se hubiera posado sobre él.
Así fue como Quaid padeció el terror.
Otro crujido, y el ridículo sueño seguía subiendo las escaleras en su busca. Tenía que ser un sueño. A fin de cuentas no conocía a ningún payaso, a ningún asesino con un hacha. De forma que, ¿cómo iba a ser aquella imagen absurda la misma que lo despertaba noche tras noche, cómo podía ser algo más que un sueño?
Sin embargo, a lo mejor había sueños tan absurdos que sólo podían ser realidad.
«Nada de payasos», se dijo, mientras se quedaba observando la puerta, la escalera y la mancha luminosa de la luna. Quaid sólo había conocido mentes frágiles, tan débiles que no pudieron darle la clave de la naturaleza, el origen o la forma de curar el pánico que ahora lo tenía esclavizado. Cuando se enfrentaban al menor indicio de terror en el corazón de la vida, siempre se venían abajo, quedaban reducidas a polvo.
No conocía payasos; nunca los había conocido ni los conocería jamas.
Y entonces apareció: era el rostro de un idiota. Pálido como una sábana a la luz de la luna, con los rasgos juveniles magullados, hinchados y sin afeitar, una sonrisa franca como la de un niño. Se había mordido el labio de lo excitado que estaba. Tenía la mandíbula inferior llena de sangre y las encías casi negras. Pero no por ello dejaba de ser un payaso. Un payaso, sin discusión posible, aunque el disfraz le quedara mal, incongruente y patético.
El hacha era lo único que no se correspondía con la sonrisa.
Cuando el maníaco realizó pequeños movimientos de carnicero con el arma, la luna se reflejó en ella, y los ojillos negros le brillaron ante la perspectiva de tanta diversión.
Se paró casi en lo más alto de la escalera, pero mientras contempló el terror de Quaid, su sonrisa no decayó en ningún momento.
A Quaid le flaquearon las piernas y cayó de rodillas.
El payaso subió otro peldaño de un brinco, con los ojos relucientes, llenos de una especie de maldad benigna, fijos sobre Quaid. Zarandeaba el hacha con sus manos pálidas, en una pequeña parodia del golpe mortal.
Quaid lo reconoció.
Era su alumno, su conejillo de Indias, transfigurado en la imagen de su propio terror.
Él. Él entre todos los hombres. El niño sordo.
Ahora daba brincos más grandes y hacía ruidos guturales, como imitando la llamada de algún pájaro fantástico. El hacha dibujaba giros cada vez más amplios en el aire, cada uno de ellos más letal que el anterior.
–Stephen –dijo Quaid.
El nombre no le dijo nada a Steve. Sólo vio abrirse una boca y volverse a cerrar. Tal vez saliera de ella un sonido; tal vez no. No le importaba.
La garganta del payaso emitió un chillido, y el hacha, cogida con las dos manos, se meció sobre su cabeza. En ese preciso instante la pequeña danza alegre se convirtió en una carrera: el hombre del hacha saltó los dos últimos escalones y entró corriendo en la habitación, donde la luz le dio de lleno.
El cuerpo de Quaid se apartó a medias para esquivar el golpe mortal, pero no fue lo suficientemente rápido o elegante. La cuchilla hendió el aire y rajó por detrás su brazo desgarrándole casi todo el tríceps, destrozándole el húmero y abriéndole la carne del antebrazo con un tajo que por poco no le alcanzó la arteria.
El grito de Quaid podría haberse oído a diez casas de distancia, pero esas casas no eran más que escombros. Nadie podía oírlo. Nadie podía acudir a quitarle al payaso de encima.
El hacha, ansiosa de acabar la faena, le estaba rajando el muslo como si fuera un leño. La brillante carne del músculo del filósofo, el hueso y el tuétano quedaban expuestos por profundos tajos de cuatro o diez centímetros de profundidad. A cada golpe, el payaso tiraba del hacha para desclavarla, y el cuerpo de Quaid se sacudía como una marioneta.
Quaid chilló. Quaid suplicó. Quaid intentó convencerlo.
El payaso no oyó una sola palabra.
Sólo oía los ruidos que tenía en la cabeza: los pitidos, los gritos, los aullidos, los zumbidos. Se había refugiado en un lugar del que ningún argumento racional ni amenaza podrían sacarlo. Donde el latido de su corazón era la ley, y el susurro de su sangre, la música.
¡Cómo bailaba el niño sordo! Bailaba como un bobo al ver a su torturador boquear como un pez, con la depravación de su intelecto acallada para siempre. ¡Cómo chorreaba la sangre! ¡Cómo salía a borbotones y a litros!
El pequeño payaso reía contemplando tanta diversión. Tenía un entretenimiento para toda la noche, pensaba. El hacha, amable e inteligente, siempre sería su amiga. Haría cortes transversales y longitudinales, podría cortar en rodajas y amputar, y además podía mantener vivo a aquel hombre si la utilizaba con astucia; vivo durante un buen rato.
Steve estaba más contento que unas pascuas. Tenía el resto de la noche por delante, y toda la música que le apeteciera oír resonaba en su cabeza.
Y Quaid comprendió, al encontrarse con la mirada ausente del payaso por entre un ambiente ensangrentado, que había algo peor en el mundo que el terror. Peor que la propia muerte.
Era el sufrimiento sin esperanza de salvación. Era la vida que se negaba a acabar mucho después de que el cerebro le hubiera pedido al cuerpo que dejara de existir. Y lo peor de todo: había sueños que se hacían realidad.



1.-El autor hace un juego de palabras intraducible, basándose en la semejanza fonética de Quaid con quake (temblor), quail (codorniz o acobardarse) y quarrel (riña) (N. del T.)

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