1 - EL INSTITUTO
—Permita que le
haga una pregunta —me espetó mi visitante—. ¿Quisiera ir usted al infierno por
diez mil dólares?
—Amigo mío, enséñeme
el dinero y dígame cuándo sale el primer tren —repliqué.
—Hablo en serio
—repuso con gravedad el profesor Keith.
Al cabo de un
instante cerré la boca, que había abierto de par en par.
—Un momento
—pedí—. Usted no posee pezuñas ni se aparece entre nubes de azufre, ni está
loco ni toma drogas. Usted es el profesor Phillips Keith, director asociado del
Instituto Rocklynn. Y me ofrece diez mil dólares por ir al infierno.
El hombrecillo
que estaba ante mí se ajustó los lentes y sonrió. Su aspecto era de obispo
apacible.
—Si alguien ha
de ir al infierno en mi lugar, deseo que sea usted —declaró muy solemne.
—Muy amable,
profesor y le agradezco la deferencia. Pero quisiera que se explicara mejor y
entonces tai vez me decidiese. Un hombre no recibe este ofrecimiento todos los
días.
Por toda
respuesta me tendió un recorte de periódico.
—Lea esto.
INSTITUTO
CIENTÍFICO A PUNTO DE CONVERTIRSE EN UN ANTRO DE BRUJERÍA
El mundialmente famoso Instituto Rocklynn se transformará en un
lugar de reunión de demonios y duendes, según los proyectos de Thomas M.
Considine, el famoso filántropo.
Considine ha donado cincuenta mil dólares para que se utilicen en lo que él califica de
"estudio científico de la hechicería y la magia negra".
El profesor Phillips Keith ha anunciado hoy que el Instituto Rocklynn
se propone estudiar seriamente las posibilidades del proyecto. Las bases
científicas de los miagas antiguos son muy notables y el profesor Keith declara
que tal estudio puede ofrecer resultados muy maravillosos.
Los vendedores de gatos negros, sapos disecados y filtros de amor,
hallarán muy ventajoso entablar relaciones con el Instituto Rocklynn.
—¡Es repugnante
que hablen así del Instituto! —exclamé, devolviendo el recorte a Keith—. Ahora,
cuénteme la verdad.
Keith se puso de
pie.
—¿Por qué no me
acompaña y lo averigua por sí mismo?
—Encantado.
Salimos de mi
casa y, subiendo al coche del profesor, nos internamos entre el tráfico
callejero.
—Por lo visto,
no se trata de ninguna exageración periodística —comenté—. ¿De veras proyecta
semejante experimento?
—Nunca he
pensado nada con mayor seriedad —replicó el profesor—. Yo fui quien convenció a
Considine para que donase ese dinero. Durante muchos años ha sido mi ambición
llevar a cabo un experimento de esa clase. Lamento que los periódicos se hayan
enterado del asunto; pero, de ahora en adelante, ya no habrá más publicidad.
Nadie debe saber que el Instituto Rocklynn intenta resucitar lo muerto y
conjurar a los demonios en la ciudad más moderna de la tierra.
—Bien —quise
saber—, ¿cuál es mi papel en este asunto?
—Muy sencillo.
Me citaron su nombre como el de un escritor de novelas terroríficas o
fantásticas. Por tanto, pensé que usted se hallaría más capacitado que otros
para comprender esas verdades.
—Pero yo no creo
en esas patrañas —objeté.
—Naturalmente. A
eso voy. Usted se halla capacitado para comprender lo que intentamos; pero es
escéptico; no cree en lo que escribe; por ello se le ha elegido como testigo
oficial e historiador de nuestros experimentos. O sea que le contratamos como
testigo.
—¿ Quiere decir
que me pagarán diez mil dólares por verles hacer brujerías? ¿Por acompañarles
montado en una escoba?
Keith se echó a
reír.
—Es usted
demasiado incrédulo. Venga, necesita un ejemplo inmediatamente.
Entramos en el
rascacielos, subimos en el ascensor particular, cruzamos el vestíbulo del
Instituto Rocklynn, situado en el ático, y atravesamos una puerta señalada como
"Privado". Si alguna vez esta palabra ha estado bien empleada era en
esta ocasión, pues era la simple barrera que separaba la cordura de la
demencia. .
Una demencia
negra en una habitación tapizada enteramente de negro. Iluminada por las rojas
llamas de un brasero, cuyas ascuas eran como parpadeantes ojos infernales y
llena de perfumes de especias, humedad y tumba.
Era una estancia
que pertenecía al siglo XV, arrancada a los sueños de los hechiceros y
alquimistas.
Cierto que las
mesas y estantes eran modernos, pero gemían bajo el peso de viejos horrores.
Una hilera de
tubos de ensayo, de moderno cristal Pyrex, pero con etiquetas tan infernales
como éstas: "Sangre de murciélago", "Raíz de mandrágora",
"Polvo de momio", "Grasa de cadáver", y aún otras peores.
En un rincón se
veían unas neveras modernísimas, que contenían innumerables cuerpos. Junto a un
fuego de leña, sobre unos trébedes, veíanse extraños calderos. Un estante
contenía instrumentos de alquimia. Frascos con hierbas se hallaban junto a
otros que contenían huesos pulverizados. El suelo estaba cruzado por dibujos
pentagonales y signos del zodíaco, hechos con pintura azul fosforescente, y
alguna otra materia que emitía radiaciones rojizas.
Una pared estaba
cubierta de libros. La luz se reflejaba en polvorientos y resecos volúmenes,
que en un tiempo estuvieron en contacto con las manos de las brujas y los
nigromantes.
Por un momento,
permanecí junto al profesor Keith, en tanto la férrea puerta que acabábamos de
cruzar se cerraba detrás de nosotros. Unos ojos, de pronto, se fijaron en los
dibujos y horrores de aquella habitación.
De repente algo
se movió en un extremo de la estancia y avanzó hacia mí. De momento, sólo era
una sombra blanca, pero luego... Di un salto que por poco me obliga a chocar mi
cabeza con el techo.
—Le presento al
doctor Ross —le presentó el profesor.
—¡Ejem!
—carraspeé.
El ovalado
rostro del doctor Ross se inclinó hacia delante. Una fina mano estrechó la mía
y, con deliciosa voz, el doctor declaró:
—Tengo un gran placer
en conocerle.
—¡Ejem! —repetí.
—¿Sólo sabe
decir "ejem"? —preguntó muy curioso el doctor Ross.
—Creo que
también usted perdería la voz si le metiesen en un cuarto lleno de horrores, y
cuando esperase encontrarse delante de un fantasma viese avanzar hacia usted a
la muchacha más hermosa...
Me interrumpí.
Sin embargo, no me arrepentía de mi desliz, pues el doctor Ross era en realidad
la doctora Ross, una joven bellísima. Su cabello rubio no estaba oculto por
ninguna gorrita médica y sus atractivas facciones estaban debidamente
maquilladas, y su cuerpo esbelto quedaba bien modelado por la bata blanca.
—Muchas gracias
—dijo la doctora Ross sin ningún embarazo—. Bien venido al Instituto Rocklynn.
Supongo qué se interesa por la magia negra ¿verdad?
—Si todas las
brujas son como usted...
—Lily Ross no es
ninguna Circe —me interrumpió el profesor Keith—, y a usted no se le contrata
para que la piropee. Hay mucho trabajo que hacer. Esta tarde invocaremos a un
demonio.
—¡Demonio!
—exclamé en broma—. ¿Habla en serio?
Keith sacó del
bolsillo unos papeles y los colocó sobre la mesa, junto a un crucifijo
invertido en el que estaba clavado un murciélago, cabeza abajo. Sacando una
pluma estilográfica me lo tendió.
—Firme.
—¿Qué he de
firmar?
—El contrato que
compromete sus servicios por tres meses. Diez mil dólares. Cinco mil ahora y
otros cinco mil al término de nuestro ¡experimento. ¿Conforme?
—Desde luego
—asentí.
Con mano
temblorosa firmé el contrato, recibiendo del profesor Keith el cheque extendido
por él mismo.
—Bien —sonrió
Keith, guardando los documentos—. ¿Podemos empezar ya, Lily?
—Todo está
dispuesto, profesor —replicó la joven.
—Entonces, trace
el pentagrama —murmuró Keith—. En la nevera encontrará la sangre perfectamente
conservada. Recite la invocación y encienda los fuegos. Yo la protegeré con los
revólveres. Si ocurriese algo dispararía a matar.
Con una amable
sonrisa, Keith sacó dos revólveres que llevaba en sus fundas sobaqueras y los
empuñó fuertemente.
2 - LA APARICIÓN
—Están cargados
con balas de plata —me explicó el profesor—. Son excelentes contra los
vampiros, los hombres-lobo y los vrykolas. No sé lo eficaces que puedan ser
contra los dracónibus...
—¿Qué?
—Un dracónibu es
un cacodemonio de la noche. Una especie de íncubo. Si el abate Richalmus no se
engaña. Empleamos su invocación del libro Líber revelatonium de insidia et
versutiis daemonum adversus homines. Dice que esos seres son negros,
escamosos, de aspecto casi humano, aparte de las alas y los colmillos, pero de
un orden inferior de inteligencia. Son algo semejantes a los elementales. Si
las balas nada pueden contra ellos, siempre queda el pentagrama. Ya sabe qué
es: una estrella de cinco puntas, que representa a Satanás, el macho cabrío del
sábado.
—Oiga ¿está
loco? —le pregunté a mi pesar.
—Un momento —se
enojó Keith—. Desde el principio aclaremos una cosa: nada me importa su
escepticismo. Y le ruego que no dude de mi buen juicio ni de la sinceridad de
mis actos.
—¡Pero todo esto
es demasiado pueril y absurdo! —me quejé—. ¡Mezclar la ciencia con la brujería!
—¿Por qué no?
—inquirió Keith—. La magia de ayer es la ciencia de hoy. Los brujos de los
siglos precedentes al nuestro trataban de alejar los demonios del cuerpo humano
de que se habían apoderado. Actualmente, los psiquiatras curan la locura
mediante el hipnotismo, casi de igual forma. Hubo un tiempo en que los
alquimistas trataban de convertir en oro otros metales más bajos. Actualmente,
ese mismo esfuerzo se continúa sobre la base de las mismas investigaciones. ¿No
intentan en la actualidad los médicos obtener el elixir de larga vida empleando
sangre humana y animal, como antes hacían los magos? ¿No se quiebran los cascos
nuestros sabios con los vitales problemas de la Vida y la Muerte? ¿No
conservan, vivas, cabezas de perros y gallinas a pesar de haber sido ya
cercenadas? En otras épocas, esos trabajos costaban la hoguera. Aquellos sabios
morían por enfrentarse con los problemas que hoy atacan abiertamente nuestros
hombres de ciencia. Pero estoy convencido de que los sabios de antaño
obtuvieron en algunos casos un éxito mayor que los de ahora.
—Entonces ¿cree
que los hechiceros consiguieron resucitar a los muertos e invocar los espíritus
elementales?
—Quiero decir
que lo intentaron y que tal vez tuvieron éxito. Que sus teorías no eran
erróneas, pero que quizás lo fueron sus sistemas y métodos de trabajo. Y opino
que la ciencia moderna puede hacerse con las mismas teorías, aplicar los
'debidos métodos y obtener un éxito mayor. Y eso es lo que me dispongo a hacer.
—Pero...
—Observe.
Obedecí.
Observé. La grácil figura de Lily Ross iba de un lado a otro de la estancia.
Sus dedos, al acercarse al brasero, parecían poblarse de llamitas. De una bolsa
que llevaba a la cintura sacó unos polvos que derramó sobre las ascuas, de las
cuales se elevaron unas llamas verdes, azules y purpúreas. Un calidoscopio de
diabólica luminosidad inundó la amplia estancia.
Rojas llamas
brotaban de las velas y saltaban de los pabilos a la oscuridad.
Lily inclinóse
al suelo y trazó un dibujo plateado. Una estrella de cinco puntas. El espacio
interior de la estrella se llenó con un líquido rojo.
—Sangre —susurró
Keith—. Sangre tipo B.
—¿Cómo?
—Sí, tipo B. ¿No
le he contado que utilizábamos métodos científicos modernos? El hechicero de la
Edad Media era casi un charlatán. Algunos rondaban por las cortes de los nobles
o príncipes, pasando por astrólogos, por lectores quirománticos y halagando en
todo a sus amos. Otros no hacían más que solicitar dinero para conseguir la
transmutación del plomo en oro, lograr el elixir de la juventud o encontrar la
piedra filosofal. Charlatanes y sólo charlatanes. Otra clase de vividores eran
los que vendían filtros de amor, prometían echar mal de ojo a los enemigos de
sus clientes y pretendían curar los males, desde la epilepsia al cólera.
Mezclados entre esos impostores se hallaban los psicópatas. Los demonomaníacos
que danzaban desnudos en los cerros y colinas durante el Walpurgis, afirmando cabalgar
sobre escobas voladoras, conversar con los muertos y tener amantes infernales.
Pero siempre existieron hombres que tomaron en serio los estudios de esa
ciencia. De sus escritos, de sus hechizos e invocaciones, nos valemos ahora.
Keith hizo una
pausa para indicar las estancias.
—Me costó largo
tiempo reunir esta colección. Manuscritos, pergaminos, fragmentos de tratados,
documentos secretos de todos los países y edades. Valiosos incunables que
cuestan una fortuna. Pero la valen.
—¿Y no están
llenos de las mismas necedades que los demás? —quise saber—. He leído algunos
de tales libros y más parecen obra de algunos locos.
—Entre las
solemnes necedades puede haber verdades enormes. Se descubren fácilmente.
Algunas invocadas están equivocadas, otras son auténticas.
—¿O sea que si
lee un conjuro aparecerá un demonio, un vampiro o un fantasma?
—Sí, si se lee
correctamente —asintió Keith—. Ésa es la base. Ahí es donde interviene la
ciencia. En muchos casos, por temor, no se ha escrito la invocación completa. En
otros el conjuro tiene palabras cambiadas debido a una traducción incorrecta.
La Iglesia quemó tolos los manuscritos y libros de esa clase que pudo hallar.
Lo hizo durante varios siglos. Y tuvimos que emplear varios meses en los
preparativos, seleccionando lo bueno entre lo malo, uniendo fragmentos sueltos,
estudiando las fuentes de origen. Ha sido un trabajo muy arduo para la doctora
Ross y para mí. No obstante, podemos hoy asegurar que poseemos en nuestras
manos casi un centenar de conjuros legítimos para la invocación de las fuerzas
sobrenaturales. Si se recitan como es debido, se obtiene, como con las
oraciones corrientes, un resultado inmediato. Además, algunas de las
invocaciones exigen ceremonias como ésta. Hemos gastado una enorme cantidad de
dinero para reunir el instrumental y los materiales necesarios para estos
experimentos. Cuesta mucho encontrar sangre de mandril y obtener los cadáveres
necesarios. Es repulsivo, bien lo sé, pero imprescindible.
—Pero sangre del
tipo B... —repetí, encogiéndome de hombros.
—Es una simple
demostración de lo cuidado de nuestro método de trabajo. Atacaremos lo natural
con métodos modernos. Tenga en cuenta los fracasos de nuestros antecesores. Ya
he dicho que la mayoría de los hechiceros eran unos farsantes. Los que trabajaban
seriamente utilizaban, a veces, traducciones equivocadas, como ya he
demostrado. Como es natural, no triunfaban. Otras veces, carecían de los
materiales debidos. Si el conjuro exigía el empleo de sangre de mandril, ellos
utilizaban otra clase de sangre y, por simple reacción química, el conjuro
quedaba destruido. Al utilizar sangre humana hay que tener en cuenta la
cantidad tan variada de tipos existentes y, por consiguiente, un hechizo que
surtiría efecto empleando la sangre debida, puede fracasar con el uso de otra
sangre. Si ahora nos hallamos con una receta que exige el empleo de polvos de
cuerno de unicornio, la echamos al cesto de los papeles pues sabemos que es un
fraude. En fin, tal vez a usted todo eso le parezcan detalles sin valor, pero
en ellos puede residir el triunfo, como resultado de un razonamiento
científico. Hemos repasado bien nuestros hechizos e invocaciones, hemos
comprobado las fórmulas, reuniendo los ingredientes más auténticos. En tales
condiciones no podemos fracasar, si existe alguna verdad en las historias
sobrenaturales que han privado en el mundo durante las edades anteriores a la
nuestra. Hoy, empleando la sangre de tipo B, vamos a poner en práctica la
invocación de Richalmus para evocar un dracónibus. La doctora Ross ha trazado
el pentagrama y ha alimentado los fuegos con los tres colores. Ahora leerá la
invocación en su original latino. Si las condiciones se producen exactamente
como está mandado, pronto veremos al alado demonio de la noche que el buen abad
describió tan gráficamente. Quizás lo podamos capturar y lo ofrezcamos como
prueba viviente al mundo.
—¿Quiere
capturarlo? —murmuré. Keith sonrió.
—¿Por qué no?
Esa es la prueba que necesitamos para confundir a los escépticos. El mismo Tom
Considine, cuando me dio el dinero, se rió de mí. Me gustaría ver su expresión
cuando le enviase el dracónibus.
Keith soltó una
carcajada y señaló al techo.
—Si la cosa
aparece y es peligrosa, tengo siempre a mano las balas de plata para dominarlo,
pero preferiría mucho más capturarla viva. Hay que tener en cuenta la
importancia científica.
Miré hacia donde
señalaba con el dedo. Suspendida por cadenas, en el techo, se veía como una
cabina de cristal. Pendía directamente encima del espacio en que se veía el
pentagrama.
—Fíjese en la
palanca que se ve junto a la puerta —indicó Keith—. Sólo hay que moverla para
que la jaula caiga sobre el ser que aparezca en este lugar.
—Pero el demonio
romperá el cristal —objeté.
—En absoluto
—sonrió el profesor—. Dentro del cristal hay una cantidad muy grande de cruces
nada agradables para el demonio. Las junturas del cristal están protegidas por
tubos de agua bendita y otro tubo penetra al interior para dar paso al aire y,
en caso de necesidad, para descargar el suficiente monóxido de carbono que
convierta la jaula en una cámara letal. Por tanto, si ocurre algo mueva la
palanca.
Las palabras de
Keith me impresionaron fuertemente. Parecían las palabras de un loco, pero el
loco era nada menos que el profesor Keith del Instituto Rocklynn. El aire
estaba lleno del hedor de las velas hechas con grasa de cadáver. La sangre
manchaba el viejo símbolo trazado en el suelo. El silencio y la oscuridad se
poblaban de rumores. Lily Ross, con un viejo pergamino en la mano, dio un paso
hacia el azulado brasero.
Permaneció allí,
como una estatua, como una bruja blanca, pronunciando las primeras palabras de
la invocación. Su boca era como una flor escarlata de la que emanase
corrupción. Sus labios parecían el cielo; pero su voz era el infierno. Veíase
una hermosa joven y escuchaba a una vieja repulsiva y bruja.
Pronunciaba las
palabras en latín, pero más que palabras eran sonidos, una invocación. La voz
de la joven era el instrumento. Entonces comprendí el inmenso poder de la palabra
como plegaria y corno invocación del diablo.
El rumor de la
voz se mezclaba con la oscuridad que, a su vez, se confundía con las luces y
los fuegos.
El pentagrama
comenzó a vibrar. Las llamas corrían por el suelo. Las sombras se poblaban de
zumbidos.
De pronto, se
oyó un fuerte latido, las paredes se estremecían; adquirieron luego el compás
de las palabras de la joven, el estruendo se confundió con ellas y como tomando
energías, resonó más fuerte. El humo brotó de los braseros a la vez que un
viento impetuoso soplaba en la habitación.
Me estremecí
bajo la helada ráfaga que no era de aire. Una blanca figura inclinóse hacia el
suelo. De pronto, sentí que me sacudían violentamente y una voz gritó:
—¡Despierte! Se
ha dormido de pie. No soplaba ya viento. No se oía rumor alguno. Lily Ross
estaba delante de mí, inmóvil, abatida.
—¡Hemos
fracasado! —refunfuñó Keith.
—Sin embargo, yo
noté...
—Autosugestión.
No dio resultado. Déjeme ver esa copia de la invocación —le pidió a Lily. Tomó
el papel y lo leyó atentamente.
—¡Maldición!
Lily abrió mucho
los ojos.
—¿Qué ocurre?
—Aquí tenemos un
ejemplo perfecto de lo que intentaba explicarle. Se ha cometido un error. No es
la invocación que necesitábamos. No es la invocación de Richalmus sino otra muy
parecida. Es la invocación del demonio, recopilada por Georgioso.
—¿Cómo puede
haber ocurrido? —se apuró la joven—. Yo juraría que...
—Por error ha
recitado la invocación al demonio —respondió Keith—. No me extraña que no
ocurriese nada.
Volvióse de
nuevo hacia mí, mas no pude decir nada, porque los ruidos y los zumbidos se
habían reanudado. Y esta vez no cabía pensar en la autosugestión.
La habitación se
estremeció como si todo el edificio fuese conmovido por un terremoto. Lily y el
profesor Keith vacilaban junto a mí. Los braseros ardían con potentes llamas.
Un rugido de tormenta llenaba nuestros cerebros.
A nuestros pies
el pentagrama dibujado ardía materialmente. Dentro de él una negra sombra iba
tomando consistencia: la figura del Macho Cabrío del Sábado.
Por el rabillo
del ojo vi a Lily Ross avanzar con manos temblorosas y dejar caer el pergamino
en el que había leído la invocación equivocada. ¡La que llamaba al demonio a
este mundo!
¡Y ahora, dentro
de los límites del trazado ¡pentagonal, envuelto en llamas rugientes, que
danzaban, proyectando sus sombras contra los muros, donde parecían bailar una
danza macabra, se veía ya una sombra más densa que las demás!
3 - EL DIABLO
Ninguno de los
tres que allí nos encontrábamos tenía fuerzas para mover un solo dedo. Mientras
tanto, la presencia permanecía acurrucada en el centro del dibujo cabalístico,
con su negra cara de macho cabrío iluminada por los fuegos. La peluda cabeza,
los retorcidos cuernos, el diabólico y familiar rostro, todo fue cobrando forma
y vida. Era, un cuadro, fruto de un sueño infernal.
De pronto, la
figura entró en acción. Movió los brazos y los pies y comenzó a avanzar.
De un salto,
obedeciendo más al instinto que a la voluntad, llegué a la puerta y accioné la
palanca. Oyóse el chirriar de cadenas y, con fuerte estrépito, la jaula de
cristal inastillable cayó sobre la figura, aprisionando en su interior a
Satanás, Príncipe de las Tinieblas.
Aquel monstruo
saltó contra los muros de cristal y retrocedió rápidamente.
—¡Dios mío!
—exclamó en aquel momento Keith, que había recuperado el habla.
Me eché a reír.
No pude evitarlo.
—¿Qué le ocurre?
—susurró Lily.
—He luchado
contra el propio Satanás y le he vencido —me envanecí.
—Es para
volverse loco —musitó la joven—. Tenemos a Satanás encerrado en la habitación
de un rascacielos.
—¿Sigue
incrédulo? —preguntó Keith.
—Los incrédulos
no sudan —repliqué, secándome la frente—, pero si no soy incrédulo, al menos
soy práctico. ¿Qué hacemos ahora?
—Ante todo, encender
la luz.
Keith fue hacia
el interruptor y la estancia se llenó de prosaicas luces, convirtiendo la
habitación en una estancia completamente vulgar... a no ser por la figura que
había dentro de la jaula de cristal.
A oscuras,
aquella visión era desagradable, pero a plena luz resultaba infinitamente peor.
El satánico prisionero nos contemplaba orgullosamente erguido. La luz ponía de
manifiesto todos los detalles. Demasiados detalles. Su piel negra relucía
de manera opaca.
—Es tal como lo
había imaginado —murmuró el profesor—. La perilla, el monóculo, la roja
epidermis...
—¡Cómo!
—exclamó—. ¿Dice que su piel es roja? ¡Es negra!
—Es escamosa
—declaró Lily.
—¡Nada de
escamas! —protesté—. ¿Qué dicen? ¿Y el monóculo dónde está? ¡Sí parece un macho
cabrío negro!
—¿Está loco? —se
irritó Keith—. Se ve claramente que es un hombre vestido de etiqueta, de cara
roja, con un monóculo.
—¿Y su cola
ahorquillada? —exclamó Lily—. ¡Eso es lo peor!
—¡No tiene cola!
—grité—. Ninguno de ustedes lo ve bien.
Keith dio un paso
atrás.
—Un momento
—pidió—. Estudiemos eso. Usted cree ver un macho cabrío, negro, con facciones
humanas ¿verdad? —me preguntó.
Asentí con el
gesto.
—¿Y usted, Lily?
—Yo veo un ser
escamoso, de cola ahorquillada. Parecido a un lagarto gris.
—Bien, yo veo a
un hombre vestido de etiqueta, de cara roja —terminó el profesor—. Y todos
tenemos razón.
—No entiendo.
—En realidad,
nadie sabe cuál es el verdadero aspecto del diablo. Cada uno de nosotros se ha
formado su imagen mental extraída de las ilustraciones de los libros
consultados. Los adoradores y los enemigos de Satanás lo han pintado de
distintas maneras. Para unos era el macho cabrío de las bacanales sabáticas;
para otros era la encarnación de la tentadora serpiente. Para los modernos es
un caballero rojo. Cada cual lo ve a su manera por lo que nosotros vemos una
misma figura de tres formas distintas. Y no podemos dilucidar cuál es su
aspecto verdadero. Puede ser gas, luz, o simplemente llama; pero nuestro
cerebro le da forma material.
—Quizá tenga
razón —se avino Lily.
—Todo esto es
muy interesante —intervine—, pero ¿qué hacemos ahora? ¿Avisar a la prensa?
—¿Se burla?
¿Sabe qué ocurriría si el mundo se enterase de que lo tenemos prisionero en
esta habitación? ¿No comprende la locura y el pánico que se desencadenaría
sobre la tierra? Además, tenemos que realizar experimentos. Sí, ésta es nuestra
oportunidad. La Providencia debió de guiarnos al cometer aquel error.
—¿Está seguro de
que fue la Previdencia? —gimió Lily—. Tengo la impresión de que este regalo no
nos viene del cielo.
—No se excite
—le rogó el profesor—. Piense en lo que tenemos entre manos. ¡Es lo más grande
que se ha logrado jamás!
—Keith, esto es
peligroso —aduje—. No me gusta. Aparentemente, nuestro visitante está
embotellado bajo esa campana de cristal, pero ¿y si fuerza la salida?
—No puede huir
—declaró el profesor—. ¿Tiene usted miedo? ¿No se da cuenta de que en esta
habitación tenemos la prueba de la existencia del demonio y de todo lo
sobrenatural?
—Al demonio
prefiero tenerlo lo más lejos posible —mascullé.
—Habla usted
como un hombre miedoso.
—Es posible que
los miedosos estén más en lo cierto que los científicos. Llevamos muchos siglos
luchando contra ese ser y es posible que su inteligencia sea superior a la de
ustedes. Sobre todo, en este caso.
—Examinaremos al
demonio con todos los medios de investigación a nuestro alcance —declaró el
profesor—. Lo someteremos a análisis de sangre, a rayos X... Volví la cabeza, disgustado ante tanta locura.
—Quizás ese ser
pueda hablar —dijo Lily, a quien me había yo vuelto en busca de un poco de
normalidad—. Impresionaremos fotografías...
— ¡Es el
éxito... el verdadero triunfo de la ciencia! —Blasonó el profesor—. Haremos un
estudio científico de todo lo diabólico. La potencia que el hombre temió desde
los primeros días de la creación está ahora en nuestras manos. ¡El gran dios
Pan! ¡La serpiente! ¡El Ángel Caído! ¡Satanás! ¡Lucifer! ¡Luzbel! ¡Belcebú!
¡Azriel! ¡Asmodeo! ¡Sammael! ¡Zamiel! ¡El Príncipe de las Tinieblas! ¡El Macho
Cabrío negro del Sábado! Ariman, Malik, Mefistófeles, el arquetipo del mal
conocido por los hombres con infinidad de nombres.
Sentí deseos de
soltar una nerviosa carcajada. ¡Era demasiado! Lily me salvó.
—Salgamos de
aquí —propuso—. En seguida. Mañana podremos discutir sobre esto y convencernos
de que no estamos locos.
—Sí, es mejor
—asintió Keith—. Aquí está seguro. No puede escapar. La puerta se cierra
automáticamente y nadie podrá entrar sin nuestro consentimiento.
El profesor fue
hacia la puerta y yo le seguí, pero antes de salir me volví, tropezando con la
mirada de unos ojos terribles que brillaban al otro lado del cristal. ¡Los
mismos ojos que viera Fausto!
4 - EL INFIERNO SUELTO
—Esta es mi
historia —concluí—. Ahora cuénteme la suya.
Lily Ross
levantó su vaso, en el que tintineaba el hielo.
—Sólo un poco de
bioquímica —sonrió—. Un empleo en el Instituto Rocklynn, como ayudante del
profesor Keith.
—No se burle de
mí. Ahora es usted una mujer bellísima ataviada con un traje de baile, color
verde, que le sienta a maravilla. No sabe nada de química y sólo desea bailar.
Deseaba bailar,
pero cuando volvimos a nuestra mesa observé que estaba muy preocupada.
—Estoy inquieta
por el profesor Keith —susurró—. Tiene los nervios destrozados. No sé si mañana
estará bien para los experimentos. Marchóse a casa para acostarse al momento.
—No se apure por
él —reí—. Lo peor que puede ocurrirle es un fuerte dolor de cabeza, a
consecuencia de una buena borrachera.
—¿Por qué dice
esto? —se extrañó la joven.
—Eche una mirada
hacia la mesa próxima a la orquestina. Si Keith pensaba acostarse es indudable
que ha cambiado de opinión.
Lily miró hacia
donde yo le indicaba y sus ojos se desorbitaron.
—¡Está ahí!
—exclamó—. ¡Con una mujer!
—¡Y vaya mujer!
—comenté—. Es Eva Vernon, la cantante. No lo hubiera creído un hombre tan de
mundo.
—¡No lo es! —Protestó
Lily—. Jamás va a ninguna parte. No he sabido de él que acompañase nunca a una
mujer. Y bebe champán...
—Vivir para ver
—sonreí—. Está tranquilizando sus nervios. ¿Quiere que nos sentemos a su mesa?
—No, se
disgustaría. Además, esto lo encuentro muy raro.
Me encogí de
hombros, pero al cabo de un rato empecé a inquietarme. Keith se había bebido él
solo una botella de champán, cantaba como un borracho y estaba colorado como un
tomate.
—¡Es... es
repugnante! —proclamó Lily, al salir del local.
—Olvídelo —le
aconsejé.
Nos separamos a
la puerta de su domicilio y a la mañana siguiente, cuando llegué al Instituto
la encontré esperando.
—¿Dónde está el
profesor? —pregunté viendo que estaba sola.
—No ha venido.
—Estará
durmiendo el champán ingerido anoche. ¿Le ha telefoneado?
—Sí, y su ama de
llaves afirma que no ha vuelto a casa.
—Es raro, ¿Qué
hacemos?
—Vayamos al
laboratorio y aguardemos. Podemos echar una mirada a nuestro prisionero.
Lily fue hacia
la puerta. Sacó una llave y al insertarla en la cerradura, exclamó:
—¡Está abierto!
Entramos.
La estancia se
hallaba a oscuras. Sólo ardía un brasero. Un solo brasero y los ojos dentro de
la jaula de cristal.
Delante de la
jaula había un cuerpo tendido.
—¡Keith!
Lo sacudí.
Trabajosamente se puso de pie.
—Oh, debí
quedarme dormido. He pasado aquí toda la noche. Observando lo que hacía...
El profesor
tenía el rostro demacrado. Y farfullaba, como si estuviese medio dormido.
—Vale más que se
vaya a casa y duerma un poco —le recomendó Lily—. Nosotros nos quedaremos aquí.
Si más tarde se encuentra bien trazaremos nuestros planes.
—Nada de eso
—replicó el profesor, haciendo un esfuerzo como sacudiendo la fatiga de su
cuerpo—. Estoy perfectamente bien. Lo que tengo que hacer es buscar a
Considine. Necesito más dinero. Ustedes quédense aquí y vigilen. Nos veremos
esta noche en el baile del Tubo de Ensayo. Dispondré allí un encuentro con
Considine y otros amigos.
Salió
precipitadamente de la habitación, dejándome a Lily y a mí mudos de asombro.
—¿El baile del
Tubo de Ensayo? —repetí.
—Sí, es un baile
que celebramos anualmente los protectores del Instituto Rocklynn. Sirve para
allegar fondos. Mas no entiendo qué hará allí el profesor. Nunca le ha gustado
asistir a esta clase de fiestas.
—Olvida lo de
anoche.
—Pues no, no
puedo olvidarlo. Estoy segura de que el profesor no se encuentra bien. Algo le
ha ocurrido.
—No es el único
que no se encuentra bien —repliqué—. Mire hacia la jaula.
Satanás se hallaba
acurrucado en el suelo. Y sus ojos rojos brillaban cada vez con menos
intensidad.
—¿Está enfermo?
—inquirió Lily.
—No tiene aire
ni comida —contesté—. ¿Qué debe comer Su Majestad Infernal?
Iba a seguir hablando,
pero algo en el aspecto del cautivo me detuvo.
—¡Ojalá Keith
estuviera aquí! —exclamó Lily—. Deberíamos de hacer algo.
De pronto,
Satanás se incorporó, avanzó lentamente hacia la barrera de cristal y nos miró.
En sus ojos no
brillaba el odio sino la comprensión. Su gesto era de súplica.
—Quiere
hablarnos —murmuró Lily. Los labios del monstruo se movían, dejando ver sus
colmillos.
—Si pudiésemos
entender su mensaje —dije, observando los gestos del cautivo.
Todo inútil.
De repente, aquel
extraño ser se inclinó hacia el suelo y cogió algo que allí había.
Era un fragmento
de yeso fosforescente, del que se habían servido para trazar el pentagrama. ¡Y
el demonio empezó a escribir! ¡Con letras de fuego!
Pronto, deténganle antes de que sea
demasiado tarde. Se ha introducido dentro de mí esta mañana y sé lo que piensa
hacer.
Al pie de este
horrible escrito había una firma en letras de fosforescencia plateada:
Phillips Keith.
Junto a mí, Lily
temblaba convulsivamente.
—Vamos —dije.
—¿Adonde?
—En busca del
profesor. Al baile del Tubo de Ensayo.
5 - EL DIABLO BAILA
Hacía diez
minutos que aguardábamos en el baile cuando por fin llegó el profesor Keith.
Iba disfrazado de Mefistófeles. Barba postiza, capa roja, rostro teñido de
escarlata. Era su concepto de Satanás.
Jamás me había
parecido tan alto. Alto, y delgado. Su disfraz era perfecto.
No fuimos los
únicos en fijarnos en él. La orquesta acaba de interpretar una pieza y la
concurrida sala constituía un excelente marco para su entrada en escena.
Recordé a Lon Chaney en su caracterización de la Muerte Roja, en El Fantasma
de la Ópera.
—¡Qué disfraz!
—Perfecto.
—Hasta renquea.
En efecto, Keith
al andar cojeaba marcadamente. Keith avanzó orgullosamente por entre las circunstantes.
Le vi saludar a un hombre disfrazado de pirata.
—Es Considine
—susurró Lily.
Considine
parecía reírse del disfraz del profesor. Otro de los invitados reunióse con
ellos. La orquesta inició la interpretación de otra pieza. Los tres hombres
desaparecieron.
—Démonos prisa
—apremié a Lily—. Va a ocurrir algo.
Llegamos a la
calle en el instante en que el coche negro en que iban los dos hombres y el
demonio se ponía en marcha.
La suerte nos
deparó en seguida otro taxi.
Hice subir a
Lily y le ordené al chofer:
—Siga a ese
auto... —me interrumpí—. ¡No! Sé adónde van. Llévenos al Instituto Rocklynn.
Parecíamos vivir
en otro mundo, mientras cruzábamos las calles persiguiendo al demonio, y
mientras ascendíamos en el ascensor por el rascacielos.
Cuando nos
detuvimos frente a la puerta del laboratorio oímos una voz. Se parecía a la del
profesor. Era una voz que utilizaba la boca y la laringe de Keith, pero en la
que había unas notas que nada tenían de humanas.
—Ya ven lo que
he conseguido, caballeros —decía—. Ni usted, señor Considine, ni usted, señor
Wintergreen, pueden dudar ya de la evidencia de sus sentidos...
—¡Es espantoso!
—se horrorizó Considine—. ¡El diablo en una cárcel de cristal!
—¿Espantoso?
¡Glorioso! ¿No ve las posibilidades que eso ofrece?
—Sí, desde el
punto de vista científico el interés debe ser muy grande, pero prácticamente
¿qué ventaja nos ofrece? ¿Lo exhibirá por las ferias?
—Habla usted
como un necio, Considine —replicó la voz ronca que era la de Keith—. ¿No
comprende que ahí tenemos algo que puede convertirse en la fuerza más grande de
la tierra?
—¿Fuerza?
—preguntó Wintergreen.
—Sí, una fuerza
todopoderosa. Piensen, por un, momento, lo que para nosotros puede significar
este cautivo. Durante siglos, los hombres han rendido pleitesía al demonio.
Convencidos de que el Reino de los Cielos está regido por Dios, afirman que la
tierra está gobernada por Satanás. Por eso le han adorado. Si les concede la
felicidad en la tierra, están dispuestos a ceder su dicha celestial.
—¡Qué locura!
—Sí —prosiguió
burlona la voz ¡del profesor—, se reunían en lugares ocultos, en bodegas de
casas viejas, en criptas de iglesias ruinosas, en la noche de Walpurgis. Velas
fabricadas con grasa de niños no bautizados iluminaban las ceremonias, que se
celebraban sobre el altar formado por el cuerpo de una doncella. Todos los
fieles proclamaban en alta voz sus pecados y confesaban, arrepentidos, las
buenas acciones.
—No hable así
—intervino Wintergreen—. No somos niños para asustarnos con esas tonterías.
—Tampoco lo son
los miles de satanistas que llevan a cabo esos ritos. Sin embargo, la mayoría
de ellos son engañados por unos farsantes. Yo, en cambio, les ofrezco la
representación física de Lucifer. Con su dinero 'pude disponer lo necesario
para atraerlo a la tierra. Ahora pueden aprovechar su inversión. Tenemos el
poder y la riqueza
al alcance de la mano. Somos los dueños de Satanás, de lo que hasta ahora se
consideraba un cuento infantil o una conseja de viejas, y con ello
construiremos un imperio. Podremos dominar a las naciones, al mundo entero.
—¿ Se ha vuelto
loco, Keith? —Balbució tembloroso Considine—. Primero se presenta con ese,
disfraz y luego nos habla de locuras, nos enseña ese monstruo y nos está
convenciendo de su locura.
—Sí —añadió
Wintergreen, débilmente—, yo me marcho.
— ¡No! ¡No
saldrán de aquí! Conocen mi secreto y no permitiré que lo divulguen. Ninguno de
ustedes saldrá de aquí hasta que hayan aceptado mis condiciones.
Yo no sabía
exactamente qué hacer, pero aquel era el mejor momento para irrumpir en la
habitación. Abrí, pues, la puerta y penetré en la negra estancia, acompañado de
Lily.
Considine y
Wintergreen nos contemplaron boquiabiertos. En la cárcel de cristal, la figura
apresada agitaba frenéticamente los brazos.
Keith se
abalanzó contra mí, pero antes de que me alcanzase saqué del bolsillo un
frasco, lo destapé y eché su contenido al rostro del profesor.
Un hedor
insoportable llenó la estancia. Densas nubes de humo brotaron de la carne
rojiza. Cuando aquel ser cayó al suelo, me precipité sobre él y le obligué a
tragarse el resto del líquido. La lucha concluyó al instante.
—Creí que iba a
matarle —exclamó Lily—. Cuando usted le arrojó el ácido...
—No era ningún
ácido —le informé—. Era agua bendita.
6 - LA AMENAZA DE SATANÁS
En la figura
tendida en el suelo se había verificado un cambio absoluto. Desapareció el
tinte rojo y el rostro de Keith recobró su aspecto normal. Un momento después
se incorporó.
—¿Qué ocurrió?
—preguntó con voz débil. Le conté todo lo sucedido.
—El agua bendita
me ha salvado. Oh —añadió—, estuvo usted muy inspirado.
—Muy desesperado
—le corregí.
—¿De qué están
hablando? —se interesó Considine.
—Que el demonio
se apoderó de mí.
—¿Cree eso?
—Usted mismo lo
vio. No se trata de una novedad. La Biblia nos habla de ello. No sé cómo pudo
ocurrir. Sin duda, la emoción debilitó mis defensas, y el mal halló fácil
acceso dentro de mí. Por la noche regresé, ese ser que tenemos ahí dentro me
hipnotizó y aunque no perdí totalmente la noción de las cosas, me sentí
empujado por una euforia y una ansias desconocidas.
Volvimos la
vista hacia la jaula de cristal. Satanás estaba de nuevo dentro de ella, pero
resultaba evidente que su poder traspasaba las frágiles barreras.
—Puede
apoderarse de un cuerpo humano —advirtió el profesor—, y caminar por el mundo.
—Es necesario
deshacernos de él —observé—. Que vuelva a su infierno.
—¡Hacerle
volver! —repitió el profesor.
—No hay manera
—objetó Lily—. No se conoce ningún medio para alejar al demonio.
Volví la cabeza
hacia la cárcel. ¿Por qué no enviarle de nuevo al infierno?
Examiné la
figura que se encontraba allí prisionera. La examiné y sonreí. Luego, mi
sonrisa se trocó en una carcajada.
¿Aquello era el
fabuloso Lucifer? ¡Era demasiado cómico para ser verdad! Me sentía más fuerte
que él. Al fin y al cabo, le había vencido. Le dominé en la lucha cuerpo a
cuerpo. ¡Yo era su amo! ¡El amo de Lucifer!
Sentía que unas
inmensas energías penetraban en mi interior. ¡Yo era el amo!
—Ya sé —exclamé
de repente.
—¿Sabe cómo
hacerle volver al infierno? —preguntaron Lily y Keith.
—No, no es
preciso. Soy más fuerte que Satanás. Lo he dominado. Lo seguiré dominando y
emplearé ese poder.
Vi el espanto
reflejado en todos los rostros.
—¿Por qué
desprendernos de esa fuerza? —continué seguro de mí mismo—. ¿Por qué no ha de
dominar Satanás en el mundo? ¿Por qué no he ser yo el amo de todo? Luché contra
Dios y me venció, pero ahora...
De pronto, lo
comprendí todo. Había dicho "luché contra Dios". Pero fue Luzbel el
que se rebeló contra el Todopoderoso. Y yo creía haber sido yo mismo.
¡Yo! ¡El
demonio!
Keith y los
demás me miraban aterrados. Contemplaban mi rostro. Y yo advertía el cambio que
se verificaba en él.
. Lily me tendió
un espejo.
Comprendí la
horrible verdad. Lo que le había sucedido al profesor me estaba ocurriendo a
mí. Satanás se apoderaba de mi cuerpo.
¡Yo era Satanás!
El espejo cayó
al suelo y se hizo añicos. Sentía horror y alegría...
Examiné mis
manos. Eran ya unas garras negras...
Cuando sus manos
buscaron las culatas de sus dos revólveres cargados con balas de plata, adiviné
la intención del profesor.
Estaban ambas
armas sobre una mesa y yo llegué allí antes que él.
—¡Quieto!
—ordené ferozmente, apuntándole yo a él y haciendo frente a todos los
presentes—. Si alguien ha de disparar, ese alguien seré yo. ¡Soy el amo! ¡El
dueño, dispensador de todos los males, de todos los pecados! ¡El señor absoluto
de la tierra!
— ¡Dios mío!
—gimió Lily.
Sentí como un
trallazo en pleno rostro. El nombre del Señor abrasaba mis oídos.
Luego, Lily
empezó a avanzar hacia mí, con las manos tendidas en actitud suplicante.
—¡Quieta o
disparo! —le grité.
Ella continuó
avanzando. En su mirada no había odio alguno, y sus labios murmuraban unas plegarias
que me abrasaban el cuerpo y, sobre todo, el rostro, aquel rostro rojo, los
cuernos que ya apuntaban, mi pelo leonado, crespo, hirsuto. Mis manos,
convertidas en garras negras...
¡Tenía que
terminar con aquel fuego que me abrasaba! ¡Debía matar a Lily! Pero cuando por
fin me decidí a disparar, lo hice con el cañón del arma que empuñaba con la
mano derecha, aplicado a mi propia sien.
7 - LA CAÍDA DE LUCIFER
—¡Cuidado!
—exclamé—. ¡Cuidado!
—Lo siento —se
excusó Keith—. Aunque sea una bala de plata existe el peligro de la infección.
—¿Se ha
marchado? —pregunte, sin citar al ser cuya huida deseaba.
—Sí —contestó
Lily—. En, cuanto usted disparó el revólver, la campana de cristal quedó vacía.
No se vio ni humo ni fuego. Desapareció como una luz que se apaga.
—Fue un tiro muy
afortunado —declaró Keith—. Rozó la carne y se perdió en el techo. Pero pudo
haber sido
fatal.
—No entiendo por
qué me pegue el tiro ni por qué desapareció Satanás.
—Es la eterna
verdad —replicó -el profesor—. La virtud triunfando sobre el mal.
Aunque usted no se dio cuenta, su conciencia luchó contra el diablo... y le
venció.
—Es difícil no
creer que todo ha sido un sueño. Lily apoyó una mano sobre mi hombro.
—Olvidémoslo.
Los demás se
mostraron de acuerdo.
—¿Y cómo? —quise
saber.
—Si no está
demasiado enfermo —sonrió Lily.
—¿Enfermo? Me
encuentro perfectamente.
—Entonces,
vayamos a celebrar nuestra victoria —propuso Considine.
—¡Oh, no!
—protesté—. La celebración la haremos nosotros dos solos ¿verdad, doctora Ross?
Lily tardó unos
instantes en contestar con su más encantadora sonrisa:
—Verdad... pero
no está bien abandonar a nuestros buenos amigos...
—¿No? ¿Por qué
no? —protesté. Y dejándome llevar de mi indignación, exclamé—: ¡Que se vayan al
diablo!
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