LA EXPEDICIÓN
Stephen King
(para móvil)
—Último aviso para
la Expedición 701 —anunció una agradable voz femenina en el Vestíbulo Azul de
la terminal de Port Authority, Nueva York.
El edificio no había sufrido demasiados cambios en
los últimos trescientos años. Seguía dando la impresión, un tanto siniestra, de
estar a punto de derrumbarse. Tal vez la anónima voz femenina fuera lo único
agradable allí.
—Es la Expedición para Whitehead, Marte —prosiguió
la voz—. Todos los pasajeros provistos de billetes deberán reunirse en la sala
de embarque del Vestíbulo Azul. Por favor, asegúrense de que todos sus documentos
estén en regla. Muchas gracias.
La sala de embarque no tenía nada de tétrico. Una
moqueta, color gris perla, cubría enteramente el suelo. De las paredes, de un
blanco indescriptible, colgaban grabados más o menos abstractos. En el techo,
una gama de colores bastante acertada conformaba un conjunto atractivo a los
ojos. Había alrededor de cien tumbonas dispuestas en perfectas filas de a
diez. Cinco auxiliares del Servicio de Expediciones ofrecían vasos de leche a
los pasajeros, animándoles con comentarios amables, reconfortantes. En uno de
los extremos de la sala, dos guardias custodiaban la puerta de entrada. Uno de
los empleados de la compañía examinaba atentamente los papeles de un recién
llegado, un sujeto con cara de liebre y un ejemplar del New York World-Times bajo el brazo. En el lado opuesto del recinto,
el suelo iniciaba un suave descenso hasta desembocar en una especie de rampa
que conducía a un túnel de unos dos metros de ancho por el doble de largo,
desnudo, sin puertas.
Mark Oates, su mujer Marilys y sus dos hijos esperaban
en sus tumbonas, cerca de la salida.
—Papá, ¿por qué no me explicas ahora lo de la Expedición?
—preguntó Ricky—. Lo habías prometido.
—Sí, papá, lo habías prometido —añadió Patricia,
con una risita estúpida.
Enfrente, un individuo con todo el aspecto de dedicarse
a los negocios y la misma constitución que un toro de lidia, los miró de
soslayo, sin decir palabra. Tendido en su tumbona, con unos zapatos
maravillosamente lustrosos, hojeaba sus papeles.
El rumor de las conversaciones en voz baja y el
apagado ajetreo de los que iban llegando acabó por llenar completamente la
sala.
Mark guiñó un ojo a Marilys, que le correspondió,
aunque parecía tan asustada como Patty. «¿Por qué no?», se preguntó Mark. Era
la primera vez que metía a su familia en una aventura semejante. Hacía ya
varios meses que la compañía para la que trabajaba, la Texaco Water, le había
informado de su próximo traslado a Whitehead City. Pasaron semanas enteras,
Marilys y él, discutiendo las ventajas e inconvenientes de que la familia en
pleno le siguiera a su nuevo destino. Por fin después de arduas deliberaciones,
decidieron que era mejor que todos ellos se trasladaran a Marte durante los dos
años que él tendría que pasar allí.
Miró su reloj: todavía faltaba casi media hora
para la partida. Tenía tiempo para contar toda la historia. Se dijo que tal vez
de esa manera lograra distraer a los niños y evitar que se pusieran nerviosos.
Y tal vez hasta Marilys llegara a relajarse un poco.
—De acuerdo —dijo.
Ricky y Pat le miraban atentamente. Ricky tenía
doce años y Pat, nueve. Pensó que, para cuando regresaran a la Tierra, el
chico estaría ya en plena pubertad, y la niña probablemente tuviese senos. Casi
no podía creerlo. Había decidido tras consultar con Marilys, que los niños
asistirían a la escuela en Whitehead, con los hijos de los ingenieros y los
otros empleados de la compañía. Ricky podría participar en una excursión geológica
a Phobos, situado a pocos meses de distancia. Increíble, pero tan cierto como
que estaban allí en aquel momento.
«¿Quién sabe? —se dijo—. Hasta es posible que me
calme yo mismo.»
—Por lo que sé, el Método de Expedición, o de Salto,
como también se lo conoce, fue inventado por un individuo llamado Víctor
Carune, hacia 1987. Carune había recibido una subvención oficial, para realizar
investigaciones. Finalmente, el Gobierno —o las compañías petroleras— puso
las manos sobre el asunto. No se conoce la fecha exacta porque Carune era
bastante excéntrico.
—~ Quieres decir que estaba loco? —preguntó Ricky.
—Sólo un poco loco —precisó Marilys, sonriendo a
Mark.
—¡Ah, ya!
—Bien, el tal Carune trabajó durante un tiempo sin
informar de sus hallazgos al Gobierno, y sólo habló de ellos porque se le
acababa el dinero y necesitaba una nueva subvención.
—Si no es de su entera satisfacción, le devolvemos
el dinero —interrumpió Pat, riendo nuevamente.
—Exacto, cariño —replicó Mark, acariciándole tiernamente
el flequillo.
En aquel momento, entraron silenciosamente dos
nuevos auxiliares, vistiendo el mono rojo brillante de los empleados de la
empresa de viajes espaciales. Llevaban en una mesilla de ruedas un
pulverizador de acero inoxidable con un tubo de goma; cuidadosamente ocultos
por los faldones del mantel de la mesilla
—Mark lo sabía— había dos bombonas de gas; en la
bolsa sujeta a uno de los lados se guardaban un centenar de mascarillas
desechables. Mark continuó hablando, con la esperanza de que su familia no
reparara en los recién llegados. Si alcanzaba a relatar la historia hasta el
final, su mujer y sus hijos serían los primeros en acoger el gas con los brazos
abiertos. Por otra parte, tampoco tenían otra alternativa.
—Ya sabéis que el Salto no es otra cosa que un proceso
de teletransporte. En los ambientes profesionales se lo llama Efecto Carune. El
término «salto» fue una invención del mismo Carune, que era un fanático de las
novelas de ciencia-ficción. En una de ellas, llamada Destino a las estrellas, de Alfred Bester, ya se hablaba de este
fenómeno. Aunque en la novela se supone que uno puede someterse a la
experiencia sólo con el pensamiento, mientras que, en la práctica, no es
posible.
En aquel momento los auxiliares aplicaron la mascarilla
a una anciana, esta aspiró una vez y se quedó tendida, serena y laxa, sobre su
tumbona. La falda se había levantado ligeramente, revelando un muslo fláccido
y surcado por varices. Un auxiliar acomodó la tela con discreción mientras el
otro cambiaba la mascarilla usada por una nueva, lo que llevó a Mark a pensar
en los vasos de plástico que suelen hallarse en las habitaciones de los
moteles.
Miró a Pat, rogando a Dios que se tranquilizara;
había visto niños a los que era necesario someter por la fuerza, y algunos
seguían chillando hasta que las mascarillas les cubrían el rostro. No es que
no encontrara normal una reacción semejante en un niño, pero no deseaba ver a
Patty en esas circunstancias. Ricky le inspiraba más confianza.
—Lo que sí se puede afirmar que el nuevo descubrimiento
llegó en el momento oportuno —prosiguió. Se dirigía a Ricky, pero sostenía
entre las suyas la mano de su hija. Los dedos de la niña aferraban los de su padre,
rígidos por el pánico. Tenía las palmas frías y algo sudadas.
»El mundo estaba a punto de agotar las reservas de
petróleo existentes, que, en su mayor parte, seguían perteneciendo a los países
del Oriente Medio, los cuales lo utilizaban como arma política. Habían formado
un cártel petrolero al que llamaban OPEP.
—~ Qué es un cártel?
—preguntó Patty.
—Pues... un monopolio —respondió Mark.
—Algo así como un club, cariño —interrumpió Marilys—.
Pero sólo puedes pertenecer a ese club si tienes muchísimo, pero muchísimo petróleo.
—No me voy a detener a explicaros ahora cómo estaba
el mundo en aquella época. Ya lo estudiaréis en la escuela. Pero era un
verdadero caos. Sólo se podía utilizar el automóvil dos veces por semana, y la
gasolina costaba quince dólares antiguos el galón...
—¡Diablos! —exclamó Ricky—. Ahora sólo cuesta tres
o cuatro centavos, ¿no es así, papá?
Mark sonrió.
—Precisamente por eso vamos a donde vamos. En
Marte hay petróleo para ocho mil años más, y en Venus para otros veinte mil...
De todos modos, ese combustible ya no es tan importante. Lo que realmente necesitamos
ahora es...
—¡Agua! —chilló Patty.
El hombre de negocios alzó la vista de sus papeles
y le sonrió durante un instante.
—Exacto —replicó Mark—. Porque entre los años 1960
y 2030 contaminamos casi toda el agua de que disponíamos. El primer envío de
agua de las capas de hielo de Marte a la Tierra se conoce como...
—Operación Paja —aclaró Ricky.
—Eso es. En el 2045, más o menos. Aunque mucho
antes se había utilizado el mismo procedimiento —el Salto— en la búsqueda de
nuevos manantiales en la Tierra. Y ahora el agua representa la mayor parte de
las exportaciones marcianas... el petróleo no es más que un negocio secundario.
Pero entonces, era vital.
Los chicos asintieron.
—El caso es que estas cosas siempre habían estado
allí, pero sólo pudimos conseguirlas cuando se inventó el teletransporte.
Cuando Carune descubrió el proceso, el mundo se estaba sumiendo en una nueva
Edad Oscura. Hubo un invierno tan frío que más de diez mil personas murieron
congeladas en los Estados Unidos por falta de calefacción.
—¡Caramba! —comentó Patty, flemática.
En aquel momento, dos auxiliares hablaban con un
hombre de aspecto tímido, con la finalidad de que se atuviera a sus
indicaciones. Finalmente aceptó la mascarilla y cayó como muerto sobre su
tumbona a los pocos segundos.
«Primerizo —pensó Mark—. Se adivina enseguida.»
—Para Carune, todo empezó con un lápiz, unas llaves,
un reloj de pulsera y unos cuantos ratones. Los ratones le demostraron que
había un problema...
Víctor Carune volvió a su laboratorio borracho de alegría.
Creía saber ahora lo que habían sentido Morse, Alexander Graham Bell,
Edison..., pero su descubrimiento superaba los de sus predecesores, y en dos
ocasiones había estado a punto de estrellar la furgoneta en el camino de regreso
de la tienda de animales de New Paltz, donde había gastado sus últimos veinte
dólares en nueve ratones blancos. Todo lo que poseía en el mundo eran los
dieciocho dólares de su cuenta de ahorros y los noventa y tres centavos de su
bolsillo derecho. Pero ni por un momento pensó en ello. Y, de haberlo hecho,
seguramente no le hubiese importado.
Había habilitado un viejo granero como
laboratorio, al que se llegaba por un camino estrecho y polvoriento.
Precisamente en aquel camino había estado a punto de volcar por segunda vez. El
depósito de gasolina estaba casi vacío, y no podría llenarlo antes de diez o
quince días, pero eso tampoco le importaba. En su cerebro enfebrecido las
ideas giraban como un torbellino.
Nada de lo que sucedió a continuación era totalmente
inesperado. Una de las razones por las que el Gobierno le había asignado la
mísera suma de veinte mil dólares al año era la posibilidad, hasta entonces no
satisfecha, de la transmisión de partículas.
Pero
que sucediera así..., de pronto... sin previo aviso... y con menos consumo de
electricidad que el de un televisor en color... ¡Dios mío!
Aparcó la furgoneta frente al granero. En el
asiento trasero había una caja con la leyenda VENGO DE LA TIENDA DE ANIMALES
DE STACKPOLE e imágenes de perros, gatos, cobayas y peces dorados. Carune
agarró la caja y corrió hacia la doble puerta de entrada al laboratorio.
Intentó abrir uno de los portones. Al comprobar
que no podía, recordó que lo había cerrado con llave.
—¡Demonios! —aulló, buscándolas en los bolsillos
del pantalón.
Siempre olvidaba que una de las condiciones impuestas
por el Gobierno al concederle la subvención era la de mantener su centro de
investigaciones permanentemente cerrado con llave.
Cuando por fin las encontró, se quedó fascinado
ante la que abría el granero.
Así como el teléfono fue empleado por primera vez
de una manera totalmente fortuita —Bell, al verter un poco de ácido sobre unos
papeles y quemarse, gritó al aparato: « ¡Watson, venga enseguida!»—, el primer
teletransporte tuvo lugar por casualidad. Sin darse cuenta, Victor Carune
teletransportó dos de sus dedos hasta el otro extremo del granero, a unos
ciento cincuenta metros.
Carune había instalado dos ventanillas, una a cada
extremo del granero. En la de su lado había colocado una pistola jónica, de las
que se venden en las tiendas de equipos electrónicos por menos de quinientos
dólares. En la de la parte opuesta, de forma y tamaño aproximados a los de un
libro, al igual que la primera, había instalado una cámara de gas. Entre ambas
había algo parecido a una cortina de baño, suponiendo que una cortina de baño
pudiera ser de plomo. La idea consistía en disparar iones a través de la
primera ventanilla y observar su curso por la cámara de gas, con la cortina de
plomo para demostrar que realmente estaban siendo transmitidos. En dos años, el
experimento sólo había resultado en un par de ocasiones. Del porqué, Carune no
tenía ni la menor idea.
Estaba instalando la pistola iónica en su
correspondiente soporte, cuando pasó dos dedos por la ventanilla, sin darse
cuenta. Habitualmente, no había problemas, pero, aquella mañana, Carune había
accionado, al rozarlo con la cadera, el interruptor general del panel situado a
la izquierda de la ventanilla. No se dio cuenta de lo que había ocurrido —el
zumbido de la máquina en funcionamiento era casi inaudible—, hasta que sintió
un hormigueo en los dedos.
«No tenía nada que ver con una descarga
eléctrica», escribió Carune en el único artículo sobre el tema que pudo
publicar antes de que el Gobierno le hiciera callar. El artículo apareció nada
menos que en Mecánica Popular, y lo
vendió por setecientos cincuenta dólares, en su último y desesperado intento de
mantener su invento en el ámbito de la empresa privada. «No tenía nada del
desagradable estremecimiento que se siente, por ejemplo, al tomar un cable
deshilachado. Se parecía más a la sensación que se tiene al tocar una máquina
que funciona a toda su velocidad. Las vibraciones son tan rápidas e
imperceptibles, que se experimenta, literalmente, un cosquilleo.»
«Vi que mi dedo índice había desaparecido, con un
corte oblicuo, a la altura del nudillo. El otro, un poco más abajo. Y no quedaba ni rastro de la uña del anular.»
Carune, profiriendo un grito, había retirado la
mano instintivamente. Como escribió más tarde, creyó incluso haber visto
sangre, aunque, obviamente, se trataba sólo de una alucinación. Al moverse,
golpeó la pistola, que se estrelló contra el suelo.
Permaneció inmóvil. Se metió los dedos en la boca
para cerciorarse de que sí, de que seguían allí. Se dijo a sí mismo que estaba
trabajando demasiado, que estaba agotado. Pero le asaltó otra idea: la de que
acababa de descubrir algo... muy importante.
Carune no se atrevió a pasar los dedos por la
ventanilla otra vez. De hecho, sólo lo hizo dos veces en su vida.
Al principio, no hizo nada. Durante mucho tiempo,
estuvo dando vueltas sin rumbo alrededor del granero, pasándose las manos por
el pelo y preguntándose si debía llamar a Carson, de Nueva Jersey, o a Buffington,
de Charlotte. Sabía que el tacaño de Carson jamás aceptaba conferencias a
cobro revertido, pero quizás Buffington lo hiciera.
De pronto, tuvo una idea: si sus dedos habían cruzado
el granero, tal vez encontrara algún indicio en la segunda ventanilla.
Naturalmente, no lo había. Carune la había instalado sobre una pila de cajones
de embalaje. Parecía una especie de guillotina, sólo que de juguete y sin
hoja. A uno de los lados del marco de la ventanilla, de acero inoxidable, había
un enchufe con un cable que conectaba con la terminal de transmisiones, que
era poco más que un transformador de partículas unido a un ordenador.
Esto le recordó que...
Carune miró su reloj; eran las once y cuarto. Si
bien el Gobierno le daba poco dinero, le proporcionaba tiempo de ordenador,
algo infinitamente valioso. Aquella tarde, disponía de él hasta las tres; luego
debería despedirse hasta el lunes siguiente. Tenía que moverse, hacer algo...
«Volví a contemplar los cajones —escribió Carune
en su famoso artículo— y después examiné las puntas de mis dedos. No había
duda, la prueba estaba allí. Se me ocurrió que no podría convencer a nadie, a excepción
de mí mismo. Pero, en principio, ¿a quién hay que convencer, si no es a uno
mismo?»
—¿Y qué era? —preguntó Ricky.
—Sí —añadió Patty—, ¿qué era?
Mark sonrió. Estaban, incluida Marilys, pendientes
de un hilo. Casi habían olvidado dónde se hallaban. Mark vio por el rabillo del
ojo cómo los auxiliares de la compañía desplazaban silenciosamente el carrito
entre los viajeros, sumiéndolos en un sueño profundo. Nunca el proceso era tan
rápido en el sector civil como en el militar. Los civiles se ponían nerviosos y
discutían. El zumbido y la máscara de goma recordaba demasiado a un
quirófano, donde los cirujanos, con sus bisturíes, acechaban tras los anestesistas
y sus bombonas de acero inoxidable. A veces, había histeria o pánico; y siempre
alguno perdía los nervios.
Dos hombres se levantaron de sus tumbonas con
absoluta serenidad, se desprendieron de la solapa las etiquetas y se dirigieron
hacia la salida en silencio. Tras devolver los papeles a uno de los auxiliares,
se marcharon sin volver la cabeza. Los empleados de la compañía tenían
instrucciones muy precisas de no discutir con los que desistían de su
propósito. Siempre había listas de espera, a veces, de hasta cuarenta o
cincuenta personas. Cuando alguien abandonaba, un nuevo viajero entraba con su
etiqueta sujeta a la camisa.
—Carune encontró dos astillas en su dedo índice
—continuó Mark—. Las extrajo y las guardó. Una de
ellas se ha perdido para siempre, pero la otra se conserva en una vitrina
herméticamente cerrada del Anexo del Instituto Smithsoniano, en Washington, muy
cerca de la que contiene las piedras que trajeron de la Luna los primeros viajeros
espaciales.
—¿Qué luna, papá, la nuestra o la de Marte? —preguntó
Ricky.
—La nuestra —respondió Mark, sonriendo—. En Marte
ha aterrizado un solo vuelo tripulado por el hombre, Ricky, una expedición
francesa, alrededor del 2030. Bueno, como iba diciendo, así fue cómo una vulgar
astilla acabó en el Instituto Smithsoniano: el primer objeto teletransportado
a través del espacio.
—Y después, ¿qué ocurrió? —preguntó Patty.
—Pues, según cuentan, Carune echó a correr...
Carune echó a correr hacia la primera ventanilla y
permaneció junto a ella unos segundos, sin aliento, el corazón saltándole en el
pecho con fuertes latidos. «Tengo que serenarme —se dijo—. Concentrarme en
esto. Si se actúa con precipitación, no se aprovecha el tiempo. »
Desatendiendo deliberadamente lo que ocupaba el
primer plano de sus pensamientos, sacó las astillas, guardándolas en un
envoltorio de chocolate. Una de las dos se perdió más tarde, la otra es la del
Instituto Smithsoniano, con su vitrina rodeada de cintas de terciopelo y
eternamente vigilada por un circuito interno de televisión.
Extraída la astilla, Carune se sintió un poco más
tranquilo. Se le ocurrió repetir la experiencia con un lápiz. Tomó uno y lo
introdujo con precaución en la
primera ventanilla. El lápiz fue desapareciendo
lentamente, centímetro a centímetro, como en el truco de un prestidigitador en
una ilusión óptica. Llevaba impresas, sobre el barniz amarillo, unas letras en
negro:
EBERHARD FABER, nº 2. Cuando sólo quedaban las
letras EBERH, Carune fue a mirar qué pasaba en la segunda ventanilla.
Allí estaba el lápiz, como si un cuchillo lo
hubiese seccionado. El corazón le golpeaba en el pecho inconteniblemente
cuando lo tomó.
Lo alzó; lo observó. En un arrebato, escribió:
¡FUNCIONA! Apretó con tal fuerza que la mina acabó por quebrarse. Carune se
echó a reír como un loco en el granero desierto; rió tanto que una bandada de
golondrinas levantó el vuelo, desapareciendo por unos agujeros en el techo.
—¡Funciona! —gritó, corriendo de nuevo hacia la
primera ventanilla. Agitaba los brazos como un poseso, blandiendo el lápiz
quebrado en una mano—. ¡Funciona! ¡Funciona! ¿Me oyes, Carson, imbécil? ¡Funciona y ES OBRA MÍA! ¡ES OBRA MÍA!
—Mark, no hables así a los niños —le reprochó Marilys.
Mark se encogió de hombros.
—Según cuentan, eso fue lo que dijo.
no podrías dar una versión expurgada de los
hechos?
—Papá —interrumpió Patty—. ¿El lápiz también está
en el Instituto?
—¿No es verdad que los osos cagan en el bosque?
—replicó Mark, tapándose la boca, fingiendo sorpresa ante su propia obscenidad.
Los dos chicos se echaron a reír estrepitosamente.
Las risas de Patty habían perdido aquel tono nervioso, pensó Mark, aliviado.
Marilys frunció el ceño en un gesto de reproche, pero no pudo evitar echarse a
reír también.
A continuación, Carune experimentó con las llaves.
Empezaba a pensar con claridad. Se preguntó si no habría llegado el momento de
averiguar si los objetos teletransportados sufrían algún cambio en el proceso.
Vio pasar las llaves por la ventanilla y,
exactamente en el mismo instante las oyó caer en el otro extremo, sobre el
cajón de embalaje. Se dirigió hacia la segunda ventanilla sin prisa,
aprovechando esta vez para ajustar la posición de la cortina de plomo. De todas
formas, ya no la necesitaba, como no necesitaba la pistola. Menos mal, porque
la pistola había quedado hecha pedazos.
Probó una de las llaves del candado que el
Gobierno le había obligado a colocar en los portones. Funcionaba a la
perfección. Después, hizo lo propio con la de su casa. No había problemas. Lo
mismo ocurría con las llaves de los archivadores y de la furgoneta.
Carune se guardó las llaves en el bolsillo y se
quitó el reloj de pulsera. Era un Seiko de cuarzo con un pequeño ordenador
bajo la esfera. Veinticuatro botoncitos permitían efectuar cualquier operación
matemática, desde la suma y la resta, hasta la raíz cuadrada. Además de un
magnífico cronómetro, un delicado mecanismo de precisión. Carune colocó el
reloj delante de la ventanilla y lo empujó suavemente con un lápiz.
El reloj reapareció instantáneamente al otro extremo.
En el momento de introducirlo marcaba las 11.31.
37. Cuando
Carune lo recogió, las 11.31.49. Perfecto. Aunque hubiese sido mucho mejor
disponer de un ayudante junto a los cajones para certificar que no había
alteración temporal alguna. Bueno, no importaba tanto. Muy pronto, el Gobierno
lo cubriría de ayudantes.
Probó la calculadora del reloj. Dos y dos seguían
siendo cuatro. Ocho dividido por cuatro continuaba siendo dos. La raíz
cuadrada de once no había variado: 3,3166247..., etcétera.
Había llegado el momento de experimentar con los
ratones.
—¿Qué pasó con los ratones, papá? —preguntó Ricky.
Mark dudó un momento. Tendría que andar con
cautela si no quería asustar a sus hijos —y a su esposa— cuando faltaba ya tan
poco tiempo para su primer salto. Lo más importante era convencerles de que el
problema había sido resuelto y ahora todo estaba bien.
—Como iba diciendo, surgió un pequeño problema...
Si. El horror,
la locura y la muerte. ¿Qué
os parece, niños?
Carune colocó la caja con los ratones sobre un estante
y miró la hora. Eran las tres menos cuarto. Sólo le quedaba una hora y cuarto
de ordenador. «Es increíble cómo pasa el tiempo cuando te diviertes», pensó,
echándose a reír.
Abrió la caja y sacó un ratón blanco tomándolo por
la cola. El animalillo chillaba desesperadamente. Lo situó delante de la
ventanilla. «Vamos, ratoncito», dijo. El ratón se escurrió por un lado del
cajón sobre el cual estaba instalada la ventanilla. Carune lanzó una maldición,
e intentó atraparlo, pero cuando le puso la mano encima, el animal se deslizó
por una grieta en el suelo, entre dos tablones.
—¿Demonios! —gritó Carune.
Volvió a coger la caja y evitó por los pelos que
dos ratones escaparan. Agarró otro ratón, esta vez por el cuerpo. Era físico, y
no tenía la menor idea de cómo tratar a un ratón. Cerró la caja cuidadosamente.
El animal se prendió a la mano de Carune, pero fue
inútil: éste lo introdujo en la ventanilla. Inmediatamente lo oyó caer sobre
el cajón del otro extremo. Esta vez corrió, recordando cómo se le había
escapado el primer ratón. No tenía por qué preocuparse. El animal estaba
acurrucado sobre el cajón, los ojos apagados, respirando débilmente. Carune se
le acercó despacio. No estaba acostumbrado a bregar con ratones, pero no hacía
falta ser un lince para ver que algo había salido terriblemente mal.
(—El ratón no estaba, después de la experiencia,
tan bien como al principio —dijo Mark, con una amplia sonrisa, que sólo Marilys
percibió forzada.)
Carune tocó el ratón. Era algo inerte —como paja o
serrín—, salvo por los flancos, que se movían en busca de aire. No miraba a su
alrededor ni a Carune; miraba fijamente hacia adelante. Antes, era un
animalillo vivaz, nervioso: lo que quedaba no era más que una copia de cera.
Carune chasqueé los dedos ante los ojillos rosados
del ratón, que parpadeó varias veces.., y cayó muerto.
—Así que Carune decidió probar con otro ratón
—continuó
Mark.
—Y al primero, ¿qué le había pasado? —preguntó
Ricky.
Mark volvió a forzar una sonrisa.
—Se le retiró con todos los honores —dijo.
Carune metió el cuerpo del ratón muerto en una
bolsa de papel. Quería llevárselo al veterinario Mosconi aquella misma noche.
Mosconi podría hacer una autopsia para averiguar lo ocurrido. El Gobierno
desaprobaría la inclusión de un ciudadano particular en un proyecto que había
sido calificado como triplemente secreto. Peor para ellos, pensó. Estaba decidido
a hacer cuanto estuviese en su mano para que el Gran Padre Blanco de Washington
entrara en el juego lo más tarde posible. Vista la magra ayuda que le había
prestado, podía esperar.
Entonces, recordó que Mosconi vivía muy lejos, más
allá de New Paltz, y que no tenía suficiente gasolina en la furgoneta para ir a
verle y regresar.
Pero eran las 2.03.
Tenía menos de una hora del ordenador. Se preocuparía más tarde de la
maldita autopsia.
Carune construyó una especie de embudo, que fijó
delante de la ventanilla de partida.
(—En realidad —explicó Mark—, se trataba de la
primera rampa jamás construida para realizar expediciones. —A Patty, la idea de
que los ratones entraran en la ventanilla deslizándose por un tobogán le
resultaba extraordinariamente divertida.)
El investigador dejó caer otro ratón al embudo.
Bloqueó la entrada con un libro y, tras olisquear y pasearse durante unos
pocos momentos, el ratón pasó por la ventanilla y desapareció.
Carune corrió hacia el otro extremo del granero.
El animal estaba muerto.
No había sangre ni edemas que indicaran que un
cambio violento de la presión sanguínea hubiese roto algún órgano interno.
Carune se preguntó si tal vez la falta de oxígeno pudiera...
Sacudió la cabeza, irritado. El ratón había
tardado una millonésima de segundo en aparecer en la segunda ventanilla. El
reloj confirmaba que el tiempo seguía siendo una constante en el proceso. Por
lo menos, aparentemente.
El segundo ratón fue a reunirse con el primero en
la bolsa de papel. Carune sacó de la caja un tercer ratón (el cuarto, si se
cuenta el afortunado que había huido por la grieta), preguntándose qué se
acabaría antes, si los ratones o el tiempo de ordenador disponible.
Agarró firmemente el cuerpo del animal y le obligó
a pasar las patas traseras por la ventanilla. Al otro lado del granero, vio
reaparecer las patas... sólo las patas, que se aferraban desesperadamente al
cajón.
Carune retiró el ratón de la ventanilla. Estaba rabiosamente
vivo. Tan vivo, que le mordió un dedo, haciéndole sangrar. Devolvió el ratón a
la caja y se desinfectó la herida con el agua oxigenada que tenía en el botiquín.
Se cubrió la herida con un apósito. Lo revolvió
todo hasta encontrar un par de pesados guantes de trabajo. El tiempo corría
cada vez más, cada vez más... Ya eran las 2.11.
Tomó otro ratón y lo hizo pasar por la ventanilla,
íntegro. El ratón vivió casi dos minutos. Incluso llegó a corretear un poco por
el cajón, aunque tambaleándose, antes de caer de lado, luchando débilmente por
volver a incorporarse, sólo para caer otra vez, ahora sobre sus cuatro patas. Carune
chasqueó los dedos delante del animal, que dio quizá cuatro pasos y cayó
nuevamente de lado. Los flancos se agitaban cada vez más y más débilmente,
hasta que quedaron inmóviles. Estaba muerto.
Carune sintió un escalofrío.
Volvió a la primera ventanilla, tomó otro ratón y
lo introdujo de cabeza, pero sólo hasta la mitad. Lo vio reaparecer en el otro
lado. Primero la cabeza, después el cuello y las patas delanteras. Carune
aflojó la presa sobre el ratón, dispuesto, sin embargo, a sujetarlo si se ponía
nervioso. No fue necesario: el animal permaneció inmóvil, con medio cuerpo en
cada extremo del granero.
Carune corrió a ver el resultado en la segunda ventanilla.
El ratón seguía vivo, pero sus ojillos rosados
estaban opacos, velados. Los bigotes no se movían. Al mirar desde detrás,
Carune vio algo sorprendente. Como en el caso del lápiz, tenía ante sí la
sección transversal del cuerpecillo del animal. Las vértebras de la minúscula
espina dorsal con sus anillos concéntricos, la sangre circulando por las venas,
los tejidos del esófago en movimiento, llenos de vida. Pensó que, al menos,
como escribiría más tarde en su famoso y único artículo, aquello podría
constituir un magnífico instrumento de diagnóstico.
Entonces advirtió que los movimientos del esófago
del ratón habían cesado. Estaba muerto.
Carune levantó al ratón por el hocico, venciendo
su repugnancia, y lo dejó caer en la bolsa de papel, junto a los anteriores.
«Basta ya de ratones —pensó—. Mueren si los introduces íntegros, tanto si los
metes de cabeza como si lo haces hacia atrás. Mueren si sólo metes la mitad
anterior. Pero, si metes sólo la parte trasera, conservan toda su vitalidad.»
¿Qué demonios estaría pasando?
Una cuestión sensorial, pensó, casi por azar. Al
hacer el viaje, ven algo, oyen algo, tocan algo. ¡Dios mío!, puede incluso que
huelan algo que los fulmina. Pero, ¿ qué?
No tenía ni idea, pero se propuso descubrirlo.
Le quedaban cuarenta minutos antes de que le desconectaran
el ordenador. Descolgó un termómetro que había en la pared, junto a la puerta
de la cocina, y lo introdujo en la ventanilla. Al salir, marcaba treinta grados,
la misma temperatura que al entrar. Buscó en el trastero, donde tenía juguetes
para entretener a sus nietos. Encontró un paquete de globos. Infló uno, lo ató
y lo lanzó igualmente a través de la ventanilla. El globo surgió intacto, sin
el menor rasguño. Estaba claro que la presión no tenía nada que ver con el
asunto.
Aún le restaban cinco minutos para la hora
fatídica. Corrió hasta su casa, regresó con una pecera, en cuyo interior
nadaban Percy y Patrick, moviendo aletas y girando agitados. Empujó la pecera
hacia el interior de la ventanilla.
La pecera apareció, intacta, sobre el cajón de embalaje.
Pero Patrick flotaba panza arriba; Percy nadaba lentamente cerca del fondo
de la pecera, como aturdido. Segundos después flotaba también como su compañero.
Carune iba a tomar la pecera cuando Percy
sacudió débilmente la cola y volvió a nadar con indiferencia. Poco a poco,
al parecer, superaba los efectos del proceso, fueran éstos los que fuesen, y
aquella noche, a las nueve, cuando Carune regresó de la Clínica Veterinaria de
Mosconi, Percy parecía más vivo que
nunca.
Patrick había muerto.
Carune le dio a Percy una ración doble de comida y enterró a Patrick en el jardín, con los honores de un héroe.
Cuando por fin le desconectaron el ordenador, Carune
decidió llegarse hasta la clínica de Mosconi, haciendo autostop. A las cuatro
menos cuarto estaba en la carretera, con tejanos, una camisa a cuadros y bolsa
de papel en la mano.
Un coche del tamaño de una lata de sardinas frenó
junto a él. Carune se acomodó en el interior.
—¿Qué llevas en la bolsa, amigo? —preguntó el conductor.
—Ratones muertos —replicó Carune.
Pasado un rato, otro coche lo recogió. Esta vez,
cuando el conductor le preguntó por la bolsa, Carune dijo que llevaba un par de
bocadillos.
Mosconi realizó la disección de uno de los ratones
en el acto. Prometió a Carune llamarle aquella misma noche para informarle
sobre los resultados. Pero los primeros datos no eran muy alentadores; por lo
que Mosconi podía decir, el ratón que había explorado estaba perfectamente
sano, salvo por el hecho de que estaba muerto.
Deprimente.
—Victor Carune era un excéntrico, pero no era ningún
idiota —prosiguió Mark. Los auxiliares de la compañía de Expediciones se hallaban
muy próximos, así que tendría que apresurarse... o acabar su relato en la sala
de llegada de Whitehead City—. Carune volvió a su casa aquella misma noche
haciendo autostop. Aunque no tuvo más remedio que hacer a pie la mayor parte
del trayecto... y mientras caminaba se dio cuenta de que era posible que
hubiera compensado en una tercera parte el déficit de energía existente, de
un solo golpe. Todas las mercancías que hasta entonces había que transportar
por tren, camión, avión o barco, se podrían teletransportar. Se podría escribir
una carta, por ejemplo, a un amigo en Londres, Roma o Senegal, y él la
recibiría el mismo día, sin necesidad de gastar una sola gota de carburante.
Ahora nos parece lo más natural del mundo, pero... fue un descubrimiento de
extraordinaria magnitud, no sólo para Carune, sino para todos.
—Pero, ¿qué pasó con los ratones? —preguntó Ricky.
—Eso era precisamente lo que Carune no dejaba de
preguntarse —replicó Mark—. Porque comprendía también que, si la gente podía
ser teletransportada, la crisis energética se resolvería en su totalidad. Y
que podríamos conquistar el espacio. En su célebre artículo decía que aun las
estrellas serían finalmente nuestras. Con sentido metafórico, sostenía que se
podría cruzar una corriente de agua sin necesidad de mojarse los zapatos.
Primero, tomas una piedra y la lanzas a la corriente; después, tomas otra, y,
parado sobre la primera, la lanzas a su vez; regresas a buscar una tercera...
y así sucesivamente, hasta hacer un sendero de piedras para cruzar el agua...
o, en este caso, el sistema solar, o quizás incluso la galaxia.
—No acabo de entenderlo —dijo Patty.
—Porque tienes serrín en la cabeza, en lugar de cerebro
—apuntó Ricky, muy pagado de sí mismo.
—¡No, señor! Papá, Ricky dice que...
—Niños, no empecéis... —intervino Marilys con ternura.
—Carune presentía lo que iba a suceder —continuó
Mark—. Naves espaciales para llegar a la Luna primero. Después, tal vez,
Marte, luego Venus, y las lunas exteriores de Júpiter... En realidad, todas
programadas para hacer una cosa tras su aterrizaje...
—Establecer estaciones de teletransporte para astronautas
—dijo Ricky.
Mark asintió.
—Y ahora hay estaciones científicas a lo largo y a
lo ancho del sistema solar, y tal vez, algún día, cuando nosotros ya no estemos
aquí, se llegue a disponer de otro planeta. En este mismo momento, hay cuatro
naves teletransportadas hacia cuatro galaxias diferentes, cada una de ellas
con su propio sistema solar. Pero pasará mucho, mucho tiempo, antes de que
lleguen a sus destinos.
—Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —insistió
Patty, impaciente.
—A la larga, el Gobierno tomó en sus manos el asunto
—prosiguió Mark—. Carune se mantuvo fuera de su control mientras pudo, pero finalmente
cayeron sobre él. Carune fue el jefe nominal del Proyecto de Teletransporte,
hasta su muerte, ocurrida diez años más tarde, pero nunca volvió a estar
realmente a cargo de ello.
—¡Jo, pobre tío! —exclamó Ricky.
—Pero se convirtió en un héroe nacional —dijo Patricia—.
Sale en todos los libros de historia, como el presidente Lincoln y el
presidente Hart.
«Seguro que es un gran consuelo para Carune», pensó
Mark.
El Gobierno, metido en un callejón sin salida por
la crisis energética, cada día más grave, se hizo cargo del proceso. Querían
comercializarlo lo antes posible, como de costumbre. La situación económica era
caótica y los terribles espectros de la anarquía y del hambre se cernían sobre
el mundo hacia 1990. El Gobierno y los científicos, que experimentaron con los
objetos más dispares antes de certificar que el teletransporte no alteraba la
naturaleza de los objetos, estuvieron enfrentados durante mucho tiempo.
Finalmente, anunció al mundo, con bombo y platillos, la inauguración del nuevo
sistema de teletransporte. El Gobierno, dando pruebas de inteligencia por una
vez, puso el tema en manos de una agencia de relaciones públicas.
Así se elaboró el mito de Carune, un anciano
bastante peculiar, que se duchaba a lo sumo un par de veces a la semana y se
cambiaba de ropa cuando se le ocurría. Aquella empresa de relaciones públicas y
las que la siguieron, hicieron de Carune una mezcla de Thomas Edison, Eh Whitney,
Pecos Bill y Flash Gordon. Lo más macabro y divertido de todo (y Mark lo ocultó
a su familia) era que, para entonces, Carune había muerto o estaba loco de remate.
Dicen que el arte imita a la vida y quizás Carune hubiese leído la novela de
Robert Heinlein que trata de la suplantación de personajes públicos por sus
dobles en la vida real.
Victor Carune se convirtió en un problema. Un problema
persistente e irritante que se resistía a cualquier solución. Era un bocazas y
un vago, un vestigio del ecologismo de los años sesenta, cuando había la
suficiente energía como para permitir que el andar a pie fuese un lujo. Pero se
estaba en los terribles años ochenta, con sus nubes de carbón ocultando el
cielo y la posibilidad de que gran parte de la costa de California fuese inhabitable
durante unos sesenta años debido a una «distracción» nuclear.
Victor Carune siguió siendo un problema hasta
1991. Después, pasó a ser un sello de correos, un benévolo abuelo sonriente,
una imagen vista en los noticiarios saludando desde las tribunas con el brazo.
En 1993, tres años antes de fallecer oficialmente, paseó en una carroza del
Desfile del Torneo de Rosas.
Asombroso. Y un poco siniestro.
El anuncio oficial de la inauguración del sistema
de teletransporte, el 19 de octubre de 1988, se tradujo en una explosión de
entusiasmo mundial y locura económica. El viejo dólar en decadencia,
repentinamente, subió como la espuma en los mercados mundiales de dinero.
Gente que habla comprado oro a ochocientos seis dólares la onza se encontró de
la noche a la mañana con que una libra de oro les representaba algo menos de
mil doscientos dólares. En un solo año, entre el anuncio oficial del teletransporte
y la inauguración de las primeras estaciones en Nueva York y Los Ángeles, la
bolsa subió por encima de los mil puntos. El precio del petróleo bajó sólo
siete centavos, pero en 1994, con estaciones de teletransporte en las setenta
mayores ciudades de los Estados Unidos, la OPEP había dejado de existir y el
precio del petróleo empezó a descender. En 1998, con estaciones teletransporte
en la mayoría de las ciudades del mundo y siendo noticia el teletransporte de
mercancías entre Tokio y París, París y Londres, Londres y Nueva York, Nueva
York y Berlín, el petróleo había descendido ya a catorce dólares el barril. En
2006, cuando los seres humanos empezaron a ser teletransportados regularmente,
la bolsa se había situado cinco mil puntos por encima del nivel de 1987, el
petróleo se vendía a seis dólares el barril y las compañías petroleras habían
empezado a cambiar sus nombres. Texaco pasó a llamarse Texaco Agua/Petróleo y
Mobil cambió su nombre por el Mobil Hidro-2-Ox.
En 2045, la prospección acuífera adquirió
prioridad absoluta y el petróleo volvió a ser lo que había sido en 1906: una
bagatela.
—¿Qué ocurrió con los ratones? —insistió Pat, impaciente—.
¿Qué ocurrió con los ratones?
Mark decidió que todo estaba tranquilo y llamó la
atención de los niños sobre auxiliares del Salto, que ya se encontraban, con su
carrito, sólo tres filas más allá. Ricky se contenté con asentir, pero Patty se
sobresalté al ver que una señora, con la cabeza elegantemente afeitada y
pintada a la moda, caía hacia atrás, inconsciente, después de colocarse la
mascarilla.
—No se puede saltar estando despierto, ¿verdad,
papá? —preguntó Ricky.
Mark asintió, sonriéndole a su hija,
alentadoramente.
—Carune comprendió lo que sucedía antes de que el
Gobierno interviniera en el asunto —prosiguió.
—¿Y cómo se enteré el Gobierno de todo aquello?
—intervino Marilys. Mark sonrió.
—A través del servicio de ordenadores. Toda la información
básica que Carune manejaba. Era lo único que no podía ocultar ni disimular ni
robar. La transmisión de partículas dependía del ordenador, y eso representa
miles de millones de datos. Aun hoy, sigue siendo el ordenador el encargado de
que no llegues al otro lado con la cabeza en medio del estómago, por ejemplo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Marilys.
—No te asustes, Mari. Hasta ahora, nunca ha ocurrido
un accidente de ese tipo. Jamás.
—Alguna vez tiene que ser la primera —musité Marilys,
sombría.
Mark se dirigió a Ricky:
—¿Cómo se dio cuenta Carune de que para dar el
salto había que estar dormido?
—Porque cuando introducía los ratones al revés
—repuso lentamente Ricky— no había problema alguno.
Siempre y cuando no los introdujera del todo. En cambio, cuando los metía de
cabeza, salían un poco fastidiados. ¿No es así?
—Exactamente —contestó Mark.
Los auxiliares del Salto se acercaban con su silencioso
carro de olvido. No habría tiempo para terminar el relato. Tal vez fuera mejor
así.
—Naturalmente, no le fue muy difícil a Carune dar
con la causa. El sistema de teletransporte acabó con la correspondiente
industria especializada convencional, pero, al menos, los científicos
respiraron más tranquilos.
Sí, el andar a pie había vuelto a ser un lujo. Las
pruebas de laboratorio continuaron durante veinte años más, aunque las primeras
pruebas de Carune con ratones drogados le habían convencido de que ningún
animal en estado de inconsciencia sufría lo que se conoce como Efecto
Orgánico, o más sencillamente, Efecto Salto.
Carune y Mosconi habían drogado varios ratones,
introduciéndolos en la ventanilla, y recuperándolos al otro extremo. Esperaron
pacientemente que volvieran en si... o muriesen. Volvieron en sí. Después de un
breve período de recuperación, reiniciaban sus vidas ratoniles, comiendo, jugando
y defecando sin consecuencias ulteriores. Fueron los primeros de una serie de
generaciones estudiadas con extraordinario interés. Nunca aparecieron en
ellos trastornos a largo plazo; no murieron prematuramente ni tuvieron crías
con dos cabezas o pelaje verde, ni nada de nada.
—¿Cuándo empezaron a experimentar con seres humanos,
papá? —preguntó Ricky, que conocía perfectamente la respuesta, por haber leído
sobre el tema en la escuela—. Cuenta eso.
—Yo quiero saber qué ocurrió con los ratones —repitió
Patty.
Aunque los auxiliares habían llegado al principio
de su fila, Mark hizo una pausa para reflexionar. Su hija, a pesar de saber
menos, era la que hacía la pregunta clave. Precisamente por ello, decidió
contestar a su hijo.
Los primeros seres humanos teletransportados no
habían sido astronautas, ni pilotos de pruebas, sino condenados a muerte que ni
siquiera estaban protegidos por una preocupación por su estabilidad psicológica.
De hecho, en opinión de los estudiosos del caso (Carune era tan sólo el
titular del proyecto), cuanto más desequilibrados, mejor. Si un perturbado
podía salir indemne de la experiencia o, al menos, no peor que antes, el
proceso probablemente fuese seguro para políticos, ejecutivos y modelos.
Seis de esos voluntarios fueron trasladados a Province,
Vermont, lugar que llegó a ser tan famoso a raíz de aquellos acontecimientos
como antes lo había sido Kitty Hawk, Carolina del Norte. Después de dormirlos
con gas, se les introdujo en unas ventanillas separadas por una distancia de
exactamente tres kilómetros.
Mark contó esto a sus hijos porque, por supuesto,
los seis voluntarios regresaron indemnes y de excelente humor. No les habló del
séptimo voluntario. No se sabe si se trata de un mito, o de un personaje real
o, lo que es muy probable, de una combinación de ambos elementos. Pero tenía
un nombre: Rudy Foggia.
Foggia era un condenado a muerte en el estado de
Florida, por el asesinato de cuatro viejos en una partida de bridge en
Sarasota. Según las crónicas las fuerzas combinadas de la CIA y el FBI le
habían hecho una oferta única, irrepetible: lo toma o lo deja. Se trataba de
dar el salto en completa vigilia. Si salía bien, el gobernador Thurgood le
indultaba. Quedaba en libertad para convertirse en adepto de la Ünica Cruz
Verdadera o para seguir asesinando ancianos en partidas de bridge, con sus
zapatos blancos y sus pantalones amarillos. Si, en cambio, salía de la
experiencia muerto o loco, mala suerte, como dijo la gata. ¿ Qué te parece,
Rudy?
Foggia, que era consciente de que en el estado de
Florida no se andaban con remilgos a la hora de aplicar la pena de muerte, y
cuyo propio abogado le había confesado que lo más probable era que el siguiente
turno para la Tostadora fuese el suyo, accedió.
El Gran Día del verano del año 2007 había en el lugar
de la experiencia tantos científicos como para formar un equipo de fútbol con
unos cuantos suplentes. No obstante, si la historia de Foggia era cierta —y
Mark así lo creía—, resultaba difícil que hubiese transcendido por alguno de
aquellos científicos. Parece más probable que se tratara de alguno de los
guardias que habían acompañado a Foggia desde Raiford hasta Montpelier y de
allí a Province, en un vehículo blindado.
—Si salgo de ésta con vida —dicen que dijo Foggia—,
quiero un pollo para cenar antes de marcharme.
Dicho y hecho. Foggia entró en la primera
ventanilla y reapareció inmediatamente en la segunda.
Salió vivo, pero no en condiciones de comerse un
pollo. En el tiempo que tardó en cruzar los dos kilómetros (según el
ordenador, la 0,000000000067 parte de un segundo), el cabello se le puso blanco
como la nieve. Sus facciones no habían cambiado en el sentido físico —no tenía
arrugas, ni barba, ni se le veía cansado—, pero daba la impresión de haber
envejecido de una manera fantástica, increíble. Foggia salió disparado por la
segunda ventanilla, los ojos desorbitados, la boca torcida en un rictus
violento, las manos extendidas hacia delante, como queriendo asir algo. Un
segundo después, empezó a babear inconteniblemente. Los científicos que se
habían congregado a su alrededor, retrocedieron horrorizados. Aun así, Mark
estaba convencido de que ninguno de ellos había revelado lo sucedido. Después
de todo, habían experimentado con ratas, con cobayas, con hámsters. En una
palabra, habían experimentado con todo tipo de animal dotado de un cerebro más
complejo que el de un gusano. Debían de haberse sentido como los científicos
alemanes, que habían intentado fecundar mujeres judías con el esperma de
pastores arios.
—¿Qué ha sucedido? —gritó uno de ellos (es fama
que gritó). Aquélla fue la única pregunta que Foggia tuvo ocasión de responder.
—Allí está la eternidad —dijo, y cayó muerto a consecuencia
de lo que se diagnosticó como ataque cardíaco.
Los científicos allí reunidos se quedaron con un
cadáver (limpiamente despachado por la CIA y el FBI) y aquella extraña e
inquietante declaración: «Allí está la eternidad.»
—Papá, yo quiero saber qué pasó con los ratones
—repitió Patty.
El hombre del traje impecable y los zapatos lustrosos
resultaba un problema para los auxiliares. Hacía todo lo posible por impedir
que le aplicaran el gas. No cesaba de charlar, les hacía preguntas sin sentido,
procuraba distraerlos. Los pobres auxiliares intentaban controlar la situación
haciendo uso de toda su experiencia —bromeando, sonriendo, usando
razonamientos convincentes— pero llevaban retraso.
Mark suspiró. Él mismo había sacado el tema. Es
cierto que su intención era distraer a sus hijos mientras esperaban. Pero ahora
no le quedaba más remedio que acabar el relato, siendo tan veraz como pudiese,
sin sobresaltarles ni alarmarles.
Decidió no hablar, por ejemplo, del libro de C. K.
Summers, Politica del Teletransporte, uno
de cuyos capítulos, «El Salto bajo la Rosa», era un compendio de todos los
rumores más verosímiles sobre la cuestión. La historia de Rudy Foggia, el
asesino de los jugadores de bridge, el que no pudo dar cuenta del pollo que
tanto le apetecía, formaba parte de él. Se incluían otros treinta relatos, más
o menos, todos ellos sobre voluntarios, cobayas humanos o locos que se habían
atrevido a dar el Salto completamente conscientes, durante los tres últimos
siglos. En su mayoría habían llegado al otro extremo muerto. Los restantes,
perdieron irremisiblemente la razón. En algunos casos, el hecho de volver a
salir parecía producirles tal shock que fallecían instantáneamente.
El mismo capítulo del libro de Summers, en que se
narraban tales experiencias contenía otro inquietante dato. Según parece, el
Salto había sido utilizado varias veces como arma homicida. Uno de los casos más
célebres (y el único documentado) había tenido lugar hacía no más de treinta
años. Un investigador del tema, llamado Lester Michaelson, había maniatado a su
esposa con la cuerda de saltar a la comba de la hija de ambos y la empujó
hacia la ventanilla en Silver City, Nevada. Previsoramente, había pulsado el
botón que borraba toda información referente a las infinitas ventanillas de
salida y situadas entre Reno y la estación experimental de teletransporte de
lo, una de las lunas de Júpiter. Así que la pobre señora Michaelson se encontró
saltando en el ozono cósmico para toda la eternidad, perdida y sin saber por
dónde salir. Michaelson fue declarado mentalmente sano y apto para ser llevado
ante los tribunales (aunque quizás estuviese cuerdo dentro los estrictos
límites de la ley, para el sentido común estaba loco de remate). Su abogado
diseñó una defensa original: no se podía juzgar a su cliente por homicidio ya
que nadie podía probar concluyentemente que su esposa estuviera muerta. Durante
todo el proceso, estuvo presente el espectro horrible de aquella mujer, sin
cuerpo pero en alguna forma aún sintiente, aullando sin cesar en un limbo inacabable.
Michaelson fue juzgado culpable y ejecutado.
Según Summers, el Salto había sido utilizado, asimismo,
por varios dictadores para desembarazarse de sus oponentes políticos. Incluso
se había llegado a insinuar que la propia Mafia contaba con estaciones privadas,
conectadas al ordenador central de la CIA, lo cual resultaba mucho más
práctico, limpio y eficaz para deshacerse de cuerpos muertos —no como el de la
pobre señora Michaelson— que el tradicional bloque de cemento o el peso atado
a los pies.
Todo lo cual contribuía a dar respaldo a las ideas
y teorías de Summers sobre el tema y, finalmente, llevó a Patty a insistir en
su pregunta acerca de los ratones.
Mark titubeó.
—Bueno, pues... —Marilys le imploró prudencia con
un rápido movimiento de ojos—. En realidad, nadie lo sabe con certeza, Patty.
Pero lo que los experimentos realizados con animales permiten suponer es que,
si bien el Salto es instantáneo en el sentido físico, en el sentido mental, en
cambio, dura mucho, muchísimo tiempo...
—No entiendo nada. Ya me lo temía —susurré Patty
con aire sombrío.
Fue Ricky quien tomó la palabra, con aire solemne.
—Los animales con los que se han hecho experiencias
continuaban pensando. Y lo mismo nos sucedería a nosotros, si no estuviéramos inconscientes.
—Eso es —añadió Mark—. Es lo que se cree en la
actualidad.
Los ojos de Ricky empezaron a brillar con un extraño
fulgor. Tal vez horror, tal vez atracción por lo desconocido.
—No se trata tan sólo del teletransporte, ¿verdad,
papá? ¿Verdad que es algo así como una curva en el tiempo?
«Allí está la eternidad», pensó Mark.
—En cierto modo —replicó—. Pero eso no es más que
una frase, Ricky, no significa nada. Parece girar en torno de la idea de que la
conciencia no es desintegrable, de que permanece íntegra y constante. También
tiene que ver con cierta delirante concepción del tiempo. Pero no se sabe cómo
la conciencia pura percibe el paso del tiempo, ni si el concepto mismo tiene
sentido para la conciencia pura. Ni siquiera podemos imaginar la conciencia
pura.
Mark enmudeció. Le preocupaba la expresión de su
hijo, tensa, inquieta. Lo entiende y, sin embargo, no lo entiende, todo a la
vez, pensó. La mente puede ser el mejor amigo del hombre. Puede entretenerte
cuando no tienes nada que leer, o nada que hacer. Pero puede volverse en tu
contra si la dejas en blanco durante demasiado tiempo. Puede volverse contra
ti, o sea, contra sí misma, tornarse incontrolable, quizás incluso consumirse a
sí misma, en un inconcebible acto de canibalismo intelectual. ¿ Cuánto dura el
Salto? Sí, 0,000000000067 segundos para el cuerpo. Pero, ¿cuánto tiempo transcurre
para la conciencia? ¿Cien años? ¿Mil? ¿Un millón? ¿Mil millones? ¿Cuánto
tiempo permanece inmersa en sus propios pensamientos en un infinito campo
blanco? Y después, al cabo de mil millones de eternidades, el increíble
retorno de la luz, la forma y el cuerpo. ¿No es para volverse loco?
—Ricky... —balbució, pero los auxiliares habían
llegado.
—¿Están dispuestos? —preguntó uno de ellos.
Mark asintió.
—Papá, tengo miedo —susurró Patty, con un hilo de
voz—. ¿Hace daño?
—No, cariño. No hace ningún daño —contestó Mark con
voz firme y segura, aunque el corazón parecía querer saltársele del pecho,
como siempre, a pesar de haber pasado por aquella experiencia más de
veinticinco veces—. Pasaré primero. Ya verás qué fácil es.
El auxiliar aguardaba su indicación. Mark movió la
cabeza y sonrió. Se colocó la mascarilla con sus propias manos y aspiró con
fuerza aquella oscuridad.
Lo primero que vio fue el negro cielo de Marte a
través de la cúpula que cubría Whitehead City. En la noche, las estrellas
centelleaban con un fulgor salvaje nunca soñado en la Tierra.
Después se dio cuenta de que algo extraño ocurría
en la sala de llegada. Murmullos, luego gritos, por fin, un horrible alarido.
«¡Dios mío! —pensó—. ¡Es Marilys!» Trató de incorporarse en su tumbona,
luchando por sobreponerse al vértigo.
Entonces hubo un segundo grito y vio que varios
auxiliares corrían hacia ellos. Marilys se le acercó, tambaleándose y
señalando algo con la mano. En medio de otro grito desgarrador, se desplomó,
arrastrando en su caída una banqueta, que salió rodando por el pasillo.
Mark miró en la dirección que le había indicado Marilys.
Lo sabía. No era miedo lo que había visto en los ojos de su hijo, sino
curiosidad. Debería haberse dado cuenta antes. Conocía a Ricky, Ricky, que se
había roto un brazo al caer de la rama más alta de un árbol en Schenectady, a
los siete años. Ricky, quien se atrevía a patinar hasta más lejos y más rápido
que ningún otro chico del barrio. Ricky, siempre el primero en arriesgarse.
Ricky no sabia lo que era el miedo.
Hasta aquel momento.
Patty dormía plácidamente. Pero a su lado, lo que
había sido su hijo, se retorcía en la tumbona como una serpiente. Un chico de
doce años con los cabellos blancos como la nieve y ojos de un amarillo
enfermizo. Era un ser más viejo que el tiempo mismo, con el disfraz de un
adolescente, que se convulsionaba horriblemente, con muecas de obsceno júbilo.
Los auxiliares retrocedieron, aterrorizados por sus carcajadas. Dos o tres huyeron,
olvidando todo lo que les habían enseñado para hacer frente a imprevistos.
Las piernas de Ricky, jóvenes y eternas al mismo
tiempo, se retorcían sobre la tumbona. Las manos, casi unas garras, se agitaban
en el vacío, tratando de asir algo invisible. Inesperadamente, esas garras
cayeron sobre el rostro del que había sido un niño y se clavaron en él con
saña.
—¡Es mucho más largo de lo que crees, papá! —Mark
apenas podía entender sus palabras en medio de aquellas carcajadas espantosas—.
¡Más largo de lo que crees! Contuve la respiración cuando me pusieron la mascarilla.
¡Quería ver! ¡Y he visto! ¡He visto! ¡Es mucho más largo de lo que tú crees!
Entre siniestros alaridos e inhumanas carcajadas,
el ser que yacía en la tumbona se arrancó los ojos. La sangre manó a
borbotones. La sala de llegada estaba llena de aullidos, como una jaula.
—¡Más largo de lo que tú crees, papá! ¡Lo he
visto! ¡Lo he visto! ¡Ha sido un salto eterno, papá, eterno!
Dijo muchas otras cosas antes de que el personal
auxiliar finalmente reaccionara y se lo llevara de la sala mientras seguía
aullando y clavándose los dedos en las cuencas donde ya no estaban aquellos
ojos que habían visto lo invisible de una vez para siempre. Aún aulló muchas
otras cosas, pero Mark Oates no las oyó porque sus propios alaridos se lo
impidieron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario