EL POZO Y EL PÉNDULO
Edgar Allan Poe
(para móvil)
Impia
tortorum longas hic turba furores
Sanguina
innocui, nao satiata, aluit.
Sospite nunc
patria, fracto nunc funeris antro,
Mors ubi
dira fuit vita salusque patent.
(Cuarteto
compuesto para las puertas de un
mercado que
ha de ser erigido en el
emplazamiento
del Club de los Jacobinos en París.)
Sentía náuseas, náuseas de
muerte después de tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me
permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban. La sentencia,
la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron
mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció
fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente la idea
de revolución, tal vez porque imaginativamente lo confundía con el ronroneo de
una rueda de molino. Esto duró muy poco, pues de pronto cesé de oír. Pero al
mismo tiempo pude ver... ¡aunque con qué terrible exageración! Vi los labios de
los jueces togados de negro. Me parecieron blancos... más blancos que la hoja
sobre la cual trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por la
intensidad de su expresión de firmeza, de inmutable resolución, de absoluto
desprecio hacia la tortura humana. Vi que los decretos de lo que para mí era el
destino brotaban todavía de aquellos labios. Los vi torcerse mientras
pronunciaban una frase letal. Los vi formar las sílabas de mi nombre, y me
estremecí, porque ningún sonido llegaba hasta mí. Y en aquellos momentos de
horror delirante vi también oscilar imperceptible y suavemente las negras
colgaduras que ocultaban los muros de la estancia. Entonces mi visión recayó en
las siete altas bujías de la mesa. Al principio me parecieron símbolos de caridad,
como blancos y esbeltos ángeles que me salvarían; pero entonces, bruscamente,
una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis fibras se
estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras
las formas angélicas se convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, y
comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos. Como una profunda nota musical
penetró en mi fantasía la noción de que la tumba debía ser el lugar del más
dulce descanso. El pensamiento vino poco a poco y sigiloso, de modo que pasó un
tiempo antes de poder apreciarlo plenamente; pero, en el momento en que mi
espíritu llegaba por fin a abrigarlo, las figuras de los jueces se
desvanecieron como por arte de magia, las altas bujías se hundieron en la nada,
mientras sus llamas desaparecían, y me envolvió la más negra de las tinieblas.
Todas mis sensaciones fueron tragadas por el torbellino de una caída en
profundidad, como la del alma en el Hades. Y luego el universo no fue más que
silencio, calma y noche.
Me había desmayado, pero no
puedo afirmar que hubiera perdido completamente la conciencia. No trataré de
definir lo que me quedaba de ella, y menos describirla; pero no la había
perdido por completo. En el más profundo sopor, en el delirio, en el desmayo...
¡hasta la muerte, hasta la misma tumba!, no todo se pierde. O bien, no existe
la inmortalidad para el hombre. Cuando surgimos del más profundo de los
sopores, rompemos la tela sutil de algún sueño. Y, sin embargo, un poco más
tarde (tan frágil puede haber sido aquella tela) no nos acordamos de haber
soñado. Cuando volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos por dos
momentos: primero, el del sentimiento de la existencia mental o espiritual;
segundo, el de la existencia física. Es probable que si al llegar al segundo
momento pudiéramos recordar las impresiones del primero, éstas contendrían
multitud de recuerdos del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo, ¿qué es?
¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de la tumba? Pero si las impresiones
de lo que he llamado el primer momento no pueden ser recordadas por un acto de
la voluntad, ¿no se presentan inesperadamente después de un largo intervalo,
mientras nos maravillamos preguntándonos de dónde proceden? Aquel que nunca se
ha desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente
familiares en las brasas del carbón; no contemplará, flotando en el aire, las
melancólicas visiones que la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras
respira el perfume de una nueva flor; no sentirá exaltarse su mente ante el
sentido de una cadencia musical que jamás había llamado antes su atención.
Entre frecuentes y reflexivos
esfuerzos para recordar, entre acendradas luchas para apresar algún vestigio de
ese estado de aparente aniquilación en el cual se había hundido mi alma, ha
habido momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos períodos
en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez posterior, sólo podían
referirse a aquel momento de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdo
me muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me llevaron en
silencio, descendiendo... descendiendo... siempre descendiendo... hasta que un
horrible mareo me oprimió a la sola idea de lo interminable de ese descenso.
También evocan el vago horror que sentía mi corazón, precisamente a causa de la
monstruosa calma que me invadía. Viene luego una sensación de súbita
inmovilidad que invade todas las cosas, como si aquellos que me llevaban
(¡atroz cortejo!) hubieran superado en su descenso los límites de lo ilimitado
y descansaran de la fatiga de su tarea. Después de esto viene a la mente como
un desabrimiento y humedad, y luego, todo es locura -la locura de un recuerdo
que se afana entre cosas prohibidas.
Súbitamente, el movimiento y el
sonido ganaron otra vez mi espíritu: el tumultuoso movimiento de mi corazón y,
en mis oídos, el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en la que todo era
confuso. Otra vez sonido, movimiento y tacto -una sensación de hormigueo en
todo mi cuerpo-. Y luego la mera conciencia de existir, sin pensamiento; algo
que duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un espanto
estremecedor y el esfuerzo más intenso por comprender mi verdadera situación. A
esto sucedió un profundo deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez un
violento revivir del espíritu y un esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Y
entonces el recuerdo vívido del proceso, los jueces, las colgaduras negras, la
sentencia, la náusea, el desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de todo lo
que tiempos posteriores, y un obstinado esfuerzo, me han permitido vagamente
recordar.
Hasta ese momento no había
abierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas y que no estaba atado. Alargué la
mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La dejé allí algún tiempo,
mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de mí. Ansiaba abrir
los ojos, pero no me atrevía, porque me espantaba esa primera mirada a los
objetos que me rodeaban. No es que temiera contemplar cosas horribles, pero me
horrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada que ver. Por fin, lleno de
atroz angustia mi corazón, abrí de golpe los ojos, y mis peores suposiciones se
confirmaron. Me rodeaba la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lo
intenso de aquella oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera era de
una intolerable pesadez. Me quedé inmóvil, esforzándome por razonar. Evoqué el
proceso de la Inquisición, buscando deducir mi verdadera situación a partir de
ese punto. La sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de que desde
entonces había transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un momento me
consideré verdaderamente muerto. Semejante suposición, no obstante lo que
leemos en los relatos ficticios, es por completo incompatible con la verdadera
existencia. Pero, ¿dónde y en qué situación me encontraba? Sabía que, por lo
regular, los condenados morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de
realizarse la misma noche de mi proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a
la espera del próximo sacrificio, que no se cumpliría hasta varios meses más
tarde? Al punto vi que era imposible. En aquel momento había una demanda
inmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo, como todas las celdas de los
condenados en Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había sido completamente
suprimida.
Una horrible idea hizo que la
sangre se agolpara a torrentes en mi corazón, y por un breve instante recaí en
la insensibilidad. Cuando me repuse, temblando convulsivamente, me levanté y
tendí desatinadamente los brazos en todas direcciones. No sentí nada, pero no
me atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo impidieran las paredes de
una tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros y tenía la frente empapada de
gotas heladas. Pero la agonía de la incertidumbre terminó por volverse
intolerable, y cautelosamente me volví adelante, con los brazos tendidos,
desorbitados los ojos en el deseo de captar el más débil rayo de luz. Anduve
así unos cuantos pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío. Respiré con
mayor libertad; por lo menos parecía evidente que mi destino no era el más
espantoso de todos.
Pero entonces, mientras seguía
avanzando cautelosamente, resonaron en mi recuerdo los mil vagos rumores de las
cosas horribles que ocurrían en Toledo. Cosas extrañas se contaban sobre los
calabozos; cosas que yo había tomado por invenciones, pero que no por eso eran
menos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas, salvo en voz baja.
¿Me dejarían morir de hambre en este subterráneo mundo de tiniebla, o quizá me
aguardaba un destino todavía peor? Demasiado conocía yo el carácter de mis
jueces para dudar de que el resultado fuera la muerte, y una muerte mucho más
amarga que la habitual. Todo lo que me preocupaba y me enloquecía era el modo y
la hora de esa muerte.
Mis manos extendidas tocaron,
por fin, un obstáculo sólido. Era un muro, probablemente de piedra, sumamente
liso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo, avanzando con toda la desconfianza
que antiguos relatos me habían inspirado. Pero esto no me daba oportunidad de
asegurarme de las dimensiones del calabozo, ya que daría toda la vuelta y
retornaría al lugar de partida sin advertirlo, hasta tal punto era uniforme y
lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que llevaba conmigo cuando me condujeron
a las cámaras inquisitoriales; había desaparecido, y en lugar de mis ropas
tenía puesto un sayo de burda estameña. Había pensado hundir la hoja en alguna
juntura de la mampostería, a fin de identificar mi punto de partida. Pero, de
todos modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en el desorden de mi
mente me pareció insuperable en el primer momento. Arranqué un pedazo del ruedo
del sayo y lo puse bien extendido y en ángulo recto con respecto al muro. Luego
de tentar toda la vuelta de mi celda, no dejaría de encontrar el jirón al
completar el circuito. Tal es lo que, por lo menos, pensé, pues no había
contado con el tamaño del calabozo y con mi debilidad. El suelo era húmedo y
resbaladizo. Avancé, titubeando, un trecho, pero luego trastrabillé y caí. Mi
excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado y el sueño no tardó en
dominarme.
Al despertar y extender un
brazo hallé junto a mí un pan y un cántaro de agua. Estaba demasiado exhausto
para reflexionar acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente. Poco después
reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo llegué, por fin, al pedazo de
estameña. Hasta el momento de caer al suelo había contado cincuenta y dos
pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho, hasta llegar al trozo de
género. Había, pues, un total de cien pasos. Contando una yarda por cada dos
pasos, calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta yardas. No
obstante, había encontrado numerosos ángulos de pared, de modo que no podía
hacerme una idea clara de la forma de la cripta, a la que llamo así pues no
podía impedirme pensar que lo era.
Poca finalidad y menos
esperanza tenían estas investigaciones, pero una vaga curiosidad me impelía a
continuarlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar el calabozo por uno de
sus diámetros. Avancé al principio con suma precaución, pues aunque el piso
parecía de un material sólido, era peligrosamente resbaladizo a causa del limo.
Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando con firmeza, esforzándome por
seguir una línea todo lo recta posible. Había avanzado diez o doce pasos en
esta forma cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las piernas.
Trastabillando, caí violentamente de bruces.
En la confusión que siguió a la
caída no reparé en un sorprendente detalle que, pocos segundos más tarde, y
cuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención. Helo aquí: tenía el mentón
apoyado en el piso del calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi
cara, que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior al de la
mandíbula, no se apoyaba en nada. Al mismo tiempo me pareció que bañaba mi
frente un vapor viscoso, y el olor característico de los hongos podridos
penetró en mis fosas nasales. Tendí un brazo y me estremecí al descubrir que me
había desplomado exactamente al borde de un pozo circular, cuya profundidad me
era imposible descubrir por el momento. Tanteando en la mampostería que
bordeaba el pozo logré desprender un menudo fragmento y lo tiré al abismo.
Durante largos segundos escuché cómo repercutía al golpear en su descenso las
paredes del pozo; hubo por fin un chapoteo en el agua, al cual sucedieron
sonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido semejante al de abrirse y
cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz
cruzaba instantáneamente la tiniebla y volvía a desvanecerse con la misma
precipitación.
Comprendí claramente el destino
que me habían preparado y me felicité de haber escapado a tiempo gracias al
oportuno accidente. Un paso más antes de mi caída y el mundo no hubiera vuelto
a saber de mí. La muerte a la que acababa de escapar tenía justamente las
características que yo había rechazado como fabulosas y antojadizas en los
relatos que circulaban acerca de la Inquisición. Para las víctimas de su
tiranía se reservaban dos especies de muerte: una llena de horrorosos
sufrimientos físicos, y otra acompañada de sufrimientos morales todavía más
atroces. Yo estaba destinado a esta última. Mis largos padecimientos me habían
desequilibrado los nervios, al punto que bastaba el sonido de mi propia voz
para hacerme temblar, y por eso constituía en todo sentido el sujeto ideal para
la clase de torturas que me aguardaban.
Estremeciéndome de pies a
cabeza, me arrastré hasta volver a tocar la pared, resuelto a perecer allí
antes que arriesgarme otra vez a los horrores de los pozos -ya que mi
imaginación concebía ahora más de uno- situados en distintos lugares del
calabozo. De haber tenido otro estado de ánimo, tal vez me hubiera alcanzado el
coraje para acabar de una vez con mis desgracias precipitándome en uno de esos
abismos; pero había llegado a convertirme en el peor de los cobardes. Y tampoco
podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, esto es, que su horrible
disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.
La agitación de mi espíritu me
mantuvo despierto durante largas horas, pero finalmente acabé por adormecerme.
Cuando desperté, otra vez había a mi lado un pan y un cántaro de agua. Me
consumía una sed ardiente y de un solo trago vacié el jarro. El agua debía
contener alguna droga, pues apenas la hube bebido me sentí irresistiblemente
adormilado. Un profundo sueño cayó sobre mí, un sueño como el de la muerte. No
sé, en verdad, cuánto duró, pero cuando volví a abrir los ojos los objetos que
me rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor sulfuroso, cuyo origen me
fue imposible determinar al principio, pude contemplar la extensión y el
aspecto de mi cárcel.
Mucho me había equivocado sobre
su tamaño. El circuito completo de los muros no pasaba de unas veinticinco
yardas. Durante unos minutos, esto me llenó de una vana preocupación. Vana, sí,
pues nada podía tener menos importancia, en las terribles circunstancias que me
rodeaban, que las simples dimensiones del calabozo. Pero mi espíritu se
interesaba extrañamente en nimiedades y me esforcé por descubrir el error que
había podido cometer en mis medidas. Por fin se me reveló la verdad. En la
primera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el
momento en que caí al suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a uno o
dos pasos del jirón de estameña, es decir, que había cumplido casi
completamente la vuelta del calabozo. Al despertar de mi sueño debí emprender
el camino en dirección contraria, es decir, volviendo sobre mis pasos, y así
fue cómo supuse que el circuito medía el doble de su verdadero tamaño. La
confusión de mi mente me impidió reparar entonces que había empezado mi vuelta
teniendo la pared a la izquierda y que la terminé teniéndola a la derecha.
También me había engañado sobre la forma del calabozo. Al tantear las paredes
había encontrado numerosos ángulos, deduciendo así que el lugar presentaba una
gran irregularidad. ¡Tan potente es el efecto de las tinieblas sobre alguien
que despierta de la letargia o del sueño! Los ángulos no eran más que unas
ligeras depresiones o entradas a diferentes intervalos. Mi prisión tenía forma
cuadrada. Lo que había tomado por mampostería resultaba ser hierro o algún otro
metal, cuyas enormes planchas, al unirse y soldarse, ocasionaban las
depresiones. La entera superficie de esta celda metálica aparecía toscamente
pintarrajeada con todas las horrendas y repugnantes imágenes que la sepulcral
superstición de los monjes había sido capaz de concebir. Las figuras de
demonios amenazantes, de esqueletos y otras imágenes todavía más terribles
recubrían y desfiguraban los muros. Reparé en que las siluetas de aquellas
monstruosidades estaban bien delineadas, pero que los colores parecían borrosos
y vagos, como si la humedad de la atmósfera los hubiese afectado. Noté asimismo
que el suelo era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de cuyas
fauces, abiertas como si bostezara, acababa de escapar; pero no había ningún
otro en el calabozo.
Vi todo esto sin mucho detalle
y con gran trabajo, pues mi situación había cambiado grandemente en el curso de
mi sopor. Yacía ahora de espaldas, completamente estirado, sobre una especie de
bastidor de madera. Estaba firmemente amarrado por una larga banda que parecía
un cíngulo. Pasaba, dando muchas vueltas, por mis miembros y mi cuerpo,
dejándome solamente en libertad la cabeza y el brazo derecho, que con gran
trabajo podía extender hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mi
alcance. Para mayor espanto, vi que se habían llevado el cántaro de agua. Y
digo espanto porque la más intolerable sed me consumía. Por lo visto, la
intención de mis torturadores era estimular esa sed, pues la comida del plato
consistía en carne sumamente condimentada.
Mirando hacia arriba observé el
techo de mi prisión. Tendría unos treinta o cuarenta pies de alto, y su
construcción se asemejaba a la de los muros. En uno de sus paneles aparecía una
extraña figura que se apoderó por completo de mi atención. La pintura
representaba al Tiempo tal como se lo suele figurar, salvo que, en vez de
guadaña, tenía lo que me pareció la pintura de un pesado péndulo, semejante a
los que vemos en los relojes antiguos. Algo, sin embargo, en la apariencia de
aquella imagen me movió a observarla con más detalle. Mientras la miraba
directamente de abajo hacia arriba (pues se encontraba situada exactamente
sobre mí) tuve la impresión de que se movía. Un segundo después esta impresión
se confirmó. La oscilación del péndulo era breve y, naturalmente, lenta. Lo
observé durante un rato con más perplejidad que temor. Cansado, al fin, de
contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los restantes objetos de la
celda.
Un ligero ruido atrajo mi
atención y, mirando hacia el piso, vi cruzar varias enormes ratas. Habían
salido del pozo, que se hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Aún
entonces, mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas y
con ojos famélicos atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajo
ahuyentarlas del plato de comida.
Habría pasado una media hora,
quizá una hora entera -pues sólo tenía una noción imperfecta del tiempo-, antes
de volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me confundió y me
llenó de asombro. La carrera del péndulo había aumentado, aproximadamente, en
una yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho más grande. Pero
lo que me perturbó fue la idea de que el péndulo había descendido
perceptiblemente. Noté ahora -y es inútil agregar con cuánto horror- que su
extremidad inferior estaba constituida por una media luna de reluciente acero,
cuyo largo de punta a punta alcanzaba a un pie. Aunque afilado como una navaja,
el péndulo parecía macizo y pesado, y desde el filo se iba ensanchando hasta
rematar en una ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado vástago de
bronce y todo el mecanismo silbaba al balancearse en el aire.
Ya no me era posible dudar del
destino que me había preparado el ingenio de los monjes para la tortura. Los
agentes de la Inquisición habían advertido mi descubrimiento del pozo. El pozo,
sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante tan obstinado como yo; el
pozo, símbolo típico del infierno, última Thule de los castigos de la
Inquisición, según los rumores que corrían. Por el más casual de los accidentes
había evitado caer en el pozo y bien sabía que la sorpresa, la brusca
precipitación en los tormentos, constituían una parte importante de las
grotescas muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. No habiendo caído en
el pozo, el demoniaco plan de mis verdugos no contaba con precipitarme por la
fuerza, y por eso, ya que no quedaba otra alternativa, me esperaba ahora un
final diferente y más apacible. ¡Más apacible! Casi me sonreí en medio del
espanto al pensar en semejante aplicación de la palabra.
¿De qué vale hablar de las
largas, largas horas de un horror más que mortal, durante las cuales conté las
zumbantes oscilaciones del péndulo? Pulgada a pulgada, con un descenso que sólo
podía apreciarse después de intervalos que parecían siglos... más y más íbase
aproximando. Pasaron días -puede ser que hayan pasado muchos días- antes de que
oscilara tan cerca de mí que parecía abanicarme con su acre aliento. El olor
del afilado acero penetraba en mis sentidos... Supliqué, fatigando al cielo con
mis ruegos, para que el péndulo descendiera más velozmente. Me volví loco, me
exasperé e hice todo lo posible por enderezarme y quedar en el camino de la
horrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma y me mantuve inmóvil,
sonriendo a aquella brillante muerte como un niño a un bonito juguete.
Siguió otro intervalo de total
insensibilidad. Fue breve, pues al resbalar otra vez en la vida noté que no se
había producido ningún descenso perceptible del péndulo. Podía, sin embargo, haber
durado mucho, pues bien sabía que aquellos demonios estaban al tanto de mi
desmayo y que podían haber detenido el péndulo a su gusto. Al despertarme me
sentí inexpresablemente enfermo y débil, como después de una prolongada
inanición. Aun en la agonía de aquellas horas la naturaleza humana ansiaba
alimento. Con un penoso esfuerzo alargué el brazo izquierdo todo lo que me lo
permitían mis ataduras y me apoderé de una pequeña cantidad que habían dejado
las ratas. Cuando me llevaba una porción a los labios pasó por mi mente un
pensamiento apenas esbozado de alegría... de esperanza. Pero, ¿qué tenía yo que
ver con la esperanza? Era aquél, como digo, un pensamiento apenas formado;
muchos así tiene el hombre que no llegan a completarse jamás. Sentí que era de
alegría, de esperanza; pero sentí al mismo tiempo que acababa de extinguirse en
plena elaboración. Vanamente luché por alcanzarlo, por recobrarlo. El
prolongado sufrimiento había aniquilado casi por completo mis facultades
mentales ordinarias. No era más que un imbécil, un idiota.
La oscilación del péndulo se
cumplía en ángulo recto con mi cuerpo extendido. Vi que la media luna estaba
orientada de manera de cruzar la zona del corazón. Desgarraría la estameña de
mi sayo..., retornaría para repetir la operación... otra vez..., otra vez... A
pesar de su carrera terriblemente amplia (treinta pies o más) y la sibilante
violencia de su descenso, capaz de romper aquellos muros de hierro, todo lo que
haría durante varios minutos sería cortar mi sayo. A esa altura de mis
pensamientos debí de hacer una pausa, pues no me atrevía a prolongar mi
reflexión. Me mantuve en ella, pertinazmente fija la atención, como si al
hacerlo pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Me
obligué a meditar acerca del sonido que haría la media luna cuando pasara
cortando el género y la especial sensación de estremecimiento que produce en
los nervios el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta el
límite de mi resistencia.
Bajaba... seguía bajando
suavemente. Sentí un frenético placer en comparar su velocidad lateral con la
del descenso. A la derecha... a la izquierda... hacia los lados, con el aullido
de un espíritu maldito... hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre.
Sucesivamente reí a carcajadas y clamé, según que una u otra idea me dominara.
Bajaba... ¡Seguro, incansable,
bajaba! Ya pasaba vibrando a tres pulgadas de mi pecho. Luché con violencia,
furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a partir
del codo. Me era posible llevar la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta
la boca, pero no más allá. De haber roto las ataduras arriba del codo, hubiera
tratado de detener el péndulo. ¡Pero lo mismo hubiera sido pretender atajar un
alud!
Bajaba... ¡Sin cesar,
inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me encogía
convulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia
arriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable desesperación; mis
párpados se cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque la muerte hubiera
sido para mí un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno de mis nervios se
estremecía, sin embargo, al pensar que el más pequeño deslizamiento del
mecanismo precipitaría aquel reluciente, afilado eje contra mi pecho. Era la
esperanza la que hacía estremecer mis nervios y contraer mi cuerpo. Era la
esperanza, esa esperanza que triunfa aún en el potro del suplicio, que susurra
al oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos de la Inquisición.
Vi que después de diez o doce
oscilaciones el acero se pondría en contacto con mi ropa, y en el mismo momento
en que hice esa observación invadió mi espíritu toda la penetrante calma
concentrada de la desesperación. Por primera vez en muchas horas -quizá días-
me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que la banda o cíngulo que me
ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdas
separadas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porción
de la banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi mano izquierda podría
desatarme del todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero!
¡Cuán letal el resultado de la más leve lucha! Y luego, ¿era verosímil que los
esbirros del torturador no hubieran previsto y prevenido esa posibilidad?
¿Cabía pensar que la atadura cruzara mi pecho en el justo lugar por donde
pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que mi débil y, al parecer, postrera
esperanza se frustraba, levanté la cabeza lo bastante para distinguir con
claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas
direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.
Apenas había dejado caer hacia
atrás la cabeza cuando relampagueó en mi mente algo que sólo puedo describir
como la informe mitad de aquella idea de liberación a que he aludido previamente
y de la cual sólo una parte flotaba inciertamente en mi mente cuando llevé la
comida a mis ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo estaba
presente, débil, apenas sensato, apenas definido... pero entero.
Inmediatamente, con la nerviosa energía de la desesperación, procedí a
ejecutarlo.
Durante horas y horas, cantidad
de ratas habían pululado en la vecindad inmediata del armazón de madera sobre
el cual me hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus rojas
pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme inmóvil para
convertirme en su presa. «¿A qué alimento -pensé- las han acostumbrado en el
pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían devorado el
contenido del plato, salvo unas pocas sobras. Mi mano se había agitado como un
abanico sobre el plato; pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizo
perder su efecto. En su voracidad, las odiosas bestias me clavaban sus afiladas
garras en los dedos. Tomando los fragmentos de la aceitosa y especiada carne
que quedaba en el plato, froté con ellos mis ataduras allí donde era posible
alcanzarlas, y después, apartando mi mano del suelo, permanecí completamente
inmóvil, conteniendo el aliento.
Los hambrientos animales se
sintieron primeramente aterrados y sorprendidos por el cambio... la cesación de
movimiento. Retrocedieron llenos de alarma, y muchos se refugiaron en el pozo.
Pero esto no duró más que un momento. No en vano había yo contado con su
voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las más atrevidas
saltaron al bastidor de madera y olfatearon el cíngulo. Esto fue como la señal
para que todas avanzaran. Salían del pozo, corriendo en renovados contingentes.
Se colgaron de la madera, corriendo por ella y saltaron a centenares sobre mi
cuerpo. El acompasado movimiento del péndulo no las molestaba para nada.
Evitando sus golpes, se precipitaban sobre las untadas ligaduras. Se apretaban,
pululaban sobre mí en cantidades cada vez más grandes. Se retorcían cerca de mi
garganta; sus fríos hocicos buscaban mis labios. Yo me sentía ahogar bajo su
creciente peso; un asco para el cual no existe nombre en este mundo llenaba mi
pecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazón. Un minuto más, sin embargo,
y la lucha terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban.
Me di cuenta de que debían de estar rotas en más de una parte. Pero, con una
resolución que excedía lo humano, me mantuve inmóvil.
No había errado en mis cálculos
ni sufrido tanto en vano. Por fin, sentí que estaba libre. El cíngulo colgaba
en tiras a los lados de mi cuerpo. Pero ya el paso del péndulo alcanzaba mi
pecho. Había dividido la estameña de mi sayo y cortaba ahora la tela de la
camisa. Dos veces más pasó sobre mí, y un agudísimo dolor recorrió mis nervios.
Pero el momento de escapar había llegado. Apenas agité la mano, mis
libertadoras huyeron en tumulto. Con un movimiento regular, cauteloso, y
encogiéndome todo lo posible, me deslicé, lentamente, fuera de mis ligaduras,
más allá del alcance de la cimitarra. Por el momento, al menos, estaba libre.
Libre... ¡y en las garras de la
Inquisición! Apenas me había apartado de aquel lecho de horror para ponerme de
pie en el piso de piedra, cuando cesó el movimiento de la diabólica máquina, y
la vi subir, movida por una fuerza invisible, hasta desaparecer más allá del
techo. Aquello fue una lección que debí tomar desesperadamente a pecho.
Indudablemente espiaban cada uno de mis movimientos. ¡Libre! Apenas si había
escapado de la muerte bajo la forma de una tortura, para ser entregado a otra
que sería peor aún que la misma muerte. Pensando en eso, paseé nerviosamente
los ojos por las barreras de hierro que me encerraban. Algo insólito, un cambio
que, al principio, no me fue posible apreciar claramente, se había producido en
el calabozo. Durante largos minutos, sumido en una temblorosa y vaga
abstracción me perdí en vanas y deshilvanadas conjeturas. En estos momentos
pude advertir por primera vez el origen de la sulfurosa luz que iluminaba la
celda. Procedía de una fisura de media pulgada de ancho, que rodeaba por
completo el calabozo al pie de las paredes, las cuales parecían -y en realidad
estaban- completamente separadas del piso. A pesar de todos mis esfuerzos, me
fue imposible ver nada a través de la abertura.
Al ponerme otra vez de pie
comprendí de pronto el misterio del cambio que había advertido en la celda. Ya
he dicho que, si bien las siluetas de las imágenes pintadas en los muros eran
suficientemente claras, los colores parecían borrosos e indefinidos. Pero ahora
esos colores habían tomado un brillo intenso y sorprendente, que crecía más y
más y daba a aquellas espectrales y diabólicas imágenes un aspecto que hubiera
quebrantado nervios más resistentes que los míos. Ojos demoniacos, de una
salvaje y aterradora vida, me contemplaban fijamente desde mil direcciones,
donde ninguno había sido antes visible, y brillaban con el cárdeno resplandor
de un fuego que mi imaginación no alcanzaba a concebir como irreal.
¡Irreal...! Al respirar llegó a
mis narices el olor característico del vapor que surgía del hierro
recalentado... Aquel olor sofocante invadía más y más la celda... Los
sangrientos horrores representados en las paredes empezaron a ponerse rojos...
Yo jadeaba, tratando de respirar. Ya no me cabía duda sobre la intención de mis
torturadores. ¡Ah, los más implacables, los más demoniacos entre los hombres!
Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal ardiente. Al encarar en
mi pensamiento la horrible destrucción que me aguardaba, la idea de la frescura
del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde mortal.
Esforzándome, miré hacia abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba sus
más recónditos huecos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi
espíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese
sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder y
consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto!
¡Todo... todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara en
las manos, sollozando amargamente.
El calor crecía rápidamente, y
una vez más miré a lo alto, temblando como en un ataque de calentura. Un
segundo cambio acababa de producirse en la celda..., y esta vez el cambio tenía
que ver con la forma. Al igual que antes, fue inútil que me esforzara por
apreciar o entender inmediatamente lo que estaba ocurriendo. Pero mis dudas no
duraron mucho. La venganza de la Inquisición se aceleraba después de mi doble
escapatoria, y ya no habría más pérdida de tiempo por parte del Rey de los
Espantos. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De pronto vi que dos de
sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos, y los otros dos, por
consiguiente, obtusos. La horrible diferencia se acentuaba rápidamente, con un
resonar profundo y quejumbroso. En un instante el calabozo cambió su forma por
la de un rombo. Pero el cambio no se detuvo allí, y yo no esperaba ni deseaba
que se detuviera. Podría haber pegado mi pecho a las rojas paredes, como si
fueran vestiduras de eterna paz. «¡La muerte!» -clamé-. «¡Cualquier muerte,
menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿Acaso no era evidente que aquellos hierros al
rojo tenían por objeto precipitarme en el pozo? ¿Podría acaso resistir su
fuego? Y si lo resistiera, ¿cómo oponerme a su presión? El rombo se iba
achatando más y más, con una rapidez que no me dejaba tiempo para mirar. Su
centro y, por tanto, su diámetro mayor llegaban ya sobre el abierto abismo. Me
eché hacia atrás, pero las movientes paredes me obligaban irresistiblemente a
avanzar. Por fin no hubo ya en el piso del calabozo ni una pulgada de asidero
para mi chamuscado y convulso cuerpo. Cesé de luchar, pero la agonía de mi alma
se expresó en un agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí que me
tambaleaba al borde del pozo... Desvié la mirada...
¡Y oí un discordante clamoreo
de voces humanas! ¡Resonó poderoso un toque de trompetas! ¡Escuché un áspero
chirriar semejante al de mil truenos! ¡Las terribles paredes retrocedieron! Una
mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me precipitaba
al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en
Toledo. La
Inquisición estaba en poder de sus enemigos.
FIN
4 comentarios:
guau, que suspenso por Dios, casi caigo yo también al pozo!!!
Gracias por compartir!!
Es taaaan bueno!! Hacia mucho tiempo que no lo recordaba!
Gracias por compartirlo! Acabo de descubrir tu blog y ya tengo que quedarme...
Saludos!
Gracias a tí amiga por visitarme.Un gran abrazo..
En verdad que es un gran cuento. Muchas gracias por visitarme y comentar, saludos 000latani000
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