EL VISITANTE MALIGNO II
(Para Móvil)
Una honda inspiración de aire
llenó por completo sus pulmones y apuró la carrera estirando las piernas al
límite, a fin de completar los últimos doscientos metros que faltaban para
llegar a su meta. Los vehículos, viviendas y jardines huían a su paso quedando
atrás mientras avanzaba en medio de la noche iluminado por los faroles
apostados en las aceras, en tanto una grácil brisa se deslizaba sobre su piel acariciando
su cuerpo. Las venas en sus sienes latían con fuerza y su corazón rebotaba en
el pecho dando las últimas zancadas con que finalizaría los seis kilómetros que
corría a diario hacía ya muchos años; desde que era adolescente. Al fin con un
postrero esfuerzo llegó a su objetivo y aminorando la marcha, empezó a caminar
frente al jardín de su casa, procurando aquietar la respiración. Trotar era un
ejercicio que disfrutaba y lo ayudaba a despejarse; sobre todo—al menos por
algunos minutos— cuando sentía que el mundo se le venía encima agobiado por los
recuerdos. Cuando la nostalgia inundaba su espíritu y le acometía esa abismal
sensación de vacío, desconsuelo y soledad que lo abrumaban desde hacía algún
tiempo.
Con casi sesenta años de edad
Leonard Steel aún conservaba un físico y una resistencia extraordinaria que
muchos “jóvenes” de cuarenta y cincuenta años hubieran querido poseer. Su
ascendencia africana e italiana —por parte de sus abuelos—estaba plasmada en el
color negro de su piel y los rasgos finos de su delgado rostro. La nariz recta
y labios gruesos se equilibraban armoniosamente con sus ojos color azabache
debajo de unas espesas cejas. Le gustaba cortarse el cabello casi al rape, al
estilo militar, lo cual ocultaba las canas que adornaban su cabeza. Poseedor de
un porte atlético con un metro ochenta y cinco de estatura, lo hacían lucir
como un hombre apuesto y elegante. El color oscuro de su piel lo ayudaba a
disimular las pronunciadas líneas de expresión de su fisonomía producto de la
medianía de su edad. Era una especie de gigante de ébano. Dueño de un altísimo
coeficiente intelectual, desde pequeño devoraba libros y aprendía como una
esponja. A los cuatro años jugaba ajedrez de manera excepcional; a los trece ya
podía hablar con fluidez —aparte de su idioma natal el inglés— italiano y
francés: Luego aprendió el alemán hasta que en una de sus lecturas descubrió su
pasión: La medicina. Se graduó de médico
internista a los diecinueve años con honores en la universidad de Harvard
convirtiéndose en psiquiatra a los veintidós. Luego se decantó por la
especialidad infantil que— con el devenir del tiempo—descubrió como su
verdadera vocación. Siempre le gustaron los niños y su carrera le daba la
oportunidad de interrelacionarse con ellos y ayudarlos. A los veinticinco ya
era profesor asociado y había ganado fama internacional por sus trabajos y
estudios en ese campo de la medicina…
Sudando a chorros, en lugar de
subir los escalones del pórtico, entró por la parte del estacionamiento a la espaciosa
y distinguida casa blanca de dos pisos estilo victoriana con el techo de tejas
rojas a dos aguas. Estaba ubicada en una placentera zona rodeada de jardines en
una de los más exclusivos lugares de Cambridge a orillas del rio Charles.
Franqueó la entrada de servicio hasta que alcanzó el área del jardín interior.
En una de las sillas de metal al lado de la piscina rectangular reposaba una
toalla blanca; y sobre la mesa, una jarra con un vaso transparente de vidrio.
Se acercó al mueble y tomando la tela comenzó a enjugar su empapado rostro. Las
diminutas y punzantes agujas candentes clavadas en su tez —causadas por la
extensa carrera— se iban disipando y el corazón, todavía alterado por el
esfuerzo físico, paulatinamente empezó a tomar su ritmo habitual. Tomó asiento
en la silla y se sirvió un poco de agua comenzando a beber. Desde atrás, la puerta corrediza de cristal se
abrió y una mujer mestiza de mediana edad, con el canoso cabello recogido, obesa
y de aspecto bonachón se asomó preguntando:
— ¿Desea que le sirva la cena
antes de irme doctor Leonard?
Leonard volteó el rostro
dirigiéndose a su interlocutora y respondió: —No, Manuela. Aún no tengo ganas
de comer. Muchas gracias. Puede irse…nos vemos el lunes. Feliz fin de semana.
—Bueno doctor, pero trate de comer; tiene
que cuidarse… y feliz fin de semana para usted también.
—No se preocupe, lo haré luego. Que
descanse.
—
Gracias doctor. Hasta
el lunes.
La mujer se desempeñaba como ama
de llaves de los Steel desde hacía un poco más de veinte años y era consideraba
parte de la familia. Fue testigo de excepción de las alegrías y sufrimientos de
su patrón. Le preocupaba que su jefe no comiera en las noches, lo veía delgado
y algo decaído. Pese a que continuaba con su rutina de ejercicios, no se
alimentaba como era debido, comía poco y había perdido peso. Incluso en algunas
ocasiones no quería siquiera probar bocado. «Pero en fin—pensó—no puedo hacer
nada más por ayudarlo. Pobre doctor. Ojalá algún día supere su pena…» Luego de
esto se retiró del lugar.
Una vez que sonó el motor del
vehículo de la empleada de servicio señalando su partida, Leonard se levantó de
la mesa y procedió a despojarse de los zapatos de correr; luego la camiseta celeste,
el pantalón negro de deportes, los calzoncillos y calcetines quedando desnudo.
Se dirigió al borde de la piscina de baldosas azules y rombos celestes
permaneciendo unos instantes observando las luces verdes y amarillas, que desde
el fondo emergían como pequeños luceros y se reflejaban en el oscuro tapiz
musculoso de la superficie de su piel proporcionándole una tonalidad extraña.
Parecía que su cuerpo hubiese sido decorado por luciérnagas… Zambulléndose de un golpe desapareció entre
las luces, abandonándose en el agua y cerrando los ojos…
Estar allí abajo, sumergido,
envuelto en ese manto tibio y húmedo sin oír nada, le permitía alejarse por
unos instantes de todos y de todo. Era una sensación de hallarse en una burbuja
protectora que impedía al mundo exterior afectarlo de forma alguna. Mientras
aguantaba la respiración, asía con la mano derecha el último peldaño de la
escalera de aluminio, sujetándose para evitar tener que volver a la superficie.
En ese lugar pensaba que le hubiera gustado ser un pez para poder vivir en el
agua; sin preocupaciones, sin recuerdos, ni sufrimientos... No pudiendo contener por más tiempo la
respiración ascendió permaneciendo apoyado con los brazos sobre el borde de la
alberca mientras su imaginación viajaba hacia otro lugar…
—«Mátame, te lo ruego. Mátame de una vez por todas. No puedo
más, hazlo de una vez»—rememoraba
suspirando—. «Mátame, vamos, mátame… »
Treinta años de matrimonio
¡quién lo diría! ¡Cómo pasó el tiempo!, habían transcurrido muy rápido,
demasiado para lo que hubiera deseado. La vida junto a su esposa pasó frente a
sus ojos como una exhalación…
La
conoció una mañana de abril, cuando participaba en el maratón de Boston, como
lo venía haciendo desde que cumplió los dieciocho años de edad y le permitieron
inscribirse en el evento. Recordaba perfectamente el momento en que la vio y
hasta la ropa que usaba. —Gracias a su memoria fotográfica— Alta de 1.78 y delgada; con el cabello rubio recogido con
un lazo de color marrón y piel blanca como el alabastro. Su cuello largo la
hacía parecer un cisne resaltando entre la multitud por su belleza. Ojos azules, cejas y pestañas doradas
armonizando con su delicado y hermoso rostro que iba descendiendo en una nariz
pequeña y fina, continuando con unos labios rojos no muy gruesos pero muy
atractivos y rematando en un fino mentón. Vestía una camiseta roja y sobre ésta,
una franelilla de color rosa. Shorts negros que permitían apreciar el pequeño
pero redondeado y armonioso trasero dejando lucir sus largas, magníficas y
atléticas piernas que finalizaban en unos zapatos deportivos de color rojo y
blanco. La forma de sus pequeños senos se podían apreciar bajo el letrero de la
tela adosado en su pecho y espalda que usaba para la competencia e indicaba su
número como participante: 334. La mujer se destacaba entre la gran cantidad de
atletas que participaban en la carrera.
La vida depara tantas cosas, nunca
se sabe que habrá al doblar una esquina, a quiénes encontraremos y qué impronta
grabarán en nuestra existencia. Sin buscarlo conseguimos a nuestro complemento.
A la persona que nos llenará de felicidad unas veces y otras, nos traerá
desdichas. Pero que de ninguna forma nos serán indiferentes en nuestro
transitar por este mundo…
Estaba impresionado y excitado.
Su cuerpo le decía a gritos en forma de agradables ondas de calor que iban
desde su cerebro a su entrepierna que tenía que conocerla. Poco a poco fue
aproximándose y abriéndose espacio entre los demás corredores, y avanzó hasta
que se detuvo a un par de metros detrás de ella. Estando tan próximo a la mujer
pudo observar con mayor detalle su belleza y por un instante permaneció sin
reaccionar. Ésta al descuido, miró hacia los lados antes de iniciar la
competición y volteó como si percibiera la mirada que se encontraba fija en
ella coincidiendo con los ojos negros del hombre, sonriéndole. Leonard
correspondió el gesto. En ese momento se escuchó el disparo que anunciaba la señal
de partida y el comienzo una nueva etapa
en la vida de un hombre y una mujer.
El flechazo fue instantáneo. Su
nombre era Raquel Novak, tenía 24 años. Estudiaba música en el Berklee College of Music en Boston y
pertenecía al ballet de la ciudad. Los primeros seis meses compartían sus
noches de amor y pasión entre el apartamento de Leonard en Cambridge y el loft de Raquel en Boston. ¡Qué tiempos
aquellos! Sentía que la dicha escapaba a raudales a través de su piel. Pese a
ser una persona tan racional, ahora que encontró a Raquel su visión de la vida cambió.
Tomar un helado, salir a bailar, cenar, hacer el amor. Nada tenía sentido ahora
si no lo hacía con ella.
Después de un día atareado en la
universidad, atravesaba el puente que une ambas ciudades para encontrarse con
su amada y salían a pasear por las calles. Les deleitaba caminar abrazados bajo
la luna. Leonard miraba esos ojos azules que brillaban intensamente con el
reflejo de las luces de la ciudad y le devolvían la mirada de una mujer
enamorada…
Sonreía con tristeza evocando
aquella noche sobre el río Charles cuando ambos navegaban en el velero de los
padres de Raquel. En ese instante era totalmente feliz. Disfrutaba contemplando
extasiado el contraste de sus pieles cuando ella se hallaba montaba sobre sus
muslos, y los pequeños senos blancos coronados por pezones rosados como
pequeñas y erguidas rosas se aplastaban contra su pecho oscuro y velludo,
mientras entraba con su mazo ardiente explorando aquella cavidad suave, húmeda
y cálida; inmergido en la profundidad del cuerpo de Raquel. Sus bocas deseosas
de pasión se unían con besos de fuego envolviendo sus lenguas, saboreándose y
produciendo el más delicioso de los néctares; amalgamados, unidos por la carne
y fundidos en el deseo. Raquel se sujetaba del cuello de Leonard impulsándose
hacia abajo con vigor, cabalgándolo; buscando la penetración máxima. Mientras
éste la sujetaba de las caderas con ímpetu, haciéndola descender a la vez que trataba
de llegar a lo más recóndito de su ser…
A los diez de meses conocerse se
casaron. Inicialmente se mudaron al loft
de Raquel, luego compraron una casa para obtener mayor comodidad. Después de un
año de matrimonio, nació Nicholas quien completó la felicidad de la familia
Steel – Novak. Leonard tuvo que abandonar la docencia a tiempo completo en la
Universidad de Harvard y se dedicó de lleno a la práctica de su carrera en el Hospital
General de Massachusetts, donde se convirtió en jefe del departamento de
psiquiatría. Raquel por su parte, tuvo que abandonar por unos meses la música y
la danza debido a su reciente alumbramiento. Ahora, ambos tenían el tiempo
suficiente para dedicarlo a su hijo…
…Se impulsó con los brazos
saliendo de la piscina, agarró la toalla y comenzó a secar su humanidad. Pese a
que el viento empezó a soplar, no percibía el descenso de la temperatura del
ambiente. Envolvió su cintura con la tela cubriendo su cuerpo hasta casi llegar
a sus rodillas y volvió a sentarse. Observaba las estrellas en medio de la
oscuridad de la noche, mientras la luna con sus manchas grises permanecía
impertérrita, ajena a lo que sucedía abajo. Los pensamientos de Leonard estaban
muy lejos de allí…
¡Mátame de una maldita vez!, ¡Ya no soporto esto! ¡Te lo
suplico, mátame, mátame!...
Raquel fue incapaz de contener
el llanto cuando abrazó a su hijo al recibir la noticia de que había sido
admitido en la academia militar de West Point…
— ¿Qué va a ser de Nicholas? ¿A
dónde lo enviarán?—preguntó asustada Raquel a su esposo.
—Mi cielo. No tienes que estar
triste. —Contestó Leonard— son cuatro años que debe estar en la academia. Luego
de eso…
—No—continuó Raquel— ¿por qué
tuvo que elegir esa profesión? Tú eres psiquiatra. ¿Por qué no eligió otra
cosa? Debes de hacerlo entender, es muy peligroso. Lo pueden enviar a algún
país como Irak o Afganistán. Cualquier cosa le puede suceder…
Nicholas Steel acababa de
cumplir diecinueve años. Era muy apuesto, de piel trigueña —producto de la
mezcla racial de sus padres— Medía 1.95 de estatura y ciento cinco kilos de
puro músculo. Tenía el porte atlético de su padre y el rostro de su madre. En
ese instante abrazaba a ésta tratando de consolarla, mientras ella lo sujetaba
con fuerza tratando de protegerlo de enemigos futuros a quienes imaginaba como
monstruos barbudos y crueles, de extraño hablar y peor proceder; sanguinarios y
terribles, capaces de las peores aberraciones y de cometer atentados tan
espantosos como el de las torres gemelas en el año 2001. Que asesinaban a cualquiera —sobre todo a los soldados
americanos—degollándolos, cortándoles la cabeza y subiendo los videos de
“dichas hazañas” a la Internet. Era como una gallina cuidando a su polluelo.
Pero sus alas ahora eran muy cortas. Su pequeño se había convertido en un
hombre y sus brazos ya no eran lo suficientemente grandes para cobijarlo.
—Mi amor, hijo. ¿Qué es lo que
has hecho?—miraba a Nicholas entre molesta y triste…
—Todo está bien mamá, no te
preocupes—dijo Nicholas—no tienes que ser tan pesimista. Descuida que se
cuidarme muy bien…
— ¿Cuidarte bien?—replicó su
madre con los ojos rojos y la sensación de guijarros rodando cuesta abajo en su
pecho…—si apenas tienes diecinueve años
y…
—Bueno, ya está bien—dijo
Leonard interviniendo—creo que es suficiente de llanto. Hoy es viernes y
Nicholas debe presentarse el lunes en la academia militar. Lo mejor que es que
se lleve un buen recuerdo de su hogar y no el de la tristeza. —dicho esto se
acercó a ellos abrazándolos.
—Militar…, el ejército—dijo
Raquel— ¿por qué tuviste que elegir esa profesión? preguntó a su hijo.
Nicholas trató de responder,
pero Leonard con un gesto le pidió que comprendiera, que dejara a su madre
desahogarse. Raquel se alejó sacudiendo la cabeza dirigiéndose hacia el cuarto
de baño diciendo: —Voy a lavarme la cara.
—Siéntate hijo—dijo Leonard.
—Quiero que sepas que pese a la
reacción de tu madre, está muy orgullosa de ti al igual que yo. Siempre debes
tener presente que lo más importante, lo único que importa en la vida de una
persona es su felicidad. Es lo que el ser humano percibe cuando hace algo que
en realidad le satisface y que le hace sentir que está vivo; en ello radica el
éxito en la vida. Es lo que te da felicidad. Nunca permitas que otros dicten lo
que deseas ser. Ten en cuenta que siempre, hagas lo que hagas, escojas el
camino que desees, lo debes efectuar de la mejor manera. Esfuérzate siempre por
ser el mejor en lo que sea que emprendas.
—Muchas gracias papá, por tus
palabras y aliento. Pero quiero confesarte un secreto… Tengo un poco de miedo.
Mamá tiene razón.
—Es normal que sientas temor.
Vas a salir a enfrentar a la vida ahora como un adulto. Todas las decisiones
que tomes llevaran implícitas algún tipo de reacción. Si es buena o mala
depende de lo que la originó; es decir, de tu proceder. Pero déjame preguntarte
algo: ¿Por qué has elegido ser militar?
El joven respondió con profunda
convicción:
—Deseo ser útil al país. Quiero
que podamos vivir sin temor. Que no se repita otro once de septiembre, que no
haya más amenazas de grupos terroristas. Por eso elegí el ejército.
Raquel permanecía en el marco de
la puerta del pasillo, escuchando la conversación de ambos, triste porque su
“pequeño” dejó de serlo y había llegado el momento de dejarlo decidir su
futuro. Ya no sería más “su bebé” ahora comprendía que su hijo se transformó en
un hombre. Estaba sorprendida por la
entereza y decisión de éste…
Leonard escuchaba con atención
las palabras de Nicholas y hubiera preferido obtener de sus labios una
respuesta más simple de acuerdo a su edad como: —Es que me gusta el uniforme, o
quiero aprender a manejar armamentos, conocer el mundo, chicas. Pero al oírlo,
sintió una mezcla entre orgullo y entendimiento. Pero en realidad hubiera
preferido decirle: « —No vayas hijo. No entres al ejército. Vas a poner en
riesgo tu vida por una causa inútil. Es una guerra que nosotros no buscamos ni
deseamos. Todo eso no es más que negocios; simplemente un pingüe comercio para
enriquecer a empresas que están detrás de los gobiernos y promueven la
destrucción del ser humano mediante la creación de conflictos y por
consiguiente, la venta de armas obteniendo ingentes ingresos mientras la gente
se mata a voluntad. La vida humana no es importante para ellos. Lo único que
les interesa es el dinero—.» La misma historia de siempre. Con la excusa de
retirar a un tirano del poder se invadía a un país con el objeto de obtener
beneficios, tal y como sucedió en Iraq. Después del derrocamiento de Saddam
Hussein —con la justificación de la posesión de armas químicas y
bacteriológicas—se demostró que el asesino de Bagdad no contaba con ellas. La
verdadera razón fue la amenaza que el genocida iraquí significaba para los
intereses norteamericanos en Kuwait producto de su invasión. —Se trataba del
control del petróleo— Era una política muy conveniente a los intereses de su
país —es decir a sus grandes industrias de la guerra— pero todo era un gran
engaño. Un timo a la sociedad mediante la charada del combate al terrorismo que
ellos mismos crearon debido a sus acciones. ¿Búsqueda de Bin Laden? Invasión de
Afganistán. ¿La vida de las personas?
Bien, gracias. ¿Cómo explicarle a su hijo que de no ser por la injerencia de su
nación en asuntos extraños en países árabes o africanos no tendrían amenazas
terroristas? ¿Cómo hacerle entender que mientras su país siguiera siendo
“policía del mundo”, se encontraría a merced de los deseos de venganza de
diferentes grupos fundamentalistas y nacionalistas al verse invadidos por una
potencia extranjera?
Pensaba que la doble moral con
la que los más poderosos países procedían, era la causa de los grandes
problemas de la humanidad. Dejar actuar cuando convenía o iba en el propio
interés. Como en el caso de la guerra civil en Siria y el continuo genocidio
cometido por el desalmado Bashar al—Asad
contra su pueblo. El mundo se escandalizaba por el uso de armas químicas, pero
no llamaba la atención si masacraban a los civiles desarmados; los violaban, torturaban y dejaban morir de
hambre. Los continuos bombardeos y matanzas en Damasco, Homs y otras ciudades —tan publicitadas por los medios—por lo
visto, no conmovían a nadie. Su país y la comunidad internacional habían pegado
el grito al cielo por el uso de armas prohibidas y debido a la oposición de
países como Rusia y China, se evitó una intervención. El gobierno norteamericano
indicaba que no querían derrocar al dictador genocida sirio, únicamente: “evitar
que utilizara más armas de este tipo”.
Es decir; podía exterminar a quien le viniera en gana, permanecer en el
poder cuarenta años más—si la vida se lo permitía—pero cuidado; nada de usar
armas químicas, ya que eso se ve mal y es mala propaganda… Recordaba indignado
el video en el que unos soldados norteamericanos orinaban sobre los rostros
ensangrentados de cadáveres talibanes. La opinión pública criticaba y
satanizaba este “bochornoso y vergonzoso acto” contra esos cuerpos destrozados
sobre el polvo. La misma hipocresía de siempre. “Pueden masacrar, pero no hagan
escándalo. Dispárenles en la cabeza, córtenlos, quémenlos, bombardéenlos. Pero
eso sí: una vez muertos no los toquen ni con el pétalo de una rosa. Que lo que
se les ocurra hacer no se vea desagradable”… —« ¡grandísimos hipócritas, hijos
de perra…!» —Pensaba con amargura.
Pero en fin; no tenía derecho a
impedir que su hijo tomara su propio camino. Ahora —aunque no le gustara y
estuviera de acuerdo con su esposa— debía apoyarlo. Veía en los ojos de
Nicholas la sana inocencia de la juventud que tiene la ilusión, decisión e
inocencia de querer cambiar el mundo apenas con sus buenos deseos. Con su
sincera voluntad. ¿No es acaso de esta manera que se llevan a cabo las más
grandes obras?...
Transcurrieron diez meses desde
que Nicholas fue admitido en la Academia militar de West Point en New York y se
encontraba siguiendo su periodo de adiestramiento —no obstante a los deseos de
su madre, quien debió aceptar a regañadientes la voluntad de su hijo a pesar de
sus vanos intentos por hacerlo cambiar de opinión—. Mientras tanto Raquel se desempeñaba como
profesora y bailarina principal en la escuela de danza. Esa noche practicaba
con el ballet de la ciudad para la presentación del “cascanueces” que
escenificarían en la noche de navidad. Algunas veces Leonard tenía la
oportunidad de poder salir un poco más temprano del hospital y llegaba a tiempo
para asistir a los ensayos de las obras en las que Raquel se encargaba de
preparar como instructora e integrante de la escuela de danza. Ver bailar a su
esposa era algo que le fascinaba. Veía a su amada como se transformaba en el
escenario al ejecutar su baile. Su elasticidad, gracia y elegancia eran algunas
de las cualidades por las que estaba perdidamente enamorado. Casi siempre
asistía a los ensayos generales de alguna obra y en el caso particular de ésta
— con los preparativos especiales de la noche buena — era una ocasión que no
podía ni quería desaprovechar. Pero aquel día había sido algo complicado y las
consultas se alargaron más de lo acostumbrado. Cuando Leonard llegó al teatro
el segundo acto de la obra estaba por la mitad. «Bueno…—pensó—al menos no me lo
perdí del todo…» Entró al auditorio mientras los violines canturreaban con
armonía la excelsa melodía que brotaba en el teatro como si fuera una botella
de vino espumante: dulce, melodiosa y excelsa. Raquel mantenía intacta su
gracia similar a la de un ángel y desplegaba los brazos como si fueran las alas
de una mariposa, quien a los cuarentaicuatro años, conservaba aquel hermoso
cuerpo igual al momento en que la vio por primera vez. Ella conservaba la
figura que aún lo estremecía y contemplaba con encanto. En ese momento
utilizaba unas mallas y zapatillas de color marrón, con el cabello dorado
recogido con una cinta roja mientras los demás estudiantes la observaban en
silencio; extasiados por la elasticidad, elegancia y belleza con que realizaba
los movimientos. Leonard se sentó en las primeras butacas entre los asistentes que
observaban la hermosa ejecución del baile, mientras Raquel continuaba
embrujando a los presentes con su danza…
—Hola Leonard…, Raquel luce
hermosa. Parece que el tiempo no hubiese transcurrido en ella.
—Hola Florence—respondió Leonard
a la mujer a su lado, directora de la escuela de ballet a quien conocía desde
hacía casi veinte años, mientras observaba embelesado los saltos refinados y
armoniosos de su esposa al compás de la majestuosa melodía del imperecedero
Tchaikovski.
—Llegó el momento que tanto
esperábamos; —dijo la mujer— Y tanto los bailarines como el público asistente
al ensayo guardaba un silencio extraordinario, especial. Como si esperasen un
acontecimiento sobrenatural…
—«Así es…»—se dijo
Leonard—tocaba el turno en el cual Raquel hacía el baile del “hada de azúcar”
que lo venía realizando desde que fue elegida como bailarina principal, quince
años atrás…
Las luces del teatro fueron
desvaneciéndose mientras Raquel permanecía inmóvil. La cabeza en alto, con la
sonrisa de un querubín y la belleza de una diosa griega. Los brazos apenas
doblados y sus manos descansando a los lados de su vientre. Sus largas piernas
estaban colocadas ligeramente una delante de la otra —la derecha al frente con
la punta del pie orientada hacia el lado derecho mientras la otra extremidad
hacía lo opuesto—. En una perfecta posición “cuarta” emulando a una estatua de
piedra viviente mientras un rayo de luz blanca proveniente de la parte de
arriba la iluminaba, haciendo que luciese como si fuera un ser imaginario; de
otra dimensión y reflejando la claridad como si despidiera un halo brillante
igual que una centella en medio de la oscuridad. Los acordes de los violines y
demás instrumentos sonaban de modo intermitente, mientras el inconfundible
sonido de la celesta flotaba imponente inundando el escenario y llegando a
todos los rincones del lugar. En ese momento la nívea estatua se convertía en
un exquisito, refinado y esbelto cisne quien, con pasos majestuosos seducía a
los presentes. Raquel ejecutaba los movimientos con la precisión de un reloj
suizo, con la gracia de los besos y las caricias de los amantes más
experimentados. Sus gestos y ademanes expresaban la pureza y belleza del arte…
Tomando impulso con los brazos
Leonard salió de la piscina y se dirigió hacia la ducha ubicada en el jardín.
Cogió la llave de la regadera y dejó salir el agua que empezó a caer sobre su
cuerpo como hebras húmedas y frías cubriéndolo por completo. Pese a que el
viento empezaba a soplar con más fuerza y la temperatura continuaba descendiendo,
el hombre permanecía bajo la pequeña cascada. En ese instante no se encontraba
en su hogar, se hallaba muy lejos de allí. Atravesando el tiempo y el espacio.
Cuando disfrutaba del placer de estar vivo, de amar y ser amado. Estaba con los
ojos cerrados meciendo con lentitud su cabeza al compás de la melodía que
afloraba desde los confines de su mente.…
Las cabriolas, los elásticos jetés y los tours en l´air eran ejecutados con garbo y elegancia; fluían de
forma natural. Tan sencillos como respirar y a la vez tan exquisitamente
delicados tal cual el suspenderse en el aire de un colibrí mientras se sitúa de
modo imperceptible sobre una flor; además, esa sonrisa tan hermosa y excitante
que a Leonard le cortaba la respiración. El hada de azúcar… los pequeños pasos
de puntillas para no despertar a los niños, quien con su varita mágica te
llevará al país de los sueños… La
melodía y la mujer hacían una alianza perfecta. Una preciosa comunión entre la
armonía y el glamour. Parecía que el genio ruso hubiese compuesto su
extraordinaria obra para ser interpretada a través de la danza por Raquel hacía
más de doce décadas, y que su trabajo continuaría siendo inmortalizado por
medio de una ejecución tan sublime.
Raquel seguía enamorando a la audiencia…con suavidad y cadencia…
La bailarina proseguía moviendo
las piernas y los brazos. Los pequeños pasos eran diminutos ratoncillos
flotando sobre el piso, esforzándose para no hacer ruido al tocar el suelo. —
Un fouetté— El hada va despacio
volando con su varita mágica de forma ágil y etérea mientras los violines
incrementan su canto. La celesta y los demás instrumentos musicales adquieren
vida propia y ciñen entre sus infinitos brazos invisibles y poderosos al hada
mágica transformándose en una entidad divina, armoniosa y fantástica.
El hada…, los pasos silenciosos…,
la excelsa melodía— otro fouetté—. Pero algo sucede; el hada tropieza y comienza
a hacer ruido, ya no son pasos glamorosos. La unión entre los amantes comienza
a deshacerse… Los niños se despiertan y los ratones ahora salen en una carrera
desbocada que se convierte en una estampida ruidosa… La magia se desvanece y la
tormenta se desata… Raquel pierde el control mientras da un giro, levanta la
cabeza y se desploma en el medio del escenario ante el asombro de todas las
personas…
— ¡Oh!, por todos los cielos...
¿Qué sucede?— Preguntó Florence, conmocionada— mientras los otros miembros del
ballet se acercaban para auxiliar a la bailarina. Leonard reaccionó en el
momento y subió con rapidez al escenario abriéndose paso entre los otros
miembros de la escuela de danza. Un latigazo glacial lo golpeó de manera
salvaje directamente en la parte posterior de su cabeza y recorrió de manera
fugaz su espina dorsal atravesando su vientre y llegando hasta sus pies, al
momento de llegar a donde yacía su esposa…
Raquel se encontraba tumbada
sobre el piso con la cabeza pegada al suelo y el mentón dirigido al techo. Los
ojos abiertos llevados hacia atrás de manera que únicamente se podían ver sus
escleróticas como dos pequeños copos de nieve. Los brazos se hallaban adheridos
a su cuerpo mientras sus manos encorvadas adoptaban la forma de ganchos
tratando de asirse en algo para hallar algún tipo de apoyo encontrando tan solo
el vacío. En tanto sus piernas, apenas separadas rebotaban sobre el piso de una
forma grotesca y extraña; temblando de forma horrible. Parecía que hubiese sido
alcanzada por un rayo y que la descarga eléctrica estuviese aun atravesando su
cuerpo intentando ubicar la salida sin conseguirlo. De su boca entreabierta
empezó a emerger espuma blanca que se escurría por el lado derecho como lava
fluyendo por el borde de un volcán. La absoluta falta de dominio sobre su
cuerpo se manifestaba inequívocamente por el líquido amarillento, y el hedor particular
de las heces provenientes de la parte baja de su humanidad…
Leonard hizo su mejor esfuerzo
para asimilar el trago de terror y ansiedad que inundaba su ser expresando
serenidad. Sin dejar que los nervios lo delataran se agachó y sujetó la cabeza de
su esposa y verificó que su lengua no estuviera siendo presionada por sus
dientes para evitar que se hiciera daño; y ordenó con voz firme a los presentes
que retrocedieran para permitirle atenderla. Luego acercando su boca al oído de
ésta le dijo: —Raquel, estoy contigo mi amor. Estoy aquí, vas a estar bien. Vas
a recuperarte…
—La ambulancia ya está en
camino—dijo Florence a su lado— ¿Qué le ocurre Leonard? ¿Qué es lo que
tiene?...
El psiquiatra continuaba
sosteniendo la cabeza de su esposa con una mano mientras con la otra sujetaba
la mano derecha de ella. Raquel apretaba a su esposo con tanta fuerza que le
incrustó las uñas en la palma haciendo que ligeras gotas como perlas rojas
empezaran a brotar… —Tranquila mi amor—decía Leonard soportando el dolor—trata
de relajarte…, ya va a pasar…
La tormenta se había desatado
pero en lugar de amainar se convirtió en un huracán inmisericorde que los
castigo con toda su crudeza…
El techo era de color blanco y
una lámpara rectangular emitía una iluminación clara que bañaba completamente
la habitación, en tanto las paredes tenían un tono marfil contrastando con el
gris oscuro del piso. La cortina crema cubría la ventana sin permitir la
entrada de luz, por lo cual desconocía si era de día o de noche. Leonard se hallaba
sentado en una silla observando a su esposa quien yacía dormida en la cama.
Tenía la mirada ausente y el rostro mostraba las ojeras de la noche en vela y
la consternación de todo lo sucedido. Se encontraban en el hospital de Boston a
donde su esposa fue traslada en una ambulancia luego de sufrir el incidente en
la pista de baile. Desde aquel instante ya habían transcurrido algo más de doce
horas.
A lo largo de los años el
psiquiatra aprendió a revestirse con una coraza de frialdad, y —aunque le costara
admitirlo— algo de cinismo para evitar que los trastornos de los pacientes lo
afectaran. Había atendido a centenares de niños por problemas mentales de todo
tipo: desde trastornos de conducta, manías y paranoias; hasta pasar por
“posesiones diabólicas”, adicciones e intentos de suicidio entre otros, y
siempre buscaba las palabras adecuadas para tratar de calmar a los padres de
los niños. Con su conocimiento y experiencia sabía cómo llegar al “corazón de
los demás” con sus palabras de aliento y consuelo «aunque el corazón es un músculo y nada tiene que ver con las
emociones…— pensaba — todo radica en el cerebro…» Pero en aquel momento, le
tocaba vivir en carne propia el dolor; la angustia y el miedo que lo tenían
cogido como una prensa metálica y fría
que lo presionaba desde los testículos, pasando por el estómago y llegando a
través de su garganta hasta la boca, esperando lo inevitable…
La puerta marrón se abrió y
entró un hombre obeso y canoso de mediana edad; piel cobriza, lentes dorados y
la inconfundible bata blanca que identificaba a su portador como médico. Al
lado izquierdo de su pecho llevaba un gafete blando con letras negras donde se
leía: Renato García. Médico— Neurocirujano.
En sus manos llevaba unas imágenes de color negro como las obtenidas por
un aparato de rayos x, pero estas eran diferentes. En el fondo, en negativo se
podían observar varias imágenes del interior de la cabeza de una persona. Era
una serie de instantáneas del cerebro desde diferentes lados: anterior,
posterior, superior y de ambos lados. Los bordes aparecían iluminados en las
imágenes oscuras producto de la sustancia utilizada como contraste para
efectuar el estudio. Leonard dejó su asiento y se acercó al médico quien con
rostro grave colocaba las imágenes diagnósticas en el negatoscopio…
—Me temo que no son agradables
noticias—Dijo el galeno— enfocándose en una imagen del cerebro que era similar
a una sandía cortada longitudinalmente. Tomó un bolígrafo del bolsillo de su
bata y señaló con la punta unas diminutas manchas blancas en la imagen de color
brillante e irregular…
Leonard intentó mantener la
calma, pero a duras penas lograba controlarse. Sentía las manos húmedas y
pegajosas mientras oía a su colega, pero en realidad no lo escuchaba. Estaba
concentrado analizando esta “fotografía” en negativo. Sabía con exactitud de lo
que se trataba y —contrario a su manera de pensar clara y objetiva—guardaba la
pequeña esperanza de que no fuera lo que temía. Pero no fue así. La
supercomputadora que tenía en la cabeza había revisado los archivos
minuciosamente, coordinando las ideas obteniendo la única, verdadera y terminal
respuesta antes de que su colega lo dejara caer como una la última palada de
tierra sobre el ataúd: Oligodendroglioma.
**
Leonard trataba de hablar, pero
al principio parecía que sus cuerdas vocales —debido a la terrible noticia—, se
negaran a funcionar de modo adecuado para articular una palabra. La garganta
estaba colmada de tierra seca y su lengua deshidratada y rugosa como una lija
se rebelaba contra su cerebro negándose a moverse. Giró la cabeza y dirigió la
mirada hacia su esposa. La bolsa de suero colgaba de la parte superior de la
cabecera de la cama, mientras el líquido hidrataba su cuerpo lentamente, gota a
gota mediante un catéter insertado en su vena. Un aparato adherido a su dedo
por una pinza plástica, medía su presión arterial y ritmo cardiaco que se
reflejaba en la pantalla al costado de la cama; con números, letras y gráficos
indicaban el estado de salud de la paciente. Así, sobre el lecho del hospital,
tenía el rostro sereno y despreocupado. De no ser por el lugar donde se
encontraba y la parafernalia a su alrededor podría decirse que dormía serenamente
una siesta… Pero por tristeza no era así. A Leonard le costó esfuerzo hacer que
la saliva llegara a su garganta para aliviar su resequedad y preguntó: — ¿Cuál
es tu pronóstico?
—Bueno…—contestó el galeno— Aún
es algo temprano para dar una respuesta final sobre el estado…
Leonard miró al hombre fijamente
y dijo: —Recuerda Renato que estoy preparado para lo que tengas que decir…
—Está
bien— dijo el cirujano— Si bien es cierto que es necesario hacer una biopsia
para tener un resultado más concreto, pero me atrevería a decir que estamos
ante un glioma grado dos. Sin embargo, necesitamos hacer un estudio para
determinar cuál es la magnitud del tumor y si es operable o no. Debemos esperar
los resultados para decidir lo que vamos a hacer.
—Muchas gracias Renato—dijo
Leonard— sin poder disimular su aflicción.
—Vamos a esperar a que despierte
y a proceder cuanto antes con los estudios. Mientras más pronto mejor.
Comenzó a alejarse de la
habitación y antes de salir preguntó:
—Deseas que esté presente cuando
despierte tu esposa para ayudarte con la explicación, o…
—No, gracias. Prefiero que
estemos solos. Yo me encargo.
** Los oligodendrogliomas (ODG) forman
parte del grupo de los gliomas. Son tumores cerebrales primarios, es
decir, tumores que se originan a partir de las células que conforman la
estructura cerebral normal, los oligodendrocitos.
—Si claro—agregó el médico
saliendo del lugar pensando: « que idiota soy. Quien mejor para dar esa noticia
que un psiquiatra y sobre todo si es el esposo.»
Leonard regresó a la silla al lado
de Raquel y la tomó de la mano: «glioma en grado dos—pensó—la esperanza de vida
es de cinco a diez años, si es que la opción es la cirugía y el tumor se
extirpa en su totalidad— y aún existía la posibilidad de quedar algún tipo de
secuela que la incapacitara. Luego está el tratamiento de quimioterapia y
radioterapia. ¿Por cuánto tiempo tendrá que sufrir los dolores de esa
enfermedad? ¿Cuánto le quedará de vida útil?...» Estaba devastado. Tenía el
cuerpo frío y la cabeza le dolía horrores de haber pasado la noche en vela pensando
en el futuro de su esposa, en cómo afectaría su vida; el ballet que era su pasión,
la música—que la tenía un tanto abandonada debido a la danza— ¿Sería capaz de
seguir bailando o dictando clases?
¿Continuaría ejecutando el violonchelo?... En apenas doce horas, su
vida; la felicidad que envolvía a su familia, había sido borrada de un plumazo.
« Cáncer, tumor cerebral…» las palabras explotaban en su cabeza como cartuchos
de dinamita. Sabía perfectamente lo que significaba. Como psiquiatra tuvo la
desdicha de atender niños con trastornos mentales que en realidad estaban
ligados a tumores cerebrales que afectaban la mente y el cuerpo de sus pequeños
pacientes. Era —para su desgracia—testigo de excepción de la degradación física
de los niños a medida que el tumor avanzaba y hacía metástasis en el organismo.
Eso significaba brindar apoyo profesional tanto a los pacientes como a sus
padres hasta que sucediera el fatal desenlace. Al inicio los dramas que se
suscitaban en las consultas con los menores lo afectaban profundamente; como en
el caso de la esquizofrenia y retraso mental. Pero lo peor eran las
circunstancias en que los niños eran víctimas de una enfermedad terminal. La ruleta del destino giró y se detuvo en
casillero. La furia de una marejada inmisericorde e inconsolable arrastrando
todo a su paso hizo añicos los sueños, ilusiones y promesas de envejecer junto
a su esposa y amarse por muchos años más.
Ahora todos sus anhelos eran truncados por una macabra jugada del
destino. Una vida de promesas de amor y felicidad eran cortados de raíz en la
forma de un maldito tumor cerebral…
— ¿Qué pasó Leo…dónde estamos?—
preguntó Raquel despertando todavía adormecida por las medicinas que le habían
administrado.
Leonard levantó la cabeza
mirando a su esposa y tratando de otorgarle su mejor sonrisa le acarició el
cabello rubio enmarañado diciendo: — Sufriste un desmayo mi amor. Estamos en el
hospital de Boston. ¿Cómo te encuentras?
—Me duele mucho la cabeza y
estoy mareada—respondió mientras pestañeaba tratando de aclarar la vista y
percatándose del aspecto ojeroso y demacrado que tenía su esposo— ¿Desde cuándo
estoy aquí?
—Desde anoche, te trasladamos en
una ambulancia…
— ¿Qué me ocurre?, ¿por qué me
desmayé? Algo sucedió…, ahora recuerdo, mi cabeza daba vueltas y caí al piso.
Mi cuerpo temblaba y no podía controlarlo… Mis brazos. Mis piernas. Sentía que
temblaban sin control; no podía detenerlas. ¿Acaso tuve convulsiones?
—Si mi vida. Estás aquí para
hacerte evaluaciones y determinar con exactitud qué te sucede…
Raquel conocía perfectamente a
su esposo y sabía por los gestos en su cara, el estado de ánimo en el que se
encontraba. El rostro de Leonard era como la pantalla de un televisor para ella
y reflejaba su sentir. A pesar de su sonrisa, sabía que había algo serio…
—Sabes qué es lo que me ocurre
¿no así?—preguntó tomándolo de la mano.
Leonard trató de medir las
palabras y se tomó un instante para responder. Por fin soltó un suspiró y dijo:
—Sí, mi amor… Se llama Oligodendroglioma —dijo mirándola con
seriedad y apretando su mano—es un tipo de tumor cerebral. Hay que hacerte
algunas pruebas adicionales para verificar con certeza en que estadio se
encuentra.
—
Cáncer —dijo con
suavidad— ¿es operable?—preguntó casi susurrando mientras unas capas
cristalinas y húmedas daban un brillo melancólico a sus ojos.
—Aún no se sabe. Pero todo
indica que esta en grado dos.
— ¿Cuánto tiempo me queda?
El labio inferior de Leonard
empezó ligeramente a temblar, mientras ideaba la manera de darle una respuesta
esperanzadora, que pudiera tranquilizar algo a su asustada esposa. ¿Asustada?,
no. Él sabía que debía estar espantada, pero no debía ni merecía ser engañada,
ni hacerla albergar falsas esperanzas. Sobre todo con las expectativas que
tenía de vida y con lo podía hacer en el tiempo que le quedaba.
—Si es posible extraer el tumor,
hasta unos diez años—soltó esas palabras sintiendo que estaba dictando la pena
máxima. Como un juez sentenciando a muerte a un inocente. A su esposa, a su
idolatrada Raquel…
La mujer miraba a su esposo con
una súplica en el rostro buscando en él un poder milagroso que la pudiera
sanar, mientras algunas lágrimas se deslizaban por sus mejillas como el rocío
sobre las hojas en una mañana de otoño. Raquel sabía los riesgos que implicaban
una operación de este tipo. Su esposo le había contado casos en los que algunos
de sus pacientes a los que se les descubrió tumores cerebrales fallecieron,
otros quedaron incapacitados y hasta perdieron la razón—aparte de los
insoportables dolores—. Llegaban al extremo de no reconocer a sus familiares y
amigos. Ni siquiera tenían el control de su cuerpo causando una carga terrible
para ellos y los suyos. Era—según las palabras de Leonard— un cuadro desolador,
que nadie merecía padecer, mucho menos un niño.
Hubiera sido mejor terminar con su martirio…
Raquel tomó de las manos a su
esposo y mirándolo a los ojos le dijo:
—Quiero que me prometas algo…
—Lo que desees, mi vida
—contestó Leonard.
—Si la cirugía terminase mal y…
—No —intervino Leonard—de
ninguna manera. No pienses eso. Vas a tener a los mejores médicos y a mí a tu
lado para…
Raquel meneó la cabeza y colocó
su dedo índice sobre los labios de su marido sin dejarlo continuar.
—Si la cirugía terminase mal
—prosiguió hablando—y resultase incapacitada o si pierdo la razón y no puedo
reconocerlos ni a ti, ni a Nicholas. Prométeme que no permitirás que permanezca
así… Terminarás con mi sufrimiento.
Leonard bajó la mirada y
fugazmente discurrió por su imaginación el instante en que esa situación podría
suceder. Sentía que su estómago estaba inundado por avispas y palideció, al
imaginarse que llegase el instante de tener que matarla…
—Prométemelo…—insistió— Te lo
ruego, mi amor. No deseo ser una carga para ustedes ni que me recuerden de esa
manera tan dolorosa y terrible.
El psiquiatra sentía que se
adentraba en una horrenda cueva húmeda, honda y oscura cuando pronunció esas
tres palabras que escaparon como una blasfemia de su boca: — Te lo prometo.
Ella lo miró con una sonrisa de
agradecimiento y se arroparon en un abrazo de dolor y lamento…
El resto de los exámenes no
hicieron más que confirmar el diagnóstico inicial. Luego de una junta médica
entre varios especialistas: neurólogo, oncólogo e internista —entre otros—
acordaron que lo más oportuno era la remoción quirúrgica del tumor a la
brevedad posible, para evitar su avance y dispersión hacia otras áreas que
empeoraran la salud de la paciente. Posteriormente se evaluaría la pertinencia
de otro tipo de tratamiento. Los esposos Steel decidieron no decir nada a su
hijo ya que se encontraba fuera de la ciudad estudiando, y poco o nada podía
hacer al respecto. Al menos hasta después de la cirugía. No querían cargarlo de
preocupaciones y angustias…
Desde la parte de arriba del
quirófano como si fuese una sala de cine a través de una ventana panorámica,
Leonard observaba con atención el equipo clínico alrededor de su esposa, quien
yacía sobre la mesa de operaciones cubierta casi por completo con una especie
de sábana verde. A su alrededor el personal médico enfundado desde la cabeza a
los pies en uniformes de color celeste, trabajaban sin cesar atentos a los
aparatos que registraban todo lo que sucedía en el cuerpo de Raquel. En la
parte de su cabeza había una pequeña abertura por donde el cirujano principal
accedía con diversos aparatos a la masa gelatinosa y rojiza que brillaba bajo
las luces de los reflectores. En tanto los dedos enfundados en látex blanco con
diversos instrumentos se movían con precaución y destreza. Dos monitores a los
lados del ventanal captaban completamente el proceso quirúrgico, transmitiendo
las imágenes de todo lo que sucedía en detalle. Una
tenue melodía — la octava Sinfonía de Dvorak— se escuchaba
en la sala de cirugías en tanto una tragedia de vida y muerte se ejecutaba en
ese preciso instante. Con la dulce música como fondo, Leonard observaba el
drama en progreso; donde él se sentía como un inútil espectador —pese a ser uno
de los protagonistas principales— le hubiese gustado estar abajo a su lado…
«Sosteniendo su mano por lo menos —pensó—…» Mientras Raquel estaba tumbada
sobre la mesa de operaciones como si fuese una muñeca de trapo: inmóvil con un
enemigo mortal en la forma de una diminuta masa rojiza que amenazaba con destruirla
por dentro. Como si fuese un parásito expandiendo su semilla de tejidos
malignos hasta lograr terminar a su víctima. Alrededor de ella los médicos
trataban de remendarla. Luchaban para
extraer al intruso que había invadido su cerebro y rescatarla de las redes de
la muerte…
El temblor involuntario de su cuerpo le hizo
reparar en el frío que venía soportando desde hacía unos minutos en los que su
mente divagó, trayéndole esas memorias tan sentidas y a la vez tan añoradas de
su esposa. Tiritando, cogió la bata de baño del perchero y se dirigió raudo al
interior de la casa. Una vez en la cocina apuró el paso hasta llegar a la
amplia sala de paredes revestidas de madera y decorada con muebles de cuero
blanco. En las esquinas la luminosidad era irradiada tenuemente por unas
lámparas de cristal. Al fondo en una pared recubierta de piedra, se hallaba un
espacio cuadrado como una especie de cajón socavado en la roca; y sobre éste,
un hermoso y extraordinario tapiz de alpaca peruana. Leonard continuó con su
marcha hasta llegar a la mesa de vidrio en la sala y tomó un control remoto
accionándolo. Al principio una leve chispa hizo que surgiera una luz, luego
aumentó la claridad proveniente de la llamarada desde la base de la chimenea
abriéndose paso en el salón, proporcionando calor; entretanto un tenue aroma a
bosque se dejaba sentir en el recinto. Se aproximó al fogón lo más cerca que
las llamas se lo permitían y finalmente, pudo sentir la satisfacción de la calidez
del fuego; haciendo que su temperatura corporal con rapidez empezara a
normalizarse.
Afuera el viento había empezado
a soplar con más fuerza, y las plantas en el jardín empezaban a estremecerse
con el toque salvaje de la naturaleza. Un poco más reconfortado se acercó a la
división de vidrio que colindaba con el jardín interior y levantó la mirada
hacia el firmamento tapizado de infinitas estrellas, brillantes como gemas.
Poco a poco la luz de la luna empezó a desaparecer mientras las nubes negras y amenazadoras
se enseñoreaban en lo alto como si fuesen dueñas de la noche. Por un instante
aparecieron en el cielo unas líneas flamígeras, similares a temibles ramas
desnudas resplandeciendo como el flash de una cámara fotográfica gigantesca. En
tanto a lo lejos, el rugido ensordecedor e imponente de los truenos anunciaban
la llegada de la lluvia…
La intervención quirúrgica
resultó bastante bien, logrando extirpar el tumor casi por completo—no se
consiguió su total remoción debido a los riesgos que implicaba—. Los primeros
meses posteriores fueron muy duros para ambos. Leonard apoyaba a su esposa y le
daba ánimo para seguir el tratamiento que la dejaban extenuada tanto física
como anímicamente, pero ella resistía con estoicismo: «no me voy a dejar vencer
por esto» —decía a su esposo— y se aferraba a las indicaciones y medicamentos
al pie de la letra. Deseaba de corazón superarlo, por su familia y por ella
misma…
Después de las dosis de
quimioterapia, radioterapia y dieciocho meses desde la cirugía— luego de
recobrar su cabellera perdida debido a las terribles procedimientos medicinales
y recuperar su peso—pudo volver a la música y retomar su trabajo como profesora
de ballet con algunas limitaciones — ya no podía bailar ni correr como antes
debido a que un esfuerzo físico mayor al normal le ocasionaba mareos e
inclusive dolores de cabeza—. Sin embargo, retomar su vida haciendo la que más
le gustaba; el ballet y la música, luego de esa devastadora experiencia fue
como un renacer. Era el impulso que necesitaba para recuperarse y lograr
superar esa colosal roca que el destino cruzó en su camino. Ese día Raquel
había concurrido a la escuela de música y pudo participar en un ensayo
ejecutando el violonchelo por la mañana y luego acudió a la escuela de danza a
encargarse de sus alumnos. Por la tarde al retornar a su hogar traía consigo un
ramo de flores. Se encontraba muy contenta y lucía radiante. Los profesores y
estudiantes la recibieron efusivamente dándole la bienvenida con mucho cariño.
Leonard podía ver en el rostro de su esposa una sonrisa genuina. Tenía ese
brillo en sus ojos azules similares a chispas que despedía su mirada cuando se
encontraba feliz. Estaba eufórica y sentía que las cosas volvían a tener
sentido. Esa noche hicieron el amor como si el mundo fuera a llegar a su final.
Hacía tanto tiempo que Leonard no sentía a su esposa con ese vigor, con esa
pasión desenfrenada, como si fuese la primera vez que estaban juntos y volvían
a ser los mismos jóvenes que se conocieron tiempo atrás. Todo parecía indicar
que se realizó un milagro. El psiquiatra,
luego de una dura prueba, había recuperado a su esposa…
Transcurrieron nueve años desde
que Raquel fue intervenida quirúrgicamente, acudía a sus controles de salud cada
año y continuaba tomando medicamentos.
Según su médico la parte del tumor que no fue posible remover, desapareció —de
acuerdo a los últimos exámenes clínicos a la que fue sometida—. Era en realidad
un hecho notable atribuido al tratamiento que venía recibiendo desde hacía
tanto tiempo. Sin embargo, en ocasiones sufría de un ligero temblor del lado
izquierdo del cuerpo —duraba solamente unos segundos y era uno de los efectos
colaterales que su doctor le indicó que era posible que se presentaran — No le
dijo nada a su esposo sobre este síntoma a fin de no inquietarle—. Pero la
verdad es que sentía miedo. No deseaba
saber si el tumor había reaparecido o si existía alguna otra complicación.
Tenía pavor de recibir una mala noticia referente al resurgimiento de su
cáncer. Aquellos meses fueron una penosa prueba y no sabía si tendría la
fortaleza para revivir esa atroz experiencia; así que prefirió pretender como
si no existiera sin darle mayor importancia. Estaba decidida a vivir lo que le
quedase de existencia de la mejor forma posible. Había sido y era muy feliz.
Amaba a Leonard y se sentía amada; y su matrimonio estaba coronado por la
felicidad de tener a Nicholas—quien ya era teniente del ejército y se hallaba
destacado en el comando del Pacífico con sede en Hawái— Adoraba la música y
sobretodo el ballet —aunque le sentía no poder bailar como lo hacía antes—pero
en esos momentos, aquello era un feliz recuerdo. Lo que le interesaba era su
futuro con su esposo, la vida de su hijo; conocer a sus nietos…
Leonard se encontraba sentado en
su lado de la cama revisando unos estudios de sus pacientes, mientras Raquel se
hallaba recostada mirando la televisión y utilizaba unos audífonos inalámbricos
para no interrumpir a su esposo. Transmitían The Big Bang Theory que ella solía observar y le causaba mucha
gracia, haciéndola reír—. Le encantaban las locuras de Sheldon, y la inhibición con las mujeres que Raj padecía haciéndolo enmudecer al encontrarse ante la presencia
de alguna de ellas—. Más a pesar de estar concentrado en su trabajo, Leonard
miraba a su esposa de soslayo. Se sentía tranquilo y contento al ver que ésta
reía con entusiasmo. Su risa era como una brisa suave y corta que lo contagiaba
y lo llenaba de ánimo. Muchas veces nada más con mirarla él también reía por el
hecho de verla así, alegre y animada. E inclusive en aquellos instantes
olvidaba la terrible realidad; aquella espada de Damocles que pendía de un hilo
sobre ellos y que de un momento a otro caería trayendo desgracia y tristeza.
Leonard estaba consciente que en cualquier momento podría suceder una recaída.
El quiste en el cerebro de su mujer no pudo ser removido en su totalidad y no
se descartaba que pudiese incrementarse—además, ya había excedido el tiempo de
vida que el oncólogo pronosticara—. A pesar que sus estudios anuales revelaban
que el tumor se fue reduciendo hasta desaparecer, sabía que no estaba curada
del todo. Existía la posibilidad de que creciera invadiendo su cerebro otra vez
y únicamente era cuestión de tiempo.
Recordaba el terrible compromiso que su esposa lo obligó a aceptar: —«Prométeme
que terminarás con mi sufrimiento…»— y de inmediato sentía esa conocida
sensación de vacío y un escalofrío lo recorría al pensar en ello. —«No mi
amor…te prometo que no dejaré que estés en esas condiciones—respondía para sí—cuando
llegue el momento, no te fallaré…»—. No se trataba de sacrificar a una mascota
cuando había llegado el momento en que su vida era una carga para ella misma,
debido a una enfermedad o vejez. En ese
instante se daba cuenta del juramento, de su palabra empeñada en terminar con
la vida del amor de su vida y aliviarla de su tormento; matarla, asesinarla...
Accedió al requerimiento de su esposa debido al emotivo momento en que se
encontraba. Sabía que Raquel respondió muy bien al tratamiento y contra los
pronósticos médicos iba llevando su vida con normalidad sin dar señales de
deterioro. —«Aunque algunas veces suceden cosas insólitas. — Pensaba—
Situaciones que van más allá de la lógica y del entendimiento. Que traspasan la
barrera de la ciencia, del conocimiento humano y se producen sanaciones
misteriosas. Eso que los religiosos llaman milagro»—. Pero Leonard, con toda su
sabiduría y años de experiencia, jamás había presenciado uno de estos
“fenómenos divinos”. Como psiquiatra estaba al tanto que muchas enfermedades
eran originadas en el cerebro. Condiciones como la depresión o el estrés
conllevaban a un sinnúmero de patologías de toda índole e incluso la muerte.
Empero, cuando las causas de una enfermedad tienen una etiología congénita o
impulsadas por un agente externo, eso era otro asunto… En la Biblia existían
muchos ejemplos de sanación por parte de Cristo. En los evangelios se podía
leer sobre los milagros de Jesús e inclusive señalaban uno de los más
importantes, que fue el de la transustanciación *. Pero no eran
más que cuentos, solo leyendas. Sin embargo eso era la base fundamental de la
fe: creer a ciegas. Todos los fieles de las diversas religiones del mundo
cifraban sus esperanzas en esos “actos sobrenaturales” de curación mágica que
carecían de cualquier lógica y asidero científico. “El poder de la oración”
—según decían—. Rogaban, rezaban a un ser imaginario; a una deidad inexistente
inventada por el hombre a fin de buscar esperanza con el propósito de lograr lo
imposible. Únicamente esperanzados en los “buenos deseos”, el divino proceder y capricho de una quimera.
«Era igual creer en dios que en un superhéroe...» — pensaba—. Leonard no
prestaba crédito a ningún ser superior, ni culto alguno. Como científico sabía
que las religiones hacían más mal que bien al hombre. Lo castraban
intelectualmente creando dogmas sin cimientos y normas morales reñidas con el
principio fundamental del ser humano que es vivir y ser feliz sin hacer daño a
los demás. No por el miedo a un báratro abrasador y fantástico plagado de
desdichas del que se vale la Iglesia para intimidar con una condena sempiterna
de abominables tormentos; si no, porque eso es lo que nos diferencia de los
demás animales. Es el contrato social que permite la coexistencia pacífica y
racional entre todos los hombres. Los estándares morales que aprenden las
personas desde niños en sus hogares a través de sus padres y la educación que
reciben, para ser buenos adultos; con valores y principios sólidos. No entendía
cómo era posible que en nombre del dios de una religión se asesinara a otros
que no comulgaban con ésta. O que otra condenase el uso de condones en África
—con el índice más alto del planeta en contagio por el virus de VIH— debido a que iba contra sus
“preceptos religiosos”. Situaciones tan irracionales como oponerse a la
eutanasia cuando una persona se encontraba en etapa terminal y sufría
terriblemente de dolor; con la excusa enarbolada de: “la vida es sagrada y solo
Dios puede quitarla”. Lo mismo acontecía en el tema del aborto. Cuando la vida
de la madre peligraba por un embarazo de riesgo o cuando el feto se hallaba con
problemas que le causarían daños espantosos e irreparables que le aseguraban
una vida de dolor y tribulación. De igual forma estaba lo concerniente a niños
que nacían con alguna discapacidad y los “creyentes” justificaban dicho
resultado debido a que: “Dios tiene guardada una misión especial para él” sin
considerar verdaderamente los motivos por los que tal o cual persona nació sin
extremidades, órganos u otro impedimento: Invidentes, sordo mudos, ciego
sordos, con retraso mental, con síndrome de Down, o con insuficiencia cardíaca…
Los creyentes no reflexionaban. No investigaban si tal o cual situación
correspondían a una razón mundana; a la conducta de los progenitores. Al uso y
abuso de drogas, medicamentos, alcohol o transmisión de algún tipo de
enfermedad o exposición a alguna sustancia que dañó al feto y que en realidad,
ningún “ser superior” había intervenido para crear una criatura discapacitada
con el objetivo de guardarle “un destino especial”. Pensaba que la fe era una entelequia y un
engaño —y en muchas ocasiones ignorancia pura—.
Fe, era igual a la negación de la realidad y restaba el deseo de lucha y
superación que una persona debe poseer para alcanzar lo que desea. «La fe mueve
montañas—pensó con sarcasmo—con eso no voy a salvar a mi esposa…» agregó con
tristeza.
— ¿Deseas que traiga algo
cariño?—preguntó Leonard levantándose de la cama — ¿para tomar o comer?
Raquel continuaba riendo concentrada en el
televisor—Raj había enmudecido ante
una pregunta de Penny y se acercaba a
Howard para hablarle al oído…— no
podía escuchar a su esposo por lo que éste, sin interrumpir su diversión, se
dirigió a la cocina para traer un plato con cereal y dos vasos con leche…
«Fe…—pensaba Leonard mientras
sacaba la leche de la nevera—. Creer que un ser superior —del que no hay
evidencias de su existencia— puede ser omnipresente, omnisciente, omnipotente y
ha creado al hombre a su imagen y semejanza es algo ilógico. Por ejemplo;
—según los cristianos— Dios conociéndolo todo: pasado, presente y futuro crea
al hombre y a la mujer. Junto con ellos al pecado original. Hace que el hombre
caiga en la tentación y luego los expulsa del paraíso para después, por medio
del Espíritu Santo embarazar a una mujer y poder nacer. Luego convertido en
adulto, se hace crucificar para darse a sí mismo en sacrificio como una ofrenda
para salvar a la humanidad del pecado que Él creó. Pero explicar estos
contrasentidos es en sumo difícil—si no imposible—. Las personas que han
crecido creyendo en todos estos mitos, supersticiones y cuentos son renuentes a
utilizar la lógica. «Ignorancia, estupidez, fe y manipulación igual a
religión…»—se dijo.
De regreso a la habitación aún
podía oír la risa de Raquel, pero en ese momento sonaba diferente; algo más
ronca y prolongada. No sonaba con la alegría y jovialidad de alguien que se
encontraba divirtiendo. Sonaba más bien como unos ronquidos intermitentes y
apagados. Aceleró el paso llegando al dormitorio dejando los vasos y el plato
de cereal sobre el mueble del tocador y pudo contemplar en medio de la
oscuridad ligeramente iluminada por el reflejo del televisor que Raquel estaba
todavía tendida sobre la cama, pero en una posición extraña. Que no podía
esclarecer…
Enseguida presionó el
interruptor encendiendo la luz del dormitorio, al tiempo que un sentimiento de
aflicción y desdicha lo envolvió como la tela de una araña convirtiéndolo en un
capullo revestido de desolación al descubrir la imagen de infortunio que yacía
sobre el lecho. El rostro de Raquel había adquirido un gesto fatídico. El ojo
izquierdo lo tenía cerrado mientras la ceja así como la mitad de su boca
estaban orientadas hacia abajo, como si hubiesen sido unidas por algún tipo de
pegamento. El lado izquierdo de su cuerpo estaba paralizado, en tanto las
extremidades del lado derecho temblaban incontrolablemente. La mujer, con el
lado derecho de la boca abierta emitía un horrible grito de dolor: —Ayú…daaa…meee—salía
el ruido de su deforme boca apenas inteligible, que más sonaba como un lamento
de un alma en pena proveniente de la más triste de las sepulturas… Leonard no
necesitaba de ningún examen especial para saber que su esposa estaba sufriendo
un accidente cerebro vascular…
Transustanciación *. Conversión de las sustancias del pan y del vino en
el cuerpo y sangre de Jesucristo.
—”Mátame, mátame, mátame…”
El destino cruel e inmisericorde
había llegado. El hilo que sostenía la espada de Damocles cedió dejando que
ésta cayera con toda su abrumadora y proterva carga desgarrando en trozos la
vida de la familia Steel—Novak. Era el momento que ambos sabían que llegaría
pero que se negaban a aceptar… Los nuevos exámenes determinaron que el quiste
en la cabeza de Raquel había reaparecido, profundizándose y haciendo metástasis
en su ojo izquierdo; perdiendo la visión del mismo de forma permanente. El
tumor era — de acuerdo a las palabras del oncólogo prácticamente inoperable—. Sería
una intervención en extremo riesgosa en la que existía una alta posibilidad de
que perdiese la vida. En ese momento se hallaba con medio cuerpo inmovilizado y
sin la visión del ojo izquierdo. Con un tumor cerebral que la estaba
consumiendo de forma acelerada y su esperanza de vida no iba más allá de unos
meses. Lo único que se podía hacer de momento era aliviar la presión del
cerebro…
Leonard conocía que a medida que
el tumor creciera, Raquel iría desmejorando, agravando su triste situación.
«…Si llega el momento en que no pueda reconocerlos a ti ni a
Nicholas—recordó—no permitirás que mi sufrimiento se prolongue…»
Al enterarse de la noticia de la
situación de su madre, Nicholas tomó un vuelo desde Honolulú a fin de estar a
su lado. Cuando llegó al hospital aún lucía su uniforme de salida que lo
identificaba como miembro del ejército. Al ver a su padre lo abrazó con fuerza:
— ¿Cómo está mamá?—preguntó conmocionado—. Sabía de la enfermedad de su madre
debido a que Leonard lo mantuvo
informado desde el instante de la operación. Nicholas insistió en estar
presente al momento de la cirugía, pero su padre le hizo entender que no era el
momento más adecuado; además que Raquel le había hecho prometer que no le
contaría nada para no alarmarlo. El asintió pero sabía que su hijo tenía
derecho a saber sobre su madre así que no le ocultó la verdad. Leonard le
aconsejó que se concentrara en sus estudios y si la situación cambiaba se lo
haría saber.
—Papá, ¿Cómo está mamá?—volvió a
preguntar mientras observaba el rostro descompuesto y desmejorado de su padre,
que indicaba la congoja que sentía.
Leonard siempre pensó que la
mejor forma de interrelacionarse con las personas era la honestidad. Con la
verdad por delante, era el modo en que se obtenía la confianza de los demás.
Principalmente en el caso de los niños. Buscar las palabras adecuadas para
informarles sobre algo, por muy doloroso o trágico que fuese era fundamental
para que éstos lo tomasen como ejemplo en su vida diaria y se desarrollaran
como personas honestas en su adultez. Por eso, nunca había ocultado nada a su
hijo. Y por ello es que Nicholas confiaba plenamente en su padre; sabía que no
lo decepcionaría. Le diría la verdad por muy terrible que fuera.
—El tumor ha vuelto trayendo
consigo otras complicaciones. Tu madre ha sido víctima de una isquemia cerebral
que le ha afectado el lado izquierdo del cuerpo. Y ha perdido la visión de ese
lado…
Al escuchar las palabras de su
padre, Nicholas sintió un desvanecimiento en el cuerpo y una sensación de
pesadez en la base de la nuca. Parecía que le hubiesen colocado un saco de
arena en ese lugar. Suspiró esforzándose para guardar la compostura.
—Le queda poco tiempo…—agregó
Leonard —con la voz melancólica y apagada. El pronunciar aquellas palabras
significó un gran esfuerzo. Ser el portador de esas noticias tan nefastas a su
hijo lo habían afectado aún más de lo que ya se encontraba. Sentía que su alma
estaba destrozada…
— ¿Dónde está papá?—preguntó
Nicholas—quiero verla.
—Ahí—dijo Leonard señalando la
puerta blanca de la habitación.
— ¿Vienes?...
—En unos instantes—respondió Leonard—anda
con tu madre. Debe estar ansiosa por verte…
—Está bien—dijo Nicholas
abriendo la puerta—Pero por más que intentó, no pudo evitar que las lágrimas
escaparan de su rostro al ver a su madre en las condiciones en que se hallaba,
postrada en la cama del hospital.
Raquel estaba recostada con unas
almohadas tras la espalda, que le permitían mantener esa posición —ayudada por
el mecanismo de la cama que facultaba que ésta se elevase o descendiese de
acuerdo al requerimiento de su ocupante—. Su cuerpo estaba inclinado hacia la
izquierda como si una faja de acero invisible impidiera que enderezase su
humanidad—; con la cabeza cubierta por una malla de color blanco y una
gasa, que protegían el orificio por donde la habían abierto una vez más —a fin de
liberar la presión intracraneal— y el ojo izquierdo oculto debajo de un parche
de algodón y adhesivo quirúrgico. Al saber que su hijo vendría a verla, intentó
arreglarse lo mejor que podía y le dejaba su decadente estado. Quiso colocarse
maquillaje, pero el médico únicamente consintió que emplease algo de lápiz labial.
La enfermera con gentileza la ayudó a
hacerlo. A Nicholas le fue imposible mantener la entereza que conservó antes de
estar ante la presencia de su madre. Hacía meses que no la veía en persona —se
comunicaban vía telefónica o por videoconferencia— y aunque algo más delgada y
con algunas arrugas que se empezaban a notar debido a su edad, lucía bastante
bien—. La mujer al verlo, intentó sonreír; pero el gesto que consiguió al forzar
sus labios fue escalofriante. Lucía como el payaso siniestro de una película de
terror. Una muñeca diabólica con el lado derecho de la boca hacia arriba y el
izquierdo inmóvil hacia abajo y un poco entreabierta desde donde se escurría la
saliva mojando su mentón. Ésta, con un pañuelo en la mano derecha, se limpiaba
continuamente el rostro. Su fisonomía, se mostraba similar a una sábana debido
a la demacración producto de su estado y el color rojo del lápiz labial estaba
esparcido desde sus labios hasta el mentón. Nicholas, estático por la
consternación, no podía articular palabra. Lo que tenía frente a él era una
caricatura funesta; un monigote desvencijado y desvalido que a duras penas
guardaba algún recuerdo de la hermosa y atlética mujer que fue su madre.
— ¡Mamá…! ¡Oh, mamá!— fue lo único que pudo decir
mientras se acercó a la enferma. Nicholas no pudo controlarse y lloraba sin
ambages mientras sostenía a su madre
entre los brazos.
—Te vas a poner bien mamá, te
vas a curar. Tienes que sanar…— repetía su hijo mientras Raquel se sostenía de
su hijo con el brazo derecho.
Raquel trató de hablar pero la
parálisis de sus labios no le permitía proferir las palabras con claridad. Los
sonidos que emitían parecían un murmullo bajo el agua.
—Está bien mamá. No te
esfuerces. Pronto volverás a hablar con normalidad. Toma, usa esto—le dijo,
mientras le acercaba la libreta de notas y el lápiz que se hallaban en la
mesita al costado de la cama…
Fuera de la habitación, Leonard
se encontraba conversando con el cirujano de Raquel:
—Es aconsejable que permanezca
internada por algunos días—dijo el médico—. Vamos a tratar de mejorar las
funciones físicas de su lado izquierdo. Además ya se logró revertir la
inflamación del…
En ese momento salió Nicholas de
la habitación dirigiéndose a su padre: —Papá —le dijo—mamá quiere que veas
esto, mientras le entregaba la hoja de papel.
Leonard agarró el papel que
decía: —Quiero irme a casa…— y luego de leerlo ofreció disculpas al médico,
entrando en la habitación.
Raquel sostenía el pañuelo en su
boca mientras las lágrimas bañaban su rostro en tanto Nicholas permanecía en el
corredor conversando con el médico.
—Mi amor—dijo Leonard—hay que
esperar unos días para mantenerte en observación y empezar con las terapias,
con la finalidad de recuperar la movilidad de tu cuerpo. Por el momento, no es
bueno marcharse. Tienes que…
La mujer movía la cabeza hacia
la derecha, indicando su negativa.
—Por favor Raquel, tienes que
entender y tener paciencia. Es por tu bien.
Un sonido grave, Como una
especie de rugido emergió de la boca de Raquel. — ¡GGNNNNOOOOO!, ¡GGNNOOO!
—Gritó, intentando levantarse de la cama y perdiendo en equilibrio. Leonard se
acercó presuroso a sujetarla, mientras la mujer deshecha en llanto apoyaba la cabeza
en el hombro de su esposo tratando de murmurarle algo. Leonard la apretó
suavemente contra su pecho, aguzando el oído para poder entenderle y asintió
con la cabeza, diciéndole: —Está bien mi amor; no más hospitales, vamos a casa—…
A medida que los días
trascurrían el deterioro físico y mental de Raquel iba en aumento. Nicholas
tuvo que retornar a Hawái y volvería a ver a sus padres en un par de semanas.
Leonard se había mudado con su esposa a una habitación en la planta baja de la
casa debido a la imposibilidad de ésta de subir las escaleras. Raquel era
atendida durante el día por su ama de llaves Manuela, quien la cuidaba con
cariño y voluntad. Se encargaba de asearla y acompañarla, mientras su patrón se
encontraba trabajando en el hospital. Raquel no pudo recuperar el habla del
todo y muchas veces tenía que comunicarse a través de una pizarra magnética y
un marcador. Todos los días recibía la visita de un fisioterapeuta para
ayudarla a recuperar la movilidad del lado izquierdo de su cuerpo, pero la
mejoría era muy lenta; casi imperceptible. Por las tardes cuando Leonard
llegaba del trabajo, se acostaba al lado de su esposa y le hablaba y mimaba
tratando de reconfortarla pero todo era infructuoso. Los temblores en el cuerpo
de Raquel eran más constantes que antes. Estaba perdiendo la memoria y las
medicinas que le administraban ya no hacían el mismo efecto; e inclusive no
podía controlar su cuerpo.
Esa noche Leonard llegó algo más
tarde de lo normal y subió a su habitación sin hacer ruido para bañarse y
cambiarse de ropa a fin de atender a su esposa. Luego de asearse y vestirse se
dirigió a la planta baja — a su nueva alcoba— en ese instante salía la empleada
de servicio.
—Buenas noches Manuela —dijo
Leonard—disculpe la tardanza, pero es que tuve un día muy ocupado y decidí
cambiarme antes de ver a Raquel.
—Buenas noches doctor—dijo la
mujer— no se preocupe. Si desea puedo quedarme hasta mañana para que pueda
descansar.
—No, no Manuela. Es muy amable.
Usted también necesita descansar. Se lo agradezco mucho. ¿Cómo ha estado mi
esposa?
—Como siempre doctor—contestó la
empleada doméstica con tristeza—. Ahora está dormida.
—Si —dijo Leonard—suspirando
abatido—vaya a su casa. Nos vemos mañana.
—Doctor, lamento mucho lo que le
está sucediendo a la señora y a usted. Me duele sobremanera verla sufrir de ese
modo. —Dijo—mientras las lágrimas empezaban a deslizarse sobre su rostro.
—Yo también Manuela…
Cuando entró al dormitorio, la
televisión estaba encendida sin volumen y Raquel yacía de costado. Tratando de
no hacer ruido, Leonard se introdujo bajo las sábanas al lado derecho de su
esposa. En ese momento sintió la mano de Raquel sujetándole el brazo. Leonard
sorprendido le dijo:
—Hola mi amor. Pensé que estabas
dormida. ¿Cómo estuvo tu día?
Ésta lo haló hacia ella
acercándola a su rostro y con esa especie de gruñido de animal herido, le dijo:
—Máátaaa…meeee…mátaaaame, mátameeeee…
Leonard sintió que su corazón se
había detenido. Un estremecimiento de
pánico se apoderó de su cuerpo al escuchar esas palabras que entendía a la
perfección. Su mujer lo sujetaba con
fuerza mientras otro de sus temblores empezaba a atacarla. Se agitaba por las
convulsiones mientras gritaba de dolor.
El psiquiatra intentó levantarse
de la cama, a fin de administrar a su esposa el tranquilizante para las
convulsiones pero no pudo. Raquel no lo soltaba y repetía sin cesar:
—Máátaaa…meeee, mátaaaame, mátameeeee… gritaba como una demente. Mientras tanto
Leonard se deshizo del agarre de su esposa como pudo y abrió la gaveta de su
lado de la cama. Extrajo una jeringa y un frasco de Levetiracetam inyectándoselo en el brazo. Raquel, despacio se
relajó empezando a quedarse dormida. El
psiquiatra prosiguió sentado en la cama, todavía aturdido por lo sucedido; y
miraba a su esposa quien respiraba emitiendo un ronquido agudo mientras
dormitaba. En ese instante no la reconocía; el amor de su vida se había
transformado en una piltrafa humana y estaba consumiéndose en vida. Perdió casi treinta kilogramos de peso y
empezó a encorvarse ya que le era imposible caminar y estirar su cuerpo — a
pesar de la fisioterapia que recibía tres veces por semana —. Leonard sentía
que su corazón estaba partido en mil pedazos. Deseaba ayudarla pero sabía que
no existía forma alguna de detener el curso inexorable e insensible de la vida.
Ningún poder en el mundo la podría salvar.
Sin saber qué hacer, el hombre
se sentó sobre la cama empezando a llorar como un niño pequeño asustado y
abandonado. Cerrando los ojos y con ambas manos se tomó el rostro mientras las
lágrimas escapaban a través de sus dedos. No sabía qué hacer, trataba de buscar
una solución a esta desgarradora situación, pero no se le ocurría nada. Luego
de un momento bajó las manos y abrió los ojos. En ese momento pudo ver que en
el piso al lado de la mesita de noche, se encontraba la pizarra magnética que
usaba Raquel para comunicarse. Leonard se agachó para recogerla, en ésta había
unas palabras que su mujer había escrito como un grito desgarrador de súplica:
—Mátame, por favor, mátame. Ya no resisto más. Si en verdad me amas,
tienes que dejarme ir…
Leonard sostenía la tablilla
como si se tratara de un bloque de hielo que le transmitía un frío sepulcral
hasta los huesos. Observaba aquellas palabras como si ejercieran un poder
mágico e hipnótico en él. Raquel le pedía que llevara a cabo aquella promesa
que nunca se sintió en capacidad de cumplir…
Estaba en un instante que se
negó rotundamente a imaginar. A pesar de
saber que llegaría el momento en que Raquel partiría, no lo imagino de esa
forma. Siempre se adelantaba a los acontecimientos y veía los distintos
escenarios que podrían presentarse cuando tenía que tomar alguna decisión de
importancia, tanto en lo personal como en lo profesional. Allí radicaba gran
parte de su éxito en la vida —aparte de su excelente preparación— era
adelantarse a los acontecimientos, proyectarse en el futuro y ver los pro y
contras de lo que ocurriría. El “y si…”
Leonard Steel, uno de los genios de la psiquiatría del presente siglo.
Eminencia de fama mundial y referencia internacional en cuanto a dolencias
mentales se refería. Jamás pensó que la vida, el destino, el universo o como
quiera que se le nombrase, le deparase una situación tan demoledora como la que
ahora enfrentaba. Para él, su razón de ser era su familia. Su impulso en la
vida, su todo eran su esposa e hijo. Pero era el momento en que tenía que tomar
una decisión y debía hacerse cargo de las cosas. No había otra solución…
Los primeros rayos del sol
entraban por la ventana cuando Raquel empezó a pestañear hasta conseguir
despertarse por completo. Abrió el ojo y
a su lado se encontraba su esposo, con el rostro sereno y una dulce
sonrisa; éste la tomó de la mano
mientras ella continuaba mirándolo. Sabía que por fin Leonard había
comprendido, era el momento en que tenía que dejarla partir…
Soltó la mano de su marido y le hizo un gesto para que le acercase la pizarra
y el marcador, entonces escribió:
—Los amo, nunca se olviden de
mí. Eres el gran amor de mi vida. Gracias por todo…
Leonard asintió con la cabeza y
le dio un beso en la deforme boca. Luego cogió la jeringuilla insertando la
aguja en la conexión de palomilla, mientras su esposa decía:
—Gra…ci…as, mi a...mor.
—Nunca nos olvidaremos de ti.
Hasta pronto mi amor —dijo Leonard, a la vez que con su dedo pulgar empujaba el
émbolo introduciendo una sobredosis letal de sulfato de morfina en el torrente
sanguíneo de su esposa. Raquel —pese a
su parálisis—tenía el rostro tranquilo y hasta se podría decir que sonreía. Cerró
el ojo y rápidamente su pulso comenzó a debilitarse mientras caía inconsciente,
al tiempo que Leonard se acostaba su lado abrazándola. Al cabo de un par de
minutos su ritmo cardíaco se detuvo al igual que su respiración, en tanto que
por el extremo derecho de su boca exhaló su último aliento… La muerte de Raquel
se produjo dos meses después de salir del hospital.
Debido a la condición clínica de
la mujer, no fue necesario practicarle una autopsia por lo que se cumplió su
voluntad: Ser cremada y sus cenizas arrojadas al rio Charles. Leonard y su hijo
tomaron la urna con las cenizas de Raquel mientras eran acompañados por un gran
número de personas: Compañeros del Ballet, integrantes de la escuela de música,
médicos colegas de Leonard y amigos se reunieron para dar el último adiós a
Raquel Novak. Mujer, esposa, madre, artista…
Debido al fallecimiento de su
esposa, Leonard se refugió en el trabajo para tratar de no pensar en ella.
Laboraba todo el día y por la tarde trotaba a fin de poder despejarse. El problema era por
las noches, cuando se encontraba solo en casa y todo lo que había allí le
recordaba a Raquel.
Sabía que nunca más volvería a
ser el mismo. No le encontraba sentido a su vida y peor aún, se sentía
responsable de la muerte de ella. A pesar de ser consciente de que se trató de
un acto de amor y compasión el haber suministrado esa dosis mortífera de morfina
a su esposa, sentía que las llamas del remordimiento con sus lenguas ardientes
lo lamían sin descanso consumiéndole. Este sentimiento lo estaba destrozando
por dentro y tenía la necesidad de sacarlo de su cabeza y debía confesárselo a
su hijo. Su mente le decía que no tenía
derecho a ocultarle algo tan serio…
Con la frente apoyada en el
vidrio de la puerta de acceso al jardín, Leonard se cubría la cara llorando de
manera inconsolable. No podía superar la terrible pérdida que significaba no
tener a su esposa con él. Aunque
transcurrieron seis meses de su fallecimiento, los sentimientos de tristeza y
dolor estaban aún a flor de piel. Se sentía muy solo. La soledad lo abrumaba
con el terrible e inaguantable peso de la ausencia de la persona amada. Extrañaba
sobremanera a su mujer; su risa, su baile, su manera de amar, su cuerpo, sus
caricias, sus besos…
—Raquel, mi vida. Lo lamento tanto… Lo siento tanto, amor mío…
——————oooooo——————
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