Hoy quisiera compartir con vosotros un cuento que me gustó mucho: Rita Hayworth y la Redención de Shawshank de Stepehen King. Se hizo una versión para cine de este relato o novela corta con el nombre en español de: Sueño de Fuga, interpretada por Tim Robbins y Morgan Freeman. Espero que les agrade.
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RITA HAYWORTH Y LA
REDENCIÓN DE SHAWSHANK
STEPHEN KING
(Para móvil)
Esperanza, primavera eterna
Supongo
que en todas las prisiones federales y estatales de Estados Unidos hay gente
como yo. Soy el tipo que lo consigue todo. Cigarrillos de encargo, una bolsita
de yerba si es eso lo que te gusta, una botella de coñac para celebrar que tu
hijo o hija han terminado el bachillerato, prácticamente cualquier cosa...
bueno, dentro de lo razonable. No siempre fue así.
Cuando llegué a Shawshank tenía
sólo veinte años, y soy una de las pocas personas de nuestra pequeña y feliz
familia que no duda en cantar de plano lo que hizo. Cometí un homicidio. Le
hice un buen seguro de vida a mi mujer, que me llevaba tres años, y luego
preparé los frenos del cupé Chevrolet que su padre nos había ofrecido como
regalo de boda. Y todo salió a pedir de boca, sólo que yo no había previsto que
se parara a recoger a la mujer del vecino y al niño pequeño de la mujer del
vecino de paso hacia Castle Hill y el pueblo. Los frenos fallaron, claro, y el
coche irrumpió con estruendo entre los arbustos del linde del terreno comunal,
a velocidad creciente. Los transeúntes declararon que debía ir a unos setenta y
cinco o más cuando chocó con el pedestal del monumento de la guerra civil y se
incendió.
Tampoco
figuraba en mis planes que me atraparan, pero lo hicieron. Y me regalaron un
abono de temporada para este lugar. En el estado de Maine no hay pena de muerte, pero ya se encargó el fiscal del distrito de que se me
juzgara por las tres muertes y de que me condenaran a tres cadenas perpetuas a
cumplir una después de otra. Lo cual dejaba fuera de mi alcance cualquier
posibilidad de conseguir la libertad condicional durante mucho, muchísimo
tiempo. El juez calificó lo que hice de «crimen espantoso y nefando»; y lo era,
aunque también pertenece ya al pasado. Puedes buscarlo en los archivos
amarillentos de Cali en Castle Rock y verás que los grandes titulares
que proclamaban mi condena resultan un tanto ridículos y anticuados comparados
con las noticias sobre Hitler y Mussolini y las «ensaladas de siglas»[1] del presidente Roosevelt.
¿Qué dices, que si me he rehabilitado? Bueno,
ni siquiera sé lo que significa esa palabra, al menos en lo tocante a cárceles
y reformatorios. Creo que es una palabra de político. Tal vez tenga algún otro
significado y puede que yo tenga ocasión de averiguarlo; pero eso queda en el
futuro, que es algo en lo que los presidiarios aprendemos a no pensar. Yo era
joven, bien parecido y del distrito pobre de la ciudad, y dejé embarazada a
una linda chica testaruda y de mal genio que vivía en una de esas bellas casas
antiguas de la calle Carbine. Su padre se avino a nuestro matrimonio con la
condición de que yo aceptara un trabajo en la empresa de óptica de su
propiedad y «me abriera camino». Descubrí que lo que realmente se proponía era
tenerme en su casa bien amarradito como a un animalito doméstico que no acaba
de aprender a comportarse y que puede morder. Así que se fue acumulando el odio
hasta ser suficiente para impulsarme a hacer lo que hice. Si tuviera otra
oportunidad no volvería a hacerlo, pero no estoy seguro de que eso signifique
que estoy rehabilitado.
De cualquier forma, no es de mí de quien quiero
hablar, sino de un individuo que se llama Andy Dufresne. Claro que para poder
hablar de Andy tengo que explicar algunas cosas más de mí mismo. No me llevará
mucho.
Como dije, yo soy el tipo que puede conseguir de
todo aquí en Shawshank desde hace casi cuarenta malditos años. Y eso no
significa sólo conseguir cosas como cigarrillos especiales o alcohol, aunque
esos productos encabezan siempre la lista. He conseguido otras muchísimas
cosas para los presidiarios de Shawshank, algunas completamente legales aunque
difíciles de conseguir en un lugar al que se supone que te han traído para
castigarte. Había un individuo que estaba aquí por haber violado a una niñita
y haberse exhibido delante de otras muchas; pues le conseguí tres piezas de
mármol rosado de Vermont, que convirtió en tres preciosas esculturas: un niño
pequeño, un chico de unos doce años y un joven con barba. Las tituló Las
tres edades de Jesús y las tres están ahora en el salón de un tipo que fue
gobernador de este mismo estado.
He aquí un nombre que tal vez recuerdes si te criaste
al norte de Massachusetts: Robert Alan Cote. En 1951 intentó robar el First
Mercantile Bank de Meca-nic Falls y el asalto acabó en una matanza: seis muertos
en total, dos de ellos miembros de la banda de atracadores, tres rehenes y un
joven agente que alzó la cabeza cuando no debía y le pegaron un balazo en el
ojo. Cote tenía una colección de monedas. Lógicamente no iban a permitirle que
las trajera a la cárcel, pero con un poco de ayuda de su madre y la ayuda del
conductor de una furgoneta de la lavandería, pude conseguírselo. Le dije:
«Bobby, tienes que estar loco para querer tener una colección de monedas en un
hotel de piedra lleno de ladrones». Me miró, sonrió y dijo: «Estarán bien
seguras, no te preocupes». Y tenía razón. Bobby Cote murió en 1967 de un tumor
cerebral, pero la colección de monedas no apareció nunca.
Conseguí bombones para el día de San Valentín; y
tres batidos de leche verde de esos de McDonald's; conseguí incluso un pase de
medianoche de Garganta profunda y El diablo burlado para un
grupo de veinte hombres que habían reunido todos sus fondos para alquilar las
películas... aunque aquella aventurilla me costó una semana de solitaria. Es a
lo que te arriesgas por ser el tipo que puede conseguirlo todo, ya se
sabe.
He
conseguido libros de consulta, libros pomo, baratijas para gastar bromas, como
petardos y polvos pica-pica y en más de una ocasión he visto a presos con
condenas largas recibir un par de bragas de su esposa o de su novia... ya te
imaginarás lo que hace aquí dentro un tipo con esas prendas durante las noches
interminables en que el tiempo te atenaza y te obsesiona. No proporciono todas
esas cosas gratis y, en algunos casos, el precio es alto. Pero no lo hago sólo
por dinero. ¿Para qué me sirve el dinero? Jamás tendré un Cadillac ni iré a
Jamaica a pasar dos semanas en febrero. Lo hago por lo mismo que un buen
carnicero te vende sólo carne fresca; tengo una reputación y quiero conservarla.
Las dos únicas cosas que me niego a conseguirle a la gente son armas y drogas
duras. No ayudaré a nadie que quiera suicidarse o matar a alguien. Ya tengo en
la cabeza asesinato suficiente para toda la vida.
Así
que soy una especie de gran tienda. Y por eso, cuando en 1949 Andy Dufresne
vino y me preguntó si podía conseguirle a Rita Hayworth, le dije que no habría
ningún problema. Y no lo hubo.
Cuando llegó a Shawshank en 1948, Andy tenía treinta años. Era un
hombrecillo pulcro, bajito, de cabello pajizo y manos diestras. Usaba gafas de
montura dorada. Llevaba siempre las uñas bien cortadas y limpias. Aunque
resulte raro que eso sea lo que se recuerda de un hombre, a mí me parece que es
lo que mejor resume a Andy. Tenía siempre aspecto de llevar corbata. En el
mundo exterior, había sido vicepresidente del departamento de créditos de un
importante banco de Portland. Excelente trabajo para un hombre tan joven como
él, y más aún si consideramos lo conservadores que son la mayoría de los
bancos... conservadurismo que habrá que multiplicar por diez en el caso de
Nueva Inglaterra, donde la gente no confía a un individuo su dinero a menos
que sea calvo, cojo y ande siempre tirándose de los pantalones para colocarse
bien el braguero. Andy estaba en la cárcel por asesinar al amante de su esposa
y a su esposa.
Creo haber dicho ya que en la cárcel todo el mundo
es inocente. Oh, sí, te sueltan su cuento de la inocencia con grandes
aspavientos. Los pobrecitos son víctimas de jueces de corazón de piedra y bolas
haciendo juego, o de abogados incompetentes, o de conjuras policiales o de la
mala suerte. Te sueltan esas monsergas de la inocencia, pero lo que ves
claramente en sus caras es otro cantar. La mayoría de los presidiarios son
gente de mala ralea, no son buenos ni para ellos ni para nadie y en realidad lo
peor que pudo pasarles, ya para empezar, fue que su madre los trajera al
mundo.
En
todos los años que llevo en Shawshank, no llegan ni a diez los hombres a los
que creí cuando me dijeron que eran inocentes. Andy Dufresne era uno de éstos,
aunque no llegué a estar convencido de su inocencia hasta que pasaron unos diez
años. Si yo hubiera formado parte del jurado que le juzgó en el Tribunal Superior
de Portland en un juicio que duró tres borrascosas semanas en 1947 y 1948,
también habría votado culpable.
Fue
un caso endiablado, desde luego; uno de esos casos que cuentan con todos los
elementos necesarios. Había una mujer hermosa con relaciones sociales (muerta),
un personaje local del deporte (muerto también) y un destacado hombre de
negocios (en el banquillo). Y a esto hay que añadir toda la leña que los
periódicos pudieron echar al fuego. Para el fiscal, e] caso era clarísimo. El
juicio duró lo que duró sólo porque el fiscal del distrito quería presentarse
a las elecciones al Congreso y que la plebe tuviera tiempo sobrado de fijarse
en él. Fue un número excelente de circo legal, el público haciendo cola a las
cuatro de la madrugada, pese a temperaturas bajo cero, para asegurarse asiento
en la sala.
Los
hechos que expuso el acusador y que Andy no desmintió fueron los siguientes:
que él tenía una esposa, Linda Collins Dufresne; que en junio de 1947 ella
había expresado su interés en aprender a jugar al golf en el club de campo
Falmouth Hills; que tomó lecciones durante cuatro meses; que su instructor era
el entrenador profesional de golf del Falmouth Hills, Glenn Quentin; que a
finales de agosto de 1947 Andy se enteró de que Quentin y su esposa eran
amantes; que el diez de septiembre de 1947. por la tarde, Andy y Linda
discutieron acaloradamente y que la infidelidad de ella fue el tema y el motivo
de la discusión.
Andy
declaró que Linda había confesado que se alegraba de que él lo supiera; pues
el tener que andar escondiéndose, dijo, era muy desagradable. Le dijo que
quería divorciarse en Reno. Y Andy replicó que antes la vería en el infierno
que en Reno. Ella se fue a pasar la noche con Quentin en la casita que éste
tenía alquilada cerca del campo de golf. Y, a la mañana siguiente, la mujer de
la limpieza los encontró a los dos muertos en la cama. Les habían pegado cuatro
tiros a cada uno.
Esto
último fue lo que perjudicó más a Andy. Aquel fiscal con ambiciones políticas
hizo gran hincapié en este detalle, tanto en la exposición inicial como en el
resumen final. El caso de Andrew Dufresne, dijo, no era el de un marido furioso
que en un arrebato se venga de la esposa infiel; eso, dijo el fiscal, sería
comprensible, aunque censurable. Pero la venganza de Andy había sido algo mucho
más frío. ¡Fíjense bien!, atronó el fiscal dirigiéndose al jurado. ¡Cuatro y
cuatro! Nada de seis disparos... ¡ocho! ¡Había descargado ya el arma y se
paró a cargarla para volver a disparar sobre ambos! cuatro para él y cuatro para ella, proclamaba
el Sun de Portland. El Register de Boston le motejaba «El asesino
equitativo».
Un
dependiente de la casa de empeños Wise de Le-wiston declaró que había vendido
un Police Special treinta y ocho de seis tiros a Andrew Dufresne justo dos días
antes del doble asesinato. Un camarero del bar del club de campo declaró que
Andy había aparecido por allí hacia las siete de la tarde del diez de septiembre
y que se había bebido tres whiskies en veinte minutos... y que cuando se
levantó del taburete de la barra le dijo al camarero que iba a ir hasta la casa
de Glenn Quentin, y que él, el camarero, «ya se enteraría del final de la
historia por los periódicos». Otro dependiente, éste de la tienda Handy-Pik, a
kilómetro y medio más o menos de la casa de Quentin, declaró en el juicio que
Dufresne se había presentado en el local a eso de las nueve menos cuarto
aquella misma noche. Que compró cigarrillos, tres cervezas de cuarto y paños de
cocina. El médico forense del distrito declaró que Quentin y la mujer de
Dufresne habían sido asesinados entre las once de la noche y las dos de la
madrugada la noche del diez al once de septiembre. El detective de la oficina
del fiscal general encargado del caso declaró que había un desvío a menos de
setenta metros de la casa de Quentin, y que habían aparecido allí tres pruebas.
Primera prueba: dos botellas de cuarto vacías de cerveza Narragansett (en las
que se habían encontrado las huellas dactilares del acusado); segunda prueba:
doce colillas de cigarrillos (Kool todos, la marca que fumaba el acusado); y
tercera prueba: el molde en escayola de unas huellas de neumáticos (idénticas a
las de los neumáticos del Plymouth del 47 del acusado).
En
la sala de estar de la casita de Quentin, sobre el sofá, se habían encontrado
cuatro paños de cocina. Todos ellos tenían agujeros de bala y quemaduras de
pólvora. El detective afirmó (con débiles objeciones del abogado de Andy) que
el asesino había puesto los paños de cocina tapando el orificio del arma
homicida para amortiguar el ruido de los disparos.
Andy
Dufresne subió al estrado de los testigos en su propia defensa y contó la
historia en tono sosegado, frío y desapasionado. Contó que había empezado a oír
desagradables rumores sobre su esposa y Glenn Quentin hacia la última semana
de julio. A finales de agosto, estaba ya lo bastante preocupado como para
investigar un poco. Una tarde que Linda había dicho que iría a Portland de
compras después de la clase de golf, Andy les siguió a ella y a Quentin hasta
la casita de una sola planta que tenía alquilada Quentin (denominada inevitablemente
«nido de amor» en los periódicos). Andy esperó en el coche, aparcado en el
desvío, hasta que unas tres horas después salieron y Quentin la volvió a llevar
al club de campo, donde ella tenía aparcado el coche.
—¿Pretende usted decirle al tribunal que siguió a su esposa en su
flamante sedán Plymouth? —le preguntó el fiscal del distrito en el
interrogatorio.
—Había cambiado el coche con un amigo —dijo Andy; y el admitir tan
tranquilamente lo bien que había planeado su investigación no le favoreció
nada ante el jurado, desde luego.
Tras
devolver el coche a su amigo y recoger el suyo, se había ido a casa. Linda estaba
ya en la cama, leyendo un libro. Le preguntó cómo le
había ido el viaje a Portland. Ella le contestó que bien, aunque en realidad no
había visto nada que mereciera la pena comprar. «Eso confirmó mis sospechas»,
dijo Andy a un público sobrecogido; pronunció estas palabras con la misma voz
remota y fría que había empleado prácticamente durante toda su declaración.
—¿Cuál era su estado de ánimo durante los diecisiete
días que mediaron entre éste y el día en que su esposa fue asesinada? —le
preguntó su abogado.
—Me sentía muy angustiado —dijo Andy, sereno e
imperturbable. Y, en el mismo tono que quien lee una lista de compras, añadió
que había pensado en suicidarse, llegando incluso a comprarse una pistola en
Lewis-ton el ocho de septiembre,
Su abogado le invitó entonces a explicar al jurado
lo ocurrido después de que su esposa fuera a reunirse con Glenn Quentin la
noche de los asesinatos. Andy lo explicó... y causó realmente la peor impresión
posible.
Conviví con él casi treinta años y puedo deciros que
era el individuo con más temple que he conocido. Cuando estaba contento por
algo sólo te daba leves indicios; y cuando algo le preocupaba se lo guardaba
todo para él. Nadie podría decir si pasó alguna vez lo que un místico llamó
noche oscura del alma. Era el tipo de individuo que si hubiera decidido
suicidarse no habría dejado ninguna nota, pero sí todos sus asuntos en orden.
Creo que aunque hubiera llorado en el estrado de los testigos o hubiese hablado
con voz ronca o irritada, incluso en el caso de que se hubiera puesto a
chillarle a aquel fiscal que soñaba con Washington, no habría acabado con la
sentencia de cadena perpetua con que acabó. Y aun en caso de haberlo hecho
hubiera conseguido la libertad condicional, hacia 1954. Pero explicó su
historia como una grabadora, como diciéndole al jurado: Las cosas son así.
Pueden creerme o no. No le creyeron.
Dijo que aquella noche estaba borracho, que llevaba
más o menos borracho desde el veinticuatro de agosto y que era una persona a la
que no le sentaba bien el alcohol. A cualquier jurado le hubiera resultado bastante
difícil tragarse esto. Sencillamente no podían imaginarse a aquel hombre
joven, seguro de sí, con un pulcro traje de lana tres piezas entregado a la
bebida por un asuntillo intrascendente de su esposa con un profesor de golf.
Yo sí lo creí, porque tuve ocasión de observar una vez a Andy, lo cual no
pudieron hacer los seis hombres y las seis mujeres del jurado.
Durante el tiempo que le traté, Andy Dufresne siempre
tomó cuatro copas al año. Cada año, más o menos una semana antes de su
cumpleaños y luego otra vez unas dos semanas antes de Navidad, se me acercaba
en el patio. En ambas ocasiones disponía las cosas para conseguir una botella
de Jack Daniel's. La compraba como suelen comprar las cosas la mayoría de los
presos: con el jornal miserable que les pagan aquí y añadiendo algo más de su
propio bolsillo. Hasta 1965, la paga era aquí de diez centavos la hora. Aquel
año la subieron a veinticinco centavos. Mi comisión por conseguir licor era, y
es, el diez por ciento; y si añadimos a esa sobretasa el precio de un buen
whisky tendréis una idea de las horas de sudor en la lavandería de la cárcel
que le costaban a Andy Dufresne sus cuatro copas anuales.
El día de su cumpleaños por la mañana, el veinte de
septiembre, solía pegarse un buen toque y luego otro cuando se apagaban las
luces por la noche. Al día siguiente me devolvía la botella y yo la compartía
con los demás. En cuanto a la otra botella, él se tomaba un trago el día de
Nochebuena y otro el día de Nochevieja... y aquella botella volvía también a
mis manos con instrucciones de compartirla con la gente. Cuatro tragos al
año... sólo actúa así alguien a quien la bebida le ha pegado muy fuerte... con
fuerza suficiente para hacerle sangrar.
Andy explicó al jurado que aquella noche del día
diez estaba tan borracho que sólo podía recordar lo ocurrido en fragmentos
sueltos. Estaba ya borracho por la tarde («Me armé de una ración doble de valor
alcohólico», así lo expresó él) antes de enfrentarse a Linda.
Andy recordaba que, cuando ella salió para reunirse
con Quentin, había decidido enfrentarse a ellos. De camino hacia la casa de
Quentin, aterrizó en el club de campo para un par de tragos rápidos. Dijo que
no podía recordar haberle dicho al camarero lo de que «ya se
enteraría del resto en los periódicos» y que en realidad no se acordaba de
haberle dicho absolutamente nada. Recordaba haber comprado cerveza en el
Handy-Pik, pero no haber comprado los paños de cocina. «¿Para qué iba a querer
yo paños de cocina?», preguntó, y, según un periódico, tres señoras del jurado
se estremecieron.
Después,
mucho después, elucubraría conmigo sobre el dependiente que había declarado
sobre el asunto de aquellos paños de cocina. Y creo que merece la pena transcribir
sus palabras:
—Supongamos que durante la búsqueda de los testigos —me dijo un día en
el patio de ejercicios— tropezaron por casualidad con el tipo que me vendió la
cerveza aquella noche. Para entonces ya habían transcurrido tres días. Los
detalles del caso habían sido ampliamente difundidos en los periódicos. Tal
vez asediaran al tipo en grupo, cinco o seis polis, más el detective de la
oficina del fiscal general, más el ayudante del fiscal del distrito. La
memoria es una cosa extremadamente subjetiva. Red. Pudieron empezar con «¿No
compraría quizás cuatro o cinco paños de cocina?» y seguir luego a partir de
ahí. El hecho de que haya bastantes personas deseando que uno recuerde algo
suele ser extraordinariamente convincente.
Admití que debía serlo.
—Pero hay algo aún más convincente —prosiguió Andy, de aquel modo suyo
tan meditativo—. Creo que es posible al menos que se convenciera él mismo.
Sería el centro de atención. Periodistas haciéndole preguntas, su fotografía en
los diarios, todo coronado, por supuesto, por su actuación estelar en el
juicio. No digo que falsificara a propósito su historia ni que cometiera perjurio
deliberadamente. Creo que es muy probable que superara con absoluto éxito la
prueba del detector de mentiras y que jurara por el sagrado nombre de su madre
que compré aquellos paños de cocina. Pero aun así... la memoria es algo extraordinariamente
subjetivo.
»Lo
sé muy bien: aunque mi propio abogado creía que yo tenía que mentir en parte de
mi versión de los hechos, nunca se tragó lo de los paños de cocina. Si se
piensa un poco es completamente absurdo. Yo estaba como una cuba, demasiado
borracho realmente para que se me ocurriera amortiguar el ruido de los disparos.
Si lo hubiera hecho yo, habría dejado que se oyeran.
Fue
hasta el desvío y aparcó allí. Bebió cerveza y fumó unos cuantos cigarrillos.
Vio que se apagaban las luces de abajo de la casita de Quentin. Se fijó en que
se encendía una luz arriba... y quince minutos después se fijó en que aquella
luz se apagaba también. Dijo que pudo imaginarse el resto.
—Señor Dufresne, ¿fue usted entonces a la casa de
Glenn Quentin y les mató a los dos? —atronó entonces su abogado.
—No, no lo hice —respondió Andy.
Dijo
que hacia medianoche se había despejado y estaba empezando a sentir los
primeros síntomas de una buena resaca. Decidió irse a casa a dormir y pensar en
todo el asunto al día siguiente de forma más razonable y adulta.
—Entonces ya, mientras me dirigía a casa, empecé a pensar que tal vez
la vía más sensata fuera sencillamente dejar que se fuera a Reno y obtuviera
el divorcio.
—Gracias, señor Dufresne.
Intervino entonces inesperadamente el fiscal.
—Y
le concedió usted el divorcio de la forma más rápida que se le ocurrió,
¿verdad? La divorció con un revólver del treinta y ocho envuelto en paños de
cocina, ¿verdad?
—No, señor, no hice eso —dijo Andy, con calma.
—Y luego disparó usted también contra su amante.
—No, señor.
—¿Quiere decir usted que mató primero a Quentin?
—Quiero decir que no maté a ninguno de los dos. Bebí más de dos litros
de cerveza y fumé todos los cigarrillos que ha encontrado la policía en el
desvío. Y luego me fui a casa y me acosté.
—Dijo usted al jurado que entre el veinticuatro de agosto y el diez de
septiembre tuvo usted tendencias e impulsos suicidas.
—Sí, señor.
—¿Lo bastante fuertes como para comprarse un
revólver?
—Sí.
—¿Se molestaría usted mucho, señor Dufresne, si le
dijera que no me parece usted en absoluto una persona que encaje en la
tipología del suicida?
—No —contestó Andy—. Pero no me parece usted una
persona demasiado sensible y dudo muchísimo de que, si me sintiera impulsado al
suicidio, fuera a explicarle a usted mi problema.
Esto provocó tensas risas en la sala, pero no le favoreció
gran cosa ante el jurado.
—¿Llevaba usted el revólver la noche del diez de
septiembre?
—No; tal como ya he declarado...
—¡Ah, sí! —el fiscal sonrió sarcástico—. Lo tiró usted
al río, ¿no es cierto? Al Royal... El día nueve de septiembre por la tarde.
—Sí, señor.
—Un día antes de que se cometieran los asesinatos.
—Sí, señor.
—Una casualidad muy oportuna, ¿verdad?
—No fue oportuna ni inoportuna. Sencillamente la verdad.
—Creo que escuchó usted la declaración del teniente
Mincher, ¿no es así?
Mincher dirigía el grupo que había dragado el rio
cerca del puente desde el que Andy, según su testimonio, había tirado el
revólver. La policía no había encontrado nada.
—Sí, señor. Ya lo sabe usted.
—Entonces, le oyó usted explicar a este tribunal que
no encontraron ningún arma, aunque buscaron durante tres días. Lo cual resulta
también una casualidad muy oportuna, ¿no es cierto?
—Casualidades aparte, es un hecho que no encontraron
el arma —respondió Andy con calma—. Pero me gustaría indicarles a usted y al
jurado que el puente está muy cerca del lugar en que el río desemboca en la
bahía de Yarmouth. La corriente es muy fuerte allí. Tal vez haya arrastrado el
arma hasta la bahía.
—Con lo cual no podemos comparar el estriado de las
balas halladas en los ensangrentados cadáveres de su esposa y del señor Glenn
Quentin, con las de la cámara de su propia arma. ¿No es así, señor Dufresne?
—Sí.
—Lo cual es también bastante oportuno, ¿no es así?
En este punto, según los periódicos, Andy mostró una
de las pocas reacciones levemente emotivas que se permitió durante las seis
semanas que duró el juicio. Una leve sonrisa de amargura se dibujó en su
rostro.
—Dado que soy inocente de este crimen, señor, y
puesto que he dicho la verdad cuando dije que tiré el arma al río el día antes
de que se cometieran los crímenes, me parece absolutamente inoportuno que no
haya aparecido.
El fiscal le estuvo acosando durante dos días. Releyó
el testimonio del vendedor del Handy-Pik sobre los paños de cocina vendidos a
Andy. Andy repitió que no recordaba haberlos comprado, pero admitió que tampoco
podía recordar no haberlo hecho.
¿Era cierto que Andy y Linda Dufresne habían hecho
una póliza conjunta de seguro de 1947? Sí, era cierto. ¿Y no era verdad que,
de ser absuelto, Andy podría cobrar cincuenta mil dólares? Cierto. ¿Y no era
cierto que había ido hasta la casa de Glenn Quentin con intenciones asesinas,
y no era igualmente cierto que había cometido en realidad el doble
asesinato? No, no era cierto. Entonces, ¿qué era, según su opinión, lo que
había sucedido, puesto que no había señales de que se hubiera cometido un robo?
—No tengo medio de saberlo, señor —dijo Andy, con
calma.
El caso quedó listo para la deliberación del jurado
a la una del mediodía; era miércoles y nevaba. Los doce miembros del jurado
volvieron a la sala a las tres y media. El alguacil dijo que habían tardado más
por haber disfrutado de una comida ligera del Restaurante Blentley's a cuenta
del distrito. Le declararon culpable; y, hermano, si en Maine hubiera existido
la pena de muerte, Andy habría bailado el baile del cordel en el aire antes de
que los azafranes de primavera asomaran sus cabecitas entre la nieve.
El fiscal le había
preguntado qué era lo que él creía que había ocurrido y Andy eludió la
pregunta... pero tenía una idea y conseguí sacársela una noche, tarde ya, en 1955...
Nos llevó esos siete años pasar de saludamos como simples conocidos a ser
claramente muy amigos... aunque, en realidad, nunca me sentí de
veras próximo a Andy hasta más o menos 1960 y creo que fui el único que estuvo
alguna vez realmente próximo a él. Como los dos estábamos condenados a cadena
perpetua, estuvimos en el mismo pabellón desde el principio al fin, aunque yo
estaba a media galería de él.
—¿Y tú qué crees? —Sonrió, pero no había rastro de humor en el tono—.
Yo creo que había muchísima mala suerte flotando en el ambiente aquella noche.
Más de la que podría volver a concentrarse nunca en tan poco espacio de tiempo.
Creo que tuvo que ser algún desconocido, alguien que pasaba. Quizás alguien que
pinchó un neumático pasando por allí después de que yo me fuera a casa. O un
ladrón tal vez. Quizás un psicópata. Les mató y listo. Y aquí estoy yo.
Así
de simple. Y le condenaron a pasar en Shawshank el resto de su vida... o la
parte más importante de su vida. Cuatro años después, empezó a comparecer en
las audiencias para la libertad condicional, que le denegaron una y otra vez,
pese a que era un preso modelo. Conseguir un pase de salida en Shawshank cuando
en tu ficha de ingreso figura estampada la palabra asesino es un trabajo
lento, tan lento como la erosión de una roca. Forman el comité siete personas,
dos más que en la mayoría de las prisiones estatales, y cada uno de esos siete
hombres tiene el culo tan duro como el agua que se saca de un manantial de
aguas minerales. A esos tipos no se les puede comprar, no se les puede halagar,
ni siquiera puede uno suplicarles. En lo que se refiere a ese comité, el dinero
no les dice nada y todos quietos, no sale nadie. Había también otros motivos
en el caso de Andy... pero eso pertenece a otra parte de esta historia.
Había
un preso llamado Kendricks que me había pedido una cantidad considerable de
dinero allá por el cincuenta y tantos, y faltaban aún cuatro años para saldar
la deuda. Prácticamente me pagó los intereses en información... En mi campo de
acción, uno es hombre acabado si no encuentra la forma de estar siempre bien
informado. Este Kendricks, por ejemplo, tenía acceso a un tipo de información
del que yo jamás podría haberme enterado en el maldito taller.
Kendricks me dijo que la votación del comité de libertad
condicional fue siete a cero en 1957 contra Andy Dufresne, seis a uno en 1958,
otra vez siete a cero en 1959 y cinco a dos en 1960; después ya no lo sé, pero
sí sé que dieciséis años después Andy seguía en la celda catorce del pabellón
cinco. Tenía por entonces, en 1975, cincuenta y siete años. Tal vez se sientan
bondadosos y le dejen salir hacia 1983. Te conceden la vida, te permiten
vivir, y eso es precisamente lo que te impiden, lo que te quitan, o te quitan
al menos todo cuanto en la vida merece la pena. Quizás te suelten algún día,
pero... en fin, bueno, conocí a un tipo, Sherwood Bolton se llamaba, que tenía
una paloma en la celda. La tuvo desde 1945 hasta que le soltaron en 1953. No
era ningún ornitólogo de Alcatraz; sólo tenía esa paloma. La llamaba Jake.
La dejó libre un día antes de salir él y Jake alzó el vuelo todo lo
lindamente que puedas imaginar. Pero más o menos una semana después de que
Sherwood abandonara a esta feliz familia, un amigo mío me llevó al rincón oeste
del patio por donde solía andar siempre Sherwood. Había en el suelo un pájaro,
como un montoncito de ropa de cama sucia. Parecía haber muerto de hambre. Mi
amigo dijo: «¿No es Jake, Red?». Sí que lo era y estaba tan muerta como
el cerote.
Recuerdo la primera vez que Andy Dufresne habló conmigo para pedirme
algo, lo recuerdo como si fuera ayer. No fue la vez que me pidió a Rita
Hayworth. Eso fue después. Aquel verano de 1948 quería otra cosa.
Casi
todos los tratos se hacen en el patio, y en el patio se hizo éste. Nuestro
patio es grande, mucho más que la mayoría. Es un cuadrado perfecto de unos noventa
metros de lado. La parte norte es el muro que da al exterior, con una torre de
vigilancia a cada extremo. Los guardias de las torretas están equipados con
prismáticos y armas antidisturbios. La puerta principal está en ese lado
norte. Las de entrada y salida de furgones quedan en la parte sur del patio. Y
hay cuatro. Shawshank es un lugar muy concurrido durante la semana laboral:
pedidos que llegan, pedidos que salen. Tenemos una fábrica de placas de
matrícula y una gran lavandería industrial, donde se lava toda la ropa de la
prisión, más la del Hospital y la del Asilo de Eliot. Y hay también un gran
taller mecánico en el que los presos arreglan los vehículos de la cárcel, del
estado, y vehículos municipales, sin mencionar los vehículos privados de los
carceleros, funcionarios administrativos... y, en más de una ocasión, los del
comité de libertad vigilada. La parte este de la prisión es un ancho muro de
piedra lleno de diminutas ventanas alargadas. En la zona oeste están las
oficinas y la enfermería. Shawshank nunca ha estado tan superpoblada como lo
están muchas otras cárceles y en 1948 sólo estaba ocupada en unos dos tercios
de su capacidad, pero en cualquier momento dado puede haber de ochenta a
ciento veinte reclusos en el patio, jugando con un balón de fútbol o de
béisbol, jugando a los dados, charlando, trapicheando. Los domingos el lugar
estaba más concurrido; los domingos aquello habría parecido una fiesta
campestre... si hubiera habido mujeres.
La
primera vez que Andy se acercó a mí era domingo. Acababa de hablar de una
radio con Elmore Armitage, un individuo que me ayudaba con frecuencia, cuando
se acercó Andy. Sabía quién era, claro; tenía fama de presumido y antipático.
Corrían rumores de que tenía mala estrella. Uno de los tipos que lo decían era
Bogs Diamond, mal elemento para tenerlo de enemigo. Andy no tenía compañero de
celda y yo había oído decir que no lo quería, aunque la gente anduviera ya
recelando de él. Pero yo no necesito hacer caso de los rumores sobre un
individuo cuando puedo juzgarle
por mí mismo.
—Hola —me dijo—. Soy Andy Dufresne —me ofreció la mano y se la
estreché. No era de los que pierden el tiempo intentando mostrarse sociables,
así que fue directamente al grano—. Tengo entendido que eres el hombre que sabe
cómo conseguir cosas.
Admití que podía conseguir determinados artículos
de vez en cuando.
—¿Y cómo lo haces? —preguntó Andy.
—A veces —dije— parece como si me vinieran a la mano. No puedo explicarlo.
Quizás sea porque soy irlandés.
Sonrió ligeramente.
—¿Podrías conseguirme un martillete?
—¿Qué es eso? ¿Y para qué lo quieres?
Andy parecía sorprendido.
—¿También tienes en cuenta las motivaciones en tu
negocio?
Comprendí que se hubiera ganado reputación de
pretencioso si hablaba así, parecía uno de esos tipos que se dan mucha
importancia... pero percibí un leve tono burlón en su pregunta.
—Te diré —le dije—. Si me pidieras un cepillo de
dientes, no te haría ninguna pregunta. Me limitaría a decirte el precio. Porque
un cepillo de dientes, comprendes, es un objeto inofensivo.
—¿Te desagradan los objetos peligrosos?
—Sí.
Una vieja bola de béisbol venía hacia nosotros; Andy
se volvió, rápido y ágil como un gato, y la atrapó en el aire. Una jugada que
habría enorgullecido a Frank Malzone. La devolvió con un giro al lugar de
procedencia, sólo un giro rápido y grácil de la muñeca; aquel tiro no había
sido casual, sin embargo. Advertí que había mucha gente observándonos con un
ojo mientras con el otro seguían en lo suyo. Seguramente nos observaban
también los guardias de la torre. No doraré la píldora, en todas las cárceles
hay presos influyentes, tal vez cuatro o cinco en una prisión pequeña, tal vez
dos o tres docenas en una grande. En Shawshank yo era uno de esos tipos que
tienen cierta influencia y lo que yo pensara de Andy Dufresne influiría
bastante en cómo lo pasara allí él. Seguramente también él lo sabía aunque no
se dedicaba a darme coba ni a lisonjearme, y yo le respetaba por ello.
—Muy bien. Te diré lo que es y para qué lo quiero. Un
martillete parece una especie de zapapico en miniatura... más o menos así
—separó las manos unos treinta centímetros, y ésa fue la primera vez que me
fijé en sus limpísimas uñas—. Tiene un pico pequeño en un extremo y una cabeza
de martillo roma y plana en el otro. Lo quiero porque me gustan las piedras.
—Las piedras —dije yo.
—Mira, agáchate un momento —dijo él. Le complací. Nos
acuclillamos como indios. Andy tomó un puñado de tierra del suelo del patio y
empezó a dejarla caer por entre sus manos: la tierra iba cayendo en una nube
fina. Las piedrecillas quedaban arriba, brillantes unas o dos; opacas y
vulgares, las demás. Una de las opacas era de cuarzo, pero si la frotabas un
poco dejaba de ser opaca y adquiría un bello brillo lechoso. Andy la limpió
bien y me la dio. La acepté y él la nombró.
—Cuarzo, seguro —dijo—. Y mira. Mica. Pizarra. Granito. Éste es un
lugar de caliza de cuando lo excavaron en la ladera de la colina —tiró las
piedrecillas y se sacudió el polvo de las manos—. Me gusta coleccionar
piedras. Al menos... me gustaba hacerlo en mi vida anterior. Me gustaría
hacerlo de nuevo, a escala limitada.
—¿Excursiones dominicales por el patio? —pregunté, levantándome. Era
una estupidez, y sin embargo... el ver aquel trocito de cuarzo me había hecho
sentir un extraño sobresalto. No sé exactamente por qué; supongo que sólo por
asociación con el mundo exterior. Uno no piensa en esas cosas desde el punto de
vista del patio. El cuarzo es algo que uno coge en un arroyo de rápida
corriente.
—Mejor hacer excursiones dominicales aquí que no hacerlas en absoluto
—dijo Andy.
—Podrías plantar un aparato como ese martillete en el cráneo de
cualquiera —observé.
—No tengo enemigos aquí —dijo él, con calma.
—¿No? —sonreí—. Espera un poco.
—Si hay algún problema, puedo arreglármelas sin utilizar un martillete.
—Tal vez quieras intentar escapar. ¿Pasando por debajo del muro?
Porque si lo haces...
Se
rió cortésmente. Comprendí por qué cuando vi la herramienta tres semanas
después.
—Sabes —dije—, si te lo ven te lo quitarán. Si te ven con una cuchara,
te la quitan. ¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Te limitarás a sentarte aquí en el
patio y empezar a golpear?
—Vamos, creo que puedo hacer algo mucho mejor que eso.
Cabeceé.
De todas formas, no era asunto mío. A mí me contratan para conseguir algo. El
que el tipo que paga mis servicios pueda o no conservar el pedido, ya es
cuestión suya.
—¿A cuánto crees que subirá un artículo como ése? —pregunté.
Estaba empezando a gustarme su estilo tranquilo y
moderado. Cuando uno lleva diez años en chirona, como yo entonces, puedes
acabar mortalmente aburrido de los bocazas y fanfarrones. Sí, creo que sería
justo decir que me cayó bien Andy desde el principio.
—Ocho dólares en cualquier tienda de piedras y gemas
—dijo—. Pero supongo que en un negocio como el tuyo actuarás en base a un
porcentaje sobre el costo...
—Suelo cobrar el costo más un diez por ciento, pero
tengo que cobrar un poco más cuando se trata de un artículo peligroso. Para
algo como el cachivache del que estamos hablando, necesitaremos un poquito más
de grasa para que los engranajes funcionen. Digamos diez dólares.
—De acuerdo.
Le miré fijamente, sonriendo un poco.
—¿Tienes diez dólares?
—Los tengo —se apresuró a decir.
Muchísimo tiempo después descubrí que tenía más de
quinientos. Los llevaba encima cuando ingresó en la cárcel. En este hotel,
cuando te registran, uno de los «conserjes» está obligado a darte la vuelta y
echar una ojeada a tus pertrechos, pero hay muchísimos pertrechos y, bueno,
para no insistir demasiado en el asunto, diré que si un tipo está realmente
decidido, puede pasar un artículo de tamaño considerable de diversas formas
introduciéndoselo lo bastante arriba para que no se vea, a menos que el
conserje que te registre tenga el humor de ponerse un guante de goma y
dedicarse a explorar.
—Está bien —dije—. Debes saber lo que espero que
digas en caso de que te pesquen con el artículo en cuestión.
—Supongo que debiera saberlo, sí —dijo, y a mí me
pareció, por el leve relampagueo de sus ojos grises, que sabía exactamente lo
que le iba a decir. Fue un leve destello, un centelleo de su peculiar ironía.
—Si te atrapan, dirás que lo encontraste. Eso es lo
fundamental. Te tendrán incomunicado tres o cuatro semanas... además,
lógicamente, te quedarás sin el juguetito y eso te valdrá una mancha en la
ficha. Si les das mi nombre, tú y yo no volveremos nunca a hacer un trato. Ni
siquiera unos cordones de zapatos. Nada. Y te mandaré a unos tipos para que te den
un repaso. No me agrada la violencia, pero supongo que te haces cargo de mi
posición. No voy a dejar que se diga por ahí que no sé arreglármelas. Eso
acabaría conmigo.
—Sí, claro. Comprendo. No tienes que preocuparte.
—Nunca me preocupo —dije—. En un sitio como éste no ganas ningún
beneficio por preocuparte.
Se
alejó con un cabeceo. Tres días después, se acercó a mí en el patio durante el
descanso de la mañana de la lavandería. No dijo una palabra, ni siquiera me
miró, pero me metió en la mano una reproducción del honorable Alexander
Hamilton[2] con la misma limpieza con que un mago hace un truco de cartas. El
tipo se adaptaba de prisa. Le conseguí su martillo para piedras. Lo tuve una
noche en mi celda y era exactamente como él lo había descrito. No era una
herramienta para escapar (utilizando aquel instrumento, tardarías unos
seiscientos años en hacer un túnel por debajo del muro, calculé), pero aun así
yo tenía mis recelos. Si le incrustabas aquel zapapico a un tipo en la cabeza,
seguro que no volvía a oír por la radio Fibber McGee and Molly. Y por
entonces ya habían empezado los problemas de Andy con las hermanas.
Supuse que no querría el martillo para usarlo con ellas.
Al
final, mi suposición quedó confirmada. A la mañana siguiente temprano, veinte
minutos antes de que tocaran diana, le pasé a Ernie el martillo y un paquete de
Camel; Ernie era el viejo recluso que barrió los pasillos del pabellón cinco
hasta que le soltaron en 1956. Se lo guardó en la bata sin pronunciar palabra y
no volví a ver aquella herramienta en diecinueve años, y para entonces estaba
bastante cerca de la extinción.
Al
domingo siguiente, Andy volvió a acercarse a mí en el patio. Era algo digno de
verse, lo juro. Tenía el labio inferior tan hinchado que parecía una morcilla,
el ojo derecho medio cerrado por la hinchazón y un gran arañazo le cruzaba una
mejilla. Tenía sus problemas con las hermanas, desde luego, aunque nunca hablaba
de ello.
—Gracias por la herramienta
—me dijo, y se alejó. Le observé con curiosidad. Dio unos pasos, vio algo en el
suelo, se agachó y lo recogió. Era una piedrecita. Los monos de la prisión, a
excepción de los que llevan los mecánicos para su trabajo, no tienen bolsillos.
Pero hay medios de subsanarlo. La piedrecilla desapareció en la manga de Andy y
no volvió a caerse... admiré el hecho en sí... y admiré a Andy. Pese a todos
los problemas que tenía, seguía adelante con su vida. Hay miles de personas
que no lo hacen, o no quieren o no pueden; y además muchas de esas personas no
están en la cárcel. Me fijé en que, aunque su cara parecía haber sobrevivido a
un tornado, sus manos seguían limpias y pulcras y sus uñas bien cuidadas.
No le vi mucho durante los seis meses siguientes.
Unas palabras sobre
las hermanas.
En
algunas cárceles se les conoce como «locas salvajes», aunque el término de
moda últimamente es «reinas asesinas». Pero en Shawshank siempre se les llamó
las hermanas. No sé por qué, pero no creo que existiera ninguna diferencia
aparte del nombre.
A
casi nadie le sorprenderá en estos días que la sodomía abunde tanto
intramuros, excepto a los novatos, quizá, que tengan la desgracia de ser
jóvenes, delgados, guapos e incautos; pero la homosexualidad, como la
sexualidad normal, se presenta en múltiples formas. Algunos individuos no
soportan vivir sin relaciones sexuales de ningún tipo y recurren a otro hombre
para evitar volverse locos. Lo que se da normalmente es un arreglo entre dos
hombres esencialmente heterosexuales, aunque a veces me he preguntado si
cuando vuelven con sus esposas o novias lo serán tanto como suponían.
Y
hay también individuos que «se invierten» en la cárcel. En el lenguaje normal
se dice que «cambian de acera» o que «salen del armario». Casi siempre (aunque
no siempre) interpretan el papel femenino y los otros se disputan sus favores.
Y luego están las hermanas.
Las hermanas son en la sociedad carcelaria lo que
los violadores en el mundo exterior. Suelen ser presos con largas condenas, que
alardean de crímenes brutales. Su víctima es el joven, el débil, el
ignorante... o, como en el caso de Andy Dufresne, el de aspecto débil. Su
terreno de caza suele ser las duchas, el estrecho patio tunelesco de la entrada
de detrás de las lavadoras industriales de la lavandería, y, a veces, la
enfermería. En más de una ocasión, cometen la violación en la minúscula cabina
de proyección de detrás del auditorio. En la mayoría de los casos, las hermanas
podrían conseguir por las buenas lo que consiguen por la fuerza; si quisieran,
claro; los que «se invierten» andan siempre «locos» por una u otra hermana,
como las mucha-chitas por su Sinatra, Presley o Redford. Pero para las hermanas
la gracia radica precisamente en conseguirlo por la fuerza... y supongo que
siempre será así.
Debido
precisamente a ser menudo y de aspecto agradable (y quizá también a aquel
aplomo que yo había admirado en él), las hermanas anduvieron tras Andy desde
el mismo día de su llegada. Si esto fuera un cuento de hadas, diría que Andy
libró una gran batalla hasta conseguir que le dejaran en paz. Me gustaría
poder decirlo; pero no puedo. La cárcel no es un paraíso de color de rosa.
Le
cayeron encima por primera vez en la ducha a los tres días de haberse unido a
nuestra pequeña y feliz familia. Creo que la primera vez fue sólo cuestión de
bofetadas y cosquillas. Les gusta tantear un poco antes de dar el paso
decisivo, como a los chacales, para averiguar si la víctima es tan débil y
desvalida como parece.
Andy
se defendió y le partió el labio a una de las hermanas, un tipo grande y
corpulento llamado Bogs Diamond... que se fue hace muchos años nadie sabe a
dónde. Antes de que la cosa llegara a más intervino un carcelero, pero Bogs
prometió que ya le agarraría por su cuenta... y lo hizo.
La
segunda vez fue en la lavandería, detrás de las lavadoras. En el transcurso de
los años han pasado muchas cosas en ese largo, sucio y estrecho rincón. Los
carceleros lo saben perfectamente y hacen la vista gorda. Está siempre oscuro
y lleno de bolsas de productos para lavar y blanquear, tambores de catalizador
Hexlite. Tan inofensivo como la sal si tienes las manos secas y tan dañino como
ácido de batería si las tienes húmedas. A los carceleros no les gusta meterse
allí. No hay espacio para maniobrar, y una de las primeras cosas que les
enseñan cuando vienen a trabajar a un lugar como éste es a no permitir jamás
que los presos les acorralen en un sitio sin retirada posible.
Aquel
día no estaba Bogs, pero Henley Backus, que había sido el encargado de
lavandería desde 1922, me contó que sí estaban cuatro de sus amigos. Andy les
mantuvo a raya un rato, con una palada de Hexlite, amenazándoles con tirárselo
a los ojos si se le acercaban más. Pero al intentar retroceder para rodear
cuatro sacos de Washed tropezó. Y se acabó. Se le echaron encima.
Creo
que el término violación múltiple no ha cambiado mucho de una generación a
otra. Fue lo que le hicieron aquellas cuatro hermanas. Le pusieron sobre una
caja de cambios y uno de ellos le colocó un destornillador en la sien mientras
conseguían lo que querían. Te desgarra un poco, pero no demasiado. (¿Preguntáis
si hablo por experiencia personal? Ojalá pudiera decir que no.) Sangras
durante un tiempo. Si no quieres que algún payaso te pregunte si estás con el
período, toma papel higiénico y póntelo a modo de compresa hasta que la
hemorragia cese. Realmente es como flujo menstrual; se prolonga durante dos o
quizá tres días; un lento goteo. Luego se corta. No queda ninguna lesión, a no
ser que te hayan hecho algo más inhumano aún. No queda lesión física...
pero la violación es la violación y al final tienes que volver a mirarte al
espejo y decidir qué hacer de ti mismo.
Andy
pasó todo eso solo, de la misma forma que lo pasaba todo solo por entonces.
Debió llegar a la conclusión de que ya les había sucedido antes a otros, o
sea, que sólo hay dos modos de tratar con las hermanas: hacerles frente y que
te atrapen, o dejar que te atrapen sin más.
Andy
decidió hacerles frente. Cuando Bogs y dos colegas suyos le buscaron dos
semanas o así después del incidente de la lavandería («Creo que te forzaron»,
dijo Bogs, según Ernie, que andaba por allí en aquel momento), Andy luchó duro
con ellos. Le rompió la nariz a un tipo llamado Rooster MacBride, un campesino
duro que estaba en la cárcel por haber matado a golpes a su hijastra. Me
complace informar que Rooster murió aquí, en chirona.
Le
agarraron entre los tres. Una vez conseguido, Rooster y el otro sujeto (no
estoy muy seguro, pero puede que fuera Pete Verness) le obligaron a ponerse de
rodillas. Bogs Diamond se colocó entonces frente a él. Bogs tenía por entonces
una navaja de mango nacarado y las palabras Diamond Pearl grabadas a
ambos lados de la misma. La abrió y dijo:
—Ahora me bajaré la cremallera, caballero, y tú tomarás lo que voy a
darte para que te lo tragues. Y cuando hayas terminado de tragar lo mío,
entonces tragarás lo de Rooster. Me parece que le has partido la nariz y creo
que debe recibir alguna compensación.
—Te advierto que si me metes algo en la boca, sea lo que sea, te
quedarás sin ello.
Ernie
me contó que Bogs miró a Andy como si estuviera loco.
—No —dijo Bogs, hablándole muy despacio, como si Andy fuera un niño
tonto—. No me has entendido bien. Si haces algo parecido, te hundiré esta
navaja en el oído hasta la empuñadura, ¿entiendes?
—Entendí perfectamente lo que dijiste antes. Pero creo que tú no me has
entendido a mí. Morderé cualquier cosa que me metas en la boca. Puedes
meterme esa navaja en los sesos, claro, pero has de saber que una lesión
cerebral súbita hace que la víctima orine, defeque... y muerda con todas sus
fuerzas, y todo simultáneamente.
Alzó
la cara hacia Bogs, sonriendo con aquella leve sonrisa suya, según dijo Ernie,
como si los tres individuos le hubieran estado hablando de acciones y obligaciones
en vez de haberle estado golpeando como bestias; como si llevara uno de sus
elegantes trajes tres piezas de banquero en vez de estar de rodillas en un
cuarto trastero con los pantalones en los tobillos y la sangre goleándole
muslos abajo.
—De hecho —siguió diciendo Andy—, creo que el impulso reflejo de morder
es tan intenso algunas veces que a las víctimas tienen que abrirles las
mandíbulas con una palanca.
Aquella
noche de finales de febrero de 1948, Bogs no metió nada en la boca de Andy, y
tampoco lo hizo Rooster McBride, y, que yo sepa, ningún otro lo hizo tampoco.
Lo que hicieron los tres fue golpearle hasta dejarle casi muerto y los cuatro
acabaron en confinamiento solitario. Andy y Rooster MacBride lo hicieron a
través de la enfermería.
¿Cuántas veces le forzaría aquella peculiar banda?
No lo sé. Creo que Rooster perdió bastante pronto las ganas (el estar con la
nariz escayolada durante un tiempo puede producir esos efectos en un tipo) y
Bogs Diamond renunció aquel verano, de repente.
Eso fue bastante extraño. Una mañana de principios
de junio, Bogs no se presentó al desayuno, se le echó de menos al hacer el
recuento, y le encontraron en su celda todo magullado: había recibido una gran
paliza. Se negó a decir quién había sido y cómo habían entrado en la celda,
pero sé muy bien (por mi negocio) que mediante soborno puede conseguirse de un
carcelero prácticamente cualquier cosa, menos que le dé un arma a un preso. Sus
salarios no eran gran cosa entonces, ni creo que lo sean ahora, y en aquellos
tiempos no había sistemas electrónicos de cierre ni circuito cerrado de
televisión, ni interruptores maestros generales para toda la prisión. En 1948,
cada pabellón de celdas tenía su propio llavero. Podía sobornarse fácilmente a
un carcelero para que dejara a un tipo (o a unos cuantos) entrar en el pabellón
y, sí, por qué no, para que le dejara entrar en la celda de Diamond.
Claro que un trabajo de ese tipo tuvo que costar un
buen montón de pasta. No según la escala del mundo exterior, no. La
economía carcelaria corresponde a una escala mucho más reducida. Cuando llevas aquí
un tiempo, un billete de dólar en la mano te parece el equivalente a uno de
veinte fuera. Mi opinión es que si lo de Bogs fue un encargo, debió costarle a
alguien una cantidad considerable: digamos que unos quince pavos para el
carcelero y dos o tres dólares para cada uno de los que hicieron el trabajo.
No digo que fuera Andy Dufresne, pero sé que cuando
vino a la cárcel pasó quinientos dólares y que en el mundo exterior era
banquero, y, por lo tanto, un individuo que entiende mejor que la mayoría las
formas de utilizar el dinero.
Y
también sé lo siguiente: después de la paliza (tres costillas rotas, un ojo
sangrando, la espalda torcida y la cadera dislocada), Bogs Diamond dejó en paz
a Andy. De hecho, después de aquello dejó bastante en paz a todo el mundo. A
partir de entonces sería ya como un ventarrón de verano: mucho ruido y pocas
nueces. Podríamos decir, de hecho, que se convirtió en una «hermana débil».
Aquél fue el final de Bogs Diamond, un hombre que podría haber acabado
matando a Andy si Andy no hubiera dado los pasos necesarios para evitarlo (si fue
él quien los dio). Pero no fue el final de los problemas de Andy con las
hermanas. Hubo un pequeño descanso y luego la cosa empezó de nuevo, aunque no
tan salvaje ni con tanta frecuencia. A los chacales les gustan las presas
fáciles, y había presas más fáciles que Andy Du-fresne por allí.
Lo
que sí recuerdo es que Andy siempre les hizo frente. Supongo que sabía que si
una vez les dejas tomarte sin luchar, eso hace mucho más fácil permitirles salirse
con la suya sin luchar la próxima vez. Así que de vez en cuando Andy aparecía
con magulladuras en la cara, y seis u ocho meses después de la paliza a
Diamond, le rompieron dos dedos. Ah, sí, y no sé cuándo exactamente, a finales
de 1949, mandaron a un tipo a la enfermería con la mandíbula rota, resultado
casi seguro de un golpe propinado con un buen pedazo de tubería con un extremo
envuelto en trapos. Andy siempre devolvía los golpes, y, como resultado,
pasaba bastante tiempo en confinamiento solitario. Pero no creo que el estar
incomunicado fuera para Andy tan duro como para la mayoría. Él estaba a gusto
solo.
Andy
se adaptó a las hermanas... y luego, en 1950, los ataques de las hermanas
cesaron casi por completo. Pero ésa es una parte de mi historia a la que
volveremos a su debido tiempo.
En
el otoño de 1948, Andy se acercó a mí una mañana en el patio y me preguntó si
podía conseguirle una docena de paños para piedras.
—¿Qué diablos es eso? —le pregunté.
Me
dijo que así era como le llamaban los aficionados a coleccionar piedras; eran
paños de pulimentar aproximadamente del tamaño de los paños de cocina. Estaban
guateados y eran suaves por un lado y ásperos por otro, el lado suave como
papel de lija de granulado pequeño y la parte áspera casi tan abrasiva como las
virutas de acero (Andy tenía también una caja de estas virutas en la celda,
aunque no se la había proporcionado yo... imagino que se la agenció en la
lavandería de la cárcel).
Le
dije que creía que podríamos conseguirlos, y al final se consiguieron en la
misma tienda en la que se había comprado su martíllete. En esta ocasión cargué
a Andy el diez por ciento habitual y ni un centavo más. Nada mortífero veía en
una docena de piezas cuadradas de tela acolchada, ni peligro de ningún tipo.
Paños para piedras, en realidad.
Unos
cinco meses después, Andy me pidió si podía conseguirle a Rita Hayworth. La
conversación tuvo lugar en el auditorio durante la proyección de una película.
Ahora, en la cárcel hay cine una o dos veces por semana, pero en aquellos
tiempos era un acontecimiento mensual. Las películas que nos pasaban solían
tener un mensaje moral, y la de aquel día. El fin de semana perdido, no
era ninguna excepción. El mensaje en este caso era que es peligroso beber,
mensaje del que podíamos extraer cierto consuelo.
Andy
se las arregló para ponerse a mi lado, y hacia la mitad de la película se
inclinó para acercarse aún más y me preguntó si podía conseguirle a Rita Hayworth.
Os diré la verdad: en cierto modo me divirtió. Él era normalmente frío, sereno,
tranquilo, pero aquella noche estaba hecho un manojo de nervios, casi turbado,
como si me estuviera pidiendo un cargamento de condones o uno de esos
artilugios forrados de piel que, según anuncian en las revistas, «intensifican
tu placer solitario». Parecía tensísimo, como si estuviera a punto de
fundírsele los fusibles.
—Puedo conseguirla —le dije—. No te preocupes, tranquilízate. ¿Cuál
quieres, la grande o la pequeña? Por entonces. Rita era mi chica preferida
(unos años antes había sido Betty Grable), y la había en dos tamaños. Por un
dólar podías conseguir la Rita pequeña. Y por dos y medio la Rita grande, uno
veinte de alto y
todo mujer.
—La grande —dijo, sin mirarme. Te diré que era un ascua aquella noche.
Estaba rojo, como un muchachito que intenta colarse en una película
pornográfica, con el carnet de su hermano mayor—. ¿Puedes conseguirla?
—Claro que puedo, tranquilízate. ¿Hay algún problema?
El
público aplaudía y silbaba mientras los espectros salían de las paredes a coger
a Ray Milland, que sufría un ataque gravísimo de delirium tremens.
—¿Cuándo tardarás?
—Una semana. Quizá menos.
—De acuerdo —pero parecía disgustado, como si hubiera esperado que la
tuviera allí mismo metida en el bolsillo—. ¿Cuánto?
Dije
el precio de venta. Podía permitirme proporcionarle aquello a precio de coste;
había sido un buen cliente, con lo de los paños y el martíllete para piedras.
Y, además, había sido un buen chico... Cuando tenía aquellos problemas que tuvo
con Bogs, Rooster y los demás, me pregunté más de una noche cuánto tardaría en
usar el martíllete para partirle la cabeza a alguien.
Los
carteles son una parte importante de mi negocio, van justo después del alcohol
y los cigarrillos, normalmente a medio paso por delante de la yerba. En los años
sesenta, el negocio se disparó en todas direcciones, pues muchísima gente
pedía aquellos horrorosos carteles de Jimi Hendrix, Bob Dylan y aquel Easy
Driver. Pero lo que más piden son mujeres; una reina detrás de otra.
Pocos
días después de que Andy hablara conmigo, un jefe de lavandería con el que yo
tenía tratos por entonces consiguió pasar más de sesenta carteles, Ritas casi
todos. Quizá hasta recuerdes la foto; seguro que sí, que la recuerdas. Rita
está, digamos vestida, con un traje de baño, una mano detrás de la cabeza, los
ojos entornados y los labios rojos, sedosos, plenos, entreabiertos. La llamaban
Rita Hayworth, pero podrían haberla llamado igualmente Mujer en Celo.
La
administración de la cárcel está al tanto del mercado negro, desde luego. De
eso no hay duda. Apuesto a que saben de mi negocio casi tanto como yo mismo. Y
lo toleran porque saben que una cárcel es como una olla a presión, y que en
alguna parte ha de haber agujeros que dejen salir el vapor. Dan algún que otro
golpe de vez en cuando (he pasado tiempo incomunicado alguna que otra vez a lo
largo de los años), pero cuando se trata de cosas como los carteles, hacen la
vista gorda. Vive y deja vivir. Y cuando aparecía una Rita Hayworth grande en
la celda de algún pobre diablo, se daba por supuesto que se la había mandado
por correo un amigo o un pariente. Por supuesto, todos los paquetes de amigos
o parientes se abren y su contenido se detalla en el registro, pero, ¿quién va
a comprobar el registro por algo tan inofensivo como una foto de Rita Hayworth
o de Ava Gardner? Cuando estás en una olla a presión aprendes a vivir y a dejar
vivir, pues de lo contrario alguien puede hacerte una boca nueva encima de la
nuez. Aprendes a ser tolerante.
De
nuevo fue Ernie quien llevó el cartel a la celda de Andy, la catorce, desde la
mía, la seis. Y el propio Ernie me entregó la nota escrita pulcramente por
Andy;
contenía una sola palabra: «Gracias».
Poco
después, cuando nos llevaban en fila a comer, miré al pasar su celda y vi allí
a Rita sobre su litera desplegando todo su esplendor trajebañesco, una mano
tras la cabeza, los ojos entornados, aquellos labios suaves y satinados
entreabiertos. La había colocado sobre la litera, donde por la noche, cuando
las luces se apagaran, podría contemplarla al resplandor de la luz del patio.
Pero,
a la luz del sol matinal, su rostro aparecía cruzado por oscuros cortes...
sombra de los barrotes de la única ventana alargada de la celda.
Explicaré ahora lo que ocurrió a mediados de mayo de 1950 y que acabó
definitivamente con los tres años de escaramuzas de Andy con las hermanas. Fue
también el incidente que le sacaría de la lavandería y le llevaría a la
biblioteca, donde desempeñaría su trabajo hasta que dejó nuestra pequeña y
feliz familia a primeros de este año.
Supongo
que ya te habrás dado cuenta de que mucho de lo que he contado lo sé de
oídas... alguien vio algo, me lo contó y yo te lo cuento a ti. En fin, en algunos
casos he simplificado lo sucedido y he repetido (y repetiré) información de
cuarta o quinta mano. Así son las cosas aquí. Aquí los rumores son algo muy
importante y has de tenerlos en cuenta. Y, por supuesto, has de saber elegir
las partículas de verdad entre toda la broza de mentiras, rumores y
posibilidades.
Habrás
sacado también la conclusión de que describo a alguien que es más leyenda que
persona, y he de admitir que hay algo de verdad en ello. Para los que cumplimos
sentencias largas y que convivimos con Andy durante años, hubo un elemento
fantástico relacionado con él, casi un sentimiento mágico-mítico, si entiendes
lo que quiero decir. La historia que expliqué de que Andy se negó a tragar lo
que quería darle Bogs forma parte del mito, y su forma de hacer frente a las
hermanas y de compartirlas también forma parte de él, y lo de cómo consiguió el
trabajo en la biblioteca es parte del mismo mito... aunque con una diferencia
importante: yo estaba allí y vi lo que sucedió y juro por mi madre que es
absolutamente cierto. El juramento de un asesino convicto tal vez no tenga
mucho valor, pero puedes creer esto: yo no miento.
Andy
y yo éramos bastante amigos por entonces. El tipo me fascinaba. Recordando el
episodio del cartel, veo que hay algo que no he contado y que debiera hacerlo.
Cinco semanas después de haber colgado en su celda el cartel de Rita (yo tenía
otros negocios entre manos y había olvidado el asunto por completo), Ernie me
pasó entre los barrotes de la celda una cajita blanca.
—De parte de Dufresne —me dijo en voz baja y sin alterar su ritmo con
la escoba.
—Gracias, Ernie —le dije, pasándole medio paquete de Camel.
¿Qué
diablos será esto?, me preguntaba mientras alzaba la tapa de la cajita. En el
interior había mucho algodón blanco y debajo...
Estuve mucho rato mirándolo. Me quedé inmóvil unos
cinco minutos como si no me atreviera a tocarlas... tal era su belleza. Hay
una lamentable escasez de objetos bellos en el mundo, y lo más lamentable de
todo es que la mayoría de las personas no parecen darse cuenta siquiera de
ello.
En
la cajita había dos trozos de cuarzo, los dos delicadamente pulimentados.
Habían sido cincelados con formas caprichosas. Tenían destellos de pirita de
hierro que parecían vetas de oro. De no haber sido tan pesadas habrían servido
perfectamente como un par de gemelos... eran tan similares, que parecían formar
un conjunto.
¿Cuánto
trabajo habrá sido preciso para crear aquellas dos piezas? Horas y horas,
después de apagadas las luces, estaba seguro. Primero darles forma y luego el
pulido y el acabado casi interminables con aquellos paños especiales. Al contemplarlas
sentí esa calidez que sienten hombres y mujeres cuando contemplan algo bello,
algo que ha sido elaborado y realizado (eso es lo que nos
diferencia de los animales, creo yo), y sentí también algo más: un sentimiento
de pavor ante la tenacidad grandiosa de aquel hombre. Pero me faltaba mucho
para saber hasta qué extremos podía llegar la tenacidad de Andy Dufresne.
En mayo de 1950, las autoridades decidieron que había que embrear el
terrado del taller de placas de matrículas. Querían hacerlo antes de que el
calor fuera excesivo allá arriba y pidieron voluntarios para la tarea que,
según los planes, tendría que realizarse en una semana. Se ofrecieron
voluntarios más de setenta hombres, porque era un trabajo al aire libre y mayo
es un mes estupendo para trabajar al aire libre. Sacaron nueve o diez nombres
de un sombrero, y precisamente dos de ellos eran el de Andy y el mío.
Durante
toda la semana siguiente saldríamos al patio después del desayuno, con dos
guardianes al frente del grupo y otros dos detrás, más todos los guardias de
las torres vigilándonos continuamente con los gemelos por si acaso.
Cuatro
de nosotros portábamos una gran escalera extensible en aquellas marchas
matinales (y a mí me divertía mucho cómo llamaba Dickie Betts, que también formaba
parte del equipo, a aquel tipo de escalera extensible) y la apoyábamos contra
aquel lado del edificio bajo y plano. Luego empezábamos a acarrear cubos de
brea caliente hasta el terrado. Si te caía encima aquella mierda, tendrías que
hacer todo el trayecto hasta la enfermería bailando convulsivamente.
Había
seis guardias en aquel programa, elegidos todos por su antigüedad. Era casi
como una semana de vacaciones para ellos, porque en lugar de estar sudándola
en la lavandería o en la factoría o controlando a un grupo de presos que
cortaban yerbajos o matas en algún sitio, disfrutaban de unas auténticas
vacaciones al sol de mayo, allí sentados tranquilamente con la espalda apoyada
en el pretil bajo, charlando.
Ni
siquiera tenían que vigilarnos más que a medias porque el puesto de vigilancia
del muro sur quedaba bastante cerca, así que nos tenían siempre bien controlados.
Si alguien del grupo de trabajo hubiera hecho un movimiento raro no habrían
tardado ni cuatro segundos en inmovilizarle con proyectiles de ametralladora
del 45. Así que los guardias se sentaban allí tranquilamente y descansaban.
Sólo les faltaban un par de cajas de seis cervezas metidas en hielo para ser
los amos de la creación.
Uno
de aquellos guardias era un tipo llamado Byron Harley, y en aquel año de 1950
llevaba en Shawshank más tiempo que yo, más que los dos últimos guardianes
juntos, en realidad. El tipo que controlaba el asunto en 1950 era un yanqui
melindroso de Nueva Inglaterra llamado George Dunahy. Tenía un título de administración
penal. Nadie le tenía simpatía, que yo sepa, excepto los que le habían nombrado
para el cargo. Me contaron que sólo le interesaban tres cosas: recopilar
estadísticas para un libro (que publicaría después en una pequeña editorial de
Nueva Inglaterra llamada Light Side Press, a la que casi seguro que pagó por
ello), que el equipo de Shawshak ganara siempre el campeonato de béisbol
intercarcelario de septiembre, y conseguir que se aprobara una ley que
introdujese la pena de muerte en Maine. George Dunahy era un buen defensor de
la pena de muerte. Fue expulsado de su puesto en 1953, cuando se descubrió que
dirigía un taller de reparación de automóviles a bajo precio en el garaje de la
cárcel y se repartía los beneficios con Byron Hadley y Greg Stammas. Hadley y
Stammas consiguieron salir bien de aquel lío (eran especialistas en lo de saber
cubrirse bien el trasero), pero Dunahy tuvo que largarse. Nadie se apenó al
verle partir; claro que tampoco complació a nadie precisamente ver que Greg
Stammas ocupaba su puesto. Era un hombre bajo, de carácter duro y estricto y
los ojos pardos más fríos que puedas imaginarte. Tenía siempre una expresión
angustiada y dolorida, como si tuviera necesidad urgente de ir al retrete y no
consiguiera hacer nada. Durante el período en que Stammas fue director, en
Shawshak imperó la brutalidad, y, aunque no tengo pruebas, estoy seguro de que
se hicieron por lo menos media docena de entierros a la luz de la luna en la
zona boscosa que queda al este de la prisión. Dunahy era malo, pero Greg
Stammas era realmente un tipo cruel, infame y miserable.
Él
y Byron Hadley eran buenos amigos. Como director, George Dunahy no era más que
un testaferro. Era Stammas, y Hadley por mediación suya, quien dirigía
realmente la prisión.
Hadley
era un hombre alto, torpe de andares, el pelo ralo y rojizo. Le quemaba el sol
en seguida, hablaba fuerte y, si no actuabas con bastante rapidez para
complacerle, te soltaba un buen golpe con la porra. Un día, el tercero de
trabajo en el terrado, estaba allí hablando con otro guardia llamado Mert
Entwhistie.
Hadley
tenía noticias sorprendentemente buenas y, claro, se lamentaba por ello. Ése era su
estilo: era una persona desagradable que jamás tenía una palabra de ánimo para
nadie, una persona convencida de que todo el mundo estaba en contra de él. El
mundo le había robado los mejores años de su vida, y se sentiría muy feliz si
podía robarle el resto. He conocido guardias que me parecieron casi santos y
creo que sé por qué: eran capaces de ver la diferencia entre sus propias vidas,
difíciles y miserables sin duda, y las de aquellos a los que el Estado les
pagaba por vigilar. Estos guardias eran capaces de establecer comparaciones en
lo que al dolor se refiere. Los otros no podían o no querían hacerlo. Para
Byron no había bases de comparación. Podía sentarse allí, fresco y cómodo bajo
el cálido sol de mayo, y hallar un motivo para quejarse de su buena suerte
mientras a poca distancia un grupo de hombres trabajaban y sudaban y se
destrozaban las manos acarreando grandes cubos llenos de brea ardiente, hombres
que normalmente trabajaban tan duro que aquello les parecía un alivio.
Recordarás la vieja pregunta, esa que dicen que define tu idea de la vida
cuando la contestas. La respuesta de Byron Hadley sería siempre A medias,
el vaso está sólo lleno a medias. Por los siglos de los siglos, amén. Si le
dabas un vaso de sidra fresca, él pensaba en vinagre. Si le decías que su
esposa le había sido fiel siempre, te decía que porque era espantosamente fea.
Así
que estaba allí sentado, charlando con Mert Entwhistle. Y hablaba lo
suficientemente alto para que le oyéramos todos; su frente amplia y blanca ya
empezaba a enrojecer por el sol. Tenía una mano atrás, en el petril que
rodeaba el terrado. La otra apoyada en la culata de su treinta y ocho.
Todos
nos enteramos a la vez que Mert de la historia que le contaba. Al parecer, el
hermano mayor de Hadley se había largado a Texas hacía unos catorce años y
desde entonces la familia no había vuelto a saber nada del muy hijo de perra.
Se habían convencido todos de que estaría muerto, y en buena hora. Y de pronto,
hacía una semana y media, habían recibido una llamada telefónica de un abogado
de Austin. Pues bien, el hermano de Hadley había muerto hacía cuatro meses, y,
según parecía, rico («Es increíble la suerte que pueden tener algunos
imbéciles», dijo aquel dechado de gratitud). El dinero procedía del petróleo y
del arrendamiento de explotaciones petrolíferas y había dejado cerca de un
millón de dólares.
Pero
no, Hadley no era millonario (eso tal vez le hubiera hecho casi feliz, al menos
por una temporada), sino que el hermano había dejado un legado bastante
decente, de treinta y cinco mil dólares, para cada uno de sus parientes vivos
de Maine, si se les podía localizar. No estaba nada mal. Como tener una racha
de buena suerte y ganar todas las apuestas.
Pero
para Byron Hadley el vaso estaba siempre a medias. Pasó casi toda la mañana
quejándosele a Mert del mordisco que el maldito gobierno le pegaría a la breva
de aquel legado.
—Me dejarán poco más o menos para comprarme un coche nuevo —concedía—.
¿Y luego qué? Hay que pagar los malditos impuestos del coche y las reparaciones
y el mantenimiento y hay que aguantar a los malditos crios dándote la paliza
para que les lleves a dar una vuelta con la capota bajaaa...
—Y para que les dejes llevarlo si ya tienen la edad —dijo Mert.
El
viejo Mert sabía muy bien de qué pie cojeaba y no dijo lo que tenía que ser tan
evidente para él como para todos los que escuchábamos: Si tanto te fastidia ese
dinero, Byron, muchacho, amigo mío, yo te quitaré el peso de encima. Después de
todo, ¿para qué son los amigos?
—Eso, claro, querrán llevarlo ellos, querrán aprender a conducir,
maldita sea —dijo Byron estremecido—. ¿Y qué pasa luego a fin de año? Si
calculaste mal los impuestos y no te sobró bastante para pagar el total,
tendrás que ponerlo de tu propio bolsillo o quizá pedirlo prestado a una de
esas agencias. De todas formas te hacen una revisión, sabes. No importa. Y
cuando los del gobierno examinan tus cuentas, siempre se quedan más. ¿Y quién
puede luchar contra el Tío Sam? Te mete la mano dentro de la camisa y te
exprime la tetilla hasta dejártela morada, y tú siempre te quedas con la peor
parte. ¡Cristo!
Cayó
en un silencio adusto, pensando en la espantosa mala suerte que había tenido
al heredar aquellos treinta y cinco mil dólares. Andy Dufresne llevaba todo el
rato extendiendo brea con una gran brocha a menos de cinco metros de los
guardianes, y en ese momento echó la brocha al cubo y se fue directamente hacia
Mert y Hadley.
Nos
sobresaltamos todos, y yo advertí que uno de los otros guardias, Tim
Youngblood, se llevaba la mano a la funda de la pistola. Uno de los tipos de la
tórrela de vigilancia dio en el brazo al compañero y ambos se volvieron. Por un
momento creí que iban a disparar contra Andy, o a aporrearle, o ambas cosas.
Entonces, con mucha calma, le dijo a Hadley:
—¿Confía usted en su esposa?
Hadley se limitó a mirarle fijamente. Estaba empezando
a ruborizarse y yo sabía que aquello era un mal presagio. En el plazo de unos
tres segundos sacaría la porra y le atizaría a Andy con la punta justo en el
plexo solar, en ese punto exacto en que está el haz nervioso. Un golpe lo
bastante fuerte en ese punto puede matarte. Pero ellos siempre buscan
precisamente ese punto. Si el golpe no es mortal, te dejará paralizado el
tiempo suficiente para que olvides cualquier jugada inteligente que tuvieras
pensada.
—Muchacho —dijo Hadley—, te daré una sola oportunidad de volver a
coger esa brocha. Y luego te caerás de cabeza por la azotea.
Andy
se le quedó mirando, muy tranquilo, sin decir nada. Sus ojos eran como hielo.
Igual que si no le hubiera oído. Y me sorprendí deseando explicárselo todo,
deseando darle el curso intensivo. El curso intensivo es:
no reveles jamás que oyes la
conversación de los guardianes, no intentes intervenir jamás en su
conversación a no ser que te pregunten (y, en tal caso, contéstales sólo lo
que desean oír y luego cierra el pico). Negros, blancos, rojos, amarillos, en
la cárcel eso no importa:
tenemos un género propio de
igualdad. En prisión, todos los reos son negros y tendrás que hacerte a la idea
si quieres sobrevivir a tipos como Hadley y Greg Stammas, que realmente te
matarían nada más verte. Cuando estás en chirona, perteneces al Estado, y si lo
olvidas, peor para ti. He conocido a hombres que se quedaron sin ojos, a
hombres que se quedaron sin los dedos de las manos, sin los dedos de los pies;
conocí a un hombre que perdió la punta del pene y se consideraba afortunado
por haber perdido sólo eso. Quería decirle a Andy que ya era demasiado tarde.
Podría dar la vuelta y recoger la brocha, pero aun así habría algún mastodonte
esperándole en las duchas aquella noche, dispuesto a partirle las piernas y dejarle
tirado en el suelo retorciéndose. Podías comprar a uno de aquellos tipos por un
paquete de cigarrillos o unos caramelos y, sobre todo, deseaba decirle que no
hiciera nada que empeorara aún más las cosas.
Y
lo que hice fue seguir echando brea en la azotea como si no ocurriera
absolutamente nada. Como todo el mundo, cubría primero mi propio trasero. Tenía
que hacerlo. Ya está agrietado, y en Shawshank siempre ha habido algún Hadley
dispuesto a terminar la tarea de destrozarlo.
—Tal vez no lo haya dicho bien —dijo Andy—. En realidad poco importa
que confíe o no en ella. La cuestión es si cree que podría engañarle alguna
vez, intentar incapacitarle.
Hadley
se levantó. Mert se incorporó. Tim Young-blood se incorporó. Hadley tenía la cara al rojo vivo.
—La única cuestión —le dijo— que se te planteará a ti será averiguar
cuántos huesos te quedan sanos. Pero podrás averiguarlo en la enfermería.
Vamos, Mert, vamos a tirar abajo a este tipo.
Tim
Youngblood sacó el arma. Todos los demás nos lanzamos a embrear como locos. El
sol pegaba fuerte. Iban a hacerlo; Hadley y Mert se limitarían a tirarle por el
pretil. Horrible accidente. Dufresne, prisionero 81433-SHNK, resbaló en la
escalera cuando bajaba dos cubos vacíos. Pobrecillo.
Ambos
le sujetaron, Mert del brazo derecho, Hadley del izquierdo. Andy no se
resistía. No apartó la vista ni un instante de la cara enrojecida y furiosa de
Hadley.
—Si tiene usted plena confianza en ella, señor Hadley —dijo, con el
mismo tono sereno y tranquilo—, no hay ningún motivo para que no se quede usted
hasta el último céntimo de ese dinero. Resultado final: señor Byron Hadley,
treinta y cinco mil dólares — Tío Sam, cero.
Mert
empezó a arrastrarle hacia el borde del pretil. Hadley se quedó quieto. Por un
instante, Andy parecía entre ellos la cuerda en una competición de fuerza.
—Un momento, Mert —dijo entonces Hadley—. ¿Qué quieres decir, muchacho?
—Quiero decir que, si tiene usted plena confianza en ella, puede
regalárselo —dijo Andy.
—Más vale que empieces a explicar las cosas bien o te vas por ahí
abajo.
—El Servicio de Inspección Tributaria permite una donación única a la
esposa —dijo Andy—. Hasta un total de sesenta mil dólares.
Hadley
miraba ahora a Andy como si estuviera idiotizado.
—Vamos, eso no puede ser —dijo—. ¿Libre de impuestos?
—Libre de impuestos —contestó Andy—. El Servicio de Inspección no
puede tocarlo.
—¿Y cómo diablos sabes tú eso?
—Era banquero, Byron. Supongo que tendría... —dijo Youngblood.
—Cierra el pico. Trucha —dijo Hadley sin mirarle siquiera. Tim
Youngblood se puso colorado y se calló. Algunos guardias le llamaban Trucha
porque tenía los labios muy gruesos y los ojos saltones. Hadley seguía mirando
a Andy—. ¿Eres el banquero listo que asesinó a su esposa? ¿Y por qué iba yo a
hacer caso a un banquero listo como tú? Podría acabar partiendo piedras codo
con codo contigo... Eso te gustaría mucho, ¿verdad?
Andy dijo con toda calma:
—Los que cumplen condena por evasión de impuestos van a una prisión
federal, no a Shawshank. Pero usted no irá a la cárcel. La donación libre de
impuestos a la esposa es un truco perfectamente legal. Yo he hecho docenas...
mejor dicho, cientos. Está especialmente pensado para personas que traspasan
pequeños negocios o para casos concretos como el de usted.
—Creo que estás mintiendo —dijo Hadley, aunque era evidente que le
creía... se le veía en la cara.
Afloró
a ella una emoción grotesca que cubría aquellos rasgos grandes y feos y la
frente, crispada y quemada por el sol. En el rostro de Byron Hadley se
reflejaba una emoción que resultaba casi obscena. Era la esperanza.
—No, no miento. Pero no tiene usted por qué fiarse de mi palabra.
Contrate un abogado...
—¡Esos picapleitos ladrones hijoputas! —gritó Hadley fuera de sí.
Andy
se encogió de hombros. —Pues vaya al Servicio de Inspección Tributaria. Le
dirán lo mismo gratuitamente. En realidad, no tiene por qué fiarse de lo que yo
diga. Puede comprobarlo por su cuenta.
—Maldito sabihondo. No necesito a ningún banquero listo
asesina-esposas que me diga lo que tengo que hacer.
—Necesitará un asesor fiscal o un banquero que tramite la donación, y
eso le costará algo —dijo Andy—. O... en caso de que le interese, yo se lo
haría con mucho gusto y prácticamente gratis. Le cobraría unas tres cervezas
para cada uno de mis compañeros de trabajo...
—Compañeros de trabajo —dijo Mert, soltando una
bronca risotada. Se dio una palmada en la rodilla. Siempre se palmeaba la
rodilla aquel tipo que ojalá muera de cáncer intestinal en un lugar del mundo
en que no conozcan aún la morfina—. Compañeros de trabajo, ¿verdad que tiene
gracia? ¡Compañeros de trabajo! ¡No recibirás ni una...!
—¡Cierra esa bocaza! —rugió Hadley, y Mert se calló.
Hadley volvió a mirar a Andy—. ¿Qué era lo que estabas diciendo?
—Decía que yo sólo pediría tres cervezas para cada uno
de mis compañeros de trabajo, si le parece bien —dijo Andy—. Creo que un hombre
se siente más persona cuando tiene que trabajar al aire libre en primavera
con una botella fresca y espumosa. Es sólo una opinión más. Sería agradable y
estoy seguro de que se ganaría la gratitud de todos.
He hablado con algunos de los hombres que estaban
allá arriba aquel día (Rennie Martín, Logan St. Pierre y Paul Bonsait eran tres
de los que estaban) y todos vimos lo mismo en aquel momento, todos sentimos
lo mismo. De repente era Andy quien llevaba la voz cantante. Hadley era quien
tenía el arma a la cadera y la porra en la mano, Hadley quien tenía detrás a su
amigo Greg Stammas y a toda la administración de la penitenciaría detrás de
Stammas, todo el poder del Estado respaldándole; pero de repente, en aquella
soleada mañana, eso no importaba y sentí que el corazón me daba un vuelco como
no lo había hecho desde que el furgón que me trajo aquí junto con otros cuatro
presos entró por la puerta trasera allá por 1938 y salté al patio.
Andy miraba a Hadley con sus ojos claros, fríos,
serenos, y entonces no se trataba sólo de los treinta y cinco mil pavos; todos
estábamos de acuerdo en eso. He vuelto a repasar la escena una y otra vez
mentalmente y lo sé. Era un mano a mano, y sencillamente Andy ganó,
igual que un hombre fuerte vence en un pulso a otro más débil. No había motivo
alguno, comprendes, para que Hadley no le hubiera hecho una
seña a Mert en aquel mismo instante, y hubiesen arrojado a Andy de cabeza por
la azotea, y hubiese seguido su consejo en lo del legado.
No
había razón alguna para que no lo hiciera. Pero no lo hizo.
—Podría daros a todos un par de cervezas, si quisiera —dijo Hadley—.
Resulta agradable tomar una cerveza mientras se está trabajando —el muy imbécil
intentaba mostrase generoso incluso.
—Le daré incluso un consejo que en el Servicio de Inspección no se
molestarían en proporcionarle —dijo Andy. Miraba a Hadley fijamente, sin un
pestañeo—. Haga la donación a su esposa si está seguro. Si cree que
puede haber la más mínima posibilidad de que le traicione, buscaríamos alguna
otra forma...
—¿Traicionarme? —preguntó Hadley con aspereza—. ¿Traicionarme a mí?
Mire, Señor Banquero Competente, no se atrevería ni a tirar un pedo sin mi permiso,
aunque se hubiera tomado un quintal de laxantes.
Mert,
Youngblood y los otros guardias le rieron cumplidamente la gracia. Andy se
mantuvo imperturbable.
—Le anotaré los impresos que necesita —dijo—. Puede conseguirlos en la
oficina postal y yo los cumplimentaré para que los firme.
Aquello
parecía algo muy importante y Hadley hinchó el pecho. Luego nos barrió con una
mirada furiosa y vociferó:
—¿Qué es lo que miráis vosotros, desgraciados? ¡A mover el culo, venga,
maldita sea! —se volvió a Andy—. Tú, ven aquí conmigo, sabihondo. Y escúchame
bien: si me estás engañando, acabarás buscando tu propia cabeza antes de que
termine la semana...
—Sí, sí, comprendido —dijo Andy suavemente. Y lo comprendía, sí. Tal
como resultaron las cosas, creo que comprendía mucho más que yo... más que ninguno
de nosotros.
Y así fue como, el penúltimo día de trabajo, el equipo de presos que
embreamos la azotea del taller de placas en 1950, estábamos sentados en hilera
a las diez en punto de una mañana primaveral bebiendo cerveza Black Lebel proporcionada
por el guardián más cruel que haya pisado la Prisión Estatal de Shawshank.
Aquella cerveza era orina caliente, pero aun así es la mejor que he bebido en
mi vida. Nos sentamos allí y bebimos la cerveza y sentíamos el sol en los
hombros, y ni siquiera la expresión medio irónica medio despectiva de Hadley
(como si estuviera mirando cómo bebía cerveza un grupo de monos, en vez de un
grupo de hombres) pudo amargarnos el descanso. Duró veinte minutos, veinte
minutos durante los cuales nos sentimos hombres libres. Podríamos haber estado
bebiendo cerveza y embreando la azotea de una de nuestras propias casas.
Andy
fue el único que no bebió. Ya hablé de sus hábitos respecto a la bebida.
Estaba acuclillado a la sombra, con las manos colgando entre las rodillas
contemplándonos y sonriendo levemente. Es curioso el número de hombres que le
recuerdan así, y es asombroso el número de hombres que estaban en aquel grupo
de trabajo cuando Andy Dufresne doblegó a Byron Hadley. Creo que éramos nueve
o diez, pero en 1955 debíamos haber sido por lo menos doscientos, o quizá
más... si hacías caso de lo que oías.
Así
que, bueno, si me pides una respuesta clara a la pregunta de si intento
hablarte de un hombre o de la leyenda que fue creciendo alrededor de ese hombre
como lo hace la perla alrededor de un granito de arena, tendría que decirte que
la respuesta está en algún punto intermedio entre hombre y leyenda. Lo único
que sé a ciencia cierta es que Andy Dufresne no era como yo ni como ningún otro
individuo que yo haya conocido desde que estoy en la cárcel. Entró en la cárcel
con quinientos dólares en su puerta trasera, pero aquel sesudo hijo de perra
logró no sé cómo entrar también con algo más. Un sentido de su propia valía,
quizás, o la certeza de que al final ganaría él... o quizá fuera sólo el
sentido de la libertad, dentro incluso de estos muros grises malditos. Era una
especie de luz interior que llevaba consigo a todas partes. Sólo una vez le vi
perder esa luz, y también eso forma parte de esta historia.
Para
las series Mundiales de Béisbol de 1950 (recordarás que fue el año que los
Whiz Kids de Filadelfia marcaron cuatro tantos seguidos) Andy ya no tenía
problemas con las hermanas. Stammas y Hadley habían corrido la voz. Si
Andy Dufresne se presentaba a cualquiera de ellos dos o a cualquier carcelero
de los que formaban parte de su camarilla y les mostraba aunque sólo fuera una
gota de sangre en los calzoncillos, todas las hermanas de Shawshank se
acostarían aquella noche con dolor de cabeza. No discutieron. Como ya dije,
siempre había a mano algún ladrón de coches de dieciocho años o una loca o
algún tipo que había manoseado niños. Después de su conversación con Hadley en
el terrado, Andy siguió su camino y las hermanas el suyo.
Trabajaba
entonces en la biblioteca, a las órdenes de un viejo presidiario llamado Brooks
Hatlen. Hatlen había conseguido aquel puesto allá por los años veinte, porque
tenía estudios universitarios. Aunque Brooksie estaba especializado en la cría
de animales, las personas con formación universitaria en institutos de enseñanza
inferior como el Shank son tan raras que, en fin, es aquello de a caballo
regalado no le mires el diente.
A
Brooks, que había matado a su mujer y a su hija después de una mala racha al
póquer por la época en que Coolidge era presidente, le concedieron la libertad
vigilada en 1952. Como siempre, el Estado, con su gran sabiduría, le dejaba
salir cuando había desaparecido ya toda posibilidad de que volviera a
convertirse en miembro útil de la sociedad. Cuando salió tambaleante por la
puerta principal de la prisión, con su traje polaco, sus zapatos franceses, sus
papeles acreditando la concesión de la libertad vigilada en una mano y el
billete para el autobús de la compañía Greyhound en la otra, iba llorando.
Shawshank era su mundo. Todo lo que quedaba al otro lado de sus muros les
resultaba tan espantoso como el Mar Tenebroso de Occidente a los supersticiosos
marinos del siglo quince. En la cárcel, Brooksie había sido una persona de
cierta importancia. Era el bibliotecario, una persona culta. Creo que si cuando
salió hubiera ido a la biblioteca Kittery a pedir trabajo, no le habrían dado
ni la tarjeta de lector. Me enteré de que murió en 1953 en un asilo de ancianos
indigentes; había durado seis meses más de lo que yo había calculado. Sí, creo
que el Estado le jugó una mala pasada, eso mismo. Le adiestraron para sentirse
a gusto dentro de esta pocilga y luego le echaron.
Andy
ocupó el puesto de Brooksie; fue bibliotecario de la cárcel veintitrés años.
Empleó la misma voluntad firme que le habíamos visto utilizar con Byron Hadley
para conseguir todo lo que quería para la biblioteca y poco a poco fue
convirtiendo un cuarto pequeño (que olía todavía a aguarrás porque había sido
cuarto de pintura hasta 1922 y no se había ventilado bien) lleno de «Libros
Condensados» del Readers Digest y de Na-tional Geographics. En la
mejor biblioteca carcelaria de Nueva Inglaterra.
Y
lo hizo paso a paso. Colocó junto a la puerta un buzón de sugerencias y eliminó
pacientemente sugerencias humorísticas como Más libros de tías por fa-bor
y Cómo fujarse en 10 lesiones. Consiguió traer cosas que los presos
parecían tomarse en serio. Escribió a los principales clubs de libros de Nueva
York, dos de los cuales, la Asociación Literaria y el Club del Libro del Mes,
nos enviaron sus principales selecciones a precios especiales. Descubrió el
deseo de información sobre aficiones como la carpintería, la talla de jabón,
prestidigitación, solitarios. Y consiguió cuantos libros pudo sobre estos temas.
Y esos dos artículos de consumo de las prisiones que son Erle Stanley Gardner
y Louis L'Amour. Parece que los presos nunca se cansan de juicios y delitos. Y
sí, tenía una sección de libros de bolsillo bastante picantes debajo del
mostrador de préstamos; los prestaba con gran cautela, asegurándose siempre de
que se los devolvieran. Aun así, toda nueva adquisición de este tipo se leía
voraz y rápidamente y quedaba en bastante mal estado.
En
1954 empezó a escribir al senado estatal de Augusta. Era por entonces director
Stammas, que quería aparentar que Andy era una especie de mascota suya. Siempre
estaba en la biblioteca charlando con él y llegaba a veces incluso a echarle
paternalmente un brazo por el hombro o a darle una palmada. Pero no nos engañaba.
Andy no era la mascota de nadie.
Advirtió a Andy que, aunque hubiera sido banquero en
el exterior, aquella parte de su existencia pertenecía a su pasado y que mejor
sería que se atuviera a las realidades de la vida carcelaria. En cuanto a aquel
puñado de republicanos del Club Rotario de Augusta, para ellos sólo existían
tres formas viables de emplear el dinero de los contribuyentes dedicado a
cárceles y otros centros penales. Número uno: más muros; número dos: más
barrotes; número tres: más guardias. En cuanto al senado concretamente,
explicaba Stam-mas, los tipos de Thomastan y Shawshank y Pittsfield y South
Portland eran la escoria de la humanidad. Estaban allí para pasarlo mal y, por
Dios y su hijito Jesús, que era precisamente mal como iban a pasarlo. Y si
había algunos gusanos en el pan, qué se iba a hacer.
Andy
sonrió con su sonrisa leve y comedida y preguntó a Stammas qué le pasaría a un
bloque de hormigón- si caía en él una gota de agua una vez al año durante un
millón de años. Stammas se echó a reír y le dio unas palmadas en la espalda.
—Pero no tienes un millón de años, hijo mío. Aunque, si los tuvieras,
apuesto a que tendría esa misma sonrisilla en la cara. Adelante, escribe tus
cartas y yo las echaré al correo si pagas los sellos.
Y
eso hizo Andy. Y fue él quien sonrió el último, aunque ni Hadley ni Stammas
estaban allí para verlo. Las peticiones que cursó Andy de fondos para la biblioteca
fueron rechazadas hasta 1960, año en que recibió un cheque de doscientos
dólares (cantidad seguramente asignada con la esperanza de que se callaría de
una vez y les dejaría en paz). Vana esperanza. Andy creía que al fin había
conseguido meter un pie en la puerta y duplicó sus esfuerzos; dos cartas a la
semana en vez de una. En 1962 recibió cuatrocientos dólares y a partir de
entonces la biblioteca recibió puntualmente setecientos dólares al año hasta
1970. En 1971 la asignación ascendía a mil dólares. Aunque no sea mucho
comparado con lo que recibe, supongo, la biblioteca de tu pueblo, con mi! pavos
se pueden comprar muchas historias de Perry Mason y muchas novelas de Jake
Logan. Para cuando Andy se fue, podías ir a la biblioteca (que había crecido y
ocupaba tres habitaciones) y encontrar lo que quisieras. Y, si no lo
encontrabas, había muchas posibilidades de que Andy pudiera conseguírtelo.
Te
preguntarás, imagino, si todo esto sucedió sólo porque Andy le explicó a Byron
Hadley cómo podía ahorrarse los impuestos del legado. La respuesta es sí... y
no. Pero lo que pasó creo que puedes deducirlo tú solo.
Se
corrió la voz de que Shawshak contaba con una especie de mago de las finanzas.
En el verano y finales de la primavera de 1950, Andy creó dos fondos fiduciarios
para los guardianes que querían asegurarse de que sus chicos pudiesen estudiar,
aconsejó a otros dos que querían hacer pequeñas operaciones de bolsa con acciones
ordinarias (y la cosa les salió extraordinariamente bien); a uno de ellos le
fue tan bien que pudo retirarse dos años después; y, bueno, llegó a asesorar al
propio director, al viejo George Dunahy, en su declaración a Hacienda. Eso fue
poco antes de que Dunahy fuera expulsado y creo que debía estar soñando con
los millones que le iba a proporcionar su libro. En abril de 1951, Andy hizo
las declaraciones fiscales de la mitad de los guardianes de Shawshank y en
1952 prácticamente las de todos. Le pagaban en la moneda más valiosa en la
cárcel: simple buena voluntad.
Más
tarde, cuando tomó el mando Greg Stammas, Andy adquirió aún más influencia
(aunque, si intentara explicar detalladamente cómo lo consiguió, estaría elucubrando).
Sé que había presos que disfrutaban de todo tipo de consideraciones especiales
(radios en sus celdas, concesión de permisos de visita extraordinarios, y cosas
así) y que fuera de la cárcel había gente que pagaba para que gozaran de tales
privilegios. Los presos llaman «ángeles» a esas personas. De repente a un tipo
se le excusaba de trabajar los sábados por la mañana en el taller y entonces
sabías que aquel tipo tenía fuera un ángel que soltaba pasta para que él gozara
de tal privilegio. Solía funcionar así: el ángel untaba a algún guardián de
categoría media que era quien se encargaba de untar a su vez a los funcionarios
de ambos extremos de la escala.
Y
luego estaba el servicio de reparación de coches, que fue lo que hundió a
Dunahy. Desapareció durante un tiempo, y después, a finales de los cincuenta,
resurgió con más vigor que nunca. Y algunos de los concesionarios que
trabajaban de vez en cuando en la cárcel pagaban comisiones a los altos
funcionarios de la administración, estoy completamente seguro, y podría decir
casi con la misma seguridad otro tanto de las empresas a las que se compraba
equipo para la lavandería y para el taller de placas y para la prensa de
estampar que se instaló en 1963.
A
finales de la década de los sesenta había también un floreciente mercado de
pastillas en el que intervenía la misma pandilla de funcionarios. Todo lo cual
significaba una cantidad considerable de ingresos ilícitos. No el montón de
pasta que debe circular en una prisión verdaderamente grande como Attica o San
Quintín, pero algo nada despreciable desde luego. Y, al cabo de un tiempo, el
dinero en sí se convirtió también en un problema. No puedes amontonarlo en la
cartera y sacar luego un buen fajo de billetes de veinte todos arrugados y de
billetes de diez con las puntas gastadas para hacer una piscina en el patio
trasero o algún arreglo en casa. Cuando pasas de determinado punto, tienes que
explicar de dónde sale el dinero... y si las explicaciones no resultan
bastante convincentes conseguirás que te regalen un uniforme con un número.
En
una palabra, los servicios de Andy eran necesarios. Le sacaron de la
lavandería y le instalaron en la biblioteca, pero, bien visto, de la lavandería
no le sacaron nunca. En realidad, sencillamente le pusieron a lavar, en vez de
sábanas sucias, dinero sucio. Lo invertía en acciones, en bonos, en fondos
municipales libres de impuestos, llámale como quieras.
En
cierta ocasión, unos diez años después de aquel famoso día del terrado del
taller, me dijo que sabía muy bien lo que estaba haciendo y que tenía relativamente
tranquila la conciencia. Fraude fiscal habría con él o sin él. Y él no había
pedido que le mandaran a Shawshank. Era víctima inocente de una mala suerte
increíble, no era un misionero ni un filántropo.
—Además, Red —me dijo, con aquella semisonrisa suya—, lo que hago aquí
no es muy diferente de lo que hacía fuera. Oye este axioma cínico: el
asesoramien-to financiero especializado que necesita un individuo o una empresa
es directamente proporcional al número de personas a las que ese individuo o
empresa estafa.
»Casi
todos los que rigen este lugar son unos monstruos brutales y estúpidos. Los
que dirigen el honrado mundo exterior son monstruosos y brutales, aunque quizás
no tan estúpidos porque fuera el nivel de aptitud es un poco más alto. No
mucho, pero un poco más sí.
—Pero las pastillas... —dije—. No quiero meterme en tus cosas, pero a
mí, la verdad, me repugnan. Barbitúricos, estimulantes, calmantes, nembutales...
y toda esa porquería. Yo esas cosas no quiero tomarlas. Ni siquiera las he
probado.
—No —dijo Andy—. Tampoco a mí me gustan las
Rastillas. Nunca tomo. Pero apenas
consumo cigarri-os o alcohol. Yo no fomento lo de las pastillas. Ni las traigo
a la cárcel ni las vendo dentro. Creo que es cosa de los guardianes.
—Pero...
—Ya, ya sé. La línea divisoria es muy sutil. Mira, Red, hay personas
que se niegan en redondo a ensuciarse. A eso se le llama santidad, pero las
palomas se te posan en el hombro y al final te cagan la camisa. El otro extremo
es meterse hasta el cuello en la mierda y comerciar con todo lo que dé dinero,
armas de fuego, navajas, heroína, lo que sea. ¿Nunca te ha propuesto un trato
de este tipo un preso?
Asentí.
Muchas veces en estos años, sí. Después de todo, uno es el tipo que consigue
cosas. Y creen que, si puedes conseguirles pilas para transistores o cartones
de Luckies o una onza de yerba, también puedes ponerles en contacto con un
navajero.
—Seguro que sí —convino Andy—. Pero no lo aceptas. Porque los
individuos como nosotros. Red, sabemos que existe una tercera posibilidad, una
alternativa a mantenerte puro o pringarte. Y esa alternativa es la que eligen
todos los seres adultos del mundo. Procurar atravesar el lodazal sin
enfangarte. Entre dos males, eliges el menor y procuras mantener tus buenas
intenciones, mantenerte puro ante ti mismo. Y supongo que sabes que lo has
logrado cuando puedes dormir bien de noche... y por los sueños que tienes.
—Buenas intenciones —dije, y sonreí—. Sobre buenas intenciones yo sé
todo lo que hay que saber, Andy. Puede uno acabar en el infierno de cabeza si
se sigue
ese camino.
—No lo creas —dijo, poniéndose sombrío—. El infierno está aquí mismo.
Aquí mismo en el Shank. Venden pastillas y yo les digo lo que tienen que hacer
con el dinero. Pero tengo también la biblioteca y conozco a más de dos docenas
de tipos que han usado los libros aquí dentro para conseguir aprobar los
exámenes del bachillerato. Tal vez cuando salgan puedan evitar la ciénaga. Cuando
necesitamos una segunda sala en 1957, la conseguí. Querían tenerme contento.
Trabajo barato. El trato es ése.
—Y tienes tus habitaciones privadas.
—Claro. Lo que a mí me gusta.
La
población de la cárcel había crecido lentamente durante la década de los cincuenta
y en la década siguiente aquello fue casi una invasión, con tantos colegiales
en todo el país queriendo probar la yerba y aquellas penas absurdas que ponían
por fumarse un porro. Pero, durante todo aquel período, Andy siguió sin compañero
de celda, aparte de un indio grandón muy silencioso que se llamaba Normanden
(a quien llamábamos Jefe, como a todos los indios en Shawshank), y Normanden
estuvo aquí poco tiempo. Muchos de los otros presos que tenían que cumplir
condenas largas pensaban que Andy estaba loco, pero Andy se limitaba a sonreír.
Vivía solo y le gustaba... y, como él mismo decía, ellos querían tenerle
contento. Trabajaba barato.
En la cárcel el tiempo transcurre lentamente; hay veces que hasta
jurarías que se para, que no pasa; pero pasa. George Dunahy desapareció de
escena entre un tumulto de titulares de periódicos que proclamaban escándalo y haciendo su agosto. Le
sucedió Stammas y los seis años siguientes, más o menos, Shawshank fue una
especie de infierno viviente. Todo el tiempo que duró el reinado de Stammas
estuvieron llenas las camas de la enfermería y las celdas del Ala de Incomunicados.
Cierto
día de 1958, me miré en un espejito que tenía en la celda para afeitarme y vi
que desde él me contemplaba un hombre de cuarenta años. Allá por 1938 había ingresado en Shawshank un chico pelirrojo, un chaval casi
enloquecido de remordimiento, pensando en el suicidio; aquel chaval ya no
existía. Le encanecía ya el pelo, cada vez más escaso. Tenía patas de gallo en
torno de los ojos. Desde el espejo me miraba un anciano que esperaba cumplir su
condena. Sentí un intenso dolor. Es terrible envejecer en la cárcel.
Stammas
se fue a principios de 1959. Habían andado husmeando por allí reporteros
detectives, uno de los cuales había llegado incluso a cumplir cuatro meses con
un nombre falso por un delito inventado. Se disponían a airear de nuevo el escándalo; pero, antes de que pudieran
descargar el golpe, Stammas se largó. Es lógico. Lo entiendo muy bien. Si le
hubieran juzgado y condenado, podría haber terminado aquí mismo. Y, en tal
caso, no creo que hubiera durado más de cinco horas. Hacía dos años que Byron
Hadley se había marchado. El mamonazo tuvo un ataque de corazón y pidió el
retiro voluntario.
A
Andy no le afectó nada lo de Stammas. A principios de 1959 nombraron nuevo
director, nuevo ayudante de director y nuevo jefe de guardianes. Durante los
ocho meses siguientes, Andy volvió a ser un presidiario más. Fue entonces
cuando compartió la celda con él Normanden, aquel mestizo pasamacuody tan
grande. Luego todo volvió a empezar. Trasladaron a Normanden y Andy recuperó
su esplendor solitario. Cambiaron los nombres de los jefes, pero no las
trampas.
Un
día hablé con Normanden de Andy. «Agradable tipo —dijo Normanden. Era difícil
comprender lo que decía porque tenía un labio leporino y fisura palatina.
Soltaba las palabras en una confusa mezcolanza—. Estar bien allí. Nunca se
burlaba. Pero no quería que estar nadie allí. Seguro —gran encogimiento de hombros—.
Encantado irme yo. Mucha corriente haber en celda. Siempre frío. No dejaba
nadie tocar sus cosas. Está bien. Agradable tipo, nunca burlaba. Pero mucha
corriente.»
Rita
Hayworth estuvo colgada en la celda de Andy hasta 1955, si no recuerdo mal.
Luego, Marilyn Monroe, aquella foto en la que está en una rejilla del metro y
el aire le alza la falda. Marilyn duró hasta 1960 y estaba bastante gastada por
los bordes cuando Andy la sustituyó por Jane Mansfield.
Jane era, perdón por la expresión, un busto. Al cabo de un año o así, la sustituyó
una actriz inglesa, Hazel Court, me parece, pero no estoy seguro. En 1966 la
descolgó y colgó a Raquel Welch, que batió un récord de seis años en la celda
de Andy. El último cartel que colgó fue el de una cantante de rock country,
una tal Linda Ronstadt.
Una vez le pregunté qué significaban para él aquellos
carteles y me dirigió una extraña mirada de sorpresa.
—Bueno, supongo que lo mismo que para la mayoría de
los presos —me dijo—. Libertad. Contemplando a esas mujeres hermosas sientes
casi como... no del todo sino casi... como si pudieras dar un paso al frente,
atravesar la foto y encontrarte a su lado. Ser libre. Supongo que Raquel Welch
era la que más me gustaba;
no era sólo por ella; era también aquella playa.
Parecía una playa mexicana. Un lugar tranquilo en el que un hombre pudiera
oírse pensar. ¿Nunca has sentido eso con una foto. Red? ¿Que casi podías entrar
en ella?
Le
dije que yo, en realidad, nunca me lo había planteado así.
—Algún día quizás comprendas lo que quiero decir —me
dijo, y estaba en lo cierto. Años después comprendí exactamente lo que quería
decir... y lo primero que hice entonces fue pensar en. Normanden y en lo que me
había dicho de lo fría que era la celda de Andy.
A finales de marzo
o principios de abril de 1963, le ocurrió una cosa terrible. Ya dije que él
poseía algo de lo que los demás prisioneros, incluido yo, al parecer carecemos.
Llámeselo sentido de la ecuanimidad, o paz interior o, si quieres, fe
inquebrantable y constante en que algún día concluirá la larga pesadilla.
Llámesele como se le llame a eso, lo cierto es que Andy Dufresne parecía
dominar siempre la situación. En él no había ni asomo de esa desesperanza
sombría que parece apoderarse al cabo de un tiempo de casi todos los condenados
a muchos años de cárcel. Nunca podías ver en él ni sombra siquiera de
desesperanza. Hasta aquel invierno del sesenta y tres.
Había un director nuevo entonces, un tal Samuel Norton.
Nadie le vio sonreír nunca, que yo sepa. Llevaba siempre un distintivo de los
baptistas adventistas de Eliot. La principal innovación que aportó como cabeza
de una familia feliz como la nuestra fue procurar que todos los presos que
ingresaban en la cárcel tuvieran un Nuevo Testamento. Tenía en su mesa una
plaquita, letras doradas incrustadas en madera de teca, con estas palabras: jesús mi salvador. En la pared, un
pañito bordado por su esposa decía: el
juicio llegara Y sin tardanza. Esto
último, no emocionaba a casi nadie. Nuestro juicio ya se había celebrado y
estábamos tan dispuestos como el que más a declarar que ni la roca nos
ocultaría ni nos cobijaría la cruz. El señor Sam Norton tenía una cita bíblica
para cada ocasión; y, si quieres un consejo, siempre que te topes con tipos así
sonríe de oreja a oreja y cúbrete los huevos con las manos.
En
tiempos de Sam Norton, la enfermería no estaba tan abarrotada y yo diría que
los enterramientos a la luz de la luna cesaron por completo, lo cual no quiere
decir, por otra parte, que el señor Sam Norton no fuera un ferviente
partidario del castigo. La zona de incomunicados estaba bien poblada. Y los
hombres no perdían los dientes por las palizas, pero sí por las dietas a pan y
agua ordenadas por Sam Norton.
Aquel
tipo era el hipócrita más asqueroso que he visto en un puesto importante. Los
fraudes de que hablé antes siguieron florecientes y Sam Norton les añadió
algunos toques y métodos personales. Andy estaba al tanto de todo y como para
entonces nos habíamos hecho buenos amigos me explicó algunos de esos métodos.
Cuando hablaba de esto solía adoptar una expresión disgustada y divertida, como
si me estuviera hablando de alguna especie predadora de insectos repugnantes
que fuera, por su fealdad y su voracidad, en cierto modo, más que temible,
cómica.
Fue
Sam Norton quien estableció el programa «Den-tro-Fuera», sobre el que tal vez
leyeras algo hace unos dieciséis o diecisiete años. Hasta Newsweek
publicó un artículo describiéndolo y alabándolo. Visto así en la prensa, podía
parecer un auténtico avance en la rehabilitación y las correcciones prácticas.
Había presos que trabajaban fuera cortando madera prensada, que arreglaban
puentes y carreteras, había presos que construían almacenes de patatas. Norton
lo denominó programa «Dentro-Fuera» y le invitaron a explicar el plan en casi
todos los clubs Kiwani y de rotarios de Nueva Inglaterra, sobre todo después de
que salió retratado en Newsweek. Los presos le llamaban a aquello «la
brigada de caminos», aunque, que yo sepa, no invitaron a ninguno a exponer sus
opiniones a los kiwanianos, ni a la Leal Orden del Alce.
Norton
estaba presente en toda operación de este tipo, con distintivo y todo; ya fuese
cortar madera prensada o hacer canales para el agua de lluvia o un nuevo
tendido de alcantarillado por debajo de las autopistas estatales, allí estaba
Norton en primera fila. Había mil modos de hacerlo... hombres, materiales, lo
que gustes. Pero tenía también otro aspecto aquel asunto. Las empresas
constructoras de la zona estaban aterradas con el programa de trabajo en el
exterior de Sam Norton, porque la mano de obra carcelaria es mano de obra
esclava, con la que es imposible competir. Así que Sam Norton, el de los
Testamentos y el distintivo religioso, recibió bajo cuerda muchos sobres bien
abultados en los dieciséis años que fue director de Shaw-shank. Y, cuando
recibía uno de estos sobres, podía sobrepujar la contrata, no pujar en
absoluto, o alegar que todos los presos que hacían el trabajo de aquel programa
estaban trabajando en otro sitio. Siempre me maravilló que Norton no apareciera
un día en el maletero de un Thunderbird aparcado en cualquier carretera de
Massachusetts con las manos atadas a la espalda y una docena de balas en la
cabeza.
De
cualquier modo, como dice la vieja canción. Dios mío, cómo corre el dinero.
Seguro que Norton suscribiría el viejo criterio puritano de que el mejor modo
de averiguar a qué personas favorece Dios de verdad es comprobar sus cuentas
bancarias.
Andy
Dufresne era la mano derecha de Norton en todo esto, su socio mudo. Norton
sabía que podía presionar a Andy con la biblioteca, lo sabía y lo hacía. Andy
me contó que uno de los aforismos preferidos de Norton era: «Una mano lava la
otra». Así que Andy le aconsejaba y le hacía sugerencias útiles. No estoy seguro
de que él organizara aquel programa de trabajo de Norton,
pero sí lo estoy de que procesaba el dinero para aquel hipócrita hijo de puta.
Daba buenos consejos, hacía sugerencias útiles, el dinero entraba a raudales
y... ¡el muy hijoputa! La biblioteca recibía una serie nueva de manuales de
reparación de automóviles, la colección nueva de la Enciclopedia Grolier,
libros para preparar los exámenes académicos. Y, por supuesto, más obras de
Erle Stanley Gardner y de Louis L'Amour.
Y estoy convencido de que pasó lo que pasó porque
Norton no quería perder a su mano derecha. Diré más:
pasó porque tenía miedo a lo que podría ocurrir si
Andy alguna vez salía libre de la prisión estatal de Shawshank, a lo que podría
decir Andy contra él.
Me fui enterando de la historia a retazos a lo largo
de unos siete años, en parte, aunque no del todo, a través de Andy. A él nunca
le gustó hablar de ese aspecto de su vida y no le culpo. La historia quizás me
llegara en sus diversas partes de una docena de fuentes distintas. Dije ya una
vez que los presos no son más que esclavos; y tienen ese hábito propio del
esclavo de hacerse los tontos y tener los oídos bien abiertos. La fui conociendo
por partes y no ordenadamente, pero te la contaré toda y tal vez entiendas por
qué se pasó el tipo diez meses sumido en un desconcierto obsesivo y sombrío.
Bueno, no creo que supiera la verdad hasta 1963, quince años después de haber
aterrizado en este dulce hogar nuestro. Hasta que conoció a Tommy Williams,
creo que no supo lo espantoso que podía llegar a ser realmente.
Tommy Williams
ingresó en nuestra feliz familia en noviembre de 1962. Tommy se consideraba
nativo de Massachusetts, pero no era orgulloso; a sus veintisiete años, había
cumplido condenas por toda Nueva Inglaterra. Era ladrón profesional y, como ya
habrás adivinado, debería, según mi opinión, haber elegido otro oficio.
Estaba casado y su esposa venía a visitarle una semana
sí y otra también. Ella creía que mejorarían las cosas para Tommy (y, en
consecuencia, también para su hijo de tres años y para ella), si Tommy
conseguía el título de bachiller. Le convenció y Tommy empezó a
visitar la biblioteca con regularidad.
Para
Andy aquello era ya una vieja rutina. Procuró que Tommy dispusiera del material
necesario para repasar las asignaturas que había aprobado en el instituto
(que no eran muchas) y hacer el examen. Procuró también que se apuntara a una
serie de cursos por correspondencia de las asignaturas que le quedaban, por
haberlas suspendido o por no haberse presentado.
Tal
vez no fuera el mejor estudiante que tuvo Andy y no sé si habrá conseguido el
título de bachiller, pero eso no forma parte de mi historia. Lo importante es
que Andy Dufresne le cayó muy bien, como a casi todo el mundo después de un
tiempo.
Tommy
le preguntó un par de veces a Andy: «¿Qué hace un tipo tan inteligente como tú
en la cárcel?», pregunta que es tosco equivalente de aquello de «¿Qué hace una
chica tan guapa como tú en un sitio como éste?». Pero Andy no era el indicado
para decírselo; se limitó a sonreír y procuró cambiar de tema. Tommy preguntó a
otros, como es natural, y cuando supo al fin la historia recibió la gran
impresión de su joven vida.
Preguntó
a su compañero de trabajo en la plancha de vapor y dobladora de la lavandería.
Los internos llaman a este aparato la trituradora porque, si te despistas y te
engancha, lo que hace es precisamente triturarte. Su compañero era Charlie
Lathrop, que llevaba doce años en chirona por asesinato. Fue un placer para él
explicarle a Tommy los detalles del juicio por asesinato de Dufresne; esto
aliviaba la monotonía de tirar de las sábanas de la máquina y echarlas en el
cesto. Estaba llegando ya a lo de cuando el jurado espera hasta después de
comer para dar el veredicto cuando sonó la alarma de la máquina y ésta se paró.
Habían estado echando las sábanas recién lavadas que salían secas y pulcramente
planchadas por el otro extremo a un ritmo de una cada cinco segundos. Su
trabajo consistía en cogerlas, doblarlas y echarlas en el carrito previamente
forrado con papel de estraza limpio.
Pero
Tommy Williams estaba allí como pasmado, mirando boquiabierto a Charlie
Lathrop. Y un montón de sábanas seguían saliendo limpias y estaban ahora
absorbiendo toda la húmeda porquería del suelo (que puede ser mucha realmente
en una lavandería).
Bueno,
en fin, el caso es que llegó corriendo el oficial de guardia, Homer Jessup,
dando alaridos. Tommy ni se enteró. Le habló a Charlie como si el bueno de
Homer, que seguramente había reventado más cabezas de las que podía contar, no
estuviera allí.
—¿Cómo dijiste que se llamaba aquel entrenador de golf?
—Quentin —contestó Charlie, sorprendido y confuso por entonces.
Contaría más tarde que el chico estaba tan blanco como una bandera de tregua—.
Creo que Glenn Quentin. O algo muy parecido.
—¡Vamos, vamos! —gritó Homer Jessup, el cuello rojo como cresta de
gallo—. Meted esas sábanas en agua caliente. ¡De prisa! ¡De prisa, por amor de
Dios!
—Glenn Quentin, oh, Dios mío —dijo Tommy Williams, y eso fue todo lo
que pudo decir antes de que Homer Jessup, el menos pacífico de los hombres, le
atizara con la porra detrás de la oreja. Tommy cayó de bruces con tal fuerza
que se rompió tres dientes. Cuando volvió en sí estaba en una celda
incomunicado y allí estuvo una semana entera cumpliendo las buenas normas de
Sam Norton. Además de ganarse un punto negativo en su expediente.
Todo eso ocurrió a primeros de febrero de 1963;
cuando Tommy Williams volvió a su
celda preguntó a otros seis o siete presos con condenas largas y todos le
contaron más o menos la misma historia. Lo sé porque yo fui uno de ellos.
Pero, cuando le pregunté por qué quería saberlo, se negó a decírmelo.
Luego,
un día fue a la biblioteca y proporcionó a Andy buen surtido de información. Y,
por primera y última vez, al menos desde que se había acercado a pedirme el
cartel de Rita Hayworth como el chaval que compra su primer paquete de
cigarrillos, Andy perdió el control... pero esta vez lo perdió por completo.
Le
vi aquel mismo día, más tarde. Parecía el individuo que ha llegado al final de
una pista y que se da un gran golpe entre los ojos. Le temblaban las manos y
cuando le dirigí la palabra no me contestó. Antes de que la tarde terminara se
había puesto en contacto con Billy Hanlon, que era el carcelero jefe, y
concertado una cita con el director Norton para el día siguiente. Después me
contaría que no había pegado ojo en toda la noche; oía aullar fuera el frío
viento de invierno, veía cómo los focos daban vueltas y vueltas, proyectando
móviles sombras alargadas en los muros de cemento de la jaula que llamaba hogar
desde que Harry Truman era presidente, e intentaba meditar sobre todo aquello.
Me dijo que era como si Tommy hubiera hecho aparecer de pronto la llave que
abriese una jaula que era como su propia celda. Sólo que, en lugar de albergar
a un hombre, aquella jaula albergaba a un tigre, un tigre llamado Esperanza.
Williams había dado con la llave que habría la jaula y, lo quisiera o no, el
tigre tenía libertad ahora para vagar por su cerebro.
A
Tommy Williams le habían detenido cuatro años atrás en Rhode Island conduciendo
un coche robado lleno de mercancías robadas. Tommy delató a su cómplice, el
fiscal del distrito hizo un poco la vista gorda y le rebajaron la sentencia que
se quedó, con el tiempo que había cumplido ya, en dos años. Cuando llevaba
cumplidos once meses su compañero de celda salió libre y le asignaron a Tommy
un nuevo compañero, un tipo llamado Elwood Blatch. A Blatch le habían detenido
por robo a mano armada y allanamiento. Y en su día le habían sentenciado a una
pena de seis a doce años.
—En mi vida he visto a un tipo más neurótico —me dijo Tommy—. Un hombre
así nunca debería querer robar, y menos armado... Por el más leve ruido pegaba
un bote hasta el techo y lo más seguro es que aterrizara disparando. Una noche
estuvo a punto de estrangularme porque al fondo de la galería un tipo se puso
a pegar en los barrotes de su celda con una lata.
»Pasé
siete meses con él, hasta que me dejaron en libertad. Pasaba un tiempo en la
cárcel y un tiempo fuera, ya sabes. No puede decirse que habláramos por-
que yo no llamaría exactamente
conversación a aquello, entiendes. Blatch no conversaba con nadie. Lo que hacía
era hablar sin parar. No cerraba la boca. Y si intentabas meter baza, te
amenazaba con el puño y revolvía los ojos. Cuando lo hacía, se me ponía la
carne de gallina. Era un tipo enorme, casi completamente calvo, con unos ojos verdes muy hundidos en las cuencas. Uffff, espero no
volver a verle nunca.
»Por las noches era como si hablar le
emborrachase. Me contaba dónde se había criado, los orfelinatos de los que se
había escapado, los trabajos que había hecho, las mujeres que se había tirado,
las partidas de dados que había ganado. Yo me limitaba a dejarle hablar.
Aunque mi cara no sea gran cosa, no me gustaría que me la hicieran nueva, la
verdad.
«Había robado, según él, en unos doscientos garitos.
Me costaba trabajo creerlo de un tipo como él que estallaba como un petardo
con sólo oír un pedo; pero él juraba que era cierto. En fin, escucha Red...
conozco a tipos que se enteran de algo y luego inventan cosas, pero recuerdo
que antes incluso de haber oído el nombre de ese profesor de golf, de Quentin,
pensaba que si Blatch entraba a robar en mi casa y yo le descubría, tendría que
considerarme el mamón más afortunado del mundo por seguir aún con vida. ¿Puedes
imaginártelo en el dormitorio de una señora, examinando su joyero y ella que
tose dormida o que se da la vuelta? Sólo de pensarlo se me pone la carne de
gallina, de veras, te lo juro por mi madre.
»Dijo también que había matado. A personas que le
fastidiaban. Y yo le creí. Tenía todo el aspecto de un individuo capaz de
asesinar. ¡Era un tipo tan endiabladamente neurótico y crispado! Era como una
pistola con el percutor acortado. Conocí a un tipo que tenía una Smith &
Wesson Police Special con el percutor acortado. No servía para nada, excepto
como motivo de conversación. El tirador de aquella arma era tan ligero que
podía dispararse si el tipo aquél, que se llamaba John Callahan, ponía el
tocadiscos a todo volumen y la colocaba sobre uno de los altavoces. Pues
Blatch era igual. No puedo explicarlo mejor. Pero el caso es que no dudé ni por
un momento que hubiera despachado a unos cuantos.
»Así que una noche, sólo por decir algo, voy y le
pregunto: "¿Ya quién mataste?", en plan de broma, sabes. Y él se echa
a reír y me dice: "Hay un tipo allá en Maine cumpliendo condena por dos
que me cargué yo. Un tipejo y la mujer de ese cretino que está en la cárcel.
Yo andaba rastreando la casa y aquel tipo empezó a fastidiarme".
»No
recuerdo si llegó a decirme cómo se llamaba la mujer —siguió explicando Tom—.
Tal vez lo hiciera. Pero, en Nueva Inglaterra, Dufresne es como Smith o Jones
en el resto del país, hay muchos apellidos franchutes por allí. Dufresne,
Lavesque, Oulette, Poulin, quién puede recordar los nombres de los franchutes.
Pero sí me dijo el nombre del tipo. Me dijo que el tipo se llamaba Glenn
Quentin y que era un mierda, un tipo insoportable y rico, profesor de golf.
Dijo que creía que el tipo aquél tenía dinero en casa, tal vez unos cinco mil
dólares. Eso por entonces era muchísimo dinero, me dije. Así que le pregunto:
"¿Cuándo fue eso?" Y él me contesta: "Después de la guerra. Nada
más terminar".
»Así
que se fue allá, dio un "repaso" y se despertaron y el tipo aquel se
puso pesado. Eso me dijo él. Tal vez el tipo se pusiera a roncar, yo qué sé.
Bueno, fuera como fuera, él dijo que Quentin estaba en la piltra con la esposa
de cierto abogado muy acreditado y que mandaron a ese abogado a la prisión
estatal de Shawshank. Luego soltó una risotada. Dios santo, en mi vida me
alegré tanto como cuando me entregaron los papeles para salir de allí.
Supongo que comprenderás ahora por qué se emocionó tanto Andy cuando
Tommy le contó esta historia y por qué quiso ver en seguida al jefe. Elwood
Blatch estaba cumpliendo una pena de seis a nueve años cuando Tommy le había
conocido cuatro años atrás. Pero cuando Tommy le contó todo esto a Andy, en
1963, estaría a punto de salir... o quizás hubiera salido ya. Así que ésas
eran las dos puntas del espetón en que se asaba Andy: la idea de que Blatch
siguiera aún en la cárcel, por un lado, y la posibilidad, muy real, de que
hubiera volado como el viento, por otro.
La
historia de Tommy tenía algunas lagunas, pero ¿acaso no hay también fallos en
la vida real? Blatch le dijo a Tommy que el tipo que había ido a chirona era un
brillante abogado y Andy era banquero, pero son éstas dos profesiones que la
gente sin mucha cultura confunde fácilmente. Y no hay que olvidar que habían
pasado doce años entre que Blatch leyó los recortes sobre el juicio hasta que
le contó la historia de Tom Williams. También le contó a Tommy que había cogido
más de mil dólares de un baulito que Quentin tenía en su casa, pero en el
juicio de Andy la policía dijo que no había indicios de robo. Yo tengo algunas
ideas al respecto. Primero: Si coges el dinero y el tipo al que pertenecía
ese dinero está muerto, ¿cómo puede saberse que se robó algo a no ser que
alguna otra persona pueda decir, en primer lugar, que existía lo robado? Segundo:
¿Quién podría decir que Blatch no mintió concretamente en lo del dinero? Tal
vez no quisiera admitir que había matado a dos personas por nada. Tercero:
Tal vez hubiera indicios de robo y
la policía los pasara por alto (los polis pueden ser muy tontos) o que los
ocultaran deliberadamente para no estropearle el caso al fiscal del distrito.
El tipo iba a presentarse a las elecciones para un cargo público, como
recordarás, y necesitaba una buena condena que le diese prestigio. Un caso sin
resolver de homicidio y de robo con allanamiento no le habría beneficiado gran
cosa, desde luego.
Pero,
de las tres posibilidades, me quedo con la segunda. He conocido a algunos
Elwood Blatch en el tiempo que llevo en Shawshank, salvajes impulsivos con ojos
de loco. A estos tipos les gusta hacerte creer que consiguieron algo
equivalente al Hope Diamond en cada golpe, aunque no lograran llevarse más que
un Timex de dos dólares y nueve pavos en el único que dieron y por el que están
cumpliendo condena.
Y
había algo en la historia de Tommy que hizo que Andy se convenciese del todo.
Blatch no había elegido a Quentin por casualidad. Había dicho que era un «tipejo
rico» y estaba enterado de que era entrenador de golf. Y Andy y su esposa
habían estado yendo a aquel club de campo a tomar una copa y a cenar una o dos
veces por semana durante un par de años y Andy había consumido bastante
alcohol allí desde que descubrió lo de su mujer con Quentin. Había también en
el mismo club una dársena para embarcaciones pequeñas en la que estuvo
trabajando a horas una temporada un individuo que encajaba perfectamente con la
descripción que había hecho Tommy de Elwood Blatch. Un hombre alto y
corpulento, casi calvo del todo, ojos verdes muy hundidos en las cuencas. Un
individuo que te miraba de una forma desagradable como si te estuviera
catalogando. No había estado mucho tiempo, según Andy. O se largó por su
cuenta o le despediría Briggs, el encargado de la dársena. Pero no era un tipo
al que olvidaras fácilmente. Llamaba demasiado la atención.
Aquel
día que Andy fue a ver a Norton cruzaban el cielo sobre los muros grises de la
cárcel grandes nubarrones grises. Hacía viento y llovía. La última nieve empezaría
a derretirse aquel día dejando en los campos, fuera de la prisión, yertas
manchas de yerba del año anterior.
El
director tenía un despacho bastante amplio en el Ala de Dirección, y ese
despacho tenía detrás del escritorio una puerta que daba directamente al
despacho del ayudante del director. El ayudante había salido aquel día, pero
estaba allí un preso, un tipo medio cojo cuyo verdadero nombre se me ha
olvidado ya; todos los internos, incluido yo, le llamábamos Chester, por el
ayudante del Marshall Dillon. Chester estaba allí, en teoría, para regar las
plantas y encerar el suelo. Yo creo que las plantas pasaron bastante sed aquel
día, y que la única cera que se aplicó fue la de la oreja sucia de Chester
contra la placa de la cerradura de la puerta que comunicaba ambos despachos.
Chester
oyó abrirse y cerrarse la puerta principal del despacho de Norton y luego oyó
decir a éste:
—Buenos días, Dufresne, ¿en qué puedo servirte?
—Director —empezó a decir Andy, y el bueno de Chester nos contó que
casi no reconocía la voz de Andy—. Director... hay algo... me ha ocurrido algo
que... que... en fin... casi no sé por dónde empezar.
—Bueno, ¿por qué no empiezas por el principio? —dijo el director,
seguramente con su voz más dulce, la de «Volvamos al Salmo veintitrés y
leámoslo juntos»—. Suele ser lo mejor.
Así
que eso fue lo que hizo Andy. Empezó recordándole a Norton los datos del
crimen por el que le habían condenado y encarcelado. Y luego le contó exactamente
lo que Tommy Williams le había contado a él. Le dijo también el nombre de
Tommy, lo cual, la verdad, no fue un detalle inteligente, tal como demostraron
los acontecimientos posteriores, aunque, bien pensado, ¿qué otra cosa podría
haber hecho para que toda la historia resultara verosímil?
Cuando
terminó, Norton se quedó un buen rato en silencio. Me lo imagino muy bien,
inclinado hacia atrás en su sillón bajo la foto del gobernador Reed de la
pared, los dedos como agujas, los labios lívidos fruncidos, la frente arrugada
formando peldaños hasta medio camino de la coronilla, el distintivo de su fe
emitiendo un suave destello.
—Sí —dijo, al fin—, es la historia más increíble que he oído. Pero te
diré lo que más me sorprende de ella, Dufresne.
—¿Qué, señor?
—El que te la hayas tragado.
—¿Cómo, señor? No entiendo qué quiere decir. Y Chester nos contó que
Andy Dufresne, que había plantado cara a Byron Hadley en el terrado del taller
de placas de matrícula trece años antes, casi no supo qué decir.
—Bueno, bueno —dijo Norton—. Está clarísimo que has impresionado al
joven Williams. En realidad creo que está prendado de ti. Oyó tu desdichada
historia y es... muy natural que quiera, bueno, digamos animarte. Muy lógico.
Es joven, no muy inteligente... Nada tiene de extraño que no comprendiera lo
mucho que podría afectarte esto. En fin, lo que sugiero yo es...
—¿No comprende que ya me he planteado eso también? —dijo Andy--. Pero
yo nunca le hablé a Tommy del tipo que trabajaba en la dársena del club, nunca
le conté eso a nadie... en realidad, ¡ni siquiera se me pasó por la
cabeza! Pero la descripción que hizo Tommy de su compañero de celda es
exactamente la de aquel tipo.
—Bueno, bueno, creo que incurres en una leve percepción selectiva en
este caso —dijo Norton con una sonrisilla.
Frases
como ésa son las que les obligan a aprender a los que se dedican a la penología
y a la rehabilitación y las utilizan siempre que pueden.
—No es eso en absoluto, señor.
—Ése es tu parecer —dijo Norton—, pero no el mío. Y permíteme
recordarte que sólo tengo tu testimonio de que semejante individuo estuviese
trabajando en el club de campo de Falmouth Hills por entonces.
—No, señor —intervino de nuevo Andy—. Eso no es cierto. Porque...
—Es igual, es igual —le cortó Norton, alzando la voz—. Mirémoslo desde
el otro extremo del telescopio, ¿quieres? Supongamos... supongamos sólo, eh...
que realmente había un individuo llamado Elwood Blotch.
—Blatch —dijo Andy secamente.
—Blatch, sí, claro. Y digamos que fue compañero de celda de Thomas
Williams en Rhode Island. Es casi seguro que a estas alturas ya esté en
libertad. Casi seguro. Y ni siquiera sabemos el tiempo de condena que había
cumplido ya antes de acabar en la misma celda que Williams, ¿no? Sólo sabemos
que tenía que cumplir una condena de seis a doce años.
—No, no sabemos el tiempo de condena que había cumplido ya. Pero según
Tommy era un mal actor, un fanfarrón. Creo que es posible que esté aún allí. Y,
aun en el caso de que hubiese salido, en la prisión habrá constancia de su
última dirección conocida, de los nombres de sus parientes...
—Y casi con toda seguridad ambas pistas nos llevarían a callejones sin
salida.
Andy guardó silencio un momento. Luego explotó:
—Bueno, es una posibilidad, ¿no?
—Sí, claro que lo es. Ahora supongamos, sólo por un momento, Dufresne,
que Blatch existe y que sigue aún sano y salvo en la Penitenciaría de Rhode
Island. ¿Qué crees que diría si nos presentáramos ante él con esa papeleta?
¿Crees que caería de rodillas, alzaría los ojos y nos diría: «¡Sí, sí, lo hice
yo! ¡Yo fui! ¡Añadan una cadena perpetua a mi condena!»?
—Pero, ¿cómo puede ser usted tan obtuso? —dijo Andy, en voz tan baja
que Chester casi no le oyó. Pero oyó con toda claridad al director:
—¿Cómo? ¿Qué es lo que me ha llamado?
—¡Obtuso.' —Gritó Andy—. ¿O es
premeditado?
—Dufresne, me has robado ya seis minutos... no, siete... de mi tiempo,
y hoy tengo precisamente muchísimas cosas que hacer. Así que creo que daremos
por concluida esta breve entrevista y...
—El club de campo tendrá todas las antiguas fichas de
horarios, ¿es que no se da cuenta? —gritó Andy—. Tendrán archivados los
certificados de los impuestos, los de indemnización por paro... todos, y figurará
su nombre en todos. Y tiene que haber allí todavía empleados que estuvieran
entonces, quizás aún esté el propio Briggs. Han pasado quince años, no una
eternidad. ¡Le recordarán! ¡Recordarán a Blatch! Si contamos con Tommy
para declarar lo que le contó Blatch y con Briggs para declarar que Blatch
estaba entonces allí, trabajando realmente en el club de campo,
¡conseguiré un nuevo juicio! Puedo...
—¡Guardia! ¡Guardia! ¡Llévese de aquí a este hombre!
—¿Pero qué es lo que le pasa? —dijo Andy, según me contó
Chester, ya casi gritando—. ¡Es mi vida, mi oportunidad de salir de aquí! ¿Es
que no lo entiende? ¿Y ni siquiera llamará usted por teléfono para verificar al
menos el testimonio de Tommy? ¡Escuche, le pagaré la conferencia! ¡Le pagaré
la...!
Se
oyó entonces ruido de golpes al tiempo que los guardias le agarraban y
empezaban a sacarle a rastras.
—Incomunicado —dijo Norton fríamente. Seguro que estaba acariciando la
insignia religiosa mientras hablaba—. A pan y agua.
Así
que se llevaron del despacho a Andy, que había perdido ya el control por
completo, y seguía gritando al director; Chester dijo que cuando se cerró la
puerta aún podía oírsele gritar:
—¡Es mi vida! ¡Es mi vida! ¿Es que no lo comprende? ¡Es mi vida!
Veinte días incomunicado a pan y agua allá abajo tuvo que pasar Andy.
Sólo había estado otra vez incomunicado, y su discusión con Norton era su
primer tropezón auténtico desde su ingreso en nuestra feliz familia. Explicaré
un poco cómo es el sistema de confinamiento solitario de Shawshank, ya que ha
salido a colación. Es como un retroceso a los duros tiempos de los pioneros de
mediados de 1700 en Maine. En aquellos tiempos nadie perdía el tiempo con
cosas como «penología», «rehabilitación» y «percepción selectiva». Entonces se
juzgaban las cosas en términos tajantes de blanco o negro. Si eras culpable te
colgaban o te encerraban. Y si te condenaban a estar encerrado no te mandaban
a ninguna institución. No; tenías que cavarte tú mismo la propia celda con una
pala que te proporcionaban. La cavabas todo lo ancha y lo profunda que podías;
te daban de plazo desde el amanecer al crepúsculo. Luego te daban un par de
pieles y un cubo y tenías que meterte allí. Una vez abajo, el carcelero te
cerraba el agujero, te echaba algo de grano o tal vez un pedazo de carne
agusanada una o dos veces por semana y puede que un cacillo de sopa de cebada
el domingo por la noche. Meabas en el cubo y alzabas este mismo cubo para pedir
agua cuando llegaba el carcelero a las seis de la mañana. Y, si llovía, utilizabas
el mismo cubo para achicar la celda-cárcel... a no ser, claro, que quisieras
ahogarte como una rata en un barril de esos que se dejan para recoger agua de
lluvia.
Nadie
duraba mucho en «el agujero», que era como le llamaban; treinta meses era un
período extraordinariamente largo y, que yo sepa, el más largo que sobrevivió
realmente un preso fue el que soportó el llamado Chico de Durham, un psicópata
de catorce años que castró a un compañero de escuela con un trozo de metal
oxidado. Aguantó siete años; pero hay que tener en cuenta que era joven y
fuerte cuando le metieron en el agujero.
Hay
que pensar que te colgaban ya por cualquier delito que pudiese considerarse más
grave que un hurto insignificante o una blasfemia, u olvidar meterte el moquero
en el bolso al salir a la calle el sábado. Por delitos menores como los
mencionados y otros más o menos parecidos tenías que pasarte de tres a seis o
nueve meses en el agujero, de donde salías blanco como la tiza, con terror a
los espacios muy amplios, medio ciego, con los dientes moviéndose y saltando en
los alvéolos, muy probablemente a causa del escorbuto, y los pies hormigueantes
de hongos. La vieja y encantadora Provincia —después estado— de Maine.
Jo-jo-jo, suene la canción y corra la botella de ron, sí.
El
Ala de Incomunicados de Shawshank no llegaba a ser tan terrible como eso...
imagino. Creo que en la experiencia humana se presentan las cosas en tres
grados: bueno, malo y espantoso. Y, a medida que avanzas hacia lo espantoso en
una progresiva oscuridad, resulta más y más difícil hacer subdivisiones.
Para
llegar al ala de confinamiento solitario tenías que bajar veintitrés peldaños
hasta un sótano donde sólo se oía el goteo del agua. Estaba iluminado exclusivamente
por una serie de bombillas colgantes de sesenta vatios. Las celdas tenían la
misma forma que esas cajas fuertes que tienen a veces los ricos detrás de un
cuadro. Y los vanos curvados eran sólidos y con goznes en lugar de enrejados,
igual que una caja fuerte. La ventilación llegaba de arriba, y no había más
luz que la bombilla de sesenta vatios que se apagaba puntualmente a las ocho,
una hora antes que en las otras zonas de la prisión, desde un interruptor
principal. La bombilla no estaba metida en una jaula de tela metálica ni nada
parecido. Daba la impresión de que, si querías vivir allá abajo, la oscuridad
estaba a tu disposición. No lo hicieron muchos... aunque después de las ocho,
claro, no tenías alternativa. Había un catre pegado a la pared y un retrete sin
tapa. Tenías tres modos de pasar el rato: sentado, cagando o durmiendo.
Fabuloso. Veinte días podían llegar a parecerte un año. A veces oías ratas por
los conductos de ventilación. En semejante situación, no caben subdivisiones
de lo espantoso.
Si pudiera decirse
algo positivo del confinamiento en solitario, sería que te permite tener tiempo
para pensar. Andy dispuso de veinte días para pensar mientras disfrutaba de su
dieta especial, y cuando volvió arriba solicitó otra entrevista con Norton.
Petición denegada. Semejante entrevista, le comunicó el director, sería
«contraproducente». Ése es otro de los términos que debes dominar para poder
trabajar en el área de los centros penitenciarios.
Andy renovó pacientemente su petición. Y volvió a
renovarla. Había cambiado; sí, Andy Dufresne había cambiado. De pronto, cuando
brotó en tomo nuestro aquella primavera de 1963, había arrugas en su rostro y
canas en sus cabellos. Había perdido aquel vestigio leve de sonrisa que parecía
remolonear siempre en tomo a su boca. Se quedaba más a menudo con la mirada
perdida en el vacío, y en la cárcel acabas aprendiendo que cuando un individuo
se queda así es que está calculando los años que lleva encerrado, y los meses,
las semanas y los días.
Volvió
una y otra vez a renovar su petición. Era paciente. Tiempo era lo único que
tenía. Era verano ya. En Washington, el presidente Kennedy prometía luchar de
nuevo contra la pobreza y en pro de la igualdad de derechos civiles, sin saber
que sólo le quedaba medio año de vida. En Liverpool, un grupo musical llamado
Beatles surgía como una fuerza a tener en cuenta dentro de la música británica,
aunque no creo que por aquí se hubiera oído hablar aún de ellos. Los Red Sox de
Boston, aún a cuatro años de lo que en Nueva Inglaterra llaman el Milagro del
67, languidecían en la cola de la Liga Americana de béisbol. Pero todo eso
ocurría en un mundo más amplio, en el que la gente caminaba libremente.
Norton
recibió a Andy casi a finales de junio. El propio Andy me contó, unos siete
años después, la conversación que tuvieron.
—Si es porque tiene miedo a que hable del dinero, no debe preocuparse
usted —le dijo Andy en voz baja—. ¿Cree que iba a contarlo? Si lo hiciera me
condenaría yo mismo. Soy tan culpable como...
—Basta ya —le cortó Norton, con una cara tan larga y fría como una
lápida sepulcral. Se retrepó en el sillón hasta tocar casi con la nuca aquel
pañito que decía:
el JUICIO
LLEGARÁ Y SIN TARDANZA.
—Pero...
—No vuelvas a mencionarme el dinero jamás —dijo Norton—. Ni en esta
oficina, ni en ningún sitio. No vuelvas a hacerlo, a menos que quieras ver esa
biblioteca convertida otra vez en trastero y almacén de pinturas. ¿Está
claro?
—Yo sólo intentaba tranquilizarle, nada más.
—Óyeme bien, cuando llegue a necesitar que me tranquilice un
desgraciado hijoputa como tú, me retiraré. Te concedí esta entrevista porque
ya estoy harto de que me fastidies, Dufresne. Quiero que esto termine. Si
quieres tragarte ese cuento, allá tú. Pero conmigo no cuentes. Si no adoptase
una actitud firme, tendría que oír historias disparatadas como la tuya dos
veces por semana. Todos los pecadores de este lugar me utilizarían como paño
de lágrimas. Te tenía en más. Pero éste es el fin. Se acabó. ¿Está claro?
—Sí —dijo Andy—. Pero contrataré a un abogado.
—¡Santo Dios! ¿Para qué?
—Creo que podremos aclararlo todo —dijo Andy—. Con el testimonio de
Tommy Williams y con el mío, y con el testimonio confirmatorio de los empleados
y los archivos del club de campo, creo que podremos aclararlo todo.
—Tommy Williams ya no está en este centro.
—¿Qué?
—Ha sido trasladado.
—¿Trasladado, a dónde?
—Cashman.
Ante
esto no dijo nada más Andy. Era un hombre inteligente; aunque habría tenido que
ser tonto del todo para no olerse el «amaño» que había en todo aquel asunto.
Cashman era un centro penitenciario de seguridad mínima, que quedaba muy al
norte, en el condado de Aroostook. Los presos recogen allí gran cantidad de
patatas; es un trabajo duro, pero reciben un salario decente por él y pueden
asistir a clase, si quieren, en el Instituto Técnico de Cashman, un centro de
enseñanza bastante decente. Y lo que era aún más importante para un individuo
casado y con un hijo, como Tommy: Cashman tenía un programa de permisos... lo
cual significaba la oportunidad de vivir como un hombre normal los fines de semana
por lo menos. La oportunidad de jugar con su hijo, tener relaciones sexuales
con su esposa, tal vez hacer alguna excursión...
Era
casi seguro que Norton le había puesto todo aquello a Tommy al alcance de la
mano, con una sola condición: ni una palabra más sobre Elwood Blatch, ni
entonces ni nunca. O de lo contrario acabarás pasándolo mal de veras en
Thomaston, allá por la pintoresca Ruta 1, con tipos duros de verdad, y en
lugar de tener relaciones sexuales con tu esposa acabarás teniéndolas con algún
viejo maricón.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Andy—. ¿Por qué tenía...?
—Para hacerle un favor —dijo Norton con sosiego—. Llamé
a Rhode Island. Tuvieron un preso llamado Elwood
Blatch. Le concedieron lo que ellos llaman LP, libertad provisional, uno de esos
absurdos programas liberales que permiten a los delincuentes andar libremente
por las calles. No han vuelto a verle. Andy dijo:
—El director de allí... ¿es amigo suyo? Sam Norton dedicó a Andy una
sonrisa tan fría como la cadena del reloj de un diácono,
—Bueno, somos conocidos —dijo.
—¿Por qué? —repitió Andy—. ¿No puede
decirme por qué lo hizo? Sabe perfectamente que no contaré nada de... nada de
nada de lo que pueda haber hecho usted. Lo sabe muy bien. Entonces, ¿por
qué?
—Porque las personas como tú me ponen malo —dijo Norton con mucha
parsimonia—. Te quiero exactamente donde estás, Dufresne. Y mientras yo sea el
director de esta penitenciaría, mientras yo esté en Shawshank, será ahí
exactamente donde estarás. Pareces creerte mejor que los demás, ¿sabes? Es
algo que percibo en seguida en la cara de un hombre. Y lo vi en tu cara la
primera vez que entré en la biblioteca. Se veía con tanta claridad como si lo
llevaras escrito en la frente con letras mayúsculas. Esa expresión ha
desaparecido ahora y está muy bien. No es sólo que seas un instrumento útil, no
creas. Es simplemente que los hombres como tú necesitan aprender a ser humildes.
En fin, te paseabas por el patio como si estuvieras en un salón en una de esas
fiestas en que los invitados se dedican a codiciar a las mujeres y a los
maridos ajenos y a emborracharse como puercos. Pero ahora ya no caminas con
esos aires. Y te estaré vigilando para ver si vuelves a las andadas. Te estaré
vigilando con gran satisfacción durante muchos años. Y, ahora, ¡lárgate de una
vez!
—Muy bien. Pero a partir de este momento cesarán todas las actividades
especiales, Norton. El asesora-miento de inversiones, el asesoramiento fiscal,
los fraudes. Se acabó todo eso. Búsquese otro que le diga cómo debe declarar
sus ingresos.
Norton
se puso primero rojo como un tomate... y luego se quedó completamente pálido.
—Volverás a estar incomunicado por eso. Treinta días. A pan y agua. Y
tendrás otra mancha en la ficha. Y mientras sigas aquí,
piensa en esto: si algo de lo que se ha estado haciendo aquí tuviera que
dejarse de hacer, desaparecería también la biblioteca. Y me ocuparé
personalmente de que vuelva a ser lo que era antes de que tú llegaras aquí. Y
te haré la vida... muy difícil. Realmente difícil. Lo pasarás todo lo mal que
sea posible. En primer lugar, te quedarás sin tu preciosa suite individual del
bloque 5 y sin las piedras que tienes en la ventana, y los carceleros te
retirarán todo el apoyo que te hayan prestado para protegerte de los sodomitas.
Lo perderás... todo. ¿Está claro? Creo que sí, que estaba muy claro.
Siguió pasando el
tiempo... el truco más viejo del mundo y tal vez el único mágico de veras. Pero
Andy Dufresne había cambiado. Se había endurecido. No veo otra forma de
explicarlo. Siguió haciendo el trabajo sucio del director Norton y conservó la
biblioteca, así que en apariencia las cosas seguían exactamente igual. Siguió
tomando sus copas el día de su cumpleaños y las copas de la noche de año viejo;
y siguió repartiendo el resto de ambas botellas. Yo le proporcionaba paños
nuevos para pulir piedras de vez en cuando, y en 1967 le conseguí un martillete
nuevo para trabajar la piedra; el que le había proporcionado diecinueve años
antes, lo recordarás, estaba completamente gastado. ¡Diecinueve años! Dicho así,
esas dos palabras suenan como el golpe y doble cierre de la puerta de un sepulcro.
El martillete, un artículo de diez dólares cuando le procuré el primero,
costaba veintidós en 1967. Ambos sonreímos con tristeza al constatar el hecho.
Andy seguía modelando y puliendo las piedras que
encontraba en el patio, aunque por entonces el patio era ya pequeño; la mitad
de la extensión que tenía en 1950 se asfaltó hacia 1962. De todas formas, creo
que aún encontraba piedras suficientes para estar ocupado. Cuando terminaba con
una piedra, la colocaba con cuidado en el saliente de la ventana de su celda,
que daba al este. Me explicó que le gustaba mirarlas cuando les daba el sol,
aquellos fragmentos de planeta que había recogido del suelo y a los que había
dado forma. Esquisto, cuarzo, granito. Graciosas esculturitas de mica pegadas
con cola. Ciertos conglomerados sedimentarios los pulimentó y cortó de forma
tal que comprendías por qué les llamaba «bocadillos milenarios»: por las capas
de materiales diversos que se habían ido acumulando durante décadas y siglos.
Andy
solía regalar sus piedras y sus esculturas de piedra de vez en cuando para
dejar sitio a las nuevas. Creo que fue a mí a quien más regaló; contando las
piedras que parecían dos gemelos a juego, tenía cinco. Había una de las
esculturas de mica de que he hablado, hábilmente trabajada, que parecía un
hombre lanzando la jabalina y dos de los conglomerados sedimentarios en que se
advertían todas las capas en un corte transversal muy bien pulimentado.
Todavía las conservo y suelo bajarlas todas y pienso, mirándolas, en cuánto
puede hacer un hombre si tiene tiempo suficiente y voluntad de usarlo, poquito
a poco.
Así pues, al menos aparentemente, las cosas siguieron más o menos
igual. Si Norton hubiera querido domesticar a Andy tal como había dicho,
habría tenido que atisbar bajo la superficie para advertir el cambio. Pero si
hubiera visto lo diferente que era Andy, creo que Norton se habría sentido muy
satisfecho los cuatro años que siguieron a su enfrentamiento con él.
Le
había dicho que se paseaba por el patio como si estuviera en una fiesta. Yo no
lo habría expresado así, pero entiendo lo que quería decir. Tiene relación con
lo que dije de que Andy llevaba su libertad como un abrigo invisible y con lo
que dije de que nunca llegó a tener en realidad una mentalidad carcelaria.
Nunca llegó a tener esa mirada obtusa. Nunca llegó a caminar como caminan los
hombres cuando termina la jornada y han de volver a sus celdas para otra noche
interminable... encorvados, aturdidos. Andy caminaba erguido y con paso vivo
siempre, como quien se dirige a casa, donde le aguardan una buena cena hogareña
y una buena mujer, y no la bazofia insípida de verduras pastosas, puré de
patatas grumoso y una o dos tajadas de ese material cartilaginoso y grasiento
que casi todos los presos llaman «carne de enigma»... eso y una foto de Raquel
Welch en la pared.
Pero,
aunque Andy nunca llegó a ser en realidad exactamente como los demás,
durante aquellos cuatro años se hizo más callado, más introspectivo y caviloso.
¿Y quién podría reprochárselo? Quizás el director Norton, quien, por el
momento al menos, estaba satisfecho.
Ese humor sombrío se aplacó cuando las Series Mundiales de béisbol de
1967, más o menos. Aquél fue el año del gran sueño, el año que los Red Sox
ganaron el trofeo en vez de quedar los novenos como habían predicho los
corredores de apuestas de Las Vegas. Cuando ocurrió esto (cuando ganaron el
banderín de la Liga Americana) invadió la prisión toda una especie de
exaltación generalizada. Fue algo así como la creencia estúpida de que, si
podían resucitar los Sox, tal vez pudiera hacerlo cualquiera. No puedo
explicar ahora esa sensación, como supongo que tal vez tampoco podría un
ex-beatlemaníaco explicar su locura. Pero era algo real. Todos los transistores
de la cárcel estaban conectados cuando los Red Sox enfilaban la recta final.
Hubo desaliento cuando los Sox perdían por dos tantos en Cleveland cerca del
final y una alegría casi tumultuosa cuando Rico Petrocelli consiguió remontar
el resultado en una jugada emocionante. Y luego también el abatimiento de
cuando Longborg fue batido en el séptimo partido de las series poniéndose fin
así al sueño cuando estaba ya a punto de hacerse realidad. A Norton debió de
complacerle mucho esto, el muy hijo de perra. Le gustaba que su prisión se
vistiera de saco y de ceniza.
Pero
para Andy no hubo retorno a la tristeza. No era muy aficionado al béisbol, de
todas formas, y tal vez ése fuera el motivo. No obstante, pareció haberse
contagiado de la corriente de animación general, que, en lo que a él respecta,
no concluyó con el último partido de las Series. Había vuelto a sacar del
armario aquel abrigo invisible y de nuevo lo llevaba puesto.
Recuerdo
un día claro de otoño, muy soleado, de finales de octubre, unas dos semanas
después de que hubieran terminado las Series Mundiales. Creo que debía ser
domingo, porque 'el patio de ejercicios estaba lleno de hombres «que dejaban
atrás la semana» (lanzando un disco frisbee o dos, pasando un balón,
trapicheando lo que tuvieran que trapichear). Otros estaban en la gran mesa de
la sala de visitas, charlando con sus parientes, fumando cigarrillos, contando
mentiras sinceras, cogiendo los paquetes que les llevaban y hurgando para ver
qué era, todo bajo la atenta mirada de los guardias.
Andy
estaba sentado al estilo indio contra la pared, con dos piedrecitas en las
manos y la cara alzada hacia el sol. Era sorprendentemente cálido el sol para
aquellas alturas del año.
—Eh, Red —me llamó—. Ven y siéntate un rato. Lo hice.
—¿Te gusta? —preguntó, pasándome uno de los dos «bocadillos milenarios»
de que os hablé, meticulosamente pulidos.
—Desde luego —dije—. Es preciosa. Gracias. Se encogió de hombros y
cambió de tema.
—Un cumpleaños importante para ti el del año que viene, ¿eh?
Asentí.
Cumpliría treinta años de prisión al año siguiente. Y había pasado el sesenta
por ciento de mi vida en la prisión estatal de Shawshank.
—¿Crees que saldrás alguna vez?
—Seguro. Cuando tenga una larga barba blanca y apenas me quede materia
gris en la azotea.
Sonrió
levemente y volvió a alzar de nuevo la cara hacia el sol con los ojos cerrados.
—Es agradable.
—Creo que siempre lo es cuando el maldito invierno está ya a punto de
echársenos encima. Asintió. Guardamos silencio un rato.
—Cuando salga de aquí —dijo Andy al fin—, iré a donde siempre haga
calor —hablaba con tanta seguridad y calma que cualquiera hubiera creído que
sólo le quedaba un mes o así para salir de Shawshank—. ¿Sabes adonde iré. Red?
—Ni idea.
—Zihuatanejo —lo dijo pronunciando la palabra con una lentitud
musical—. Allá abajo, en México. Es un pequeño lugar que queda a unos treinta
kilómetros de Playa Azul. Unos ciento sesenta kilómetros al noroeste de
Acapulco, en la costa del Pacífico. ¿Sabes lo que dicen los mexicanos del
Pacífico? Le dije que no lo sabía.
—Dicen que no tiene memoria. Y precisamente por eso. Red, quiero acabar
allí mis días. En un lugar cálido y sin memoria.
Mientras
hablaba, había cogido del suelo un puñado de piedrecitas; y las fue tirando una
a una, contemplándolas mientras rebotaban y rodaban por el cuadrado del campo
de béisbol, que pronto estaría cubierto de una fina capa de nieve.
—Zihuatanejo. Tendré allí un hotelito. Seis cabanas a lo largo de la
playa y otras seis más al interior, para los clientes de la autopista. Y tendré
un empleado que acompañará a mis huéspedes a pescar. Y habrá un trofeo para el
que pesque el merlín más grande de la temporada y colgaré su fotografía en el
vestíbulo. No será un lugar para familias. Será un lugar para pasar la luna de
miel en sus dos versiones, la primera y la segunda.
—¿Y de dónde piensas sacar el dinero para comprar ese fabuloso negocio?
—le pregunté—. ¿De tu cuenta de valores?
Me miró y sonrió.
—No vas muy descarriado, no —dijo—. A veces me sorprendes, Red.
—¿A qué te refieres?
—Cuando llega la hora de la verdad, en realidad sólo existen dos tipos
de hombres en el mundo —dijo Andy, protegiendo una cerilla con ambas manos
ahuecadas y encendiendo un cigarrillo—. Supongamos, Red, que hubiera una casa llena
de pinturas y esculturas extrañas y de bellos objetos antiguos. Y supongamos
que el propietario de la casa se enterara de que un huracán espantoso
avanzaba precisamente en aquella dirección. Uno de los dos tipos de hombres a
que me refiero, sencillamente espera que suceda lo mejor. El huracán puede
cambiar de curso, se dice a sí mismo. Ningún huracán bien pensante se atrevería
jamás a destruir todos esos Rembrandts, mis dos caballos de Degas, mis Grant
Wood y mis Benton. Además, Dios no lo permitiría. Y si de todos modos
ocurriera lo peor, están asegurados. Ése es un tipo de hombre. El otro
sencillamente supone que el huracán arrasará la casa sin más. Si el centro
meteorológico anuncia que el huracán ha cambiado de curso, este individuo cree
que volverá a cambiar para arrasar su casa. Este segundo tipo de individuo sabe
que no existe mal alguno en esperar lo mejor, siempre que estés preparado para
lo peor. Yo también encendí un cigarrillo.
—¿Me estás diciendo que estás preparado para la eventualidad?
—Sí. Estoy preparado para el huracán. Comprendí lo mal que
estaba la cosa. No tuve mucho tiempo, pero en el poco que tuve actué. Tenía un
amigo, prácticamente la única persona que me ayudó, que trabajaba para una
empresa de inversiones de Portland. Murió hace seis años.
—Lo siento.
—Sí —Andy tiró la colilla—. Linda y yo teníamos unos catorce mil
dólares. No es que fuera mucho, claro, pero, diablos, éramos jóvenes. Teníamos
toda la vida por delante —hizo unas muecas y luego se echó a reír—. Cuando la
cosa empezó a ponerse fea empecé a retirar los Rembrandt de la trayectoria del
huracán. Vendí mis valores y pagué los impuestos de los beneficios del capital
como un buen chico. Lo declaré todo, nada de apaños.
—¿No te congelaron los bienes?
—Estaba acusado de asesinato. Red, no muerto. Gracias a Dios, no
pueden congelarse los bienes de un hombre inocente. Y mi amigo Jim y yo
dispusimos de un poco de tiempo antes de que tuvieran el valor de acusarme a mí
del crimen. No salió tan mal como podía haber salido. Me despellejé la nariz.
Pero en aquel momento tenía cosas más graves de las que preocuparme que de una
leve desolladura en el mercado de valores.
—Ya imagino.
—Pero cuando ingresé en Shawshank estaba a salvo. Y sigue estándolo.
Fuera de estos muros. Red, hay un hombre al que ningún ser vivo ha visto jamás
cara a cara. Tiene una tarjeta de la seguridad social y un permiso de conducir
de Maine. Y tiene un certificado de nacimiento. Se llama Peter Stevens. Bonito
nombre, ¿eh?, perfectamente anónimo.
—¿Y
quién es? —le pregunté. Creía saber ya la respuesta, pero no podía creerlo.
—Yo.
—No irás a decirme ahora que tuviste tiempo de
planearlo todo y conseguir una identidad falsa mientras los maricas te
estuvieron torturando —dije—. O que terminaste el trabajo durante el juicio...
—No, no te voy a decir nada de eso. Mi amigo Jim fue
quien se ocupó de arreglar todo lo de la falsa identidad. Empezó a hacerlo
cuando se denegó mi apelación y los principales documentos de identidad estaban
en su poder hacia la primavera de 1950.
—Debía ser un excelente amigo —dije. No estaba muy
seguro de que creyera un poco, mucho o nada de todo lo que me estaba contando.
Pero hacía calor y hacía sol, y la historia era condenadamente buena—. Todo eso
es ilegal al ciento por ciento, todos los documentos de la falsa identidad.
—Era un gran amigo —dijo Andy—. Estuvimos juntos en
la guerra. Francia, Alemania, la ocupación. Era un excelente amigo. Sabía que
todo el asunto era ilegal, pero también sabía que conseguir una identidad
falsa en este país es algo seguro y fácil. Tomó mi dinero, mi dinero con los
comprobantes de haber pagado todos los impuestos para que Hacienda no se
dedicara a husmear, y lo invirtió a nombre de Peter Stevens. Lo hizo en 1950 y
en 1951. Hoy asciende a unos trescientos setenta mil dólares y pico.
Supongo que la barbilla debió resonar al golpearme
contra el pecho, porque Andy sonrió.
—Piensa en todo aquello en lo que a la gente le
hubiera gustado haber invertido desde 1950 o así, y en dos o tres nombres de la
lista serán cosas en las que Peter Stevens estuvo metido. Si no me hubiera
parado allí, a estas alturas seguramente tendría unos siete u ocho millones.
Tendría un Rolls... y a buen seguro que una úlcera tan grande como una radio
portátil.
Estiró las manos hasta el suelo y empezó a cerner
chinas. Se movían sin parar, con gracia.
—Era esperar lo mejor, pero sin descartar la posibilidad
de lo peor... sólo eso. La identidad falsa sólo era para conservar intacto el
pequeño capital que tenía. Simple precaución: retirar los cuadros del camino
del huracán. Pero yo no tenía idea de que el huracán... pudiera durar
tanto como ha durado.
Guardé
silencio un rato. Supongo que estaba intentando asimilar la idea de que aquel
hombre pequeño y mesurado que encanecía a mi lado en la cárcel podría poseer
más dinero del que Norton podría hacer en el resto de su miserable vida con
fraudes y todo.
—Seguro que no bromeabas cuando dijiste que podías conseguir un
abogado —dije al fin—. Con esa guita podrías haber contratado a Clarence Darrow
o a cualquier otro que pueda equipararse con él en estos días. ¿Por qué no lo
hiciste, Andy? ¡Cristo! Habrías salido de aquí como un cohete.
Sonrió.
Era la misma sonrisa que había asomado a su cara al decirme que él y su mujer
tenían toda la vida por delante.
—No —dijo.
—Un buen abogado habría sacado a Williams de Cashman tanto si quería él
como si no —dije. Estaba empezando a entusiasmarme ahora—. Y habrías conseguido
un nuevo juicio, contratando detectives privados para que buscaran a ese
Blatch y para fastidiar a Norton de paso. ¿Por qué no, Andy?
—Porque me pasé de listo. Si intentara ponerle las manos encima al
dinero de Peter Stevens desde aquí dentro, perdería hasta el último céntimo. Mi
amigo Jim lo habría arreglado, pero Jim ha muerto. ¿Comprendes ahora?
Lo
comprendí. Era como si perteneciera a otra persona, y no podía beneficiar a
Andy. Y, realmente, pertenecía a otra persona. Si de repente el negocio en el
que estaba invertido resultaba mal, todo lo que Andy podría hacer sería vigilar
la especulación, seguirla día a día en las páginas financieras del Press-Herald.
Es una vida muy penosa si no te rindes.
—Voy a contártelo. Red. Hay un gran henar en la ciudad de Buxton. Sabes
dónde queda Buxton, ¿no? Le dije que sí.
—Queda pegado a Scarborough.
—Perfecto. Y en el extremo norte de ese henar concreto hay un muro de
piedra, igual que en un poema de Robert Frost. Y en un sitio determinado de la
base de ese muro hay una piedra que no pinta absolutamente nada en un henar de
Maine. Es un trozo de obsidiana y fue pisapapeles en mi despacho hasta 1947.
Mi amigo Jim la colocó allí. Debajo de ella hay una llave. La llave abre la
caja de seguridad de la sucursal del Banco Casco en Portland.
—Supongo que la muerte de tu amigo Jim habrá significado un montón de
problemas —dije—. Los de Hacienda habrán abierto todas sus cajas de seguridad.
Junto con su albacea, desde luego.
Andy sonrió y me dio una palmadita en la cabeza.
—No está mal. Veo que usas los sesos. Pero ya tuvimos en cuenta la
posibilidad de que Jim muriera mientras yo estaba en chirona. La caja está a
nombre de Peter Stevens. Y, una vez al año, los abogados que actúan como
albaceas de Jim, envían al Banco Casco un talón para cubrir el alquiler de la
caja de Stevens.
»Peter
Stevens está dentro de esa caja, esperando que le saquen. Su certificado de
nacimiento, su tarjeta de la seguridad social y su permiso de conducir. El
permiso de conducir está caducado porque Jim murió hace seis años, cierto, pero
no hay ningún problema para renovarlo con una cuota de cinco dólares. Allí
están también los certificados de sus valores, los bonos municipales libres de
impuestos y unas dieciocho obligaciones al portador por un valor de diez mil
dólares cada una.
Solté un silbido.
—Peter Stevens está encerrado en una caja de seguridad del Banco Casco
de Portiand y Andy Dufresne está encerrado en una caja de seguridad en
Shawshank —dijo—. El uno por el otro. Y la llave que abre la caja y la puerta
hacia el dinero y a la nueva vida está bajo un buen trozo de obsidiana en un
henar de Buxton. Ya que te he contado todo esto. Red, te contaré algo más:
Durante los últimos veinte años,
más o menos, he seguido los periódicos con mayor interés del normal, buscando
noticias de algún proyecto de construcción en Buxton. Sigo creyendo que algún
día leeré que están haciendo allí una carretera o levantando un nuevo hospital
o construyendo un centro comercial. Enterrando mi nueva vida bajo tres metros
de cemento o arrojándola a lo más profundo de un pantano con una gran carga de
relleno. Exploté:
—Santo Dios, Andy, si todo lo que me has contado es cierto, ¿cómo haces
para no volverte loco? Sonrió:
—Hasta el momento, sin novedad en el frente.
—Pero podrían ser años...
—Serán. Pero quizá no tantos como el Estado y el director Norton creen.
Sencillamente, no puedo darme el lujo de
esperar demasiado. Sigo pensando en Zihuatanejo y en aquel hotelito. Es todo
cuanto deseo ahora, Red, y no creo que sea desear demasiado. Yo no maté a
Quentin Bell ni a mi mujer, y ese hotel... no, no es demasiado. Nadar y tomar
el sol y dormir en una habitación con las ventanas abiertas y espacio...
eso no es desear demasiado.
Lanzó las piedras que tenía en la mano.
—¿Sabes, Red? —dijo con naturalidad—. Un lugar como ése... En un sitio
así, tendré que contar con un hombre que sepa conseguir cosas.
Pensé
largo rato en ello. Y el mayor obstáculo que veía no era que estuviéramos
hablando de ilusiones en el sucio patio de una cárcel pequeña con guardias armados
vigilándonos desde las torretas.
—No podría hacerlo —dije—. Fuera no sabría arreglármelas. Ahora soy lo
que llaman un hombre institucional. Aquí dentro, soy el tipo que puede
conseguir cosas. Pero fuera, si quieres carteles o martillos o un disco
determinado o un juego para montar un barquito en una botella, puedes utilizar
las malditas páginas amarillas. Yo no sabría cómo empezar. Ni por dónde.
—Creo que te subestimas, Red —me dijo—. Eres un autodidacta, un hombre
que se ha hecho a sí mismo. Y creo que un hombre bastante notable.
—Diablos, ni siquiera tengo un título de bachiller.
—Ya lo sé —dijo—. Pero no es una hoja de papel lo que hace a un hombre.
Ni la cárcel lo que le deshace.
—Fuera no podría conseguirlo, Andy. Eso lo sé. Se levantó.
—Piénsalo —dijo, con toda naturalidad. Justo en aquel momento sonó el
silbato. Y Andy se alejó caminando exactamente igual que un hombre libre que
acabara de hacer una proposición a otro hombre libre. Y, durante un rato, eso
bastó para hacer que me sintiera libre. Era algo que
Andy podía conseguir. Podía hacerme olvidar por un rato que ambos estábamos
condenados a cadena perpetua a merced de un comité de libertad condicional
intransigente y de un director cantante de salmos a quien complacía ver a Andy
exactamente donde estaba. Después de todo, Andy Dufresne era un perrillo
faldero que sabía hacer declaraciones fiscales. ¡Qué maravilloso animal!
Pero aquella noche en mi celda volví a sentirme
presidiario. Toda la idea parecía absurda, y la imagen mental de agua azul y
blancas playas me resultaba más cruel que disparatada; se clavaba en mi cerebro
como un garfio. Yo no podía ponerme aquel abrigo invisible, como hacía Andy. Al
fin me dormí y soñé con una gran piedra negra que brillaba en el centro de un
henar;
tenía la forma de un gigantesco yunque de herrero. Y
yo intentaba alzarla para sacar la llave que había debajo. Pero la piedra no se
movía. Era demasiado grande.
Y podía oír los ladridos de los sabuesos al fondo,
en la oscuridad, acercándose.
Y supongo que todo
esto nos lleva al tema de las fugas.
Como es lógico, de vez en cuando hay fugas en nuestra
pequeña y feliz familia. Sin embargo, no saltes el muro, no en Shawshank, si
eres listo. Los focos están toda la noche encendidos, tanteando y rastreando
con sus largos dedos blancos los campos rasos y la ciénaga hedionda con que
limita la prisión. De vez en cuando, algún preso se escapa saltando el muro, y
casi siempre los proyectores le detectan. De no ser así, suelen atraparles en
la autopista seis o en la noventa y nueve. Si tratan de escapar a campo
traviesa, acaba viéndoles algún campesino que avisa por teléfono a la cárcel.
Los presos que saltan por el muro son presos estúpidos. Shawshank no es Canon
City, pero, en una zona rural, un tipo que corre por el campo vestido con un
pijama gris llama tanto la atención como una cucaracha en una tarta nupcial.
A lo largo de los años, los individuos a quienes les
ha salido mejor han sido aquellos (tal vez estrambóticamente, tal vez no
tanto) que se fugaron siguiendo un impulso momentáneo. Algunos se largaron
entre un cargamento de sábanas, bocadillo de convicto en blanco, podríamos
decir. Al principio de llegar yo a Shawshank, muchos se fugaron así, pero en el
transcurso de los años esa vía de escape quedó prácticamente anulada.
El
famoso programa de trabajo «Dentro-Fuera» del director Norton produjo también
su cuota de fugas. Algunos tipos decidían que preferían lo que quedaba a la
derecha del guión a lo que quedaba a la izquierda. Y en la mayoría de los casos
fueron fugas muy casuales. Dejabas caer el rastrillo de arándanos y te escabullías
tranquilamente entre los matorrales mientras uno de los carceleros tomaba un
vaso de agua en la camioneta o cuando dos de los guardias discutían las jugadas
de los Boston Patriots.
En
1969, un equipo de presos de este programa de trabajo estaba recogiendo patatas
en Sabbatus. Era el tres de noviembre y el trabajo casi había terminado. Había
un guardia llamado Henry Pugh (que ya no pertenece a nuestra pequeña familia
feliz, créeme) sentado en la defensa trasera de uno de los camiones de
patatas, almorzando, con la carabina cruzada sobre las rodillas, cuando un
hermoso gamo moteado (al menos eso me contaron, aunque a veces estas cosas se
exageran) surgió de entre la fría neblina de primera hora de la tarde. Pugh se
fue tras él arrastrado por visiones de un majestuoso trofeo en el vestíbulo de
su casa, y mientras él hacía eso, tres de los presos a su cargo se largaron.
Volvieron a capturar a dos en una sala de billar de Lisbon Falls. El tercero
aún no ha aparecido.
Supongo
que la fuga más famosa fue la de Sid Ne-deau. Ocurrió allá por 1958 y yo diría
que nadie ha conseguido superarla. Sid estaba marcando las líneas del campo de
juego para el partido de béisbol del sábado cuando sonó el silbato interior de
las tres en punto, indicando el cambio de turno de la guardia. La zona de
aparcamiento queda justo detrás del patio, al otro lado de la puerta principal,
que se activa eléctricamente. La puerta se abre a las tres, y los guardias que
entran de servicio y los que acaban su turno se encuentran y suelen charlar un
rato entre palmaditas y bromas sobre los partidos de la
liga de béisbol y los consabidos y manidos chistes étnicos.
Sid salió sencillamente muy tranquilo con la máquina
por la puerta dejando una línea de base de ocho centímetros tras de sí todo el
trayecto desde la base meta del patio hasta la cuneta del otro lado de la Ruta
6, donde encontraron la máquina volcada en un montón de cal. No me preguntes
cómo lo hizo. Llevaba puesto el uniforme de la cárcel, claro, medía más de uno ochenta
y salió dejando tras de sí polvorientas nubes de cal. Lo único que se me ocurre
es que, como era viernes por la tarde y todo eso, los guardias que terminaban
su turno estaban tan contentos, y los que entraban de servicio tan alicaídos,
que los del primer grupo no podían bajar la cabeza de las nubes y los del
segundo no levantaron la vista de la punta de sus zapatos... y así el bueno de
Sid Nedeau sencillamente pasó entre unos y otros sin que le vieran.
Por lo que sé, Sid aún está libre. Andy Dufresne y
yo nos reímos muchas veces, a lo largo de los años, recordando la gran fuga de
Sid Nedeau, y cuando oímos lo de aquel secuestro de avión exigiendo rescate,
aquel en el que el tipo se lanzó en paracaídas por la puerta posterior del
avión, Andy juró y perjuró que el verdadero nombre de D. B. Cooper era Sid
Nedeau.
—Y seguro que llevaba un puñado de cal en el bolsillo
para que le diera buena suerte —dijo Andy—. El muy afortunado hijo de perra.
Pero comprenderás
que casos como el de Sid Nedeau, o el del tipo que se largó por las buenas de
la cuadrilla del patatal de Sabbatus, son excepcionales. Han de concurrir seis
tipos diferentes de suerte en el mismo instante. Un tipo como Andy podría
esperar noventa años y no conseguir semejante fuga.
Tal vez recuerdes que mencioné anteriormente a un
tipo llamado Henley Backus, el encargado de la lavandería. Llegó a Shawshank en
1922 y murió en la enfermería de la prisión treinta y dos años después. Su hobby
eran las fugas y los intentos de fuga, quizá porque jamás se atrevió a
intentar una él mismo. Podía explicarte unos cien métodos diferentes, disparatados
todos y todos llevados a la práctica en Shaw-shank alguna vez. Mi favorita era
la historia de Beaver Morrison, un convicto que intentó construir un planeador
en el sótano del taller de placas de automóvil. Utilizó los planos de un libro
de hacia 1900 titulado Manual de diversiones y aventuras del muchacho moderno.
Cuentan que Beaver consiguió terminarlo sin que le descubrieran, y entonces se
encontró con que en el sótano no había puerta lo bastante grande para poder
sacar el maldito trasto. Cuando Henley contaba esta historia te partías de
risa, y sabía una docena (no, dos docenas) parecidas.
Si
se trataba de explicar los detalles de las fugas de Shawshank, Henley lo hacía
con pelos y señales. Me dijo una vez que, en el tiempo que llevaba él aquí,
había habido más de cuatrocientos intentos de fuga, que él supiera.
Piensa un momento en esto antes de asentir y seguir leyendo. ¡Cuatrocientos
intentos de fuga! Eso significa más o menos una media de casi trece intentos de
fuga al año en los años en que Henley Backus estuvo en Shawshank y los
contabilizó. El Club-de-Intentos-de-Fuga del Mes. Claro que la mayoría eran
chapuzas, el tipo de cosa que suele acabar con un guardia arrastrando al pobre
desgraciado por el brazo y gritando: «Pero, ¿dónde te crees que estás, cretino
de mierda?»
Henley
decía que consideraba como los intentos de fuga más serios quizás unos sesenta,
incluyendo la «huida» de 1937, el año antes de que él ingresara en Shawshank.
Estaban construyendo entonces la nueva zona de administración, y salían catorce
presos de la cárcel para trabajar en un cobertizo escasamente cerrado. Todo el
sur de Maine estaba aterrado por aquellos «catorce malvados criminales»;
«criminales» que, en su mayoría, estaban muertos de miedo y no tenían más idea
de a dónde podrían ir que una liebre despistada en una autovía con los focos
de un camión avanzando hacia ella. Ninguno de aquellos catorce presos se fugó.
A dos de ellos los mataron a tiros (civiles, no oficiales de policía ni
personal de la prisión), pero ninguno se escapó.
¿Cuántos
han conseguido escaparse desde 1938, en que yo ingresé en Shawshank, hasta
aquel día de octubre que Andy me mencionó Zihuatanejo por vez primera?
Contando mis propios datos y los de Henley, yo diría que en total unos diez.
Diez que consiguieron escapar realmente. Y, aunque no puede saberse con absoluta
certeza, yo diría que al menos la mitad de esos diez están ahora cumpliendo
condena en instituciones de bajo nivel de instrucción, como el Shank. Porque
acabas institucionalizado. Si quitas a un hombre la libertad y le enseñas a
vivir en una celda, parece perder su capacidad de pensar en otras dimensiones.
Es como la liebre que mencioné, paralizada por las luces cercanas del camión
que avanza para matarla. Más de la mitad de los presos que salen libres
realizan algún trabajo estúpido que no tiene maldita posibilidad de salir
bien... ¿por qué? Porque eso les llevará de vuelta a la cárcel, al lugar donde
entienden cómo funcionan las cosas.
Andy
no era así, pero yo sí. La idea de ver el Pacífico parecía buena; pero
yo temía que, si realmente iba allí, me moriría de miedo; su inmensidad me
aterraba.
De
cualquier forma, el día de la conversación sobre México y sobre el señor Peter
Stevens... empecé a creer que Andy tenía intención de hacer algún disparate.
Ro-gué a Dios que fuera prudente y cuidadoso si lo llegaba a hacer y, sin
embargo, no habría apostado un céntimo por sus posibilidades de éxito.
Compréndelo, Norton no le quitaba ojo de encima. Para Norton, Andy no era
simplemente un zoquete más con un número; digamos que tenían una relación
laboral. Además, Andy poseía inteligencia y sensibilidad, y Norton estaba
decidido a utilizar la una y aplastar la otra.
Al
igual que hay políticos honrados (los que se venden) en el mundo exterior,
también hay carceleros honestos, y si sabes juzgar bien a la gente y tienes
algo de dinero que repartir, supongo que consigues que hagan la vista gorda lo
justo para fugarte. No seré yo quien diga que nunca se ha hecho algo semejante,
pero sí que Andy Dufresne no era precisamente el hombre que podía hacerlo.
Porque, tal como he dicho, Norton le vigilaba de cerca. Y Andy lo sabía. Y los
carceleros también lo sabían.
Así
que nadie incluiría a Andy en el programa de trabajo «Dentro-Fuera», al menos
mientras Norton controlara las listas de los grupos que salían a trabajar. Y
Andy tampoco era la clase de individuo que prueba un tipo de fuga casual,
estilo Sid Nedeau.
Yo
en su lugar habría vivido torturado por la idea desquiciante de aquella llave.
Con mucha suerte, habría podido dormir un par de horas por la noche. Buxton
quedaba a menos de cincuenta kilómetros de Shawshank. Tan cerca, pero tan
lejos.
Yo
seguía pensando que lo mejor que podía hacer era contratar a un abogado e
intentar conseguir un nuevo juicio. Cualquier cosa para librarse del yugo de
Norton. Tal vez Tommy Williams enmudeciera sólo por un agradable programa de
salidas, pero yo no estaba totalmente seguro de ello. Tal vez un buen abogado
de los duros de pelar de Mississipi le convenciera... y puede que ni siquiera
tuviera que insistir demasiado. Williams le tenía verdadera simpatía. De vez en
cuando, le decía todo esto a Andy, que se limitaba a sonreír con la mirada
perdida en el vacío, y a decirme que ya se lo pensaría.
Al
parecer, estaba pensándose muchas otras cosas también.
Andy Dufresne se fugó de Shawshank en 1975. No le han capturado, ni
creo que lo hagan nunca. En realidad, creo que Andy Dufresne ni siquiera
existe ya. Pero creo que sí existe un hombre allá en Zihuatanejo, México,
llamado Peter Stevens. Y es muy probable que dirija un hotelito recién
inaugurado en este año de Nuestro Señor de 1976.
Te
contaré lo que sé y lo que pienso; prácticamente es todo lo que puedo hacer,
¿no crees?
El doce de marzo de 1975, a las seis y media de la mañana, se abrieron
las puertas de las celdas del pabellón cinco, igual que todas las mañanas,
excepto los domingos. Y, exactamente igual que todos los días excepto los
domingos, los reclusos de las celdas salieron al corredor y formaron dos filas
mientras la puerta del pabellón se cerraba tras ellos. Se dirigieron luego a la
puerta principal del pabellón, donde dos carceleros les contaron antes de
enviarles al comedor para tomar su desayuno de gachas de avena, huevos revueltos
y tocino.
Todo
este proceso se atuvo absolutamente a la rutina, hasta el momento del recuento
de los presos a la puerta del pabellón. Tenía que haber veintisiete. Y había
veintiséis. Tras una llamada al capitán de guardias, se permitió a los presos
del pabellón cinco bajar a desayunar.
El
capitán de guardias, un tipo no muy desagradable, y su ayudante, un jovial
simplón llamado Dave Burkes, recorrieron de inmediato el pabellón cinco. Gonyar
volvió a abrir las puertas de las celdas y él y Burkes recorrieron juntos el
pasillo, pasando las porras por los barrotes y con las armas en la mano. Cuando
pasa algo así, lo normal es que algún recluso haya enfermado durante la noche
y esté tan mal que no pueda salir de la celda por la mañana. Son menos los
casos en los que alguno ha muerto o se ha suicidado.
Pero
en esta ocasión, en vez de un hombre enfermo o de un cadáver, se toparon con un
misterio. No encontraron a nadie. En el pabellón cinco había catorce celdas,
siete a cada lado, todas bien limpias (el castigo por una celda desordenada y
sucia en Shawshank es restricción de los privilegios de visita) y todas absolutamente
vacías.
La
primera suposición de Gonyar fue que se habían equivocado al contar, o que se
trataba de una broma pesada. Así que, en lugar de mandarles a trabajar después
del desayuno, los presos del pabellón cinco tuvieron que volver a las celdas,
contentos y felices. Cualquier cambio en la rutina era siempre bien venido.
Las
puertas de las celdas se abrieron; los prisioneros entraron; las puertas de
las celdas se cerraron. Algún payaso gritó: «Quiero un abogado, quiero un
abogado, que venga mi abogado, lleváis este lugar como si fuera una apestosa
cárcel».
Burkes: «Silencio, os voy a joder vivos».
El payaso: «Yo sí que me jodí a tu mujer, Burkie».
Gonyar: «Silencio todos, o pasaréis el día encerrados».
Él
y Burkes volvieron a la fila y empezaron a contarnos. No tuvieron que contar
mucho.
—¿A quién pertenece esta celda? —preguntó Gon-yar al carcelero de noche
de la derecha.
—A Andrew Dufresne —contestó el de la derecha, y eso fue todo. En ese
mismo instante, se acabó la rutina,
hermanos.
En
todas las películas de cárceles que he visto suena esa corneta gemebunda
cuando hay una fuga. Eso jamás sucedió en Shawshank. Lo primero que hizo
Gon-yar fue comunicárselo al director. Lo segundo, cerciorarse de que la
prisión seguía funcionando. Lo tercero, alertar a la policía estatal de
Scarborough de la posibilidad de una fuga.
Tal
era la rutina en un caso así. Esta rutina no les exigía registrar la celda del
sospechoso de fuga y por consiguiente no lo hicieron en aquel momento. ¿Por qué
iban a hacerlo? Era cuestión de aceptar lo que veían. Era una pequeña
habitación cuadrada, barrotes en la ventana, barrotes en la puerta corredera.
Había un inodoro y un catre vacío. Y algunas piedrecitas en el poyo de la
ventana.
Y,
por supuesto, el cartel. Se trataba de Linda Ronstadt por entonces. El cartel
estaba colocado justo sobre la litera. Había habido allí un cartel, en el mismo
lugar exactamente, durante veintiséis años. Y cuando alguien (el propio Norton
en persona, justicia poética, si es que existió tal cosa alguna vez) miró
detrás del mismo, se llevaron la gran sorpresa.
Pero
eso no ocurriría hasta las seis y media de la tarde, casi unas doce horas
después de haberse descubierto la falta de Andy, seguramente unas veinte horas
después de que se hubiera fugado.
Norton puso el grito
en el cielo.
Lo
sé de buena tinta: el bueno de Chester estaba encerando el suelo del vestíbulo
de la zona administrativa aquel día. Esta vez no tuvo que sacar brillo con la
oreja a la placa de la cerradura; según contaba luego, podía oírse a Norton con
toda claridad hasta en los archivos y ficheros mientras ponía verde al pobre
Rich Gonyar.
—¿Qué es lo que quiere decir? ¿Está seguro de que no se encuentra en el
recinto de la cárcel? ¿Qué significa eso? ¿Significa que no le ha encontrado?
¡Pues será mejor que le encuentre! ¡Mucho mejor! ¡Porque quiero verle en seguida!
¿Me ha oído bien? ¡Quiero verle! Gonyar dijo algo.
—¿Que no ocurrió en su turno? Eso es lo que dice usted. Yo diría
que nadie sabe cuándo ocurrió. Ni cómo. Ni si ha ocurrido realmente.
Vamos, le quiero en mi despacho a las tres de esta tarde o de lo contrario
rodarán algunas cabezas. Se lo prometo. Y le aseguro que siempre cumplo
mis promesas.
Gonyar replicó algo, algo que pareció irritar aún
más a Norton.
—¿No? Pues fíjese bien en esto. ¡Mírelo! ¿Lo reconoce? La
tarjeta de la noche pasada del pabellón cinco. ¡Figuran todos los prisioneros!
Dufresne quedó encerrado en su celda anoche y es absolutamente imposible que
ahora haya desaparecido. ¡Es imposible! ¡Encuéntrele!
Pero, a las tres de aquella tarde, Andy Dufresne figuraba todavía
entre los desaparecidos. El propio Norton bajó hecho una furia al pabellón
cinco unas horas más tarde; los prisioneros de aquel pabellón llevábamos todo
el día encerrados. ¿Nos habían interrogado? Pasamos todo aquel largo día
contestando las preguntas de los acosados carceleros que sentían el aliento del
dragón pisándoles los talones. Todos dijimos exactamente lo mismo: no habíamos
visto nada, no habíamos oído nada. Y, que yo sepa, todos decíamos la verdad. Sé
que yo la decía. Todo lo que podíamos decir es que realmente Andy estaba en la
celda cuando cerraron éstas y cuando se apagaron las luces una hora después.
Un
gracioso sugirió que Andy se habría escurrido por el agujero de la cerradura.
Tal sugerencia le costó cuatro días de confinamiento solitario. Estaban desquiciados.
Así
que bajó Norton (acechante y furtivo) mirándonos con ojos tan furiosos que
parecían a punto de arrancar chispas de los barrotes de acero templado de
nuestras jaulas. Nos miraba como si creyera que todos estábamos complicados en
el asunto. Y tal vez sí lo creyera.
Entró
en la celda de Andy y miró a su alrededor. Estaba tal como Andy la había
dejado, las sábanas de la litera vueltas pero sin que pareciera que alguien hubiese
dormido allí. Las piedras en la ventana... aunque no todas. Se había llevado
las que más le gustaban.
—Piedras —silbó Norton, y las barrió de un manotazo del poyo de la
ventana. Gonyar, que estaba haciendo ya horas extras, dio un respingo, aunque
no
dijo nada.
Norton
posó la mirada en el cartel de Linda Ron-stadt. Linda miraba hacia atrás por
encima del hombro, con las manos metidas en los bolsillos traseros de unos
ceñidos pantalones pardos. Llevaba corpino y lucía un intenso tostado
californiano. Aquella fotografía por fuerza tenía que agraviar inmediatamente
la sensibilidad baptista de Norton. Viéndole mirarla furioso, recordé lo que
había dicho una vez Andy de sentir que casi podía atravesar el cartel y
encontrarse junto
a la chica.
Y
eso fue lo que hizo, en un sentido absolutamente real, tal como Norton
descubriría a los pocos segundos.
—¡Qué porquería! —gruñó, y rompió el cartel de
un manotazo.
Y
dejó al descubierto un abismal agujero en la pared de hormigón.
Gonyar no se metió
en el agujero.
Norton
se lo ordenó (toda la prisión tuvo que oír a Norton ordenando a Rich Gonyar
meterse allí) y Gonyar se negó rotundamente.
—¡Esto le costará el puesto! —gritó Norton. Estaba tan histérico como
una mujer en plena calentura me-nopáusica. Había perdido absolutamente el
control. Tenía el cuello rojísimo y dos venas hinchadas y palpitantes en la
frente—. ¡Ya puede contar con ello, francés de mierda! ¡Esto le costará el
puesto y me encargaré personalmente de que no consiga ningún otro en ninguna
institución penitenciaria de Nueva Inglaterra!
Gonyar
sacó en silencio su pistola reglamentaria y se la ofreció a Norton sujetándola
por el cañón. Ya había tenido suficiente. Llevaba ya dos horas de más de
trabajo... casi tres, y no aguantaba más. Era como si la deserción de Andy de
nuestra pequeña y feliz familia hubiera catapultado a Norton por el borde de
algún tipo de irracionalidad personal existente ya desde hacía mucho tiempo...
era evidente que estaba loco.
No
sé cuál podía ser aquella irracionalidad, desde luego. Pero sí sé que aquella
tarde había veintiséis presos escuchando la pelotera de Norton con Rich Gonyar
mientras la claridad del día se desvanecía del cielo nuboso de finales de
invierno, todos tipos endurecidos y veteranos que habíamos visto llegar y
marcharse a los directores, igual a los inflexibles que a los blandos, y los
veintiséis supimos que Samuel Norton acababa de superar lo que a los ingenieros
les gusta denominar «punto de ruptura».
Y por Dios que tuve casi la sensación de oír a Andy
Dufresne riéndose desde algún sitio.
Al final, Norton consiguió a un tipo pequeño y seco del turno de noche
para que se metiera en el agujero que había hecho Andy detrás del cartel de
Linda Ron-stadt. Aquel guardia enjuto se llamaba Rory Tremont y no era
precisamente un águila en lo que a ideas se refiere. Tal vez creyera el pobre
que iba a ganarse la Estrella de Bronce o algo por el estilo. Tal como resultaría
la cosa, fue una suerte que Norton encontrara a alguien de constitución
parecida a la de Andy para meterse allí. Si se le ocurre mandar a un tipo corpulento
(que son los más entre los guardias de prisión) se habría quedado atascado
dentro, tan seguro como que Dios creó la yerba verde... y que todavía estaría
allí.
Tremont
se metió en el agujero con un cordel de nylón que alguien había encontrado en
el maletero de su coche atado a la cintura y con una gran linterna de seis
pilas en la mano. Por entonces, Gonyar, que había cambiado de idea respecto a
marcharse y que parecía el único de los presentes que aún conservaba la capacidad
de pensar con claridad, había desenterrado una serie de planos. Yo sabía
perfectamente lo que le mostrarían aquellos planos: la sección transversal de
una pared, que parecía un bocadillo. La pared completa tenía un grosor de poco
más de tres metros. Las secciones interior y exterior tenían cada una un
grosor aproximado de metro veinte. Y en el centro había un espacio de sesenta
centímetros de tubería. Y tienes que creer que eso era precisamente el meollo
del asunto...
En más de un sentido.
Llegó del agujero la voz de Tremont, con un tono hueco
y apagado.
—Hay un olor espantoso aquí dentro, director.
—¡Eso no importa! ¡Siga avanzando!
Las
piernas de Tremont desaparecieron en el agujero. Un instante después habían
desaparecido también sus pies. La linterna destelleaba débilmente de un lado a
otro.
—Director, huele fatal.
—¡He dicho que no importa! —gritó Norton. Volvió a oírse, en tono
gemebundo, la voz de Tremont.
—Huele a mierda. Oh, Dios santo, eso es lo que es, es
mierda; oh, Dios mío, sácame de aquí o voy a echar las tripas; oh, mierda, es
mierda; oh, Dios,
mmgaaoouum...
Y
entonces nos llegó el sonido inconfundible de Rory Tremont devolviendo sus dos
últimas comidas.
Y,
en este punto, no pude más. No pude controlarme. Todo aquel día (diablos, no,
los últimos treinta años) se me vinieron de repente a la cabeza y empecé a
reírme con toda el alma, me reía de un modo que siempre había creído imposible
dentro de estos muros grises. ¡Y, oh. Dios santo, no me sentó bien!
—¡Saquen de aquí a ese hombre! —estaba gritando Norton, y yo me estaba
riendo tan fuerte que no sabía si se refería a mí o a Tremont. Seguía riéndome
y pateando y doblándome por la cintura. No podría haber dejado de reírme ni
aunque Norton me hubiera ame- | nazado con pegarme un tiro allí mismo—. ¡Sáquenle
de aquí!
En fin, vecinos y amigos míos, el que se fue fui yo.
Directamente a confinamiento
solitario, donde pasé quince días. Una apuesta arriesgada. Pero a cada poco me
acordaba del pobre infeliz de Rory Tremont vociferando Oh, mierda, es
mierda y luego pensaba en Andy Dufresne avanzando en su propio coche rumbo
al sur, vestido con un buen traje y no podía evitar reírme. Pasé aquellos
quince días incomunicado prácticamente tranquilo. Quizá porque una parte de mí
estaba con Andy Dufresne; Andy Dufresne, que había vadeado la mierda y había
salido limpio al otro lado; Andy Dufresne, rumbo al Pacífico.
Me enteré del resto de lo ocurrido aquella noche por una media docena
de fuentes distintas. No demasiado, de cualquier forma. Supongo que Rory
Tremont decidió que no le quedaba mucho que perder después de haber perdido la
comida y la cena, porque siguió adelante. No corría peligro de caerse por el
hueco porque era tan estrecho que tenía que impulsarse hacia abajo para
avanzar. Más tarde diría que respiraba sólo a medias y que ya sabía qué era lo
de que le enterraran a uno vivo.
Lo
que descubrió al final fue el conducto general del albañal que servía para los
catorce inodoros del pabellón cinco, una cañería de porcelana que había sido
instalada hacía treinta años. Estaba reventada. Junto al mellado agujero de la
cañería, Tremont encontró el martillo de trabajar piedra de Andy.
Andy
había conseguido evadirse, pero no le había resultado nada fácil.
La
cañería era aún más estrecha que el hueco por el que había bajado Tremont. Rory
Tremont no siguió por ella y, por lo que yo sé, nadie lo hizo. Debió ser algo
inenarrable. Cuando Tremont estaba examinando el agujero y el martillo, saltó
de la cañería una rata que luego juraría que era casi tan grande como un cachorro
cócker. Volvió a recorrer en dirección contraria el angosto espacio hasta la
celda de Andy como un mono aterrado.
Andy
se había metido en aquel conducto de albañal. Tal vez supiera que desembocaba
en un arroyo a quinientos metros de la cárcel en la pantanosa zona oeste. Creo
que lo sabía. Los planos de la prisión estaban por ahí y debió hallar el modo
de echarles una ojeada. Era un tipo metódico. Tenía que saber o haber
averiguado que el conducto de albañal que salía del pabellón cinco era el único
de toda la prisión que no se había desviado hacia la nueva planta de
tratamiento de basuras y tenía que saber que o lo intentaba hacia mediados de
1975 o nunca, porque en agosto también a nosotros nos conectarían a la nueva
planta de tratamiento de basuras.
Quinientos
metros. La longitud de cinco campos de fútbol. Y se arrastró durante medio
kilómetro, quizá con una pequeña linterna en la mano o tal vez sólo con un par
de cajas de cerillas. Atravesó a rastras toda aquella porquería que no puedo o
no quiero imaginar. Puede que las ratas corrieran al verle o puede que le
atacaran, como suelen hacer esos animales cuando se enardecen en la oscuridad.
Debía tener el espacio justo de los hombros para seguir avanzando, y en las
juntas seguramente tendría que darse impulso para pasar. Si yo hubiera estado
en su lugar, hubiese enloquecido de claustrofobia. Pero él lo consiguió.
Encontraron
huellas fangosas que salían del arroyo estancado y hediondo en el que
desembocaba el albañal. Y, a unos tres kilómetros de allí, la patrulla de
rastreo encontró su uniforme de presidiario... pero eso sería dos días después.
Como
supondrás, la historia de la fuga de Andy apareció en los periódicos, pero
nadie en un radio de veinticinco kilómetros de la prisión denunció el robo de
un coche o de ropa, o a un hombre desnudo a la luz de la luna. Ni siquiera un
perro ladrando en el corral de una granja. Salió del albañal y sencillamente se
esfumó.
Pero apuesto a que se esfumó en dirección a Buxton.
Tres meses después de aquel memorable día, Norton dimitió. Y me complace
inmensamente informar que era un hombre deshecho. Había perdido todo su vigor.
Su último día aquí, andaba con la cabeza baja como un viejo presidiario que se
arrastra hacia la enfermería a buscar sus pastillas de codeína. Le sucedió en
el puesto Gonyar, y tal vez eso fuera lo más cruel de todo para Norton. Por lo
que sé, Sam Norton está ahora en Eliot, donde asiste los domingos a los
servicios religiosos de la iglesia baptista y se pregunta cómo diablos lo
conseguiría Andy Dufresne.
Yo se lo diría; la respuesta a la pregunta es la simplicidad misma.
Algunos lo consiguen, Sam. Y otros, no; ni lo conseguirán nunca.
Y eso es todo lo que sé; explicaré ahora lo que pienso. Puede que me
equivoque en algunos detalles, pero apostaría mi reloj, con cadena y todo, a
que en líneas generales acierto. Porque, siendo Andy el tipo de individuo que
era, hay sólo una o dos formas en las que pudo desarrollarse todo. Y, una y
otra vez, siempre que pienso en ello, recuerdo las palabras de aquel indio
medio loco: Normanden. «Buen tipo —comentó Normanden después de vivir en la
misma celda que Andy ocho meses—. Me alegró marcharme, sí, mucha corriente en
aquella celda. Siempre hacía frío. No dejaba que nadie tocara sus cosas. Está
bien. Buen tipo;
nunca hacía bromas. Pero mucha
corriente.» Pobre demente Normanden. Sabía más que todos nosotros y lo supo
antes. Y tuvieron que pasar ocho largos meses antes de que Andy pudiera
librarse de él y quedarse otra vez solo en la celda. De no haber sido por esos
ocho meses que Normanden pasó con él después de que Norton llegara a la cárcel,
creo que Andy habría estado libre antes de la dimisión de Nixon.
Ahora creo que todo empezó en 1949... Por entonces, y no con el
martíllete de trabajar piedra, sino con el cartel de Rita Hayworth. Ya expliqué
lo nervioso que me pareció cuando me pidió el cartel, nervioso y dominado por
una especie de exaltación contenida. Pensé entonces que se trataba de simple
turbación, que Andy era el tipo de individuo al que disgusta que los demás se
enteren de que tiene los pies de barro y desea una mujer... y más tratándose de
una mujer imaginaria. Pero ahora creo que estaba equivocado. Ahora creo que la
turbación de Andy procedía de algo completamente distinto.
¿A
qué se debía el agujero que el director Norton acabó descubriendo tras el
cartel de una chica que ni siquiera había nacido cuando le hicieron aquella
fotografía a Rita Hayworth? A la perseverancia y al arduo trabajo de Andy
Dufresne, sin duda... no voy a negarle nada de eso a Andy. Pero en la ecuación
intervienen también otros dos factores: muchísima suerte y hormigón de la WPA.[3]
Supongo
que no hace falta explicar lo de la suerte. En cuanto a lo del hormigón, me
encargué de averiguarlo. Invertí cierto tiempo y un par de sellos y escribí
primero al Departamento de Historia de la Universidad de Maine y luego a un
individuo cuya dirección me facilitó la universidad. Individuo que había sido
encargado del proyecto de construcción del Ala de Máxima Seguridad de
Shawshank, que llevó a cabo la WPA.
Forman
parte de esta ala los pabellones tres, cuatro y cinco, y fue construida en los
años 1934-1937. Hoy en día, prácticamente nadie considera el cemento y el
hormigón como «adelantos tecnológicos», como los coches y las calderas de
petróleo o los aviones de propulsión; pero lo son. El cemento moderno no se
utilizó hasta 1870 más o menos, y el hormigón moderno no existió hasta
finales-principios de siglo. La mezcla del hormigón es una tarea tan delicada
como la de hacer pan. Hay que echar la cantidad exacta de agua. La mezcla de
arena puede resultar demasiado compacta o demasiado líquida, y otro tanto es
válido para la mezcla de grava. Y allá por 1934 la ciencia de mezclar los
materiales estaba muy lejos de la perfección de hoy en día.
Los
muros del pabellón cinco eran bastante sólidos, pero no eran precisamente secos
y cálidos. En realidad, eran, y son, extraordinariamente húmedos. Tras una
larga temporada de humedad, rezuman e incluso a veces gotean. Y solían aparecer
grietas, algunas de una pulgada de profundidad, que se enlucían de forma rutinaria.
Bien,
y he aquí que llega Andy Dufresne al pabellón cinco. Se había licenciado en la
escuela de comercio de la Universidad de Maine, pero también había hecho dos o
tres cursos de geología. En realidad, la geología se había convertido en su
principal afición. Supongo que le interesaba por su carácter paciente y meticuloso. Un diamante de diez mil años de antigüedad aquí. Una capa
montañosa de un millón de años allá. Capas de sedimentos comprimiéndose unas
sobre otras en lo profundo de la tierra durante milenios. Presión. Andy
me contó una vez que la geología consiste en un estudio de la presión.
Y tiempo, por supuesto.
Él tuvo tiempo para estudiar aquellos muros. Muchísimo
tiempo. Cuando la puerta de la celda se cierra y las luces se apagan, no hay
otra cosa que mirar.
Los prisioneros novatos suelen pasarlo mal adaptándose
al confinamiento de la vida del recluso. Les da fiebre carcelaria. A veces,
tienen que arrastrarles hasta la enfermería y darles sedantes una o dos veces
antes de que empiecen a funcionar. No es nada raro oír a alguno de los nuevos
miembros de nuestra feliz familia golpeando los barrotes de su celda y
gritando que le dejen salir... En tales ocasiones, no pasa mucho rato sin que
empiece a oírse por toda la galería el canto:
«¡Pescado fresco, pescadito, eh, pescado fresco,
pescado fresco, hoy tenemos pescado fresco!».
A Andy no le pasó esto cuando llegó en 1948, lo cual
no quiere decir que no tuviera los problemas que la mayoría para adaptarse.
Quizás estuviera a punto de enloquecer; a algunos les pasa y los hay que saltan
la barrera. La vida anterior se desvanece en un abrir y cerrar de ojos,
extendiéndose ante ellos, imprecisa pesadilla, una larga temporada en el
infierno.
Así pues, ¿qué hizo Andy?, te pregunto. Buscó casi
desesperadamente algo que distrajera y tranquilizara su mente. Oh, hay
muchísimas formas distintas de distraerse, incluso en la cárcel; parece que
tratándose de distracción, la mente humana fuera capaz de un infinito número
de posibilidades. Ya expliqué lo del escultor y su Tres edades de Jesús.
Había coleccionistas de monedas que estaban siempre perdiendo sus colecciones
en beneficio de los ladrones, de coleccionistas de sellos, un tipo que tenía
postales de treinta y cinco países distintos... y, te diré, le habría arrancado
los ojos a cualquiera que hubiera pillado entreteniéndose con sus postales.
Andy se dedicó a las piedras. Y a las paredes de su
celda.
Yo creo que su intención original tal vez no fuera
más que grabar sus iniciales en la pared en la que pronto iba a colgar el
cartel de Rita Hayworth. Sus iniciales o quizá los versos de algún poema. Y,
mira por dónde, se encontró con aquel hormigón curiosamente blando. Tal vez
empezara a grabar sus iniciales y se desprendiera un trozo de pared. Puedo
verle echado en su litera contemplando aquel trozo de pared, dándole la vuelta
en la mano. Nada importa el fracaso de toda tu vida, nada importa que todo un
cargamento de mala suerte haya dado con tus huesos en esta cárcel. Olvídalo
todo y contempla este trozo de hormigón.
Tal
vez unos meses después decidiera que sería divertido comprobar la cantidad de
pared que podía arrancar. Pero, claro, no puedes ponerte a excavar una pared en
tu celda y luego, cuando aparezcan los de la inspección semanal (o una de las
inspecciones sorpresa siempre a la busca de escondrijos de alcohol, drogas,
fotos pomo y armas), decirle al guardia: «Ah, eso. Sólo estoy haciendo un
agujerito en la pared de mi celda. No te preocupes, buen hombre».
Evidentemente
no podía hacer eso. Así que acudió a mí y me preguntó si podría conseguirle un
cartel de Rita Hayworth. Y no uno pequeño, sino uno grande.
Y,
claro, además tenía el martillete. Recuerdo haber pensado cuando se lo
proporcioné, allá por 1948, que un hombre tardaría unos seiscientos años en
hacer con él un agujero que atravesara el muro. Cálculo bastante acertado.
Pero Andy sólo tuvo que agujerear medio muro... y, aun teniendo en
cuenta la blandura del hormigón, le llevó dos martillos de trabajar piedra y
tardó veintiséis años.
Claro
que la mayor parte de uno de esos años la perdió con Normanden y además sólo
podía trabajar de noche, preferiblemente bien avanzada la noche, cuando casi
todo el mundo duerme... incluso los guardias del turno nocturno. Pero supongo
que lo que le retrasó más fue librarse de la pared a medida que la iba arrancando.
Pudo amortiguar el sonido de su trabajo envolviendo la cabeza del martillo con
paños de pulimentar, pero ¿qué hacer con el hormigón pulverizado y con los trozos
enteros que caerían de vez en cuando?
Creo que tendría que reducirlos a chinitas y...
Recuerdo el domingo después de haberle proporcionado
el martillo. Recuerdo que me quedé mirándole mientras cruzaba el patio con la
cara hinchada por su último encuentro con las hermanas. Vi que se detenía,
cogía una china... y que ésta desaparecía en su manga. Ese bolsillo-manga
interior es un viejo truco de la prisión. Arriba de la manga o sencillamente en
la vuelta de los pantalones. Y recuerdo otra cosa, un recuerdo muy intenso,
aunque algo confuso, tal vez algo que vi más de una vez: es el recuerdo de Andy
Dufresne cruzando el patio en un cálido día de verano en que el aire estaba
absolutamente quieto. Quieto, sí... a no ser por una suave brisa que parecía
levantar arena alrededor de los pies de Andy Dufresne.
Así
que tal vez tuviera un par de bolsos falsos en los pantalones debajo de las
rodillas. Las cargabas bien con el escombro triturado y luego sencillamente
paseabas por ahí con las manos en los bolsillos y cuando estabas tranquilo y
seguro de que nadie te observaba, dabas un leve tirón a los bolsillos. Los
bolsillos, naturalmente, estaban unidos por cordel o hilo fuerte a los bolsos
falsos. El relleno va cayendo en una especie de cascada de las perneras de los
pantalones según vas caminando. Durante la segunda guerra mundial, los
prisioneros que intentaban escapar abriendo túneles utilizaban este truco.
Los
años fueron pasando y Andy transportó lo extraído de la pared de su celda,
puñado a puñado, al patio de ejercicios. Siguió la corriente a un director tras
otro, y todos creyeron que se debía a su deseo de que la biblioteca siguiera
funcionando, pero lo que a Andy le interesaba más era seguir en su celda
catorce del pabellón cinco y ser su único ocupante.
Dudo
que, al menos al principio, tuviera planes reales de escapar ni esperanzas de
conseguirlo. Seguramente suponía que la pared tenía tres metros de sólido
hormigón. Pero, como digo, no creo que le preocupara mucho atravesarla o no.
Debía pensar así, más o menos: conseguiría simplemente avanzar unos
centímetros cada siete años o así; por tanto, me llevaría setenta años
atravesarla del todo; y, para entonces, tendría ciento un años.
Y he aquí una segunda conjetura que yo habría hecho
si hubiera sido Andy: que acabarían descubriéndome y me pasaría una larga
temporada incomunicado, por no mencionar una gran mancha en mi ficha. No hay
que olvidar la inspección regular semanal y una visita sorpresa (normalmente
por la noche) cada dos semanas o así. Tuvo que decidir que las cosas no
podrían prolongarse mucho tiempo. Antes o después, algún carcelero se
dedicaría a husmear detrás del cartel de Rita Hayworth sólo para asegurarse de
que Andy no tenía pegado a la pared con cinta adhesiva un mango de cuchara afilado
o algunos cigarrillos de marihuana.
Y
la respuesta de Andy a esa segunda conjetura tuvo que ser: Al diablo con
ello. Hasta puede que lo convirtiera en un juego. ¿Hasta dónde llegaré
antes de que me descubran? La cárcel es un lugar extraordinariamente aburrido,
y la posibilidad de ser sorprendido por una inspección no programada en plena
noche, y mientras tenía el cartel despegado, probablemente añadiera un cierto
aliciente a su vida durante los primeros años.
Y
creo que le habría sido imposible salir adelante sólo a base de simple suerte.
No durante veintisiete años. No obstante, tengo que creer que durante aquellos
dos años (hasta mediados de mayo de 1950, cuando ayudó a Byron Hadley a eludir
los impuestos del legado de su hermano) fue exactamente así como funcionó la
cosa.
Claro
que tal vez tuviera algo más que simple suerte a su favor incluso por
entonces. Tenía dinero y puede que untara un poco a alguien todas las semanas
para que le facilitara las cosas. Casi todos los carceleros se avendrán a ello
si el precio es razonable; es dinero en sus bolsillos, y el prisionero
consigue conservar las fotografías o los cigarrillos hechos de encargo.
Además, Andy era un prisionero ejemplar (tranquilo, bien hablado, respetuoso,
nada violento). Son los rebeldes y los alborotadores los que consiguen que les
pongan la celda patas arriba al menos una vez cada seis meses, les abran las
cremalleras de los colchones, les corten las almohadas y comprueben
minuciosamente el desagüe del inodoro.
Y,
a partir de 1950, Andy pasó a ser algo más que un prisionero ejemplar. En 1950
se convirtió en un artículo valioso, un asesino que hacía declaraciones de
impuestos mejor que H & R Block. Daba asesoramiento económico gratuito y
asesoramiento fiscal, y llenaba los impresos de solicitudes de créditos (a
veces creativamente). Le recuerdo sentado tras su mesa de la biblioteca
repasando pacientemente el contrato de préstamo párrafo por párrafo con un
carcelero que quería comprar un automóvil DeSoto usado, explicándole al tipo
con todo detalle los pros y los contras del contrato, explicándole que era
posible comprar a crédito sin que te clavaran demasiado, sacándole de las
sociedades financieras que, en aquellos tiempos, eran poco mejores que
usureros. Cuando terminó, el carcelero hizo ademán de tenderle la mano... y en
seguida la retiró. Por un momento, había olvidado que estaba tratando con una
mascota y no con un hombre.
Andy
seguía las leyes fiscales y el cambio en el mercado de valores, y así su
utilidad no concluyó tras llevar un tiempo fuera de circulación. Empezó a
recibir dinero para la biblioteca, concluyó al fin la guerra que había
sostenido con las hermanas y nadie se preocupaba mucho por su celda. Era un
buen negro.
Y un día, mucho después, quizás en octubre de 1967, su prolongada
afición se convirtió súbitamente en algo más. Una noche, cuando estaba en el
agujero metido hasta la cintura y Raquel Welch colgaba sobre su trasero, el
extremo afilado de su martillo se hundió de repente en el hormigón hasta la empuñadura.
Debió
sacar algunos trozos de hormigón, pero tal vez oyera caer otros en aquel hueco,
rebotando y tintineando en la cañería. ¿Sabía por entonces Andy que iba a
aterrizar en aquel hueco, o fue una absoluta sorpresa? No lo sé. Tal vez para
entonces hubiera visto ya los anteproyectos de la prisión, o tal vez no. Si no
los había visto ya, apuesta lo que quieras a que encontró pronto la forma de
echarles un vistazo.
Debió
caer en la cuenta de que ya no se trataba de un simple juego, sino que tenía una
meta: en términos de su propia vida y de su propio futuro, la más importante.
Tal vez no lo supiera con seguridad todavía, pero debía tener una idea bastante
clara porque fue justamente por entonces cuando me habló por primera vez de
Zihuatanejo. Aquel estúpido agujero de la pared dejó súbitamente de ser un
pasatiempo para ser su sueño... si es que sabía lo del albañal del fondo y que
pasaba bajo el muro exterior; lo fue, de todos modos.
Durante
años, le había preocupado la llave que descansaba bajo la piedra de Buxton.
Ahora tenía que preocuparse de que algún nuevo guardia celoso mirara tras el
cartel de su celda y descubriera todo el pastel o de que le metieran un
compañero en la misma celda, o de que, después de tantos años, le trasladaran
de cárcel. Viviría con todo esto en la cabeza durante los ocho años
siguientes. Lo único que puedo decir es que demostró ser uno de los individuos
con más temple que hayan existido. Viviendo con semejante incertidumbre, yo me
habría vuelto completamente loco al poco tiempo. Pero Andy se limitó a seguir
actuando como si nada sucediera.
Tuvo
que cargar con la posibilidad de que le descubrieran durante otros ocho años
(diríamos más bien la probabilidad, pues no importa lo cuidadosamente
que pusiere las circunstancias a su favor; como interno de una prisión estatal,
no tenía mucha capacidad de maniobra... y los dioses ya habían sido bondadosos
con él durante demasiado tiempo; unos diecinueve años).
La
ironía más espantosa que se me ocurre es que le hubieran concedido la libertad
condicional. ¿Te imaginas? Tres días antes de que el preso salga realmente, le
trasladan al ala de seguridad menor para someterle a una serie completa de
pruebas físicas y profesionales. Mientras permanece allí, su celda se limpia y
vacía por completo. En lugar de conseguir la libertad condicional, Andy habría
conseguido una larga jornada abajo en la zona de incomunicados, seguido por más
tiempo arriba... pero no en la misma celda de antes.
Si dio con el agujero en 1967, ¿cómo es que no escapó hasta 1975?
No
lo sé con seguridad, pero podría exponer algunas conjeturas aceptables.
Primero,
se habría vuelto más precavido que nunca. Era demasiado inteligente para
lanzarse a la carga e intentar huir en ocho meses o incluso en dieciocho. Tenía
que seguir ampliando la abertura del angosto espacio poco a poco. Un agujero
del tamaño de una taza de té cuando tomó su copa de año viejo aquel año. Un
agujero tan grande como un plato cuando celebró su cumpleaños en 1968. Y tan
grande como una bandeja de servir para cuando empezó la temporada de béisbol
en 1969.
Durante
un tiempo, pensé que habría ido mucho más rápido de lo que aparentemente lo
hizo (quiero decir después de taladrar la pared). Me parecía que, en vez de
tener que pulverizar los escombros y sacarlos de la celda tal como expliqué,
sencillamente podría dejarlos caer al hueco. El tiempo que le llevó, me hace
pensar que no se atrevió a hacerlo. Debió decidir que el ruido podría levantar
sospechas. O, si es que, tal como creo, sabía lo de la cañería, temería que un
trozo de cemento la rompiera antes de que lo tuviera todo listo, atascando el
sistema de desagüe y provocando una investigación. Y una investigación, no hace
falta decirlo, sería la ruina.
De
todas formas, supongo que para la fecha de la segunda investidura de Nixon el
agujero debía ser lo bastante amplio para permitirle pasar... y seguramente
antes de esa fecha, ya que Andy era un tipo pequeño.
¿Por qué no se fue entonces?
Hasta
aquí es hasta donde llegan mis comedidas conjeturas, amigos. A partir de este
punto, se hacen progresivamente más desordenadas. Una posibilidad es que el
espacio por el que debía pasar se obstruyera con los escombros y tuviera que
limpiarlo. Pero eso no le llevaría tanto tiempo. Entonces, ¿qué?
Es posible que se asustara.
Ya
he explicado, dentro de mis posibilidades, lo que es un hombre «institucional».
Al principio, no puedes soportar estos muros; luego, llegas a resignarte a
ellos y luego... llegas a aceptarlos... y entonces, cuando tu cuerpo y tu mente
y tu espíritu se adaptan a la vida en esta escala, llegas incluso a amarlos. Te
dicen cuándo tienes que comer, cuándo puedes escribir cartas, cuándo puedes
fumar. Si estás trabajando en la lavandería o en el taller, te asignan cinco
minutos de cada hora para ir al baño. Durante treinta y cinco años, mi momento
era veinticinco minutos después de la hora y, después de treinta y cinco años,
sólo entonces tengo ganas de orinar o de cagar: a las horas y veinticinco. Y
si, por alguna razón, no pudiera ir, a los cinco minutos dejaría de sentir la
necesidad y volvería a sentirla a las y veinticinco de la hora siguiente.
Tal
vez Andy estuviera luchando con ese tigre (ese síndrome institucional) y
también con el gran temor de que todo hubiera sido inútil.
¿Cuántas
noches pasaría despierto tendido en la litera bajo el cartel, pensando en
aquella alcantarilla, sabiendo que era su única posibilidad, que no tendría
otra? Los planos podrían haberle indicado el diámetro de la tubería, pero nada
podían decirle de cómo sería el interior de la misma: si podría respirar dentro
sin asfixiarse, si las ratas serían tan grandes y valientes como para
plantarle cara y atacarle en vez de escapar... y tampoco podría indicarle un
plano lo que encontraría al final cuando, y si, llegaba hasta el final. He aquí
una ironía aún más divertida que la de la libertad vigilada:
Andy se mete en el conducto del
albañal, repta a lo largo de sus quinientos metros de asfixiante y hedionda
oscuridad y se topa al final con una gigantesca alambrada que la sella. Ja,
ja, muy divertido, sí.
Andy
tuvo que barajar todas esas posibilidades. Y, si la suerte estaba de su lado y
conseguía realmente salir, ¿podría conseguir de alguna forma ropa de civil y
alejarse de la prisión sin que le localizaran?
Y
algo más: supongamos que al fin saliera, se alejara de Shawshank antes de que
se diera la alarma, llegara a Buxton, alzara la piedra correspondiente... y no
encontrara nada debajo de ella... No necesariamente algo tan dramático como
llegar al henar que él sabía y descubrir que habían levantado un edificio de
apartamentos en el lugar, o que lo habían convertido en el aparcamiento de un
supermercado. Y podría haberse dado el caso de que un niñito al que le
gustaran las piedras se fijara en aquel trozo de obsidiana, lo volviera, viera
la llavecita debajo y cogiera llave y piedra y se las llevara a casa como
recuerdos. O tal vez tropezara con la piedra un cazador de noviembre, quedando
la llave al descubierto, y una ardilla o un cuervo con afición por las cosas
brillantes se la hubieran llevado. Podía haber pasado cualquier cosa.
Así
que creo (conjetura infundada o no) que Andy permaneció inmovilizado por un
tiempo. Después de todo, si no apuestas, nada pierdes. ¿Qué tenía que perder?,
preguntaréis. Por un lado, su biblioteca. Y la ponzoñosa paz de la vida
institucional, por otro. Cualquier futura oportunidad de acceder a su identidad
segura.
Pero
al final lo hizo, tal como he explicado. Lo intentó... y, ¡santo cielo!, ¿no
fue espectacular? ¡Contestadme!
¿Preguntáis que si consiguió realmente escapar? ¿Qué ocurrió después?
¿Qué ocurrió cuando llegó a aquel prado y levantó la piedra... dando por
descontado siempre que la piedra aún seguía allí?
No
puedo describiros la escena, porque este hombre institucional sigue aún en esta
institución y aquí espera seguir en los años venideros.
Pero
os diré algo: Muy a finales del verano de 1975, el quince de septiembre para
ser exactos, recibí una tarjeta postal que habían echado al correo en el
pueble-cito de McNary, Texas. McNary queda en el lado norteamericano de la
frontera, justo frente a El Porvenir. La tarjeta no traía ningún mensaje,
estaba completamente en blanco. Pero yo entiendo. En mi interior lo sé con la
misma certeza con que sé que algún día todos moriremos.
McNary
es el lugar por donde cruzó la frontera. McNary, Texas.
Y ésa es mi historia, compadres. Nunca creí que me llevaría tanto
tiempo escribirla hasta el final ni que ocuparía tantas hojas. Empecé a
escribirla nada más recibir esa postal y estoy terminando ahora, catorce de
enero de 1976. He gastado tres lápices enteritos y un cuaderno de papel. He
procurado tener las hojas bien escondidas... pese a que no son muchos los que
pueden leer mis garabatos.
El
escribir agitó más recuerdos de los que yo creía tener. Escribir sobre uno
mismo se parece muchísimo a hundir una vara en el agua clara de un río y
remover el légamo del fondo.
Pero
oye, no escribías sobre ti mismo,
oigo decir a alguien por el gallinero. Estuviste escribiendo sobre Andy
Dufresne. Tú no eres más que un personaje secundario de tu propia historia.
Pero
sabéis muy bien que no es así en absoluto. Todo trata de mí, todas y
cada una de las malditas palabras de la historia. Andy era la parte de mí que
jamás pudieron encarcelar, una parte mía que se regocijará cuando al fin las
puertas se abran ante mí y salga de la cárcel con mi traje barato y mis veinte
dólares ahorrados en el bolsillo. Es parte mía que se regocijará sin
importarle lo viejo y arruinado y aterrado que esté el resto de mi persona.
Supongo que es sólo cuestión de que Andy tenía más de esa parte que yo y la
empleó mejor.
Hay
otros como yo, otros que recuerdan a Andy. Estamos contentísimos de que se
escapara, aunque también un poco tristes. Algunos pájaros no están destinados
a que los enjaulen, eso es todo. Tienen las plumas demasiado brillantes, su
canto es demasiado dulce y libre. Así que, o les dejas irse, o, cuando abres la
jama para darles de comer, se las arreglan para escapar volando. Y la parte de
ti que en el fondo creía que era un error tenerlos cautivos se alboroza, pese
al hecho de que el lugar en que vives sea mucho más lóbrego y triste tras su
partida.
Ésa
es la historia, y me alegra haberla contado, aunque no sea muy concluyente, y
pese a que algunos de los recuerdos que el hacerlo avivó (como la vara aquélla
removiendo el légamo del río) me produjeron cierta tristeza y la sensación de
ser más viejo de lo que soy. Gracias por escucharme. Y, Andy, si de veras estás
allá abajo, tal como creo, contempla por mí las estrellas cuando el sol se
ponga, y toca por mí la arena, y vadea en el agua, y siéntete libre.
Jamás esperé reanudar esta narración, pero héteme aquí, con las
páginas dobladas y arrugadas sobre la mesa ante mí. Aquí estoy, añadiendo otras
tres o cuatro páginas, escribiendo en un cuaderno nuevo. Un cuaderno que
compré en una tienda... Sencillamente entré en una tienda de la calle Congress
de Portland y lo compré.
Creía
haber puesto punto final a mi historia en una celda de la prisión de Shawshank,
un sombrío día de enero de 1976. Estamos ahora en mayo de 1977; estoy sentado
en un cuartito barato del hotel Brewster de Portland, escribiendo.
La
ventana está abierta y me llega el sonido del tráfico, inmenso, excitante,
aterrador. Tengo que mirar continuamente por la ventana y asegurarme de que no
tiene barrotes. Duermo bastante mal por las noches, porque la cama, pese a ser
ésta una habitación barata, me resulta demasiado amplia y lujosa. Me despierto
con presteza por la mañana a las seis y media, desorientado y aterrado. Mis
sueños son desagradables. Tengo la desquiciante sensación de caer en el vacío.
La sensación es aterradora y al mismo tiempo vivificante.
¿Qué
ha sido de mi vida? ¿No lo adivináis? Me concedieron la libertad vigilada.
Después de treinta y ocho años de audiencias rutinarias y de negativas
rutinarias (en el transcurso de esos treinta y ocho años murieron tres de los
abogados que se ocuparon de mi caso), al fin me concedieron la libertad
condicional. Supongo que debieron decidir al fin que a mis cincuenta y ocho
años estaba ya bastante cascado para considerarme inofensivo.
Estuve
a punto de quemar el documento que acabáis de leer. Suelen registrar a los que
salen en libertad vigilada casi con el mismo celo con que registran a los que
ingresan, a los «pescaditos frescos». Y, además de contener dinamita suficiente
para asegurarme un rápido cambio de dirección y otros seis o siete años
dentro, mis «memorias» contenían algo más: el nombre del pueblo en el que creo
que está Andy Dufresne. La policía mexicana colabora con la norteamericana, y
yo no quería que mi libertad (o mi deseo de no renunciar a la historia que
tanto tiempo y esfuerzo me había costado escribir) le costara la suya a Andy.
Entonces,
recordé cómo había metido en la cárcel Andy sus quinientos dólares allá por
1948 y utilicé el mismo sistema para sacar su historia de la cárcel. Y, para
estar aún más seguro, reescribí todas las páginas en las que se mencionaba
Zihuatanejo. Si en el transcurso de la «inspección de salida», como le llaman,
encontraban los papeles, yo volvería dentro... pero los polis se cansarían
buscando a Andy en un pueblo de la costa peruana...
El
comité de libertad condicional me proporcionó un trabajo de «ayudante de
almacén» en el gran mercado de Food Way en el Spruce Mall de South Portland,
lo que significa simplemente que soy un mozo más. Hay dos tipos de mozos, ya
sabes: los viejos y los jóvenes. Ni unos ni otros parecen mirarse entre sí con
buenos ojos. Yo, claro, soy de los viejos. Si compras en el Food Way de Spruce
Mall, tal vez te haya llevado las compras al coche... aunque tendrías que haber
comprado allí entre marzo y abril de 1977, pues ése fue el tiempo que trabajé
yo allí.
Al
principio, creía que no podría arreglármelas fuera. Ya he descrito la sociedad
de la cárcel como un modelo a pequeña escala de vuestro mundo exterior, pero no
tenia ni idea de lo de prisa que iban las cosas fuera; la velocidad real
a la que se mueve la gente ahora. Hasta hablan más de prisa. Y más alto.
Me
costó muchísimo adaptarme, y aún no lo he conseguido del todo... tardaré aún
bastante. Las mujeres, por ejemplo. Después de ignorar casi que eran la mitad
de la humanidad durante cuarenta años, me encontré de pronto trabajando en un
lugar lleno de mujeres. Mujeres viejas, mujeres embarazadas con camisetas de
manga corta con flechas apuntando hacia abajo y un lema escrito que decía bebe aquí, mujeres flacas con los
pezones erizados bajo las camisetas (cuando me metieron a mí en la cárcel
habrían arrestado a una mujer por vestir así y luego la hubiesen sometido a
una prueba para determinar su estado mental), mujeres de todas las formas y
tamaños. Así que me pasaba el día en una semierección continua maldiciéndome
por ser un viejo indecente.
Ir
al baño, eso fue otro problema. Cuando tenía que ir (y sentía siempre la
urgente necesidad de hacerlo a las y veinticinco de la hora), tenía que vencer
la casi abrumadora necesidad de decírselo al jefe. El saber que sencillamente
podía ir y hacerlo en el brillantísimo mundo exterior era una cosa; adaptar mi
yo interno a ese conocimiento después de tantísimos años de consultarlo con el
carcelero más próximo o afrontar dos días de confinamiento solitario por
olvidarme... era otra muy distinta.
A
mi jefe no le caía bien. Era un tipo joven, de unos veintiséis o veintisiete
años y podía darme cuenta de que le molestaba, como desagrada el viejo perro
servil y adulón que se acerca arrastrándose para que le acaricien. Santo Dios,
también me desagradaba a mí mismo. Pero... no podía evitarlo. Deseaba decirle:
Eso es todo lo que la vida en la cárcel hace por uno, joven.
Convierte a todo el que ocupa un cargo con autoridad en amo y a ti en el perro
de todos los amos. Puede que incluso en la prisión te des cuenta de que te has
convertido en un perro, pero como todos los que. llevan el mismo uniforme que
tú son perros también, no parece tener tanta importancia. Fuera, sí la tiene.
Pero no podía decirle eso a un joven como él. No lo entendería. Tampoco lo
entendería el funcionario de libertad vigilada, un ex marinero grande y
fanfarrón con una inmensa barba roja y un gran repertorio de chistes...
polacos. Me veía durante unos cinco minutos todas las semanas.
—¿Te mantienes fuera de los barrotes. Red? —me preguntaba nada más
agotar los chistes polacos. Le decía que claro, y eso ponía fin a la entrevista
hasta la semana siguiente.
La
música en la radio. Cuando entré en la cárcel, las grandes bandas sólo
levantaban un poquito la presión. Ahora todas las canciones suenan como si
estuvieran a punto de explotar. Y tantos coches. Al principio, cada vez que
cruzaba la calle me parecía que me estaba jugando la vida.
Y
hubo más (todo era extraño y aterrador), aunque tal vez ya lo hayas
imaginado, o puedas al menos comprenderlo en parte. Empecé a pensar en hacer
algo para poder volver dentro. Estando en libertad condicional, casi cualquier
cosa sirve. Me avergüenza decirlo, pero empecé a pensar en robar algo de dinero
o llevarme algo del Food Way, lo que fuera, para volver a donde todo era
tranquilo y sabías lo que iba a suceder en el curso del día.
Creo
que, si no hubiera conocido a Andy, lo habría hecho. Pero seguía pensando en
él, pasándose todos aquellos años cincelando pacientemente el cemento con su
martillo para poder estar libre. Pensaba en esto, me avergonzaba de mí mismo y
volvía a desechar la idea. Ah, dirás que Andy tenía más motivos que yo para
estar libre (una nueva identidad y un montón de dinero). Pero sabes que eso no
es absolutamente cierto. Porque él no sabía con seguridad que la nueva identidad
estuviera todavía esperándole, y sin la nueva identidad, el dinero seguiría
siempre fuera de su alcance. No, él lo único que necesitaba era ser libre, y si
yo tiraba por la borda lo que tenía, sería como escupir en la cara a lo que él
tanto se había esforzado por recuperar.
Así
que lo que en realidad hice fue dedicar mi tiempo libre a ir a dedo hasta el
pueblecito de Buxton. Esto era a principios de abril de 1977; la nieve empezaba
a derretirse en los campos, el aire empezaba a templarse, los equipos de
béisbol llegaban al norte para iniciar una nueva temporada jugando el único
juego que estoy seguro que Dios aprueba. En estos viajes siempre me llevaba la
brújula en el bolsillo.
Hay
en Buxton un gran henar, había dicho Andy, y en el
extremo norte de ese henar hay un muro de piedra que parece directamente sacado
de un poema de Robert Frost. Y en un lugar de la base de ese muro hay una
piedra que no pinta absolutamente nada en un henar de Maine.
Descabellada
empresa, dices. ¿Cuántos henares habrá en un pueblecito como Buxton?
¿Cincuenta? ¿Cien? Hablando por mi experiencia personal, yo diría que más, si
tenemos en cuenta los campos cultivados que podrían haber sido henares cuando
Andy fue encarce-lado. Y, además, podría encontrarlo y no saber que era
precisamente el que buscaba, pues podría pasar por alto aquel trozo de
obsidiana; y también era muy probable que Andy se lo hubiera guardado en el
bolsillo y se lo hubiera llevado.
Así
que estoy de acuerdo contigo. Descabellada empresa, sin lugar a dudas. Y aun
más, peligrosa empresa para un individuo que, como yo, estaba en libertad vigilada,
pues algunos de aquellos campos tenían carteles bien claros de se prohíbe el paso. Y, como ya he dicho,
estarían más que encantados si podían volver a encerrarte por traspasar los límites
de la propiedad. Una empresa descabellada... pero también lo es picar una pared
de hormigón durante veintisiete años. Y cuando has dejado de ser el hombre que
puede conseguir lo que sea y eres sólo un mozo viejo, es agradable tener alguna
afición que te distraiga y te haga olvidar tu nueva vida. Mi afición era
buscar la piedra de Andy.
Así
que me iba en autoestop hasta Buxton y me dedicaba a recorrer los caminos.
Escuchaba los pájaros, el aflujo de la primavera en las cunetas de los caminos,
examinaba las botellas que la nieve en retroceso dejaba al descubierto (todas
inútiles envases no recuperables, lamento decirlo; el mundo parece haberse
vuelto absolutamente pródigo durante mi encierro), y buscaba henares.
Casi
todos los que encontraba quedaban eliminados de inmediato: o no tenían muros de
piedra, o los tenían, pero la brújula me indicaba que tales muros no estaban
orientados correctamente. De todas formas, paseaba por ellos. Era muy agradable
hacerlo y en aquellas excursiones me sentía realmente libre, en paz. Un
sábado, me siguió un perro viejo. Y un día vi un ciervo enflaquecido por el
invierno.
Y
llegó luego el veintitrés de abril, un día que no olvidaré aunque viva otros
cincuenta y ocho años. Era una tarde tibia de sábado y caminaba yo por lo que
un niñito que pescaba desde un puente me dijo se llamaba The Old Smith Road. Me
había llevado la comida en una bolsa y la había tomado sentado en una piedra
junto al camino. Cuando acabé, enterré con cuidado los desperdicios, tal como
me había enseñado a hacer mi papá antes de morir, cuando yo era un arenquito no
mayor que el que me había dicho el nombre del camino.
Hacia
las dos en punto llegué a un gran campo, a mi izquierda. Al fondo del mismo
había un muro de piedra que corría aproximadamente en dirección noroeste.
Retrocedí hacia él, chapoteando en el terreno húmedo y empecé a caminar a lo
largo del muro. Una ardilla me increpó desde un roble.
A unos tres cuartos del camino hasta el final, la
vi:
la piedra. Cristal negro y tan
suave como la seda. No había error. Una piedra que no pintaba absolutamente
nada en un henar de Maine. Me quedé un buen rato mirándola con la sensación de
que me pondría a gritar por menos de nada. La ardilla me había seguido y continuaba
parloteando. El corazón me latía enloquecido.
Cuando
al fin conseguí calmarme, me acerqué a la piedra y me agaché (las
articulaciones de las rodillas me sonaban como una escopeta de dos cañones) y
me permití tocarla con la mano. Era real. No la tomé porque pensara que habría
algo debajo. Podría haberme ido tranquilamente al momento sin ver lo que había
debajo. No tenía ninguna intención de llevármela conmigo, pues no creía que
fuera mía (tenía la sensación de que llevarse del campo aquella piedra habría
sido la peor ratería imaginable). No, sólo la tomé para sentirla mejor, para
sentir su peso y, supongo, para probar su realidad sintiendo su satinada
textura en mi piel.
Tuve
que mirar fijamente lo que había debajo durante largo rato. Lo veía con los
ojos, pero mi mente tardó un rato en captarlo. Era un sobre, cuidadosamente
envuelto en una bolsa de plástico para protegerlo de la humedad. Y en el
frente del sobre estaba escrito mi nombre con la clara caligrafía de Andy.
Tomé
el sobre y volví a colocar la piedra donde la había dejado Andy, y el amigo de
Andy antes que él.
Querido Red:
Si
estás leyendo esto es que estás libre. Sea como sea, estás libre. Y, si has
llegado hasta aquí, estarás dispuesto a llegar un poco más lejos. Creo que recuerdas
el nombre del pueblo, ¿no? Podría emplear a un buen hombre que me ayude a poner
mi proyecto en marcha.
Entretanto,
tómate una copa a mi salud... y piénsatelo. Estaré pendiente de tu llegada.
Recuerda que la esperanza es una buena cosa, Red, tal vez lo mejor del mundo, y
lo bueno jamás muere. Espero que esta carta te encuentre, y que te encuentre
bien.
Tu
amigo,
peter stevens
No leí esa carta en
el campo. Se había apoderado de mí una especie de terror, como una urgencia
desesperada de irme de allí antes de que me vieran. Por decirlo de alguna
manera, me aterraba la posibilidad de que me arrestaran.
Volví a mi cuarto y
leí allí la carta, con el aroma de la cena de los viejos que allí vivían
deslizándose por el hueco de la escalera (Beefaroni, Rice-a-Roni, Noddle Roni;
podrías apostar lo que quisieras a que todo lo que los viejos de Estados Unidos
—los de ingresos fijos— están cenando esta noche, casi con absoluta certeza,
termina en roni, como maccheroni).
Abrí
el sobre y leí la carta y luego apoyé la cara en las manos y lloré. Acompañaban
la carta veinte billetes nuevos de cincuenta dólares.
Y aquí estoy ahora, en el hotel Brewster, técnicamente vuelvo a ser
un fugitivo de la justicia (violación de la libertad condicional es mi delito,
aunque nadie levantará barricadas para atrapar a un delincuente por semejante
delito, supongo), preguntándome qué hacer a continuación.
Tengo
este manuscrito. Tengo una pequeña valija del tamaño aproximado del maletín de
un médico que contiene cuanto poseo. Tengo diecinueve billetes de cincuenta,
cuatro de diez, uno de cinco, tres de uno y algunas monedas. Cambié uno de los
de cincuenta para comprar este cuaderno y un paquete de cigarrillos.
Me pregunto qué debería hacer.
Aunque
en realidad no cabe duda alguna. Todo se reduce a dos posibilidades: o te
consagras a vivir o te dedicas a morir.
Voy
a guardar primero este manuscrito en mi bolsa de viaje, luego agarraré la
bolsa, la chaqueta, bajaré las escaleras, pagaré y me largaré de este antro. Me
iré luego caminando hacia la parte alta de la ciudad, entraré en un bar y
pondré este billete de cinco dólares delante de las narices del camarero y le
pediré que me sirva dos buenos trallazos de Jack Daniel: uno para mí y otro
para Andy Dufresne. Aparte de una o dos cervezas, serán los primeros tragos
que tomo como hombre libre desde 1938. Luego, daré al camarero un dólar de
propina y mis más encarecidas gracias. Saldré luego del bar y subiré caminando
por la calle Spring hasta la terminal de autobuses Greyhound; sacaré allí un
billete de autobús hasta El Paso, vía Nueva York. Y, cuando llegue a El Paso,
compraré un billete hasta McNary. Y, cuando llegue a McNary, supongo que tendré
ocasión de averiguar si un viejo malhechor como yo puede encontrar el medio de
cruzar la frontera y pasar a México.
Claro
que recuerdo el nombre. Zihuatanejo. Un nombre así es demasiado bello para
olvidarlo.
Estoy
nerviosísimo; tan nervioso que casi no puedo sostener el lápiz en mi mano
temblorosa. Creo que es el nerviosismo que sólo un hombre libre puede sentir,
un hombre libre que inicia un largo viaje cuyo final es incierto.
Tengo la esperanza de que Andy esté allá.
Tengo la esperanza de poder cruzar la frontera.
Tengo
la esperanza de encontrar a mi amigo y estrecharle la mano.
Tengo
la esperanza de que el Pacífico sea tan azul como en mis sueños.
Tengo esperanza.
[1] Referencia a las iniciales —empezando por FDR: Franklin Delano
Roosevelt— de los organismos federales que este presidente creó en el marco de
su política del New Deal, como la AAA (Agencia de Compensación Agrícola), el
CCC (Cuerpo Civil de Conservación), la NRA (Agencia de Recuperación Nacional),
la TVA (Administración del Valle del Tennessee) y la WPA (Administración para
el Fomento de Obras Públicas). (N. de los T.)
[2] Alexander Hamilton (1757-1804), político norteamericano que fue el
primer secretario de Estado para el Tesoro. (N. de los T.)
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