domingo, 26 de febrero de 2012

"La Expedición" de Stephen King

   "La Expedición" "The Jaunt" de Stephen King.
  "La Expedición" Stephen King
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LA EXPEDICIÓN

Stephen King 
(para móvil)


—Último aviso para la Expedición 701 —anunció una agradable voz femenina en el Vestíbulo Azul de la terminal de Port Authority, Nueva York.
El edificio no había sufrido demasiados cambios en los últimos trescientos años. Seguía dando la impresión, un tanto siniestra, de estar a punto de derrumbarse. Tal vez la anónima voz femenina fuera lo único agra­dable allí.
—Es la Expedición para Whitehead, Marte —prosi­guió la voz—. Todos los pasajeros provistos de billetes deberán reunirse en la sala de embarque del Vestíbulo Azul. Por favor, asegúrense de que todos sus documen­tos estén en regla. Muchas gracias.
La sala de embarque no tenía nada de tétrico. Una moqueta, color gris perla, cubría enteramente el suelo. De las paredes, de un blanco indescriptible, colgaban grabados más o menos abstractos. En el techo, una gama de colores bastante acertada conformaba un conjunto atractivo a los ojos. Había alrededor de cien tum­bonas dispuestas en perfectas filas de a diez. Cinco au­xiliares del Servicio de Expediciones ofrecían vasos de leche a los pasajeros, animándoles con comentarios amables, reconfortantes. En uno de los extremos de la sala, dos guardias custodiaban la puerta de entrada. Uno de los empleados de la compañía examinaba aten­tamente los papeles de un recién llegado, un sujeto con cara de liebre y un ejemplar del New York World-Times bajo el brazo. En el lado opuesto del recinto, el suelo iniciaba un suave descenso hasta desembocar en una es­pecie de rampa que conducía a un túnel de unos dos metros de ancho por el doble de largo, desnudo, sin puertas.
Mark Oates, su mujer Marilys y sus dos hijos espe­raban en sus tumbonas, cerca de la salida.
—Papá, ¿por qué no me explicas ahora lo de la Expe­dición? —preguntó Ricky—. Lo habías prometido.
—Sí, papá, lo habías prometido —añadió Patricia, con una risita estúpida.
Enfrente, un individuo con todo el aspecto de dedi­carse a los negocios y la misma constitución que un toro de lidia, los miró de soslayo, sin decir palabra. Ten­dido en su tumbona, con unos zapatos maravillosamen­te lustrosos, hojeaba sus papeles.
El rumor de las conversaciones en voz baja y el apagado ajetreo de los que iban llegando acabó por lle­nar completamente la sala.
Mark guiñó un ojo a Marilys, que le correspondió, aunque parecía tan asustada como Patty. «¿Por qué no?», se preguntó Mark. Era la primera vez que metía a su familia en una aventura semejante. Hacía ya varios meses que la compañía para la que trabajaba, la Texa­co Water, le había informado de su próximo traslado a Whitehead City. Pasaron semanas enteras, Marilys y él, discutiendo las ventajas e inconvenientes de que la fa­milia en pleno le siguiera a su nuevo destino. Por fin después de arduas deliberaciones, decidieron que era mejor que todos ellos se trasladaran a Marte durante los dos años que él tendría que pasar allí.
Miró su reloj: todavía faltaba casi media hora para la partida. Tenía tiempo para contar toda la historia. Se dijo que tal vez de esa manera lograra distraer a los niños y evitar que se pusieran nerviosos. Y tal vez hasta Marilys llegara a relajarse un poco.
—De acuerdo —dijo.
Ricky y Pat le miraban atentamente. Ricky tenía doce años y Pat, nueve. Pensó que, para cuando regre­saran a la Tierra, el chico estaría ya en plena pubertad, y la niña probablemente tuviese senos. Casi no podía creerlo. Había decidido tras consultar con Marilys, que los niños asistirían a la escuela en Whitehead, con los hijos de los ingenieros y los otros empleados de la com­pañía. Ricky podría participar en una excursión geoló­gica a Phobos, situado a pocos meses de distancia. In­creíble, pero tan cierto como que estaban allí en aquel momento.
«¿Quién sabe? —se dijo—. Hasta es posible que me calme yo mismo.»
—Por lo que sé, el Método de Expedición, o de Sal­to, como también se lo conoce, fue inventado por un individuo llamado Víctor Carune, hacia 1987. Carune había recibido una subvención oficial, para realizar in­vestigaciones. Finalmente, el Gobierno —o las compa­ñías petroleras— puso las manos sobre el asunto. No se conoce la fecha exacta porque Carune era bastante excéntrico.
—~ Quieres decir que estaba loco? —preguntó Ricky.


—Sólo un poco loco —precisó Marilys, sonriendo a Mark.
—¡Ah, ya!
—Bien, el tal Carune trabajó durante un tiempo sin informar de sus hallazgos al Gobierno, y sólo habló de ellos porque se le acababa el dinero y necesitaba una nueva subvención.
—Si no es de su entera satisfacción, le devolvemos el dinero —interrumpió Pat, riendo nuevamente.
—Exacto, cariño —replicó Mark, acariciándole tier­namente el flequillo.
En aquel momento, entraron silenciosamente dos nuevos auxiliares, vistiendo el mono rojo brillante de los empleados de la empresa de viajes espaciales. Lle­vaban en una mesilla de ruedas un pulverizador de ace­ro inoxidable con un tubo de goma; cuidadosamente ocultos por los faldones del mantel de la mesilla
—Mark lo sabía— había dos bombonas de gas; en la bolsa sujeta a uno de los lados se guardaban un cente­nar de mascarillas desechables. Mark continuó hablan­do, con la esperanza de que su familia no reparara en los recién llegados. Si alcanzaba a relatar la historia hasta el final, su mujer y sus hijos serían los primeros en acoger el gas con los brazos abiertos. Por otra par­te, tampoco tenían otra alternativa.
—Ya sabéis que el Salto no es otra cosa que un pro­ceso de teletransporte. En los ambientes profesionales se lo llama Efecto Carune. El término «salto» fue una invención del mismo Carune, que era un fanático de las novelas de ciencia-ficción. En una de ellas, llamada Destino a las estrellas, de Alfred Bester, ya se hablaba de este fenómeno. Aunque en la novela se supone que uno puede someterse a la experiencia sólo con el pen­samiento, mientras que, en la práctica, no es posible.
En aquel momento los auxiliares aplicaron la mas­carilla a una anciana, esta aspiró una vez y se quedó tendida, serena y laxa, sobre su tumbona. La falda se ha­bía levantado ligeramente, revelando un muslo fláccido y surcado por varices. Un auxiliar acomodó la tela con discreción mientras el otro cambiaba la mascarilla usa­da por una nueva, lo que llevó a Mark a pensar en los vasos de plástico que suelen hallarse en las habitacio­nes de los moteles.
Miró a Pat, rogando a Dios que se tranquilizara; ha­bía visto niños a los que era necesario someter por la fuerza, y algunos seguían chillando hasta que las mas­carillas les cubrían el rostro. No es que no encontrara normal una reacción semejante en un niño, pero no deseaba ver a Patty en esas circunstancias. Ricky le inspiraba más confianza.
—Lo que sí se puede afirmar que el nuevo descubri­miento llegó en el momento oportuno —prosiguió. Se dirigía a Ricky, pero sostenía entre las suyas la mano de su hija. Los dedos de la niña aferraban los de su pa­dre, rígidos por el pánico. Tenía las palmas frías y algo sudadas.
»El mundo estaba a punto de agotar las reservas de petróleo existentes, que, en su mayor parte, seguían perteneciendo a los países del Oriente Medio, los cua­les lo utilizaban como arma política. Habían formado un cártel petrolero al que llamaban OPEP.
—~ Qué es un cártel? —preguntó Patty.
—Pues... un monopolio —respondió Mark.
—Algo así como un club, cariño —interrumpió Ma­rilys—. Pero sólo puedes pertenecer a ese club si tienes muchísimo, pero muchísimo petróleo.
—No me voy a detener a explicaros ahora cómo es­taba el mundo en aquella época. Ya lo estudiaréis en la escuela. Pero era un verdadero caos. Sólo se podía uti­lizar el automóvil dos veces por semana, y la gasolina costaba quince dólares antiguos el galón...
—¡Diablos! —exclamó Ricky—. Ahora sólo cuesta tres o cuatro centavos, ¿no es así, papá?
Mark sonrió.
—Precisamente por eso vamos a donde vamos. En Marte hay petróleo para ocho mil años más, y en Ve­nus para otros veinte mil... De todos modos, ese com­bustible ya no es tan importante. Lo que realmente ne­cesitamos ahora es...
—¡Agua! —chilló Patty.
El hombre de negocios alzó la vista de sus papeles y le sonrió durante un instante.
—Exacto —replicó Mark—. Porque entre los años 1960 y 2030 contaminamos casi toda el agua de que dis­poníamos. El primer envío de agua de las capas de hie­lo de Marte a la Tierra se conoce como...
—Operación Paja —aclaró Ricky.
—Eso es. En el 2045, más o menos. Aunque mucho antes se había utilizado el mismo procedimiento —el Salto— en la búsqueda de nuevos manantiales en la Tierra. Y ahora el agua representa la mayor parte de las exportaciones marcianas... el petróleo no es más que un negocio secundario. Pero entonces, era vital.
Los chicos asintieron.
—El caso es que estas cosas siempre habían estado allí, pero sólo pudimos conseguirlas cuando se inventó el teletransporte. Cuando Carune descubrió el proce­so, el mundo se estaba sumiendo en una nueva Edad Oscura. Hubo un invierno tan frío que más de diez mil personas murieron congeladas en los Estados Unidos por falta de calefacción.
—¡Caramba! —comentó Patty, flemática.
En aquel momento, dos auxiliares hablaban con un hombre de aspecto tímido, con la finalidad de que se atuviera a sus indicaciones. Finalmente aceptó la mas­carilla y cayó como muerto sobre su tumbona a los po­cos segundos.
«Primerizo —pensó Mark—. Se adivina enseguida.»
—Para Carune, todo empezó con un lápiz, unas lla­ves, un reloj de pulsera y unos cuantos ratones. Los ra­tones le demostraron que había un problema...

Víctor Carune volvió a su laboratorio borracho de alegría. Creía saber ahora lo que habían sentido Morse, Alexander Graham Bell, Edison..., pero su descubri­miento superaba los de sus predecesores, y en dos oca­siones había estado a punto de estrellar la furgoneta en el camino de regreso de la tienda de animales de New Paltz, donde había gastado sus últimos veinte dólares en nueve ratones blancos. Todo lo que poseía en el mun­do eran los dieciocho dólares de su cuenta de ahorros y los noventa y tres centavos de su bolsillo derecho. Pero ni por un momento pensó en ello. Y, de haberlo hecho, seguramente no le hubiese importado.
Había habilitado un viejo granero como laboratorio, al que se llegaba por un camino estrecho y polvoriento. Precisamente en aquel camino había estado a punto de volcar por segunda vez. El depósito de gasolina estaba casi vacío, y no podría llenarlo antes de diez o quince días, pero eso tampoco le importaba. En su cerebro en­febrecido las ideas giraban como un torbellino.
Nada de lo que sucedió a continuación era totalmen­te inesperado. Una de las razones por las que el Gobier­no le había asignado la mísera suma de veinte mil dó­lares al año era la posibilidad, hasta entonces no satis­fecha, de la transmisión de partículas.
Pero que sucediera así..., de pronto... sin previo aviso... y con menos consumo de electricidad que el de un televisor en color... ¡Dios mío!
Aparcó la furgoneta frente al granero. En el asiento trasero había una caja con la leyenda VENGO DE LA TIEN­DA DE ANIMALES DE STACKPOLE e imágenes de perros, ga­tos, cobayas y peces dorados. Carune agarró la caja y corrió hacia la doble puerta de entrada al laboratorio.
Intentó abrir uno de los portones. Al comprobar que no podía, recordó que lo había cerrado con llave.
—¡Demonios! —aulló, buscándolas en los bolsillos del pantalón.
Siempre olvidaba que una de las condiciones im­puestas por el Gobierno al concederle la subvención era la de mantener su centro de investigaciones permanen­temente cerrado con llave.
Cuando por fin las encontró, se quedó fascinado ante la que abría el granero.

Así como el teléfono fue empleado por primera vez de una manera totalmente fortuita —Bell, al verter un poco de ácido sobre unos papeles y quemarse, gritó al aparato: « ¡Watson, venga enseguida!»—, el primer te­letransporte tuvo lugar por casualidad. Sin darse cuen­ta, Victor Carune teletransportó dos de sus dedos hasta el otro extremo del granero, a unos ciento cincuenta metros.
Carune había instalado dos ventanillas, una a cada extremo del granero. En la de su lado había colocado una pistola jónica, de las que se venden en las tiendas de equipos electrónicos por menos de quinientos dóla­res. En la de la parte opuesta, de forma y tamaño apro­ximados a los de un libro, al igual que la primera, había instalado una cámara de gas. Entre ambas había algo parecido a una cortina de baño, suponiendo que una cortina de baño pudiera ser de plomo. La idea consis­tía en disparar iones a través de la primera ventanilla y observar su curso por la cámara de gas, con la cortina de plomo para demostrar que realmente estaban siendo transmitidos. En dos años, el experimento sólo había resultado en un par de ocasiones. Del porqué, Carune no tenía ni la menor idea.
Estaba instalando la pistola iónica en su correspon­diente soporte, cuando pasó dos dedos por la ventani­lla, sin darse cuenta. Habitualmente, no había proble­mas, pero, aquella mañana, Carune había accionado, al rozarlo con la cadera, el interruptor general del panel situado a la izquierda de la ventanilla. No se dio cuenta de lo que había ocurrido —el zumbido de la máquina en funcionamiento era casi inaudible—, hasta que sin­tió un hormigueo en los dedos.
«No tenía nada que ver con una descarga eléctrica», escribió Carune en el único artículo sobre el tema que pudo publicar antes de que el Gobierno le hiciera ca­llar. El artículo apareció nada menos que en Mecánica Popular, y lo vendió por setecientos cincuenta dólares, en su último y desesperado intento de mantener su in­vento en el ámbito de la empresa privada. «No tenía nada del desagradable estremecimiento que se siente, por ejemplo, al tomar un cable deshilachado. Se pare­cía más a la sensación que se tiene al tocar una máqui­na que funciona a toda su velocidad. Las vibraciones son tan rápidas e imperceptibles, que se experimenta, literalmente, un cosquilleo.»
«Vi que mi dedo índice había desaparecido, con un corte oblicuo, a la altura del nudillo. El otro, un poco más abajo. Y no quedaba ni rastro de la uña del anu­lar.»


Carune, profiriendo un grito, había retirado la mano instintivamente. Como escribió más tarde, creyó incluso haber visto sangre, aunque, obviamente, se tra­taba sólo de una alucinación. Al moverse, golpeó la pis­tola, que se estrelló contra el suelo.
Permaneció inmóvil. Se metió los dedos en la boca para cerciorarse de que sí, de que seguían allí. Se dijo a sí mismo que estaba trabajando demasiado, que es­taba agotado. Pero le asaltó otra idea: la de que aca­baba de descubrir algo... muy importante.
Carune no se atrevió a pasar los dedos por la venta­nilla otra vez. De hecho, sólo lo hizo dos veces en su vida.
Al principio, no hizo nada. Durante mucho tiempo, estuvo dando vueltas sin rumbo alrededor del granero, pasándose las manos por el pelo y preguntándose si de­bía llamar a Carson, de Nueva Jersey, o a Buffington, de Charlotte. Sabía que el tacaño de Carson jamás acep­taba conferencias a cobro revertido, pero quizás Buf­fington lo hiciera.
De pronto, tuvo una idea: si sus dedos habían cru­zado el granero, tal vez encontrara algún indicio en la segunda ventanilla. Naturalmente, no lo había. Carune la había instalado sobre una pila de cajones de emba­laje. Parecía una especie de guillotina, sólo que de ju­guete y sin hoja. A uno de los lados del marco de la ventanilla, de acero inoxidable, había un enchufe con un cable que conectaba con la terminal de transmisio­nes, que era poco más que un transformador de par­tículas unido a un ordenador.
Esto le recordó que...
Carune miró su reloj; eran las once y cuarto. Si bien el Gobierno le daba poco dinero, le proporcionaba tiempo de ordenador, algo infinitamente valioso. Aquella tarde, disponía de él hasta las tres; luego debería despedirse hasta el lunes siguiente. Tenía que moverse, hacer algo...
«Volví a contemplar los cajones —escribió Carune en su famoso artículo— y después examiné las puntas de mis dedos. No había duda, la prueba estaba allí. Se me ocurrió que no podría convencer a nadie, a excep­ción de mí mismo. Pero, en principio, ¿a quién hay que convencer, si no es a uno mismo?»

—¿Y qué era? —preguntó Ricky.
—Sí —añadió Patty—, ¿qué era?
Mark sonrió. Estaban, incluida Marilys, pendientes de un hilo. Casi habían olvidado dónde se hallaban. Mark vio por el rabillo del ojo cómo los auxiliares de la compañía desplazaban silenciosamente el carrito en­tre los viajeros, sumiéndolos en un sueño profundo. Nunca el proceso era tan rápido en el sector civil como en el militar. Los civiles se ponían nerviosos y discu­tían. El zumbido y la máscara de goma recordaba dema­siado a un quirófano, donde los cirujanos, con sus bis­turíes, acechaban tras los anestesistas y sus bombonas de acero inoxidable. A veces, había histeria o pánico; y siempre alguno perdía los nervios.
Dos hombres se levantaron de sus tumbonas con absoluta serenidad, se desprendieron de la solapa las etiquetas y se dirigieron hacia la salida en silencio. Tras devolver los papeles a uno de los auxiliares, se marcha­ron sin volver la cabeza. Los empleados de la compa­ñía tenían instrucciones muy precisas de no discutir con los que desistían de su propósito. Siempre había listas de espera, a veces, de hasta cuarenta o cincuenta personas. Cuando alguien abandonaba, un nuevo viaje­ro entraba con su etiqueta sujeta a la camisa.


—Carune encontró dos astillas en su dedo índice
—continuó Mark—. Las extrajo y las guardó. Una de ellas se ha perdido para siempre, pero la otra se con­serva en una vitrina herméticamente cerrada del Anexo del Instituto Smithsoniano, en Washington, muy cer­ca de la que contiene las piedras que trajeron de la Luna los primeros viajeros espaciales.
—¿Qué luna, papá, la nuestra o la de Marte? —pre­guntó Ricky.
—La nuestra —respondió Mark, sonriendo—. En Marte ha aterrizado un solo vuelo tripulado por el hom­bre, Ricky, una expedición francesa, alrededor del 2030. Bueno, como iba diciendo, así fue cómo una vulgar astilla acabó en el Instituto Smithsoniano: el primer ob­jeto teletransportado a través del espacio.
—Y después, ¿qué ocurrió? —preguntó Patty.
—Pues, según cuentan, Carune echó a correr...

Carune echó a correr hacia la primera ventanilla y permaneció junto a ella unos segundos, sin aliento, el corazón saltándole en el pecho con fuertes latidos. «Ten­go que serenarme —se dijo—. Concentrarme en esto. Si se actúa con precipitación, no se aprovecha el tiempo. »
Desatendiendo deliberadamente lo que ocupaba el primer plano de sus pensamientos, sacó las astillas, guardándolas en un envoltorio de chocolate. Una de las dos se perdió más tarde, la otra es la del Instituto Smithsoniano, con su vitrina rodeada de cintas de ter­ciopelo y eternamente vigilada por un circuito interno de televisión.
Extraída la astilla, Carune se sintió un poco más tranquilo. Se le ocurrió repetir la experiencia con un lápiz. Tomó uno y lo introdujo con precaución en la
primera ventanilla. El lápiz fue desapareciendo lenta­mente, centímetro a centímetro, como en el truco de un prestidigitador en una ilusión óptica. Llevaba im­presas, sobre el barniz amarillo, unas letras en negro:
EBERHARD FABER, nº 2. Cuando sólo quedaban las letras EBERH, Carune fue a mirar qué pasaba en la segunda ventanilla.
Allí estaba el lápiz, como si un cuchillo lo hubiese seccionado. El corazón le golpeaba en el pecho incon­teniblemente cuando lo tomó.
Lo alzó; lo observó. En un arrebato, escribió: ¡FUN­CIONA! Apretó con tal fuerza que la mina acabó por que­brarse. Carune se echó a reír como un loco en el gra­nero desierto; rió tanto que una bandada de golondri­nas levantó el vuelo, desapareciendo por unos agujeros en el techo.
—¡Funciona! —gritó, corriendo de nuevo hacia la primera ventanilla. Agitaba los brazos como un pose­so, blandiendo el lápiz quebrado en una mano—. ¡Fun­ciona! ¡Funciona! ¿Me oyes, Carson, imbécil? ¡Funciona y ES OBRA MÍA! ¡ES OBRA MÍA!
—Mark, no hables así a los niños —le reprochó Ma­rilys.
Mark se encogió de hombros.
—Según cuentan, eso fue lo que dijo.
no podrías dar una versión expurgada de los hechos?
—Papá —interrumpió Patty—. ¿El lápiz también está en el Instituto?
—¿No es verdad que los osos cagan en el bosque? —replicó Mark, tapándose la boca, fingiendo sorpresa ante su propia obscenidad.
Los dos chicos se echaron a reír estrepitosamente. Las risas de Patty habían perdido aquel tono nervioso, pensó Mark, aliviado. Marilys frunció el ceño en un gesto de reproche, pero no pudo evitar echarse a reír también.


A continuación, Carune experimentó con las llaves. Empezaba a pensar con claridad. Se preguntó si no ha­bría llegado el momento de averiguar si los objetos teletransportados sufrían algún cambio en el proceso.
Vio pasar las llaves por la ventanilla y, exactamente en el mismo instante las oyó caer en el otro extremo, sobre el cajón de embalaje. Se dirigió hacia la segunda ventanilla sin prisa, aprovechando esta vez para ajustar la posición de la cortina de plomo. De todas formas, ya no la necesitaba, como no necesitaba la pistola. Menos mal, porque la pistola había quedado hecha pedazos.
Probó una de las llaves del candado que el Gobierno le había obligado a colocar en los portones. Funcionaba a la perfección. Después, hizo lo propio con la de su casa. No había problemas. Lo mismo ocurría con las llaves de los archivadores y de la furgoneta.
Carune se guardó las llaves en el bolsillo y se quitó el reloj de pulsera. Era un Seiko de cuarzo con un pe­queño ordenador bajo la esfera. Veinticuatro botonci­tos permitían efectuar cualquier operación matemática, desde la suma y la resta, hasta la raíz cuadrada. Ade­más de un magnífico cronómetro, un delicado mecanis­mo de precisión. Carune colocó el reloj delante de la ventanilla y lo empujó suavemente con un lápiz.
El reloj reapareció instantáneamente al otro extre­mo. En el momento de introducirlo marcaba las 11.31.
37.    Cuando Carune lo recogió, las 11.31.49. Perfecto. Aunque hubiese sido mucho mejor disponer de un ayu­dante junto a los cajones para certificar que no había alteración temporal alguna. Bueno, no importaba tanto. Muy pronto, el Gobierno lo cubriría de ayudantes.
Probó la calculadora del reloj. Dos y dos seguían siendo cuatro. Ocho dividido por cuatro continua­ba siendo dos. La raíz cuadrada de once no había va­riado: 3,3166247..., etcétera.
Había llegado el momento de experimentar con los ratones.

—¿Qué pasó con los ratones, papá? —preguntó Ricky.
Mark dudó un momento. Tendría que andar con cautela si no quería asustar a sus hijos —y a su espo­sa— cuando faltaba ya tan poco tiempo para su primer salto. Lo más importante era convencerles de que el problema había sido resuelto y ahora todo estaba bien.
—Como iba diciendo, surgió un pequeño proble­ma...
Si. El horror, la locura y la muerte. ¿Qué os parece, niños?

Carune colocó la caja con los ratones sobre un es­tante y miró la hora. Eran las tres menos cuarto. Sólo le quedaba una hora y cuarto de ordenador. «Es increí­ble cómo pasa el tiempo cuando te diviertes», pensó, echándose a reír.
Abrió la caja y sacó un ratón blanco tomándolo por la cola. El animalillo chillaba desesperadamente. Lo si­tuó delante de la ventanilla. «Vamos, ratoncito», dijo. El ratón se escurrió por un lado del cajón sobre el cual estaba instalada la ventanilla. Carune lanzó una mal­dición, e intentó atraparlo, pero cuando le puso la mano encima, el animal se deslizó por una grieta en el suelo, entre dos tablones.
—¿Demonios! —gritó Carune.
Volvió a coger la caja y evitó por los pelos que dos ratones escaparan. Agarró otro ratón, esta vez por el cuerpo. Era físico, y no tenía la menor idea de cómo tratar a un ratón. Cerró la caja cuidadosamente.
El animal se prendió a la mano de Carune, pero fue inútil: éste lo introdujo en la ventanilla. Inmediatamen­te lo oyó caer sobre el cajón del otro extremo. Esta vez corrió, recordando cómo se le había escapado el primer ratón. No tenía por qué preocuparse. El animal estaba acurrucado sobre el cajón, los ojos apagados, respiran­do débilmente. Carune se le acercó despacio. No estaba acostumbrado a bregar con ratones, pero no hacía falta ser un lince para ver que algo había salido terriblemen­te mal.
(—El ratón no estaba, después de la experiencia, tan bien como al principio —dijo Mark, con una amplia sonrisa, que sólo Marilys percibió forzada.)
Carune tocó el ratón. Era algo inerte —como paja o serrín—, salvo por los flancos, que se movían en busca de aire. No miraba a su alrededor ni a Carune; miraba fijamente hacia adelante. Antes, era un animalillo vivaz, nervioso: lo que quedaba no era más que una copia de cera.
Carune chasqueé los dedos ante los ojillos rosados del ratón, que parpadeó varias veces.., y cayó muerto.


—Así que Carune decidió probar con otro ratón
—continuó Mark.
—Y al primero, ¿qué le había pasado? —preguntó Ricky.
Mark volvió a forzar una sonrisa.
—Se le retiró con todos los honores —dijo.
Carune metió el cuerpo del ratón muerto en una bolsa de papel. Quería llevárselo al veterinario Mosconi aquella misma noche. Mosconi podría hacer una autop­sia para averiguar lo ocurrido. El Gobierno desaproba­ría la inclusión de un ciudadano particular en un proyec­to que había sido calificado como triplemente secreto. Peor para ellos, pensó. Estaba decidido a hacer cuanto estuviese en su mano para que el Gran Padre Blanco de Washington entrara en el juego lo más tarde posible. Vista la magra ayuda que le había prestado, podía es­perar.
Entonces, recordó que Mosconi vivía muy lejos, más allá de New Paltz, y que no tenía suficiente gasolina en la furgoneta para ir a verle y regresar.
Pero eran las 2.03. Tenía menos de una hora del ordenador. Se preocuparía más tarde de la maldita autopsia.
Carune construyó una especie de embudo, que fijó delante de la ventanilla de partida.
(—En realidad —explicó Mark—, se trataba de la primera rampa jamás construida para realizar expedi­ciones. —A Patty, la idea de que los ratones entraran en la ventanilla deslizándose por un tobogán le resultaba extraordinariamente divertida.)
El investigador dejó caer otro ratón al embudo. Blo­queó la entrada con un libro y, tras olisquear y pasearse durante unos pocos momentos, el ratón pasó por la ven­tanilla y desapareció.
Carune corrió hacia el otro extremo del granero.
El animal estaba muerto.
No había sangre ni edemas que indicaran que un cambio violento de la presión sanguínea hubiese roto algún órgano interno. Carune se preguntó si tal vez la falta de oxígeno pudiera...
Sacudió la cabeza, irritado. El ratón había tardado una millonésima de segundo en aparecer en la segunda ventanilla. El reloj confirmaba que el tiempo seguía siendo una constante en el proceso. Por lo menos, apa­rentemente.
El segundo ratón fue a reunirse con el primero en la bolsa de papel. Carune sacó de la caja un tercer ratón (el cuarto, si se cuenta el afortunado que había huido por la grieta), preguntándose qué se acabaría antes, si los ratones o el tiempo de ordenador disponible.
Agarró firmemente el cuerpo del animal y le obligó a pasar las patas traseras por la ventanilla. Al otro lado del granero, vio reaparecer las patas... sólo las patas, que se aferraban desesperadamente al cajón.
Carune retiró el ratón de la ventanilla. Estaba ra­biosamente vivo. Tan vivo, que le mordió un dedo, ha­ciéndole sangrar. Devolvió el ratón a la caja y se desin­fectó la herida con el agua oxigenada que tenía en el botiquín.
Se cubrió la herida con un apósito. Lo revolvió todo hasta encontrar un par de pesados guantes de trabajo. El tiempo corría cada vez más, cada vez más... Ya eran las 2.11.
Tomó otro ratón y lo hizo pasar por la ventanilla, íntegro. El ratón vivió casi dos minutos. Incluso llegó a corretear un poco por el cajón, aunque tambaleándose, antes de caer de lado, luchando débilmente por volver a incorporarse, sólo para caer otra vez, ahora sobre sus cuatro patas. Carune chasqueó los dedos delante del animal, que dio quizá cuatro pasos y cayó nuevamente de lado. Los flancos se agitaban cada vez más y más dé­bilmente, hasta que quedaron inmóviles. Estaba muerto.
Carune sintió un escalofrío.
Volvió a la primera ventanilla, tomó otro ratón y lo introdujo de cabeza, pero sólo hasta la mitad. Lo vio reaparecer en el otro lado. Primero la cabeza, después el cuello y las patas delanteras. Carune aflojó la presa sobre el ratón, dispuesto, sin embargo, a sujetarlo si se ponía nervioso. No fue necesario: el animal permaneció inmóvil, con medio cuerpo en cada extremo del gra­nero.
Carune corrió a ver el resultado en la segunda ven­tanilla.
El ratón seguía vivo, pero sus ojillos rosados esta­ban opacos, velados. Los bigotes no se movían. Al mirar desde detrás, Carune vio algo sorprendente. Como en el caso del lápiz, tenía ante sí la sección transversal del cuerpecillo del animal. Las vértebras de la minúscula espina dorsal con sus anillos concéntricos, la sangre circulando por las venas, los tejidos del esófago en mo­vimiento, llenos de vida. Pensó que, al menos, como es­cribiría más tarde en su famoso y único artículo, aquello podría constituir un magnífico instrumento de diagnóstico.
Entonces advirtió que los movimientos del esófago del ratón habían cesado. Estaba muerto.
Carune levantó al ratón por el hocico, venciendo su repugnancia, y lo dejó caer en la bolsa de papel, junto a los anteriores. «Basta ya de ratones —pensó—. Mue­ren si los introduces íntegros, tanto si los metes de cabeza como si lo haces hacia atrás. Mueren si sólo metes la mitad anterior. Pero, si metes sólo la parte tra­sera, conservan toda su vitalidad.»
¿Qué demonios estaría pasando?
Una cuestión sensorial, pensó, casi por azar. Al ha­cer el viaje, ven algo, oyen algo, tocan algo. ¡Dios mío!, puede incluso que huelan algo que los fulmina. Pero, ¿ qué?
No tenía ni idea, pero se propuso descubrirlo.
Le quedaban cuarenta minutos antes de que le des­conectaran el ordenador. Descolgó un termómetro que había en la pared, junto a la puerta de la cocina, y lo in­trodujo en la ventanilla. Al salir, marcaba treinta gra­dos, la misma temperatura que al entrar. Buscó en el trastero, donde tenía juguetes para entretener a sus nietos. Encontró un paquete de globos. Infló uno, lo ató y lo lanzó igualmente a través de la ventanilla. El globo surgió intacto, sin el menor rasguño. Estaba claro que la presión no tenía nada que ver con el asunto.
Aún le restaban cinco minutos para la hora fatídica. Corrió hasta su casa, regresó con una pecera, en cuyo interior nadaban Percy y Patrick, moviendo aletas y gi­rando agitados. Empujó la pecera hacia el interior de la ventanilla.
La pecera apareció, intacta, sobre el cajón de em­balaje. Pero Patrick flotaba panza arriba; Percy nada­ba lentamente cerca del fondo de la pecera, como atur­dido. Segundos después flotaba también como su com­pañero. Carune iba a tomar la pecera cuando Percy sacudió débilmente la cola y volvió a nadar con indi­ferencia. Poco a poco, al parecer, superaba los efectos del proceso, fueran éstos los que fuesen, y aquella no­che, a las nueve, cuando Carune regresó de la Clínica Veterinaria de Mosconi, Percy parecía más vivo que nunca.
Patrick había muerto.
Carune le dio a Percy una ración doble de comida y enterró a Patrick en el jardín, con los honores de un héroe.
Cuando por fin le desconectaron el ordenador, Ca­rune decidió llegarse hasta la clínica de Mosconi, ha­ciendo autostop. A las cuatro menos cuarto estaba en la carretera, con tejanos, una camisa a cuadros y bolsa de papel en la mano.
Un coche del tamaño de una lata de sardinas frenó junto a él. Carune se acomodó en el interior.
—¿Qué llevas en la bolsa, amigo? —preguntó el con­ductor.
—Ratones muertos —replicó Carune.
Pasado un rato, otro coche lo recogió. Esta vez, cuando el conductor le preguntó por la bolsa, Carune dijo que llevaba un par de bocadillos.
Mosconi realizó la disección de uno de los ratones en el acto. Prometió a Carune llamarle aquella misma noche para informarle sobre los resultados. Pero los primeros datos no eran muy alentadores; por lo que Mosconi podía decir, el ratón que había explorado esta­ba perfectamente sano, salvo por el hecho de que es­taba muerto.
Deprimente.

—Victor Carune era un excéntrico, pero no era nin­gún idiota —prosiguió Mark. Los auxiliares de la com­pañía de Expediciones se hallaban muy próximos, así que tendría que apresurarse... o acabar su relato en la sala de llegada de Whitehead City—. Carune vol­vió a su casa aquella misma noche haciendo auto­stop. Aunque no tuvo más remedio que hacer a pie la mayor parte del trayecto... y mientras camina­ba se dio cuenta de que era posible que hubiera com­pensado en una tercera parte el déficit de energía exis­tente, de un solo golpe. Todas las mercancías que has­ta entonces había que transportar por tren, camión, avión o barco, se podrían teletransportar. Se podría escribir una carta, por ejemplo, a un amigo en Londres, Roma o Senegal, y él la recibiría el mismo día, sin nece­sidad de gastar una sola gota de carburante. Ahora nos parece lo más natural del mundo, pero... fue un descu­brimiento de extraordinaria magnitud, no sólo para Ca­rune, sino para todos.
—Pero, ¿qué pasó con los ratones? —preguntó Ricky.
—Eso era precisamente lo que Carune no dejaba de preguntarse —replicó Mark—. Porque comprendía tam­bién que, si la gente podía ser teletransportada, la cri­sis energética se resolvería en su totalidad. Y que po­dríamos conquistar el espacio. En su célebre artículo decía que aun las estrellas serían finalmente nuestras. Con sentido metafórico, sostenía que se podría cruzar una corriente de agua sin necesidad de mojarse los za­patos. Primero, tomas una piedra y la lanzas a la co­rriente; después, tomas otra, y, parado sobre la pri­mera, la lanzas a su vez; regresas a buscar una tercera... y así sucesivamente, hasta hacer un sendero de piedras para cruzar el agua... o, en este caso, el sistema solar, o quizás incluso la galaxia.
—No acabo de entenderlo —dijo Patty.
—Porque tienes serrín en la cabeza, en lugar de ce­rebro —apuntó Ricky, muy pagado de sí mismo.
—¡No, señor! Papá, Ricky dice que...
—Niños, no empecéis... —intervino Marilys con ter­nura.
—Carune presentía lo que iba a suceder —continuó Mark—. Naves espaciales para llegar a la Luna prime­ro. Después, tal vez, Marte, luego Venus, y las lunas ex­teriores de Júpiter... En realidad, todas programadas para hacer una cosa tras su aterrizaje...
—Establecer estaciones de teletransporte para as­tronautas —dijo Ricky.
Mark asintió.
—Y ahora hay estaciones científicas a lo largo y a lo ancho del sistema solar, y tal vez, algún día, cuando nosotros ya no estemos aquí, se llegue a disponer de otro planeta. En este mismo momento, hay cuatro na­ves teletransportadas hacia cuatro galaxias diferentes, cada una de ellas con su propio sistema solar. Pero pa­sará mucho, mucho tiempo, antes de que lleguen a sus destinos.
—Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —in­sistió Patty, impaciente.
—A la larga, el Gobierno tomó en sus manos el asun­to —prosiguió Mark—. Carune se mantuvo fuera de su control mientras pudo, pero finalmente cayeron sobre él. Carune fue el jefe nominal del Proyecto de Teletrans­porte, hasta su muerte, ocurrida diez años más tarde, pero nunca volvió a estar realmente a cargo de ello.
—¡Jo, pobre tío! —exclamó Ricky.
—Pero se convirtió en un héroe nacional —dijo Pa­tricia—. Sale en todos los libros de historia, como el presidente Lincoln y el presidente Hart.
«Seguro que es un gran consuelo para Carune», pen­só Mark.

El Gobierno, metido en un callejón sin salida por la crisis energética, cada día más grave, se hizo cargo del proceso. Querían comercializarlo lo antes posible, como de costumbre. La situación económica era caótica y los terribles espectros de la anarquía y del hambre se cer­nían sobre el mundo hacia 1990. El Gobierno y los cien­tíficos, que experimentaron con los objetos más dispa­res antes de certificar que el teletransporte no alteraba la naturaleza de los objetos, estuvieron enfrentados du­rante mucho tiempo. Finalmente, anunció al mundo, con bombo y platillos, la inauguración del nuevo siste­ma de teletransporte. El Gobierno, dando pruebas de inteligencia por una vez, puso el tema en manos de una agencia de relaciones públicas.
Así se elaboró el mito de Carune, un anciano bastan­te peculiar, que se duchaba a lo sumo un par de veces a la semana y se cambiaba de ropa cuando se le ocurría. Aquella empresa de relaciones públicas y las que la si­guieron, hicieron de Carune una mezcla de Thomas Edi­son, Eh Whitney, Pecos Bill y Flash Gordon. Lo más macabro y divertido de todo (y Mark lo ocultó a su familia) era que, para entonces, Carune había muerto o estaba loco de remate. Dicen que el arte imita a la vida y quizás Carune hubiese leído la novela de Robert Heinlein que trata de la suplantación de personajes pú­blicos por sus dobles en la vida real.
Victor Carune se convirtió en un problema. Un pro­blema persistente e irritante que se resistía a cualquier solución. Era un bocazas y un vago, un vestigio del eco­logismo de los años sesenta, cuando había la suficiente energía como para permitir que el andar a pie fuese un lujo. Pero se estaba en los terribles años ochenta, con sus nubes de carbón ocultando el cielo y la posibilidad de que gran parte de la costa de California fuese inha­bitable durante unos sesenta años debido a una «dis­tracción» nuclear.
Victor Carune siguió siendo un problema hasta 1991. Después, pasó a ser un sello de correos, un benévolo abuelo sonriente, una imagen vista en los noticiarios saludando desde las tribunas con el brazo. En 1993, tres años antes de fallecer oficialmente, paseó en una carroza del Desfile del Torneo de Rosas.
Asombroso. Y un poco siniestro.
El anuncio oficial de la inauguración del sistema de teletransporte, el 19 de octubre de 1988, se tradujo en una explosión de entusiasmo mundial y locura econó­mica. El viejo dólar en decadencia, repentinamente, su­bió como la espuma en los mercados mundiales de di­nero. Gente que habla comprado oro a ochocientos seis dólares la onza se encontró de la noche a la mañana con que una libra de oro les representaba algo menos de mil doscientos dólares. En un solo año, entre el anuncio oficial del teletransporte y la inauguración de las primeras estaciones en Nueva York y Los Ángeles, la bolsa subió por encima de los mil puntos. El precio del petróleo bajó sólo siete centavos, pero en 1994, con estaciones de teletransporte en las setenta mayores ciu­dades de los Estados Unidos, la OPEP había dejado de existir y el precio del petróleo empezó a descender. En 1998, con estaciones teletransporte en la mayoría de las ciudades del mundo y siendo noticia el teletrans­porte de mercancías entre Tokio y París, París y Lon­dres, Londres y Nueva York, Nueva York y Berlín, el petróleo había descendido ya a catorce dólares el barril. En 2006, cuando los seres humanos empezaron a ser teletransportados regularmente, la bolsa se había situa­do cinco mil puntos por encima del nivel de 1987, el petróleo se vendía a seis dólares el barril y las compa­ñías petroleras habían empezado a cambiar sus nom­bres. Texaco pasó a llamarse Texaco Agua/Petróleo y Mobil cambió su nombre por el Mobil Hidro-2-Ox.
En 2045, la prospección acuífera adquirió prioridad absoluta y el petróleo volvió a ser lo que había sido en 1906: una bagatela.

—¿Qué ocurrió con los ratones? —insistió Pat, im­paciente—. ¿Qué ocurrió con los ratones?
Mark decidió que todo estaba tranquilo y llamó la atención de los niños sobre auxiliares del Salto, que ya se encontraban, con su carrito, sólo tres filas más allá. Ricky se contenté con asentir, pero Patty se sobresalté al ver que una señora, con la cabeza elegantemente afei­tada y pintada a la moda, caía hacia atrás, inconscien­te, después de colocarse la mascarilla.
—No se puede saltar estando despierto, ¿verdad, papá? —preguntó Ricky.
Mark asintió, sonriéndole a su hija, alentadoramente.
—Carune comprendió lo que sucedía antes de que el Gobierno interviniera en el asunto —prosiguió.
—¿Y cómo se enteré el Gobierno de todo aquello? —intervino Marilys. Mark sonrió.
—A través del servicio de ordenadores. Toda la in­formación básica que Carune manejaba. Era lo único que no podía ocultar ni disimular ni robar. La trans­misión de partículas dependía del ordenador, y eso re­presenta miles de millones de datos. Aun hoy, sigue siendo el ordenador el encargado de que no llegues al otro lado con la cabeza en medio del estómago, por ejemplo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Marilys.
—No te asustes, Mari. Hasta ahora, nunca ha ocu­rrido un accidente de ese tipo. Jamás.
—Alguna vez tiene que ser la primera —musité Ma­rilys, sombría.
Mark se dirigió a Ricky:
—¿Cómo se dio cuenta Carune de que para dar el salto había que estar dormido?
—Porque cuando introducía los ratones al revés
—repuso lentamente Ricky— no había problema algu­no. Siempre y cuando no los introdujera del todo. En cambio, cuando los metía de cabeza, salían un poco fastidiados. ¿No es así?
—Exactamente —contestó Mark.
Los auxiliares del Salto se acercaban con su silen­cioso carro de olvido. No habría tiempo para terminar el relato. Tal vez fuera mejor así.
—Naturalmente, no le fue muy difícil a Carune dar con la causa. El sistema de teletransporte acabó con la correspondiente industria especializada convencional, pero, al menos, los científicos respiraron más tran­quilos.
Sí, el andar a pie había vuelto a ser un lujo. Las pruebas de laboratorio continuaron durante veinte años más, aunque las primeras pruebas de Carune con ratones drogados le habían convencido de que ningún animal en estado de inconsciencia sufría lo que se co­noce como Efecto Orgánico, o más sencillamente, Efec­to Salto.
Carune y Mosconi habían drogado varios ratones, introduciéndolos en la ventanilla, y recuperándolos al otro extremo. Esperaron pacientemente que volvieran en si... o muriesen. Volvieron en sí. Después de un bre­ve período de recuperación, reiniciaban sus vidas rato­niles, comiendo, jugando y defecando sin consecuen­cias ulteriores. Fueron los primeros de una serie de ge­neraciones estudiadas con extraordinario interés. Nun­ca aparecieron en ellos trastornos a largo plazo; no murieron prematuramente ni tuvieron crías con dos ca­bezas o pelaje verde, ni nada de nada.
—¿Cuándo empezaron a experimentar con seres hu­manos, papá? —preguntó Ricky, que conocía perfecta­mente la respuesta, por haber leído sobre el tema en la escuela—. Cuenta eso.
—Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —re­pitió Patty.
Aunque los auxiliares habían llegado al principio de su fila, Mark hizo una pausa para reflexionar. Su hija, a pesar de saber menos, era la que hacía la pregunta clave. Precisamente por ello, decidió contestar a su hijo.

Los primeros seres humanos teletransportados no habían sido astronautas, ni pilotos de pruebas, sino condenados a muerte que ni siquiera estaban protegi­dos por una preocupación por su estabilidad psicológi­ca. De hecho, en opinión de los estudiosos del caso (Ca­rune era tan sólo el titular del proyecto), cuanto más desequilibrados, mejor. Si un perturbado podía salir indemne de la experiencia o, al menos, no peor que an­tes, el proceso probablemente fuese seguro para políti­cos, ejecutivos y modelos.
Seis de esos voluntarios fueron trasladados a Pro­vince, Vermont, lugar que llegó a ser tan famoso a raíz de aquellos acontecimientos como antes lo había sido Kitty Hawk, Carolina del Norte. Después de dormirlos con gas, se les introdujo en unas ventanillas separadas por una distancia de exactamente tres kilómetros.
Mark contó esto a sus hijos porque, por supuesto, los seis voluntarios regresaron indemnes y de excelente humor. No les habló del séptimo voluntario. No se sabe si se trata de un mito, o de un personaje real o, lo que es muy probable, de una combinación de ambos elemen­tos. Pero tenía un nombre: Rudy Foggia.
Foggia era un condenado a muerte en el estado de Florida, por el asesinato de cuatro viejos en una par­tida de bridge en Sarasota. Según las crónicas las fuer­zas combinadas de la CIA y el FBI le habían hecho una oferta única, irrepetible: lo toma o lo deja. Se trataba de dar el salto en completa vigilia. Si salía bien, el go­bernador Thurgood le indultaba. Quedaba en libertad para convertirse en adepto de la Ünica Cruz Verdadera o para seguir asesinando ancianos en partidas de brid­ge, con sus zapatos blancos y sus pantalones amarillos. Si, en cambio, salía de la experiencia muerto o loco, mala suerte, como dijo la gata. ¿ Qué te parece, Rudy?
Foggia, que era consciente de que en el estado de Florida no se andaban con remilgos a la hora de apli­car la pena de muerte, y cuyo propio abogado le había confesado que lo más probable era que el siguiente turno para la Tostadora fuese el suyo, accedió.
El Gran Día del verano del año 2007 había en el lu­gar de la experiencia tantos científicos como para for­mar un equipo de fútbol con unos cuantos suplentes. No obstante, si la historia de Foggia era cierta —y Mark así lo creía—, resultaba difícil que hubiese transcendi­do por alguno de aquellos científicos. Parece más proba­ble que se tratara de alguno de los guardias que habían acompañado a Foggia desde Raiford hasta Montpelier y de allí a Province, en un vehículo blindado.
—Si salgo de ésta con vida —dicen que dijo Fog­gia—, quiero un pollo para cenar antes de marcharme.
Dicho y hecho. Foggia entró en la primera ventanilla y reapareció inmediatamente en la segunda.
Salió vivo, pero no en condiciones de comerse un pollo. En el tiempo que tardó en cruzar los dos kilóme­tros (según el ordenador, la 0,000000000067 parte de un segundo), el cabello se le puso blanco como la nieve. Sus facciones no habían cambiado en el sentido físico —no tenía arrugas, ni barba, ni se le veía cansado—, pero daba la impresión de haber envejecido de una ma­nera fantástica, increíble. Foggia salió disparado por la segunda ventanilla, los ojos desorbitados, la boca tor­cida en un rictus violento, las manos extendidas hacia delante, como queriendo asir algo. Un segundo después, empezó a babear inconteniblemente. Los científicos que se habían congregado a su alrededor, retrocedieron ho­rrorizados. Aun así, Mark estaba convencido de que ninguno de ellos había revelado lo sucedido. Después de todo, habían experimentado con ratas, con cobayas, con hámsters. En una palabra, habían experimenta­do con todo tipo de animal dotado de un cerebro más complejo que el de un gusano. Debían de haberse sen­tido como los científicos alemanes, que habían intenta­do fecundar mujeres judías con el esperma de pastores arios.
—¿Qué ha sucedido? —gritó uno de ellos (es fama que gritó). Aquélla fue la única pregunta que Foggia tuvo ocasión de responder.
—Allí está la eternidad —dijo, y cayó muerto a con­secuencia de lo que se diagnosticó como ataque car­díaco.
Los científicos allí reunidos se quedaron con un ca­dáver (limpiamente despachado por la CIA y el FBI) y aquella extraña e inquietante declaración: «Allí está la eternidad.»
—Papá, yo quiero saber qué pasó con los ratones —repitió Patty.
El hombre del traje impecable y los zapatos lustro­sos resultaba un problema para los auxiliares. Hacía todo lo posible por impedir que le aplicaran el gas. No cesaba de charlar, les hacía preguntas sin sentido, pro­curaba distraerlos. Los pobres auxiliares intentaban controlar la situación haciendo uso de toda su expe­riencia —bromeando, sonriendo, usando razonamientos convincentes— pero llevaban retraso.
Mark suspiró. Él mismo había sacado el tema. Es cierto que su intención era distraer a sus hijos mientras esperaban. Pero ahora no le quedaba más remedio que acabar el relato, siendo tan veraz como pudiese, sin sobresaltarles ni alarmarles.
Decidió no hablar, por ejemplo, del libro de C. K. Summers, Politica del Teletransporte, uno de cuyos ca­pítulos, «El Salto bajo la Rosa», era un compendio de todos los rumores más verosímiles sobre la cuestión. La historia de Rudy Foggia, el asesino de los jugadores de bridge, el que no pudo dar cuenta del pollo que tanto le apetecía, formaba parte de él. Se incluían otros trein­ta relatos, más o menos, todos ellos sobre voluntarios, cobayas humanos o locos que se habían atrevido a dar el Salto completamente conscientes, durante los tres últimos siglos. En su mayoría habían llegado al otro extremo muerto. Los restantes, perdieron irremisible­mente la razón. En algunos casos, el hecho de volver a salir parecía producirles tal shock que fallecían ins­tantáneamente.
El mismo capítulo del libro de Summers, en que se narraban tales experiencias contenía otro inquietante dato. Según parece, el Salto había sido utilizado varias veces como arma homicida. Uno de los casos más céle­bres (y el único documentado) había tenido lugar ha­cía no más de treinta años. Un investigador del tema, llamado Lester Michaelson, había maniatado a su espo­sa con la cuerda de saltar a la comba de la hija de am­bos y la empujó hacia la ventanilla en Silver City, Ne­vada. Previsoramente, había pulsado el botón que borraba toda información referente a las infinitas ven­tanillas de salida y situadas entre Reno y la estación ex­perimental de teletransporte de lo, una de las lunas de Júpiter. Así que la pobre señora Michaelson se encon­tró saltando en el ozono cósmico para toda la eterni­dad, perdida y sin saber por dónde salir. Michaelson fue declarado mentalmente sano y apto para ser llevado ante los tribunales (aunque quizás estuviese cuerdo dentro los estrictos límites de la ley, para el sentido co­mún estaba loco de remate). Su abogado diseñó una de­fensa original: no se podía juzgar a su cliente por ho­micidio ya que nadie podía probar concluyentemente que su esposa estuviera muerta. Durante todo el pro­ceso, estuvo presente el espectro horrible de aquella mu­jer, sin cuerpo pero en alguna forma aún sintiente, aullando sin cesar en un limbo inacabable. Michaelson fue juzgado culpable y ejecutado.
Según Summers, el Salto había sido utilizado, asi­mismo, por varios dictadores para desembarazarse de sus oponentes políticos. Incluso se había llegado a insi­nuar que la propia Mafia contaba con estaciones priva­das, conectadas al ordenador central de la CIA, lo cual resultaba mucho más práctico, limpio y eficaz para des­hacerse de cuerpos muertos —no como el de la pobre señora Michaelson— que el tradicional bloque de ce­mento o el peso atado a los pies.
Todo lo cual contribuía a dar respaldo a las ideas y teorías de Summers sobre el tema y, finalmente, llevó a Patty a insistir en su pregunta acerca de los ratones.
Mark titubeó.
—Bueno, pues... —Marilys le imploró prudencia con un rápido movimiento de ojos—. En realidad, nadie lo sabe con certeza, Patty. Pero lo que los experimentos realizados con animales permiten suponer es que, si bien el Salto es instantáneo en el sentido físico, en el sentido mental, en cambio, dura mucho, muchísimo tiempo...
—No entiendo nada. Ya me lo temía —susurré Pat­ty con aire sombrío.
Fue Ricky quien tomó la palabra, con aire solemne.
—Los animales con los que se han hecho experien­cias continuaban pensando. Y lo mismo nos sucedería a nosotros, si no estuviéramos inconscientes.
—Eso es —añadió Mark—. Es lo que se cree en la actualidad.
Los ojos de Ricky empezaron a brillar con un ex­traño fulgor. Tal vez horror, tal vez atracción por lo desconocido.
—No se trata tan sólo del teletransporte, ¿verdad, papá? ¿Verdad que es algo así como una curva en el tiempo?
«Allí está la eternidad», pensó Mark.
—En cierto modo —replicó—. Pero eso no es más que una frase, Ricky, no significa nada. Parece girar en torno de la idea de que la conciencia no es desintegra­ble, de que permanece íntegra y constante. También tie­ne que ver con cierta delirante concepción del tiempo. Pero no se sabe cómo la conciencia pura percibe el paso del tiempo, ni si el concepto mismo tiene sentido para la conciencia pura. Ni siquiera podemos imaginar la conciencia pura.
Mark enmudeció. Le preocupaba la expresión de su hijo, tensa, inquieta. Lo entiende y, sin embargo, no lo entiende, todo a la vez, pensó. La mente puede ser el mejor amigo del hombre. Puede entretenerte cuando no tienes nada que leer, o nada que hacer. Pero puede vol­verse en tu contra si la dejas en blanco durante dema­siado tiempo. Puede volverse contra ti, o sea, contra sí misma, tornarse incontrolable, quizás incluso consumirse a sí misma, en un inconcebible acto de canibalismo intelectual. ¿ Cuánto dura el Salto? Sí, 0,000000000067 segundos para el cuerpo. Pero, ¿cuánto tiempo trans­curre para la conciencia? ¿Cien años? ¿Mil? ¿Un mi­llón? ¿Mil millones? ¿Cuánto tiempo permanece inmer­sa en sus propios pensamientos en un infinito campo blanco? Y después, al cabo de mil millones de eterni­dades, el increíble retorno de la luz, la forma y el cuer­po. ¿No es para volverse loco?
—Ricky... —balbució, pero los auxiliares habían lle­gado.
—¿Están dispuestos? —preguntó uno de ellos.
Mark asintió.
—Papá, tengo miedo —susurró Patty, con un hilo de voz—. ¿Hace daño?
—No, cariño. No hace ningún daño —contestó Mark con voz firme y segura, aunque el corazón parecía que­rer saltársele del pecho, como siempre, a pesar de ha­ber pasado por aquella experiencia más de veinticinco veces—. Pasaré primero. Ya verás qué fácil es.
El auxiliar aguardaba su indicación. Mark movió la cabeza y sonrió. Se colocó la mascarilla con sus propias manos y aspiró con fuerza aquella oscuridad.

Lo primero que vio fue el negro cielo de Marte a través de la cúpula que cubría Whitehead City. En la noche, las estrellas centelleaban con un fulgor salvaje nunca soñado en la Tierra.
Después se dio cuenta de que algo extraño ocurría en la sala de llegada. Murmullos, luego gritos, por fin, un horrible alarido. «¡Dios mío! —pensó—. ¡Es Mari­lys!» Trató de incorporarse en su tumbona, luchando por sobreponerse al vértigo.
Entonces hubo un segundo grito y vio que varios auxiliares corrían hacia ellos. Marilys se le acercó, tam­baleándose y señalando algo con la mano. En medio de otro grito desgarrador, se desplomó, arrastrando en su caída una banqueta, que salió rodando por el pasillo.
Mark miró en la dirección que le había indicado Ma­rilys. Lo sabía. No era miedo lo que había visto en los ojos de su hijo, sino curiosidad. Debería haberse dado cuenta antes. Conocía a Ricky, Ricky, que se había roto un brazo al caer de la rama más alta de un árbol en Schenectady, a los siete años. Ricky, quien se atrevía a patinar hasta más lejos y más rápido que ningún otro chico del barrio. Ricky, siempre el primero en arries­garse. Ricky no sabia lo que era el miedo.
Hasta aquel momento.
Patty dormía plácidamente. Pero a su lado, lo que había sido su hijo, se retorcía en la tumbona como una serpiente. Un chico de doce años con los cabellos blan­cos como la nieve y ojos de un amarillo enfermizo. Era un ser más viejo que el tiempo mismo, con el disfraz de un adolescente, que se convulsionaba horriblemen­te, con muecas de obsceno júbilo. Los auxiliares retro­cedieron, aterrorizados por sus carcajadas. Dos o tres huyeron, olvidando todo lo que les habían enseñado para hacer frente a imprevistos.
Las piernas de Ricky, jóvenes y eternas al mismo tiempo, se retorcían sobre la tumbona. Las manos, casi unas garras, se agitaban en el vacío, tratando de asir algo invisible. Inesperadamente, esas garras cayeron so­bre el rostro del que había sido un niño y se clavaron en él con saña.
—¡Es mucho más largo de lo que crees, papá! —Mark apenas podía entender sus palabras en medio de aquellas carcajadas espantosas—. ¡Más largo de lo que crees! Contuve la respiración cuando me pusieron la mascarilla. ¡Quería ver! ¡Y he visto! ¡He visto! ¡Es mucho más largo de lo que tú crees!
Entre siniestros alaridos e inhumanas carcajadas, el ser que yacía en la tumbona se arrancó los ojos. La sangre manó a borbotones. La sala de llegada estaba llena de aullidos, como una jaula.
—¡Más largo de lo que tú crees, papá! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Ha sido un salto eterno, papá, eterno!
Dijo muchas otras cosas antes de que el personal auxiliar finalmente reaccionara y se lo llevara de la sala mientras seguía aullando y clavándose los dedos en las cuencas donde ya no estaban aquellos ojos que habían visto lo invisible de una vez para siempre. Aún aulló muchas otras cosas, pero Mark Oates no las oyó porque sus propios alaridos se lo impidieron.

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