viernes, 4 de enero de 2013

Cuento: "El Hombre con Piernas " de Al Sarrantonio







Al Sarrantonio
(Para móvil)



—No te creo.
—Pues debes.
—No.
—Lo harás —insistió Nellie—. La prueba será un viaje en autobús.
—Yo tengo la lista de precios —dijo Willie. Sus ojos relucían—, y pagaré nuestro viaje, pues no te creo, y haré que digas que no está allí.
—Está.
—Demuéstralo.
—Sólo hay una manera.
—Una manera —canturreó Willie—. Una manera —repitió, haciendo rodar las palabras por su lengua, sobre sus labios, y lanzándolas por último a la atmósfera.
Los ojos de Nellie estaban ensombrecidos en contraste con los suyos jóvenes.
—Lo demostraré —dijo ella, con frialdad.
—Lo harás —coreó Willie.
Después de que Willie fuese al baño (él siempre tenía que ir al baño), salieron de la casa. Se pusieron gruesos abrigos de invierno, espesas manoplas y negras botas brillantes, y se escurrieron de la casa por la puerta trasera, sigilosamente. La madre debía de estar en la parte delantera, junto a la cálida luz del televisor, contemplando sus soporíferas óperas.
—Tenemos dos horas —dijo Willie, en un tono que en realidad no daba a entender de cuánto tiempo disponían.
—Nos sobra tiempo —añadió Nellie.
El autobús del sábado llegaba tarde. Se detuvieron ante la segunda parada para que ni la madre ni ninguna de sus amigas los pudiesen reconocer. Willie palpó con sus dedos el monedero dentro de su bolsillo, corrió la cremallera que liberaba el dinero, y la volvió a cerrar. Pateó el suelo debido al frío. Nellie permanecía rígida, su anorak de un azul vivo le daba las dimensiones de un hombre de las nieves. Sus ojos estaban semiocultos por el gorro, que se había calado hasta las orejas, y evitaba la mirada de Willie.
—Él no está allí —dijo Willie en un tono de voz lento e irritante.
—Sí que está —le replicó Nellie entre sus dientes, que le castañeteaban violentamente.
—Todo fue un sueño.
—Lo vi ayer, cuando pasamos con el autobús escolar —le contestó Nellie con rudeza—. Lo vi con tanta claridad como tus labios. Él estaba allí, parado en el porche de su casa, y me vio cuando el autobús pasó por delante.
—Lo soñaste.
—No.
—Nunca encontrarás la casa.
—La grabé en mi mente.
—¡Bah! —dijo.
Ella se volvió para golpearle, pero él evitó con agilidad su acometida, haciendo que todavía se enfureciese más.
—No existe —dijo él, sacudiendo su mano ante ella en un gesto de negación.
Ella tomó un puñado de nieve y se lo tiró a él con rabia.
—Ya lo verás todo enterito.
Permanecieron callados sobre la nieve, esperando el autobús, golpeándose los cuerpos para ahuyentar el frío. La temperatura había descendido. La luz relucía brillante sobre la nieve. De no haber estado tan habituados a ella, el resplandor les hubiese dañado los ojos.
—No te creo —dijo Willie.
En aquel momento llegó el autobús.
Subieron resoplando, y Willie sacó su monedero, depositando el dinero sobre la palma de su mano. Tenía lo justo. Por unos instantes, retuvo una moneda, esperando que fuese suficiente, y luego la depositó en la bandeja, sonriendo al conductor. Éste no le devolvió la sonrisa. Se desplazaron hasta el centro del vehículo, eligiendo dos asientos en el lado que Nellie dijo que era el adecuado.
—¿Y por qué no en el otro lado? De todas maneras, tampoco vamos a ver la casa.
—Siéntate —dijo Nellie.
El autobús era cálido. Se distrajeron contemplando las formas de la nieve en el exterior. Willie observó las casas conforme iban pasando. Parecían sueños envueltos en la niebla. Lo que más le atraía eran los conos de agua helada que pendían de los alerones de los tejados. Algunos colgaban de tal manera que casi tocaban a sus simétricos que se elevaban desde el suelo.
—Brrr —gruñó Nellie, contemplando la misma escena a través del círculo que había abierto en el entelado cristal de la ventanilla.
—Es precioso —dijo Willie, volviéndose hacia ella.
—Brrr —dijo ella de nuevo, provocándolo—. Eres demasiado joven para entender lo que el frío significa.
Él se encogió de hombros y se volvió, admirando el multicolor resplandor del hielo sobre un grupo de casas. En su mente, todo el mundo se convirtió en una bola de nieve.
—Ahí está —gritó Nellie de repente, dándole una enérgica sacudida—. Eso es.
Willie siguió con su mirada el dedo de ella, allá donde éste le indicaba a través del espacio abierto en el vaho que empañaba la ventanilla.
—Sigo sin creérmelo —dijo, pero su voz era un susurro y sabía que estaba mintiendo.
Allí había una casa distinta de las otras; se elevaba solitaria, con un espacio abierto a ambos lados. Aunque rodeada de bloques de viviendas, se vislumbraba con singularidad. Parecía una casa encantada; sus ventanas conformaban un rostro, y la entrada, amplia de extremo a extremo, era la boca. La casa permanecía enigmática y solitaria y, allí, cubierta de nieve, daba una sensación de respeto, cual si fuera una gran araña blanca.
—Haré que me creas —dijo Nellie.
Estaba tratando de alcanzar el tirador que daba la señal de parada al autobús, cuando la mano de Willie tomó la suya. Él quería detenerla. Deseaba permanecer allí, dentro del cálido autobús, contemplando el mundo exterior hasta que éste cumpliese todo su itinerario y lo dejase de nuevo ante la puerta de su hogar. Luego haría rápidamente un castillo con la nieve y entraría a tiempo de cenar.
—Te creo, vamos a casa —dijo.
Nellie se plantó ante él, sonriendo.
—Ya te dije que era verdad.
—Tú eres mayor que yo —dijo Willie por toda respuesta.
—Ya lo sé —dijo ella, tirando de la cuerda y empezando a caminar hacia la salida, así que el autobús hubo parado en una parada que había junto a la curva.
Él se ajustó las manoplas, que se había quitado para vaciar sus bolsillos y le habían quedado prendidas de su abrigo invernal, sujetas por unos cordoncillos, y corrió tras ella cuando su cabeza ya se perdía de vista entre los escalones de la salida.
Permanecieron plantados, solos, en la parada, mientras el autobús se alejaba.
La tarde empezaba a declinar y estaba todo sumido en el más absoluto silencio. En aquellos momentos, el mero sonido de las cadenas que para la nieve llevaban ajustadas a sus ruedas los vehículos habría perturbado al universo, y en lo hondo de su corazón, ambos sabían que tal coche no pasaría por allí. Hasta los hilos telefónicos permanecían inmóviles; la brisa que los había estado sacudiendo durante el día también se había apaciguado.
—Vamos —dijo Nellie, avanzando sobre la nieve de la calle.
Willie se desplazó inquieto tras ella.
Cruzaron la calle cogidos de la mano, y sólo entonces, cuando llegaron al lado opuesto de la curva frente a la casa, el mundo empezó a girar de nuevo.
Un coche con cadenas sobre sus neumáticos cruzó ante ellos.
—Ya te dije que te creía —dijo Willie, tratando de tomar una vez más su mano.
Ella no le correspondió.
—Pero no sé si me creo a mí misma —dijo ella.
Ascendieron los escalones del porche, los cuales crujieron suavemente, incluso bajo el níveo manto. Alguien había tirado sal sobre los peldaños intencionadamente, y sus botas se aferraban tan bien que Willie pensó en unas manos emergiendo de la madera y anclando allí sus botas, escalón a escalón.
Una vez alcanzado el peldaño superior, Nellie señaló.
—Fue aquí donde lo vi —dijo—, Justo al lado de esta ventana junto a la puerta.
—Yo... no sé —dijo Willie.
Ella se elevó para alcanzar el timbre, pero esa vez las manos de Willie alcanzaron las de ella y las mantuvieron sujetas.
—Por favor.
Ella volvió los ojos hacia él, y su mirada le dijo: «Dime por qué, sólo una razón por la cual debería detenerme».
—Porque no quiero saber —dijo Willie conteniendo un sollozo.
—Tú no quieres saber —dijo ella—, pero yo sí quiero.
Su mano se liberó de la presión de las suyas y presionó el timbre con firmeza.
En alguna parte, muy al interior de la casa, sonó una armonía musical.
Luego silencio.
Nellie pulsó el timbre de nuevo; esta vez por más tiempo, manteniendo su manopla sobre él.
Dong. Dong. Dong. Dong.
Ahora, desde el interior, les llegó el sonido de unos pasos.
Al principio dudosos, pasos de alguien inseguro, y a continuación firmes y resueltos.
Tardaron bastante en llegar hasta la puerta, pero Nellie y Willie aguardaron.
Dong. Dong.
Nellie apartó su mano del timbre.
La puerta, una estrecha apertura en la boca de la araña —de la casa-araña—, se abrió.
Alguien se quedó mirándolos fijamente y dijo:
—¿Sí?
Nellie dio un paso atrás, con los ojos muy abiertos.
—Pa... —empezó a decir.
—...dre —concluyó Willie, con la boca completamente abierta.

Ante ellos se alzaba un hombre con su negro pelo enmarañado y una expresión infantil en su ancho rostro. Su boca esbozaba una media sonrisa, como predispuesta a decir algo. Un tenue aroma a tabaco emanaba de su camisa de franela y de él mismo. Llevaba tirantes.
—Disculpadme, ¿de qué se trata? —dijo, con un aire de pasmo cruzando sus facciones.
—Yo..., usted... —empezó a decir Willie.
—Padre —dijo Nellie simplemente desde el suelo.
Las cejas del hombre se contrajeron, pero no perdieron su sonrisa.
—Lo que ella quiere decir es que pensó que usted era nuestro padre —dijo Willie.
Y tomó a su hermana de la mano empezando a descender los escalones del porche.
Nellie clavó sus pies en la nieve.
—No —gritó—, yo tengo razón. —Y volviéndose hacia el hombre en la puerta le dijo—: Usted es nuestro padre.
—¿Eh?... Sí, puede ser.
El hombre los observó de arriba abajo, deteniendo su vista sobre las botas de goma de los muchachos.
—¿Puede ser? —dijo Nellie balbuceando.
Luego se quedó con los brazos colgándole a ambos costados, hasta que tomó conciencia de que eran sus manos, y sin saber qué hacer con ellas, las introdujo en sus bolsillos.
—Mamá nos dijo que habías muerto —le espetó Willie inconscientemente.
El hombre pareció meditar, y luego abrió las puertas de par en par.
—Entrad y protegeos del frío —dijo.
Nellie empezó a adelantarse, pero Willie no se movió.
—No creí que pudieses ser tú —dijo casi para sí mismo.
—Entrad —dijo el hombre con suavidad.
Tras ellos quedó el tenue chasquido de la puerta al cerrarse, y luego la tibieza de la casa los embargó. Casi hacía demasiado calor allí dentro.
—Vamos a la sala —dijo él, avanzando ante ellos.
Fue entonces cuando Willie se dio cuenta de su cojera. Se movía con rigidez, al igual que un hombre sobre unos zancos. Y aunque la expresión de su cara no parecía alterarse, Willie podía intuir el esfuerzo tras su inexpresividad: un gruñido que acompañaba a cada uno de sus pasos.
—Sentaos —les indicó el hombre.
Tomaron asiento en un enorme sofá verde que los engulló a medias envueltos en mullidos cojines.
—Quitaos los abrigos.
El hombre se sentó en una silla de rígido respaldo, arrastrándola hasta el extremo de la pieza, ante ellos. Le costó bastante esfuerzo acomodarse en ella.
A la derecha de los niños ardía un fuego, una gran fogata; la habitación estaba a oscuras, pero debido al resplandor ambarino del fuego y al reflejo que la nieve aportaba desde el exterior a través de los amplios ventanales, en la habitación reinaba una confortable y cálida claridad.
Ninguno de los dos se movió para quitarse los abrigos.
—Tenemos que regresar pronto con el autobús —se explicó Nellie, sin apartar su mirada del hombre—. Ella nos dijo que habías muerto.
—¿Eso hizo? —dijo el hombre, buscando su mirada y sosteniéndola—. Qué interesante.
La sonrisa suavizó su rostro, haciéndole parecer más niño aún.
—¿Fuiste herido en un choque de trenes? —dijo Willie cuidadosamente—, ¿esa es la razón de tu cojera?
Los ojos del hombre se posaron en el suelo, antes de elevarse y encontrarse con los suyos.
—No —dijo simplemente.
Sus ojos se posaron en las piernas de Willie, antes de volver a mirar a Nellie.
—Él era muy pequeño para acordarse —dijo ella—. Pero yo lo recuerdo todo muy bien. Dijeron que moriste cuando el tren en el que viajabas se saltó una señal y chocó con los vagones de cola de otro convoy. Ellos dijeron que perdiste ambas piernas...
—¿Es lo que dijeron?
—Sí.
—Entonces, creo que estaban equivocados.
—Padre —musitó Nellie, como acostumbrándose a la palabra.
El hombre, por toda respuesta, asintió lentamente con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo te has estado escondiendo? —preguntó Willie.
Empezaba a sentirse incómodo en aquel sofá, y se semidesabrochó el anorak.
—No podemos quedarnos más —interrumpió Nellie—, no, al menos esta vez.
El hombre sonrió.
—¿Cuánto tiempo escondiéndote? —insistió Willie.
El hombre inspiró profundamente y reflexionó.
—Veamos —dijo—. Debió de ser... —Contó con sus dedos—. Cinco años.
Cuando lo hubo dicho, sus manos se depositaron con suavidad sobre sus piernas.
—¿Por qué? —Preguntó Nellie—. ¿Por qué tuviste que esconderte?
—Tuve que irme. —Se sujetó las piernas de repente, como si se fuese a incorporar—. ¿Qué tal si os hago un poco de chocolate? Todavía debéis de tener frió. Luego podemos continuar charlando.
—En realidad nos tendríamos que ir en seguida.
—Por favor... —La súplica en su voz era temblorosa; había brotado imprevista.
—De acuerdo —dijo Nellie con rapidez—. Lo que pasa es que todavía... no te conocemos lo suficiente.
—Eso es cierto.
Se elevó con gestos forzados, y suspiró cuando por fin consiguió ponerse en pie, ayudándose del respaldo de la silla.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Nellie.
—Sí —dijo él. Sus ojos no se apartaron de los pies de ella, y se estiró como lo hubiese hecho un tipo duro—. Volveré en unos instantes.
Desapareció en la parte trasera de la casa y ellos permanecieron unos instantes siguiéndole con la vista.
—¿Me crees ahora? —dijo Nellie.
—Es igual que el retrato que hay en el dormitorio de mamá —admitió Willie, huraño—. Pero no me gusta.
—A mí sí —dijo ella con énfasis—. Lo que le pasa es que hace demasiado tiempo que no nos ve.
Willie se levantó.
—No me gusta la forma que tiene de caminar.
—¿Adónde vas?
—Al baño —respondió Willie en un susurro.
—Espera hasta que él regrese.
—Si en efecto es papá, puedo ir al baño ahora.
—Tiene que serlo.
Willie se alejó, sacudiendo su cabeza.
Pronto se extravió. Siguiendo el camino que tomase el hombre, saliendo por la misma puerta, apareció en un corredor que parecía formar parte de un laberinto. Era completamente distinto al resto de la casa. Los azulejos del suelo, blancos y verdes, estaban destrozados y de las paredes colgaban desconchadas capas de pintura. El primer corredor desembocaba en otro, y en otro, y éste en otro más. Willie se vio pronto rodeado de pasadizos que se bifurcaban ante él en una oscuridad cada vez más creciente; diminutas bombillas sobre su cabeza despedían macilentos haces de luz.
Willie avanzó con suavidad, tanteando las paredes, hasta que un sonido percutiendo al fondo de uno de los corredores hizo que se adentrase en él.
Un sonido agudo, un canto, y tras él el sonido del metal chocando entre sí.
Willie se detuvo ante una puerta, la entreabrió y echó un vistazo. Se veían unos escalones descendiendo entre la oscuridad hacia una zona que se adivinaba mejor iluminada.
Allá abajo, alguien estaba canturreando.
Una voz dichosa, aunque de una tonalidad similar al gemido de un gato cuando alguien le pisa la cola inesperadamente.
Los metales dejaron de chocar entre sí.
El canto se detuvo.
Se oyó un gruñido y el sonido de algo al ser golpeado y cerrado, luego un susurro de ropas, y poco después, pasos.
Diminutos pasos de danza, más gruñidos, y de repente, fuertes pisadas.
Alguien subía por la escalera.
Willie retrocedió y se quedó encogido en la oscuridad.
Tras una larga espera, durante la cual Willie contó veinte pasos, la puerta se abrió ante él, y vio ante sí al hombre que era su padre. Su camisa de franela estaba desabrochada y Willie pudo ver finas correas y hebillas cruzadas sobre su piel.
El hombre avanzó al interior de la casa.
Willie contó hasta cincuenta y luego emergió de entre las sombras. Conteniendo su respiración, abrió la puerta de la bodega y observó hacia abajo. La luz seguía encendida. Descendió dos peldaños y atisbo, estirando su cuello. De la bodega no subía ningún sonido.
Bajó hasta abajo.
Suspiró.
Aunque sabía que no se hallaba allí, la llamó involuntariamente:
—Nellie...
En todas las paredes de la habitación, en todas y cada una de las paredes de la pieza, se veían, colgando en racimos, agrupadas, apiladas sobre cajas, apoyadas en las esquinas, piernas...
...piernas.
Las había a cientos, quizá mil pares de piernas. De todas las tallas y tamaños. Cada una de ellas estaba apropiadamente vestida, con medias o calcetines, zapatillas o zapatos, botas o babuchas. Willie pudo casi imaginarse el resto de la gente que debería estar unida a esas extremidades: banqueros y aprendices; chicos de reparto y mensajeros; vendedores, ejecutivos... Había un par de gruesas piernas que parecían de un carnicero, y algunos pares estilizados que debían ser de bailarines; de un conductor de autobuses, o de un deportista. Todas ellas tenían tirantes en la parte superior, un marco de cuero, una almohadilla y unas hebillas.
Había un par de piernas para cada personaje que uno pudiese imaginar.
—Oh, Nellie —suspiró Willie, deseando que su hermana estuviese allí, para sujetarle fuertemente la mano.
Aparte de las piernas, el único objeto que había en la habitación era una pequeña mesa en el rincón más alejado y, sobre ella, un potente fluorescente iluminaba con crudeza los instrumentos de tortura que se encontraban sobre ella.
Sierras, cuchillos y navajas; brillantes sierras dispuestas para hacer su trabajo.
—Oh, Nellie, Nellie —suspiró Willie de nuevo.
Un ruido le llegó desde la parte alta.
Una luz se encendió en la escalera.
Fuertes pisadas.
Conteniendo la respiración, Willie se volvió.
Un rostro le contemplaba, mirándolo de arriba abajo.
—¡Nellie!
—¡Shhh!
Ella volvió a desaparecer en lo alto de la escalera. Willie oyó el ruido de la puerta al ser cerrada y luego ella volvió a estar junto a él. Willie empezó a empujarla, mostrándole los centenares de piernas colgando de las paredes.
—Nellie, él...
—Él me lo contó todo —dijo ella interrumpiéndole.
—¿Dónde está él? —preguntó Willie.
—Arriba. —Sus ojos se contrajeron—. Le conté que el conductor del autobús es el novio de mamá y que si no nos veía en la parada, vendría a por nosotros. Evidentemente y porque no tenía por qué no hacerlo, me creyó.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Willie lleno de temor.
—El quiere que nos quedemos —contestó Nellie.
—¡No!
—Él no es malo, Willie. La mayoría de estas piernas son de gente que ya había muerto cuando él las consiguió.
—Pero...
—Si nos quedamos, dice que será nuestro padre la mayor parte del tiempo. Y yo quiero que él lo sea.
—Pero Nellie...
—Lo necesito, Willie. Al igual que él necesita ser la gente cuyas piernas va usando.
—¡Quiero irme a casa! ¡Él no me gusta!
Temblando, Willie se aferró a su hermana, abrazándola junto a su pecho.
En su espalda, sobre la blusa y bajo el anorak, Willie notó correas y hebillas.
—¡Tú! —gritó, apartándola con energía.
—Sí —contestó Nellie con frialdad.
Willie se dio cuenta entonces de con cuanta lentitud y rigidez se movía ella.
—¡Nellie! —sollozó Willie.
—En esta habitación puedo ser cualquier cosa —dijo Nellie, volviéndose con rigidez y señalando las paredes con el dedo—. Puedo ser el hombre que reparte flores, o la mujer que da clases de piano. Una mañana puedo ser el cartero, o el cobrador de seguros. Maestra, sacerdote, o dentista. Puedo ser —dijo agitando una sierra de acero azulado en el aire— una niña o un niño pequeño.
Willie se lanzó escalera arriba pero tropezó y cayó de rodillas sobre los primeros escalones. Reptando sobre los peldaños, logró alcanzar la puerta superior.
No pudo abrirla.
Nellie subió lentamente tras él. En su rostro había una sonrisa que la auténtica Nellie nunca antes había tenido; una sonrisa de vieja, nada parecida a la que mostrase cuando, haciéndose la hermana mayor, trató de convencerle.
Cuando ella se hallaba a dos pasos de él, Willie le dio un puntapié en las piernas.
—¡Nooo! —gritó ella, cayendo de espaldas.
Como en un sueño, el cuerpo de Nellie se partió en dos. La parte inferior, dos apéndices rodeados de correas y hebillas, golpeó insonoramente los peldaños hasta quedar inmóvil al fondo de la escalera.
La parte superior se transformó en algo distinto. Ya no era Nellie. Ya no era algo humano: cartero, sacerdote, o dentista, sino que se tornó en una blancuzca y chillona criatura, una forma encogida que rodó escaleras abajo cual un insecto albino sobre dos manos deformadas.
—¡Noooooo! —gimió, desplazándose más allá de las dos piernas al fondo de la escalera en dirección a la parte interior de la habitación.
Willie empujó desesperado la puerta de la bodega, y de repente, con un quejido apagado, ésta se abrió. Una vez más estaba en el laberinto. Mosaicos verdiblancos salían despedidos, mientras sus pies trataban de avanzar. Giró una y otra vez hasta acabar frente a la puerta de la bodega. Desde el interior le llegó un alarido gimiente que le hizo temblar hasta los huesos. Lo intentó de nuevo: tanteando las paredes, trató de hallar la salida.
Sin saber cómo, apareció en la sala. El mismo fuego ardía en el hogar; los mismos muebles de madera de olivo le rodeaban.
Cruzó la sala corriendo en busca de la salida. Ahí estaba, junto a la puerta, el gran ventanal; tras él el muro exterior, donde le esperaban fuertes nevadas, la televisión, la cena, su madre.
Milagrosamente, cuando miró afuera vio junto a la parada detenido el autobús, esperando.
Su mano estaba sobre el pomo de la puerta.
Tiró para abrirla.
Un pie presionó la hoja para mantenerla cerrada.
Una voz, una voz ahogada, como la de alguien que ha tenido que correr con rapidez, la voz de alguien que él podía haber conocido, dijo:
—Acompáñame, ¿quieres?

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