RESTOS HUMANOS
(Para móvil)
Unos oficios
se practican mejor de día; otros, de noche. Gavin era un profesional de esta
última categoría. En invierno, en verano, reclinado contra una pared o apoyado
contra una puerta, con la luciérnaga de un cigarrillo colgando de los labios,
vendía lo que le sudaba bajo los vaqueros a todos los postores.
A veces a
viudas desconsoladas con más dinero que amor, que lo alquilaban para una semana
de encuentros ilícitos, besos amargos e insistentes y quizá, si lograban
olvidar a sus difuntos compañeros, a un revolcón desapasionado sobre una cama
con fragancia de lavanda. En ocasiones a maridos descarriados, ansiosos de un
compañero de su mismo sexo y desesperados en busca de una hora de apareamiento
con un chico que no les preguntara su nombre.
A Gavin no le
importaba demasiado de quién se tratara. La indiferencia era una de las
peculiaridades de su forma de entender el negocio, formaba parte incluso de su
atractivo. Permitía separarse de él, cuando habían realizado la hazaña e
intercambiado el dinero, mucho mas fácilmente. Decirle «Ciao», o «Hasta la
vista», o nada de nada a una persona a quien no le importabas lo más mínimo era
muy sencillo.
Y a Gavin la
profesión no le resultaba del todo desagradable en comparación con las demás.
Una noche de cada cuatro le proporcionaba incluso un poco de placer físico. En
el peor de los casos se convertía en una especie de matadero sexual, lleno de
pieles humeantes y ojos apagados. Pero se había acostumbrado a eso con los años.
Reportaba
beneficios. Le mantenía de buen humor.
Dormía casi
todo el día, acurrucado en un hueco cálido de la cama, momificándose entre las
sábanas, con la cabeza cubierta por un revoltijo de brazos para protegerse de
la luz. Hacia las tres se levantaba, se afeitaba y duchaba. Luego se pasaba
media hora delante del espejo inspeccionándose. Se hacía una meticulosa
autocrítica, sin permitir jamás que su peso estuviera un kilo por encima o por
debajo del ideal que se había marcado, atento a untarse la piel si la tenía
seca o a frotársela si la tenía aceitosa, vigilando que ninguna espinilla le
afeara la mejilla. Especial atención prestaba al menor indicio de enfermedad
venérea –el único tipo de mal de amores que le aquejó jamás–. De las ladillas
ocasionales se libraba rápidamente, pero la gonorrea, que había cogido un par
de veces, le tenía fuera de juego tres semanas, y eso resultaba perjudicial
para el negocio; de forma que se rastreaba el cuerpo obsesivamente, corriendo a
la clínica al primer síntoma de sarpullido.
Pero ocurría
raras veces. Al margen de las ladillas, durante la media hora de
autocontemplación no tenía nada más que hacer que admirar el cruce de genes que
lo había engendrado. Era precioso. La gente se lo decía constantemente.
Precioso. Qué cara, oh, qué cara, solían decir estrechándose contra él como si
le quisieran hurtar una parte de su encanto.
Por supuesto
que había más bellezas disponibles a través de las agencias o en la calle si se
sabía dónde buscar. Pero la mayoría de los chapistas tenían caras que, en
comparación con la suya, parecían inacabadas. Rostros que parecían los primeros
bocetos de un escultor más que un producto redondo: eran bastas,
experimentales. En cambio, él sí que estaba acabado, entero. Se había hecho lo
mejor que pudo; sólo era cuestión de conservar su perfección.
Una vez
acabada la inspección, Gavin se vestía, a veces se contemplaba cinco minutos
más y salía a la calle con la mercancía empaquetada, lista para vender.
Últimamente
cada día trabajaba menos la calle. Era arriesgado; había que engañar a los
representantes de la ley y al psicótico ocasional que quería limpiar Sodoma de
indeseables. Si estaba verdaderamente perezoso encontraba a un cliente a través
de la agencia Escort, pero siempre se quedaban con una parte sustancial de las
ganancias.
Claro que
tenía clientes regulares, que recurrían a sus favores un mes sí y otro también.
Una viuda de Fort Lauderdale lo alquilaba sistemáticamente en cada uno de sus
viajes anuales a Europa; otra mujer cuyo rostro había visto en una prestigiosa
revista lo llamaba de vez en cuando, tan sólo para cenar con él y contarle sus
problemas conyugales. También estaba un hombre que Gavin llamaba Rover, por su
coche, que lo alquilaba cada dos o tres semanas para pasar una noche de besos y
confesiones.
Pero las
noches en que no tenía cliente fijo se veía obligado a hacer la calle en busca
de un ricacho. Era una técnica que dominaba a la perfección. Ninguno de sus
colegas utilizaba mejor que él el código de la invitación; la sutil mezcla de
incitación y despego, de seriedad y frivolidad. Ese cambiar el peso de una
pierna a otra para presentar la ingle en su mejor ángulo: así. Nunca con
demasiado descaro; nunca como una puta. Sólo despreocupadamente prometedor.
Se jactaba de
que de un «bisnes» a otro sólo necesitaba unos pocos minutos, nunca una hora.
Si hacía su pequeña representación con su destreza habitual, localizaba a la
mujer descontenta o al marido nostálgico, conseguía que le dieran de comer (lo
vistieran incluso), le proporcionaran cama y una despedida satisfecha justo
antes de que pasara el último metro de la línea Metropolitan para Hammersmith.
Ya se habían acabado los años de trabajillos de media hora, tres sesenta y
nueve y un polvo por noche. La primera razón es que ya se le habían pasado las
ganas, la segunda es que quería subir de rango cuanto antes: pasar de hacer la
calle a gigoló, de gigoló a mantenido y de mantenido a marido. Sabía que
cualquier día se casaría con una viuda; tal vez con la matrona de Florida. Le
había contado que se lo imaginaba tumbado en su piscina de Fort Lauderdale; una
fantasía que Gavin procuraba alentarle. Quizá todavía no se hubiera
perfeccionado tanto, pero tarde o temprano le cogería el tranquillo. El
problema era que esos capullos ricos requerían muchos cuidados, y era una
lástima que tantos murieran cuando estaban a punto de dar frutos.
Pero sería
ese año. Sí, seguro, ese año. Tenía que ser ese año. Estaba seguro de que el
otoño le depararía una agradable sorpresa.
Mientras
tanto contemplaba cómo se hacían más profundas las arrugas que le surcaban la
boca, su maravillosa boca («maravillosa», ésa era la palabra), y calculaba las
probabilidades de victoria de su suerte contra su edad.
Eran las
nueve y cuarto de la noche del 29 de septiembre y hacía frío incluso en la
recepción del hotel Imperial. Ese año no había habido veranillo de San Martín
que alegrara las calles: el otoño se había apoderado de Londres y estaba
dejando vacía la ciudad.
El frío le
había calado hasta la muela; esa muela con caries y a punto de caer. Si en vez
de remolonear en la cama y dormir una hora más hubiera ido al dentista, ahora
ya no le molestaría. Bueno, de todas formas ya era demasiado tarde, iría
mañana. Mañana tendría todo el tiempo del mundo. No necesitaba una cita. Le
bastaría con sonreír a la recepcionista para que se deshiciera y le buscara un
hueco, luego le volvería a sonreír, ella se sonrojaría y él podría ver
inmediatamente al dentista, en lugar de esperar dos semanas como los pobres
pringados que no tenían caras maravillosas.
Esa noche se
tendría que resignar a que le doliera. Sólo le hacía falta un putero aburrido
–un marido que le pagara un dineral por recibirlo en la boca– y luego se podría
retirar a un club de los que abrían toda la noche en el Soho y pensar en sus
cosas. Mientras no se topara con un obseso de las confesiones, podía hacer una
ronda y haber acabado hacia las diez y media.
Pero ésa no
era su noche. Había una cara nueva detrás del mostrador de recepción del
Imperial; una cara delgada, cansada, con un peluquín mal plantado (pegado)
sobre la calva, que llevaba mirándolo de reojo casi media hora.
El
recepcionista de siempre, Madox, era un criptohomosexual a quien Gavin había
visto rondando de vez en cuando los bares, un contacto fácil para quien supiera
manejar a ese tipo de gente. Madox se deshacía como la cera en manos de Gavin;
un par de meses antes había comprado su compañía por una hora con una tarifa
muy barata: diplomacia. Pero este nuevo empleado era estricto y malévolo, y
conocía el juego de Gavin.
Éste se
acercó a la máquina de tabaco, bailando al ritmo del muzack al atravesar la
alfombra color castaño. Jodida noche de mierda.
Al darse la
vuelta de la máquina, con un paquete de Winston en la mano, se topó con el
recepcionista.
–Perdón..., señor.
–Hablaba con un acento forzado, no tenía nada de natural. Gavin le devolvió una
mirada dulce.
–¿Sí?
–¿Está
residiendo en este hotel..., señor?
–En
realidad...
–Si no es
así, la dirección le agradecería que abandonara el edificio inmediatamente.
–Estoy
esperando a una persona.
–¿Ah?
El
recepcionista no se lo tragó.
–¿Sería tan
amable de darme el nombre de esa persona?...
–No es
necesario.
–Déme el
nombre –insistió–, y me encantará comprobar que su... contacto... está en el
hotel.
El bastardo
no daba su brazo a torcer; las cosas se ponían difíciles. Gavin podía escoger
entre tomárselo con calma y abandonar la sala de recepción o hacerse el cliente
ultrajado y fulminar a aquel hombre con la mirada. Decidió, más por mostrarse
desagradable que porque fuera lo mejor que podía hacer, utilizar la segunda
táctica.
–No tiene
ningún derecho... –empezó a vociferar, sin impresionar al recepcionista.
–Mira,
hijito... –dijo–, conozco tu juego, así que no te hagas el presumido conmigo o
llamo a la policía. –Había perdido el control de su pronunciación: a cada
sílaba revelaba más sus orígenes del sur del río–. Tenemos una clientela
selecta, que no quiere tratos con tipos como tú, ¿comprendes?
–Cabrón –dijo
Gavin, con mucha calma.
–Bueno, es un
chupapollas quien me lo dice, ¿no es cierto?
Touché.
–Bueno,
hijito, ¿quieres largarte de aquí por tus propios medios o prefieres que te
saquen esposado los tipos de azul?
Gavin utilizó
su último triunfo.
–¿Dónde está
el señor Madox? Quiero ver al señor Madox: él me conoce.
–Seguro que
sí –dijo el recepcionista con un bufido–. Sin duda. Lo despidieron por
comportamiento indecente... –Estaba recuperando su pronunciación afectada–. O
sea que, en tu lugar, yo no iría citando su nombre. ¿De acuerdo? En marcha.
Con la mano
firme y levantada, el recepcionista dio un paso atrás como un torero citando al
toro.
–La dirección
le agradece su visita. No vuelva a llamarnos, por favor.
Juego, set y
partido para el tipo del peluquín. Qué diantre; había más hoteles, más salas de
recepción, más recepcionistas. No tenía por qué soportar tanta mierda.
Al empujar la
puerta le dirigió un sonriente «volveremos a vernos» por encima del hombro. A
lo mejor así le provocaba sudores fríos cualquier noche de ésas cuando, de
vuelta a casa, oyera detrás de él los pasos de un hombre joven. Era una
satisfacción mínima, pero menos da una piedra.
La puerta se
cerró suavemente, dejando a Gavin fuera y preservando el calor de dentro. Hacía
frío, bastante más frío que cuando entró en la sala de recepción. Caía una
ligera llovizna que amenazaba con empeorar mientras se apresuraba a ir por Park
Lane hacia South Kensington. En High Street había un par de hoteles en que se
podría refugiar un rato; si no le salía nada tendría que admitir su derrota.
Los coches
doblaban por el Hyde Park Corner y aceleraban, brillantes y decididos,
encaminándose hacia Knightsbridge o Victoria. Se vio plantado en medio de la
isla de cemento, entre el ir y venir de los automóviles, con las yemas de los
dedos metidas en los vaqueros (eran demasiado ajustados para que le entrara
algo más en los bolsillos), solitario y desconsolado.
Le anegó una
ola de tristeza de la que no se creía capaz. Tenía veinticuatro años y cinco
meses. Llevaba haciendo la calle con algunas interrupciones desde que tenía
diecisiete, prometiéndose encontrar a una viuda casamentera (la pensión del
gigoló) o una ocupación legítima antes de llegar a los veinticinco.
Pero el
tiempo pasaba y ninguna de sus ambiciones se convertía en realidad. Iba
perdiendo energías y consiguiendo patas de gallo.
El tráfico
seguía circulando en relucientes mareas, señalizando tal o cual orden con las
luces; coches llenos de gente con jerarquías que trepar y angustias que
domeñar, y su paso lo iba alejando de tierra firme, de la seguridad. Todos
querían llegar a su destino cuanto antes.
Él no era lo
que había soñado ser ni lo que se había prometido en secreto.
Y ya no era
joven.
¿Adónde podía
ir ahora? En el piso se sentiría como entre rejas, aunque fumara un poco de
hierba para agrandar los límites de su cuarto. Esa noche quería o, más bien, necesitaba estar con alguien. Sólo para
contemplar su propia belleza en los ojos ajenos. Que le dijeran cuán perfecto y
proporcionado era, que lo mimaran, le dieran de cenar y le adularan como si
fuera estúpido, aunque fuera el hermano rico y feo de Quasimodo quien se lo
dijera. Necesitaba una dosis de cariño.
El ligue
resultó tan sencillo que casi le hizo olvidar el episodio de la sala de
recepción del Imperial. Era un tipo de unos cincuenta y cinco años y pudiente:
zapatos Gucci, un abrigo con mucha clase. En una palabra: calidad.
Gavin estaba
junto a la puerta de un pequeño cinestudio, mirando de reojo las fotos de la
película de Truffaut que echaban, cuando notó que alguien lo estaba mirando. Le
devolvió la mirada, convencido de que había un ligue en perspectiva. La
franqueza de su mirada pareció poner nervioso al putero; se alejó; luego
pareció cambiar de idea, murmuró algo para su coleto y volvió sobre sus pasos,
demostrando una manifiesta falta de interés por el programa de películas.
Obviamente, el juego no le resultaba demasiado familiar, pensó Gavin; era un
novato.
Gavin sacó un
Winston despreocupadamente y lo encendió. El fulgor de la llama que salió de
sus manos en forma de bocina le doró los pómulos. Lo había hecho unas mil veces
y otras tantas delante del espejo para complacerse. Luego levantaba la vista de
la llamita: siempre surtía efecto. Esta vez, cuando se encontró con los
nerviosos ojos del putero, éste no desvió la mirada.
Dio una
calada, apagó la cerilla y la dejó caer. No había conseguido un ligue parecido
en varios meses, pero le gustó comprobar que no había perdido la forma. El
reconocimiento inequívoco de un cliente potencial, la oferta implícita de
labios y ojos, que podía justificarse como amabilidad natural en caso de haber
cometido un error.
En todo caso,
éste no era un error, se trataba de un auténtico negocio. El hombre no le
sacaba los ojos de encima, estaba tan prendado de él que le debía doler. Tenía
la boca abierta, como si no hubiera sido siquiera capaz de presentarse. No
tenía un rostro despampanante, pero tampoco nada de feo. Se había bronceado
demasiado a menudo y demasiado rápido: quizás hubiera vivido en el extranjero.
Daba por sentado que era inglés, lo que justificaría sus evasivas.
Contra su
costumbre, Gavin dio el primer paso.
–¿Le gustan
las películas francesas?
Al putero
pareció encantarle que rompiera el silencio que se había establecido entre
ambos.
–Sí –dijo.
–¿Va a
entrar?
El tipo
torció el gesto.
–No...no...
creo que no.
–Hace un poco
de frío.
–Sí.
–Un poco de
frío para estar aquí de pie, quiero decir.
–Oh... sí.
El putero
mordió el anzuelo.
–A lo
mejor... ¿le apetece una copa?
Gavin sonrió.
–Claro, ¿cómo
no?
–Mi piso no
cae demasiado lejos.
–Claro.
–Me estaba
amuermando un poco en casa.
–Conozco esa
sensación.
Ahora fue el
hombre quien sonrió.
–¿Se
llama...?
–Gavin.
El hombre
tendió la mano envuelta en un guante de cuero. Muy formal, muy de hombre de
negocios. El apretón fue seco, ya no quedaba rastro de las vacilaciones iniciales.
–Yo soy
Kenneth –dijo–, Ken Reynolds.
–Ken.
–¿Nos vamos
de aquí?
–Perfecto.
–Vivo a un
paso.
Al abrir
Reynolds la puerta de su apartamento los recibió una vaharada de aire viciado,
de calefacción central. La subida de los tres pisos había dejado a Gavin sin
resuello, pero Reynolds no necesitó detenerse. Tal vez fuera un fanático de la
salud. ¿Profesión? Algo en el centro. El apretón de manos, los guantes de
cuero. Tal vez fuera de la administración pública.
–Entra,
entra.
Había dinero
en la atmósfera. El pelo de la alfombra era exuberante, amortiguaba sus pasos.
El pasillo estaba prácticamente desnudo: un calendario colgaba de una pared,
había una mesilla con un teléfono y una agenda, un perchero.
–Hace más
calor aquí dentro.
Reynolds se
quitó el abrigo encogiendo los hombros y lo colgó en el perchero. Se dejó los
guantes puestos y acompañó a Gavin hasta un amplio salón.
–Quítate la
chaqueta –dijo.
–Oh... claro.
Gavin se la
quitó y Reynolds se fue con ella por el pasillo. Al volver se venía quitando los
guantes; con las manos sudorosas le costaba trabajo. El tipo seguía nervioso,
hasta en su propio terreno. Normalmente solían calmarse en cuanto se sentían
seguros detrás de cerraduras. Éste no: era todo un catálogo de fuguillas.
–¿Te puedo
traer algo de beber?
–Sí; estaría
bien.
–¿Qué veneno
prefieres?
–Vodka.
–Sí. ¿Con
algo?
–Un chorrito
de agua.
–Eres un
purista, ¿no?
Gavin no
captó la insinuación.
–Sí
–contestó.
–Eres un
hombre de los que me gustan. Perdona un segundo, voy a por hielo.
–No te
preocupes.
Reynolds puso
los guantes sobre una silla que había junto a la puerta y dejó a Gavin solo en
la habitación. Como en el pasillo, hacía un calor casi asfixiante, pero no
había nada acogedor ni hogareño en él. Fuera cual fuese su profesión, Ken era
un coleccionista. La habitación estaba inundada de antigüedades dispuestas
sobre la pared y alineadas en estanterías. Había pocos muebles, y los que había
desentonaban: las sillas de formica no se correspondían con un piso tan caro.
Tal vez fuera un catedrático de la universidad o el director de un museo, algo
académico. Ése no era el salón de un corredor de Bolsa.
Gavin no
sabía nada de arte y aún menos de historia, así que los adornos no le decían
gran cosa, pero les echó otra mirada, sólo para demostrar buena voluntad. El
tipo le preguntaría qué le parecía todo eso. Las estanterías eran de lo más
soso. Trozos y fragmentos de cerámica y de esculturas: ninguna pieza entera,
tan sólo pedazos. En algunos se apreciaba un poco de diseño, aunque el tiempo
había borrado los colores casi por completo. En las esculturas se reconocían
partes del cuerpo humano: un resto de torso, de un pie (con los cinco dedos
donde les correspondía), una cara que estaba casi desfigurada, que ya no era de
hombre ni de mujer. Gavin reprimió un bostezo. El calor, las exposiciones y la
idea de sexo lo aletargaban.
Concentró su
escaso interés en las piezas colgadas de la pared. Eran más llamativas que las
de los estantes, pero todavía más incompletas. No comprendía que a nadie le
gustara estudiar esas reliquias; ¿qué tenían de fascinante? Los bajorrelieves
dispuestos sobre la pared estaban agujereados y erosionados, de forma que las
figuras parecían leprosos, y las inscripciones en latín estaban prácticamente
borradas. No había nada hermoso en ellas: estaban demasiado gastadas para ser
bonitas. Le hacían sentirse sucio, como si su estado fuera contagioso.
Sólo una de
las piezas expuestas le llamó la atención: una lápida sepulcral, o eso le
pareció a él, que era más grande que las tallas restantes y estaba ligeramente
en mejores condiciones. Un hombre a caballo con una espada se inclinaba sobre
su enemigo decapitado. Debajo de esa escena había una inscripción en latín. El
caballo había perdido las patas delanteras y las columnas que encuadraban la talla
habían desaparecido casi por completo: por lo demás la escena tenía sentido.
Había incluso algo de personalidad en el rostro cincelado toscamente: tenía una
nariz larga, una boca grande; era un individuo, no un arquetipo.
Gavin fue a
tocar la inscripción, pero retiró la mano al oír entrar a Reynolds.
–No, tócalo,
por favor –dijo su anfitrión–. Está ahí para halagar los sentidos. Tócalo.
Ahora que le
invitaban a tocar la inscripción se le habían pasado las ganas. Se sintió
molesto; sorprendido con las manos en la masa.
–Vamos
–insistió Reynolds.
Gavin tocó la
inscripción. Piedra fría, arenosa al tacto.
–Es romana
–dijo Ken.
–¿Una lápida?
–Sí. La
encontré cerca de Newcastle.
–¿Quién era
el personaje?
–Se llamaba
Flavinus. Era el portaestandarte del regimiento.
Lo que Gavin
tomó por un espada era, si se miraba más detenidamente, una bandera. Acababa en un dibujo casi borrado: a lo mejor una abeja,
una flor o una rueda.
–¿Así que eres arqueólogo?
–Forma parte
de mi trabajo. Busco emplazamientos, a veces vigilo excavaciones; pero casi
todo el tiempo restauro hallazgos.
–¿Como éste?
–La
Inglaterra romana es mi obsesión personal.
Se quitó las
gafas y se acercó a las baldas cargadas de cerámica.
–Estos son
objetos que he reunido con los años. Nunca he conseguido superar la pasión de
tener en la mano cosas que llevaban siglos sin ver la luz del día. Es como
sumergirse en la historia. ¿Me comprendes?
–Sí.
Reynolds
cogió un fragmento de cerámica de una estantería.
–Naturalmente,
las colecciones importantes se hacen con los mejores hallazgos. Pero con un
poco de astucia consigues quedarte con algunas piezas. Los romanos ejercieron
una influencia increíble. Fueron ingenieros civiles, constructores de
carreteras, de puentes...
Ken soltó una
risotada ante su propia explosión de entusiasmo.
–Demonios
–dijo–, Reynolds se ha puesto de nuevo a dar conferencias. Lo siento. Me dejo
llevar.
Colocó de
nuevo el trozo de cerámica sobre la estantería, se puso las gafas y empezó a
servir las bebidas. Dándole la espalda a Gavin, se atrevió a preguntarle:
–¿Eres caro?
Éste vaciló.
El nerviosismo de Ken resultaba enternecedor y el brusco cambio de conversación
–de los romanos al precio de un sesenta y nueve– le dejó perplejo.
–Depende
–contestó, dándole coba.
–Ah... –dijo
el otro, que seguía ocupado con los vasos–, ¿te refieres a la naturaleza exacta
de... el servicio?
–Sí.
–Es natural.
Se volvió y
le tendió un generoso vaso de vodka. Sin hielo.
–No te pediré
demasiado –dijo.
–No resulto
barato.
–Estoy
convencido –trató de sonreír Reynolds, pero la sonrisa le bailoteó en los
labios–, y estoy dispuesto a pagarte bien. ¿Te podrás quedar toda la noche?
–¿Quieres?
Reynolds
frunció el entrecejo mirando el vaso.
–Supongo que
sí.
–Entonces,
sí.
El estado de
ánimo del anfitrión cambió de repente: la indecisión se vio reemplazada por
cierta seguridad.
–Salud –dijo,
entrechocando su vaso lleno de whisky contra el de Gavin–. Por el amor, la
vida, y todo lo que merezca la pena comprar.
La
observación de doble filo no pasó inadvertida a Gavin; era obvio que Ken tenía
serios escrúpulos acerca de lo que estaba haciendo.
–Bebo por eso
–contestó, bebiendo un trago de vodka.
Después del
primer sorbo, las copas se fueron sucediendo rápidamente, y, hacia el tercer
vodka, Gavin se empezó a sentir más achispado que desde hacía mucho tiempo,
satisfecho de asistir a la charla de Reynolds sobre excavaciones y las glorias
de Roma prestándole un solo oído. Se le iba la cabeza, era una sensación
placentera. Obviamente iba a pasar allí la noche, o por lo menos hasta que amaneciera,
así que por qué no había de beberse el vodka del putero y disfrutar de la
experiencia que se le presentaba. Más tarde, probablemente mucho más tarde a
juzgar por las divagaciones de Ken, tendría una sesión de sexo con la torpeza
propia del alcohol en un cuarto a oscuras y eso sería todo. Había tenido antes
clientes parecidos. Eran solitarios, quizá se encontraban entre dos amoríos, y
por lo normal fáciles de complacer. No era sexo lo que compraba ese tío, sino
compañía, otro cuerpo con el que compartir un rato su piso; dinero fácil.
Y entonces
oyó un ruido.
Al principio
creyó que los golpes los tenía dentro de la cabeza, hasta que Reynolds se
levantó con la boca crispada. El ambiente de bienestar había desaparecido por
completo.
–¿Qué es eso?
–preguntó Gavin, levantándose a su vez, aturdido por la bebida.
–No pasa nada
–Reynolds hizo que se volviera a sentar–. Quédate aquí.
El ruido se
hizo más intenso. Parecía que hubiera un batería dentro del horno tocando
mientras se quemaba.
–Por favor,
quédate aquí un momento. No es más que el vecino de arriba.
Reynolds
mentía: el alboroto no procedía del piso de arriba. Lo hacia otra persona del
piso. Era un golpeteo rítmico que se aceleraba y se detenía y se volvía a
acelerar.
–Sírvete una
copa –le dijo Reynolds, sonrojado junto a la puerta–. Malditos vecinos...
La llamada,
porque eso debía ser, perdía intensidad.
–Sólo un
momento –le prometió Reynolds, y cerró la puerta tras él.
Gavin había
asistido a escenas desagradables antes de ese día: tipos cuyos amantes
aparecían en mal momento; tíos que querían darle una paliza y pagarle por ello.
Uno se sintió tan culpable en la habitación de un hotel que lo destrozó todo.
Esas cosas pasaban. Pero Reynolds era diferente: no había nada inquietante en
él, aunque en el fondo, muy en el fondo de su conciencia, Gavin recordó
fríamente que tampoco los otros tipos parecían malos al principio. Maldición.
Dejó las dudas de lado. Si le entraba canguelo cada vez que salía con una cara
diferente, acabaría por dejar de trabajar de una vez por todas. No le quedaba
más remedio que confiar en la suerte y en su instinto, y su instinto le decía
que a este tipo no le daban ataques.
Dio un rápido
sorbo a su vaso, lo rellenó y se puso a esperar.
El ruido
había cesado por completo y le resultó más fácil reconstruir los hechos. A fin
de cuentas, quizá no había sido más que el vecino de arriba. Ciertamente no se
oía a Reynolds trajinar por el piso.
Paseó la
vista por el cuarto, en busca de algo que lo mantuviera ocupado un rato y su
mirada recayó sobre la lápida sepulcral de la pared.
Flavinus el
portaestandarte.
Había algo
agradable en la idea de tener un retrato, por tosco que fuera, esculpido en
piedra y colocado sobre el lugar donde reposan los huesos de uno, aunque con el
tiempo un historiador fuera a separar los huesos de la lápida. El padre de
Gavin siempre insistió en que lo enterraran. No quería ser incinerado, pues
¿cómo, si no –solía decir–, lo iban a recordar? ¿Quién iba a ir a llorarle a
una urna en la pared? La ironía es que aun así nunca fue nadie a su tumba:
Gavin sólo fue unas dos veces desde que murió su padre. Una piedra vulgar con
un nombre inscrito, una fecha y una frase hecha. Ni siquiera recordaba el año
en que murió su padre.
En cambio, sí
se recordaba a Flavinus; lo recordaba gente que jamás lo conoció, que no
conoció siquiera lo que era la vida en sus tiempos. Gavin se levantó y tocó el
nombre del portaestandarte, el burdamente cincelado FLAVINVS que constituía la segunda palabra de la inscripción.
De repente se
escuchó de nuevo el ruido, más frenético que nunca. Gavin apartó la vista de la
lápida y miró hacia la puerta, con la ligera esperanza de que Reynolds
estuviera junto a ella dispuesto a darle alguna explicación. No había nadie.
–Maldita sea.
El repiqueteo
continuaba. Alguien, en algún lugar, estaba muy enfadado. Y esta vez no se
podía engañar a sí mismo: el batería estaba ahí, en el piso, a pocos metros. Le
picaba la curiosidad como si fuera un amante zalamero. Apuró el vaso y salió al
pasillo. El ruido cesó en cuanto cerró la puerta detrás de sí.
–¿Ken? –osó
decir. La palabra se le murió en los labios.
El pasillo
estaba en tinieblas; tan sólo lo iluminaba un rayo de luz que salía del otro
extremo. Quizá fuera una puerta abierta. Gavin encontró un interruptor a su derecha,
pero no funcionaba.
–¿Ken?
–repitió.
Esta vez la
pregunta obtuvo respuesta. Un gemido y el ruido de un cuerpo arrastrándose, o
arrastrado. ¿Habría sufrido Reynolds un accidente? Dios mío, podía estar
tirado, indefenso, a cuatro pasos de Gavin: tenía que ayudarlo. ¿Por qué sus
pies se negaban a andar? Tenía el hormigueo en los huevos que siempre le
producía la ansiedad de la espera; le recordaba al escondite de su niñez: era
la emoción de la persecución. Una sensación casi placentera.
Y, dejando de lado el placer, ¿podía
marcharse ahora sin saber qué había sido del putero? Tenía que recorrer el
pasillo hasta el final.
La primera
puerta estaba entornada; la abrió y
descubrió un estudio o habitación atiborrado de libros. Las luces de la calle
entraban por la ventana sin cortinas y caían sobre una mesa de despacho
desordenada. Ni Reynolds ni agresor. Más confiado después del primer tiento,
siguió explorando el pasillo. La puerta siguiente –de la cocina– también estaba
abierta. No venía ninguna luz del interior. Las manos de Gavin habían empezado
a sudar: pensó en Reynolds tratando de sacarse los guantes que se le quedaban
pegados a las manos. ¿De qué había tenido miedo? De algo más que de su ligue:
había otra persona en el apartamento, alguien de temperamento violento.
El estómago
se le revolvió al descubrir la huella de una mano impresa sobre la puerta: era
sangre.
Empujó la
puerta, pero no cedía. Había algo detrás de ella. Se deslizo por la abertura y
entró en la cocina. Un cubo de basura por vaciar o un contenedor de vegetales
descuidado llenaban el aire de malos olores Gavin acarició la pared buscando el
interruptor y el tubo de fluorescente se iluminó espasmódicamente.
Por detrás de
la puerta asomaban los Gucci de Reynolds. Gavin la corrió y Ken salió rodando
de su escondite. Estaba claro que se había acurrucado detrás de la puerta en
busca de refugio; había algo del animal herido en su cuerpo doblado. Se
estremeció al tocarlo Gavin.
–No pasa
nada... soy yo. –Gavin levantó una mano ensangrentada del cuerpo de Reynolds.
Un espeso chorro le recorría la cara desde la sien hasta la barbilla y otro,
paralelo al anterior pero no tan espeso, le cruzaba la mitad de la frente y la
nariz, como si le hubiera raspado una horca de dos dientes.
Reynolds
abrió los ojos. Descubrió a Gavin al punto y dijo:
–Vete.
–Estás
herido.
–Por el amor
de Dios, vete. Rápido. He cambiado de idea... ¿Comprendes?
–Llamaré a la
policía.
Ken
prácticamente le escupió:
–Lárgate
inmediatamente de aquí, ¿quieres? ¡Maldito putón!
Gavin se
levantó y trató de comprender lo que estaba ocurriendo. El tipo estaba
sufriendo y eso le volvía agresivo. Haz caso omiso de los insultos y ve a
buscar algo con que tapar la herida. Eso era. Tapa la herida y luego deja que
el tipo se las arregle solo. Si no quería saber nada de la policía era asunto
suyo. Probablemente no quería tener que explicar la presencia de un efebo en
aquel horno crematorio.
–Deja que
vaya a buscar una tirita...
Gavin volvió
al pasillo.
Detrás de la
puerta de la cocina Reynolds le decía que no, pero el putón no le oyó. No
habrían cambiado las cosas de haberlo oído. Para él, «no» era una incitación.
Reynolds
apoyó la espalda contra la puerta de la cocina y trató de levantarse utilizando
el pomo de apoyo. Pero la cabeza le daba vueltas: era como un horroroso
carrusel girando y girando y en el que cada uno de los caballos fuera más
espantoso que el anterior. Las piernas se le doblaron y cayó al suelo como el
idiota senil que era.
Mierda.
Mierda. Mierda,
Gavin oyó la
caída de Reynolds, pero estaba demasiado ocupado armándose para volver a entrar
en la cocina. Si el intruso que había atacado a Ken seguía en el piso, quería
estar preparado para defenderse. Rebuscó entre los informes de la mesa del
despacho y descubrió un abrecartas junto a un montón de correspondencia por
abrir. Dando gracias a Dios por el hallazgo, se apoderó de él. Era ligero y la
hoja fina y quebradiza, pero bien clavado debía de ser letal.
Volvió al
pasillo con el corazón más ligero y se detuvo un momento para planear sus
movimientos. Lo primero era localizar el cuarto de baño, con suerte podría
encontrar una tirita para Reynolds. Bastaría con una toalla limpia. A lo mejor
así podría despabilar al tipo, incluso obligarle a que le diera alguna
explicación.
Detrás de la
cocina, el pasillo describía una curva cerrada hacia la izquierda. Gavin dobló
la esquina y se encontró con la puerta entornada. Dentro había una luz
encendida: el agua se reflejaba sobre los baldosines. Era el cuarto de baño.
Asegurándose
la mano derecha que sujetaba el abrecartas, Gavin se acercó a la puerta. Tenía
los músculos de los brazos rígidos de miedo: ¿le serviría eso de ayuda en caso
de que tuviera que asestar un navajazo?, pensó. Se sentía inepto, sin gracia,
ligeramente estúpido.
Había sangre
en la jamba de la puerta, la marca de una mano que era sin lugar a dudas de
Reynolds. Ahí había ocurrido todo: Reynolds extendería una mano para no caerse
ante la embestida del asaltante. Si el agresor seguía en el piso tenía que
estar ahí. No había ningún escondite más en la casa.
Más tarde, si
es que había «más tarde», probablemente analizaría la situación y le parecería
idiota por su parte haber abierto la puerta de una patada, haber provocado el
enfrentamiento. Pero meditaba sobre la estupidez de la acción mientras la
llevaba a cabo, abriendo la puerta con suavidad por encima de baldosas
encharcadas de sangre. En cualquier momento surgiría una figura con un gancho
por mano, desafiándolo a gritos.
No. No
ocurrió nada de eso. El asaltante no estaba dentro, y si no estaba dentro es
que no estaba en el piso.
Gavin exhaló
un suspiro largo y lento. El cuchillo se le aflojó en la mano; ya no iba a
usarlo. Ahora, a pesar del sudor, de su terror, se sentía defraudado. La vida
le había vuelto a fallar, el destino se había burlado de él y le había dejado
con una fregona en la mano en lugar de una medalla. Todo lo que podía hacer era
jugar a la enfermera con el viejo y seguir su camino.
El cuarto de
baño estaba decorado en tonos de color lima: la sangre y las baldosas
conjuntaban perfectamente. La transparente cortina de la ducha, luciendo
estilizados peces y plantas marinas, estaba parcialmente corrida. Tenía el
aspecto de un asesinato de película: no resultaba del todo creíble. La sangre
era demasiado brillante, la luz demasiado mate.
Gavin dejó
caer el cuchillo en el lavabo y abrió el armario cubierto de espejos. Estaba
bien provisto de enjuagues bucales, complejos vitamínicos y tubos de dentífrico
desechados, pero la única medicina que había era una lata de Elastoplast. Al
cerrar la puerta del armario se encontró con el reflejo de sus propios rasgos,
los rasgos de una cara fatigada. Abrió el grifo de agua fría; un chapuzón
disiparía el vodka y devolvería algo de color a sus mejillas.
Mientras
recogía el agua con ambas manos oyó ruido a su espalda. Se irguió con el
corazón sobresaltado y cerró el grifo. El agua le resbaló por la barbilla y las
cejas y borboteó al desaparecer por la tubería de salida.
El cuchillo
seguía en la pila; le bastaría con alargar el brazo. El ruido procedía de la
bañera, de dentro de la bañera; era
el chapoteo inofensivo del agua.
La inquietud
le había inyectado mucha adrenalina y percibía los detalles con una precisión
nueva. El aroma penetrante del jabón con olor a limón, el brillo del angelote
turquesa que revoloteaba por las algas marinas sobre la cortina de la ducha,
las gotitas frías sobre el rostro, el calor que sentía en la cabeza: no eran
más que experiencias repentinas, detalles que le habían pasado inadvertidos
hasta ese momento, demasiado perezoso como estaba para ver, oler y sentir hasta
el limite de sus posibilidades.
Estás en un
mundo real, le decía su cabeza (fue toda una revelación) y, si no te andas con
ojo, vas a morir aquí.
¿Por qué no
había mirado la bañera? Gilipollas. ¿Por qué la descuidó?
–¿Quién hay?
–preguntó, con la ridícula esperanza de que Reynolds tuviera una nutria
bañándose tranquilamente. Ridícula esperanza. Había sangre, por el amor de
Dios.
Apartó la
vista del espejo cuando remitió el chapoteo –¡hazlo!, ¡hazlo!– y corrió la cortina
gracias a sus arandelas de plástico. En su prisa por desvelar el misterio
olvidó el cuchillo en la pila. Ya era demasiado tarde: los angelotes turquesas
bailoteaban frenéticamente y él contemplaba el agua.
Había mucha,
llegaba hasta unos tres centímetros del borde de la bañera, y estaba oscura.
Una escoria marrón subía en espirales hasta la superficie y despedía un olor
levemente animal, como de pelos de perro mojados. Nada salía a la superficie
del agua.
Gavin se
inclinó aún más, intentando discernir la forma que había en el fondo, y vio su
propio reflejo flotando entre la escoria. Se agachó un poco más, incapaz de
comprender la relación de los diferentes volúmenes que había entre el limo,
hasta que reconoció los toscos dedos de una mano y comprendió que estaba
mirando una forma humana doblada sobre sí misma como un feto, absolutamente
inmóvil dentro del agua mugrienta.
Pasó la mano
sobre la superficie para disipar el cieno, su reflejo se rompió en pedazos y el
ocupante de la bañera se hizo visible. Era una estatua, esculpida en forma de
figura durmiente, con el detalle de que la cabeza, en lugar de reposar de lado,
estaba doblada para mirar a través del velo de sedimentos a la superficie del
agua. Tenía los ojos abiertos como dos toscas burbujas sobre un rostro mal
cincelado; la boca era una raja y las orejas parecían ridículas asas de una
cabeza calva. Estaba desnudo: su anatomía era tan imperfecta como sus rasgos:
era obra de un aprendiz de escultor. La pintura se deshacía en algunos lugares,
quizá por la acción del agua, y se le desprendía del torso en desconchones
grises y circulares. Debajo, se discernía un corazón de madera oscura.
No había nada
que infundiera miedo en la estatua. Era un objet
d’art en una bañera, sumergido en el agua para que se le borrara una capa
de pintura de brocha gorda. El chapoteo que había escuchado mientras se
refrescaba no había sido más que burbujas que soltaba la pieza, causadas por
una reacción química. Ya estaba: todo explicado. No había motivo para que a
nadie le entrara pánico. «Me mantiene el corazón vivo», como solía decir el
camarero del Ambassador cuando salía a escena una nueva belleza.
Gavin se
sonrió ante la ironía del símil: éste no tenía nada de Adonis.
–Olvida que
lo has visto.
Reynolds
estaba junto a la puerta. La herida, restañada por un asqueroso jirón de
pañuelo apretado contra la cara, había dejado de sangrar. La luz que reflejaban
las baldosas daba color de bilis a su cara: su lividez habría asustado a un
cadáver.
–¿Te
encuentras bien? No lo parece.
–Me pondré
bien... tú limítate a marcharte, por favor.
–¿Qué ha
ocurrido?
–Resbalé.
Había un poco de agua en el suelo y resbalé, eso es todo.
–Pero el
ruido...
Gavin volvió
a mirar la bañera. Había algo en la estatua que lo fascinaba. Tal vez su
desnudez y ese despojarse por segunda vez de la ropa debajo del agua: el último
striptease: fuera la piel.
–Vecinos,
sólo eso.
–¿Qué es
esto? –preguntó Gavin, sin dejar de contemplar la cara de muñeca que se veía en
el agua.
–Nada que te
importe.
–¿Por qué
está enroscado de esa manera? ¿Se estaba resecando?
Gavin volvió
a mirar a Reynolds para leer la respuesta en su cara, grabada con la más amarga
de las sonrisas.
–Querrás
dinero.
–No.
–¡Maldito
seas! ¿Estás trabajando, no? Hay billetes al lado de la cama; coge lo que creas
que te has ganado por haber perdido el tiempo... –Lo estaba tasando con la
mirada– ... y por tu silencio.
Otra vez la
estatua: Gavin no podía apartar los ojos de ella, de su tosquedad. Su propia
cara, perpleja, flotaba sobre la piel del agua, ridiculizando la obra del
artista por su falta de proporciones.
–No te
extrañes –dijo Reynolds.
–No puedo
evitarlo.
–No es nada
que te importe.
–Lo
robaste... ¿no es cierto? Vale una fortuna y lo has robado.
Reynolds
meditó la pregunta y pareció finalmente demasiado cansado como para empezar a
mentir.
–Sí. Lo robé.
–Y esta noche
ha vuelto alguien a por él.
Reynolds se
encogió de hombros.
–... ¿no es
eso? ¿No ha vuelto alguien a por él?
–Eso es. Lo
robé... –Reynolds repetía el papel de memoria– ... y esta noche ha vuelto
alguien a por él.
–Es todo lo
que quería saber.
–No vuelvas
por aquí, Gavin como-quiera-que-te-llames. Y no intentes hacerte el listillo,
porque me habré ido.
–¿Quieres
decir que no te chantajee? –replicó Gavin–, no soy un ladrón.
La mirada
escrutadora de Reynolds se tiñó de desprecio.
–Seas o no
ladrón, sé agradecido. Si puedes tener un sentimiento parecido. –Reynolds se
apartó para ceder el paso a Gavin. Éste no se movió.
–¿Agradecido
por qué? –preguntó. Estaba ligeramente enfadado; se sentía, de una manera
absurda, rechazado, como si le estuvieran endosando una verdad a medias porque
no fuera capaz de compartir un secreto.
A Reynolds ya
no le quedaban fuerzas para más explicaciones. Estaba desplomado contra el
marco de la puerta, exhausto.
–Vete –dijo.
Gavin asintió
y dejó al tipo junto a la puerta. Cuando salió al pasillo la estatua debió
soltar un desconchón de pintura. Oyó cómo emergía del agua, un chapoteo en el
borde de la bañera y vio mentalmente cómo las olas enturbiaban la estatua.
–Buenas
noches –dijo Reynolds como despedida.
Gavin no le
replicó, como tampoco cogió dinero antes de salir. Que se quedara con sus
lápidas y sus secretos.
Camino de la
puerta principal entró en el salón para recoger su chaqueta. La cara de
Flavinus el portaestandarte le miraba desde la pared. Debía haber sido un
héroe, pensó Gavin. Sólo se podía honrar de esa manera a un héroe. Él no
tendría esas pompas; ningún retrato en piedra daría testimonio de su paso por
este mundo.
Cerró la
puerta principal detrás de él, consciente de que le volvía a doler el diente,
y, al cerrarla, el ruido volvió a escucharse, el golpeteo de un puño contra una
pared.
Peor aún, la
furia desencadenada de un corazón recién despertado.
El día
siguiente el dolor de muelas era atroz y fue a media mañana al dentista con la
esperanza de conseguir que la auxiliar le diera una cita inmediata. Pero su
encanto había perdido muchos enteros y sus ojos no relucían tan vivamente como
de costumbre. Le dijo que tendría que esperar al viernes siguiente, a no ser
que fuera una emergencia. Él le replicó que lo era; ella dijo que no. Iba a ser
un mal día: un diente dolorido, una auxiliar de dentista lesbiana, charcos
helados, mujeres cotilleando en todas las esquinas, niños feos, cielo feo.
Ése fue el
día en que empezó la persecución.
A Gavin le
habían perseguido antes los admiradores, pero nunca de una manera tan sutil,
tan subrepticia. Había tenido a gente detrás de él durante días, de un bar a
otro, de una calle a otra, con una sumisión tan perruna que le enervaba. Ver la
misma cara de tristeza noche tras noche, haciendo acopio de valor para
invitarle a una copa, ofrecerle un reloj, cocaína, una semana en Túnez,
cualquier cosa. Execraba esa adoración pegajosa que se cortaba tan rápido como
la leche y apestaba a bobaliconería. Uno de sus admiradores más ardientes –un
actor nombrado «sir», le había dicho–, nunca se le acercaba, sólo le seguía y
le seguía, mirando y mirando. Al principio le había adulado tanta atención,
pero el placer pronto se volvió irritación, y al final acorraló al tipo en un
bar y le amenazó con partirle la cabeza. Estaba tan jodido aquella noche, tan
mareado de que todo el mundo lo devorara con la mirada que habría dejado
malparado a aquel lamentable tipo si no se hubiera dado el bote. Nunca lo
volvió a ver; supuso que se habría ido a casa y se habría ahorcado.
Pero esta
persecución no era tan notoria, ni mucho menos; apenas si era algo más que una
sensación. No tenía ninguna prueba irrefutable de que alguien le pisara los
talones, tan sólo la molesta sospecha, cada vez que echaba una ojeada por
encima del hombro, de que alguien se refugiaba en las sombras o de que en un
callejón lóbrego un paseante andaba a su mismo ritmo, reproduciendo todos los
chasquidos de sus tacones, todas las vacilaciones de su andar. Era algo
semejante a una paranoia, pero él no era un paranoico. Si fuera un paranoico,
se decía, ya se lo habría dicho alguien.
Además,
ocurrían cosas extrañas. Una mañana la arpía que vivía en el rellano del piso
de abajo le preguntó distraídamente quién era su visitante: el tipo
estrafalario que entró a altas horas de la noche y estuvo sentado en las
escaleras varias horas contemplando su habitación. No había tenido visita y no
conocía a nadie que se ajustara a la descripción.
Otro día, en
un calle concurrida, salió de entre la multitud para meterse en el portal de
una tienda vacía a encender un cigarrillo y, mientras lo hacia, le llamó la
atención un reflejo, distorsionado por la suciedad del cristal. La cerilla le
quemó el dedo. Miró hacia abajo al dejarla caer y cuando volvió a levantar la
vista el gentío se había tragado a su espía como un océano hambriento.
Era una
sensación verdaderamente desagradable: pero aún había de depararle muchas
sorpresas.
Gavin no
había hablado jamás con Preetorius, aunque intercambiaban algún gesto de vez en
cuando en la calle y ambos se interesaran por el otro en compañía de amistades
comunes como si fueran caros amigos. Preetorius era negro, tendría entre
cuarenta y cinco años y la edad idónea para hacer de fiambre, un proxeneta que
se vanagloriaba de ser descendiente de Napoleón. Llevaba dirigiendo un negocio
de mujeres y tres o cuatro muchachos durante casi una década y ganaba bastante
dinero. Cuando empezó a trabajar, a Gavin le recomendaron encarecidamente que
buscara la protección de Preetorius, pero siempre había sido demasiado
independiente como para recurrir a una ayuda de ese tipo. Como consecuencia de
ello, Preetorius y su clan nunca le habían visto con buenos ojos. Sin embargo,
en cuanto se convirtió en personaje habitual del mundillo nadie puso en duda su
derecho de ser su propio jefe. Se decía incluso que Preetorius confesaba sentir
cierta admiración por la codicia de Gavin.
Con
admiración o sin ella, el día en que Preetorius rompió el silencio y se dirigió
a Gavin debía estar helando en el infierno.
–Blanco.
Serían las
once, y Gavin acababa de salir de un bar de St. Martin’s Lane y se encaminaba
hacia un club del Covent Garden. La calle todavía estaba concurrida: entre los
espectadores de cine y de teatro había clientes potenciales, pero no tenía
ganas de ligar esa noche. Llevaba cien billetes en el bolsillo, ganados el día
anterior y que no se había molestado en meter en el banco. De sobra para darse
una vuelta.
Lo primero
que se le ocurrió al ver a Preetorius y sus pecosos secuaces cerrarle el paso
fue que querían su dinero.
–Blanco.
Pero luego
reconoció la cara inexpresiva y brillante de Preetorius: no era un ladrón
callejero, nunca lo había sido y nunca lo sería.
–Blanco,
tengo algo que decirte.
Preetorius se
sacó una nuez del bolsillo, la partió con la palma de la mano y se la metió en
su amplia boca.
–No te
importa, ¿verdad?
–¿Qué
quieres?
–Lo que te he
dicho, contarte algo. No es demasiado pedir, ¿no es cierto?
–De acuerdo.
¿Qué?
–Aquí no.
Gavin ponderó
la cohorte de Preetorius. No eran gorilas, ése no era el estilo del negro, pero
tampoco criaturitas de cuarenta y cinco kilos. El espectáculo no parecía en
conjunto demasiado alentador.
–Gracias,
pero no me interesa. –Gavin empezó a dar rápidas zancadas para alejarse del
trío. Ellos lo seguían. Deseó con toda su alma que no lo hicieran, pero lo
siguieron. Preetorius le habló por la espalda.
–Escucha. He
oído malas cosas de ti.
–¿Ah, sí?
–Me temo que
sí. Me han dicho que has atacado a uno de mis muchachos.
Gavin dio
seis pasos antes de contestar.
–Yo no he
sido. Te has equivocado de hombre.
–Te
reconoció, basura. Le has hecho daño de verdad.
–Ya te lo he
dicho: yo no he sido.
–Estás
chiflado, ¿lo sabías? Tendrían que encerrarte, coño.
Preetorius
levantaba la voz. La gente cambiaba de acera para no verse complicados en la
pelea que se avecinaba.
Sin pensarlo
dos veces, Gavin salió de St. Martin’s Lane hacia Long Acre, y se dio cuenta en
seguida de que había cometido un error táctico. Había mucha menos gente por ese
lado, y le quedaba mucho por andar a través de las calles de Covent Garden
antes de poder llegar a otro centro de actividad. Tendría que haber girado a la
derecha en lugar de a la izquierda; así habría llegado a Charing Cross Road, donde
se habría encontrado más seguro. Maldita sea, no podía darse la vuelta y
tropezarse con ellos ahora. Todo lo que podía hacer era andar (y no correr;
nunca se debía correr con un perro loco en los talones) con la esperanza de
mantener una conversación lo más sosegada posible.
Preetorius:
–Me has
costado mucho dinero.
–No
comprendo...
–Has dejado a
uno de mis mejores muchachos fuera de servicio. Va a pasar mucho tiempo antes
de que pueda volver a poner al chaval en la calle. Está acojonado, ¿comprendes?
–Mira... Yo
no le he hecho nada a nadie.
–¿Por qué
coño me mientes, basura? ¿Qué te he hecho yo para que me trates así?
Preetorius
alargó el paso y se puso a la altura de Gavin, dejando a sus socios detrás.
–Mira...–le
susurró–, comprendo que chavales como él puedan resultar tentadores. Es normal.
Lo puedo entender. Si me pones a un bombón en el plato yo no voy a hacerle
ascos. Pero le hiciste daño: y cuando alguien pega a uno de mis chicos, yo
también sangro.
–Si hubiera
hecho eso, como dices, ¿crees que habría salido a la calle?
–No debes
estar en tus cabales. No estamos hablando de un par de magulladuras, tío. Lo
que digo es que te duchaste con la sangre de ese chaval, eso es lo que digo. Lo
colgaste y le cortaste todo el cuerpo, y luego lo dejaste en mi escalera con un
jodido par de calcetines por toda vestimenta, ¿Captas ahora mi mensaje, blanco?
¿Lo captas?
Una rabia
genuina se apoderó de Preetorius mientras describía los crímenes que le
imputaba, y Gavin no sabía exactamente cómo enfrentarse a ella. Se calló y
continuó andando.
–Ese chico te
idolatraba, ¿sabes? Pensaba que eras una referencia obligada para todo
aspirante a chapista. ¿Qué te parece?
–Mal.
–Tendrías que
sentirte aduladísimo, colega, porque eso es todo lo que vas a conseguir en tu
puñetera vida.
–Gracias.
–Has hecho
una buena carrera. Lástima que se haya acabado.
Gavin sintió
plomo en las entrañas: esperaba que Preetorius se contentara con una
advertencia: por lo visto no iba a ser así. Estaban ahí para darle una paliza:
Dios, le iban a pegar por algo que no había hecho y de lo que ni siquiera había
oído hablar.
–Te vamos a
sacar de la calle, blanco. Para siempre.
–Yo no he
hecho nada.
–El chaval te
conocía. Te reconoció aunque llevaras una media en la cabeza. La voz, la ropa:
todo coincidía. Afróntalo: te reconoció, Ahora sufre las consecuencias.
–Vete al
carajo.
Gavin echó a
correr. A los dieciocho años había corrido en distancias cortas en
representación de su país: ahora volvía a necesitar aquella velocidad. Detrás
de él Preetorius se echó a reír (¡qué divertido!) y dos pares de pies resonaron
sobre la acera. Estaban cerca, cada vez más cerca, y Gavin estaba en un estado
de forma pésimo. A los doce metros le dolían los muslos y los vaqueros eran
demasiado ceñidos para correr con comodidad. La persecución estaba perdida
antes de comenzar.
–Nadie te ha
dicho que te fueras –se mofó el mentecato blanco, agarrándolo por el bíceps con
sus dedos picados.
–Bonito
intento –Preetorius se acercaba lentamente y sonriendo hacia los sabuesos y la
liebre jadeante. Le hizo una seña casi imperceptible al otro mentecato.
–¿Christian?
–preguntó.
Ante la
invitación, Christian le pegó un puñetazo a Gavin en los riñones. El golpe le
hizo retorcerse y escupir amenazas.
Christian
dijo:
–Ahí.
Preetorius le
pidió que se diera prisa, y de repente lo estaban arrastrando fuera de la
vista, a un pasadizo. Se le desgarraron la camisa y la chaqueta, sus caros
zapatos se llenaron de barro, antes de que lo levantaran gruñendo. El pasadizo
estaba oscuro y los ojos de Preetorius danzaban, desencajados, delante de él.
–Aquí estamos
otra vez –dijo–. Todos contentos.
–Yo... no lo
he tocado –boqueó Gavin.
El secuaz sin
nombre, No-Christian, le atizó un puñetazo en mitad del pecho que lo tiró
contra la pared opuesta del pasadizo. El tacón se deslizó en el barro y por
mucho que trató de mantenerse derecho, las piernas se le habían vuelto de
gelatina, igual que su ego: no era momento de hacerse el valiente. Suplicaría,
se arrodillaría y les lamería la planta de los pies si era necesario, cualquier
cosa con tal de que no se cebaran con él. Cualquier cosa con tal de que no le
marcaran la cara.
Ése era el
pasatiempo favorito de Preetorius, o eso se decía en la calle: marcar a las
bellezas. Tenía una habilidad especial, podía dejar a alguien tullido sin
esperanza de curación con sólo tres cuchilladas, y hacer que la víctima se
guardara sus propios labios como recuerdo.
Gavin
trastabilló y cayó golpeando el suelo húmedo con las palmas de las manos. Algo
tan suave como si estuviera podrido se le desprendió de la piel y le goteó por
las manos.
No-Christian
cruzó una risita con Preetorius.
–¿No está
delicioso? –dijo.
Preetorius
estaba mascando una nuez.
–Me parece...
–señaló– ...que por fin ha descubierto cuál es su lugar en la vida.
–Yo no lo
toqué –suplicó Gavin. Sólo podía negarlo y volverlo a negar, aunque fuera una
causa perdida.
–La mierda te
llega hasta el cuello –dijo No-Christian.
–Por favor
–Me gustaría
de veras acabar con esto lo antes posible –dijo Preetorius, echando una ojeada
a su reloj–, tengo que resolver unos asuntos, complacer a cierta gente.
Gavin levantó
la mirada y contempló a sus torturadores. La calle iluminada por faroles de
sodio estaba a una escapada de veinticinco metros, si lograba superar el cordón
de cuerpos que lo rodeaban.
–Deja que te
arregle la cara un poco. No será más que un pequeño atentado a la belleza.
Preetorius
tenía una navaja en la mano. No-Christian se había sacado del bolsillo una
cuerda que acababa en una pelota. La pelota se mete dentro de la boca, la cuerda
alrededor del cuello: nadie gritaba si su vida dependía de ello. Ese era el
procedimiento.
¡Ya!
Gavin salió
de su postura servil como un esprínter de la línea de salida, pero tenía los
tacones enfangados y perdió el equilibrio. En lugar de escapar hacia la calle
dio unos cuantos tumbos y se estrelló contra Christian, que se cayó al suelo.
Hubo un
forcejeo desesperado hasta que se interpuso Preetorius, agarró a la basura
blanca y la levantó, ensuciándose las manos.
–Esto no
tiene remedio, cabrón –dijo, clavándole la punta de la hoja en la barbilla,
justo en la zona en que más sobresale el hueso, y empezando el tajo sin
pensárselo dos veces. Dibujó el contorno de la mandíbula, demasiado excitado
para preocuparse por amordazarlo.
Al sentir que
la sangre le caía a borbotones, Gavin aulló, pero sus gritos fueron atajados
por unos dedos regordetes que le cogieron la lengua y se la sujetaron con
firmeza.
Las sienes le
empezaron a latir y vio cómo en su conciencia se iba abriendo ventana tras
ventana, que a medida que se abrían lo iban sumiendo paulatinamente en la
inconsciencia.
Mejor morir.
Mejor morir.
Le iban a
destrozar la cara: mejor sería que lo mataran.
Luego escuchó
un nuevo grito, sólo que esta vez no estaba seguro de que fuera suyo. Intentó
reconocer la voz pese al torrente que le anegaba los oídos, y comprendió que
quien gritaba no era sino Preetorius.
Le soltaron
la lengua, vomitó espontáneamente y se apartó dando tumbos de un embrollo de
seres que forcejeaban delante de él. Una o varias personas desconocidas habían
impedido que completaran la ruina de su rostro. Un cuerpo, boca arriba, estaba
tirado en el suelo. No-Christian, con los ojos abiertos y la vida truncada.
Dios santo: alguien había matado para él. Para
él.
Se palpó el
rostro cautelosamente para calibrar la herida. Tenía un profundo tajo desde la
mitad de la barbilla hasta unos tres centímetros de la oreja. Era mal lugar,
pero Preetorius, el escrupuloso Preetorius, había dejado los placeres refinados
para el postre y fue interrumpido antes de tener ocasiones de rajarle las fosas
nasales o de arrancarle los labios. Una cicatriz a lo largo de la mandíbula no
le favorecería, pero no era desastrosa.
Alguien salió
trastabillando de la mêlée... era
Preetorius, con lágrimas en la cara y los ojos como pelotas de golf.
Detrás de él
Christian, con los brazos colgando, se alejaba dando tumbos hacia la calle.
Preetorius no
le seguía, ¿por qué?
Abrió la
boca; un elástico hilo de saliva, engastado con perlas, le pendía del labio
inferior.
–Ayúdame –le
imploró, como si Gavin tuviera algún poder sobre su vida. Se levantó una mano
inmensa en el aire para acabar con el eco de la súplica, pero fue el otro brazo
el que asestó el golpe, levantándose por encima del hombro y clavando un arma,
una hoja desnuda, en la boca del negro. Éste gorgojeó un momento, como si la
garganta quisiera acoplarse al filo y el tamaño del cuchillo, antes de que el
agresor se lo hundiera en la cabeza y lo sacara, sujetando el cuello de
Preetorius para que no se moviera. La cara de asombro se le abrió por la mitad
y del interior de su cuerpo brotó una ola de calor que envolvió a Gavin.
El arma cayó
sobre el suelo del pasadizo con un estertor metálico. Gavin la miró. Una
pequeña navaja de hoja grande.
Volvió la
mirada hacia el muerto.
Preetorius
estaba de pie, sujeto tan sólo por el brazo de su ejecutor. La cabeza hollada
cayó hacia adelante, y el asesino interpretó la reverencia como una señal,
dejando caer cuidadosamente el cuerpo de su víctima a los pies de Gavin. Sin
que lo tapara ya el cadáver, el salvador de Gavin se encontró cara a cara con
él.
Reconoció en
seguida esos rasgos primitivos: los ojos asombrados y mortecinos, la cuchillada
por boca, las orejas como asas de jarrón. Era la estatua de Reynolds. Le
sonreía con unos dientes demasiado pequeños para tanta cabeza. Dientes de
leche, que todavía no eran de adulto. Sin embargo, su aspecto había mejorado
algo, lo apreciaba por entre la penumbra. La frente se había hinchado; la cara
estaba más proporcionada en conjunto. No por ello dejaba de ser un monigote
pintado, aunque un monigote lleno de pretensiones.
La estatua se
inclinó con rigidez y sus articulaciones crujieron sonoramente. La
extravagancia de la situación aterró a Gavin. Se inclinaba, maldita sea,
sonreía, asesinaba y, sin embargo, no podía estar viva, ¿o sí? Más tarde no
creería en lo que había visto, se lo prometió. Más tarde buscaría mil razones
para no aceptar la realidad que tenía ante él; lo achacaría todo a su cerebro
mal irrigado, a su confusión, a su pánico. De una manera u otra se convencería
de no haber presenciado ese fantástico espectáculo, y sería como si no hubiera
ocurrido nada.
Si sobrevivía
ante él unos cuantos minutos más.
La visión
alargó el brazo y tocó la mandíbula de Gavin con delicadeza, paseando los dedos
mal esculpidos por los labios de la herida que le había infligido Preetorius.
Un anillo sobre el meñique reflejó la luz: era idéntico al suyo.
–Nos va a
salir una cicatriz –dijo.
Gavin
reconoció la voz.
–Lo lamento,
querido –decía. Estaba hablando con su voz–.
Pero podía haber sido peor.
La voz de Gavin. Dios, su voz, su propia
voz.
–Sí –dijo,
dándole a entender que había adivinado lo que ocurría.
–Yo no
–contestó Gavin.
–Sí.
–¿Por qué?
Llevó la mano
desde la mandíbula de Gavin a la suya, recorriendo la parte en que debería
tener la herida y, a medida que hacía ese movimiento, la piel se iba abriendo y
convirtiéndose inmediatamente en cicatriz. No manó nada de sangre, pues no la
tenía.
Y, sin
embargo, ¿no era su propia frente, sus ojos penetrantes, lo que estaba
emulando? ¿No se estaba apropiando de su encantadora boca?
–¿El
muchacho? –dijo Gavin, tratando de reconstruir los acontecimientos.
–Oh, el
muchacho... –Levantó los ojos, todavía imperfectos, al cielo–. Era una
preciosidad. Y cómo rugía.
–¿Te bañaste
en su sangre?
–Lo necesito
–se arrodilló ante el cuerpo de Preetorius y metió los dedos en la cabeza
partida–. Esta sangre es vieja, pero servirá. El chico estaba mejor.
Se embadurnó
las mejillas con la sangre de Preetorius como si fuera pintura de guerra. Gavin
no pudo disimular el asco que le daba.
–¿Es una
pérdida tan grave? –preguntó la efigie.
La respuesta
era negativa, naturalmente. La muerte de Preetorius no suponía ninguna pérdida,
no suponía ninguna pérdida que un chupapollas drogado hubiera perdido la sangre
y la vida porque aquel milagro pintarrajeado necesitara alimentar su
crecimiento. Todos los días ocurrían cosas peores en algún lugar; horrores
inenarrables. Y sin embargo...
–No puedes
condenarme –le espetó– porque tú no tengas que hacerlo. Yo también dejaré de
hacerlo pronto. Abandonaré esta vida de torturador de niños, porque veré a través de tus ojos, compartiré tu humanidad...
Se levantó
con movimientos que todavía carecían de flexibilidad.
–Mientras
tanto, tendré que comportarme como considere oportuno.
La zona de la
mejilla untada con la sangre de Preetorius se estaba volviendo más moldeable,
perdía la apariencia de madera pintada.
–Soy una cosa
innombrable –dijo–, soy una herida en el costado del mundo. Pero soy al mismo
tiempo el extraño a quien rogabas de niño que viniera a recogerte, llamarte
hermosura y llevarte desnudo por la calle hasta el paraíso. ¿No es cierto? ¿No
es cierto?
¿Cómo conocía
los sueños de su infancia? ¿Cómo conocía ese símbolo tan suyo, el deseo de que
le sacaran de una calle apestada para llevarle a una casa que era el cielo?
–Porque yo
soy tú –dijo como respuesta a la pregunta no formulada–, moldeado a tu imagen y
semejanza.
Gavin señaló
los cadáveres.
–No puedes
ser yo. Yo jamás habría hecho esto.
Parecía poco
delicado condenarlo por su intervención, pero no dejaba de ser cierto.
–¿No lo
habrías hecho? –dijo el otro–. Pues yo creo que sí.
Gavin recordó
las palabras de Preetorius. «Un atentado a la belleza.» Volvió a sentir la
navaja clavada en la barbilla, las náuseas, la impotencia. Claro que lo habría
hecho, hasta doce veces seguidas, y lo habría considerado de justicia.
Al monstruo
no le hacía falta oír su conformidad; era manifiesta.
–Volveré a
verte –dijo la cara pintada–. Mientras tanto, yo en tu lugar... –y se echó a
reír– ... pondría tierra por medio.
Gavin cerró
los ojos al punto, como si dudara de lo que le decía, y luego se dirigió hacia
la carretera.
–Por ahí no.
¡Por aquí!
Le indicó una
puerta en la pared, oculta casi por completo por bolsas de basura en descomposición.
Por ahí había entrado tan sigilosamente y con tanta rapidez.
–Evita las
calles principales y desaparece de la vista. Te volveré a encontrar cuando esté
listo.
Gavin no
esperó ninguna recomendación más. Fuera cual fuese la explicación de los acontecimientos
de esa noche, los crímenes ya se habían cometido. No era momento de preguntas.
Se deslizó
por la puerta sin volver la vista: pero lo que oyó bastó para revolverle el
estómago. El resonar de liquido sobre el suelo, los gemidos de placer del bellaco:
todos esos ruidos le permitieron imaginar en qué consistía su aseo personal.
Nada de lo
que había ocurrido la noche anterior tenía sentido la mañana siguiente. No
comprendía la naturaleza del sueño que había soñado despierto. Tan sólo hubo
una serie de hechos consumados.
Frente al
espejo, el hecho del tajo en la mandíbula, hinchado y más doloroso que la muela
que tenía podrida.
En los
periódicos, el informe del hallazgo de dos cuerpos en el área de Covent Garden,
dos conocidos criminales habían sido asesinados y descuartizados en lo que la
policía describió como «un ajuste de cuentas entre bandas rivales».
En su
interior, la clara convicción de que lo encontrarían tarde o temprano. Sin duda
alguien lo habría visto con Preetorius e iría con el cuento a la policía. A lo
mejor Christian, si es que lo pescaban y le amenazaban con mandamientos
judiciales y esposas. En ese caso, ¿qué les podría decir él como respuesta a
sus acusaciones? ¿Que el hombre que lo había hecho no tenía nada de hombre,
sino que era una especie de efigie que se estaba volviendo poco a poco una
réplica de sí mismo? La cuestión no consistía en saber si lo encarcelarían,
sino en qué agujero lo meterían, en la prisión o en el frenopático.
Oscilando
entre la desesperación y el escepticismo, fue a la casa de socorro a que le
vieran la cara. Estuvo esperando tres horas y media junto a otros heridos.
El doctor no
le hizo demasiado caso. Dijo que no servirían de nada los puntos ahora que ya
estaba hecho el daño: podía y debía lavarse y taparse la herida, pero era
inevitable que le quedara una cicatriz. «¿Por qué no vino ayer por la noche, en
cuanto ocurrió?», le preguntó la enfermera. Él se encogió de hombros: ¿y a
ellos qué narices les importaba? La compasión fingida no le valía para nada.
Al doblar la
esquina de su calle vio coches delante de su casa, luces azules y a los vecinos
arracimados cotilleando con sonrisitas maliciosas. Era demasiado tarde para
recuperar nada de su vida anterior. A esas alturas ya se habrían hecho con su
ropa, sus peines, sus perfumes, sus cartas –y las estarían registrando como
monos en busca de piojos–. Sabía lo expeditivos que podían ser esos bastardos
cuando les convenía, con cuánta eficacia podían apoderarse de la identidad de
un hombre y empaquetarla, tragársela y digerirla: te podían aniquilar con la
misma facilidad que un disparo, pero dejarte al mismo tiempo hecho un cero a la
izquierda, aunque, eso sí, vivo.
No había nada
que hacer. La vida de Gavin estaba en sus manos, podían reírse de ella y
salivar con sus actos: incluso podía ser que uno o dos tuvieran una pequeña
crisis nerviosa al ver su fotografía y pensar que quizás habían pagado alguna
vez por ese joven, una noche de calentura.
Que se
quedaran con todo. Allá ellos. De ahora en adelante viviría al margen de la
ley, porque las leyes protegen la propiedad y él no tenía ninguna propiedad. Le
habían arrebatado todo, o casi todo: no tenía sitio en que vivir ni nada que
considerar suyo. Ni siquiera, y eso era lo más extraño, tenía miedo.
Dio la
espalda a la calle y a la casa en que había vivido cuatro años sintiendo algo
muy parecido al alivio, a la alegría de que le obligaran a dejar una vida tan
poco gratificante. Se sentía muy ligero.
Dos horas más
tarde y a kilómetros de distancia se tomó el tiempo de registrarse los
bolsillos. Llevaba una tarjeta bancaria, casi cien libras sueltas, unas cuantas
fotografías, de sus padres y de su hermana, pero sobre todo de sí mismo; un
reloj, un anillo y una cadena de oro alrededor del cuello. Podría resultar
peligroso utilizar la tarjeta: seguramente ya habrían prevenido al banco. Lo
mejor sería empeñar el anillo y la cadena y hacer autoestop hacia el norte.
Tenía unos amigos en Aberdeen que lo ocultarían una temporada.
Pero antes
que nada, Reynolds.
Le costó una
hora encontrar la casa que habitaba Reynolds. Hacía casi veinticuatro horas que
no comía y el estómago le empezó a rugir cuando llegó a las mansiones
Livingstone. Le ordenó que se comportara y se deslizó en el edificio. A la luz
del día el interior parecía mucho menos deslumbrante. La tela de la alfombra de
la escalera estaba desgastada y la pintura de la balaustrada mugrienta.
Tomándose su
tiempo, subió los tres pisos hasta el apartamento de Reynolds y llamó a la
puerta.
Nadie le
contestó ni se oyeron ruidos en el interior. Claro que Reynolds le aconsejó que
no volviera porque no lo encontraría. ¿Habría previsto las consecuencias de
echar a ese ser al mundo?
Gavin volvió
a golpear la puerta, y esta vez estaba seguro de que alguien respiraba del otro
lado.
–Reynolds...
–dijo, empujando la puerta–, te estoy oyendo.
Nadie le
contestó, pero dentro había alguien, de eso estaba seguro. Pegó un manotazo a
la puerta.
–Vamos, abre.
Abre, bastardo.
Un corto
silencio y luego una voz amortiguada.
–Vete.
–Quiero
hablar contigo.
–Vete, te he
dicho, largo. No tengo nada que decirte.
–Me debes una
explicación, por el amor de Dios. Si no abres esta maldita puerta, iré a buscar
a alguien que lo haga.
Una amenaza
vana, pero Reynolds le contestó:
–¡No! Espera.
Espera.
Se oyó el
ruido de una llave entrando en la cerradura y la puerta se entreabrió unos
centímetros. Detrás de la cabeza roñosa de Reynolds que le contemplaba, la casa
estaba a oscuras. Sin duda era él, pero estaba sin afeitar y andrajoso. Por la
rendija de la puerta olía a sucio. Sólo llevaba una camisa manchada y anudada
sobre los pantalones.
–No te puedo
ayudar. Vete.
–Si me dejas
que te explique... –Gavin empujó la puerta y Reynolds, demasiado débil o
demasiado atontado, fue incapaz de evitar que la abriera. Retrocedió tambaleándose
por el pasillo a oscuras.
–¿Qué coño ha
pasado aquí?
La casa
apestaba a comida podrida. El aire era irrespirable. Reynolds dejó que Gavin
cerrara la puerta de un portazo antes de sacar un cuchillo de los manchados
pantalones.
–No me vas a
engañar –le previno–, sé lo que has hecho. Muy bien. Muy astuto.
–¿Te refieres
a los asesinatos? No fui yo.
Reynolds
apuntó con el cuchillo a Gavin.
–¿Cuántos
baños de sangre te han hecho falta? –dijo con lágrimas en los ojos–. ¿Seis?
¿Diez?
–Yo no he
matado a nadie.
–...
monstruo.
Reynolds, con
el cuchillo que tenía en la mano, y que era el mismo que blandió Gavin, se
acercó a éste. No cabía duda: tenía la intención de utilizarlo. Gavin se
acobardó y a Reynolds le envalentonó su miedo.
–¿Has
olvidado lo que es tener carne y sangre?
El tipo no
estaba en sus cabales.
–Mira... he
venido aquí a hablar.
–Has venido a
matarme. Yo podría descubrirte... por eso has venido a matarme.
–¿Sabes quién
soy? –dijo Gavin.
Reynolds hizo
una mueca.
–No eres el
mariquita. Lo pareces, pero no lo eres.
–Por Dios...
soy Gavin... Gavin.
No se le
ocurría qué decir para evitar que el cuchillo se le acercara más.
–Gavin... ¿te
acuerdas de mí? –fue todo lo que pudo decir.
Reynolds
vaciló un momento al observar detenidamente la cara de éste.
–Estás
sudando –dijo, y dejó de mirarlo amenazadoramente.
Gavin tenía
la boca tan seca que sólo pudo asentir.
–Veo
–continuó– que estás sudando.
Dejó caer el
cuchillo.
–Eso no puede
sudar –precisó–, nunca lo ha hecho, nunca le cogerá el tranquillo. Tú eres el
muchacho, no el monstruo. El muchacho.
La cara se le
relajó, se convirtió en una bolsa casi vacía.
–Necesito
ayuda –dijo Gavin con la voz ronca–. Tienes que decirme qué está ocurriendo.
–¿Quieres una
explicación? –replicó Reynolds–, entra y búscala tú mismo.
Le cedió el
paso y lo acompañó hasta el salón. Las cortinas estaban corridas, pero a pesar
de la penumbra Gavin descubrió que todas las piezas que atesoraba estaban
destrozadas y no se podrían reparar. Los fragmentos de cerámica se habían
convertido en fragmentos aún más pequeños, y esos fragmentos se habían reducido
luego a polvo. Los bajorrelieves estaban destruidos y la lápida de Flavinus
hecha escombros.
–¿Quién ha
hecho esto?
–Yo –dijo
Reynolds.
–¿Porqué?
Reynolds
atravesó perezosamente los escombros, se acercó a la ventana y se asomó a un
desgarrón que tenía la cortina de terciopelo.
–Volverá,
¿sabes? –le contestó, haciendo caso omiso de su pregunta.
Gavin
insistió:
–¿Por qué
destrozarlo todo?
–Es un tumor
–replicó Reynolds– que necesita vivir en el pasado.
Apartó los
ojos de la ventana.
–Llevo muchos
años –prosiguió– robando estas piezas. Me otorgaron toda su confianza y yo les
he defraudado.
Dio una
patada a un cascote de considerable tamaño, que levantó polvo.
–Flavinus
vivió y murió. No hay más que decir. Conocer su nombre no significa nada, o
casi nada. No convierte de nuevo a Flavinus en un ser real: está muerto y es
feliz.
–¿Y la
estatua de la bañera?
Reynolds se
quedó sin aliento un segundo al recordar la cara pintada.
–¿Creíste que
era yo, verdad? Cuando llamé a la puerta.
–Sí. Creí que
había acabado con sus asuntos.
–Imita.
Reynolds
asintió.
–En la medida
en que conozco su naturaleza, puedo decir que sí, que imita.
–¿Dónde la
encontraste?
–Cerca de
Carlisle. Dirigía una excavación. La encontramos en la habitación de los baños,
una estatua apelotonada junto a los restos de un hombre adulto. Era como un
acertijo. Un hombre muerto y una estatua juntos en una sala de baños. No me
preguntes qué fue lo que me atrajo de ella, porque no lo sé. Tal vez impone su
voluntad a través de la mente como a través del cuerpo. Lo robé y me lo traje a
casa.
–¿Y lo
alimentaste?
Reynolds se
puso rígido.
–No hagas
preguntas.
–Las estoy haciendo. ¿Lo alimentaste?
–Sí.
–Querías sangrarme, ¿no es cierto? Para eso me
trajiste aquí: para matarme y que él pudiera bañarse en...
Gavin recordó
los puñetazos de la criatura contra los bordes de la bañera, su forma indignada
de exigir comida, como un bebé pataleando en la cuna. Había estado muy cerca de
que lo devorara también a él, como si de un cordero se tratara.
–¿Por qué no
me atacó a mí como a ti? ¿Por qué no saltó de la bañera y se alimentó con mi
sangre?
Reynolds se
secó la boca con la palma de la mano.
–Es que vio
tu cara.
Vio mi cara y
la quiso para él y, como no podía robar la cara de un hombre muerto, me dejó
con vida. Ahora que lo comprendía, le fascinaba el encadenamiento lógico de su
comportamiento, y le encontró interés a la pasión de Reynolds, desvelar
misterios.
–El hombre de
la sala de baños. El que descubriste en la excavación.
–¿Sí...?
–Consiguió
que no hiciera lo mismo con él, ¿no es cierto?
–Probablemente
por eso se quedó paralizado, inmóvil. Nadie se dio cuenta de que había muerto
luchando con una criatura que le estaba arrebatando la vida.
El cuadro
estaba casi completo; sólo faltaba que desahogara su furia.
Ese hombre
había estado a punto de asesinarlo para alimentar a la efigie. La cólera de
Gavin estalló. Agarró a Reynolds por la camisa y la piel y lo zarandeó. ¿Fueron
sus huesos o sus dientes los que rechinaron?
–Ya casi se
ha hecho con mi rostro –miró los ojos inyectados en sangre de Reynolds–. ¿Qué
pasa cuando lo consigue?
–No lo se.
–Me lo
contarás todo. ¡Vamos!
–Sólo son
suposiciones –replicó Reynolds.
–¡Entonces
hazlas!
–Cuando su
apariencia física sea perfecta, creo que robará lo único que no puede imitar:
tu alma.
Reynolds no
tenía por qué temer a Gavin. Había suavizado el tono de su voz como si le
estuviera hablando a un condenado. Hasta sonreía.
–¡Cabrón!
Gavin atrajo
aún más la cara de Reynolds hacia la suya. Las mejillas del viejo estaban
cubiertas de saliva blanca.
–¡No te
importa! ¡Te la trae al pairo!
Le golpeó
una, dos veces, y luego una vez y otra más en la cara, hasta que se cansó.
El viejo
recibió la paliza sin decir nada, girando la cara después de un golpe para
recibir el siguiente, sacándose la sangre de los ojos hinchados sólo para que
se los volvieran a llenar de sangre.
Finalmente
dejó de golpearle.
Reynolds, de
rodillas, se sacó de la lengua trozos de dientes.
–Me lo
merecía –murmuró.
–¿Cómo puedo
detenerlo? –dijo Gavin.
Reynolds
agitó la cabeza.
–Imposible
–susurró, cogiendo la mano de Gavin–. Por favor –dijo, abriendo el puño y
besándole la palma de la mano.
Gavin dejó a
Reynolds entre las ruinas de Roma y salió a la calle. La conversación con éste
le había enseñado pocas cosas que no hubiera imaginado previamente. Lo único
que podía hacer ahora era encontrar a esa bestia que se había apoderado de su
belleza y vencerla. Fracasar supondría perder el único atributo que le caracterizaba:
un rostro maravilloso. Las charlas acerca del alma y la humanidad no eran para
él más que música celestial. Quería su cara.
Al cruzar
Kensington lo hizo con una determinación desacostumbrada. Después de años de
ser víctima de las circunstancias las veía por fin encarnadas en un ser.
Sacaría provecho de la situación o moriría en el intento.
En su piso,
Reynolds corrió la cortina para contemplar la imagen de la noche cayendo sobre
la imagen de una ciudad.
Una noche que
no viviría, una ciudad por la que nunca volvería a pasear. Sin suspirar porque
ya no le quedaban suspiros, dejó caer la cortina y cogió una pequeña espada
punzante. Puso la punta contra su pecho.
–Vamos –se
dijo a sí mismo y a la espada, y empujó la empuñadura. Pero el daño que le produjo
la hoja al penetrarle en el cuerpo tan sólo un centímetro bastó para que la
cabeza le diera vueltas: sabía que se desmayaría antes de acabar la faena. Así
que se acercó a la pared, sujetó el mango contra la misma y dejó que fuera el
peso de su propio cuerpo el que la atravesara. Con eso bastó. No estaba seguro
de que la espada le hubiera atravesado por completo, pero, a juzgar por la
cantidad de sangre que soltaba, seguramente se habría matado. Aunque trató de
volverse para que la hoja le penetrara por completo al caer sobre ella, falló
en su intento y, en lugar de eso, cayó de lado. El golpe le hizo sentir la
espada dentro de su cuerpo como una presencia rígida y despiadada que lo
paralizaba totalmente.
Le costó más
de diez minutos morir; pero en ese intervalo, pese al dolor, se sintió
satisfecho. Fueran cuales fuesen los errores que había cometido en cincuenta y
siete años, y eran muchos, sentía que estaba muriendo de una manera que habría
enorgullecido a su querido Flavinus.
Hacia el
final empezó a llover y el ruido del tejado le hizo creer que Dios estaba
enterrando la casa, sellándolo para siempre. Y en el instante de su muerte tuvo
una magnifica visión: una mano con una antorcha y precedida por voces atravesó
la pared, permitiendo que los fantasmas del futuro excavaran en su historia.
Sonrió para darles la bienvenida y estaba a punto de preguntarles en qué año
estaba cuando comprendió que había muerto.
A la criatura
le resultó mucho más fácil eludir a Gavin de lo que le había costado a éste
hacer lo propio. Transcurrieron tres días sin que Gavin lograra siquiera
vislumbraría.
Pero era
indiscutible que estaba cerca, aunque nunca lo suficiente. En un bar alguien le
decía: «Te vi la otra noche en Edgare Road», cuando no se había acercado por
allí, o «¿Así que qué tal te fue con el árabe?», o «¿Ya no te hablas con tus
amigos?»
Y, vive Dios,
pronto le empezó a gustar esa sensación. La inquietud dejó paso a un placer
olvidado desde que tenía dos años: la tranquilidad.
Qué más daba
que alguien estuviera trabajando en su zona, burlando a la ley y a los matones
callejeros al mismo tiempo; qué más daba que ese doble arrogante trinchara a
sus amigos (¿y qué amigos? sólo Leeches), qué más daba que le hubieran quitado
la vida pública y que estuvieran abusando de ella en su nombre. Podía dormir
tranquilo sabiendo que él, o algo que se le parecía tanto que podía pasar por
él, pasaba las noches despierto y haciéndose adorar. Empezó a ver en la
criatura no a un monstruo que lo aterrorizaba sino a un instrumento, casi su
personalidad pública. Era su sombra; una sombra material.
Se despertó
en mitad de un sueño.
Eran las
cuatro y cuarto de la tarde y el gemido del tráfico era intenso. Un cuarto en
penumbra; el aire, inspirado una y otra vez, olía a sus pulmones. Hacía una
semana que había dejado a Reynolds entre las ruinas y durante ese tiempo sólo
había salido de su alojamiento (un pequeño dormitorio, cocina y baño) tres
veces. El sueño era ahora más importante que la comida o el ejercicio. Tenía
bastante droga para animarse cuando no le entraba sueño, lo que era
excepcional, y se había acostumbrado al aire viciado, a la luz que entraba por
la ventana sin cortina, a su parcela de un mundo en el que, por lo demás, no
tenía ni arte ni parte.
Ese día se
había dicho que le convenía salir a tomar un poco de aire fresco, pero no había
conseguido reunir el entusiasmo necesario. Quizá más tarde, mucho más tarde,
cuando se empezaran a vaciar los bares y nadie se fijara en su presencia,
saliera de su capullo a ver lo que había que ver. De momento tenía cosas que
soñar...
Agua.
Soñó con
agua; se vio sentado al lado de una piscina en Fort Lauderdale, una piscina
llena de peces. Oía el rumor interminable que producían sus saltos e
inmersiones. ¿O era al revés? Sí; mientras dormía, había oído correr agua, y el
inconsciente había creado una ilustración para acompañar el ruido. Al
despertarse continuó el ruido.
Procedía del
cuarto de baño contiguo: ya no corría, sino que salpicaba. Era obvio que
alguien había entrado mientras dormía y se estaba dando un baño. Repasó la
lista de posibles intrusos, de los pocos que sabían que estaba ahí. Paul, un
chapista principiante que durmió en el suelo dos noches antes; Chink, el
traficante de drogas, y una chica del piso de abajo que se llamaba, creía,
Michelle. ¿A quién le había tomado él el pelo? Nadie de ellos habría roto la
cerradura para entrar. Sabía perfectamente de quién se trataba. Tan sólo estaba
jugando consigo, disfrutando con el proceso de eliminación hasta que las
opciones quedaran reducidas a una.
Con ganas de
reunirse con él, salió de su piel de sábanas y plumón. Se le puso la carne de
gallina cuando le sacudió una ráfaga de aire frío y le desapareció la erección
provocada por el sueño. Al cruzar la habitación para coger la bata que colgaba
de la puerta sorprendió su reflejo en el espejo. Era como una fotografía
congelada de una película de terror, un alfeñique encogido por el frío e
iluminado por la luz de un día de lluvia. El reflejo aparecía y desaparecía,
insustancial.
Envuelto en
la bata, la única prenda que había comprado recientemente, se dirigió al cuarto
de baño. Ya no había ruido de agua. Empujó la puerta.
El linóleo
deformado le estaba helando los pies; sólo quería ver a su amigo y luego
meterse otra vez en la cama. Pero para satisfacer su curiosidad tendría que
hacer algo más: tendría que hacer preguntas.
La luz que
atravesaba el gélido ventanal se había oscurecido rápidamente; en tres minutos,
la caída de la noche y una tormenta le dejaron en la penumbra. Ante él, la
bañera estaba llena hasta los bordes, la superficie era tan regular como la de
una mancha de aceite y estaba negra. Como la otra vez, nada alteró la
superficie. Estaba tumbado en el fondo, oculto.
¿Cuánto
tiempo había pasado: desde que se asomó a una bañera verde como el cieno en un
cuarto de baño verde como el cieno? Podía haber ocurrido ayer perfectamente: la
vida desde aquel día hasta el que estaba viviendo no había sido más que una
larga noche. Bajó la vista. Ahí estaba, hecho una bola como la última vez, y
durmiendo con toda la ropa puesta, como si no hubiera tenido tiempo de
desvestirse antes de esconderse. Donde había estado la calva se veía ahora una
exuberante cabellera y tenía los rasgos perfectamente dibujados. No quedaba
ningún rastro de la cara pintada: tenía una belleza plástica que era suya por
completo, hasta la última muela. Las manos, perfectamente acabadas, descansaban
sobre su pecho.
La noche se
hizo más profunda. No tenía más que hacer que velar su sueño, y eso acabó por
aburrirle. Si le había seguido hasta ahí, no era probable que se fuera, así que
podía volver a la cama. En el exterior la lluvia entorpecía el regreso de los
viajeros a casa, se producían accidentes, algunos mortales; los motores se
recalentaban, los corazones también. Escuchó el ajetreo mientras le entraba
sueño. Hacia la mitad de la noche la sed le volvió a despertar: estaba soñando
con agua y se oía el mismo ruido de la última vez. La criatura estaba saliendo
de la bañera, poniendo las manos sobre la puerta y abriéndola.
Se quedó de
pie. La única luz que había en el dormitorio procedía de la calle y apenas si
podía iluminar al visitante.
–¿Gavin?
¿Estás despierto?
–Sí.
–¿Me quieres
ayudar? –preguntó. El tono de su voz no tenía nada de amenazante, estaba
haciendo una pregunta de la misma manera en que cualquier hombre se la haría a
su hermano, con la confianza del parentesco.
–¿Qué
quieres?
–Tiempo para
curarme.
–¿Curarte?
–Enciende la
luz.
Gavin enchufó
la lámpara que tenía junto a la cama y contempló la figura enmarcada por la
puerta. Ya no tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y Gavin vio que de esa
manera tapaba una terrible herida de bala en el pecho. Tenía la carne
desgarrada de tal forma que se le veían las entrañas incoloras. No había
sangre, naturalmente: jamás la tendría. Tampoco pudo distinguir Gavin nada en
su interior que recordara a la anatomía humana.
–Dios bendito
–dijo.
–Preetorius
tenía amigos –dijo el otro tocándose los bordes de la herida con los dedos. El
gesto le recordó a un cuadro colgado en casa de su madre. La Gloria de
Jesucristo –el Sagrado Corazón flotando en el interior del Salvador– mientras
sus dedos, señalando los padecimientos que sufrió, decía: «Esto fue por
vosotros».
–¿Por qué no
estás muerto?
–Porque
todavía no estoy vivo –contestó.
«Todavía no,
acuérdate de eso», pensó Gavin. «Tiene pretensiones de volverse mortal.»
–¿Te duele?
–No –dijo
tristemente, como si deseara conocer el dolor con toda su alma–, no siento
nada. Todos los signos de vida que tengo son superficiales. Pero estoy
aprendiendo. –Sonrió–. Ya sé bostezar y tirarme pedos. –La idea era al mismo
tiempo absurda y enternecedora; pensar que aspirara a peerse, que un cómico
fallo del sistema digestivo fuera para él un precioso signo de humanidad.
–¿Y la
herida?
–... esta
sanando. Se curará por completo con el tiempo. Gavin no dijo nada.
–¿Te doy
asco? –preguntó con un tono de voz neutro.
–No.
Miraba a
Gavin con unos ojos perfectos, sus propios ojos.
–¿Qué te dijo
Reynolds? –preguntó.
Gavin se
encogió de hombros.
–Muy poco.
–¿Que soy un
monstruo? ¿Que arrebato el espíritu a los hombres?
–No
exactamente.
–Más o menos.
–Más o menos
–concedió Gavin.
Asintió.
–Tiene razón
–dijo–. A su manera, tiene razón. Necesito sangre y eso me hace monstruoso.
Hace un mes, cuando era joven, me bañaba en ella. Su contacto le daba a la
madera la apariencia de carne. Pero ahora ya no la necesito: el proceso casi ha
concluido. Todo lo que necesito ahora...
Vaciló; en
opinión de Gavin, no fue debido a que tratara de mentir, sino a que le faltaban
palabras para describir su condición.
–¿Qué
necesitas? –le instó éste.
Agitó la
cabeza, mirando la alfombra.
–He vivido
varias veces, ¿sabes? A veces he robado vidas y luego me he desembarazado de
ellas. He vivido una vida normal y luego me he quitado esa cara y me he buscado
otra. En ocasiones, como la última vez, me han desafiado y vencido...
–¿Eres una
especie de máquina?
–No.
–¿Qué eres
entonces?
–Soy lo que
soy. No conozco a nadie de mi especie, aunque, ¿por qué habría de ser el único?
Tal vez haya más, muchos más: sencillamente, todavía no sé nada de ellos. Así
que vivo, muero y vuelvo a vivir, sin aprender nada... –dijo con amargura–...
acerca de mí mismo. ¿Comprendes? Tú sabes lo que eres porque ves a otros como
tú. Si estuvieras solo en la Tierra, ¿qué sabrías? Lo que te dijera el espejo,
eso es todo. Lo demás no serían más que mitos y conjeturas.
Hizo ese
comentario sin exaltarse.
–¿Puedo
tumbarme? –preguntó.
Echó a andar
hacia él y Gavin pudo ver mejor cómo le hormigueaba la cavidad pectoral, las
figuras incoherentes que se agitaban, incansables, en lugar del corazón.
Suspirando, se desplomó cabeza abajo sobre el lecho con la ropa empapada y
cerró los ojos.
–Me curaré
–dijo–, dame sólo un poco de tiempo.
Gavin fue
hasta la puerta del piso y echó el cerrojo. Luego arrastró una mesa y la puso
debajo del pomo. Nadie podría entrar y atacarlo mientras dormía: él y la
criatura, él y él mismo se quedarían juntos y resguardados. Revisada la
fortificación, hizo un poco de café y se sentó en una silla para ver dormir al
monstruo.
La lluvia
azotó los cristales durante una hora y se hizo más suave después. El viento
arrastraba hojas empapadas contra el ventanal, sobre el que se quedaban
colgadas como curiosas polillas; cuando se cansaba de observarse a sí mismo les
echaba un vistazo, pero en seguida quería volver a contemplar la belleza
descuidada de su brazo extendido, cuya muñeca estaba iluminada, los párpados.
Hacia las doce se quedó dormido en la silla, al son del quejido de una
ambulancia y de la lluvia que volvía a arreciar.
No estaba
demasiado cómodo en la silla, y se despertaba cada pocos minutos, abriendo
ligeramente los ojos. La criatura se había levantado: estaba sentada junto a la
ventana, o en frente del espejo, o en la cocina. Caía agua: soñó con agua. La
criatura se desvistió: soñó con sexo. La tenía encima, con el pecho
descubierto, y su presencia lo tranquilizaba: soñó, tan sólo un segundo, que lo
sacaban de una calle y lo introducían por una ventana en el cielo. La criatura
se vestía con sus ropas, y él murmuró que consentía el robo mientras dormía. Se
puso a silbar: los primeros albores del día entraban por la ventana, pero se
sentía demasiado vago para despertarse y le alegraba que un joven que silbaba
se pusiera su ropa y viviera en su lugar.
Finalmente la
criatura se inclinó sobre la silla y le besó los labios con un beso de hermano.
Luego se marchó. Oyó cómo cerraba la puerta.
Después de
aquello, pasó algunos días, no sabía cuántos, encerrado en el cuarto y todo lo
que hizo fue beber agua. Tenía una sed insaciable. Beber y dormir, beber y
dormir, una noche tras otra.
La cama en
que dormía estaba húmeda al principio en el lugar en que se había acostado la
criatura, y no quiso cambiar las sábanas. Por el contrario, le encantaba el
lino mojado y lamentó que su cuerpo lo secara demasiado pronto. Se bañó en el
agua en que había reposado el monstruo y volvió goteando a la cama, con la piel
arrugada de frío y envuelto en una nube que olía a moho. Más tarde, demasiado
hastiado para moverse, dio rienda suelta a su vejiga tumbado en la cama, y el
liquido se enfrió con el tiempo y acabó por secarse gracias al calor cada vez
más apagado de su cuerpo.
Pero por
alguna razón, a pesar de que la habitación estuviera helada y él desnudo y
hambriento, no podía morir.
Al sexto o
séptimo día se levantó por la noche y se sentó al borde de la cama para
calibrar su resolución. Como no llegaba a ninguna parte, se puso a andar por la
habitación arrastrando los pies de una manera muy similar a la de la criatura,
parándose delante del espejo para mirar los lamentables cambios de su cuerpo,
viendo los copos de nieve caer y derretirse sobre el alféizar.
Una vez
encontró casualmente un retrato de sus padres que, recordó, el monstruo había
estado contemplando. ¿O lo había soñado? Decidió que no: tenía grabada la
imagen precisa de la estatua cogiéndolo y estudiándolo.
El retrato:
ése era, naturalmente, el principal obstáculo de su suicidio. Había respetos
que presentar. Hasta entonces, ¿cómo podía abrigar esperanzas de morir?
Bajo la
nieve, se dirigió hacia el cementerio, vestido tan sólo con unos pantalones y
una camiseta. Hizo oídos sordos a los comentarios de mujeres de mediana edad y
de escolares. ¿A quién había de importarle sino a él que andar descalzo lo
matara? El aguanieve caía y amainaba, en ocasiones espesándose, pero sin
conseguir hacerse nieve.
Había oficio
en la iglesia y una columna de frágiles coches de color estaba aparcada a la
entrada. La contorneó y entró en el camposanto. Era hermoso, aunque hoy lo
turbaba un velo de aguanieve, que sin embargo no le tapaba la vista de los
trenes y los rascacielos; las interminables filas de tejados. Deambuló por las
lápidas, sin saber exactamente por dónde buscar la tumba de su padre. Fue hace
dieciséis años; y el día no resultó nada memorable. Nadie dijo nada revelador
acerca de la muerte en general ni de la de su padre en particular, ni siquiera
hubo una metedura de pata que destacar: ninguna tía se tiró un cuesco durante
la merienda, ninguna prima se escondió con él para desnudársele delante.
Pensó si el
resto de la familia habría venido de vez en cuando a ese lugar, o si seguían de
verdad en el campo. Su hermana siempre había amenazado con irse del país, a
Nueva Zelanda, a empezar de nuevo. Su madre, pobre cerda, se estaría
desembarazando de su cuarto marido, aunque tal vez fuera a ella a quien había
que tener lástima. Su parloteo interminable apenas si podía encubrir el pánico.
Ahí estaba la
piedra. Y, efectivamente, había flores recientes en la urna de mármol que
descansaba entre las lascas de mármol verde. El viejo cabrón no había pasado
inadvertido; no le habían dejado disfrutar a solas de la vista. Era evidente
que alguien, probablemente su hermana, había venido a buscar un poco de
consuelo junto a su padre. Gavin recorrió el nombre, la fecha, la frase hecha
con los dedos. No era nada excepcional, lo que resultaba justo y correcto,
porque no tuvo nada de excepcional.
Contemplando
la piedra le brotó un torrente de palabras, como si Padre estuviera sentado al
borde de la tumba con los pies colgando y acomodándose el pelo sobre la
reluciente calva, simulando, como había hecho siempre, que le importaba lo que
le decían.
–¿Qué te
parece, eh?
Padre no
estaba impresionado.
–No soy gran
cosa, ¿verdad?
–Tú lo has
dicho, hijo.
–Bueno,
siempre he andado con cuidado, como me decías tú. No quedan bastardos; nadie me
va a pedir cuentas de nada.
Eso le
encantó.
–No sería un
hallazgo agradable para nadie, ¿no es cierto?
Padre
estornudó y se sonó tres veces la nariz. De izquierda a derecha, otra vez de
izquierda a derecha, y la última de derecha a izquierda. Siempre igual. Luego
desapareció.
–Mierda de
basurero.
Un tren de
juguete pegó un largo e intenso bocinazo al pasar y Gavin levantó la vista. Ahí
estaba –él mismo–, a unos cuantos metros, completamente inmóvil. Llevaba la
misma ropa con que salió del piso hacía una semana. El uso constante la había
raído y arrugado. Pero ¡qué carne! Tenía la carne más radiante de lo que jamás
la hubiera tenido él. A la escasa luz de la llovizna casi relumbraba; y las
lágrimas que su sosias tenía sobre las mejillas realzaban la belleza de sus
rasgos.
–¿Qué te
pasa? –preguntó Gavin.
–Siempre
lloro cuando vengo aquí. –Se acercó hacia él sorteando las tumbas; la grava
crujía a su paso y la hierba se volvía mullida. Un efecto totalmente
conseguido.
–¿Has estado
antes aquí?
–Sí. Muchas
veces con los años...
¿Con los
años? ¿Qué quería decir con eso de «con los años»? ¿Había llorado en ese
cementerio a las personas que había matado?
A guisa de
respuesta le dijo:
–... vengo a
visitar a Padre. Dos o tres veces al año.
–No es tu
padre –precisó Gavin, divertido por el equívoco–. Es el mío.
–No veo
lágrimas en tu rostro –dijo el otro.
–Siento...
–No sientes
nada –le acusó su otro yo–. Para ser sincero contigo mismo, no sientes nada de
nada.
Era la pura
verdad.
–Mientras que
yo... –empezaron a rodarle las lágrimas, le goteó la nariz–, lo echaré de menos
hasta que me muera.
No estaba
haciendo indudablemente más que teatro, pero aun así tenía los ojos anegados de
dolor y los rasgos arrugados hasta hacerse feos de tanto llorar. Gavin sólo
había cedido a las lágrimas en contadas ocasiones: le hacían sentirse débil y
ridículo. Pero su doble estaba orgulloso de llorar, exultaba al hacerlo. Era el
exponente de su triunfo.
Ni siquiera
cuando Gavin comprendió que había sido vencido pudo encontrar en su fuero
interno algo remotamente parecido al dolor.
–Adelante
–dijo–. Haz pucheros. No te cortes.
La criatura
no le escuchaba.
–¿Por qué es
todo tan doloroso? –dijo después de una pausa–. ¿Por qué es la ausencia de
alguien lo que me hace humano?
Gavin se
encogió de hombros. ¿Y él qué sabía o por qué le había de importar el delicado
arte de ser humano? La criatura se sonó la nariz con la manga, sorbió el
moquillo y trató de sonreír pese a su desdicha.
–Lo siento
–dijo–, estoy haciendo el ridículo. Perdóname, por favor.
Aspiró con
intensidad, tratando de recobrar la compostura.
–No te
preocupes –contestó Gavin. Esa demostración le incomodaba; de buena gana se
habría marchado.
–¿Son tus
flores? –le preguntó al dar la espalda a la tumba.
Asintió.
–Odiaba las
flores.
La criatura
retrocedió.
–Ah.
–De todas
formas, ¿qué sabrá él?
Sin echarle
una última mirada a la efigie, se dio la vuelta y tomó el camino que pasaba
junto a la iglesia. A los pocos metros, su otro yo le gritó:
–¿Puedes
recomendarme un dentista?
Gavin hizo
una mueca y continuó andando.
Ya casi era
la hora de salida del trabajo. La arteria que pasaba junto a la iglesia estaba
atestada de coches: tal vez fuera viernes y los primeros fugados se apresuraban
a llegar a casa. Faros deslumbrantes pasaban a toda velocidad; las bocinas
sonaban.
Gavin se
metió en medio del tráfico sin mirar a un lado o a otro, ignorando los
chirridos de los frenazos y las maldiciones, y se puso a deambular por entre
los coches como si estuviera paseando por el campo.
La aleta de
un coche lanzado le rozó la pierna, otro estuvo a punto de arrollarlo. Sus
prisas por llegar a alguna parte, por llegar a un lugar del que anhelarían
inmediatamente volver a partir, resultaban cómicas. Que se enfurecieran con él,
que lo aborrecieran, que vislumbraran su rostro desprovisto de rasgos y
llegaran a casa con pesadillas. Si todo salía bien, aterrorizaría a alguien que
pegaría un volantazo y lo atropellaría. Qué más daba. En lo sucesivo se ponía en
manos del azar, iba a ser su portaestandarte.
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