Hola; hoy te presento el Capítulo IV de mi novela: "EL VISITANTE MALIGNO II"
El VISITANTE MALIGNO II, Capítulo IV from Fernando Edmundo Sobenes Buitrón
"EL VISITANTE MALIGNO II"
CAPÍTULO IV
"EL VISITANTE MALIGNO II"
CAPÍTULO IV
(Para Móvil)
En la vida de todo ser humano la
etapa más importante es su niñez. Es el momento en donde se definirá su personalidad
marcándolo de manera imborrable a lo largo de su vida. Todo niño debería
disfrutar del amor de sus padres gozando del bienestar, dirección y comprensión
que éstos le proporcionan para desarrollarse de una manera feliz; plena, y
correcta a fin de llegar a la adultez convertida en una buena persona. Con
principios y valores que lo ayuden a ser un buen hombre; pero
desafortunadamente eso no sucedió con Francis Perrys, hacía algo más de tres
años que el miedo, el dolor y la desolación se cruzaron en su vida y lo
marcaron para siempre. Los recuerdos de los días felices que debería llevar en
la mente se habían desvanecido por completo llenando su cabeza de oscuridad,
angustia y horror. Desde aquel aciago momento en que “eso” le arrebató a su
familia llevándolo al umbral de la muerte, Francis sufrió un dramático cambio
volviéndose retraído y huraño. No le dijeron que el autor de los asesinatos fue
su padre por indicaciones del psicólogo que lo trató al principio aduciendo
que: —podría empeorar su situación emocional—. Era necesario esperar el momento
oportuno para que conociera la realidad de su tragedia. Hasta cuando estuviera más tranquilo y
madurase emocionalmente. Los primeros días posteriores a la muerte de su
familia empezó a tartamudear y por las noches le costaba quedarse dormido, e
inclusive a veces se orinaba en la cama y corría a esconderse en el guardarropa
de la habitación. Con el paso del tiempo, recuperó la normalidad del habla,
pero empezó a mostrarse agresivo en el colegio. Las peleas eran constantes y su
tía tenía que acudir de manera frecuente a la escuela debido a las citaciones
que le enviaban por los problemas de conducta…
Luego de haber permanecido en el
hospital un par de noches en observación y comprobar que no sufrió ningún daño severo por la caída
—aparte de algunos golpes y raspaduras— Francis fue dado de alta. Recordaba
apenas la aterradora pesadilla que sufrió la noche del accidente, pero no tenía
idea de lo ocurrido en la habitación, ni cómo se produjo todo el desorden y tampoco estaba al
tanto de la forma en que llegó al
jardín. Los médicos que lo atendieron aconsejaron a sus tíos que lo llevaran a
consultar con un especialista debido a su historial médico y al incidente que
lo hizo trasladar al nosocomio, lo cual presumía ser sonambulismo y: «algunas
conductas que podrían ser graves para el paciente» —según comentaron—. «Podría
ser el deseo inconsciente de hacerse daño, o castigarse por lo sucedido con su
familia e inclusive, que tuviera tendencias suicidas». La psicóloga que atendió
a Francis recomendó que lo llevaran al consultorio de uno de los mejores
psiquiatras infantiles del país: El doctor Leonard Steel. La mujer le ofreció concertarle una cita con el especialista, e
inclusive—si estaban de acuerdo— lo iba a poner al corriente del caso del niño,
ya que conseguir una consulta con el psiquiatra era bastante difícil.
A Rita no le gustaban los
psiquiatras. Creía que quienes consultaban con éstos se debía generalmente a
que padecían de adicciones, problemas mentales diversos o estaban rematadamente
dementes. Le parecía demasiado llevar a su sobrino con un psiquiatra. Pero
Francis ya había sido visto por diversos psicólogos y continuaba igual. Los
problemas de conducta, agresividad y depresión proseguían e iban agudizándose.
A pesar de haber tenido numerosas pesadillas nunca sufrió una de este tipo
donde su vida hubiera corrido peligro. Estaba impresionada por lo que le dijo
la psicóloga sobre las conductas suicidas y eso la sobresaltó aún más. Le
aterraba la idea de que su sobrino pudiera hacerse daño e inclusive acabar con
su vida. Eso jamás había cruzado por su cabeza.
—Señora Cordell—dijo la
especialista como si leyera la mente de Rita—Sé lo que piensan muchas personas
cuando se les recomienda recurrir a un psiquiatra. La mayoría cree que solo hay
que estar locos para buscar su ayuda, pero no es así. El cuadro clínico que
presenta su sobrino es bastante serio y puede encerrar algún tipo de enfermedad
mental que afecte gravemente su salud. Voy a hablar con el doctor Steel y le
remitiré el caso a fin de que lo atienda lo más pronto posible. ¿Está de
acuerdo señora?
—Sí, muchas gracias—respondió
Rita— ¿En verdad usted cree que ese doctor lo pueda ayudar?
—Creo que sí. Él fue mi profesor
en la universidad y es una eminencia en su campo. No tenga dudas de que su
sobrino estará en las mejores manos…
———ooo———
Ahora que Francis había vuelto a
su casa le asustaba dormir solo. Rita tenía que acostarse con él y acompañarlo
hasta que se quedara dormido. Incluso era necesario dejarle una pequeña lámpara
encendida durante la noche ya que la oscuridad lo espantaba.
Esa noche, Francis se encontraba
acostado en la cama con Rita mirando la televisión. Sujetaba la cobija con
ambas manos y se cubría el cuello, como si temiera que algo lo fuera a atacar.
Ella lo observaba con tristeza y se percataba del miedo que sentía su sobrino.
« ¿Qué habrá sucedido esa noche?—se preguntó— ¿qué soñaste pequeño?, ¿qué te ha perturbado tanto...?»
Poco a poco Francis comenzó a
bostezar y pestañear hasta que por fin se durmió. Al notarlo, Rita se levantó
con suavidad de la cama evitando hacer cualquier ruido; acomodó las sábanas
arropándolo y le dio un beso en la frente,
luego se detuvo por un momento a observarlo. Sentía un gran aflicción al
verlo tan indefenso y deprimido; le partía el alma. No era posible que un niño
hubiera pasado por todo esto y aún no terminara su dolor; no podía entender cómo Dios permitía que una
criatura inocente sufriera de esa manera. Miraba el cabello castaño revuelto y
ese rostro angelical que le recordaba a su hermana. Allí dormido, había
recuperado la tranquilidad y lucía como un niño normal. Su respiración
acompasada y sosegada le daba a Rita algo de serenidad. «Al menos—pensó—ahora
está calmado, gracias a Dios…» Despacio cerró la puerta y se dirigió a su
alcoba.
Caminó a su habitación cargando
a cuestas una sensación de inquietud y culpa que no podía superar hallándose
desmoralizada y triste, ya que se sentía impotente para ayudar a su sobrino.
Había aprendido a quererlo y estaba consciente de que en él se reflejaba mucho
del carácter de su hermana. Cuando observaba Francis, veía el rostro de Ann.
Tenía los mismos gestos, sonrisa e inclusive esa mirada tan especial—cómo
entrecerraba los ojos o colocaba los dedos en el entrecejo cuando se hallaba
afligido, tratando de disimular el llanto—. No le cabía duda que en realidad se
sentía tan responsable y cercana a él por esa causa. Además para su pesar,
Anthony había tenido que viajar por unos días debido a su trabajo. Le era
imposible soslayar esa sensación de soledad que la embargaba cada oportunidad
en que su esposo se ausentaba. Momentos que mitigaba con la compañía del niño:
jugando, atendiéndolo y tratando de confortarlo. En ese instante mientras su
sobrino dormía en la habitación contigua, veía su alcoba inmensa y
terriblemente sola. Era el reflejo de lo que estaba experimentando en su
corazón. Quería que el tiempo transcurriera con velocidad; que llegara el
amanecer para poder estar con su sobrino y así sentirse acompañada hasta que
Anthony regresara, al día siguiente por la tarde.
Se detuvo en la entrada del
dormitorio desde donde veía la cama y las mesas de noche en ambos lados; el
televisor frente al pie del lecho y la lámpara plateada que colgada del techo
apuntaba hacia abajo, con su seis luces blancas que iluminaban por completo la
habitación. Avanzó unos pasos y tomó asiento en el borde de la cabecera; luego agarró el portarretrato de madera cubierto
de vidrio con bordes dorados que se encontraba sobre el velador frente al
mueble de tocador; en éste se hallaba un retrato donde se podía observar la
imagen de dos muchachas que abrazaban con cariño a una mujer mayor. Se trataba
de ella, su hermana Ann y al centro la madre de ambas: Susan; sonrientes y
felices. Recordaba el momento cuando tomaron aquella fotografía durante las
vacaciones que estuvo con su familia. Se veía a las muchachas con el cabello
suelto, ojos grandes y verdes, narices pequeñas y labios gruesos. Vestían unas
blusas idénticas de cuadros blancos y rojos. Se parecían mucho pese a llevarse
dos años de diferencia —Ann era la mayor— pero, la semejanza era tan
sorprendente que a veces algunas personas las confundían pensando que eran
mellizas. Su madre, quien mostraba el cabello recogido lo tenía del mismo color
que el de sus hijas, ojos marrones y una sonrisa encantadora y en la imagen
usaba una blusa blanca estampada. Detrás se podía apreciar una magnífica vista
de la arena blanca y el mar azul carente de olas, con un bello cielo de color
celeste sin una sola nube. Parecía una foto artística, como si se tratase de
una postal. Recordaba con precisión el año en que se tomó aquella fotografía:
1987. Ese momento había quedado grabado en su mente. Sus mejores vacaciones,
sus mejores recuerdos, su época más feliz, sin preocupaciones ni tristezas. Un
momento que nunca más iba a volver…
El autor de la imagen era su
padre: Andrew Perkins de mediana estatura, algo obeso y de cabello rojizo —que
denotaba su ascendencia irlandesa— ojos verdes y pecas en su rostro bonachón
rematado por un grueso bigote. Rita evocaba esos instantes que vivió y lo plena
que era su vida en ese instante. La alegría, paz y armonía reinaba en su
familia en esa época que ahora se veía tan lejana. Parecía que hubiera pasado
una eternidad desde ese espacio de tiempo hasta el día de hoy. Esa instantánea
había sido captada en una playa de Philipsburg
en la isla de San Marteen. Recordaba
claramente el lugar debido a que el terminal aéreo quedaba muy cerca de la
playa donde se hallaban y los aviones tenían que descender casi al nivel de la
arena para poder aterrizar, separándolos un poco más de una decena de metros de
las personas que se encontraban abajo bañándose, caminando o bronceándose.
Soltó la risa al recordar lo que dijo su padre cuando observó al primer avión
descendiendo sobre sus cabezas: — “esos aviones vuelan tan bajo que si el piso
fuera transparente se le podría ver el culo a quien estuviera sentado en el
inodoro”—. Aquella era una excelente oportunidad para fotografiar a las imponentes
aves metálicas que de un modo asombroso pasaban casi al ras de la arena para
descender en el aeropuerto Princess
Juliana. Los Perkins habían tomado un crucero que abordaron unos días atrás
en Fort Lauderdale y los llevó a Las
Bahamas, las Islas Vírgenes y aquella isla. Fueron unas vacaciones maravillosas
donde todo fue perfecto. El amor entre sus padres y el que profesaban a sus
hijas, hacía que se sintiera una muchacha feliz. Cuando las hermanas concluyeron la secundaria
sus padres las sorprendieron premiándolas con un viaje por barco. Era la primera
vez que iban en un Crucero y se hallaban sumamente emocionadas por realizar un
viaje de este tipo en una nave tan lujosa…
Suspiraba con nostalgia y
anhelaba poder tener un poder especial, una máquina del tiempo que la
devolviera al pasado. A esos momentos de dicha con sus padres y hermana, cuando
estaban vivos y no había sombra de congoja. Sin embargo para desgracia, no hay
poder en el mundo que haga retroceder las agujas del tiempo. Sus seres queridos
desaparecieron para siempre dejándola sumida en la tristeza y desesperanza.
Deseaba con todo su corazón que en verdad existiese una vida más allá de la
muerte. Un cielo —como decía el sacerdote de la iglesia a la que concurría
todos los fines de semana— donde las
personas vivían para toda la eternidad en el seno del Señor, reencontrándose
con aquellos seres amados que habían partido, eso era lo que más ansiaba. «Oh,
Jesús—pensó—si pudiera volver a vivir esos momentos. Cómo quisiera nuevamente
sentir el abrazo de mis padres y el cariño de mi hermana…»
Rememoraba a su padre con mucho
amor: «aún con esa barriga—pensó—era bien parecido, tan jovial y encantador.
Con razón que mamá se enamoró de él…». Colmaba de atenciones y cariño a su
esposa e hijas. Cada vez que viajaba siempre regresaba con regalos y nunca
conocieron maltrato alguno por parte de él. Era un hombre bondadoso, honrado y
trabajador. Le gustaba tomar algunas copas de vez en cuando, pero nunca lo
vieron embriagado. Era muy bromista y la gente lo apreciaba. Se podría decir que era una familia ejemplar y
su madre Susan, estaba dedica íntegramente a los suyos. Andrew siempre trató de
darles todo a los suyos. Dueño de una
empresa de transportes de carga la vida les sonreía. No eran millonarios, pero
no sufrieron carencias y él les proporcionó una vida feliz y holgada.
Pero nada es eterno; ni la
belleza, ni la felicidad, ni la vida. Solo la muerte…
La historia de la familia
Perkins tuvo un súbito cambio una noche de verano quince años atrás. Parecía
que aquel día hubiera sido ayer. Ese domingo era una fecha especial ya que celebraban
el cumpleaños número cincuenta de Andrew y querían realizar una fiesta sorpresa
en su apartamento para celebrar la ocasión a la cual concurrirían algunos
parientes, los novios de ambas y amigos de la familia. Susan decía riendo que:
—no todos los días se cumple medio siglo de vida—.
Aquel día Andrew se levantó de
muy buen humor y luego de desayunar salió a trabajar como de costumbre después de
recibir las felicitaciones de su familia y regresaría por la noche ya que pese
a celebrar su onomástico, tenía mucho trabajo y nunca lo había evitado.
“trabajar es la única manera de progresar” —solía decir— y efectivamente, a
base de esfuerzo y dedicación logró establecerse y consiguió todas sus metas en
la vida. Esperaba con ansías que llegara la noche ya que tenían por tradición
entregar los regalos durante la cena. Los esposos habían acostumbrado a sus
hijas a hacerlo de esa manera y ese día no sería la excepción. Susan acordó con
las muchachas hacer algo diferente para festejar esa fecha tan especial por eso
surgió la idea de una celebración de esa manera, en la que también tuvieran la
oportunidad de bailar y compartir con otras personas. Normalmente los
cumpleaños los festejaban cenando en un restaurante y Andrew pensaba que en esa
oportunidad concurrirían a algún nuevo lugar para conmemorarlo; no sabía que su
mujer e hijas tenían otros planes…
La mañana pasó con velocidad ya
que las tres mujeres estuvieron ocupadas limpiando el apartamento y organizando
la velada que tendría lugar en la noche. Deseaban que todo saliera perfecto.
Después de almorzar se dirigieron al The
Mall at Millenia, para comprar los regalos y retirar la torta que Susan
había encargado para el agasajo. Una gran tarta de dos niveles—de queso con
chocolate y crema de coco—del Cheesecake
Factory, que era la favorita de su esposo.
Una vez que llegaron al
apartamento, empezaron a trabajar. Susan se encargó de la cena mientras Ann y
Rita decoraban la sala de estar. Colgaban los globos de colores en el techo con
unas cadenetas de papel aluminio brillante, doradas y rojas que iban de pared a
pared. Los letreros con imágenes del agasajado mostrando la leyenda: “Feliz medio siglo de vida” se
podían ver por diversas partes. Ann realizó un video con las fotografías de su
padre donde estaban plasmadas las vivencias de su niñez, pasando por su
adolescencia y adultez. Pensaban reproducirlo antes de cantarle el tradicional:
“cumpleaños feliz”. Un gran letrero con la foto de Andrew y a su lado la
leyenda: “¡Felicitaciones! Que cumplas cincuenta más…” se encontraba en el
centro de la pared, completando la decoración.
A
las seis de la tarde todo se hallaba dispuesto para la ocasión; Susan fue a su
habitación para cambiarse al igual que sus hijas. A las siete de la noche ya
habían llegado todos los invitados y todo se hallaba dispuesto para la
celebración. Rita indicó a los asistentes que colocaran sus vehículos en el
estacionamiento posterior del edificio para que su padre no los descubriera,
mientras Ann montaba guardia en la ventana esperando ver el coche de su papá y
poder darle la sorpresa…
La jornada fue bastante atareada
para Andrew. Recibió muchas llamadas de felicitaciones y los empleados le
organizaron un almuerzo en la oficina. Luego la tarde estuvo muy movida debido
a que dos de sus camiones se dañaron y esto lo obligó a buscar otros vehículos
de reemplazo para poder cumplir con sus clientes. A las siete y treinta de la
noche, fue el último en salir de la empresa. No quiso decir nada, pero después
del almuerzo —comió poco y solamente
bebió una copa de vino— sintió una sensación de llenura que al principio lo
incomodó. En su oficina sacó de la gaveta del escritorio unas pastillas de Pepto—Bismol que tragó enseguida y al
cabo de unos minutos el malestar despareció. Ahora se dirigía a su casa. Pese a
que estaba cansado, se sentía muy animado debido a que: —saldría con sus
chicas— como decía a su esposa e hijas y eso lo ponía de muy buen humor.
«Seguro que Susan me regala una billetera o un perfume»—pensaba sonriendo—
«apuesto a que Ann me regala una camisa y Rita unas corbatas. No se les ocurre
otra cosa…» ja, ja, ja… empezó a reír en tanto conducía su automóvil. Una
hermosa y brillante luna llena, en la mitad del cielo iluminaba la ciudad. Nada
hacía presagiar el desenlace que en algunos minutos iba a desplegar su trágica
cortina para desgracia de la familia Perkins.
Aún temprano y no había mucho tráfico vehicular, lo cual lo ayudó para
desplazarse sin contratiempos rumbo a su hogar. Los semáforos le daban la
bienvenida dándole paso con su luz verde, apurándolo para que llegara a su
encuentro ineludible con la fatalidad y el olvido…
Una vez que llegó a su edificio,
tomó la rampa de acceso al estacionamiento subterráneo. En ese instante el
ardor en el estómago reapareció irradiándose hacia la espalda. Sentía como si
una estaca se estuviese clavando en sus entrañas y el dolor era intenso. Se
estacionó en el puesto asignado para su coche, abrió la guantera y extrajo el
sobre de la medicina para el estómago que tomó en el almuerzo introduciéndose
en la boca cuatro pastillas de una vez, empezando a masticarlas. «Debe ser algo
que me cayó mal…—pensó— ojalá que pueda ir con las chicas al restaurante, no
quiero arruinarles la velada…»
Desde arriba, Ann vio que el vehículo
de su padre había llegado y se introducía en el estacionamiento.
— ¡YA LLEGÓ!, ¡ESTÁ ABAJO!—gritó
emocionada—apaguen las luces y no hagan ruido, escóndanse…
Susan se colocó detrás de la
puerta mientras sus hijas se situaban agazapadas debajo de la mesa central. Los
otros invitados se escondían detrás de las cortinas, tras los muebles y en los
lugares donde no pudieran ser vistos. Acto seguido Susan apagó las luces…
En el ascensor, Andrew presionó
el botón del sexto piso en tanto sentía que el estómago y el pecho le ardían
como si hubiese tomado una cucharada de lava ardiente. Parecía que tuviera una
fogata en el vientre ocasionándole un sudor frio. Desabotonó su camisa para
poder respirar mejor mientras empezó a sentir como si unas tenazas invisibles hubieran aprisionado su
brazo izquierdo. Le costaba respirar y jadeaba tratando de llenar de aire sus
pulmones. Se miró en el espejo del elevador y pudo comprobar que su rostro
estaba desencajado. El sudor le corría sobre la piel y su camisa se encontraba
manchada, totalmente empapada. Su semblante estaba pálido con unas ojeras muy
marcadas. Se sentía muy cansado y agitado, como si hubiese subido veinte pisos
por las escaleras a la carrera.
Una vez que llegó al piso seis,
tuvo que apoyarse en la pared para no desplomarse. El suelo, el techo y el
corredor empezaron a moverse lentamente, entretanto las luces despedían
extraños destellos que le hacían ver puntos de colores por todas partes.
Parecía que estuviera en un minúsculo bote en medio de un temporal. Una
sensación de un chorro de gas caliente, denso y maloliente le llegó desde sus
intestinos pasando por su pecho y garganta, alcanzando su boca con un sabor
terrible a metal siendo invadido por las náuseas. Con las piernas rectas se
inclinó desde la cintura hasta la cabeza como si hiciera una reverencia
quedando con la cara en dirección al suelo; con la mano izquierda apoyada en la
pared para no caerse y la derecha sobre la pierna del mismo lado. Las arcadas
venían desde sus entrañas en oleadas haciéndolo basquear…
Luego de vaciar su estómago, con
la mano derecha extrajo un pañuelo del bolsillo posterior de su pantalón,
secándose el rostro y la boca. Ahora podía respirar un poco mejor. El ardor en
el estómago y el pecho se habían vuelto algo tolerables. Aún continuaba algo mareado
pero intentó arreglárselas lo mejor que pudo. Se acomodó la camisa recostado en
la pared, — con las piernas pesadas como si fuesen de cemento — y luego se
dirigió a la puerta de su morada…
Todas las personas en el
apartamento aguardaban en silencio el momento en que entrase el agasajado.
Susan sonreía pensando en la sorpresa que se iba a llevar su “Chris” como lo
llamaba. «Seguro cree… —pensó— que vamos a ir a un restaurante, pero no sabe la
sorpresa que le espera. Ojalá que le guste…»
De un momento a otro se escuchó
un rasguño del metal en la puerta hasta conseguir que la llave entrase en la
cerradura. Dentro de la vivienda no se escuchaba ni un alma. Luego el giro de
la llave: el ¡clic! al ceder el
cilindro interior y correrse el cerrojo. Después la puerta se abrió dejando
entrar la claridad de las luces del pasillo. Andrew se sujetaba del marco de la
puerta, dio un paso vacilante y encendió las luces. Al momento salieron todos
de sus escondites y corearon al unísono: ¡Sorpresa! ¡Feliz cumpleaños!...
Susan
se detuvo conmocionada por la imagen que vio en la puerta del apartamento. Su
esposo se hallaba con el rostro lívido, parecía que la sangre hubiese escapado
de su cara. El brazo izquierdo le temblaba de manera incontrolada mientras su
cuerpo se hallaba bañado de sudor. Tenía la boca abierta de una forma extraña,
en una mueca de sufrimiento. Trataba de hablar pero no podía pronunciar palabra
alguna.
Las personas en la sala
permanecían asombradas al ver a Andrew en ese estado mientras Susan exclamó
asustada: — ¡Dios santísimo! ¿Qué te pasa Andy, háblame por favor?— Rita corrió
al lado de su padre ayudando a su madre a sujetarlo.
— ¡LLAMEN AL MÉDICO! ¡LLAMEN A
EMERGENCIAS! —gritó Susan…
Luego se acercó Ann y entre las
tres lo llevaron a su habitación mientras uno de los invitados llamaba a
urgencias.
Una vez que llegaron a la
alcoba, tendieron a Andrew sobre la cama. Susan pidió a sus hijas que trajeran
agua y unas toallas húmedas. Las hermanas salieron de la habitación mientras
ésta trataba de auxiliar a su esposo sin saber qué hacer…
— ¿Qué tienes mi amor?—dijo
Susan— mientras se le escapaban las lágrimas. Por favor háblame…
—Me…estoy…que…mando—fue la
respuesta del hombre con la voz entrecortada y sintiendo que la vida escapaba
de su cuerpo—ayú…dame a quitar…me la ro…pa.
Susan empezó a desvestirlo hasta dejarlo en calzoncillos:
—Quie…ro sen…tar…me—dijo—con dificultad. Ahora la mandíbula inferior empezó
a temblarle, causando que la saliva se escurriese por las comisuras de sus
labios de forma incontrolable.
Sujetando a su esposo de un
brazo, consiguió que se sentara en la cama, con la espalda apoyada en la pared.
Susan no dejaba de llorar y le acariciaba las piernas, impotente al ver el
estado de su “Andy”…
Sin poder advertirlo el ardor del
vientre y el pecho comenzó a intensificarse.
Cada vez que el hombre respiraba percibía que le clavaban unas tijeras en la espalda y su cuerpo se
incineraba por dentro. Era un volcán haciendo erupción desde sus vísceras y la
lava viajaba primero hacia arriba y luego en todas direcciones intensificando
el incendio en su espalda, pecho y brazo del lado izquierdo. Ya no podía
hablar, el dolor había alcanzado su mandíbula ocasionando que permaneciera
abierta de forma exagerada tratando de
insuflar oxígeno en sus pulmones.
La mujer lo miraba espantada. Su
esposo se llevó la mano derecha sobre el centro de su pecho y aún con la boca
abierta, hacía un gesto de agonía. El dolor que estaba soportando se volvió
atroz. La íntima del cayado aórtico comenzó a desgarrarse poco a poco: célula a
célula. Una tremenda opresión se situó bajo el esternón mientras una grieta de
la arteria coronaria originada por la placa se abría pausadamente, creando un
coágulo que produjo el taponamiento del conducto sanguíneo. La ruptura de la
membrana íntima aórtica llegó hasta la unión del pericardio. Luego la tensión
causada por la onda de presión arterial rompió el tejido y la sangre recién
evacuada del ventrículo se difundió por el vacío, entre el corazón y el
pericardio. Esto hizo que se desgarrasen miles de conductos sanguíneos
paralizando el esencial músculo. Andrew abrió aún más la boca llevándola más
allá del límite; causando la ruptura de la unión entre sus labios haciéndolos
sangrar, en un esfuerzo supremo por respirar sin conseguirlo mientras sus
labios y puntas de los dedos adquirieron un tono morado. Perdió el control de
sus esfínteres orinando y defecando sobre la cama, luego de lo cual se derrumbó
sobre el borde del lecho rodando y desplomándose en el piso quedando de
espaldas con los ojos abiertos, mientras dos hilos de sangre emergían de los
extremos de su boca y se deslizaban lentamente sobre sus mejillas llegando
hasta el suelo, ante los horrorizados ojos de su esposa.
Cuando Rita llegó a la
habitación con las toallas húmedas, vio a su madre arrodillada sobre el piso
temblando sin atinar que hacer al lado de su marido. En el piso boca arriba
yacía su padre inmóvil, con ambas manos sobre el pecho y la mirada perdida
hacia el techo de la alcoba, como si tratara de ver más allá de la edificación.
En ese instante entró Ann con una jarra con agua y al ver a su padre tendido en
el piso profirió un alarido de dolor: — ¡PAPÁ…!— dejando caer el envase de
plástico haciendo que el líquido saltara por todos lados mojando a los
presentes… Una vez que llegaron los paramédicos lo único que pudieron hacer fue
constatar el fallecimiento de Andrew Perkins de cincuenta años de edad.
Su deceso coincidió con la fecha
de su nacimiento cinco décadas atrás. Por desgracia ese era el presente que la
vida le deparó en ese día…
Rita lloraba acostada sobre la
cama y pensaba en el momento cuando cerró los ojos a su padre y besó su rostro,
elevando una plegaria al cielo y rogando por su alma. Parecía que todo eso hubiese
sucedido ayer…
Su vida transcurría con demasiadas
tristezas y desdichas. No concebía la razón por la que su existencia estaba
signada por la tragedia. Había ido perdiendo a su familia empezando por su
padre; luego su madre, después a su hermana y finalmente a su sobrina. Percibía que lo único con sentido en la vida
era su matrimonio, la unión con su esposo Anthony a quien adoraba y temía
ahogar arrastrándolo con toda la desventura que los rodeaba. Pero Francis entró
en su vida cambiándola de manera radical. Hacía tanto tiempo que deseaba ser
madre y no sabía si fue el destino o la mano de Dios quien de esa forma tan
especial le entregó al hijo de su hermana, al cual empezó a querer como propio.
Inicialmente pensaba que era un sentimiento de lástima de verlo tan desvalido y
triste. Pero ahora sabía que en verdad lo amaba, quería lo mejor para él.
Estaba dispuesta a ayudarlo y hacer lo necesario para que se recuperase; y quizás
con el tiempo, el niño pudiera quererla como si fuera su madre. «Eso es lo que
hubiera deseado Ann… —pensó— y ojalá que llegue a querer a Tony como si fuera
su padre. Ahora lo más importante es que vuelva a la normalidad y yo también». Luego, estiró el brazo y alcanzó su cartera
sobre el velador, la abrió y extrajo la tarjeta que le dieron en el hospital
procediendo a leerla:
Leonard Steel —Psiquiatra Infantil…
«Dios quiera que este doctor
pueda ayudarlo—pensó—, espero que sí sea »…
Agotada y con una profunda
aflicción volvió a colocar el portarretrato y la tarjeta sobre el mueble, luego
abrazó su almohada tratando en vano de sentirse acompañada. Miró el reloj
despertador y comprobó que era la una de la madrugada. Continúo llorando y pese al cansancio que
sentía, no conseguía quedarse dormida…
De un momento a otro la iluminación
de la habitación empezó a titilar menguando su intensidad ocasionando que la
alcoba adquiriese un tinte extraño y mortecino. El ambiente a media luz lo
sentía raro y pesado. Daba la impresión de que una fuerza invisible se hallaba
en la recámara y le proporcionaba un sentimiento de angustia y temor; similar
al momento en que una persona se encuentra en un funeral y al aproximarse al
ataúd para ver a quien yace en su interior, no puede impedir sobresaltarse al
saber que estará cara a cara con la muerte y que en cualquier momento llegará
su turno de ocupar aquel lugar, sin lugar a duda. En un principio Rita intentó
no darle importancia: —«es una baja de corriente—pensó—seguramente durará unos
segundos.» — Sin embargo la luz no recobró su intensidad habitual. Con esa
pobre y anormal iluminación las sombras de los muebles y demás enseres del
dormitorio adoptaron formas diversas e insólitas, similares a criaturas al
acecho mostrándose siniestras, sobrenaturales y fantásticas, empezando a
causarle temor. Miraba hacia todos los rincones de la alcoba cerciorándose de
que estaba sola: más, tenía el presentimiento de que no era así…
Desde el techo la lámpara
principal reflejaba una larga silueta empezando por su base alargada que
reflejaba una delgada línea, la cual paulatinamente iba ensanchándose hasta llegar a la
pared; al mismo tiempo que los negros reflejos
de los bombillos se transformaban en horripilantes dedos, que al alcanzar la unión con el piso se estiraban
hasta tocar con sus puntas el lecho; como si fueran las garras de un ave de
rapiña envolviéndolas con su macabra lobreguez. Frente a Rita la pantalla
apagada del televisor le devolvía su figura sobre la cama abrazada a la
almohada, y la forma terrorífica de la garra desde la parte de arriba se
prolongaba hasta su cabeza y continuaba descendiendo lentamente. Sorprendida
miraba esa atemorizante silueta que inundaba todo el lugar, como una mortaja
siniestra y letal que la colmó de pavor. De un salto se puso de pie, tratando
de huir de esa horrible opacidad dirigiéndose hacia la puerta; quería escapar
de allí como fuera posible. Giró la manilla pero no pudo salir; “alguien” o
“algo” la encerraron, a la vez que la
oscuridad iba en aumento. A prisa, se
encaminó hacia la ventana para tratar de huir, pero al cruzar frente al espejo
pudo captar con el rabillo del ojo algo que captó su atención, pero debido a la
oscuridad le era difícil reconocer. Aproximándose al vidrio, se detuvo
paralizada por aquel reflejo. Detallando la imagen que tenía al frente
contempló que su rostro no era el mismo de siempre. La frente, mejillas y
mentón estaban surcados por terribles y profundas arrugas. Los anteriormente
bellos ojos verdes lucían apagados y sin vida cubiertos de una película opaca,
como si tuvieran cataratas. Los labios rosados y sensuales se transformaron en
dos especies de gusanos arrugados y marchitos de color grana, que
entreabiertos, dejaban ver unos dientes amarillentos y marrones. Las pecas que
adornaban su rostro se transformaron en pequeñas verrugas de color marrón
oscuro y su cabello se tornó completamente blanco al igual que sus cejas. Su
cara decrépita y macilenta representaba a una persona de más de un siglo de
existencia.
Trató de gritar pero le fue
imposible. Su garganta se hallaba seca, cual si hubiese tragado un puñado de
aserrín y le impedía emitir sonido alguno. Quiso moverse pero su cuerpo no le
respondía. Comenzó a observar sus brazos arrugados y flácidos; los colgajos de
piel llenos de estrías se sostenían en sus huesos como si se trataran de alas
de un murciélago. Bajó la mirada y la impresión fue peor. Sus turgentes y
atractivos senos se convirtieron en dos ubres aplastadas que se aferraban a la
piel sosteniéndose apenas y amenazando con desprenderse de su torso. Las
hermosas piernas se transformaron en un par de palos horrendos envueltos en una
piel informe, llena de arrugas y várices inflamadas verdes y moradas. Algunos
vasos capilares se mostraban claramente bajo su mortecina humanidad
desplegándose como pequeñas telas de araña de color violáceo. Los dedos de sus
pies previamente diminutos, delicados y pulcramente cuidados; eran una especie
de patas de gallina; estaban deformes, colmados de callos y juanetes cabalgados
por venas varicosas y coronados por unas asquerosas uñas negras resquebrajadas
y deformes. Del cuello hacia abajo
estaba paralizada como si una fuerza invisible la obligase a ver el espectáculo
terrible; aquel esqueleto viviente, una tremebunda y aborrecible caricatura de
ser humano. La imagen de la decrepitud: repulsiva, roñosa, caduca y cubierta de
pliegues en que se transformó.
Empezó a temblar dominada por el
pavor. Haciendo un supremo esfuerzo puso las manos en sus mejillas para tocarse
y cerciorarse de lo que le sucedía, pero fue peor. Dos escalofriantes manos
huesudas, marchitas, ajadas y plagadas de efélides oscuras, culminaban en unas
deformadas y atemorizantes uñas curvas marrones que sobresalían los bordes de
su rostro…
—«Santo cielo—pensó— ¿qué me
pasa? ¿Estoy alucinando? bendito Jesús, ayúdame por favor. Ven a socorrerme…»
Pero sus manos no le respondían,
no obedecían a su cerebro. Se separaron de su rostro lentamente enseñando las yemas de los dedos mustias y manchadas,
empezando a moverse frente a sus ojos, agitándose como si tuviesen vida propia;
hacia arriba y hacia abajo rápidamente. Pavoneándose de esas horrendas uñas
oscuras, afiladas como hojas de afeitar. Deleitándose al percatarse de la
sensación de espanto que causaban a su angustiada espectadora…
Las extremidades se alejaron un
poco más de su rostro e impotente vio como la mano izquierda se elevaba y luego
descendía lentamente en forma perpendicular, clavándose en su cabeza, mientras
la otra hacía lo mismo con el lado derecho de su frente. Un horroroso grito de
dolor y espanto salió por fin de su garganta: — ¡AAAYYYY!...
Las manos trabajaban sin
detenerse, mientras la izquierda zambullida en su cuero cabelludo iba
arrancando el pelo cortándolo desde la raíz; la derecha hundida en su cara le
iba arrancando trozos de piel y músculos a la vez que la sangre se derramaba
dese su cabeza, pasando por su marchito rostro, regándose sobre su cuello y
pecho. Inicialmente en pequeñas gotas, pero a medida que las extremidades
acentuaban su labor de cortar y destrozar como si fueran perros de presa, caía
una pequeña cascada empapando todo su cuerpo de color carmesí.
Cada uno de los cortes,
laceraciones y desgarres eran percibidos en lo más profundo de su ser. La mano
derecha se separó de su rostro e hizo un puño dejando por fuera el dedo índice
derecho con esa espantosa uña, cual diminuta cimitarra y se alejó a un par de
centímetros de éste. Luego se hundió en
el ojo del mismo lado, cortando lentamente en forma circular y extrayéndolo de
un solo golpe, mientras en su cabeza permanecían únicamente algunos mechones de cabello anegados en sangre.
La mano izquierda se introdujo en su boca desgarrándola y procedió a arrancarle
un trozo de encía llevándose consigo algunos dientes, mientras una saliva
espesa y amarilla en forma de gruesos hilos se escurría de su repugnante boca y
caía sobre sus pechos mezclándose con el fluido rojo…
El dolor que Rita estaba
sufriendo era aterrador, por más que intentaba gritar y pedir ayuda era
imposible. Abría la boca lo más que podía, pero únicamente salían ligeros
gruñidos, lamentos sordos de un animal
herido mientras su ordalía continuaba. En ese momento le quedaban algunos
pedazos del rostro de su lado izquierdo.
De modo repentino en medio de su
tormento, comenzó a percibir un leve zumbido que lentamente empezaba a
incrementarse taladrando sus oídos. Sintió como si su cabeza hubiera estallado
en mil pedazos; todo se volvió negro y de forma pausada en medio de la
oscuridad aparecieron miles de diminutos puntos multicolores como chispas que se
dirigían en todas direcciones. Hizo un esfuerzo sobrehumano para tomar el
control de esas manos que la habían destrozado, estirando los brazos hacia
adelante… Rita no entendía lo que sucedía, las luces continuaban encendidas y
la luz del sol entraba por la ventana. Como pudo se alejó del espejo
retrocediendo, logrando sentarse jadeando sobre la cama, confundida y
totalmente fuera de sí. La cabeza le dolía de un modo terrible y su rostro
estaba empapado por las lágrimas. De su puño derecho sobresalían algunos
cabellos castaños y la otra mano sostenía la almohada que mostraba algunas
manchas rojas, como si hubiese sido deslizada sobre su rostro, tratando de
usarla como toalla.
Miró el techo, el televisor y
los demás muebles de la alcoba cerciorándose que se encontraba en su
habitación, en su hogar. Aturdida, aún no concebía cómo había sucedido todo
eso. «En ningún momento me quedé dormida—pensó—no puedo haber sido un sueño… »
La luz de la mañana bañaba por completo el aposento y finalmente se levantó de
la cama. Aún sentía que su cuerpo temblaba debido a la terrible experiencia que
acababa de sufrir. Miró una vez más el portarretrato y giró con dirección al
cuarto de baño. Necesitaba tomar una ducha y refrescarse para tratar de olvidar
esa demencial pesadilla. Se acercó hacia el espejo y el pánico retornó como una
marejada glacial y siniestra al comprobar con horror el aspecto de su rostro.
La imagen dantesca de la anciana tuerta, masacrada y sin piel, le devolvía la mirada
con una mueca aterrorizante abriendo la torcida boca de un modo irreal. Rita
trato de moverse nuevamente para escapar; tenía que salir de ese lugar cuanto
antes, a toda prisa. En ese instante desde la pared posterior a donde se
hallaba, apareció un brillo insólito que empezó a aumentar en intensidad
paralizándola. La mujer no podía ni quería voltear. La imagen de la anciana en
el espejo permaneció en silencio y levantó paulatinamente su famélico y
escalofriante brazo derecho señalando con el huesudo dedo índice hacia aquel
resplandor; mientras Rita miraba absorta como esa luz poco a poco iba adoptando
una extraña silueta hasta transformarse en algo similar a un ser humano. A
punto de desvanecerse por la impresión, pudo distinguir para su pesar que era
el cadáver desnudo, descompuesto y masacrado de su hermana, quien con la cabeza
en alto abría los restos descarnados y pútridos de sus brazos. Caminaba despacio acercándose y emitiendo un
sonido sordo, similar a un sollozo. Rita creyó entender que la llamaba por su
nombre: —Ri...taaaa…, Riiii…taa...—.
No pudo resistir más, las
piernas no le respondían y todo le daba vueltas; le fue imposible advertir en
qué instante se desplomó sobre el piso. Así permaneció unos instantes sin poder
levantarse, ya no podía ver la terrible aparición. Trato de mover la cabeza
hacia el lado izquierdo del lado donde aún conservaba el ojo, miró hacia
donde apareció esa imagen pero no había
nadie. Trato de ver hacia el otro lado, pero no conseguía levantar la cabeza
por más esfuerzos que hacía. El cuerpo
le temblaba incontrolablemente y no reaccionaba.
—Riiii...taaaaa…
La mujer oyó una vez más ese
terrible lamento que ahora se escuchó más cerca, demasiado…
«Virgen santísima… amado
Jesús—pensó—apiádate de mí. Socórreme en este momento. Ten piedad de mí, te lo
suplico…»
Desde el piso echó la cabeza
hacia atrás tratando de descubrir dónde estaba la terrible visión pero no podía
apreciar nada. Bruscamente sintió que la agarraban con fuerza de las muñecas y
con estremecimiento pudo comprobar que el terrible rostro de “su hermana” se
encontraba sobre su cara, a unos centímetros en sentido opuesto. Su sorpresa fue aún mayor al reconocer que su
terrorífica imagen reflejada en el espejo era la que ahora ostentaba aquel
espectro…
—Rita…— Salió de la garganta del
trasgo. Era una horrenda voz venida de un agujero profundo, de una sepultura
arcana y triste mientras la sujetaba férreamente impidiéndole incorporarse.
Sin atinar qué hacer vio que el
rostro del espectro se separaba unos centímetros de su cara abriendo
su boca, haciendo relucir sus incompletos y fermentados dientes, dejando ver la
terrible oscuridad de su interior. De pronto de esa siniestra cueva, algo
empezó a moverse con parsimonia y luego con vigor. Comenzó a emerger una
especie de punta, de color marrón oscuro. Luego unas diminutas patas menudas
cubiertas de zarpas como si fueran de algún tipo de animal, algo semejante a…
— ¡NO, NO, NO…! —Gritó Rita—
mientras una catarata de ratas salían vomitadas de la boca de la aparición y
caían sobre su rostro, cubriendo por completo su cuerpo. La despavorida mujer
cerró el ojo e hizo un esfuerzo sobrehumano para liberarse del agarre de sus
muñecas y, como si hubiese estado envuelta en una fuerza invisible pudo liberar
sus manos y piernas de un solo golpe empezando a revolcarse en el piso,
tratando de soltarse de la avalancha mortal de roedores que la bañó por completo
empapándola de desesperación, náuseas y horror. Con claridad podía sentir el
contacto de los animales a lo largo de su cuerpo. Los pelajes, bigotes y
narices húmedas de cientos de ratas que la tocaban por todos lados… hasta que
por fin, fue capaz de abrir los ojos. ¿Los ojos? Se incorporó sentándose en el acto. Respiraba
agitadamente y su camisa de dormir estaba anegada de sudor. Miró alrededor y la
habitación permanecía intacta. Las luces de la lámpara se encontraban encendidas
y alumbraban el recinto con normalidad. La mesa de noche, el mueble de tocador,
los cuadros en las paredes, el televisor y todo lo demás se encontraba en
orden. De un salto, se dirigió hacia el espejo para poder ver su imagen
reflejada y pudo verificar para su tranquilidad que era ella, la misma de
siempre, que tenía los ojos rojos y las mejillas humedecidas por las lágrimas.
Todavía respiraba con agitación y temblaba a causa del horrendo sueño,
alucinación ¿o visón? Que acababa de
padecer. Miró la hora en la radio despertadora y asombrada comprobó que eran la
una y diez minutos de la madrugada. Dirigió la vista hacia la cama y contempló
estupefacta que la almohada que había sostenido en su regazo se encontraba por
completo destrozada, reducida a pequeños pedazos, desgarrados como si hubiera sido… mordida por roedores.
Sin mirar hacia atrás ni apagar
la luz, salió rauda de la alcoba yendo a la de Francis quien dormitaba
profundamente. Cerró la puerta con seguro y se acostó en la cama con su
sobrino.
En ese momento no podía dormir
ni quería hacerlo. Deseaba que llegara el amanecer. Esa noche se le hizo
eterna…
No hay comentarios:
Publicar un comentario