Efficiunt Daemones, ut quae non sunt, sic
tamen quasi sint, conspicienda hominibus exbibeant
Lactancio
Me
encontraba lejos de casa, y caminaba fascinado por el encanto de la mar
oriental. Empezaba a caer la tarde, cuando la oí por primera vez, estrellándose
contra las rocas. Entonces me di cuenta de lo cerca que la tenía. Estaba al
otro lado del monte, donde los sauces retorcidos recortaban sus siluetas sobre
un cielo cuajado de tempranas estrellas. Y porque mis padres me habían pedido
que fuese a la vieja ciudad que ahora tenía a paso, proseguí la marcha en medio
de aquel abismo de nieve recién caída, por un camino que parecía remontar,
solitario, hacia Aldebarán -tembloroso entre los árboles-, para luego bajar a esa
antiquísima ciudad, en la que jamás había estado, pero en la que tantas veces
he soñado durante mi vida. Era el Día del Invierno, ese día que los hombres
llaman ahora Navidad, aunque en el fondo sepan que ya se celebraba cuando aún
no existían ni Belén ni Babilonia ni Menfis ni aun la propia humanidad. Era,
pues, el Día del Invierno, y por fin llegaba yo al antiguo pueblo marinero
donde había vivido mi raza, mantenedora del ceremonial de tiempos pasados aun
en épocas en que estaba prohibido. Al viejo pueblo llegaba, cuyos habitantes
habían ordenado a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, que celebraran el
ceremonial una vez cada cien años, para que nunca se olvidasen los secretos del
mundo originario. Era la mía una raza vieja; ya lo era cuando vino a colonizar
estas tierras, hace trescientos años. Y era la mía una gente extraña, gente
solapada y furtiva, procedente de los insolentes jardines del Sur, que hablaban
otra lengua antes de aprender la de los pescadores de ojos azules. Y ahora
estaba esparcida por el mundo, y únicamente se reunía a compartir rituales y
misterios que ningún otro viviente podría comprender.
Yo
era el único que regresaba aquella noche al viejo pueblo pesquero como ordenaba
la tradición, pues sólo recuerdan el pobre y el solitario. Después, al coronar
la cuesta del monte, dominé la vista de Kingsport, adormecido en el frío del
anochecer, nevado, con sus vetustas veletas, sus campanarios, sus tejados y
chimeneas los muelles, los puentes, los sauces y cementerios. Los interminables
laberintos de calles abruptas, estrechas y retorcidas, serpenteaban hasta lo
alto de la colina donde se alzaba el centro de la ciudad, coronado por una
iglesia extraña que el tiempo parecía no haber osado tocar. Una infinidad de
casas coloniales se amontonaban en todos los sentidos y niveles, como las
abigarradas construcciones de madera de algún niño. Las alas grises del tiempo
parecían cernerse sobre los tejados y las nevadas buhardillas. Los faroles y
las ventanas emitían en la oscuridad unos reflejos que iban a juntarse con
Orión y las estrellas primordiales. Y la mar rompía incesante contra los
muelles miserables, aquella mar de la que emergiera nuestro pueblo en los
viejos tiempos.
Junto
al camino, una vez arriba de la cuesta, había una colina yerma barrida por el
viento. No tardé en ver que se trataba de un cementerio, en donde las negras
lápidas surgían de la nieve como las uñas destrozadas de un cadáver gigantesco.
El camino, sin huella alguna de tráfico, estaba solitario. Únicamente me
parecía oír, de cuando en cuando, unos crujidos como de una horca estremecida
por el viento. En 1692 ahorcaron a cuatro de mi raza por brujería.
Una
vez que la carretera comenzó a descender hacia la mar, presté atención por si
oía el alegre bullicio de los pueblos anochecer, pero no oí nada. Entonces
recordé la época en que estábamos, y se me ocurrió que el viejo pueblo puritano
conservaría tal vez costumbres navideñas, extrañas para mí, y que entonces
estaría entregado a silenciosas oraciones. Así que abandoné mis esperanzas de
oír el bullicio propio de estas fiestas, dejé de buscar viajeros con la mirada,
y seguí mi camino. Fui dejando atrás, a uno y otro lado, las silenciosas casas
de campo con sus luces ya encendidas. Después me interné entre las oscuras
paredes de piedra, en las que el aire salitroso mecía las chirriantes enseñas
de antiguas tiendas y tabernas marineras. Las grotescas aldabas de las puertas,
bajo los soportales, brillaban a lo largo de los callejones desiertos
reflejando la escasa luz que se escapaba de las estrechas ventanas
encortinadas.
Traía
conmigo el plano de la ciudad y sabía dónde se encontraba la casa de los míos.
Se me había dicho que sería reconocido y que me darían acogida, porque la
tradición del pueblo posee una vida muy larga. De modo que apresuré el paso y
entré en Back Street hasta llegar a Circle Court; luego continué por Green
Lane, única calle pavimentada de la ciudad, que va a desembocar detrás del
Edificio del Mercado. Aún servía el antiguo plano, y no me tropecé con
dificultades. Sin embargo, en Arkham me habían mentido al decirme que había
tranvías; al menos yo no veía redes de cables aéreos por ninguna parte. En
cuanto a los raíles, es posible que los ocultara la nieve. Me alegré de tener
que caminar, porque la ciudad, revestida de blanco, me había parecido muy
hermosa desde el monte. Por otra parte, estaba impaciente por llamar a la
puerta de los míos, por llegar a esa séptima casa de Green Lane, a mano
izquierda, de tejado puntiagudo y doble planta, que databa de antes de 1650.
Había
luces en el interior y, por lo que pude apreciar a través de la vidriera de
rombos de la ventana, todo se conservaba tal y como debió de ser en aquellos
tiempos. El piso superior se inclinaba por encima del estrecho callejón
invadido de yerba y casi tocaba el edificio de enfrente, que también se
inclinaba peligrosamente, formando casi un túnel por donde caminaba yo. Los
peldaños del umbral estaban enteramente limpios de nieve. No había aceras y
muchas casas tenían la puerta muy por encima del nivel de la calle, llegándose
hasta ella por un doble tramo de escaleras con barandilla de hierro. Era un
escenario verdaderamente singular; acaso me pareció tan extraño por ser yo
extranjero en Nueva Inglaterra. Pero me gustaba, y aún me hubiera resultado más
encantador si hubiera visto pisadas en la nieve, gentes en las calles y alguna
ventana con las cortinillas descorridas.
Al
dar los golpes con aquella vieja aldaba de hierro, me sentí preso de una alarma
repentina. Se despertó en mí cierto temor que fue tomando consistencia, debido
tal vez a la rareza de mi estirpe, al frío de la noche o al silencio
impresionante de la vieja ciudad de costumbres extrañas. Y cuando en respuesta
a mi llamada, se abrió la puerta con un chirrido quejumbroso, me estremecí de
verdad, ya que no había oído pasos en el interior. Pero el susto pasó en
seguida: el anciano que me atendió, vestido con traje de calle y en zapatillas,
tenía un rostro afable que me ayudó a recuperar mi seguridad; y aunque me dio a
entender por señas que era mudo, escribió con su punzón, en una tablilla de
cera que traía, una curiosa y antigua frase de bienvenida. Me señaló con un
gesto una sala baja iluminada por velas. Tenía la pieza gruesas vigas de madera
y recio y escaso mobiliario del siglo XVII. Aquí, el pasado recobraba vida; no
faltaba ningún detalle. Me llamaron la atención la chimenea, de campana
cavernosa, y una rueca sobre la que una vieja, ataviada con ropas holgadas y
bonete de paño, de espaldas a mí, se inclinaba afanosa pese a la festividad del
día. Reinaba una humedad indefinida en la estancia, y por ello me extrañó que
no tuvieran fuego encendido. Había un banco de alto respaldo colocado de cara a
la fila de ventanas encortinadas de la izquierda, y me pareció que había
alguien sentado en él, aunque no estaba seguro. No me gustaba nada de lo que
veía allí y nuevamente sentí temor. Y mi temor fue en aumento, porque cuanto
más miraba el rostro suave de aquel anciano, más repugnante me parecía su
suavidad. No pestañeaba, y su color era demasiado parecido al de la cera. Por
último, llegué a la plena convicción de que aquello no era un rostro sino una
máscara confeccionada con diabólica habilidad. Entonces sus flojas manos,
curiosamente enguantadas, escribieron con pasmosa soltura en la tablilla,
informándome de que yo debía esperar un rato antes de ser conducido al sitio
donde se celebraría el ceremonial. Me señaló una silla, una mesa, un montón de
libros, y salió de la estancia. Al echar mano de los libros, vi que se trataba
de volúmenes muy antiguos y mohosos. Entre ellos estaban el viejo tratado sobre
las Maravillas de la Naturaleza de Morryster, el terrible Saducismus
Triumphatus de Joseph Glanvil, publicado en 1681; la espantosa Daemonotatreia
de Remigius, impresa en 1595 en Lyon, y el peor de todos, el incalificable
Necronomicon, del loco Abdul Alhazred, en la excomulgada traducción latina de
Olacius Wormius. Era éste un libro que jamás había tenido en mis manos, pero
del cual había oído decir cosas monstruosas. Nadie me dirigió la palabra; lo
único que turbaba el silencio eran los aullidos del viento en el exterior y el
girar de la rueca mientras la vieja seguía con su silencioso hilar. Tanto la
estancia como aquella gente y aquellos libros me daban una extraña impresión de
morbosidad e inquietud; pero, puesto que se trataba de una antigua tradición de
mis antepasados, en virtud de la cual se me había convocado para tan extraña
conmemoración, pensé que debía esperarme las cosas más peregrinas. Conque me
puse a leer. Interesado por un tema que había encontrado en el Necronomicon no
tardé en darme cuenta que la lectura aquella me encogía el corazón. Se trataba
de una leyenda demasiado espantosa para la razón y la conciencia. Luego
experimenté un sobresalto, al oír que se cerraba una de las ventanas situadas
delante del banco de alto respaldo. Parecía como si la hubiesen abierto
furtivamente. A continuación se oyó un rumor que no provenía de la rueca. Sin
embargo, no pude distinguirlo bien porque la vieja trabajaba afanosamente y,
justo en aquel momento, el vetusto reloj se puso a tocar. Después, la idea de
que había personas en el banco se me fue de la cabeza, y me sumí en la lectura
hasta que regresó el anciano, con botas esta vez, vestido con holgados ropajes
antiguos, y se sentó en aquel mismo banco, de forma que no le pude ver ya. Era
enervante aquella espera, y el libro impío que tenía en mis manos me desazonaba
más aún. Al dar las once, el viejo se levantó, se acercó a un enorme cofre que
había en un rincón, y extrajo dos capas con caperuza; se puso una de ellas, y
con la otra envolvió a la vieja, que dejó de hilar en ese momento. Luego, ambos
le dirigieron hacia la puerta. La mujer arrastraba una pierna. El viejo,
después de coger el mismísimo libro que había estado leyendo yo, me hizo una
sería y se cubrió con la caperuza su rostro inmóvil... o su máscara.
Salimos
a la tenebrosa y enmarañada red de callejuelas de aquella ciudad increíblemente
antigua. A partir de ese momento, las luces se fueron apagando una a una tras
las cortinas de las ventanas, y Sitio contempló la muchedumbre de figuras
encapuchadas que surgían en silencio de todas las puertas y formaban una
monstruosa procesión a lo largo de la calle, hasta más allá de las enseñas
chirriantes, de los edificios de tejados inmemoriales, de los de techumbre de
paja, y de las casas de ventanas adornadas con vidrieras de rombos. La
procesión fue recorriendo callejones empinados, cuyas casas leprosas se
recostaban unas contra otras o se derrumbaban juntas, y atravesó plazas y
atrios de iglesias y los faroles de las multitudes compusieron constelaciones
vertiginosas y fantásticas. Yo caminaba junto a mis guías mudos, en medio de
una muchedumbre silenciosa. Iba empujado por codos que se me antojaban de una
blandura sobrenatural, estrujado por barrigas y pechos anormalmente pulposos, y
no obstante seguía sin ver un rostro ni oír una voz. Las columnas espectrales
ascendían más y más por las interminables cuestas y todos se iban aglomerando a
medida que se acercaban a los lóbregos callejones que desembocaban en la
cumbre, centro de la ciudad, donde se elevaba una inmensa iglesia blanca. Ya la
había visto antes, desde lo alto del camino, cuando me detuve a contemplar
Kingsport en las últimas luces del atardecer y me estremecí al imaginar que
Aldebarán había temblado un instante por encima de su torre fantasmal. Había un
espacio despejado alrededor de la iglesia. En parte era cementerio parroquial
y, en parte, plaza medio pavimentada, flanqueada por unas casas enfermas de
puntiagudos tejados y aleros vacilantes, donde el viento azotaba y barría la
nieve. Los fuegos fatuos danzaban por encima de las tumbas revelando un
espeluznante espectáculo sin sombras. Más allá del cementerio, donde ya no
había casas, pude contemplar de nuevo el parpadeo de las estrellas sobre el
puerto. El pueblo era invisible en la oscuridad. Sólo de cuando en cuando se
veía oscilar algún farol por las serpenteantes callejas, delatando a algún
retrasado que corría para alcanzar a la multitud que ahora entraba silenciosa
en el templo.
Esperé
a que terminaran todos de cruzar el pórtico, para que acabaran así los
empujones. El viejo me tiró de la manga, pero yo estaba decidido a entrar el
último. Cruzamos el umbral y nos adentramos en el templo rebosante y oscuro. Me
volví para mirar hacia el exterior; la fosforescencia del cementerio parroquial
derramaba un resplandor enfermizo sobre la plaza pavimentada. Y de pronto,
sentí un escalofrío: aunque el viento había barrido la nieve, aún quedaban
rodales sobre el mismo camino que conducía al pórtico. Y sobre aquella nieve,
para asombro mío, no descubrí ni una sola huella de pies, ni siquiera de los
míos.
La
iglesia apenas resultaba iluminada, a pesar de todas las luces que habían
entrado, porque la mayor parte de la multitud había desaparecido. Todos se dirigían
por las naves laterales, sorteando los bancos, hacia una abertura que había al
pie del púlpito, y se deslizaban por ella sin hacer el menor ruido. Avancé en
silencio; me metí en la abertura y comencé a bajar por los gastados peldaños
que conducían a una cripta oscura y sofocante. La cola sinuosa de la procesión
era enorme. El verlos a todos rebullendo en el interior de aquel sepulcro
venerable me pareció horrible de verdad. Entonces me di cuenta de que el suelo
de la cripta tenía otra abertura por la que también se deslizaba la multitud, y
un momento después nos encontrábamos todos descendiendo por una escalera
abominable, por una estrecha escalera de caracol húmeda, impregnada de un color
muy peculiar- que se enroscaba interminablemente en las entrañas de la tierra,
entre muros de chorreantes bloques de piedra y yeso desintegrado. Era un
descenso silencioso y horrible. Al cabo de muchísimo tiempo, observé que los
peldaños ya no eran de piedra y argamasa, sino que estaban tallados en la roca
viva. Lo que más me asombraba era que los miles de pies no produjeran ruido ni
eco alguno. Después de un descenso que duró una eternidad, vi unos pasadizos
laterales o túneles que, desde ignorados nichos de tinieblas, conducían a este
misterioso acceso vertical. Los pasadizos aquellos no tardaron en hacerse
excesivamente numerosos. Eran como impías catacumbas de apariencia amenazadora,
y el acre olor a descomposición que despedían fue aumentando hasta hacerse
completamente insoportable. Seguramente habíamos bajado hasta la base de la
montaña, y quizá estábamos por debajo incluso del nivel de Kingsport. Me
asustaba pensar en la antigüedad de aquella población infestada, socavada por
aquellos subterráneos corrompidos. Luego vi el cárdeno resplandor de una luz
desmayada y oí el murmullo insidioso de las aguas tenebrosas. Sentí un nuevo
escalofrío; no me gustaban las cosas que estaban sucediendo aquella noche.
Ojalá que ningún antepasado mío hubiera exigido mi asistencia a un rito de ese
género. En el momento en que los peldaños y los pasadizos se hicieron más
amplios hice otro descubrimiento: percibí el doliente acento burlesco de una
flauta; y súbitamente, se extendió ante mí el paisaje ¡limitado de un mundo
interior: una inmensa costa fungosa, iluminada por una columna de fuego verde y
bañada por un vasto río oleaginoso que manaba de unos abismos espantosos,
insospechados, y corría a unirse con las simas negras del océano inmemorial.
Desfallecido,
con la respiración agitada, contemplé aquel Averno profano de leproso resplandor
y aguas mucilaginosas; la muchedumbre encapuchada formó un semicírculo
alrededor de la columna de fuego. Era el rito del Invierno, más antiguo que el
género humano y destinado a sobrevivirle, el rito primordial que prometía
solsticio y primavera después de las nieves; el rito del fuego, del eterno
verdor, de la luz y de la música. Y en aquella gruta estigia vi cómo ejecutaban
todos el rito y adoraban la nauseabunda columna de fuego y arrojaban al agua
puñados de viscosa vegetación que resplandecía con una fosforescencia pálida y
verdosa. Y vi también, fuera del alcance de la luz, un bulto amorfo,
achaparrado, que tocaba la flauta de modo repugnante. Y mientras tañía la
criatura monstruosa, me pareció oír también unas notas apagadas en la fétida
oscuridad donde nada podía ver. Pero lo que más me llenaba de espanto era la
columna de fuego. Brotaba como un surtidor volcánico de las negras
profundidades; no arrojaba sombras como una llama normal, y bañaba las rocas
salitrosas de un verdor sucio y venenoso. Toda aquella hirviente combustión no
producía calor, sino únicamente la viscosidad de la muerte y la corrupción. El
hombre que me había guiado se escurrió ahora hasta colocarse junto a la
horrible llama y ejecutó unos rígidos ademanes rituales hacia el semicírculo
que le miraba. En determinados momentos del ceremonial, los asistentes
rindieron homenaje de acatamiento, especialmente cuando levantó por encima de
su cabeza aquel detestable Necronomicon que llevaba consigo. Yo también tomé
parte en todas las reverencias, puesto que había sido convocado a esta
ceremonia de acuerdo con los escritos de mis antecesores. Después, el viejo
hizo una señal al que tocaba la flauta en la oscuridad; éste cambió su débil
zumbido por un tono, más audible, provocando con ello un horror inimaginable e
inesperado. Faltó poco para que me desplomara sobre el limo de la tierra,
traspasado por un espanto que no provenía de este mundo ni de ninguno, sino de
los espacios enloquecedores que se abren entre las estrellas.
En
la negrura inconcebible, más allá del resplandor gangrenoso de la fría llama,
en las tartáreas regiones a través de las cuales se retorcía aquel río
oleaginoso, extraño, insospechado, apareció danzando rítmicamente una horda de
mansos, híbridos seres alados que ningún ojo, ningún cerebro en su sano juicio,
ha podido contemplar jamás. No eran cuervos, ni topos, ni buharros, ni
hormigas, ni vampiros, ni seres humanos en descomposición; eran algo que no
consigo -y no debo- recordar. Daban saltos blandos y torpes, impulsándose a
medias con sus pies palmeados y a medias con sus alas membranosas. Y cuando
llegaron hasta la muchedumbre de celebrantes, las figuras encapuchadas se
agarraron a ellos, montaron a horcajadas, y se alejaron cabalgando, uno tras
otro, a lo largo de aquel río tenebroso, hacia unos pozos y galerías donde
venenosos manantiales alimentan el caudal tumultuoso y horrible de las negras
cataratas. La vieja hilandera se había marchado con los demás, y el viejo se
había quedado, porque yo me negué a cabalgar sobre una de aquellas bestias como
los otros. El flautista amorfo había desaparecido, pero dos de aquellas bestias
permanecían allí pacientemente. Al resistirme a cabalgar, el viejo sacó su
punzón y su tablilla, y me comunicó por escrito que él era el verdadero
delegado de aquellos antepasados míos que habían fundado el culto al Invierno
en este mismo venerable lugar, que había sido decretado que yo volviera allí, y
que faltaban por celebrarse los misterios más recónditos. Escribió todo esto en
un estilo muy antiguo, y aún dudaba yo cuando sacó de sus amplios ropajes un
sello y un reloj con las armas de mi familia, para probar que todo era según
había dicho él.
Pero
la prueba era espantosa, porque yo sabía por ciertos documentos antiquísimos
que aquel reloj había sido enterrado con el tatarabuelo de mi tatarabuelo en
1698.
Al
poco rato, el viejo echó hacia atrás su capucha y me mostró el parecido
familiar de su rostro; pero aquello me hizo estremecer, porque yo estaba
convencido de que se trataba solamente de una diabólica máscara de cera. Las
dos bestias voladoras aguardaban y arañaban inquietas los líquenes del suelo, y
me di cuenta de que el viejo estaba a punto de perder la paciencia. Cuando uno
de aquellos animales comenzó a moverse, alejándose del lugar, el viejo se
volvió rápidamente y lo detuvo, de suerte que, con la rapidez del movimiento,
se le desprendió la máscara que llevaba en el lugar correspondiente a la
cabeza. Y entonces, al ver que aquella pesadilla se interponía entre la
escalera de piedra y yo, me arrojé al fondo oleaginoso del río pensando que sin
duda desembocaría, por alguna cavidad, en el fondo del océano. Me lancé en
aquel jugo pútrido de las entrañas de la tierra antes que mis locos chillidos
pudieran hacer caer sobre mí las legiones de cadáveres que aquellos abismos
pestilentes ocultaban.
En
el hospital me dijeron que me habían encontrado en el puerto de Kingsport,
medio helado, al amanecer, aferrado a un madero providencial. Me dijeron que la
noche anterior me había extraviado por los acantilados de Orange Port, cosa que
habían deducido por las huellas que encontraron en la nieve. No hice ningún
comentario. Mi cabeza era un caos. Nada encajaba con mi experiencia de la noche
anterior. Los ventanales del hospital se abrían a un panorama de tejados de los
que apenas uno de cada cinco podía considerarse antiguo. Las calles vibraban
con el estrépito de tranvías y automóviles. Me insistieron en que esto era
Kingsport, cosa que yo no pude negar. Al verme caer en un estado de delirio
cuando me enteré de que el hospital se encontraba cerca del cementerio
parroquial de Central Hill, me trasladaron al Hospital St. Mary, de Arkham,
donde me atenderían mejor. Me gustó, en efecto, porque los médicos eran de
mentalidad más abierta, y aun me ayudaron, ya que gracias a su influencia pude
conseguir un ejemplar del censurable Necronomicon de Alhazred, celosamente
guardado en la Biblioteca de la Universidad del Miskatonic. Dijeron que sufría
una especie de «psicosis» y convinieron en que el mejor sistema de alejar las
obsesiones de mi cerebro era provocar mi cansancio a base de permitirme ahondar
en el tema. De esta suerte llegué a leer el espantoso capítulo aquél, y me
estremecí doblemente, puesto que no era nuevo para mí: lo que contaba, lo había
visto yo, dijeran lo que dijesen las huellas de mis pies, y era mejor olvidar
el sitio donde lo había presenciado. Nadie durante el día me lo hacía recordar
pero mis sueños son aterradores a causa de ciertas frases que no me atrevo a
transcribir. Si acaso, citaré únicamente un párrafo. Lo traduciré lo mejor que
pueda de ese desgarbado latín vulgar en que está escrito: «Las cavernas
inferiores -escribió el loco Alhazred- son insondables para los ojos que ven,
porque sus prodigios son extraños y terribles.
Maldita
la tierra donde los pensamientos muertos viven reencarnados en una existencia
nueva y singular, y maldita el alma que no habita ningún cerebro. Sabiamente
dijo Ibn Shacabad: bendita la tumba donde ningún hechicero ha sido enterrado y
felices las noches de los pueblos donde han acabado con ellos y los han
reducido a cenizas. Pues de antiguo se dice que el espíritu que se ha vendido
al demonio no se apresura a abandonar la envoltura de la carne, sino que ceba e
instruye al mismo gusano que roe, hasta que de la corrupción brota una vida
espantosa, y las criaturas que se alimentan de la carroña de la tierra aumentan
solapadamente para hostigaría, y se hacen monstruosas para infestarla.
Excavadas son, secretamente, inmensas galerías donde debían bastar los poros de
la tierra, y han aprendido a caminar unas criaturas que sólo deberían
arrastrarse.
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