viernes, 30 de diciembre de 2011

Cuento: "El Hombre que no Quería Estrechar Manos" de Stephen King.

Publicado el 22 de Enero 2012

Tomado del libro: Historias Fantásticas: EL HOMBRE QUE NO QUERÍA ESTRECHAR MANOS, de Stephen King.


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                          Cuento: "El Hombre Que No Quería Estrechar Manos" 

(Para Móvil)



Stevens sirvió las bebidas y pronto, después de las ocho en aquella noche glacial de invierno, la mayoría de nosotros nos fuimos, con ellas, a la biblioteca. Por un momento, nadie dijo nada; lo único que se oía era el chisporrotear del fuego en la chimenea, el lejano chasquido de las bolas de billar y, desde el exterior, el gemido del viento. No obstante, allí se estaba bastante caliente, en el nº 249 B de la calle Este 35.

Recuerdo que aquella noche David Adley estaba sentado a mi derecha, y a mi izquierda Emlyn McCarron que una vez nos contó una historia espeluznante sobre una mujer que había dadoa luz en extrañas circunstancias. Después de él estaba Johanssen, con su Wall Street Journal doblado sobre las rodillas.

Entró Stevens con un pequeño paquete, blanco, y se lo entregó a George Gregson sin hacer la menor pausa. Stevens es el mayordomo perfecto a pesar de su ligero acento de Brooklyn (o quizá por causa de él) pero su mayor atributo, por lo que a mí se refiere, es que siempre sabe a quién debe entregar el paquete aunque nadie lo reclame.

George lo captó sin protestar y permaneció un momento sentado en su sillón de alto respaldo y orejas, contemplando la chimenea que es lo bastante grande como para asar un buey. Vi como sus ojos se dirigían momentáneamente a la inscripción grabada en la piedra: LO QUE VALE ES LA HISTORIA, NO EL QUE LA CUENTA.

Abrió el paquete con sus dedos viejos y temblorosos y tiró su contenido al fuego. Por un instante las llamas se transformaron en un arco iris, y se oyeron risas apagadas. Me volví y vi a
Stevens allá lejos, en la sombra, junto a la puerta. Tenía las manos cruzadas a la espalda. Su rostro se mostraba cuidadosamente inexpresivo.

Supongo que todos nos sobresaltamos un poco cuando su voz ronca, casi quisquillosa rompió el silencio; yo confieso que sí.
-Una vez vi asesinar a un hombre en esta misma habitación -nos dijo George Gregson-, aunque ningún jurado hubiera condenado al que mató. Pero, al final, se acusó a si mismo..., y actuó como su propio verdugo.

Siguió una pausa mientras encendía su pipa. El humo envolvió su rostro arrugado en una nube azulada, y apagó el fósforo de madera con el gesto lento, teatral, del hombre cuyas articulaciones le producen gran dolor. Tiró el palito a la chimenea, donde cayó sobre los restos quemados del paquete. Contempló cómo las llamas tostaban la madera. Sus agudos ojos azules parecían cavilar bajo sus hirsutas cejas entrecanas. Su nariz era grande y ganchuda, sus labios delgados y firmes, sus hombros alzados hasta casi la base de su cráneo.

-No nos mantengas sobre ascuas, George -refunfuñó Peter Andrews- ¡Suéltalo ya!
-Ni lo sueñes. Ten paciencia -y todos tuvimos que esperar hasta que su pipa quedó prendida a su gusto.

Cuando unas brasas se encendieron perfectamente repartidas en la enorme cazoleta de brezo,
George cruzó sus manos grandes, ligeramente temblorosas, sobre una de sus rodillas y dijo:
-Está bien. Tengo ochenta y cinco años y lo que voy a relataros ocurrió cuando yo tenía más o menos veinte. En todo caso, sé que fue en 1919 y acababa de regresar de la Gran Guerra. Mi novia había muerto cinco meses antes, de la gripe. Sólo tenía diecinueve años, y yo me lancé a beber y jugar a las cartas mucho más de lo que hubiera debido. Me había esperado dos años, ¿comprenden?, y durante todo ese tiempo recibí, fielmente, una carta todas las semanas. Quizá podrán comprender por qué me abandoné tanto. No tenía creencias religiosas; la idea general y las teorías del cristianismo me resultaban algo cómicas en las trincheras, y no tenía familia que me ayudara. Así que puedo decir con sinceridad que los buenos amigos que me ayudaron en este tiempo de prueba, rara vez me abandonaron. Eran cincuenta y tres (más de lo que tiene la
 mayoría): cincuenta y dos naipes y una botella de whisky wCutty Sark». Me había instalado en el mismo lugar en que sigo viviendo ahora, en Brennan Street. Pero entonces era mucho más barato y había muchas menos botellas de medicinas, y píldoras y demás, llenando las estanterías. Sin embargo, pasaba la mayor parte de mi tiempo aquí, en el 249 B, porque siempre había alguna partida de póquer en marcha.

David Adley interrumpió, y aunque sonreía, no creo que estuviera bromeando:
-¿Y ya estaba Stevens aquí, entonces, George?
George se volvió a mirar al mayordomo:
-¿Era usted, Stevens, o era su padre?
Stevens se permitió la sombra de una sonrisa.
-Como 1919 fue hace más de sesenta y cinco. años, señor, debo decir que se trataba de mi abuelo.
-Debemos, pues, entender que su empleo es hereditario -musitó Adley.
-Tal como dice, señor -respondió Stevens imperturbable.
-Ahora que lo pienso -comentó George-,hay un parecido sorprendente entre usted y su...,
¿dijo usted abuelo, Stevens?
-Sí, señor, eso dije.
-Si les pusiera de lado, me costaría decir quién es quién..., pero esto no tiene que ver, ¿verdad?
-No, señor.
-Me encontraba en la sala de juego..., al otro lado de esta pequeña puerta, allá..., haciendo solitarios, la primera y única vez que nos encontramos Henry Brower y yo. Éramos cuatro dispuestos a sentarnos y jugar una partida de póquer; solamente necesitábamos un quinto para que la velada empezara. Cuando Jason Davidson me dijo que George Oxley, nuestro habitual quinto, se había roto la pierna y estaba en cama con la pierna enyesada y colgada de una polea, pareció que aquella noche nos íbamos a quedar sin partida. Empecé a pensar en la posibilidad de terminar la noche con nada mejor para distraer mis pensamientos que hacer solitarios y soplar la mayor cantidad de whisky que pudiera, cuando un individuo sentado al fondo de la habitación dijo con voz tranquila y agradable:
-Si ustedes, caballeros, estaban hablando de póquer, disfrutaría mucho jugando una mano, si no tienen nada que objetar.
-Había estado escondido tras el World de Nueva York hasta aquel momento, así que cuando levanté la mirada lo vi por primera vez.
Era un hombre joven con cara de viejo, no sé si me entienden. Alguna de las huellas que vi en su rostro había empezado a descubrirlas en el mío, desde la muerte de Rosalie. Algunas..., no todas. Aunque el joven no podía tener más de veintiocho años a juzgar por su cabello, sus manos, y el modo de andar, su rostro parecía marcado por la experiencia y sus ojos, que eran muy oscuros, parecían más que tristes; parecían atormentados. Era guapo, con un bigote pequeño y recortado y cabello rubio oscuro. Vestía un buen traje de color marrón y se había soltado el botón del cuello.
-Me llamo Henry Brower- dijo.
-Davidson se precipitó a través de la estancia para estrecharle la mano; la verdad es que parecía como si fuera a cogerle la mano que Brower tenía sobre las rodillas. Ocurrió una cosa extraña: Brower dejó caer el periódico y levantó ambas manos, lejos de su alcance. La expresión, en su rostro, era de horror.
Davidson se detuvo; confuso, más estupefacto que indignado. Sólo tenía veintidós años..:
¡Cielos, qué jóvenes eramos todos en aquellos días!, y era como un cachorrillo.
-Perdóneme- se excusó Brower con suma gravedadpero nunca estrecho la mano de nadie.
Davidson parpadeó:
-¿Nunca? Qué curioso. ¿Y por qué no?

Bueno ya les he dicho que era algo así como un cachorro. Brower no se molestó y lo tomó con una sonrisa (algo turbada) abierta.
-Acabo de llegar de Bombay -explicó-. Es un lugar extraño, populoso, sucio, lleno de pestilencia y enfermedades. Los buitres se pasean y presumen sobre los muros de la ciudad, por millares. Hace dos años estuve allí en misión comercial y se me contagió el horror a nuestra costumbre occidental de estrechar manos. Sé que es una tontería y una incorrección, pero no puedo remediarlo. Así que si no les importa que me retire y me perdonan...
-Con una condición -dijo Davidson sonriéndole.
-¿Cuál será?
-Que se acerque a la mesa y comparta conmigo un vaso del whisky de George, mientras voy a por Baker, French y Jack Wilden.

Brower le sonrió, asintió y dejó el periódico. Davidson le hizo un gesto de aceptación y corrió en busca de los otros. Brower y yo nos acercamos a la mesa cubierta de fieltro verde y cuando le ofrecí la bebida rehusó, dándome las gracias, y encargó su propia botella. Supuse que tendría algo que ver con su extraña manía y no dije nada. He conocido hombres cuyo horror por los microbios y enfermedades va mucho más lejos..., como los habréis conocido vosotros.

Hubo gestos de asentamiento.
-Es estupendo estar aquí -me dijo Brower pensativo-. He evitado toda compañía desde que llegué de mi destino. No es bueno, para un hombre, estar solo, ¿sabe? Creo que incluso para aquellos que se valen por sí solos, el estar aislados del resto de la Humanidad debe ser la peor forma de tortura! -Todo eso lo dijo con un curioso énfasis, y yo asentí. Había experimentado semejante soledad en las trincheras, generalmente por la noche. Volví a sentirla de nuevo, más acuciante, después de enterarme de la muerte de Rosalie. Me sentí atraído por él pese a su declarada excentricidad.
-Bombay debió haber sido un lugar fascinante- le dije.
-¡Fascinante... y terrible! Hay cosas allí que nuestra filox; softa no puede ni soñar. Su reacción a los automóviles, es divertida: los niños se apartan de ellos cuando pasan, pero luego los siguen manzanas enteras. Encuentran que el avión es terrorífico e incomprensible. Naturalmente, nosotros los americanos, los contemplamos con completa ecuanimidad... incluso con complacencia..., pero le aseguro que mi reacción fue como la de ellos cuando vi por primera vez a un mendigo callejero tragarse un paquete entero de alfileres de acero y luego ir sacándolos uno a uno de las heridas abiertas que tenía en la punta de los dedos. No obstante, eso es algo que los nativos de aquella parte del mundo encuentran perfectamente natural. Quizás -añadió sombrío-, no estaba previsto que ambas culturas fueran a mezclarse, sino que debíamos mantener separadas sus respectivas maravillas. Para un americano como usted, o como yo, tragarse un paquete de alfileres significaría una muerte lenta y horrible. En cuanto al automóvil... -se calló y una expresión torturada asomó a su rostro.

Yo me disponía a hablar, cuando Stevens, el viejo, apareció con la botella de whisky escocés de Brower, y tras él, Davidson y los demás. Davidson explicó antes de hacer las presentaciones:
-Les he contado su pequeña manía, Henry, así que no tiene nada que temer. Este es Darrel Baker, este espantoso barbudo es Andrew French y el último, aunque no menos importante, es Jack Wilden. A George Gregson ya le conoce.

Brower sonrió y se inclinó ante todos ellos en lugar de darles la mano. Aparecieron tres barajas nuevas y las fichas, se cambió el dinero por fichas y empezó el juego.

Jugamos por más de seis horas, y yo gané quizás unos doscientos dólares. Darrel Baker, que no era muy buen jugador, perdió unos ochocientos (aunque ni siquiera iba a notarlo; su padre era el propietario de tres de las mayores fábricas de zapatos de New England) y los demás compartían la pérdida de Baker conmigo, casi a partes iguales. Davidson, un poco por encima y Brower, un poco por debajo; sin embargo para Brower aquello era toda una hazaña, porque sus cartas habían sido malísimas casi toda la noche. Era tan hábil en la modalidad tradicional de cinco cartas como en la nueva variedad de siete, y yo me dije que a veces había ganado dinero en faroles que yo no me hubiera atrevido a intentar.
Pero me fijé en una cosa: aunque bebía mucho -para cuando French estuvo listo para dar la última mano, había casi terminado una botella entera de escocés-, hablaba con toda claridad, su habilidad en el juego jamás se alteró, y su obsesión sobre no tocar manos tampoco cedió. Cuando ganaba, nunca tocaba el montón si alguien tenía que poner fichas o dinero o si alguien «estaba distraído» y tenía aún que entregar fichas. Una vez, cuando Davidson dejó su vaso demasiado cerca de su codo, Brower se apartó bruscamente, tirando casi su bebida. Baker pareció sorprendido, pero Davidson lo dejó pasar con un vago comentario.

Jack Wilden había comentado un poco antes que tenía ante él un viaje a Albany, en coche, para última hora de la mañana, y que una vuelta más le bastaría. Así que le tocó dar a French, y decidió jugar a siete cartas.

Recuerdo aquella última mano tan claramente como mi nombre, y en cambio me vería en un apuro si tuviera que decirles lo que comí ayer o con quién comí. Misterios de la edad, supongo, aunque creo que si vosotros hubierais estado allí lo recordaríais como yo.

Medio dos corazones, cubiertos, y una carta descubierta. No puedo decir lo que tenían Wilden o French, pero el joven Davidson tenía el as de corazones y Brower el diez de pique.
Davidson apostó dos dólares -cinco era nuestro límite-, y volvió a repartir cartas. Davidson había cogido un tifo que no parecía mejorar su mano, sin embargo echó tres dólares al pozo.
-La última mano- anunció alegremente- ¡Hay una dama en la ciudad que quería salir conmigo mañana por la noche!
No creo que hubiera creído a una echadora de cartas si hubiese dicho cuántas veces me atormentaría esta frase, a ratos perdidos, hasta hoy en día.
French repartió la tercera vuelta. No tuve suerte con mi escalera, pero Baker, que era siempre el gran perdedor, logró unas parejas... de reyes, creo. Brower había logrado un par de diamantes que no parecían servir para gran cosa. Baker apostó hasta el límite por su pareja y Davidson subió a cinco. Todos nos quedamos en el juego y llegó nuestra última carta descubierta. Yo saqué el rey de corazones para mi escalera, Baker sacó una tercera para sumar a su pareja y Davidson un segundo as que le hizo brillar los ojos. Brower recogió una reina de pique, y les juro que no comprendí por qué no abatía. Sus cartas parecían tan malas como las que había ido teniendo aquella noche.
Pero las apuestas fueron subiendo. Baker apostó cinco, Davidson llegó a cinco, Brower también. Jack Wilden dijo:
-No sé, pero creo que mi pareja no vale gran cosa -y tiró las cartas-. Yo canté y volví a poner cinco. Baker también.
-Bueno, no voy aburriros con el relato de las apuestas. Solamente os diré que había un límite de tres alzas por persona, y Baker, Davidson y yo hicimos tres pujas de cinco dólares. Brower se limitó a repetir cada embite y apuesta, siempre cuidando de no poner su dinero en el pozo hasta que todas las manos estaban lejos. Y había mucho dinero..., algo más de doscientos dólares..., cuando French nos sirvió nuestra última carta cubierta.
Hubo una pausa mientras todos nos miramos, aunque a mí no me importaba; yo ya tenía mi juego y por lo que podía ver sobre la mesa, era bueno. Baker puso cinco, Davidson también y esperamos para ver lo que iba a hacer Brower. Su rostro estaba algo congestionado por el alcohol, se había quitado la corbata y desabrochado el segundo botón de la camisa, pero parecía tranquilo.
«Voy..., y pongo cinco», dijo.
Yo parpadeé un poco porque esperaba que abatiera. No obstante, las cartas que yo tenía en la mano me decían que debía jugar para ganar, y puse cinco más. Seguimos jugando sin tener en cuenta el límite de pujas que podían hacerse sobre la última carta, y el pozo creció extraordinariamente. Yo fui el primero en pararme en vista del gran juego que alguien debía tener.
Baker lo hizo después que yo, parpadeando nervioso desde el par de ases de Davidson a las cartas desconcertantes y sin valor que debía tener Brower. Baker no era un gran jugador, pero era lo suficientemente bueno para presentir algo importante.
Entre los dos, Davidson y Brower pujaron lo menos diez veces más, o mucho más. Baker y yo nos sentimos arrastrados, no queriendo despedirnos de nuestras enormes inversiones. Los cuatro habíamos terminado las fichas y ahora eran billetes los que cubrían el montón enorme de fichas.
-Bueno -dijo Davidson, después de la última puja de Brower-. Creo que voy a bajar. Si lo suyo ha sido un farol, Henry, ha sido un gran farol. Pero he ganado y Jack tiene un largo camino ante él mañana -y al decirlo puso otro billete de cinco dólares sobre el montón y anunció-: Me paro.
Ignoro lo que pensaban los demás, pero me sentí realmente aliviado sin que eso tuviera nada que ver con la gran cantidad de dinero que había dejado en el pozo. El juego había ido volviéndose peligroso y mientras que Baker y yo podíamos permitirnos perder, el pobre Jase Davidson, no.
Siempre estaba en apuros, vivía de una renta, no muy grande, que le había dejado una tía suya. Y
Brower, ¿podía permitirse perder? Recuerden caballeros, que en aquel momento había bastante más de mil dólares sobre la mesa.
George dejó de hablar. Se le había apagado la pipa.
-Bien, ¿qué ocurrió? -preguntó Adley- No nos tenga sobre ascuas, George. Nos tiene a todos sentados al borde de las sillas. Déjenos caer o siéntenos bien otra vez.
-Paciencia -dijo George, imperturbable.
Sacó otra cerilla, la frotó en la suela de su zapato y volvió a chupar. Esperamos impacientes, sin hablar. Fuera, el viento ululaba y gemía en los aleros.
Cuando la pipa estuvo bien encendida y tirando bien, George continuó:
-Como sabéis, las reglas del póquer establecen que el primero que ha anunciado juego, debe mostrar sus cartas. Pero Bakér estaba demasiado impaciente por acabar con la tensión; levantó una de sus cartas ocultas y mostró cuatro reyes.
-Me ganas, -le dije- color.
-Te gano yo -declaró Davidson y descubrió dos de sus cartas ocultas. Dos ases, que sumaban cuatro -he jugado bien- y empezó a recoger el enorme pozo.
-¡Esperen! -exclamó Brower-. No hizo el menor movimiento, ni tocó la mano de Davidson como hubieran hecho muchos, pero bastó con su voz. Davidson se paró a mirar y abrió la boca..., se quedó con la boca abierta como si todos sus músculos se hubieran relajado. Brower descubrió su tres cartas ocultas revelando una escalera de color, del ocho a la reina.
-Creo que esto gana a sus ases, ¿verdad? -preguntó correctamente Brower.
Davidson enrojeció, luego palideció.
-Sí -murmuró despacio como si descubriera el hecho por primera vez-. Sí, en efecto.
Daría una fortuna por conocer los motivos que empujaron a Davidson a hacer lo que hizo.
Conocía la extremada aversión de Brower a ser tocado; el hombre lo había demostrado de cien maneras distintas, aquella noche. Tal vez Davidson lo olvidó, sencillamente, en su afán por demostrar a Brower, y a todos nosotros, que podía hacer frente a sus pérdidas y aceptarlas deportivamente.
Les he dicho que era como un cachorro, y aquel gesto encajaba con su carácter.
Pero los cachorros también pueden morder cuando se les provoca. No son asesinos..., un cachorro no te saltará nunca a la garganta; pero a muchos hombres les han tenido que coser los dedos como castigo por molestar a un perrito con una zapatilla o un hueso de goma. Esto también podría ser parte del carácter de Davidson, tal como lo recuerdo. Daría una fortuna, como ya he dicho, por saber..., pero supongo que lo que importa es el resultado.
Cuando Davidson apartó las manos del pozo, Brower alargó las suyas para recogerlo. En aquel instante, el rostro de Davidson se iluminó con algo así como cordial camaradería y cogió la mano de Brower y se la estrechó diciéndole:
-Brillante, Henry, qué juego, simplemente brillante. No creo que jamás haya...
Brower le interrumpió con un alarido, casi femenino, que resultó espantoso en el silencio desierto de la sala de juego, y se apartó. Las fichas y el dinero se desparramaron de cualquier modo al sacudir la mesa que por poco se cae.
Todos nos quedamos inmóviles por el inesperado giro de los acontecimientos, incapaces de dar un paso. Brower se alejó a trompicones de la mesa, manteniendo su mano en alto, delante de sí, como una versión masculina de Lady Macbeth. Estaba blanco como un cadáver y el terror reflejado en su rostro era tal que aun hoy soy incapaz de describirlo. Sentí que me embargaba una oleada de horror como jamás había experimentado antes, o después, ni siquiera cuando me entregaron el telegrama con la noticia de la muerte de Rosalie.
A continuación empezó a gemir. Era un lamento profundo, horrible, de ultratumba. Recuerdo que pensé: Este hombre está completamente loco, y entonces dijo algo de lo más raro: .El conmutador... he dejado el conmutador encendido en el coche... ¡Oh Dios, cuánto lo siento!», y se precipitó por la escalera hacia el vestíbulo.
Fui el primero en reaccionar. Salté de mi silla y corrí tras él, dejando a Baker y Wilden y Davidson sentados alrededor del enorme montón de dinero que Brower había ganado. Parecían estatuas incas guardando un tesoro tribal.
La puerta principal aún se movía cuando salí a la calle y vi a Brower en seguida, de pie al borde de la acera, buscando inútilmente un taxi. Cuando me vio se encogió tan angustiado que no pude evitar sentir una mezcla de pena y asombro.
-¡Venga -dije-, espere! Siento mucho lo que ha hecho Davidson y estoy seguro de que ha sido sin pensar; de todos modos si tiene que irse por ello, no le retengo. Pero ha dejado mucho dinero y debe recogerlo.
-No debí haber venido -gimió-. Pero estaba tan desesperado por cualquier tipo de compañía humana que yo..., yo -sin darme cuenta alargué la mano para tocarle...el gesto más elemental de un ser humano a otro cuando está aplastado por el dolor...-, pero Brower se apartó de mí y gritó: «no me toque! ¿No basta con uno? Oh, Dios, ¿por qué no puedo morir?»
Sus ojos febriles descubrieron de pronto a un pobre perro flaco y sucio, sarnoso que andaba por el otro lado de la calle desierta a esa hora de la mañana. Iba con la lengua colgando y andaba agotado, cojeando, sobre tres patas. Supongo que andaba buscando cubos de basura donde revolver y comer algo.
-Aquél podría ser yo -dijo pensativo, como para si-. Rechazado por todos, obligado a caminar solo y a salir al exterior sólo cuando los demás seres vivientes están a salvo tras sus puertas cerradas. ¡Perro paria!
-Venga -le insistí severamente porque lo que estaba diciendo me sonaba a melodramático-.
Ha sufrido una impresión desagradable y es obvio que algo le ha ocurrido que le ha puesto los nervios en mal estado, pero en la guerra vi miles de cosas que...
-No me cree, ¿verdad? -preguntó-. Cree que estoy poseído de una especie de histeria, ¿verdad?
-Amigo, realmente no sé de qué está poseído o de qué es víctima, pero lo que si sé es que si continuamos aquí fuera, con toda esta humedad, los dos seremos presa de la gripe. Ahora, si tiene la bondad de regresar conmigo, sólo hasta la entrada, si lo prefiere, pediré a Stevens que...
Había tal locura en sus ojos que me sentí tremendamente inquieto. Ya no se veta en ellos el menor atisbo de cordura y lo que más me recordaba era a los psicóticos, agotados por la batalla, que había visto trasladar en carretas, desde el frente: cáscaras humanas, con ojos vacíos como pozos del infierno, gimiendo y murmurando.
-¿Quiere ver cómo un paria responde a otro? -me pregunta, sin enterarse de lo que le había estado diciendo-. ¡Mire, pues, y verá lo que he aprendido en extraños puertos de arribada!
Y de pronto alzó la voz y dijo imperiosamente:
-¡Perro!
El perro levantó la cabeza, le miró con desconfianza, girando los ojos (uno con un brillo de locura; el otro, cubierto por una catarata) y, bruscamente, cambió de dirección y vino cojeando, de mala gana, a través de la calle, hasta donde estaba Brower.
Estaba claro que no quería venir; gemía y gruñía y escondía el muñón apolillado de su rabo, entre las patas; pero, no obstante, se sentía atraído. Llegó a los pies de Brower, y entonces se echó gimiendo, encogido y tembloroso. Sus flancos descarnados, entraban y salían como un fuelle y su ojo sano se revolvía en su cuenca.
Brower lanzó una carcajada horrible, desesperada, que todavía oigo en mis sueños, y se agachó junto al animal.
-¿Lo ve? -dijo- ¡sabe que soy uno de los suyos..., y sabe lo que le traigo!
Alargó la mano para tocar al perro y éste lanzó un aullido lúgubre. Enseñó los dientes.
-¡Déjelo! -grité vivamente- ¡Le morderá!
Brower no me hizo ni caso. A la luz del farol de la calle vi su rostro lívido, horrible, con losojos como agujeros quemados en un pergamino.
-Tonterías -salmodió- tonterías. Sólo quiero estrecharle la mano..., como su amigo hizo conmigo -y, de golpe, agarró la pata del perro y se la estrechó. El perro lanzó un aullido horrible, pero no intentó morderle.
Luego, Brower se enderezó. Sus ojos se habían aclarado algo y, excepto por su extrema palidez, podía volver a ser el hombre que se había ofrecido, cortésmente, a jugar con nosotros aquella noche, unas horas antes.
-Me voy ahora -dijo- por favor, presente mis excusas a sus amigos y dígales cuánto siento haberme comportado como un imbécil. Quizás, en otra ocasión, tendré la oportunidad de redimirme.
-Somos nosotros los que debemos pedirle perdón. ¿Ha olvidado usted el dinero? Hay bastante más de mil dólares.
-Oh, sí. ¡El dinero! -y su boca se curvó en la más amarga de las sonrisas que jamás haya visto.
-No se preocupe por tener que entrar otra vez. Si me promete que me esperará aquí, se lo traeré. ¿Le parece bien?
-Sí, si lo desea, esperaré... -y mirando reflexivo al perro que seguía quejándose a sus pies, añadió-: A lo mejor querrá venir a mi casa y comer decentemente por una vez en su miserable vida -y reapareció la amarga sonrisa.
Entonces le dejé, antes de que lo pensara mejor, y bajé a la sala de juego. Alguien,
probablemente Jack Wilden, siempre había tenido una mente ordenada, había cambiado todas las fichas por billetes y los había amontonado cuidadosamente en el centro del tapete verde. Ninguno dijo nada cuando me vieron recogerlo. Baker y Jack Wilden fumaban en silencio; Jason Davidson estaba sentado, con la cabeza agachada, mirándose los pies. Su rostro era la imagen de la desolación y la vergüenza. Le toqué en el hombro al irme hacia la escalera y me miró agradecido.
Cuando llegué a la calle, estaba absolutamente desierta. Brower se había ido. Permanecí allí con un puñado de billetes en cada mano, mirando a un lado y a otro, pero no se movía nada. Llamé una vez, por si acaso, por si me estuviera esperando en la sombra de algún lugar cercano, pero no obtuve respuesta. Entonces se me ocurrió mirar al suelo. El pobre perro perdido seguía allí, pero sus días de revolver en los cubos de basura habían terminado. Estaba completamente muerto. Las pulgas y garrapatas abandonaban, en fila, su cuerpo. Di un paso atrás, asqueado, y a la vez lleno de una especie de vago terror. Tuve la premonición de que no había terminado aún con Henry
Brower, y así era; pero jamás volví a verle.
El fuego en la chimenea había muerto y el frío había empezado a salir de entre las sombras, pero nadie se movió, o habló, mientras George volvía a encender su pipa. Suspiró, cruzó de nuevo las piernas, haciendo crujir las articulaciones, y continuó:
-Inútil decirles que los otros que habían tomado parte en el juego fueron unánimes en su opinión: debíamos encontrar a Brower y entregarle el dinero. Supongo que algunos creerán que estábamos locos, pero aquélla era un época más decente. Davidson estaba desesperado cuando se fue; traté de retenerle y decirle unas palabras, pero se limitó a sacudir la cabeza y se marchó. Dejé que se fuera. Las cosas le parecerían distintas después de una noche de sueño y ambos podíamos ir en busca de Brower. Wilden se iba de la ciudad y Baker tenía que «hacer visitas». Aquél serla un buen día, pensé, para que Davidson recobrara su propia estima.
Pero cuando, a la mañana siguiente, fui a su piso, aún no se había levantado. Pude haberle despertado, pero era joven y decidí dejarle dormir aquella mañana mientras me dedicaba a la busca
de algunos datos elementales.
-Primero vine aquí y hablé con el... -se volvió hacia Stevens y levantó una ceja.
-Mi abuelo, señor -aclaró Stevens.
-Gracias.
-No hay de qué, señor.
Hablé con el abuelo dé Stevens. Le hablé precisamente en el mismo sitio donde ahora se encuentra Stevens. Dijo que Raymond Greer, un individuo que conocía vagamente, había recomendado a.Brower. Greer pertenecía al gremio de comerciantes de la ciudad, así que me fui directamente a su despacho, en el edificio Flatiron. Lo encontré y hablamos al momento. Cuando le conté lo que había ocurrido la noche anterior, su rostro se llenó de confusión, tristeza, piedad y miedo.
-¡Pobre Henry! -exclamó-. Sabía que terminaría así, pero nunca pensé que ocurriría tan pronto.
-¿El qué? -pregunté.
-Su derrumbamiento -aclaró Greer-. Todo procede de su primer año de estancia en Bombay, y supongo que nadie excepto el propio Henry llegará jamás a conocer toda la historia. Pero le diré lo que pueda.
La historia que me contó Greer en su despacho aquel día, acrecentó mi simpatía y comprensión. Al parecer, Henry Brower se había visto desgraciadamente mezclado en una auténtica tragedia. Y, como en todas las tragedias clásicas, del teatro, había surgido de un simple fallo..., en el caso de Brower, un olvido.
Como miembro de la comisión de trabajo en Bombay, disponía del uso de un automóvil, una relativa rareza allí. Greer explicó que Brower disfrutaba como un niño conduciéndolo por las calles estrechas y tortuosas de la ciudad, espantando a las gallinas en bandadas y haciendo que hombres y mujeres se arrodillaran para rezar a sus dioses. Iba en él a todas partes, atrayendo la atención de grandes grupos de niños que le seguían a todas horas, pero que se apartaban cuando les ofrecía pasearles en su máquina maravillosa, como hacía con frecuencia. El coche era un «Ford A» con carrocería de furgoneta y uno de los primeros coches que podrían ponerse en marcha no sólo con la manivela, sino apretando un botón. Les suplico que recuerden esto.
Un día, Brower llevó el coche a la otra punta de la ciudad para visitar a uno de los altos cargos del lugar sobre posibles partidas de cuerda de yute. Atrajo la atención, como le era habitual, cuando su «Ford» rugió y petardeó las calles, como si fuera un despliegue de artillería en marcha...
Y, naturalmente, seguido por los niños.
Brower iba a cenar con el fabricante de yute, un acto de gran formalidad y ceremonia, y se encontraban a mitad del segundo plato, sentados en una terraza a cielo abierto, por encima de la populosa calle, cuando el petardeo familiar, el rugido del motor se oyó allá abajo, acompañado de gritos y chillidos.
Uno de los muchachos más atrevidos, hijo de un oscuro santón, había subido al coche convencido de que cualquier dragón que durmiera bajo el capot de hierro no podía ser despertado sin que el hombre blanco se sentara al volante. Y Brower, obsesionado por las próximas negociaciones, no había apagado el encendido.

Uno no puede imaginarse al muchacho, cada vez más atrevido ante los ojos de sus compañeros, tocando el retrovisor, el volante, e imitando el ruido de la bocina. Cada vez que sacaba la lengua al dragón que dormía bajo el capote, crecía el pavor en el rostro de su público.
Su pie debió de haber encontrado el embrague, quizás se apoyó en él, cuando apretó el estárter. El motor estaba caliente; se puso en marcha al momento. El muchacho, presa de gran terror, hubiera debido reaccionar apartando el pie del embrague inmediatamente, antes de saltar fuera del coche. Si el coche hubiera sido más viejo o estado en peores condiciones, se habría calado. Pero Brower lo cuidaba escrupulosamente, y por ello saltó hacia delante en medio de una serie de ruidosas sacudidas; Brower pudo darse cuenta al salir corriendo de la casa del fabricante de yute.
El tropiezo fatal del muchacho fue poco más que un accidente. Quizás en sus esfuerzos por salir, su codo tropezó accidentalmente con la palanca de marchas. Quizá tiró de ella con la angustiada esperanza de que así era como el hombre blanco hacía dormirse al dragón. No obstante, ocurrió..., ocurrió. El auto alcanzó una velocidad suicida y cargó contra la multitud en aquella calle abarrotada de gente, saltando sobre bultos y aplastando las jaulas de mimbre del vendedor de aves; reduciendo a astillas la carreta del vendedor de flores. Bajó rigiendo, colina abajo, en dirección a la esquina de la calle, saltó la acera, se estrelló contra un muro de piedra y estalló en una bola de fuego.
-George pasó su pipa de un lado a otro de la boca.
Esto fue lo único que pudo contarme Greer, porque era lo único que tenía sentido de todo lo que le dijo Brower. Lo demás era como una arenga desatinada sobre la locura de que dos culturas tan dispares llegaran a mezclarse. El padre del muchacho muerto se enfrentó evidentemente con
Brower antes de que se lo llevaran y le lanzó una gallina muerta. Hubo una maldición. En este punto, Greer me dirigió una sonrisa que era como decirme que ambos éramos hombres de mundo, encendió un cigarrillo y comentó:
-Cuando ocurre una cosa así hay siempre una maldición. Esos miserables paganos tienen que plantar cara a toda costa. Es su pan y mantequilla.
-¿Cuál fue la maldición? -quise saber.
-Supuse que la habría adivinado. El santón le dijo que un hombre que practicaba su brujería sobre un muchacho tan joven debería volverse un paria, un proscrito. A continuación dijo a
Brower que cualquier ser vidente al que tocara con sus manos, morirla. Para siempre jamás, amén... -y Greer soltó una risita.
-¿Y Brower lo creyó?
-Greer cree que sí.
-Hay que tener en cuenta que el hombre había sufrido una impresión espantosa. Y ahora, por lo que usted me dice, su obsesión se está agravando en lugar de curarse.
-¿Puede darme su dirección?
Greer buscó en sus ficheros y al fin apareció con unos datos. Me dijo:
-No le garantizo que le encuentre ahí. La gente se ha mostrado reacia a emplearle, y me parece que no dispone de mucho dinero.
Sentí un ramalazo de culpabilidad al oírle, pero no dije nada. Greer me pareció demasiado pomposo, demasiado creído, para merecerla poca información que yo tenía sobre Henry Brower.
Pero al levantarme, algo me empujó a decirle:
-Vi a Brower estrecharla pata de un perro sarnoso, anoche. Quince minutos después el perro estaba muerto.
-¿De veras? ¡Qué interesante! -Levantó las cejas como si el comentario no tuviera que ver con nada de lo que habíamos estado hablando.
Me levanté para despedirme y me disponía a estrecharla mano de Greer, cuando la secretaria abrió la puerta del despacho:
-Perdóneme, pero, íes usted Mr. Gregson?
Le dije que efectivamente lo era, entonces añadió:
-Un tal Baker acaba de llamar. Le ruega que vaya inmediatamente al número veintitrés de la calle 19. Me dio un vuelco el corazón, porque ya había estado allí una vez aquel día..., era la dirección de Jason Davidson. Cuando abandoné el despacho de Greer, le dejé ocupado con su pipa y el Wall Street Journal. Jamás volví a verle, pero no ha sido una gran pérdida. Me sentía embargado por un temor específico, del tipo que nunca cristalizará del todo en temor real por un objeto determinado, porque es demasiado espantoso, demasiado increíble para ser tenido seriamente en cuenta.
En este punto interrumpí su narración:
- ¡Santo Dios, George! ¿No irá a decirnos que estaba muerto?
-Completamente muerto -asintió George-. Llegué casi al mismo tiempo que el forense. Su muerte se calificó de trombosis coronaria. Hacía unos dieciséis días que había cumplido veintitrés años.
En los días siguientes, traté de decirme que todo aquello era una desgraciada coincidencia, y que mejor olvidarlo. No dormía bien incluso con la ayuda de mi buen amigo «Cutty Sark». Me dije que lo que había que hacer era repartir el pozo de la noche anterior entre nosotros tres y olvidar que Henry Brower había irrumpido alguna vez en nuestras vidas. Pero no pude. Preparé en cambio un cheque de caja por aquella cantidad y fui a la dirección que Greer me había dado, en Harlem.
No estaba. La dirección que había dejado era un lugar en el East End, un vecindario ligeramente menos acomodado pero, de todas formas, decente. Había abandonado también esa dirección un mes antes de la partida de póquer, y su nueva dirección estaba en East Village, un barrio pobre.
El encargado del edificio, un hombre flaco acompañado de un enorme mastín negro que no dejaba de gruñir, me dijo que Brower se había marchado el tres de abril..., el día siguiente al de la partida. Le pregunté si había dejado alguna dirección y echó la cabeza hacia atrás y emitió un graznido que aparentemente le servía de risa:
-La única dirección que dejan cuando se van de aquí es el infierno, jefe. Pero a veces se paran en el Bowery en su camino.

El Bowery era entonces lo que los forasteros creen que es ahora: el hogar de los sin hogar, la última parada para los hombres sin rostro que solamente desean otra botella de vino barato u otra inyección del polvo blanco que proporciona sueños sin fin. Me dirigí allá En aquellos días había docenas de casas de mala muerte, algunas misiones caritativas que recogían a los borrachos por la noche y centenares de callejones donde un hombre podía esconder un colchón viejo cosido de chinches. Vi docenas de hombres, todos ellos pocos más que esqueletos comidos por la bebida y las drogas. Ni se conocían nombres, ni se usaban. Cuando un hombre llega al nivel más bajo, con el hígado deshecho por el alcohol, con la nariz hecha llaga abierta de tanto aspirar cocaína y potasa, con los dedos congelados y los dientes podridos..., un hombre ya no necesita el nombre para nada. Pero yo describía a Henry Brower a todos los que veía, sin conseguir nada. Los dueños de los bares movían la cabeza y se encogían de hombros. Los demás ni siquiera levantaban la cabeza y seguían caminando.
No le encontré aquel día, ni el otro, ni el otro. Transcurrieron dos semanas y de pronto hablé con un hombre que me dijo que alguien parecido había dormido tres noches atrás en la pensión de Devarney.

Fui allí; estaba solamente a un par de manzanas del área que yo había estado recorriendo. El hombre del mostrador era un viejo áspero, con una calva escamosa y unos ojos legañosos y brillantes. En la ventana cargada de moscas se anunciaban habitaciones con vista a la calle por diez centavos la noche. Mientras duró mi descripción de Brower el viejo fue moviendo afirmativamente la cabeza y cuando hube terminado, me dijo:
-Le conozco, señorito. Le conozco muy bien. Pero no puedo recordar exactamente..., creo que me ayudaría ver un dólar delante de mí.
Saqué un dólar y lo hizo desaparecer al instante, pese a la artritis.
-Estuvo ahí, señorito, pero se ha ido.
-¿Sabe a dónde?
-No recuerdo bien, pero quizá podría con un dólar delante de mí.
Saqué otro billete, que hizo desaparecer tan rápidamente como el primero. Algo, entonces, debió parecerle deliciosamente cómico, y de su pecho salió una tos rasposa de tuberculoso.
-Bien, ya se ha divertido -le dije- y además le he pagado bien por ello. Dígame ahora, ¿sabe dónde está ese hombre?
El viejo volvió a reírse divertido:
-Si... Pottér's Field es su nueva residencia; tiene un contrato para la eternidad y al diablo por compañero. ¿Qué le parece la noticia, señorito? Debió morir ayer, durante la mañana, porque cuando le encontré a mediodía, todavía estaba caliente y de buen ver. Sentado junto a la ventana estaba. Yo había subido a cobrarle o a decirle que si no me pagaba que se fuera. Así que resultó ser huésped, de un metro ochenta de tierra, de la ciudad. Algo más que raro -dijo el viejo-. He llamado al forense infinidad de veces, lo bastante para ver cosas. i Qué no habré visto yo, buen Dios! Los he encontrado colgados de un clavo en la puerta, muertos en la cama, les he visto en la escalera de incendios con una botella entre las piernas y congelados, tan azules como el Atlántico. Incluso encontré a uno ahogado en la palangana del lavabo, aunque de esto hace más de treinta años. Pero ese hombre..., sentado, erguido, con su traje marrón, como si fuera un elegante de ciudad, y el cabello bien peinado. Tenía la muñeca derecha agarrada por su mano izquierda, sí, señor. He visto de todo, pero nunca he visto a un muerto estrechando su propia mano.
Marché; me fui andando todo el camino hasta llegar a los muelles, y las últimas palabras del viejo se repetían una y otra vez en mi cerebro como un disco de gramófono que se atasca en un surco. Es el único que he visto que haya muerto estrechando su propia mano.
Anduve hasta el final de uno de los muelles, hasta donde el agua sucia y gris batía contra los pilares costrosos. Entonces rasgué el cheque en mil pedazos y los tiré al agua.

George Gregson se movió y se aclaró la garganta. El fuego había quedado en brasas y el filo
se adueñaba del salón desierto. Las mesas y las sillas parecían espectrales e irreales, como vistas
en un sueño donde se mezclan el pasado y el presente. El resplandor teñía las palabras de la piedra de la chimenea de un color naranja apagado: LO QUE VALE ES LA HISTORIA, NO EL QUE LA CUENTA.
Sólo le vi una vez, y una vez fue bastante; no se me ha olvidado jamás. Pero sirvió para sacarme de mi propio duelo, porque cualquier hombre que pueda moverse entre sus semejantes, no está completamente solo.
-Si me trae el abrigo, Stevens, creo que me iré hacia casa..., me he quedado mucho más tarde que de costumbre.
Y cuando Stevens se lo trajo, George sonrió y señaló un pequeño lunar debajo de la comisura izquierda de Stevens.
-Realmente el parecido es asombroso, sabe..., su abuelo tenía un lunar exactamente en el mismo sitio.
Stevens sonrió, pero no comentó nada. George se fue, y nosotros fuimos desfilando poco después.


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