I. DE LA OSCURIDAD
De
Herbert West, amigo mío durante el tiempo de la universidad y posteriormente,
no puedo hablar sino con extremo terror. Terror que no se debe totalmente a la
forma siniestra en que desapareció recientemente, sino que tuvo origen en la
naturaleza entera del trabajo de su vida, y adquirió gravedad por primera vez
hará más de diecisiete años, cuando estábamos en tercer año de nuestra carrera,
en la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic de Arkham. Mientras
estuvo conmigo, lo prodigioso y diabólico de sus experimentos me tuvo
completamente fascinado, y fui su más íntimo compañero. Ahora que ha
desaparecido y se ha roto el hechizo, mi miedo es aún mayor. Los recuerdos y las
posibilidades son siempre más terribles que la realidad.
El
primer incidente horrible durante nuestra amistad supuso la mayor impresión que
yo había llevado hasta entonces, y me cuesta tenerlo que repetir. Ocurrió, como
digo, cuando estábamos en la Facultad de Medicina, donde West se había hecho ya
famoso con sus descabelladas teorías sobre la naturaleza de la muerte y la
posibilidad de vencerla artificialmente. Sus opiniones, muy ridiculizadas por
el profesorado y los compañeros, giraban en torno a la naturaleza esencialmente
mecanicista de la vida, y se referían al modo de poner en funcionamiento la
maquinaria orgánica del ser humano mediante una acción química calculada,
después de fallar los procesos naturales. Con el fin de experimentar diversas
soluciones reanimadoras, había matado y sometido a tratamiento a numerosos
conejos, cobayas, gatos, perros y monos, hasta convertirse en la persona más
odiada de la Facultad. Varias veces logró obtener signos de vida en animales
supuestamente muertos; en muchos casos, signos violentos de vida; pero pronto
se dio cuenta que la perfección, de ser efectivamente posible, comportaría
necesariamente toda una vida dedicada a la investigación. Así mismo, vio
claramente que, puesto que la misma solución no actuaba del mismo modo en diferentes
especies orgánicas, necesitaba disponer de sujetos humanos si quería lograr
nuevos y más especializados progresos. Y aquí es donde chocó, con las
autoridades universitarias, y le fue retirado el permiso para efectuar
experimentos, nada menos que por el propio decano de la Facultad de Medicina,
el sabio y bondadoso doctor Allan Halsey, cuya obra en pro de los enfermos es
recordada por todos los vecinos antiguos de Arkham.
Yo
siempre me mostré excepcionalmente tolerante con los trabajos de West, y a menudo
hablábamos de sus teorías, cuyas derivaciones y corolarios eran casi infinitos.
Sosteniendo con Haeckel que toda vida es un proceso químico y físico, y que la
supuesta «alma» es un mito, mi amigo creía que la reanimación artificial de los
muertos podía depender sólo del estado de los tejidos; y que, a menos que se
hubiese iniciado una verdadera descomposición, todo cadáver totalmente dotado
de órganos era susceptible de recibir mediante el adecuado tratamiento, esa
condición peculiar que se conoce como vida. West comprendía perfectamente que
el más ligero deterioro de las células cerebrales ocasionadas por un período
letal, incluso fugaz, podía dañar la vida intelectual y psíquica.
Al
principio, tenía esperanzas de encontrar un reactivo capaz de restituir la
vitalidad antes de la verdadera aparición de la muerte, y solo los repetidos
fracasos en animales le habían revelado que eran incompatibles los movimientos
vitales naturales y los artificiales. Entonces se procuró ejemplares
extremadamente frescos y les inyectó sus soluciones en la sangre,
inmediatamente después de la extinción de la vida. Tal circunstancia volvió
enormemente escépticos a los profesores, ya que entendieron que en ningún caso
se había producido una verdadera muerte. No se pararon a considerar la cuestión
detenida y razonablemente.
Poco
después que el profesorado le prohibiese continuar sus trabajos, West me confió
su decisión de conseguir ejemplares frescos de una manera o de otra, y reanudar
en secreto los experimentos que no podía realizar abiertamente. Era horrible
oírle hablar sobre el medio y manera de conseguirlos; en la Facultad nunca
tuvimos que ocuparnos nosotros de conseguir ejemplares para las prácticas de
anatomía. Cada vez que mermaba el depósito, dos negros de la localidad se
encargaban de subsanar este déficit sin que se les preguntase jamás su
procedencia. West era por entonces un joven, delgado y con gafas, de facciones
delicadas, pelo amarillo, ojos azul pálido y voz suave; y era extraño oírle
explicar cómo la fosa común era relativamente más interesante que el cementerio
perteneciente a la Iglesia de Cristo dado que casi todos los cuerpos de la
Iglesia de Cristo estaban embalsamados; lo cual, evidentemente, hacía
imposibles las investigaciones de West.
Por
entonces era yo su ferviente y cautivado auxiliar, y le ayudé en todas sus
decisiones; no sólo en las que se referían a la fuente de abastecimiento de
cadáveres, sino también en las concernientes al lugar adecuado para nuestro
repugnante trabajo. Fui yo quien pensó en la granja deshabitada de Chapman, al
otro lado de Meadow Hill; allí habilitamos una habitación de la planta baja
como sala de operaciones y otra como laboratorio, dotándolas de gruesas
cortinas, a fin de ocultar nuestras actividades nocturnas. El lugar estaba
retirado de la carretera, y no había casas a la vista; de todos modos, era
necesario extremar las precauciones, ya que el más leve rumor sobre extrañas
luces que cualquier caminante nocturno hiciese correr podía resultar
catastrófico para nuestra empresa. Si llegaban a descubrirnos, acordamos decir
que se trataba de un laboratorio químico.
Poco
a poco equipamos nuestra siniestra guarida científica, con materiales comprados
en Boston o sacados a escondidas de la facultad —materiales cuidadosamente camuflados,
a fin de hacerlos irreconocibles, salvo para unos ojos expertos—, y nos
proveímos de palas y picos para los numerosos enterramientos que tendríamos que
efectuar en el sótano. En la facultad había un incinerador, pero un aparato de
ese género era demasiado costoso para un laboratorio clandestino como el
nuestro. Los cuerpos eran siempre un engorro... incluso los minúsculos
cadáveres de cobaya de los experimentos secretos que West realizaba en su
habitación de la pensión donde vivía.
Seguíamos
las noticias necrológicas locales como vampiros, ya que nuestros ejemplares
requerían condiciones determinadas. Lo que queríamos eran cadáveres enterrados
poco después de morir y sin preservación artificial alguna; preferiblemente,
exentos de malformaciones morbosas y, desde luego, con todos los órganos.
Nuestras mayores esperanzas estaban en las víctimas de accidentes.
Durante
varias semanas no tuvimos noticias de ningún caso apropiado, aunque hablábamos
con las autoridades del depósito y del hospital, fingiendo representar los
intereses de la facultad, si bien con no demasiada frecuencia en todos los
casos, de manera que quizás necesitáramos quedarnos en Arkham durante las
vacaciones, en que sólo se impartían las limitadas clases de los cursos de
verano. Al final nos sonrió la suerte; pues un día nos enteramos que
enterrarían en la fosa común un caso casi ideal: un joven y fornido obrero que
se había ahogado el día anterior en Summer's Pond; lo enterrarían sin
dilaciones ni embalsamamientos, por cuenta de la ciudad. Esa tarde localizamos
la nueva sepultura, y decidimos empezar a trabajar poco después de la
medianoche.
Fue
una labor repugnante la que acometimos en la oscuridad de las primeras horas de
la madrugada, aun cuando en aquella época no teníamos ese horror especial a los
cementerios que nuestras experiencias posteriores nos despertó. Llevamos palas
y lámparas de petróleo porque, si bien ya habían linternas eléctricas entonces,
no eran tan satisfactorias como esos aparatos de tungsteno de hoy día. El trabajo
de exhumación fue lento y sórdido —podía haber sido horriblemente poético, si
en vez de científicos hubiésemos sido artistas—; y sentimos alivio cuando
nuestras palas chocaron con madera. Una vez que la caja de pino quedó
enteramente al descubierto, West bajó y quitó la tapa, sacó el contenido y lo
dejó apoyado. Me incliné, lo agarré, y entre los dos lo sacamos de la fosa; a
continuación trabajamos denodadamente para dejar el lugar como antes.
La
empresa nos puso algo nerviosos; sobre todo, el cuerpo tieso y la cara
inexpresiva de nuestro primer trofeo; pero nos las arreglamos para borrar todas
las huellas de nuestra visita. Cuando quedó aplanada la última paletada de
tierra, metimos el ejemplar en un saco de lienzo y emprendimos el regreso hacia
la granja del viejo Chapman, al otro lado de Meadow Hill.
En
una improvisada mesa de disección instalada en la vieja granja, a la luz de una
potente lámpara de acetileno, el ejemplar no ofrecía un aspecto demasiado
espectral. Había sido un joven robusto y poco imaginativo, al parecer un tipo
saludable, y plebeyo —constitución ancha, ojos grises y cabello castaño—; un
animal sano, sin complejidades psicológicas, y probablemente con unos procesos
vitales de lo más simple y sanos. Ahora bien, con los ojos cerrados, parecía
más dormido que muerto; sin embargo, la prueba experta de mi amigo disipó en
seguida toda duda al respecto. Al fin teníamos lo que West siempre había deseado:
un muerto verdaderamente ideal, apto para la solución que habíamos preparado
con minuciosos cálculos y teorías; a fin de utilizar en el organismo humano.
Nuestra tensión era enorme. Sabíamos que las posibilidades de lograr un éxito
completo eran remotas, y no podíamos reprimir un miedo horrible a las grotescas
consecuencias de una posible animación parcial. Nos sentíamos especialmente
aprensivos en lo que se refiera a la mente y a los impulsos de la criatura, ya
que podía haber sufrido un deterioro en las delicadas células cerebrales con
posterioridad a la muerte. Por lo que a mí respecta, aún conservaba una curiosa
noción tradicional del «alma» humana, y sentía cierto temor ante los secretos
que podía revelar alguien que regresaba desde el reino de los muertos. Me
preguntaba qué visiones pudo presenciar este plácido joven, si volvía plenamente
a la vida. Pero mi expectación no era excesiva, ya que compartía casi en su
mayor parte el materialismo de mi amigo. Él se mostró más tranquilo que yo al
inyectar una buena dosis de su fluido en una vena del brazo del cadáver, y
vendar inmediatamente el pinchazo.
La
espera fue espantosa, pero West no perdió el aplomo en ningún momento. De
cuando en cuando, aplicaba su estetoscopio al ejemplar, y soportaba
filosóficamente los resultados negativos. Al cabo de unos tres cuartos de hora,
viendo que no se producía el menor signo de vida, declaró decepcionado que la
solución era inapropiada; sin embargo decidió aprovechar al máximo esta
oportunidad, y probar una modificación de la fórmula, antes de deshacerse de su
macabra presa. Esa tarde habíamos cavado una sepultura en el sótano, y
tendríamos que llenarla al amanecer, pues aunque habíamos puesto cerradura a la
casa, no queríamos correr el más mínimo riesgo para que se produjera un desagradable
descubrimiento. Además, el cuerpo no estaría ni medianamente fresco a la noche
siguiente. De modo que trasladamos la solitaria lámpara de acetileno al
laboratorio contiguo —dejando a nuestro mudo huésped a oscuras sobre la losa— y
nos pusimos a trabajar en la preparación de una nueva solución, tras comprobar
West el peso y las mediciones casi con fanático cuidado.
El
espantoso suceso fue repentino y totalmente inesperado. Yo estaba vertiendo
algo de un tubo de ensayo a otro, y West se encontraba ocupado con la lámpara
de alcohol —que hacía las veces de mechero Bunsen en ese edificio sin instalación
de gas—, cuando de la habitación que habíamos dejado a oscuras brotó la más
horrenda y demoníaca sucesión de gritos jamás oída por ninguno de los dos. No
habría sido más espantoso el caos de alaridos si el abismo se hubiese abierto
para liberar la angustia de los condenados, ya que en aquella cacofonía inconcebible
se concentraba el supremo terror y desesperación de la naturaleza animada. No
podían ser humanos —un hombre no es capaz de proferir gritos así—; y sin pensar
en el trabajo que estábamos realizando, ni en la posibilidad que lo
descubrieran, saltamos los dos por la ventana más próxima como animales despavoridos,
derribando tubos, lámparas y matraces, y huyendo alocadamente a la estrellada
negrura de la noche rural. Creo que gritamos mientras corríamos frenéticamente
hacia la ciudad; aunque al llegar a las afueras adoptamos una actitud más
contenida... lo suficiente como para pasar por un par de juerguistas trasnochadores
que regresaban a casa después de una francachela.
No
nos separamos, sino que nos refugiamos en la habitación de West, y allí estuvimos
hablando, con la luz de gas encendida, hasta que amaneció. A esa hora nos
habíamos serenado un poco discurriendo teorías plausibles y sugiriendo ideas prácticas
para nuestra investigación, de forma que pudimos dormir todo el día, en lugar
de asistir a clases. Pero esa tarde aparecieron dos artículos en el periódico, sin
relación alguna entre sí, que nos quitaron el sueño. La vieja casa deshabitada de
Chapman había ardido inexplicablemente, quedando reducida a un informe montón
de cenizas; eso lo entendíamos, ya que habíamos volcado la lámpara. El otro,
informaba que habían intentado abrir la reciente sepultura de la fosa común, como
si hubiesen hurgado en la tierra vanamente y sin herramientas. Esto nos resultaba
incomprensible, ya que habíamos aplanado muy cuidadosamente la tierra húmeda.
Y
durante diecisiete años, West anduvo mirando por encima del hombro, y
quejándose que le parecía oír pasos detrás de él. Ahora ha desaparecido.
II. EL DEMONIO DE
LA PESTE
Jamás
olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, en que, como un demonio
maligno proveniente desde las moradas de Eblis, se propagó el tifus solapadamente
por toda Arkham. Muchos recuerdan ese año por dicho azote satánico, ya que un
auténtico terror se cernió con membranosas alas sobre los ataúdes amontonados
en el cementerio de la Iglesia de Cristo; sin embargo, hay un horror mayor aún
que data de esa época: un horror que sólo yo conozco, ahora que Herbert West ya
no está en este mundo.
West
y yo hacíamos trabajo de post graduación en el curso de verano de la Facultad
de Medicina de la Universidad Miskatonic, y mi amigo había adquirido gran
notoriedad debido a sus experimentos encaminados a la revivificación de los muertos.
Tras la matanza científica de innumerables bestezuelas, la monstruosa labor
quedó suspendida aparentemente por orden de nuestro escéptico decano, el doctor
Allan Halsey; pero West siguió realizando ciertas pruebas secretas en la sórdida
pensión donde vivía, y en una terrible e inolvidable ocasión se apoderó de un
cuerpo humano de la fosa común, transportándolo a una granja situada a otro lado
de Meadow Hill.
Yo
estuve con él en aquella ocasión, y le vi inyectar en las venas exánimes el elixir
que según él, restablecería en cierto modo los procesos químicos y físicos. El
experimento concluyó horriblemente —en un delirio de terror que poco a poco llegamos
a atribuir a nuestros nervios sobreexcitados—, y West ya no fue capaz de
librarse de la enloquecedora sensación que le seguían y perseguían. El cadáver
no estaba lo bastante fresco; es evidente que para restablecer las condiciones
mentales normales, el cadáver debe ser verdaderamente fresco; por otra parte,
el incendio de la vieja casa nos impidió enterrar el ejemplar. Habría sido preferible
tener la seguridad que estaba bajo tierra.
Después
de esa experiencia, West abandonó sus investigaciones durante algún tiempo;
pero lentamente recobró su celo de científico nato, y volvió a importunar a los
profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para utilizar la sala de
disección, y ejemplares humanos frescos para el trabajo que él consideraba tan tremendamente
importante. Pero sus súplicas fueron completamente inútiles, ya que la decisión
del doctor Halsey fue inflexible, y todos los demás profesores apoyaron el
veredicto de su superior. En la teoría fundamental de la reanimación no veían
sino extravagancias inmaduras de un joven entusiasta cuyo cuerpo delgado,
cabello amarillo, ojos azules y miopes, y suave voz no hacían sospechar el
poder supranormal —casi diabólico— del cerebro que albergaba en su interior. Aún
lo veo como era entonces y me estremezco. Su cara se volvió más severa, aunque
no más vieja. Y ahora Sefton carga con la desgracia, y West ha desaparecido.
West
chocó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro último
año de carrera, en una disputa que le reportó menos prestigio a él que al
bondadoso decano en lo que a cortesía se refiere. Afirmaba que este hombre se
mostraba innecesaria e irracionalmente terco, ante una obra que deseaba
comenzar mientras aún tenía la oportunidad de disponer de las excepcionales
instalaciones de la facultad. El que los profesores, apegados a la tradición
ignorasen los singulares resultados obtenidos en animales, y persistiesen en
negar la posibilidad de reanimación, era indeciblemente indignante, y casi incomprensible
para un joven del temperamento lógico de West. Sólo una mayor madurez podía
ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas del tipo «doctor-profesor»,
producto de generaciones de puritanos mediocres, bondadosos, conscientes,
afables, y corteses, a veces, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de
las costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es más caritativo con
estas personas incompletas aunque de alma grande, cuyo defecto fundamental, en
realidad, es la timidez, y las cuales reciben finalmente el castigo de la
irrisión general por sus pecados intelectuales: su ptolomeísmo, su calvinismo,
su antidarwinismo, su antinietzaheísmo, y por toda clase de sabbatarinanismo y
leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar de sus maravillosos
conocimientos científicos, tenía escasa paciencia con el buen doctor Halsey y
sus eruditos colegas, y alimentaba un rencor cada vez más grande, acompañado de
un deseo por demostrar la veracidad de sus teorías a estas obtusas dignidades
de alguna forma impresionante y dramática. Y como la mayoría de los jóvenes, se
entregaban a complicados sueños de venganza, de triunfo y de magnánima
indulgencia final.
Y
entonces surgió el azote, sarcástico y letal, de las cavernas pesadillescas del
Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando empezó, aunque seguíamos en la
Facultad, realizando un trabajo adicional del curso de verano, de forma que aún
estábamos en Arkham cuando se desató con furia demoníaca en toda la ciudad.
Aunque todavía no estábamos autorizados para ejercer, teníamos nuestro título,
y nos vimos frenéticamente requeridos a incorporarnos al servicio público, al
aumentar el número de los afectados. La situación se hizo casi incontrolable, y
las defunciones se producían con demasiada frecuencia para que las empresas
funerarias de la localidad pudieran ocuparse satisfactoriamente de ellas. Los
entierros se efectuaban en rápida sucesión, sin preparación alguna, y hasta el
cementerio de la Iglesia de Cristo estaba atestado de ataúdes con muertos sin
embalsamar. Esta circunstancia no dejó de tener su efecto en West, que a menudo
pensaba en la ironía de la situación: tantísimos ejemplares frescos, y sin
embargo, ¡ninguno servía para sus investigaciones! Estábamos tremendamente
abrumados de trabajo, y una terrible tensión mental y nerviosa sumía a mi amigo
en morbosas reflexiones.
Pero
los afables enemigos de West no estaban enfrascados en agobiantes deberes. La
Facultad fue cerrada, y todos los doctores adscritos a ella colaboraban en la
lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey, sobre todo, se distinguía
por su abnegación, dedicando toda su enorme capacidad, con sincera energía, a
los casos que muchos otros evitaban por el riesgo que representaban, o por
juzgarlos desesperados. Antes de terminar el mes, el valeroso decano se había
convertido en héroe popular aunque él no parecía tener conciencia de su fama, y
se esforzaba en evitar el desmoronamiento por cansancio físico y agotamiento
nervioso. West no podía menos que admirar la fortaleza de su enemigo; pero
precisamente por esto estaba aún más decidido a demostrarle la verdad de sus
asombrosas teorías. Una noche, aprovechando la desorganización que reinaba en
el trabajo de la Facultad y las normas sanitarias municipales, se las arregló
para introducir en forma camuflada el cuerpo de un recién fallecido en la sala
de disección, y le inyectó en mi presencia una nueva variante de su solución.
El cadáver abrió efectivamente los ojos, aunque se limitó a fijarlos en el
techo con expresión de paralizado horror, antes de caer en una inercia de la
que nada fue capaz de sacarlo, West dijo que no era lo suficientemente fresco;
el aire caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esa vez estuvieron a
punto de sorprendernos antes de incinerar los despojos, y West no consideró
aconsejable repetir esta utilización indebida del laboratorio de la Facultad.
El
apogeo de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de
sucumbir, en cuanto al doctor Halsey falleció el día catorce. Todos los estudiantes
asistieron a su precipitado funeral el día quince, y compraron una impresionante
corona, aunque casi la ahogaban los testimonios enviados por los ciudadanos
acomodados de Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue casi un
acontecimiento público, dado que el decano fue un verdadero benefactor para la
ciudad. Después del sepelio, nos quedamos bastantes deprimidos, y pasamos la
tarde en el bar de la Comercial House, donde West, aunque afectado por la
muerte de su principal adversario, nos hizo estremecer a todos hablándonos de
sus notables teorías. Al oscurecerse, la mayoría de los estudiantes regresaron a
sus casas o se incorporaron a sus diversas ocupaciones; pero West me convenció
para que lo ayudase a «sacar partida de la noche». La patrona de West nos vio
entrar en la habitación alrededor de las dos de la madrugada, acompañados de un
tercer hombre, y le contó a su marido que se notaba que habíamos cenado y
bebido demasiado bien.
Aparentemente,
la avinagrada patrona tenía razón; pues hacia las tres, la casa entera se
despertó con los gritos procedentes de la habitación de West, cuya puerta
tuvieron que echar abajo para encontrarnos a los dos inconscientes, tendidos en
la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y magullados, con trozos de
frascos e instrumentos esparcidos a nuestro alrededor. Sólo la ventana abierta
revelaba que fue de nuestro asaltante, y muchos se preguntaron qué le
ocurriría, después del tremendo salto que tuvo que dar desde el segundo piso al
césped. Encontraron ciertas ropas extrañas en la habitación, pero cuando West
volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran muestras
recogidas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus investigaciones
sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen
inmediatamente en la amplia chimenea. Ante la policía, declaramos ignorar por
completo la identidad del hombre que estuvo con nosotros. West explicó con
nerviosismo que se trataba de un extranjero afable al que habíamos conocido en
un bar de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo alegres y
West y yo no queríamos que detuviesen a nuestro belicoso compañero.
Esa
misma noche presenciamos el comienzo del segundo horror de Arkham; horror que,
para mí, iba a eclipsar a la misma epidemia. El cementerio de la iglesia de
Cristo fue escenario de un horrible asesinato; un vigilante fue muerto a
arañazos, no sólo de manera indescriptiblemente espantosa, sino que había dudas
que el agresor fuese un ser humano. La víctima había sido vista con vida bastante
después de la medianoche, descubriéndose el incalificable hecho al amanecer. Se
interrogó al director de un circo instalado en el vecino pueblo de Bolton, pero
éste juró que ninguno de sus animales había escapado de su jaula.
Quienes
encontraron el cadáver observaron un rastro de sangre que conducía a una tumba
reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco rojo, justo delante de la
entrada. Otro rastro más pequeño se alejaba en dirección al bosque; pero se
perdía en seguida. A la noche siguiente, los demonios danzaron sobre los
tejados de Arkham, y una desenfrenada locura aulló en el viento. Por la
enfebrecida ciudad anduvo suelta una maldición, de la que unos dijeron que era
más grande que la peste, y otros murmuraban que era el espíritu encarnado del
mismo mal. Un ser abominable penetró en ocho casas sembrando la muerte roja a
su paso..., dejando atrás el mudo y sádico monstruo un total de diecisiete
cadáveres, y huyendo después. Algunas personas que llegaron a verle en la
oscuridad dijeron que era blanco y como un mono malformado o monstruo antropomorfo.
No dejó entero a ninguno de cuantos atacó, ya que a veces sintió hambre. El
número de víctimas ascendía a catorce; a las otras tres las encontró ya muertas
al irrumpir en sus casas, víctimas de la enfermedad.
La
tercera noche, los frenéticos grupos dirigidos por la policía lograron capturarlo
en una casa de Crane Street, cerca del campus universitario. Habían organizado
la batida con toda minuciosidad, manteniéndose en contacto mediante puestos
voluntarios de teléfono; y cuando alguien del distrito de la universidad informó
que había oído arañar en una ventana cerrada, desplegaron inmediatamente la
red. Debido a las precauciones y a la alarma general, no hubo más que otras dos
víctimas, y la captura se efectuó sin más accidentes. La criatura fue detenida
finalmente por una bala; aunque no acabó con su vida, y fue trasladada al
hospital local, en medio del furor y la abominación generales, porque aquel ser
había sido humano. Esto quedó claro, a pesar de sus ojos repugnantes, su
mutismo simiesco, y su salvajismo demoníaco. Le vendaron la herida y trasladaron
al manicomio de Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contra las paredes
de una celda acolchada durante dieciséis años, hasta un reciente accidente, a
causa del cual escapó en circunstancias de las cuales a nadie le gusta hablar.
Lo que más repugnó a quienes lo atraparon en Arkham fue que, al limpiarle la
cara a la monstruosa criatura, observaron en ella una semejanza increíble y
burlesca con un mártir sabio y abnegado al que habían enterrado hacia tres
días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público y decano de la Facultad
de Medicina de la Universidad Miskatonic.
Para
el desaparecido Herbert West, y para mí, la repugnancia y el horror fueron
indecibles. Aún me estremezco, esta noche, mientras pienso en todo ello, y tiemblo
más aún de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre sus vendajes:
—¡Maldita
sea, no estaba bastante fresco!
III. SEIS DISPAROS
A LA LUZ DE LA LUNA.
No
es corriente descargar los seis tiros de un revólver con toda precipitación,
cuando sólo uno habría sido sin duda suficiente; pero hubo muchas cosas en la
vida de Herbert West que no eran corrientes. No es habitual, por ejemplo, que
un médico recién salido de la universidad se vea obligado a ocultar los motivos
que lo impulsan a elegir determinada casa y consulta; sin embargo, ese fue el
caso de Herbert West. Cuando obtuvimos él y yo el título de la Facultad de
Medicina de la Universidad Miskatonic, y tratamos de paliar nuestra penuria instalándonos
como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en ocultar que
habíamos elegido nuestra casa por su aislamiento y su proximidad al cementerio.
Un
deseo de soledad de esta naturaleza rara vez carece de motivos; y como es
natural, nosotros los teníamos también. Nuestras necesidades se debían a un
trabajo claramente impopular. Externamente éramos médicos tan sólo; pero por
debajo de esa superficie había objetivos de una importancia mucho más grande y
terrible, ya que lo esencial en la vida de Herbert West era la búsqueda en las
negras y prohibidas regiones de lo desconocido, en las que esperaba descubrir el
secreto de la vida, y de devolver la animación perpetua al barro frío del cementerio.
Una búsqueda de ese género requiere extraños materiales, entre ellos, cadáveres
humanos recientes; y para mantenerse abastecido de tales elementos
indispensables, uno debe vivir discretamente, y no muy lejos de un lugar de
enterramientos anónimos.
West
y yo nos habíamos conocido en la universidad, y fui el único que simpatizó con
sus espantosos experimentos. Gradualmente me convertí en su ayudante
inesperado, y ahora que abandonábamos la Universidad teníamos que seguir
juntos. No era fácil que dos doctores encontraran salida juntos; pero finalmente,
por influencia de la universidad, se nos proporcionó una consulta en Bolton,
pueblo industrial próximo a Arkham, la sede universitaria. Las fábricas textiles
de Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic, y sus operarios políglotas
no han sido jamás pacientes gratos para los médicos de la localidad. Elegimos
nuestra casa con el mayor cuidado, y adoptamos finalmente un edificio ruinoso,
próximo al final de Pond Street, a cinco números de nuestro vecino más cercano.
Y separada del cementerio tan sólo por una extensión de pradera cortada por una
estrecha franja de espeso bosque que hay al norte. Dicha distancia era mayor de
lo que hubiéramos deseado; pero no encontramos una casa más cerca, a menos que
nos hubiésemos instalado en el otro lado del prado, lo que quedaba muy retirado
del distrito industrial. Pero no estábamos demasiado descontentos ya que no
teníamos vecinos, entre nosotros y nuestra siniestra fuente de abastecimiento.
El camino era algo largo, pero podíamos transportar nuestros mudos ejemplares
sin que nadie nos molestase.
Nuestro
trabajo fue sorprendentemente abundante desde el principio mismo... lo bastante
abundante como para satisfacer a la mayoría de los jóvenes doctores, y lo
bastante abundante para resultar un aburrimiento y una pesadez para aquellos
estudiosos cuyo verdadero interés residía en otra cosa. Los trabajadores de las
fábricas eran de inclinación algo turbulentas; así que además de sus numerosas
necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes, cuchilladas y
pendencias nos daban mucho trabajo. Pero lo que verdaderamente acaparaba
nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos instalado en el sótano:
un laboratorio con su mesa larga bajo las luces eléctricas donde, en las
primeras horas de la madrugada, inyectábamos a menudo las diversas soluciones
de West en las venas de los despojos que sacábamos de la fosa común. West
experimentaba, febrilmente, tratando de encontrar algo que pusiese en marcha de
nuevo los movimientos vitales, tras haberlos interrumpido ese fenómeno que llamamos
muerte; pero chocaba con los más horrorosos obstáculos. La solución debía tener
una composición especial según los distintos tipos: la que servía para los
conejillos de Indias no valía para los seres humanos, y cada clase requería sensibles
modificaciones.
Los
cuerpos tenían que ser excepcionalmente frescos, dado que una ligera descomposición
del tejido cerebral hacía imposible que la reanimación fuese perfecta. En
efecto, el mayor problema estaba en conseguir cadáveres suficientemente
frescos... West tuvo experiencias horribles durante sus investigaciones
secretas en la universidad, con cadáveres de dudosa calidad. Las consecuencias
de una animación parcial o imperfecta eran mucho más horrendas que los fracasos
totales, y los dos teníamos recuerdos pavorosos de ese tipo de resultados.
Desde nuestra primera sesión demoníaca en la granja deshabitada de Meadow Hill,
Arkham, no dejamos de sentir una secreta amenaza; y West, aunque en casi todos
los sentidos era un autómata frío, científico, rubio y de ojos azules, confesaba
a menudo, con un estremecimiento, que le parecía que era víctima de una furtiva
persecución. Tenía la impresión que lo seguían; ilusión psíquica debida a sus
nervios trastornados, y aumentada por el hecho innegablemente perturbador que
al menos uno de nuestros tres ejemplares reanimados aún seguía vivo: se trataba
de un ser espantoso y carnívoro, el cual permanecía encerrado en una celda
acolchada de Sefton. Había otro, además el primero, cuyo exacto destino nunca
llegamos a saber.
Tuvimos
bastante suerte con los ejemplares de Bolton; mucha más que con los de Arkham.
Aún no hacía una semana que estábamos instalados, cuando nos apoderamos de una
víctima de accidente en la misma noche de su entierro, y conseguimos que
abriese los ojos con una expresión asombrosamente lúcida, antes que fallara la
solución. Había perdido un brazo... De haber tenido el cuerpo íntegro, quizá
hubiésemos tenido más suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero,
efectuamos tres ensayos más: uno fue un fracaso total; en otro, conseguimos un claro
movimiento muscular; en cuanto al tercero, el resultado fue estremecedor: se
levantó por sí solo y emitió un sonido gutural. Luego vino un periodo de mala
suerte; descendió el número de entierros, y los que se efectuaban eran de
ejemplares demasiado enfermos o mutilados para poderlos aprovechar.
Seguíamos
la pista a todas las defunciones y circunstancias en que estas ocurrían con un
cuidado sistemático.
Una
noche de marzo, sin embargo, conseguimos inesperadamente un ejemplar que no
provenía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton, tenía prohibida
la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener las lógicas consecuencias. Los
combates mal dirigidos entre los obreros eran cosa corriente, y de vez en
cuando traían de fuera algún campeón profesional de escasa categoría. Esa noche
de finales de invierno habían celebrado un combate de este tipo, evidentemente
con desastrosas consecuencias, ya que vinieron a buscarnos dos polacos
asustados, suplicándonos en un lenguaje casi incoherente que atendiésemos un
caso muy secreto y desesperado. Les seguimos hasta un cobertizo abandonado,
donde todavía quedaba un grupo de espectadores extranjeros, observando
asustados un cuerpo negro que yacía exánime en el suelo. En el combate se
enfrentaron Kid O'Brien —un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz
ganchuda muy poco irlandesa—, y Buck Robinson, «EI Betún de Harlem». El negro
fue noqueado; y tras un breve examen, nos dimos cuenta que no se recuperaría.
Era un ser repugnante, con pinta de gorila, unos brazos anormalmente largos que
me parecían de manera inevitable patas anteriores, y una cara que
irremediablemente hacía pensar en los secretos insondables del Congo y las
llamadas de tam-tam bajo una luna misteriosa. El cuerpo debió tener peor
aspecto en vida, pero el mundo contiene mucha fealdad.
Aquella
gente despreciable estaba asustada, ya que no sabían que podía exigirles la
ley, si el caso llegaba a conocerse; y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar
de mis involuntarios estremecimientos; se ofreció a librarles del cuerpo en secreto...
puesto que conocía muy bien sus intenciones.
Había
una luna resplandeciente sobre el paisaje sin nieve; pero vestimos el cadáver,
y lo llevamos a casa entre los dos por las calles desiertas y el campo, del mismo
modo que transportamos un cadáver parecido una horrible noche en Arkham. Nos
dirigimos a casa por el campo de atrás; entramos el ejemplar por la puerta
trasera, lo bajamos al sótano, y lo preparamos para nuestro experimento habitual.
Nuestro miedo a la policía era absurdamente considerable, aunque habíamos
calculado nuestro recorrido de forma que no nos tropezamos con el guardia que
hacía ronda por aquel distrito.
El
resultado fue una enojosa decepción. Con su aspecto horrendo, nuestra presa fue
totalmente insensible a todas las soluciones que inyectamos en su negro brazo.
De modo que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer, hicimos lo
mismo que con los demás: lo llevamos a rastras por el prado hasta la franja de
bosque próxima al cementerio de enterramientos anónimos, y lo enterramos allí
en la mejor sepultura que la helada tierra nos permitió. La fosa no era
demasiado honda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel que se
había levantado y proferido un grito. A la luz de nuestras linternas oscuras,
lo cubrimos cuidadosamente con hojas y ramas secas, seguros que la policía no
lo descubriría jamás en un bosque tan oscuro y espeso.
Al
día siguiente, me sentí alarmado, ya que un paciente me trajo la noticia que se
sospechaba que habían celebrado un combate, y que había muerto alguien. West
tenía otro motivo de preocupación: por la tarde lo habían llamado para que
atendiese un caso que terminó de forma amenazadora. Una italiana estaba
histérica porque se le había extraviado el hijo, un chiquillo de cinco años, que
desapareció por la mañana y no regresó para comer, y presentaba síntomas sumamente
alarmantes dado que padecía del corazón. Era un histerismo estúpido, ya que el
chico se había escapado en más de una ocasión; pero los campesinos italianos
son extraordinariamente supersticiosos, y esta mujer parecía tan angustiada por
los presagios como por los hechos. Hacia las siete de la tarde la mujer
falleció, y su frenético marido armó un escándalo espantoso, empeñado en matar
a West, a quien culpaba furiosamente de no haberle salvado la vida. Los amigos
lo sujetaron cuando le vieron sacar un cuchillo; pero West se marchó en medio
de inhumanos alaridos, maldiciones y juramentos de venganza. En su último
dolor, el hombre parecía haberse olvidado de su hijo, que aún no había regresado,
entrada ya la noche. Se habló de buscarlo en el bosque; pero la mayoría de los
amigos de la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante marido. Total,
la tensión nerviosa a que se vio sometido West fue sin duda tremenda. El pensar
en la policía y en el italiano loco le agobiaba tremendamente.
Nos
retiramos a descansar alrededor de las once, pero yo no dormí bien. Bolton
contaba con un cuerpo de policías sorprendentemente eficaz pese a ser un pueblo
pequeño; y yo no paraba de pensar en el escándalo que se provocaría si llegaba
a descubrir lo ocurrido la noche anterior. Podía significar el fin de nuestro trabajo
en la localidad... y quizá la cárcel para los dos. Me inquietaban los rumores que
corrían acerca del combate de boxeo. Pasadas las tres, el resplandor de la luna
me dio en los ojos; pero me volví sin levantarme a cerrar su persiana. Luego sonaron
unos golpes enérgicos en la puerta de atrás.
Permanecí
inmóvil, algo aturdido; poco después oí a West llamar a mi puerta. Estaba en
bata y zapatillas, y tenía en las manos un revólver y una linterna eléctrica.
Al ver el revólver, comprendí que pensaba más en el enajenado italiano que en
la policía.
—Será
mejor que bajemos los dos —susurró—. No estaría bien no contestar; quizá sea un
paciente... sería muy propio de uno de esos idiotas llamar por la puerta de
atrás.
Así
que bajamos los dos, sigilosamente, con un temor en parte justificado y en
parte debido sólo al misterio de las
primeras horas de la madrugada. Volvieron a llamar, un poco más fuerte. Al
llegar a la puerta, corrí el cerrojo cautelosamente y abrí de par en par; y al
revelarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante.
West
hizo algo muy extraño. A pesar del evidente peligro de atraer sobre nuestras cabezas
la temida investigación policial —cosa que felizmente evitamos por el relativo
aislamiento de nuestra casa—, mi amigo, súbita, excitada e innecesariamente,
vació las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante.
Porque
no se trataba del italiano ni de un policía. Recortándose horrendamente contra
la luna espectral, había un ser gigantesco y deforme, inconcebible salvo en las
pesadillas; una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas,
cubierta de hojas y ramas y barro; sucia de sangre coagulada, la cual mostraba
entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca como la
nieve, que terminaba en una mano diminuta.
IV. EL GRITO DEL
MUERTO.
El
grito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia el
doctor Herbert West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida en común.
Es natural que una cosa como el grito de un muerto produzca horror, ya que,
evidentemente, no se trata de un suceso agradable ni ordinario. Pero yo estaba
acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectó en esa
ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue el muerto
lo que me asustó.
Herbert
West, de quien era yo compañero y ayudante, poseía intereses científicos muy
alejados de la rutina habitual de un médico de pueblo. Esa era la razón por la
que, al establecer su consulta en Bolton, eligió una casa próxima al cementerio.
Dicho brevemente y sin paliativos, el único interés absorbente de West consistía
en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su culminación,
encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución estimulante.
Para llevar a cabo estos macabros experimentos era preciso estar constantemente
abastecidos de cadáveres humanos muy frescos; porque aún la más mínima
descomposición daña la estructura del cerebro humano; y descubrimos que el
preparado necesitaba una composición específica, según los diferentes tipos de
organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para tratarlos, pero este
camino no nos llevó a ninguna parte. West nunca había conseguido plenamente su
objetivo porque nunca pudo disponer de un cadáver suficientemente fresco.
Necesitaba cuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muy poco antes; cuerpos con todas
las células intactas, capaces de recibir nuevamente el impulso hacia esa forma
de movimiento llamado vida. Había esperanzas de volver perpetua esta segunda
vida artificial mediante repetidas inyecciones; pero habíamos averiguado que
una vida natural ordinaria no respondía a la acción. Para infundir movimiento
artificial, debía quedar extinguida la vida nocturna: los ejemplares debían ser
muy frescos, pero estar auténticamente muertos.
Habíamos
empezado West y yo la pavorosa investigación siendo estudiantes de la Facultad
de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, profundamente convencidos
desde un principio del carácter absolutamente mecanicista de la vida. Eso fue
siete años antes; sin embargo, él no parecía haber envejecido ni un día: era bajo,
rubio de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a veces había algún destello en
sus fríos ojos azules que delataba el duro y creciente fanatismo de su
carácter, efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras experiencias fueron
a menudo espantosas en extremo, debidas a una reanimación defectuosa, al
galvanizar aquellos grumos de barro de cementerio en un movimiento morboso,
insensato y anormal, merced a diversas modificaciones de la solución vital.
Uno
de los ejemplares profirió un alarido escalofriante; otro, se levantó violentamente,
nos derribó dejándonos inconscientes, y huyó enloquecido, antes que lograran
cogerlo y encerrarlo tras los barrotes del manicomio; y un tercero, una
monstruosidad nauseabunda y africana, surgió de su poco profunda sepultura y
cometió una atrocidad... West tuvo que matarlo a tiros. No podíamos conseguir cadáveres
lo bastante frescos como para que manifestasen algún vestigio de inteligencia
al ser reanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores indecibles. Era
inquietante, pensar que uno de nuestros monstruos, o quizá dos, aún vivían...
tal pensamiento nos estuvo atormentando de manera vaga, hasta que finalmente
West desapareció en circunstancias espantosas.
Pero
en la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa de
Bolton, nuestros temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguir ejemplares
extremadamente frescos. West se mostraba más ávido que yo, de forma que casi me
parecía que miraba con codicia el físico de cualquier persona viva y saludable.
Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suerte en lo que a
ejemplares se refiere. Yo me había ido a Illinois a hacerle una larga visita a
mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singular euforia. Me
dijo excitado que casi con toda probabilidad había resuelto el problema de la frescura
de los cadáveres, abordándolo desde un ángulo enteramente distinto: el de la
preservación artificial. Yo sabía que trabajaba en un preparado nuevo sumamente
original, así que no me sorprendió que hubiera dado resultado; pero hasta que
me hubo explicado los detalles, me tuvo un poco perplejo sobre cómo podía
ayudarnos dicho preparado en nuestro trabajo, ya que el enojoso deterioro de
los ejemplares se debía ante todo al tiempo transcurrido hasta que caían en nuestras
manos. Esto lo había visto claramente West, según me daba cuenta ahora, al
crear un compuesto embalsamador para uso futuro, más que inmediato, por si el
destino le proporcionaba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos
ocurrió años antes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo.
Por
último, el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta ocasión conseguimos
tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya corrupción no había
tenido posibilidad de empezar aún. West no se atrevía a predecir qué sucedería
en el momento de la reanimación, ni si podíamos esperar una revivificación de
la mente y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestros estudios, por
lo que había conservado este nuevo cuerpo hasta mi regreso, a fin que
compartiésemos los dos el resultado de la forma acostumbrada.
West
me contó cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre vigoroso; un
extranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se dirigía a las
Fábricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos. Había dado un largo paseo
por el pueblo, y al detenerse en nuestra casa a preguntar el camino hacia las
fábricas, sufrió un ataque al corazón. Se negó a tomar un cordial, y cayó súbitamente
muerto, un momento después. Como era de esperar, el cadáver le pareció a West
como caído del cielo. En su breve conversación, el forastero le explicó que no
conocía a nadie en Bolton; y tras registrarle los bolsillos después, averiguó
que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familia que
pudiera hacer averiguaciones sobre su desaparición. Si no conseguía devolverlo
a la vida, nadie se enteraría de nuestro experimento. Solíamos enterrar los
despojos en una espesa franja de bosque que había entre nuestra casa y el cementerio
de enterramientos anónimos. En cambio, si teníamos éxito, nuestra fama quedaría
brillante y perpetuamente establecida. De modo que West inyectó sin demora, en
la muñeca del cadáver, el preparado que lo mantendría fresco hasta mi llegada.
La posible debilidad del corazón, que a mi juicio haría peligrar el éxito de
nuestro experimento, no parecía preocupar demasiado a West. Esperaba conseguir
al fin lo que no había logrado hasta ahora: reavivar la chispa de la razón y
devolverle la vida, quizás, a una criatura normal.
De
modo que la noche del 18 de julio de 1910; Herbert West y yo nos encontrábamos
en el laboratorio del sótano, contemplando la figura blanca e inmóvil bajo la
luz cegadora de la lámpara. El compuesto embalsamador dio un resultado
extraordinariamente positivo; pues al comprobar fascinado el cuerpo robusto que
llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, pedí a West que me diese
garantías que estaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto, recordándome
que jamás administrábamos la solución reanimadora sin una serie de pruebas
minuciosas para comprobar que no había vida; ya que en caso de subsistir el
menor vestigio de vitalidad original no tendría ningún efecto. Cuando West se
puso a hacer todos los preparativos, me quedé impresionado ante la enorme
complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiar el trabajo a
otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó
primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde había pinchado para
inyectarle el compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neutralizaría el compuesto y
liberaría los sistemas sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la solución
reanimadora pudiese actuar libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se
observó un cambio, y un leve temblor pareció afectar los miembros muertos, West
colocó sobre la cara espasmódica una especie de almohada, la apretó
violentamente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente inmóvil
y listo para nuestro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta, se dedicó
ahora a efectuar unas cuantas pruebas finales y someras para comprobar la
absoluta carencia de vida, se apartó satisfecho y, finalmente inyectó en el
brazo izquierdo una dosis meticulosamente medida del elixir vital, preparado
durante la tarde con más minuciosidad que nunca, desde nuestros tiempos
universitarios, en que nuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es
posible describir la tremenda e intensa incertidumbre con que esperamos los
resultados de este primer ejemplar auténticamente fresco: el primero del que
podíamos esperar razonablemente que abriese los labios y nos contase quizás,
con voz inteligente, lo que había visto al otro lado del insondable abismo.
West
era materialista, no creía en el alma, y atribuía toda función de la conciencia
a fenómenos corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna revelación sobre
espantosos secretos de abismos y cavernas más allá de la barrera de la muerte.
Yo no disentía completamente de su teoría, aunque conservaba vagos e
instintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores; de modo que no
podía dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible expectación.
Además... no podía borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que
oímos la noche en que intentamos nuestro primer experimento en la deshabitada
granja de Arkham.
Había
transcurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba a ser un
fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían adquirido
un muy leve color, que luego se extendió bajo la barba incipiente, curiosamente
amplia y arenosa. West, que tenía la mano puesta en el pulso de la muñeca
izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente; y casi de manera
simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca del cadáver.
Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos; y a continuación
una respiración audible y un movimiento visible del pecho. Observé los párpados
cerrados, y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y mostraron
unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavía sin inteligencia, ni siquiera
curiosidad.
Movido
por una fantástica ocurrencia, susurré unas preguntas en la oreja cada vez más
colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo aún podía estar
presente. Era el terror lo que las extraía de mi mente; pero creo que la última
que repetí, fue: «¿Dónde has estado?». Aún no sé si me contestó o no, ya que no
brotó ningún sonido de su bien formada boca; lo que sí recuerdo es que en aquel
instante creí firmemente que los labios delgados se movieron ligeramente, formando
sílabas que yo habría vocalizado como «sólo ahora», si la frase hubiese tenido
sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel instante me sentí lleno
de alegría, convencido que alcanzábamos el gran objetivo y que, por primera vez,
un cuerpo reanimado pronunciaba palabras movido claramente por la verdadera
razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda
que la solución cumplía cabalmente su función, al menos de manera transitoria,
devolviéndole al muerto una vida racional y articulada... Pero con ese triunfo
me invadió el más grande de los terrores... no a causa del ser que había hablado,
sino por la acción que había presenciado, y por el hombre a quien me unían las
vicisitudes profesionales. Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia
finalmente de forma aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su
última escena en la tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con
el aire y, de súbito, se desplomó en una segunda y definitiva disolución, de la
que ya no pudo volver, profiriendo un grito que resonará eternamente en mi
cerebro atormentado:
—¡Auxilio!
¡Aparta, maldito demonio pelirrojo... aparta esa condenada aguja!
V. EL HORROR DE LAS
SOMBRAS
Muchos
hombres han contado cosas espantosas, no referidas en letra impresa, que
sucedieron en los campos de batalla durante la Gran Guerra. Algunas de estas
cosas me han hecho palidecer; otras, me han producido unas nauseas
incontenibles, mientras que otras me han hecho temblar y volver la mirada hacia
atrás en la oscuridad; sin embargo, creo que puedo relatar la peor de todas: el
espantoso, antinatural e increíble horror de las sombras.
En
1915 estaba yo como médico con el grado de teniente en un regimiento canadiense
en Flandes, siendo uno de los numerosos americanos que se adelantaron al
gobierno mismo en la gigante contienda. No había ingresado en el ejército por
iniciativa propia, sino más bien como consecuencia natural de haberse alistado
el hombre de quien era yo ayudante indispensable: el célebre cirujano de Bolton,
doctor Herbert West. El doctor West se mostró siempre deseoso de poder prestar
servicio como cirujano en una gran guerra; y cuando dicha posibilidad se presentó,
me arrastró consigo en contra de mi voluntad. Había motivos por los que yo me
hubiera alegrado que la guerra nos separase; motivos por los que encontraba la
práctica de la medicina y la compañía de West cada vez más irritante; pero
cuando se marchó a Ottawa, y consiguió por medio de la influencia de un colega
una plaza de comandante médico, no me pude resistir a la autoritaria insistencia
de aquel hombre decidido a que le acompañase en mi calidad habitual.
Cuando
digo que el doctor West estuvo siempre ansioso de poder servir en el campo de
batalla no me refiero a que fuese guerrero por naturaleza ni que anhelase
salvar la civilización. Siempre había sido una fría maquina intelectual; flaco,
rubio, de ojos azules y con gafas; creo que se reía secretamente de mis ocasionales
entusiasmos marciales y de mis críticas a la indolente neutralidad. Sin embargo,
había algo en la devastada Flandes que él quería; y a fin de conseguirlo, tuvo
que adoptar aspecto militar. Lo que pretendía no era lo que pretenden muchas
personas, sino algo relacionado con la rama particular de la ciencia médica que
él había logrado practicar de forma completamente clandestina y en la cual
había conseguido resultados asombrosos y, de vez en cuando, horrendos. Lo que
quería no era otra cosa, en realidad, que abundante provisión de muertos recientes,
en todos los estados de desmembramiento.
Herbert
West necesitaba cadáveres frescos porque el trabajo de su vida era la
reanimación de los muertos. Este trabajo no era conocido por la distinguida clientela
que hizo crecer rápidamente su fama, a su llegada a Boston; en cambio yo lo
conocía demasiado bien, ya que era su más íntimo amigo y ayudante desde nuestros
tiempos de la Facultad de Medicina, en la Universidad Miskatonic de Arkham. Fue
en aquellos tiempos de la universidad cuando inició sus terribles experimentos,
primero con pequeños animales y luego con cadáveres humanos conseguidos de
manera horrenda. Había obtenido una solución que inyectaba en las venas de los
muertos; y si eran bastante frescos, reaccionaban de maneras extrañas. Tuvo
muchos problemas para descubrir la fórmula adecuada, pues cada tipo de
organismo necesitaba un estímulo especialmente apto para él. El terror lo dominaba,
cada vez que pensaba en los fracasos parciales: seres atroces, resultado de
soluciones imperfectas o de cuerpos insuficientemente frescos. Cierto número de
estos fracasos siguieron con vida —uno de ellos se encontraba en un manicomio,
mientras que otros desaparecieron—; y como él pensaba en las eventualidades
imaginables, aunque prácticamente imposibles, se estremecía a menudo, debajo de
su aparente impasibilidad habitual.
West
se dio cuenta muy pronto que el requisito fundamental para que los ejemplares
sirviesen era su frescura, así que recurrió al procedimiento espantoso y
abominable de robar cadáveres. En la universidad, y cuando empezamos a ejercer
en el pueblo industrial de Bolton, mi actitud respecto a él era de fascinada admiración;
pero a medida que sus procedimientos se hacían más osados, un solapado terror
se fue apoderando de mí. No me gustaba la forma en que miraba a las personas
vivas de aspecto saludable; luego, ocurrió aquella escena de pesadilla en el
laboratorio del sótano, cuando me enteré que cierto ejemplar aún estaba vivo
cuando West se apoderó de él. Fue la primera vez que pudo revivir la función
del pensamiento racional en un cadáver; y este éxito, conseguido a costade
semejante abominación, lo endureció por completo.
No
me atrevo a hablar de sus métodos durante los cinco años siguientes. Seguí a su
lado sólo por miedo, y presencié escenas que la lengua humana no podría
repetir. Gradualmente, llegué a darme cuenta que el propio Herbert West era más
horrible que todo lo que hacía..., fue entonces cuando comprendí claramente que
su celo científico por prolongar la vida en otro tiempo normal degeneró
sutilmente en una curiosidad meramente morbosa y macabra y en una secreta
complacencia en la visión de los cadáveres. Su interés se convirtió en perversa
afición por lo repugnante y lo diabólicamente anormal; se recreaba con tranquilidad
en monstruosidades artificiales ante las que cualquier persona en su sano
juicio caería desvanecida de repugnancia y de horror; detrás de su pálido intelectualismo,
se convirtió en un exigente Baudelaire del experimento físico, en un lánguido
Heliogábalo de las tumbas.
Afrontaba
imperturbable los peligros y cometía crímenes con impasibilidad. Creo que el
momento crítico llegó al comprobar que podía restituir la vida racional, y
buscó nuevos ámbitos que conquistar experimentando en la reanimación de partes
seccionadas de los cuerpos. Tenía ideas extravagantes y originales sobre las
propiedades vitales independientes de las células orgánicas y los tejidos nerviosos
separados de sus sistemas psíquicos naturales; y obtuvo ciertos resultados
espantosos preliminares en forma de tejidos imperecederos, alimentados
artificialmente a partir de huevos semi-incubados de un reptil tropical indescriptible.
Había dos cuestiones biológicas que ansiaba terriblemente establecer: primero,
si podía darse algún tipo de conciencia o actividad racional sin cerebro, en la
médula espinal y en los diversos centros nerviosos; y segundo, si existía
alguna clase de relación etérea, intangible, distinta de las células materiales,
que uniese las partes quirúrgicamente separadas que previamente constituían un
solo organismo vivo. Todo este trabajo científico requería una prodigiosa
provisión de carne humana recién muerta... y esa fue la razón por la que
Herbert West participó en la Gran Guerra.
El
horrendo y abominable suceso ocurrió una medianoche, a finales de marzo de
1915, en un hospital de campaña detrás de las líneas de St. Eloi. Aún ahora me
pregunto si no fue meramente la diabólica ficción de un delirio. West se había
montado un laboratorio particular en el lado este del edificio que se le asignó
provisionalmente, alegando que deseaba poner en práctica nuevos y radicales métodos
para el tratamiento de los casos de mutilación hasta ahora desesperados. Allí
trabajaba como un carnicero, en medio de su sanguinolenta mercancía. Jamás
llegué a acostumbrarme a la ligereza con que él manejaba y clasificaba
determinado material. A veces hacia verdaderas maravillas de cirugía en los
soldados; pero sus principales satisfacciones eran de carácter menos público y
filantrópico, y se vio obligado a dar muchas explicaciones acerca de ruidos
extraños aún en medio de aquella babel de condenados, entre los que hubo frecuentes
disparos de revólver... cosa corriente en un campo de batalla, aunque completamente
inusitada en un hospital. Los ejemplares reanimados por el doctor West no reunían
condiciones para recibir una larga existencia ni ser contemplados por un amplio
número de espectadores. Además del humano, West utilizaba gran cantidad de
tejido embrionario de reptiles que él cultivaba con resultados singulares. Era
mejor que el material humano para conservar con vida los fragmentos privados de
órganos, y esa era ahora la principal actividad de mi amigo. En un oscuro
rincón del laboratorio; sobre un extraño mechero de incubación, tenía una gran
cuba tapada, llena de esa sustancia celular de reptiles que se multiplicaba y
crecía de forma borboteante y horrenda.
La
noche que hablo teníamos un ejemplar nuevo y espléndido: un hombre físicamente
fuerte y a la vez de tan elevada inteligencia, que nos garantizaba un sistema
nervioso sensible. Resultaba irónico; porque se trataba del oficial que ayudó
para que se le concediese a West su destino, y que ahora debió ser nuestro socio.
Es más; en el pasado, estudió secretamente la teoría de la reanimación bajo la
dirección de West. El comandante sir Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., era el
mejor cirujano de nuestra división, y fue designado precipitadamente al sector
de St. Eloi cuando llegaron al cuartel general noticias del recrudecimiento de
la lucha. Efectuó el viaje en un avión pilotado por el intrépido teniente
Ronald Hill, sólo para ser derribado precisamente en el punto de su destino. La
caída fue tremenda y espectacular, Hill quedó irreconocible; en cuanto al gran
cirujano, el accidente le seccionó la cabeza casi por completo, aunque el resto
del cuerpo estaba intacto. West se apoderó ansiosamente de aquel despojo inerte
que fue su amigo y compañero de estudios; me estremecí al verlo terminar de
separar la cabeza, colocarla en la diabólica cuba de pulposo tejido de reptiles
con objeto de conservarla para futuros experimentos, y seguir manipulando el
cuerpo decapitado sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, unió
determinadas venas, arterias y nervios del cuello sin cabeza, y cerró la
horrible abertura injertando piel de un ejemplar no identificado que había
llevado uniforme de oficial. Yo sabía lo que pretendía: comprobar si este
cuerpo sumamente organizado podía dar, sin cabeza, alguna señal de la vida
mental que distinguió a sir Eric Moreland Clapman-Lee, estudioso en otro tiempo
de la reanimación. Este tronco mudo era ahora requerido espantosamente a servir
de ejemplo.
Aún
puedo ver a Herbert West bajo la siniestra luz de la lámpara, inyectando la
solución reanimadora en el brazo del cuerpo decapitado. No puedo describir la
escena, me desmayaría si lo intentara, ya que era enloquecedora aquella
habitación repleta de horribles objetos clasificados, con el suelo resbaladizo
a causa de la sangre y otros desechos menos humanos que formaban un barro cuyo
espesor llegaba casi hasta el tobillo, y aquellas horrendas anormalidades de
reptiles salpicando, burbujeando y cociendo sobre el espectro azulado y
vacilante de llama, en un rincón de negras sombras.
El
ejemplar, como West comentó repetidas veces, poseía un sistema nervioso
espléndido. Esperaba mucho de él; y cuando empezó a manifestar leves movimientos
de contracción, pude ver el interés febril reflejado en el rostro de West. Creo
que estaba preparado para presenciar la prueba de su cada vez más sólida
opinión que la conciencia, la razón y la personalidad pueden subsistir independientemente
del cerebro... que el hombre no posee un espíritu central conectivo, sino que
es meramente una máquina de materia nerviosa en la que cada sección se
encuentra más o menos completa en sí misma. En una triunfal demostración, West
estaba a punto de relegar el misterio de la vida a la categoría de mito. El
cuerpo ahora se contraía más vigorosamente; y bajo nuestros ojos ávidos, empezó
a jadear de forma horrible. Agitó los brazos con desasosiego, alzó las piernas,
y contrajo varios músculos en una especie de contorsión repulsiva.
Luego,
aquel despojo sin cabeza levantó los brazos en un gesto de inequívoca desesperación...
de una desesperación inteligente, que bastaba para confirmar todas las teorías
de Herbert West. Evidentemente, los nervios recordaban el último acto en vida
del hombre: la lucha por librarse del avión que se iba a estrellar. No sé
exactamente, qué fue lo que siguió. Tal vez se trata sólo de una alucinación
provocada por la impresión que sufrí en aquel instante al iniciarse el bombardeo
alemán que destruyó el edificio... ¿quién sabe, ya que West y yo fuimos los
únicos supervivientes? West prefería pensar que fue eso, antes de su reciente
desaparición; pero había ocasiones en que no podía, porque era extraño que
sufriéramos los dos la misma alucinación. El horrendo incidente fue simple en sí
mismo, aunque excepcional por lo que implicaba.
El
cuerpo de la mesa se levantó con un movimiento ciego, vacilante terrible; y
oímos un sonido gutural. No me atrevo a decir que se trataba de una voz, porque
fue demasiado espantoso. Sin embargo, lo más horrible no fue su cavernosidad.
Ni
tampoco lo que dijo, ya que gritó tan solo: «¡Salta, Ronald, por Dios!.
¡Salta!». Lo espantoso fue su procedencia: porque brotó de la gran cuba tapada
de aquel rincón macabro de oscuras sombras.
VI. LAS LEGIONES DE
LA TUMBA
Cuando
desapareció el doctor Herbert West, hace un año, la policía de Boston me
sometió a un minucioso interrogatorio. Sospechaban que me callaba cosas, o algo
peor; pero no podía decirles la verdad porque no me habrían creído. Sabían,
efectivamente, que West estuvo complicado en actividades que iban más allá de
la capacidad de crédito de los hombres ordinarios; pues sus espantosos experimentos
sobre la reanimación de cadáveres fueron demasiado numerosas para mantener un
perfecto secreto en torno a ellos; pero la escalofriante catástrofe final
adquirió caracteres de demoníaca fantasía que me hacen dudar incluso de la realidad
de lo que vi.
Yo
era el amigo más allegado de West, y su único ayudante confidencial. Nos
habíamos conocido años antes en la Facultad de Medicina, y desde el principio
participé en sus terribles investigaciones. Había intentado perfeccionar lentamente
una solución que, inyectada en las venas de un recién fallecido, podía devolverle
la vida. Este trabajo requería abundancia de cadáveres frescos, y comportaba,
por consiguiente, las actividades más espantosas. Más horribles aún eran los
resultados de alguno de sus experimentos: masas horrendas de carne que habían
estado muertas, pero que West despertaba, dotándola de una ciega, insensata y
nauseabunda animación. Estos eran los resultados usuales; ya que para que
volviera a despertar la mente era necesario que los ejemplares fuesen absolutamente
frescos, y que las delicadas células cerebrales no hubiesen sufrido la más
mínima descomposición.
Esta
necesidad de cadáveres muy frescos supuso la ruina moral de West. Eran
difíciles de conseguir; y un día espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar cuando
aún estaba vivo y en todo su vigor. Un forcejeo, una aguja, y un poderoso alcaloide
lo convirtieron en cadáver fresquísimo, y el experimento fue positivo durante
un instante breve y memorable; pero West salió de él con un alma seca y endurecida,
y una mirada fría que observaba con una especie de calculadora y horrenda
apreciación de los hombres de cerebro especialmente sensible y un físico vigoroso.
Hacia el final, cobré a West un intenso terror, ya que empezaba a mirarme de
esa misma forma. La gente no parecía darse cuenta de sus miradas, aunque me
notaba asustado; y tras su desaparición, se valieron de eso para propalar unas
sospechas absurdas.
En
realidad, West tenía más miedo que yo; sus abominables trabajos lo hacían
llevar una vida furtiva y llena de sobresaltos. En parte era la policía quien le
daba miedo; pero a veces su nerviosismo era más hondo y brumoso, y estaba relacionado
con las abominaciones indescriptibles a las que inyectó una vida morbosa, y en
las que no vio extinguirse dicha vida. Por lo general, terminaba sus experimentos
con el revólver; pero a veces no era lo bastante rápido. Es lo que ocurrió con
aquel primer ejemplar en cuya saqueada sepultura se descubrieron más tarde
huellas de arañazos. Y lo que sucedió también con el cadáver de aquel profesor
de Arkham que cometió actos de canibalismo antes de ser capturado y encerrado
sin identificar en una celda del manicomio de Sefton, donde estuvo dieciséis
años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los demás resultados
que posiblemente subsistían eran productos de lo que resulta más difícil
hablar, dado que en los últimos años, el celo científico de West degeneró en una
manía insana y fantástica, consagrando su prodigiosa habilidad no sólo a vitalizar
cuerpos enteramente humanos, sino trozos aislados de cadáveres, o partes unidas
a una materia orgánica no humana. En la época en que desapareció. Se había
convertido en algo diabólicamente repugnante; muchos de los experimentos no
podrían ser referidos en la letra impresa. La Gran Guerra, en la que servimos
los dos como cirujanos, sólo intensificó este aspecto de West.
Al
decir que el miedo de West a sus ejemplares era brumoso, pensaba sobre todo en
el carácter complejo de ese sentimiento. En parte se debía sólo al hecho de
saber que aún seguían existiendo esos monstruos abominables, y en parte a su
miedo al daño corporal que podían infringirle en determinadas circunstancias.
La desaparición de estos seres aumentaban el horror de la situación: West sólo
conocía el paradero de uno de ellos, la lastimosa criatura del manicomio. Pero,
además, había un miedo más sutil: una sensación verdaderamente fantástica,
consecuencia de un extraño experimento que llevó a cabo en el ejército
canadiense, en 1915. En medio de una enconada batalla, West reanimó al
comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., colega nuestro que estaba al
tanto de sus experimentos, y el cual podía haberlos duplicado. Le seccionó la
cabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vida cuasi inteligente del
tronco. El experimento dio resultado en el mismo instante en que el edificio
era barrido por una granada alemana. El tronco se movió de forma inteligente;
y, por increíble que parezca, tuvimos la seguridad que brotaron sonidos
articulados de la cabeza seccionada que estaba en el fondo oscuro del laboratorio.
En cierto modo, la granada fue misericordiosa. Pero West jamás estuvo seguro,
como habría sido su deseo, que fuéramos él y yo los únicos supervivientes.
Después, solía hacer estremecedoras conjeturas sobre lo que sería capaz de
hacer un médico decapitado con capacidad para reanimar a los muertos.
La
ultima residencia de West fue una venerable casa, muy elegante, que dominaba
uno de los más antiguos cementerios de Boston. Había escogido el lugar por
razones puramente simbólicas y fantásticas, ya que la mayoría de los enterramientos
databan del periodo colonial, y por tanto era muy poca utilidad para un
científico que necesitaba cadáveres frescos. Había instalado el laboratorio en un
subsótano secretamente construido por obreros traídos de otra región, y en él tenía
un gran incinerador para la total y discreta eliminación de los cadáveres, fragmentos
y remedos sintéticos de cuerpos que quedaban de los morbosos experimentos e
impías diversiones del dueño. Durante la excavación de este sótano, los obreros
dieron con cierta albañilería extraordinariamente antigua; sin duda comunicaba
con el viejo cementerio, aunque era demasiado profunda para que desembocara en
algún sepulcro conocido. Después de muchos cálculos, West concluyó que debía
existir alguna cámara secreta bajo la tumba de los Averill, en la que el último
entierro se efectuó en 1768. Yo estaba con él cuando estudió las paredes
goteantes y nitrosas que dejaron al descubierto las palas y los picos de los
obreros, y estaba preparado para el espantoso escalofrío que nos aguardaba en
el instante de descubrir los secretos sepulcrales y seculares; pero por primera
vez, la nueva timidez de West se impuso a su natural curiosidad, y traicionó su
degenerada fibra imponiéndole que dejase intacta la albañilería y la tapase con
yeso. Y así permaneció, hasta la noche infernal, como parte de las paredes del
laboratorio secreto. He hablado del debilitamiento de West, pero debo añadir
que era puramente mental e intangible. Exteriormente, fue el mismo hasta el
final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y con gafas,
y un aspecto general de joven que los años y los terrores no llegaron a
cambiar. Parecía sereno incluso cuando pensaba en aquella sepultura arañada y
miraba por encima del hombro, o cuando pensaba en aquel ser carnívoro que
mordía y manoteaba los barrotes de Sefton.
El
final de Herbert West comenzó una tarde, en nuestro despacho común, cuando
alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un curioso titular atrajo
su atención desde las arrugadas páginas, y una zarpa titánica pareció atraparle
desde dieciséis años atrás. En el manicomio de Sefton, a cincuenta millas de
distancia sucedió algo espantoso e increíble que dejó estupefacto al vecindario
y perpleja a la policía. A primeras horas de la madrugada; un grupo de hombres
silenciosos penetró en el parque de la institución y su jefe despertó a los celadores.
Era una amenazadora figura militar que hablaba sin mover los labios; cuya voz
parecía conectada casi ventrilocuamente a un gran estuche negro que, transportaba.
Su inexpresivo rostro tenía las facciones bien parecidas, hasta a punto de dar
la impresión de una belleza radiante, aunque el director se llevó un sobresalto
cuando la luz del vestíbulo cayó sobre él, ya que era un rostro de cera, y los
ojos de cristal pintado. Debió sucederle algún accidente atroz a este hombre. Otro,
más alto, guiaba sus pasos: un sujeto repugnante cuya cara azulada aparecía
medio devorada por alguna enfermedad desconocida. El que hablaba pidió que le
cediesen la custodia del monstruo caníbal traído de Arkham hacía dieciséis
años; y al serle negada, dio una señal que provocó un espantoso alboroto. Los
demonios aquellos golpearon, patearon y mordieron a todos los celadores que no
lograron huir; mataron a cuatro, y finalmente consiguieron liberar al monstruo.
Estas víctimas, que podían recordar el suceso sin histerismos, juraban que las
criaturas se comportaron menos como hombres que como puros autómatas guiados
por el jefe de cabeza de cera. Cuando les llegó ayuda, aquellos hombres y la
criatura caníbal habían desaparecido sin dejar rastro.
Desde
el momento en que leyó el artículo, hasta la medianoche, West permaneció casi
paralizado. A las doce sonó el timbre de la puerta y se sobresaltó terriblemente.
Todos los criados dormían en el ático, de modo que fui yo a abrir. Como he
contado a la policía, no había ningún vehículo en la calle; sólo vi un grupo de
figuras de aspecto extraño, con un gran estuche cuadrado que depositaron en la
entrada, después de gruñir uno de ellos con voz asombrosamente inhumana:
«Correo urgente; pagado». Salieron de la casa con paso desigual, y al verles
alejarse, tuve el extraño convencimiento que se dirigían al antiguo cementerio
con el que lindaba la parte de atrás de la casa. Al oírme cerrar la puerta de
golpe, bajó West y miró la caja. Tenía unos dos pies cuadrados, y llevaba el
nombre correcto de West, con su actual dirección.
También
traía remitente: «Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes».
Seis
años antes, en Flandes, el hospital se había derrumbado, a causa de una granada,
sobre el tronco decapitado y reanimado del doctor Clapman-Lee, y sobre su
cabeza separada, la cual —quizás— había llegado a proferir sonidos articulados.
Ahora West ni siquiera se emocionó. Su estado era más espantoso. Dijo
rápidamente: «Es el fin... pero incineremos... esto». Transportamos la caja hacia
el laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de los detalles —ya pueden
imaginar mi estado psíquico—, pero es una mentira maliciosa decir que fue el
cuerpo de Herbert West lo que metí en el incinerador. Entre los dos, introdujimos
la caja sin abrir, cerramos la puerta, y conectamos la corriente. Y no brotó
sonido alguno la caja.
Fue
West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la pared, donde
antes fue cubierta la antigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar a correr,
pero él me retuvo. Entonces vi una pequeña abertura negra, sentí una bocanada
de viento frío y hediondo, y percibí el olor de las entrañas abominables de una
tierra pútrida. No oímos ningún ruido; pero en ese preciso instante se apagaron
las luces, y vi recortarse contra cierta fosforescencia del mundo inferior una
horda de seres silenciosos que avanzaban penosamente, producto de la locura...
o de algo peor. Sus siluetas eran humanas, semihumanas; se trataba de una horda
grotescamente heterogénea. Retiraban las piedras en silencio, una a una, del
muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastante ancha, entraron al laboratorio
en fila de a uno, guiados por el ser de paso solemne y cabeza de cera.
Una
especie de monstruosidad, con ojos desorbitados que marchaba detrás del jefe,
agarró a Herbert West. West no se resistió ni profirió grito alguno. Luego se abalanzaron
todos sobre él y lo despedazaron ante mis ojos, llevándose sus trozos a la
cripta subterránea de fabulosas abominaciones. El jefe de cabeza de cera, que
iba vestido con uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al
desaparecer, vi que sus ojos azules; detrás de las gafas, centelleaban espantosamente,
revelando por primera vez una frenética y visible emoción.
Los
criados me encontraron inconsciente por la mañana. West había desaparecido. El
incinerador contenía sólo ceniza inidentificable. Los detectives me han
interrogado; pero, ¿qué puedo decir? No relacionarán a West, con la tragedia de
Sefton; ni con eso, ni con los hombres de la caja, cuya existencia niegan. Les
hablé de la cripta; pero ellos me enseñaron el yeso intacto de la pared, y se
han reído. Así que no les conté nada más. Quieren dar a entender que estoy
loco, o que soy un asesino; probablemente es que estoy loco. Pero podría no ser
así, si esas condenadas legiones de las tumbas no estuviesen tan calladas.
F I N
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