Stephen King
(Para móvil)
INTRODUCCIÓN
En la novela Deliverance de James Dickey, hay una
escena en la que un campesino que vive en el quinto pino se golpea una mano con
una herramienta mientras repara su auto. Uno de los hombres de la ciudad,
quienes andan buscando a un par de tipos que les conduzcan sus coches río
abajo, le pregunta a este colega, de nombre Griner, si se lastimó mucho. Griner
se mira la mano ensangrentada y luego murmura: «Naá; no es tan malo como
pensaba».
De esa manera me sentí luego de releer El Piso de
Cristal, la primera historia que por fin me reportó un dinero, tras todos
aquellos años. Darrell Schweitzer, el editor de Weird Tales, me ofreció
introducir algunos cambios si lo deseaba, pero decidí que seguramente no sería
una buena idea. Salvo por dos o tres palabras cambiadas y por el agregado de un
párrafo interrumpido (que probablemente fuera un error tipográfico en primer
lugar), he dejado el cuento tal cual era. Si empezaba a hacer cambios, el
resultado final sería una historia completamente distinta.
El Piso de Cristal fue escrito, si la memoria no me falla, en el verano de
1967, cuando me encontraba a unos dos meses de mi vigésimo cumpleaños. Durante
casi dos años había estado intentando venderle una historia a Robert A. W.
Lowndes, quien editaba dos revistas de horror y fantasía para Health
Knowledge (The Magazine of Horror y Startling Mystery Stories),
como así también una recopilación inmensamente más popular llamada Sexology.
Ya me había rechazado varios relatos amablemente (uno de ellos, apenas mejor
que El Piso de Cristal, se terminó
publicando en The Magazine of Fantasy and Science Fiction bajo el
título de La Noche del Tigre), pero me lo aceptó luego de tanto
ofrecérselo. Aquel primer cheque fue por treinta y cinco dólares. He cobrado
algunos más abultados desde entonces, pero ninguno me produjo una mayor
satisfacción; ¡por fin alguien me había pagado un dinero real por algo que
había sacado de mi cabeza!
Las primeras páginas del relato son torpes y están mal
escritas —se nota que son el producto de la mente de un narrador de historias
que aún está por desarrollarse—, pero la última parte es mejor de lo que
recordaba; se produce una genuina sensación de terror cuando el señor Wharton
descubre que lo están esperando en la Habitación Oriental. Supongo que ésa es
al menos parte de la razón por la que acepté que este poco notable trabajo
fuera reimpreso luego de tantos años. Y al menos se advierte una señal del
esfuerzo por crear personajes que sean algo más que figuras de papel pintado;
Wharton y Reynard son antagonistas, pero no son ni «el muchacho bueno» ni «el
muchacho malo». El auténtico villano se encuentra tras esa puerta enyesada. Y
además puedo notar un curioso eco de El Piso de Cristal en un muy
reciente trabajo titulado El Policía de la Biblioteca. Éste último, una
novela corta, se publicará este otoño como parte de una colección de novelas
cortas llamada Cuatro Después de la Medianoche, y pienso que si lo lees,
llegarás a entender lo que quiero decir. Fue fascinante descubrir que la misma
imagen me estuvo rondando durante todo este tiempo.
Pero principalmente estoy permitiendo que la historia sea
reeditada para enviarles un mensaje a los jóvenes escritores que ahora mismo
están allí afuera, intentando ser publicados, coleccionando cartas de rechazo
de revistas tales como F&SF, Midnight Graffiti y, por
supuesto, Weird Tales, que es la abuelita de todas ellas. El mensaje es
muy simple: puedes aprender, puedes mejorar, y puedes publicar.
Si esa pequeña chispa está allí, es muy probable que
alguien la advierta, tarde o temprano, destellando débilmente en la oscuridad.
Y si la mantienes encendida puede llegar a convertirse en un fuego grande y
resplandeciente. Me pasó a mí, y comenzó con este cuento.
Recuerdo el momento en que se me ocurrió la idea para el
relato; apareció como suelen hacerlo las ideas: de casualidad, sin aviso de
trompetas. Iba caminando por un sendero embarrado para ver a un amigo y por
ningún motivo en especial comencé a preguntarme cómo sería estar de pie en un cuarto
con el suelo de espejo. La imagen fue tan intrigante que escribir la historia
se convirtió en una necesidad. No fue escrita por dinero: fue escrita para que
yo pudiera averiguarlo. Claro que no lo hice tan bien como lo hubiera deseado;
todavía hay una diferencia entre lo que espero llevar a cabo y lo que realmente
soy capaz de hacer. No obstante, lo dejé atrás con dos cosas valiosas: una
historia vendible tras cinco años de cartas de rechazo, y algo de experiencia.
De modo que aquí está y, como dice aquel colega Griner en la novela de Dickens,
no es tan malo como pensaba.
Stephen King
Estraído de Weird Tales, otoño de 1990
Wharton subió los amplios escalones con lentitud, sombrero
en mano, estirando el cuello para poder abarcar mejor la monstruosidad
victoriana en la que había muerto su hermana. No se trata de una casa, en lo
absoluto, reflexionó, sino de un mausoleo; un enorme y gigantesco
mausoleo. Parecía crecer en la cima de la colina como un hongo venenoso,
corrupto y sobredimensionado, repleto de gabletes y cúpulas festoneadas con
ventanas vacías. Una veleta de latón se inclinaba a unos ochenta grados por
sobre un tembloroso tejado cubierto de ripio, con la empañada efigie de un
chiquillo que lo vigilaba apantallándose los ojos con una mano. Wharton se
alegró de no alcanzar a distinguirlos.
Entonces llegó al porche y todo el conjunto de la casa
desapareció de su vista. Tocó la anticuada campanilla, escuchándola repetirse
huecamente entre los oscuros recovecos internos de la casa. Había una ventanilla
matizada de rosa sobre la puerta, y Wharton apenas pudo reconocer el año 1770
biselado en el vidrio. Una tumba estaría bien, pensó.
La puerta se entreabrió de repente.
—¿Sí, señor? —El ama de llaves lo miró con fijeza. Era
vieja, horrorosamente vieja. La cara le colgaba desde el cráneo como una masa
fláccida, y la mano que apoyaba sobre la cadena de la puerta estaba
grotescamente deformada por la artritis.
—He venido a ver a Anthony Reynard —dijo Wharton. Casi
hasta imaginó que podía oler cómo el dulzón olor de la decadencia emanaba del
vestido de arrugada seda negra que ella llevaba.
—El señor Reynard no está para nadie. Está de duelo.
—Él me atenderá —aseguró Wharton—. Soy Charles Wharton. El hermano de Janine.
—Oh. —Sus ojos se ensancharon un poco, y la floja
inclinación de su boca le empezó a trabajar sobre las encías desnudas—. Un
minuto. —La mujer desapareció, dejando la puerta entreabierta.
Wharton espió las oscuras sombras caoba que le deban forma
a unas sillas comunes de respaldo alto, a unos divanes cola de caballo
tapizados, a altos y angostos estantes de biblioteca, y a paneles de madera
esculpidos con motivos floridos.
Janine, pensó él. Janine, Janine,
Janine. ¿Cómo pudiste
vivir aquí? ¿Cómo rayos pudiste resistirlo?
Una alta figura de hombros vencidos se materializó de
repente desde la oscuridad, con la cabeza proyectada hacia adelante, de ojos
abatidos y profundamente hundidos.
Anthony Reynard extendió una mano y desenganchó la cadena
de la puerta.
—Adelante, señor Wharton —dijo lentamente.
Wharton se introdujo en la vaga semioscuridad de la casa,
estudiando con curiosidad al hombre que se había casado con su hermana. Bajo
las cuencas de los ojos tenía unos anillos azules que parecían contusiones. El
traje que llevaba se veía arrugado y le colgaba flojo, como si hubiera perdido
mucho peso. Parece cansado, pensó Wharton. Viejo y cansado.
—¿Mi hermana ya recibió sepultura? —preguntó Wharton.
—Sí. —Cerró la puerta con lentitud, encerrando a Wharton en
la decadente oscuridad de la casa—. Mi más sincero pésame, señor Wharton. Quise
muchísimo a su hermana. —Hizo un gesto vago—. Lo siento.
Pareció querer agregar algo más, pero cerró la boca con un
brusco chasquido. Resultó obvio que cuando volvió a hablar se estaba callando
lo que fuera que estuvo a punto de decir.
—¿Quiere tomar asiento? Estoy seguro de que tendrá algunas
preguntas.
—Así es. —Por alguna razón lo dijo de una manera mucho más
lacónica de lo que hubiera preferido.
Reynard suspiró y asintió con lentitud. Lo condujo hasta el
fondo de la sala y le señaló una silla. Wharton se hundió profundamente en
ella, que pareció engullirlo en lugar de sostenerlo. Reynard se sentó junto a
la chimenea, poniéndose a buscar los cigarrillos. Le ofreció uno a Wharton sin
decir una palabra, y éste negó con la cabeza.
Aguardó hasta que Reynard encendiera su cigarrillo y luego
le preguntó:
—¿Cómo falleció? Su carta no explicaba gran cosa.
Reynard apagó el fósforo y lo tiró en el hogar. Aterrizó
sobre una de las carboneras de hierro, una gárgola cincelada que observó a
Wharton con mirada de sapo.
—Se cayó —contó—. Estaba limpiando uno de los cuartos que
se encuentran del lado de los aleros. Teníamos pensado pintar, y ella creía que
lo mejor sería desempolvarlos bien antes de comenzar a hacerlo. Estaba usando
la escalera de mano. Se resbaló. Se rompió el cuello. —Cuando tragó le sonó un
chasquido en la garganta.
—¿Murió... en seguida?
—Sí. —Inclinó la cabeza y se puso una mano sobre la
frente—. Yo me desesperé.
La gárgola lo miraba de soslayo, acurrucada y encogida, con
la cabeza cenicienta. La boca se le torcía hacia arriba en una mueca rara,
alegre, y sus ojos parecían volverse hacia adentro, hacia algún chiste privado.
Wharton dejó de mirarla con cierto esfuerzo.
—Quiero ver donde ocurrió.
Reynard apagó su cigarrillo, fumado a medias.
—No puede hacerlo.
—Temo que sí —contradijo Wharton con frialdad—. Después de
todo, ella era mi...
—No es por eso —lo interrumpió Reynard—. La habitación ha
sido clausurada. Tendría que haberse hecho mucho tiempo atrás.
—Si se trata simplemente de algunas tablas sobre la
puerta...
—Usted no comprende. La habitación se ha entablado por
completo. Desde el exterior no se advierte otra cosa que la pared.
Wharton sintió que su mirada era atraída inexorablemente
por la carbonera. Maldita cosa, ¿por qué diablos se estaría riendo tanto?
—Eso no me importa. Necesito ver ese cuarto.
Reynard se puso de pie de repente, alzándose sobre él.
—Imposible.
Wharton también se levantó.
—Estoy empezando a preguntarme si no tendrá algo escondido
allí dentro —dijo tranquilamente.
—¿Qué está usted insinuando?
Wharton agitó la cabeza un poco aturdido. ¿Qué estaba
insinuando? ¿Que quizás Anthony Reynard había asesinado a su hermana en esta
cripta de la Guerra de la Revolución? ¿Que aquí podría llegar a haber algo más
siniestro que rincones tenebrosos y horrendas carboneras de hierro?
—No sé qué es lo que estoy insinuando —respondió, con
calma—, sólo que tuvieron que enterrar a Janine con una prisa del demonio, y
que en este momento usted está actuando de manera algo extraña.
Durante un momento la cólera ardió luminosamente pero luego
se extinguió, dejándole tan sólo desesperación y un sordo dolor.
—Déjeme solo —masculló él—. Por favor déjeme solo, señor
Wharton.
—No puedo. Tengo que saber...
Apareció la vieja ama de llaves, con el rostro
precipitándose desde la oscura caverna del vestíbulo.
—La cena está lista, señor Reynard.
—Gracias, Louise, pero no tengo hambre. ¿Tal vez el señor
Wharton...?
Wharton negó con la cabeza.
—Muy bien, entonces. Quizás piquemos algo después.
—Como usted diga, señor. —Ella se volvió para irse.
—¿Louise?
—¿Sí, señor?
—Venga un segundo.
Louise ingresó lentamente en el cuarto, pasándose una floja
lengua por los labios durante un momento, para luego desaparecer.
—¿Señor?
—El señor Wharton parece tener algunas preguntas sobre la
muerte de su hermana. ¿Podría usted contarle todo lo que sepa al respecto?
—Sí, señor —sus ojos relucieron con vivacidad—. Ella estaba
limpiando, eso es. Limpiando la Habitación Oriental. Deseosa de pintarlo,
estaba. Supongo que el señor Reynard, aquí presente, no estaba muy interesado
porque...
—Vé al grano, Louise —dijo Reynard con impaciencia.
—No —saltó Wharton—. ¿Por qué él no estaba muy
interesado?
Louise miró dudosamente de uno a otro.
—Prosigue —le pidió Reynard, resignado—. Si no lo averigua
aquí lo hará en el pueblo.
—Sí, señor.—De nuevo advirtió cómo ella se relamía, apreció
el ávido fruncimiento de la floja carne de su boca cuando la mujer se dispuso a
relatar la preciosa historia—. Al señor Reynard no le gusta que nadie entre en
la Habitación Oriental. Siempre dijo que era peligrosa.
—¿Peligrosa?
—Por el piso —aclaró ella—. El piso es de cristal. Es un
espejo. Todo el piso es un espejo.
Wharton se volvió hacia Reynard, sientiendo que la sangre
le subía al rostro.
—¿Está queriendo decirme que la dejó subirse a una escalera
de mano en un cuarto con suelo de vidrio?
—La escalera tenía asideros de goma —comenzó Reynard—. Pero
ésa no fue...
—Maldito idiota
—susurró Wharton—. Maldito asesino idiota.
—¡Le estoy diciendo que ésa no fue la razón! —gritó Reynard
de repente—. ¡Yo amaba a su hermana! ¡Nadie siente más que yo el hecho de que
haya muerto! ¡Pero se lo advertí! ¡Dios sabe que le advertí lo referente a
aquel piso!
Wharton era oscuramente consciente de que Louise los
observaba de manera ávida, recolectando chismes como una ardilla junta las
nueces.
—Dígale que se marche —solicitó, con la voz pesada.
—Sí —convino Reynard—. Váyase a cuidar la cena.
—Sí, señor. —Renuente, Louise se encaminó al vestíbulo y
las sombras se la tragaron.
—Bien —dijo Wharton en voz baja—. Me parece que tiene
ciertas explicaciones que hacer, Reynard. Todo este asunto me resulta gracioso.
¿No se llevó a cabo ni siquiera una pesquisa?
—No —respondió Reynard. Se derrumbó de golpe sobre su silla
y miró sin ver hacia la penumbra del techo abovedado—. La gente de por aquí
conoce todo lo referente a la... a la Habitación Oriental.
—¿Y qué hay que saber de allí? —le preguntó Wharton,
tenso.
—La Habitación Oriental trae mala suerte —explicó Reynard—.
Algunas personas incluso hasta asegurarían que está maldita.
—Escúcheme —soltó Wharton de mal genio, sintiendo que el
dolor le aumentaba como vapor en una tetera—, no voy a cambiar de idea,
Reynard. Cada palabra que sale de su boca me obliga más y más a inspeccionar
aquel cuarto. Ahora bien, ¿va a admitirlo o tendré que bajar hasta ese pueblo
y...?
—Por favor. —Algo en la callada desesperación de sus
palabras hizo que Wharton alzara la vista. Por primera vez Reynard lo estaba
mirando directamente a los ojos, y eran unos ojos espantados, macilentos—. Por
favor, señor Wharton. Acepte mi palabra de que su hermana murió de manera
natural, y márchese. ¡No quiero verlo morir! —la voz se le elevó en un
lamento—. ¡No quise ver morir a nadie más!
Wharton sintió que un breve escalofrío lo recorría. Su
mirada saltó de la sonriente gárgola de la chimenea hasta el busto polvoriento
y de mirada vacía de Cicero en el rincón, y luego se desplazó a los extraños
paneles tallados de las paredes. Y una voz sonó dentro de él: Márchate de
aquí. Un millar de ojos con vida pero insensibles parecieron mirarlo desde
las sombras, y la voz volvió a hablar... Márchate de aquí.
Sólo que esta vez fue Reynard quien lo dijo.
—Márchese de aquí —repitió—. Su hermana está más allá del
cuidado y más allá de la venganza. Le doy mi palabra...
—¡Al diablo con su palabra! —lo interrumpió Wharton de
golpe—; ahora mismo voy a hablar con el alguacil, Reynard. Y si el alguacil no
me ayuda, iré con el comisionado del condado. Y si el comisionado del condado
no me ayuda...
—Muy bien. —Las palabras fueron como el lejano doblar de la
campana de un cementerio—. Venga.
Reynard lo condujo por el vestíbulo, más allá de la cocina,
a través del comedor vacío con el candelabro que recogía y reflejaba la última
luz del día, y pasando la despensa, hacia la vacía pared de yeso del extremo
del corredor.
Es allí, pensó Wharton, y de repente se produjo un raro deslizamiento en el
pozo que era su estómago.
—Yo... —empezó a decir sin quererlo.
—¿Qué? —preguntó Reynard, con la esperanza brillándole en
la mirada.
—Nada.
Se detuvieron al final del pasillo, inmóviles en las
tinieblas crepusculares. No parecía haber luz eléctrica allí. Wharton pudo ver
sobre el suelo la espátula para revocar, todavía húmeda, que utilizara Reynard
para tapiar la puerta, y un fragmento extraviado de El Gato Negro de Poe
le resonó en la mente:
Yo había cercado al monstruo dentro de la tumba...
Reynard le entregó la espátula ciegamente.
—Haga lo que tenga que hacer, Wharton. No pienso formar
parte de esto, pase lo que pase. Me lavo
las manos de lo que pueda suceder.
Con la mano abriéndose y cerrándose sobre el mango de la
espátula y cierta aprensión, Wharton contempló cómo el otro se alejaba por el
pasillo. Todos los rostros, el del chiquillo de la veleta, el de la gárgola de
la carbonera, el de la marchita criada, todos parecieron mezclarse y fundirse
ante él, todos sonriendo por algo que él no lograba entender. Márchate de
aquí...
Con una súbita y áspera maldición atacó la pared,
escarbando en el suave y reciente yeso, hasta que la espátula raspó contra la
puerta de la Habitación Oriental. Escarbó más allá del yeso hasta que pudo
alcanzar el tirador de la puerta. Lo accionó y luego tiró de él hasta que las
venas se le destacaron sobre las sienes.
El yeso se resquebrajó, se agrietó, y finalmente se partió.
La puerta giró pesadamente hasta quedar abierta, con el yeso desparramándose
como una piel muerta.
Wharton fijó la vista en un charco de mercurio que
destellaba débilmente.
Parecía brillar con una luz propia en aquella etérea
oscuridad, como de cuento de hadas. Wharton entró en el cuarto, esperando a
medias hundirse en un fluido cálido, flexible.
Pero el suelo era sólido.
Su propio reflejo colgaba suspendido debajo de él, unido
sólo de los pies, con todo el aspecto de sostenerse de cabeza en aquel aire
tenue. Hizo que se mareara por el simple hecho de mirarlo.
Lentamente, desplazó la mirada por los alrededores del
cuarto. La escalera de mano todavía estaba allí, internándose en las brillantes
profundidades del espejo. Advirtió que la habitación era alta. Lo
suficientemente alta como para caerse y —compuso una mueca— matarse.
Estaba rodeado de estantes de libros vacíos, todos ellos
pareciendo inclinarse encima suyo en el mismísimo umbral del desequilibrio. Le
agregaban un efecto distorsionante al extraño cuarto.
Se acercó a la escalera y examinó las patas. Tenían una
base de goma, tal como Reynard había dicho, y parecía bastante sólida. Pero, ¿y
si la escalera no había resbalado, cómo pudo caerse Janine?
De algún modo se encontró otra vez mirando fijamente a
través del suelo. No, se corrigió. No a través del suelo. A través
del espejo; dentro del espejo...
No se encontraba del todo parado sobre el piso, como lo
había supuesto. Se equilibraba en el tenue aire, a medio camino entre el suelo
y el techo idéntico, sostenido tan sólo por la estúpida idea de que estaba
parado en el piso. Eso era tonto, cualquiera podría verlo, porque allí estaba
el suelo, abriéndose allí abajo...
¡Despabílate!, se gritó de repente a sí mismo. Estaba parado en el piso,
y aquel otro no era más que un inofensivo reflejo del techo. Solamente sería
el suelo si estuviera de pie sobre mi cabeza, y no lo estoy; mi otro yo es el
que está parado sobre su cabeza...
Comenzó a sentir vértigo, y una nausea súbita le subió por
la garganta. Intentó mirar más allá de las plateadas profundidades del espejo,
pero no lo logró.
La puerta... ¿dónde estaba la puerta? De repente deseó
estar afuera.
Wharton se dio vuelta torpemente, pero allí sólo estaban
los estantes locamente inclinados y la escalera que se proyectaba y el horrible
abismo bajo sus pies.
—¡Reynard! —gritó—. ¡Me estoy cayendo!
Reynard llegó corriendo, con la nausea formando ya una gris
lesión gris en su corazón. Era una realidad; había vuelto a suceder.
Se detuvo frente al umbral de la puerta, mirando los
gemelos siameses que se observaban uno al otro en el medio de aquella
habitación de dos techos y sin ningún piso.
—Louise —graznó alrededor de la seca pelota de vómito que
se le formó en la garganta—. Traiga el
palo.
Louise surgió de la oscuridad y le alcanzó a Reynard un
palo con el extremo en forma de gancho. Él lo deslizó a través del estanque de
plata brillante y atrapó el cuerpo que yacía sobre el cristal. Lo arrastró
despacio hacia la puerta y, cuando pudo alcanzarlo, tiró de él. Estudió la cara
retorcida y suavemente le cerró los ojos de mirada fija.
—Voy a necesitar el yeso —dijo en voz baja.
—Sí, señor.
Ella se volvió para irse, y Reynard miró hacia el cuarto,
con mirada lúgubre. Se preguntó, y no por primera vez, si de verdad había un
espejo allí. En la habitación, un pequeño charco de sangre se extendía sobre el
suelo y en el techo, pareciendo encontrarse en el centro, sangre que colgaría
allí sin ninguna prisa, y de la que uno esperaría que podría quedar goteando
por siempre.
THE GLASS FLOOR,
publicado por primera vez en Startling Mystery Stories, otoño de l967.
Reimpreso en Weird Tales, otoño de 1990.
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