jueves, 30 de octubre de 2014

"EL VISITANTE MALIGNO II" Capítulo IV.


Hola; hoy te presento el  Capítulo IV de mi novela: "EL VISITANTE MALIGNO II"


http://elvisitantemaligno.blogspot.com/2014/10/el-visitante-maligno-ii-capitulo-iv.html


 (Para Móvil)



      En la vida de todo ser humano la etapa más importante es su niñez. Es el momento en donde se definirá su personalidad marcándolo de manera imborrable a lo largo de su vida. Todo niño debería disfrutar del amor de sus padres gozando del bienestar, dirección y comprensión que éstos le proporcionan para desarrollarse de una manera feliz; plena, y correcta a fin de llegar a la adultez convertida en una buena persona. Con principios y valores que lo ayuden a ser un buen hombre; pero desafortunadamente eso no sucedió con Francis Perrys, hacía algo más de tres años que el miedo, el dolor y la desolación se cruzaron en su vida y lo marcaron para siempre. Los recuerdos de los días felices que debería llevar en la mente se habían desvanecido por completo llenando su cabeza de oscuridad, angustia y horror. Desde aquel aciago momento en que “eso” le arrebató a su familia llevándolo al umbral de la muerte, Francis sufrió un dramático cambio volviéndose retraído y huraño. No le dijeron que el autor de los asesinatos fue su padre por indicaciones del psicólogo que lo trató al principio aduciendo que: —podría empeorar su situación emocional—. Era necesario esperar el momento oportuno para que conociera la realidad de su tragedia.  Hasta cuando estuviera más tranquilo y madurase emocionalmente. Los primeros días posteriores a la muerte de su familia empezó a tartamudear y por las noches le costaba quedarse dormido, e inclusive a veces se orinaba en la cama y corría a esconderse en el guardarropa de la habitación. Con el paso del tiempo, recuperó la normalidad del habla, pero empezó a mostrarse agresivo en el colegio. Las peleas eran constantes y su tía tenía que acudir de manera frecuente a la escuela debido a las citaciones que le enviaban por los problemas de conducta…



      Luego de haber permanecido en el hospital un par de noches en observación y comprobar que no  sufrió ningún daño severo por la caída —aparte de algunos golpes y raspaduras— Francis fue dado de alta. Recordaba apenas la aterradora pesadilla que sufrió la noche del accidente, pero no tenía idea de lo ocurrido en la habitación, ni cómo se  produjo todo el desorden y tampoco estaba al tanto de la forma en que  llegó al jardín. Los médicos que lo atendieron aconsejaron a sus tíos que lo llevaran a consultar con un especialista debido a su historial médico y al incidente que lo hizo trasladar al nosocomio, lo cual presumía ser sonambulismo y: «algunas conductas que podrían ser graves para el paciente» —según comentaron—. «Podría ser el deseo inconsciente de hacerse daño, o castigarse por lo sucedido con su familia e inclusive, que tuviera tendencias suicidas». La psicóloga que atendió a Francis recomendó que lo llevaran al consultorio de uno de los mejores psiquiatras infantiles del país: El doctor Leonard Steel. La mujer le ofreció  concertarle una cita con el especialista, e inclusive—si estaban de acuerdo— lo iba a poner al corriente del caso del niño, ya que conseguir una consulta con el psiquiatra era bastante difícil.


      A Rita no le gustaban los psiquiatras. Creía que quienes consultaban con éstos se debía generalmente a que padecían de adicciones, problemas mentales diversos o estaban rematadamente dementes. Le parecía demasiado llevar a su sobrino con un psiquiatra. Pero Francis ya había sido visto por diversos psicólogos y continuaba igual. Los problemas de conducta, agresividad y depresión proseguían e iban agudizándose. A pesar de haber tenido numerosas pesadillas nunca sufrió una de este tipo donde su vida hubiera corrido peligro. Estaba impresionada por lo que le dijo la psicóloga sobre las conductas suicidas y eso la sobresaltó aún más. Le aterraba la idea de que su sobrino pudiera hacerse daño e inclusive acabar con su vida. Eso jamás había cruzado por su cabeza.

      —Señora Cordell—dijo la especialista como si leyera la mente de Rita—Sé lo que piensan muchas personas cuando se les recomienda recurrir a un psiquiatra. La mayoría cree que solo hay que estar locos para buscar su ayuda, pero no es así. El cuadro clínico que presenta su sobrino es bastante serio y puede encerrar algún tipo de enfermedad mental que afecte gravemente su salud. Voy a hablar con el doctor Steel y le remitiré el caso a fin de que lo atienda lo más pronto posible. ¿Está de acuerdo señora?

      —Sí, muchas gracias—respondió Rita— ¿En verdad usted cree que ese doctor lo pueda ayudar?

      —Creo que sí. Él fue mi profesor en la universidad y es una eminencia en su campo. No tenga dudas de que su sobrino estará en las mejores manos…

———ooo———

      Ahora que Francis había vuelto a su casa le asustaba dormir solo. Rita tenía que acostarse con él y acompañarlo hasta que se quedara dormido. Incluso era necesario dejarle una pequeña lámpara encendida durante la noche ya que la oscuridad lo espantaba.

      Esa noche, Francis se encontraba acostado en la cama con Rita mirando la televisión. Sujetaba la cobija con ambas manos y se cubría el cuello, como si temiera que algo lo fuera a atacar. Ella lo observaba con tristeza y se percataba del miedo que sentía su sobrino. « ¿Qué habrá sucedido esa noche?—se preguntó— ¿qué  soñaste pequeño?, ¿qué te ha perturbado tanto...?»

      Poco a poco Francis comenzó a bostezar y pestañear hasta que por fin se durmió. Al notarlo, Rita se levantó con suavidad de la cama evitando hacer cualquier ruido; acomodó las sábanas arropándolo y le dio un beso en la frente,  luego se detuvo por un momento a observarlo. Sentía un gran aflicción al verlo tan indefenso y deprimido; le partía el alma. No era posible que un niño hubiera pasado por todo esto y aún no terminara su dolor;  no podía entender cómo Dios permitía que una criatura inocente sufriera de esa manera. Miraba el cabello castaño revuelto y ese rostro angelical que le recordaba a su hermana. Allí dormido, había recuperado la tranquilidad y lucía como un niño normal. Su respiración acompasada y sosegada le daba a Rita algo de serenidad. «Al menos—pensó—ahora está calmado, gracias a Dios…» Despacio cerró la puerta y se dirigió a su alcoba.

      Caminó a su habitación cargando a cuestas una sensación de inquietud y culpa que no podía superar hallándose desmoralizada y triste, ya que se sentía impotente para ayudar a su sobrino. Había aprendido a quererlo y estaba consciente de que en él se reflejaba mucho del carácter de su hermana. Cuando observaba Francis, veía el rostro de Ann. Tenía los mismos gestos, sonrisa e inclusive esa mirada tan especial—cómo entrecerraba los ojos o colocaba los dedos en el entrecejo cuando se hallaba afligido, tratando de disimular el llanto—. No le cabía duda que en realidad se sentía tan responsable y cercana a él por esa causa. Además para su pesar, Anthony había tenido que viajar por unos días debido a su trabajo. Le era imposible soslayar esa sensación de soledad que la embargaba cada oportunidad en que su esposo se ausentaba. Momentos que mitigaba con la compañía del niño: jugando, atendiéndolo y tratando de confortarlo. En ese instante mientras su sobrino dormía en la habitación contigua, veía su alcoba inmensa y terriblemente sola. Era el reflejo de lo que estaba experimentando en su corazón. Quería que el tiempo transcurriera con velocidad; que llegara el amanecer para poder estar con su sobrino y así sentirse acompañada hasta que Anthony regresara, al día siguiente por la tarde.

      Se detuvo en la entrada del dormitorio desde donde veía la cama y las mesas de noche en ambos lados; el televisor frente al pie del lecho y la lámpara plateada que colgada del techo apuntaba hacia abajo, con su seis luces blancas que iluminaban por completo la habitación. Avanzó unos pasos y tomó asiento en el borde de la cabecera; luego   agarró el portarretrato de madera cubierto de vidrio con bordes dorados que se encontraba sobre el velador frente al mueble de tocador; en éste se hallaba un retrato donde se podía observar la imagen de dos muchachas que abrazaban con cariño a una mujer mayor. Se trataba de ella, su hermana Ann y al centro la madre de ambas: Susan; sonrientes y felices. Recordaba el momento cuando tomaron aquella fotografía durante las vacaciones que estuvo con su familia. Se veía a las muchachas con el cabello suelto, ojos grandes y verdes, narices pequeñas y labios gruesos. Vestían unas blusas idénticas de cuadros blancos y rojos. Se parecían mucho pese a llevarse dos años de diferencia —Ann era la mayor— pero, la semejanza era tan sorprendente que a veces algunas personas las confundían pensando que eran mellizas. Su madre, quien mostraba el cabello recogido lo tenía del mismo color que el de sus hijas, ojos marrones y una sonrisa encantadora y en la imagen usaba una blusa blanca estampada. Detrás se podía apreciar una magnífica vista de la arena blanca y el mar azul carente de olas, con un bello cielo de color celeste sin una sola nube. Parecía una foto artística, como si se tratase de una postal. Recordaba con precisión el año en que se tomó aquella fotografía: 1987. Ese momento había quedado grabado en su mente. Sus mejores vacaciones, sus mejores recuerdos, su época más feliz, sin preocupaciones ni tristezas. Un momento que nunca más iba a volver…

      El autor de la imagen era su padre: Andrew Perkins de mediana estatura, algo obeso y de cabello rojizo —que denotaba su ascendencia irlandesa— ojos verdes y pecas en su rostro bonachón rematado por un grueso bigote. Rita evocaba esos instantes que vivió y lo plena que era su vida en ese instante. La alegría, paz y armonía reinaba en su familia en esa época que ahora se veía tan lejana. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde ese espacio de tiempo hasta el día de hoy. Esa instantánea había sido captada en una playa de Philipsburg en la isla de San Marteen. Recordaba claramente el lugar debido a que el terminal aéreo quedaba muy cerca de la playa donde se hallaban y los aviones tenían que descender casi al nivel de la arena para poder aterrizar, separándolos un poco más de una decena de metros de las personas que se encontraban abajo bañándose, caminando o bronceándose. Soltó la risa al recordar lo que dijo su padre cuando observó al primer avión descendiendo sobre sus cabezas: — “esos aviones vuelan tan bajo que si el piso fuera transparente se le podría ver el culo a quien estuviera sentado en el inodoro”—. Aquella era una excelente oportunidad para fotografiar a las imponentes aves metálicas que de un modo asombroso pasaban casi al ras de la arena para descender en el aeropuerto Princess Juliana. Los Perkins habían tomado un crucero que abordaron unos días atrás en Fort Lauderdale y los llevó a Las Bahamas, las Islas Vírgenes y aquella isla. Fueron unas vacaciones maravillosas donde todo fue perfecto. El amor entre sus padres y el que profesaban a sus hijas, hacía que se sintiera una muchacha feliz.  Cuando las hermanas concluyeron la secundaria sus padres las sorprendieron premiándolas con un viaje por barco. Era la primera vez que iban en un Crucero y se hallaban sumamente emocionadas por realizar un viaje de este tipo en una nave tan lujosa…

      Suspiraba con nostalgia y anhelaba poder tener un poder especial, una máquina del tiempo que la devolviera al pasado. A esos momentos de dicha con sus padres y hermana, cuando estaban vivos y no había sombra de congoja. Sin embargo para desgracia, no hay poder en el mundo que haga retroceder las agujas del tiempo. Sus seres queridos desaparecieron para siempre dejándola sumida en la tristeza y desesperanza. Deseaba con todo su corazón que en verdad existiese una vida más allá de la muerte. Un cielo —como decía el sacerdote de la iglesia a la que concurría todos los fines de semana— donde  las personas vivían para toda la eternidad en el seno del Señor, reencontrándose con aquellos seres amados que habían partido, eso era lo que más ansiaba. «Oh, Jesús—pensó—si pudiera volver a vivir esos momentos. Cómo quisiera nuevamente sentir el abrazo de mis padres y el cariño de mi hermana…» 

      Rememoraba a su padre con mucho amor: «aún con esa barriga—pensó—era bien parecido, tan jovial y encantador. Con razón que mamá se enamoró de él…». Colmaba de atenciones y cariño a su esposa e hijas. Cada vez que viajaba siempre regresaba con regalos y nunca conocieron maltrato alguno por parte de él. Era un hombre bondadoso, honrado y trabajador. Le gustaba tomar algunas copas de vez en cuando, pero nunca lo vieron embriagado. Era muy bromista y la gente lo apreciaba.  Se podría decir que era una familia ejemplar y su madre Susan, estaba dedica íntegramente a los suyos. Andrew siempre trató de darles todo a  los suyos. Dueño de una empresa de transportes de carga la vida les sonreía. No eran millonarios, pero no sufrieron carencias y él les proporcionó una vida feliz y holgada.

      Pero nada es eterno; ni la belleza, ni la felicidad, ni la vida. Solo la muerte…

      La historia de la familia Perkins tuvo un súbito cambio una noche de verano quince años atrás. Parecía que aquel día hubiera sido ayer. Ese domingo era una fecha especial ya que celebraban el cumpleaños número cincuenta de Andrew y querían realizar una fiesta sorpresa en su apartamento para celebrar la ocasión a la cual concurrirían algunos parientes, los novios de ambas y amigos de la familia. Susan decía riendo que: —no todos los días se cumple medio siglo de vida—.

      Aquel día Andrew se levantó de muy buen humor y luego de desayunar salió a trabajar como de costumbre después de recibir las felicitaciones de su familia y regresaría por la noche ya que pese a celebrar su onomástico, tenía mucho trabajo y nunca lo había evitado. “trabajar es la única manera de progresar” —solía decir— y efectivamente, a base de esfuerzo y dedicación logró establecerse y consiguió todas sus metas en la vida. Esperaba con ansías que llegara la noche ya que tenían por tradición entregar los regalos durante la cena. Los esposos habían acostumbrado a sus hijas a hacerlo de esa manera y ese día no sería la excepción. Susan acordó con las muchachas hacer algo diferente para festejar esa fecha tan especial por eso surgió la idea de una celebración de esa manera, en la que también tuvieran la oportunidad de bailar y compartir con otras personas. Normalmente los cumpleaños los festejaban cenando en un restaurante y Andrew pensaba que en esa oportunidad concurrirían a algún nuevo lugar para conmemorarlo; no sabía que su mujer e hijas tenían otros planes…

      La mañana pasó con velocidad ya que las tres mujeres estuvieron ocupadas limpiando el apartamento y organizando la velada que tendría lugar en la noche. Deseaban que todo saliera perfecto. Después de almorzar se dirigieron al The Mall at Millenia, para comprar los regalos y retirar la torta que Susan había encargado para el agasajo. Una gran tarta de dos niveles—de queso con chocolate y crema de coco—del Cheesecake Factory, que era la favorita de su esposo.

      Una vez que llegaron al apartamento, empezaron a trabajar. Susan se encargó de la cena mientras Ann y Rita decoraban la sala de estar. Colgaban los globos de colores en el techo con unas cadenetas de papel aluminio brillante, doradas y rojas que iban de pared a pared. Los letreros con imágenes del agasajado mostrando  la leyenda: “Feliz medio siglo de vida” se podían ver por diversas partes. Ann realizó un video con las fotografías de su padre donde estaban plasmadas las vivencias de su niñez, pasando por su adolescencia y adultez. Pensaban reproducirlo antes de cantarle el tradicional: “cumpleaños feliz”. Un gran letrero con la foto de Andrew y a su lado la leyenda: “¡Felicitaciones! Que cumplas cincuenta más…” se encontraba en el centro de la pared, completando la decoración.

      A las seis de la tarde todo se hallaba dispuesto para la ocasión; Susan fue a su habitación para cambiarse al igual que sus hijas. A las siete de la noche ya habían llegado todos los invitados y todo se hallaba dispuesto para la celebración. Rita indicó a los asistentes que colocaran sus vehículos en el estacionamiento posterior del edificio para que su padre no los descubriera, mientras Ann montaba guardia en la ventana esperando ver el coche de su papá y poder darle la sorpresa…

      La jornada fue bastante atareada para Andrew. Recibió muchas llamadas de felicitaciones y los empleados le organizaron un almuerzo en la oficina. Luego la tarde estuvo muy movida debido a que dos de sus camiones se dañaron y esto lo obligó a buscar otros vehículos de reemplazo para poder cumplir con sus clientes. A las siete y treinta de la noche, fue el último en salir de la empresa. No quiso decir nada, pero después del almuerzo —comió  poco y solamente bebió una copa de vino— sintió una sensación de llenura que al principio lo incomodó. En su oficina sacó de la gaveta del escritorio unas pastillas de Pepto—Bismol que tragó enseguida y al cabo de unos minutos el malestar despareció. Ahora se dirigía a su casa. Pese a que estaba cansado, se sentía muy animado debido a que: —saldría con sus chicas— como decía a su esposa e hijas y eso lo ponía de muy buen humor. «Seguro que Susan me regala una billetera o un perfume»—pensaba sonriendo— «apuesto a que Ann me regala una camisa y Rita unas corbatas. No se les ocurre otra cosa…» ja, ja, ja… empezó a reír en tanto conducía su automóvil. Una hermosa y brillante luna llena, en la mitad del cielo iluminaba la ciudad. Nada hacía presagiar el desenlace que en algunos minutos iba a desplegar su trágica cortina para desgracia de la familia Perkins.   Aún temprano y no había mucho tráfico vehicular, lo cual lo ayudó para desplazarse sin contratiempos rumbo a su hogar. Los semáforos le daban la bienvenida dándole paso con su luz verde, apurándolo para que llegara a su encuentro ineludible con la fatalidad y el olvido…

      Una vez que llegó a su edificio, tomó la rampa de acceso al estacionamiento subterráneo. En ese instante el ardor en el estómago reapareció irradiándose hacia la espalda. Sentía como si una estaca se estuviese clavando en sus entrañas y el dolor era intenso. Se estacionó en el puesto asignado para su coche, abrió la guantera y extrajo el sobre de la medicina para el estómago que tomó en el almuerzo introduciéndose en la boca cuatro pastillas de una vez, empezando a masticarlas. «Debe ser algo que me cayó mal…—pensó— ojalá que pueda ir con las chicas al restaurante, no quiero arruinarles la velada…»

      Desde arriba, Ann vio que el vehículo de su padre había llegado y se introducía en el estacionamiento.

      — ¡YA LLEGÓ!, ¡ESTÁ ABAJO!—gritó emocionada—apaguen las luces y no hagan ruido, escóndanse…

      Susan se colocó detrás de la puerta mientras sus hijas se situaban agazapadas debajo de la mesa central. Los otros invitados se escondían detrás de las cortinas, tras los muebles y en los lugares donde no pudieran ser vistos. Acto seguido Susan apagó las luces…

      En el ascensor, Andrew presionó el botón del sexto piso en tanto sentía que el estómago y el pecho le ardían como si hubiese tomado una cucharada de lava ardiente. Parecía que tuviera una fogata en el vientre ocasionándole un sudor frio. Desabotonó su camisa para poder respirar mejor mientras empezó a sentir como si unas  tenazas invisibles hubieran aprisionado su brazo izquierdo. Le costaba respirar y jadeaba tratando de llenar de aire sus pulmones. Se miró en el espejo del elevador y pudo comprobar que su rostro estaba desencajado. El sudor le corría sobre la piel y su camisa se encontraba manchada, totalmente empapada. Su semblante estaba pálido con unas ojeras muy marcadas. Se sentía muy cansado y agitado, como si hubiese subido veinte pisos por las escaleras a la carrera.

      Una vez que llegó al piso seis, tuvo que apoyarse en la pared para no desplomarse. El suelo, el techo y el corredor empezaron a moverse lentamente, entretanto las luces despedían extraños destellos que le hacían ver puntos de colores por todas partes. Parecía que estuviera en un minúsculo bote en medio de un temporal. Una sensación de un chorro de gas caliente, denso y maloliente le llegó desde sus intestinos pasando por su pecho y garganta, alcanzando su boca con un sabor terrible a metal siendo invadido por las náuseas. Con las piernas rectas se inclinó desde la cintura hasta la cabeza como si hiciera una reverencia quedando con la cara en dirección al suelo; con la mano izquierda apoyada en la pared para no caerse y la derecha sobre la pierna del mismo lado. Las arcadas venían desde sus entrañas en oleadas haciéndolo basquear…

      Luego de vaciar su estómago, con la mano derecha extrajo un pañuelo del bolsillo posterior de su pantalón, secándose el rostro y la boca. Ahora podía respirar un poco mejor. El ardor en el estómago y el pecho se habían vuelto algo tolerables. Aún continuaba algo mareado pero intentó arreglárselas lo mejor que pudo. Se acomodó la camisa recostado en la pared, — con las piernas pesadas como si fuesen de cemento — y luego se dirigió a la puerta de su morada…

      Todas las personas en el apartamento aguardaban en silencio el momento en que entrase el agasajado. Susan sonreía pensando en la sorpresa que se iba a llevar su “Chris” como lo llamaba. «Seguro cree… —pensó— que vamos a ir a un restaurante, pero no sabe la sorpresa que le espera. Ojalá que le guste…»

      De un momento a otro se escuchó un rasguño del metal en la puerta hasta conseguir que la llave entrase en la cerradura. Dentro de la vivienda no se escuchaba ni un alma. Luego el giro de la llave: el ¡clic! al ceder el cilindro interior y correrse el cerrojo. Después la puerta se abrió dejando entrar la claridad de las luces del pasillo. Andrew se sujetaba del marco de la puerta, dio un paso vacilante y encendió las luces. Al momento salieron todos de sus escondites y corearon al unísono: ¡Sorpresa! ¡Feliz cumpleaños!...

      Susan se detuvo conmocionada por la imagen que vio en la puerta del apartamento. Su esposo se hallaba con el rostro lívido, parecía que la sangre hubiese escapado de su cara. El brazo izquierdo le temblaba de manera incontrolada mientras su cuerpo se hallaba bañado de sudor. Tenía la boca abierta de una forma extraña, en una mueca de sufrimiento. Trataba de hablar pero no podía pronunciar palabra alguna.

      Las personas en la sala permanecían asombradas al ver a Andrew en ese estado mientras Susan exclamó asustada: — ¡Dios santísimo! ¿Qué te pasa Andy, háblame por favor?— Rita corrió al lado de su padre ayudando a su madre a sujetarlo.

      — ¡LLAMEN AL MÉDICO! ¡LLAMEN A EMERGENCIAS! —gritó Susan…
      Luego se acercó Ann y entre las tres lo llevaron a su habitación mientras uno de los invitados llamaba a urgencias.

      Una vez que llegaron a la alcoba, tendieron a Andrew sobre la cama. Susan pidió a sus hijas que trajeran agua y unas toallas húmedas. Las hermanas salieron de la habitación mientras ésta trataba de auxiliar a su esposo sin saber qué hacer…

      — ¿Qué tienes mi amor?—dijo Susan— mientras se le escapaban las lágrimas. Por favor háblame…

      —Me…estoy…que…mando—fue la respuesta del hombre con la voz entrecortada y sintiendo que la vida escapaba de su cuerpo—ayú…dame a quitar…me la ro…pa.

     
      Susan empezó  a desvestirlo hasta dejarlo en calzoncillos:
     
—Quie…ro sen…tar…me—dijo—con dificultad. Ahora la mandíbula inferior empezó a temblarle, causando que la saliva se escurriese por las comisuras de sus labios de forma incontrolable.

      Sujetando a su esposo de un brazo, consiguió que se sentara en la cama, con la espalda apoyada en la pared. Susan no dejaba de llorar y le acariciaba las piernas, impotente al ver el estado de su “Andy”…

      Sin poder advertirlo el ardor del vientre y el pecho comenzó a intensificarse.  Cada vez que el hombre respiraba percibía que le clavaban unas  tijeras en la espalda y su cuerpo se incineraba por dentro. Era un volcán haciendo erupción desde sus vísceras y la lava viajaba primero hacia arriba y luego en todas direcciones intensificando el incendio en su espalda, pecho y brazo del lado izquierdo. Ya no podía hablar, el dolor había alcanzado su mandíbula ocasionando que permaneciera abierta  de forma exagerada tratando de insuflar oxígeno en sus pulmones.

      La mujer lo miraba espantada. Su esposo se llevó la mano derecha sobre el centro de su pecho y aún con la boca abierta, hacía un gesto de agonía. El dolor que estaba soportando se volvió atroz. La íntima del cayado aórtico comenzó a desgarrarse poco a poco: célula a célula. Una tremenda opresión se situó bajo el esternón mientras una grieta de la arteria coronaria originada por la placa se abría pausadamente, creando un coágulo que produjo el taponamiento del conducto sanguíneo. La ruptura de la membrana íntima aórtica llegó hasta la unión del pericardio. Luego la tensión causada por la onda de presión arterial rompió el tejido y la sangre recién evacuada del ventrículo se difundió por el vacío, entre el corazón y el pericardio. Esto hizo que se desgarrasen miles de conductos sanguíneos paralizando el esencial músculo. Andrew abrió aún más la boca llevándola más allá del límite; causando la ruptura de la unión entre sus labios haciéndolos sangrar, en un esfuerzo supremo por respirar sin conseguirlo mientras sus labios y puntas de los dedos adquirieron un tono morado. Perdió el control de sus esfínteres orinando y defecando sobre la cama, luego de lo cual se derrumbó sobre el borde del lecho rodando y desplomándose en el piso quedando de espaldas con los ojos abiertos, mientras dos hilos de sangre emergían de los extremos de su boca y se deslizaban lentamente sobre sus mejillas llegando hasta el suelo, ante los horrorizados ojos de su esposa.

      Cuando Rita llegó a la habitación con las toallas húmedas, vio a su madre arrodillada sobre el piso temblando sin atinar que hacer al lado de su marido. En el piso boca arriba yacía su padre inmóvil, con ambas manos sobre el pecho y la mirada perdida hacia el techo de la alcoba, como si tratara de ver más allá de la edificación. En ese instante entró Ann con una jarra con agua y al ver a su padre tendido en el piso profirió un alarido de dolor: — ¡PAPÁ…!— dejando caer el envase de plástico haciendo que el líquido saltara por todos lados mojando a los presentes… Una vez que llegaron los paramédicos lo único que pudieron hacer fue constatar el fallecimiento de Andrew Perkins de cincuenta años de edad.

      Su deceso coincidió con la fecha de su nacimiento cinco décadas atrás. Por desgracia ese era el presente que la vida le deparó en ese día… 

      Rita lloraba acostada sobre la cama y pensaba en el momento cuando cerró los ojos a su padre y besó su rostro, elevando una plegaria al cielo y rogando por su alma. Parecía que todo eso hubiese sucedido ayer…

      Su vida transcurría con demasiadas tristezas y desdichas. No concebía la razón por la que su existencia estaba signada por la tragedia. Había ido perdiendo a su familia empezando por su padre; luego su madre, después a su hermana y finalmente a su sobrina.  Percibía que lo único con sentido en la vida era su matrimonio, la unión con su esposo Anthony a quien adoraba y temía ahogar arrastrándolo con toda la desventura que los rodeaba. Pero Francis entró en su vida cambiándola de manera radical. Hacía tanto tiempo que deseaba ser madre y no sabía si fue el destino o la mano de Dios quien de esa forma tan especial le entregó al hijo de su hermana, al cual empezó a querer como propio. Inicialmente pensaba que era un sentimiento de lástima de verlo tan desvalido y triste. Pero ahora sabía que en verdad lo amaba, quería lo mejor para él. Estaba dispuesta a ayudarlo y hacer lo necesario para que se recuperase; y quizás con el tiempo, el niño pudiera quererla como si fuera su madre. «Eso es lo que hubiera deseado Ann… —pensó— y ojalá que llegue a querer a Tony como si fuera su padre. Ahora lo más importante es que vuelva a la normalidad y yo también».  Luego, estiró el brazo y alcanzó su cartera sobre el velador, la abrió y extrajo la tarjeta que le dieron en el hospital procediendo a leerla:

      Leonard Steel —Psiquiatra Infantil…

      «Dios quiera que este doctor pueda ayudarlo—pensó—, espero que sí sea »…

      Agotada y con una profunda aflicción volvió a colocar el portarretrato y la tarjeta sobre el mueble, luego abrazó su almohada tratando en vano de sentirse acompañada. Miró el reloj despertador y comprobó que era la una de la madrugada.  Continúo llorando y pese al cansancio que sentía, no conseguía quedarse dormida…

      De un momento a otro la iluminación de la habitación empezó a titilar menguando su intensidad ocasionando que la alcoba adquiriese un tinte extraño y mortecino. El ambiente a media luz lo sentía raro y pesado. Daba la impresión de que una fuerza invisible se hallaba en la recámara y le proporcionaba un sentimiento de angustia y temor; similar al momento en que una persona se encuentra en un funeral y al aproximarse al ataúd para ver a quien yace en su interior, no puede impedir sobresaltarse al saber que estará cara a cara con la muerte y que en cualquier momento llegará su turno de ocupar aquel lugar, sin lugar a duda. En un principio Rita intentó no darle importancia: —«es una baja de corriente—pensó—seguramente durará unos segundos.» — Sin embargo la luz no recobró su intensidad habitual. Con esa pobre y anormal iluminación las sombras de los muebles y demás enseres del dormitorio adoptaron formas diversas e insólitas, similares a criaturas al acecho mostrándose siniestras, sobrenaturales y fantásticas, empezando a causarle temor. Miraba hacia todos los rincones de la alcoba cerciorándose de que estaba sola: más, tenía el presentimiento de que no era así…

      Desde el techo la lámpara principal reflejaba una larga silueta empezando por su base alargada que reflejaba una delgada línea, la cual paulatinamente  iba ensanchándose hasta llegar a la pared;  al mismo tiempo que los negros reflejos de los bombillos se transformaban en horripilantes dedos, que  al alcanzar la unión con el piso se estiraban hasta tocar con sus puntas el lecho; como si fueran las garras de un ave de rapiña envolviéndolas con su macabra lobreguez. Frente a Rita la pantalla apagada del televisor le devolvía su figura sobre la cama abrazada a la almohada, y la forma terrorífica de la garra desde la parte de arriba se prolongaba hasta su cabeza y continuaba descendiendo lentamente. Sorprendida miraba esa atemorizante silueta que inundaba todo el lugar, como una mortaja siniestra y letal que la colmó de pavor. De un salto se puso de pie, tratando de huir de esa horrible opacidad dirigiéndose hacia la puerta; quería escapar de allí como fuera posible. Giró la manilla pero no pudo salir; “alguien” o “algo” la  encerraron, a la vez que la oscuridad iba en aumento.  A prisa, se encaminó hacia la ventana para tratar de huir, pero al cruzar frente al espejo pudo captar con el rabillo del ojo algo que captó su atención, pero debido a la oscuridad le era difícil reconocer. Aproximándose al vidrio, se detuvo paralizada por aquel reflejo. Detallando la imagen que tenía al frente contempló que su rostro no era el mismo de siempre. La frente, mejillas y mentón estaban surcados por terribles y profundas arrugas. Los anteriormente bellos ojos verdes lucían apagados y sin vida cubiertos de una película opaca, como si tuvieran cataratas. Los labios rosados y sensuales se transformaron en dos especies de gusanos arrugados y marchitos de color grana, que entreabiertos, dejaban ver unos dientes amarillentos y marrones. Las pecas que adornaban su rostro se transformaron en pequeñas verrugas de color marrón oscuro y su cabello se tornó completamente blanco al igual que sus cejas. Su cara decrépita y macilenta representaba a una persona de más de un siglo de existencia.

      Trató de gritar pero le fue imposible. Su garganta se hallaba seca, cual si hubiese tragado un puñado de aserrín y le impedía emitir sonido alguno. Quiso moverse pero su cuerpo no le respondía. Comenzó a observar sus brazos arrugados y flácidos; los colgajos de piel llenos de estrías se sostenían en sus huesos como si se trataran de alas de un murciélago. Bajó la mirada y la impresión fue peor. Sus turgentes y atractivos senos se convirtieron en dos ubres aplastadas que se aferraban a la piel sosteniéndose apenas y amenazando con desprenderse de su torso. Las hermosas piernas se transformaron en un par de palos horrendos envueltos en una piel informe, llena de arrugas y várices inflamadas verdes y moradas. Algunos vasos capilares se mostraban claramente bajo su mortecina humanidad desplegándose como pequeñas telas de araña de color violáceo. Los dedos de sus pies previamente diminutos, delicados y pulcramente cuidados; eran una especie de patas de gallina; estaban deformes, colmados de callos y juanetes cabalgados por venas varicosas y coronados por unas asquerosas uñas negras resquebrajadas y deformes.  Del cuello hacia abajo estaba paralizada como si una fuerza invisible la obligase a ver el espectáculo terrible; aquel esqueleto viviente, una tremebunda y aborrecible caricatura de ser humano. La imagen de la decrepitud: repulsiva, roñosa, caduca y cubierta de pliegues en que se transformó.

      Empezó a temblar dominada por el pavor. Haciendo un supremo esfuerzo puso las manos en sus mejillas para tocarse y cerciorarse de lo que le sucedía, pero fue peor. Dos escalofriantes manos huesudas, marchitas, ajadas y plagadas de efélides oscuras, culminaban en unas deformadas y atemorizantes uñas curvas marrones que sobresalían los bordes de su rostro…

      —«Santo cielo—pensó— ¿qué me pasa? ¿Estoy alucinando? bendito Jesús, ayúdame por favor. Ven a socorrerme…»

      Pero sus manos no le respondían, no obedecían a su cerebro. Se separaron de su rostro lentamente enseñando  las yemas de los dedos mustias y manchadas, empezando a moverse frente a sus ojos, agitándose como si tuviesen vida propia; hacia arriba y hacia abajo rápidamente. Pavoneándose de esas horrendas uñas oscuras, afiladas como hojas de afeitar. Deleitándose al percatarse de la sensación de espanto que causaban a su angustiada espectadora…

      Las extremidades se alejaron un poco más de su rostro e impotente vio como la mano izquierda se elevaba y luego descendía lentamente en forma perpendicular, clavándose en su cabeza, mientras la otra hacía lo mismo con el lado derecho de su frente. Un horroroso grito de dolor y espanto salió por fin de su garganta: — ¡AAAYYYY!...

      Las manos trabajaban sin detenerse, mientras la izquierda zambullida en su cuero cabelludo iba arrancando el pelo cortándolo desde la raíz; la derecha hundida en su cara le iba arrancando trozos de piel y músculos a la vez que la sangre se derramaba dese su cabeza, pasando por su marchito rostro, regándose sobre su cuello y pecho. Inicialmente en pequeñas gotas, pero a medida que las extremidades acentuaban su labor de cortar y destrozar como si fueran perros de presa, caía una pequeña cascada empapando todo su cuerpo de color carmesí.

      Cada uno de los cortes, laceraciones y desgarres eran percibidos en lo más profundo de su ser. La mano derecha se separó de su rostro e hizo un puño dejando por fuera el dedo índice derecho con esa espantosa uña, cual diminuta cimitarra y se alejó a un par de centímetros de éste.  Luego se hundió en el ojo del mismo lado, cortando lentamente en forma circular y extrayéndolo de un solo golpe, mientras en su cabeza permanecían únicamente  algunos mechones de cabello anegados en sangre. La mano izquierda se introdujo en su boca desgarrándola y procedió a arrancarle un trozo de encía llevándose consigo algunos dientes, mientras una saliva espesa y amarilla en forma de gruesos hilos se escurría de su repugnante boca y caía sobre sus pechos mezclándose con el fluido rojo…

      El dolor que Rita estaba sufriendo era aterrador, por más que intentaba gritar y pedir ayuda era imposible. Abría la boca lo más que podía, pero únicamente salían ligeros gruñidos,  lamentos sordos de un animal herido mientras su ordalía continuaba. En ese momento le quedaban algunos pedazos del rostro de su lado izquierdo.

      De modo repentino en medio de su tormento, comenzó a percibir un leve zumbido que lentamente empezaba a incrementarse taladrando sus oídos. Sintió como si su cabeza hubiera estallado en mil pedazos; todo se volvió negro y de forma pausada en medio de la oscuridad aparecieron miles de diminutos puntos multicolores como chispas que se dirigían en todas direcciones. Hizo un esfuerzo sobrehumano para tomar el control de esas manos que la habían destrozado, estirando los brazos hacia adelante… Rita no entendía lo que sucedía, las luces continuaban encendidas y la luz del sol entraba por la ventana. Como pudo se alejó del espejo retrocediendo, logrando sentarse jadeando sobre la cama, confundida y totalmente fuera de sí. La cabeza le dolía de un modo terrible y su rostro estaba empapado por las lágrimas. De su puño derecho sobresalían algunos cabellos castaños y la otra mano sostenía la almohada que mostraba algunas manchas rojas, como si hubiese sido deslizada sobre su rostro, tratando de usarla como toalla.

      Miró el techo, el televisor y los demás muebles de la alcoba cerciorándose que se encontraba en su habitación, en su hogar. Aturdida, aún no concebía cómo había sucedido todo eso. «En ningún momento me quedé dormida—pensó—no puedo haber sido un sueño… » La luz de la mañana bañaba por completo el aposento y finalmente se levantó de la cama. Aún sentía que su cuerpo temblaba debido a la terrible experiencia que acababa de sufrir. Miró una vez más el portarretrato y giró con dirección al cuarto de baño. Necesitaba tomar una ducha y refrescarse para tratar de olvidar esa demencial pesadilla. Se acercó hacia el espejo y el pánico retornó como una marejada glacial y siniestra al comprobar con horror el aspecto de su rostro. La imagen dantesca de la anciana tuerta, masacrada y sin piel, le devolvía la mirada con una mueca aterrorizante abriendo la torcida boca de un modo irreal. Rita trato de moverse nuevamente para escapar; tenía que salir de ese lugar cuanto antes, a toda prisa. En ese instante desde la pared posterior a donde se hallaba, apareció un brillo insólito que empezó a aumentar en intensidad paralizándola. La mujer no podía ni quería voltear. La imagen de la anciana en el espejo permaneció en silencio y levantó paulatinamente su famélico y escalofriante brazo derecho señalando con el huesudo dedo índice hacia aquel resplandor; mientras Rita miraba absorta como esa luz poco a poco iba adoptando una extraña silueta hasta transformarse en algo similar a un ser humano. A punto de desvanecerse por la impresión, pudo distinguir para su pesar que era el cadáver desnudo, descompuesto y masacrado de su hermana, quien con la cabeza en alto abría los restos descarnados y pútridos de sus brazos.  Caminaba despacio acercándose y emitiendo un sonido sordo, similar a un sollozo. Rita creyó entender que la llamaba por su nombre: —Ri...taaaa…, Riiii…taa...—.

      No pudo resistir más, las piernas no le respondían y todo le daba vueltas; le fue imposible advertir en qué instante se desplomó sobre el piso. Así permaneció unos instantes sin poder levantarse, ya no podía ver la terrible aparición. Trato de mover la cabeza hacia el lado izquierdo del lado donde aún conservaba el ojo, miró hacia donde  apareció esa imagen pero no había nadie. Trato de ver hacia el otro lado, pero no conseguía levantar la cabeza por más esfuerzos que hacía.  El cuerpo le temblaba incontrolablemente y no reaccionaba.

      —Riiii...taaaaa…

      La mujer oyó una vez más ese terrible lamento que ahora se escuchó más cerca, demasiado…

      «Virgen santísima… amado Jesús—pensó—apiádate de mí. Socórreme en este momento. Ten piedad de mí, te lo suplico…»

      Desde el piso echó la cabeza hacia atrás tratando de descubrir dónde estaba la terrible visión pero no podía apreciar nada. Bruscamente sintió que la agarraban con fuerza de las muñecas y con estremecimiento pudo comprobar que el terrible rostro de “su hermana” se encontraba sobre su cara, a unos centímetros en sentido opuesto.  Su sorpresa fue aún mayor al reconocer que su terrorífica imagen reflejada en el espejo era la que ahora ostentaba aquel espectro…

      —Rita…— Salió de la garganta del trasgo. Era una horrenda voz venida de un agujero profundo, de una sepultura arcana y triste mientras la sujetaba férreamente impidiéndole incorporarse.

      Sin atinar qué hacer vio que el rostro del espectro se separaba unos centímetros de su cara   abriendo su boca, haciendo relucir sus incompletos y fermentados dientes, dejando ver la terrible oscuridad de su interior. De pronto de esa siniestra cueva, algo empezó a moverse con parsimonia y luego con vigor. Comenzó a emerger una especie de punta, de color marrón oscuro. Luego unas diminutas patas menudas cubiertas de zarpas como si fueran de algún tipo de animal, algo semejante a…

      — ¡NO, NO, NO…! —Gritó Rita— mientras una catarata de ratas salían vomitadas de la boca de la aparición y caían sobre su rostro, cubriendo por completo su cuerpo. La despavorida mujer cerró el ojo e hizo un esfuerzo sobrehumano para liberarse del agarre de sus muñecas y, como si hubiese estado envuelta en una fuerza invisible pudo liberar sus manos y piernas de un solo golpe empezando a revolcarse en el piso, tratando de soltarse de la avalancha mortal de roedores que la bañó por completo empapándola de desesperación, náuseas y horror. Con claridad podía sentir el contacto de los animales a lo largo de su cuerpo. Los pelajes, bigotes y narices húmedas de cientos de ratas que la tocaban por todos lados… hasta que por fin, fue capaz de abrir los ojos. ¿Los ojos?  Se incorporó sentándose en el acto. Respiraba agitadamente y su camisa de dormir estaba anegada de sudor. Miró alrededor y la habitación permanecía intacta. Las luces de la lámpara se encontraban encendidas y alumbraban el recinto con normalidad. La mesa de noche, el mueble de tocador, los cuadros en las paredes, el televisor y todo lo demás se encontraba en orden. De un salto, se dirigió hacia el espejo para poder ver su imagen reflejada y pudo verificar para su tranquilidad que era ella, la misma de siempre, que tenía los ojos rojos y las mejillas humedecidas por las lágrimas. Todavía respiraba con agitación y temblaba a causa del horrendo sueño, alucinación ¿o visón?  Que acababa de padecer. Miró la hora en la radio despertadora y asombrada comprobó que eran la una y diez minutos de la madrugada. Dirigió la vista hacia la cama y contempló estupefacta que la almohada que había sostenido en su regazo se encontraba por completo destrozada, reducida a pequeños pedazos, desgarrados  como si hubiera sido… mordida por roedores.

      Sin mirar hacia atrás ni apagar la luz, salió rauda de la alcoba yendo a la de Francis quien dormitaba profundamente. Cerró la puerta con seguro y se acostó en la cama con su sobrino.

      En ese momento no podía dormir ni quería hacerlo. Deseaba que llegara el amanecer. Esa noche se le hizo eterna…
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