Pesadillas y Alucinaciones
Stephen King
(Para móvil)
Su nombre era señorita Sidley, de profesión maestra. Era una mujer menuda
que tenía que erguirse para escribir en el punto más alto de la pizarra, como
hacía en aquel preciso instante. Tras ella, ninguno de los niños reía ni
susurraba ni picaba a escondidas de ningún dulce que sostuviera en la mano.
Conocían demasiado bien los instintos asesinos de la señorita Sidley. La
señorita Sidley siempre sabía quién estaba mascando chicle en la parte trasera
de la clase, quién guardaba un tirachinas en el bolsillo, quién quería ir al
lavabo para intercambiar cromos de béisbol en lugar de hacer sus necesidades.
Al igual que Dios, siempre parecía saberlo todo al mismo tiempo.
Su cabello se estaba tornando gris, y el aparato que llevaba para enderezar
su maltrecha espalda se dibujaba con toda claridad bajo el vestido estampado.
Una mujer menuda, atenazada por constantes sufrimientos; una mujer con ojos de
pedernal. Pero la temían. Su afilada lengua era una leyenda en el patio de la
escuela. Al clavarse en un alumno que reía o susurraba, sus ojos podían
convertir las rodillas más robustas en pura gelatina.
En aquel momento, mientras apuntaba en la pizarra la lista de palabras que
tocaba deletrear, la maestra se dijo que el éxito de su larga carrera docente
podía resumirse y confirmarse mediante aquel gesto tan cotidiano. Podía volver
la espalda a sus alumnos con toda tranquilidad.
—Vacaciones —anunció mientras escribía la palabra en la pizarra con su
letra firme y prosaica—. Edward, haz una frase con la palabra vacaciones, por
favor.
—Fui de vacaciones a Nueva York —recitó Edward.
A continuación, repitió la palabra con todo cuidado, tal como les había
enseñado la señorita Sidley.
—Muy bien, Edward —aprobó la maestra mientras escribía la siguiente
palabra.
Tenía sus pequeños trucos, por supuesto. Estaba del todo convencida de que
el éxito dependía tanto de los pequeños detalles como de las grandes acciones.
Aplicaba aquel principio en todo momento, y lo cierto era que nunca fallaba.
—Jane —dijo en voz baja.
La aludida, que había estado hojeando a escondidas su libro de lectura,
alzó la mirada con ademán culpable.
—Cierra ese libro inmediatamente, por favor. Se oyó el sonido del libro al
cerrarse. Jane clavó una mirada llena de odio en la espalda de la señorita
Sidley.
—Y permanecerás en clase durante quince minutos después de que suene el
timbre.
—Sí, señorita Sidley —murmuró Jane con labios temblorosos.
Uno de sus pequeños trucos consistía en el modo en que utilizaba las gafas.
Toda la clase quedaba reflejada en los gruesos cristales, y siempre sentía una leve
punzada de regocijo al ver sus rostros culpables y asustados cuando los
sorprendía en alguno de sus malvados jueguecitos.
En aquel momento, distinguió a través de sus gafas la imagen distorsionada
y fantasmal de Robert. El chico estaba arrugando la nariz. La señorita Sidley no
habló. Todavía no. Robert se ahorcaría por sí solo si le daba un poco más de
cuerda.
—Mañana —articuló con toda claridad—. Robert, haz una frase con la palabra
mañana, por favor.
Robert frunció el ceño mientras se concentraba. La clase estaba silenciosa
y adormilada aquel caluroso día de finales de septiembre. El reloj eléctrico
que pendía sobre la puerta indicaba que todavía quedaba media hora para que
sonara el timbre de las tres, y lo único que impedía que las jóvenes cabezas
cayeran sobre sus libros de ortografía era la silenciosa y temible amenaza que representaba
la espalda de la señorita Sidley.
—Estoy esperando, Robert.
—Mañana pasará algo malo —repuso Robert.
Las palabras eran inofensivas, pero a la señorita Sidley, que había
desarrollado el séptimo sentido propio de todos los docentes estrictos, no le
gustaron ni pizca.
—Ma-ña-na —terminó Robert, tal como le habían enseñado.
Mantenía las manos unidas sobre el pupitre y en aquel momento volvió a
arrugar la nariz. Al mismo tiempo, esbozó una pequeña sonrisa torva. De pronto,
la señorita Sidley tuvo la certeza de que Robert conocía el pequeño truco de
las gafas.
Muy bien, de acuerdo.
Empezó a escribir la siguiente palabra en la pizarra sin regañar a Robert,
dejando que su cuerpo erguido transmitiera su propio mensaje. Mientras
escribía, observaba atentamente a Robert con un ojo. El chiquillo no tardaría
en sacarle la lengua o hacer aquel asqueroso gesto con el dedo que todos los
niños e incluso las niñas conocían, a fin de comprobar si la maestra sabía lo
que estaba haciendo. Y entonces sería castigado.
El reflejo de Robert era pequeño, fantasmal, distorsionado. La señorita
Sidley apenas prestaba atención a la palabra que estaba escribiendo en la
pizarra..
De pronto, Robert se transformó.
La señorita Sidley apenas entrevió el cambio, tan sólo distinguió durante
una fracción de segundo el rostro de Robert mientras se transformaba en algo...
diferente.
Se volvió con brusquedad, con el rostro pálido, ignorando la punzada de
dolor que le acometió en la espalda. Robert la miraba con expresión inocente y
perpleja. Sus manos seguían unidas sobre la mesa. En su cogote se apreciaban
los primeros indicios de un remolino. No parecía asustado.
«Ha sido fruto de mi imaginación —se dijo la maestra—. Estaba buscando
algo, y mi mente me ha jugado una mala pasada. Parece absolutamente
inocente.... Sin embargo...»
—¿Robert?
Pretendía que su voz sonara autoritaria, que tuviera un timbre que
impulsara a Robert a confesar. Pero no lo logró.
—¿Sí, señorita Sidley?
Sus ojos eran de color castaño oscuro, como el lodo que yace en el fondo de
un río de cauce lento.
—Nada.
Se volvió de nuevo hacia la pizarra. Un murmullo apenas audible recorrió el
aula.
—¡Silencio! —Ordenó al tiempo que se daba la vuelta—. Otro sonido y nos
quedaremos todos con Jane después de la clase.
Se había dirigido a toda la clase, pero, de hecho, su mirada permanecía clavada
en Robert, quien se la devolvió con infantil inocencia. «Quién, ¿yo? Yo no,
señorita Sidley.»
La maestra se volvió hacia la pizarra y empezó a escribir sin espiar a
través de sus gafas. La última media hora se le antojó interminable, y tuvo la
sensación de que Robert le lanzaba una mirada extraña al salir de la clase. Una
mirada que parecía decir: «Tenemos un secreto, ¿eh?».
No podía apartar de sí aquella mirada. Permanecía clavada en su mente, como
un trocito de ternera que se le hubiera quedado entre dos muelas, un grano de
arena que le parecía una montaña.
Cuando se dispuso a tomar su solitaria cena, consistente en huevos
escalfados y tostadas, todavía la atenazaba aquella imagen. Sabía que estaba
envejeciendo, y lo aceptaba con serenidad.
No sería una de aquellas maestras solteronas que patalean y gritan cuando
las sacan a rastras de sus clases al llegar el momento de la jubilación. Le
recordaban a los jugadores incapaces de apartarse de la mesa de juego cuando
van perdiendo. Pero ella no iba perdiendo. Siempre había sido una ganadora.
Bajó la vista hacia los huevos escalfados. ¿Verdad?
Pensó en los limpios rostros de sus alumnos de tercero, y decidió que el de
Robert sobresalía sobre los demás. Se levantó y encendió otra luz.
Más tarde, justo antes de dormirse, el rostro de Robert apareció ante ella,
esbozando una desagradable sonrisa en la oscuridad que se extendía tras sus
párpados cerrados. El rostro empezó a transformarse... Pero antes de que
pudiera distinguir en qué se estaba convirtiendo aquel rostro, se sumió en las
tinieblas del sueño.
La señorita Sidley pasó una noche inquieta, por lo que al día siguiente se
mostró brusca y malhumorada. Estaba a la expectativa, casi esperando que
alguien susurrara, riera o tal vez pasara una nota a un compañero. Pero la
clase permaneció en silencio... en un profundo silencio. Todos los alumnos la
miraban sin expresión, y la maestra casi sentía el peso de sus miradas sobre
ella,como si se tratara de hormigas ciegas que se pasearan por su cuerpo.
« ¡Basta! —Se dijo con severidad—. Te estás comportando como una chiquilla
asustadiza que acaba de salir de la escuela de maestros!»
Una vez más, el día se le antojó eterno, y creyó sentirse más aliviada que
sus alumnos cuando el timbre anunció el final de las clases. Los niños se
alinearon en filas junto a la puerta, niños y niñas ordenados por estatura y cogidos
de la mano.
—Podéis retiraros —dijo y se quedó escuchando con amargura los gritos de
los niños que corrían por el pasillo y salían a disfrutar del brillante sol.
«¿Qué era lo que vi cuando se transformó? Algo bulboso. Algo que relucía.
Algo que me miraba fijamente, sí, me miraba fijamente y sonreía y no era un
niño, desde luego que |no. Era viejo y malvado y...»
—¿Señorita Sidley?
La maestra alzó la cabeza con brusquedad y de sus labios escapó una pequeña
exclamación involuntaria. Era el señor Hanning.
—No pretendía asustarla —dijo el hombre con una sonrisa de disculpa.
—No se preocupe —repuso la maestra en un tono más hosco del que pretendía
dar a sus palabras.
¿En que estaría pensando? ¿Qué era lo que le pasaba?
—¿Le importaría comprobar si hay toallas de papel en el ¡lavabo de chicas?
—Ahora mismo voy.
La maestra se incorporó mientras se llevaba las manos a la parte baja de la
espalda. El señor Hanning la contempló con expresión compasiva. «No se esfuerce
—pensó la señorita Sidley—.
A la solterona no le divierte esto en absoluto. Ni siquiera le interesa.»
Pasó junto al señor Hanning y se dirigió al lavabo de chicas. Las risas de
unos chicos que llevaban maltrechos accesorios de béisbol se apagaron al
acercarse ella. Los chicos salieron con expresión culpable antes de reanudar
sus carcajadas y gritos en el patio.
La señorita Sidley frunció el ceño mientras pensaba que los niños habían
sido distintos en sus tiempos. No más corteses, pues los niños nunca habían
sido corteses, y no precisamente más respetuosos con los adultos; pero se
apreciaba una suerte de hipocresía que nunca había existido.
Un sonriente silencio en presencia de los adultos que nunca había existido.
Una suerte de desprecio silencioso que resultaba molesto e inquietante. Como
si...
«¿Se ocultaran detrás de máscaras? ¿Es eso?»
Apartó de sí aquel pensamiento y entró en el baño. Se trataba de una
estancia pequeña en forma de L. Los retretes estaban alineados a lo largo del
brazo más largo, mientras que los lavabos se extendían a lo largo de la parte
más corta de la habitación.
Mientras inspeccionaba los estantes de las toallas de papel, divisó su
imagen reflejada en uno de los espejos, y quedó petrificada al contemplarse con
mayor detalle. No le gustó nada lo que vio... ni pizca. Percibió una mirada que
no había tenido dos días antes, una mirada temerosa, vigilante. Con un
sobresalto, se dio cuenta de que el reflejo borroso del rostro pálido y
respetuoso de Robert se había adueñado de ella.
La puerta del baño se abrió y entraron dos niñas riendo y susurrando.
Cuando estaba a punto de doblar la esquina y pasar junto a ellas, oyó que
pronunciaban su nombre. Regresó a los lavabos y volvió a inspeccionar los
recipientes de toallas.
—Y entonces... Risitas ahogadas.
—Ella lo sabe, pero...
Más risitas, suaves y pegajosas como jabón fundido.
—La señorita Sidley está...
«¡Basta! ¡Dejad de hacer ese ruido!»
Se acercó un poco para ver sus sombras, difusas y borrosas a causa de la
luz que se filtraba a través de las ventanas de cristales lechosos, unidas en
su infantil excitación.
Otro pensamiento cruzó su mente.
«Ellas sabían que estaba ahí.»
Sí. Sí, lo sabían. Esas pequeñas zorras lo sabían. Las zarandearía. Las
sacudiría hasta que les castañetearan los dientes y sus risas se convirtieran
en aullidos; les golpearía la cabeza contra la pared de azulejos hasta que
confesaran que lo sabían.
En aquel momento, las sombras empezaron a transformarse. Parecieron
alargarse, fluir como sebo mientras cobraban extrañas formas jorobadas que impulsaron
a la señorita Sidley a retroceder hacia los lavabos de porcelana, con el
corazón desbocado.
Pero las niñas siguieron riendo.
Las voces se transformaron; dejaron de ser infantiles y se convirtieron en
sonidos asexuados, desalmados y muy, muy malvados. Un sonido lento y turgente de
humor salvaje que doblaba la esquina hacia ella como si del contenido del
desagüe se tratara.
Clavó la mirada en aquellas sombras jorobadas y de pronto, empezó a gritar.
El grito siguió y siguió, hinchándose en su mente hasta adquirir proporciones
dementes. Y en aquel instante, perdió el conocimiento.
Las risitas, como carcajadas del diablo, la siguieron hasta las tinieblas.
Por supuesto, no podía contarles la verdad.
La señorita Sidley lo supo desde el momento en que abrió los ojos y
distinguió los rostros ansiosos del señor Hanning y la señora Crossen. Esta
última sostenía bajo su nariz el frasco de sales procedente del botiquín del
gimnasio. El señor Hanning se volvió y pidió a las dos niñas que observaban a
la señora Sidley con curiosidad que se fueran a casa.
Las dos niñas le dedicaron una sonrisa... una sonrisa lenta, que indicaba
que compartían un secreto con ella, y salieron de la escuela.
Muy bien, guardaría el secreto. Durante un tiempo. No permitiría que la
gente creyera que se había vuelto loca, o que los primeros tentáculos de la
senilidad se habían apoderado de ella antes de tiempo. Jugaría con sus reglas
hasta que estuviera en posición de desenmascararlos y arrancar el problema de
raíz.
—Creo que he resbalado —explicó en tono sereno mientras se incorporaba,
haciendo caso omiso del terrible dolor de espalda que la atormentaba—. Algún
charco de agua.
—Es terrible —exclamó el señor Hanning—. Terrible. ¿Se ha...?
—¿Se ha hecho daño en la espalda, Emily? —intervino la señora Crossen.
El señor Hanning le dirigió una mirada de gratitud.
La maestra se puso en pie entre tremendas punzadas de dolor.
—No —repuso—. De hecho, parece que la caída ha obrado un pequeño milagro.
Hace años que no tengo la espalda tan bien.
—Podemos llamar al médico... —sugirió el señor Hanning.
—No hace falta —replicó la señorita Sidley con una sonrisa serena.
—Llamaré a un taxi desde la oficina.
—Ni hablar —objetó la señorita Sidley mientras se dirigía a la puerta del
lavabo—. Siempre voy en autobús.
El señor Hanning exhaló un suspiro y miró a la señora Crossen, quien puso
los ojos en blanco y permaneció en silencio.
Al día siguiente, la señorita Sidley obligó a Robert a quedarse en la escuela
después de clase. El muchacho no había hecho nada malo, por lo que se limitó a
acusarlo de una falta imaginaria. No sintió remordimientos por ello. Era un
monstruo, no un niño. Tenía que obligarlo a confesar.
La espalda la estaba martirizando. Se dio cuenta de que Robert lo sabía y
que esperaba que eso le favorecería. Pero se equivocaba. Ésa era otra de sus
pequeñas ventajas. La espalda le había dolido de un modo constante durante los
últimos doce años, y en muchas ocasiones el dolor había sido tan intenso como
en aquel momento... bueno, casi.
Cerró la puerta para que ambos quedaran aislados del exterior.
Durante un momento, permaneció inmóvil, con la mirada clavada en Robert.
Esperó a que el niño bajara los ojos, pero fue en vano. Robert siguió mirándola
con fijeza y de pronto, una pequeña sonrisa empezó a dibujarse en las comisuras
de sus labios.
—¿Por qué sonríes, Robert? —inquirió en voz baja.
—No lo sé —repuso el chico sin dejar de sonreír.
—Dímelo, por favor.
Robert permaneció en silencio.
Y siguió sonriendo.
Los sonidos de los demás niños en el patio parecían muy lejanos, como
pertenecientes a un sueño. Sólo el zumbido hipnótico del reloj de pared era
real.
—Somos bastantes —anunció Robert de pronto, como si hablara del tiempo.
Ahora le tocó el turno a la señorita Sidley de permanecer en silencio.
—Once en esta escuela.
«Malvado —se dijo la maestra asombrada—. Muy malvado, increíblemente
malvado.»
—Los niños que dicen mentiras van al infierno —replicó con toda claridad—.
Sé que muchos padres ya no se lo explican a su... prole..., pero te aseguro que
es cierto, Robert. Los niños que dicen mentiras van al infierno. Y las niñas
también.
La sonrisa de Robert se hizo más amplia y malvada.
—¿Quiere ver cómo me transformo, señorita Sidley? ¿Quiere verlo bien?
Un hormigueo recorrió la espalda de la maestra.
—Márchate —ordenó con brusquedad—. Y trae a tu madre o a tu padre a la
escuela mañana.
Entonces arreglaremos todo este asunto.
Eso es. Ya volvía a pisar tierra firme. Esperó que el rostro del niño se
contrajera; esperó la aparición de las lágrimas.
En lugar de ello, la sonrisa de Robert se ensanchó aún más, se amplió hasta
mostrar sus dientes.
—Será como cuando traemos algo a clase para explicar qué es, ¿verdad,
señorita Sidley? A Robert... al otro Robert... le gustaba ese juego. Todavía
está escondido en el fondo de mi cabeza.
—La sonrisa se curvó en las comisuras de los labios como si de papel
quemado se tratara—. A veces se pone a correr por ahí... me pica. Quiere que le
deje salir.
—Márchate —repitió la señorita Sidley en tono impávido.
El zumbido del reloj se le antojaba cada vez más cercano.
Robert empezó a transformarse.
De pronto, su rostro se difuminó como cera fundida. Los ojos se aplanaron y
ensancharon como yemas que alguien hubiese pinchado con un cuchillo, la nariz
se amplió como un bostezo, la boca desapareció. La cabeza se alargó, y el
cabello dejó de ser cabello para convertirse en una inmensa maraña desordenada
y crispada.
Robert soltó una risita ahogada.
El sonido lento y cavernoso procedía de lo que había sido su nariz, pero la
nariz había devorado la parte baja de su rostro; las fosas nasales se habían
fundido en un solo agujero que se asemejaba a una enorme boca abierta de par en
par.
Robert se levantó sin dejar de reír, y tras él, la señorita Sidley
distinguió los últimos vestigios del otro Robert, el chiquillo del que aquel
engendro se había apoderado y que aullaba aterrorizado, rogando que lo dejaran
salir de allí.
La maestra echó a correr.
Huyó gritando por el pasillo, y los pocos alumnos que quedaban en la
escuela se volvieron para mirarla con ojos inocentes y abiertos de par en par.
El señor Hanning abrió su puerta de golpe en el momento en que la maestra
cruzaba las amplias puertas acristaladas de la entrada, un espantapájaros loco
y gesticulante dibujado contra el brillante sol de septiembre.
El hombre la siguió a la carrera, con la nuez bailándole en la garganta.
—¡Señorita Sidley! ¡Señorita Sidley!
Robert salió de la clase y contempló la escena con curiosidad.
La señorita Sidley no oía ni veía nada en absoluto. Bajó a trompicones los
escalones de entrada, atravesó la acera y se abalanzó sobre la calle, dejando tras
de sí una intensa estela de chillidos. De pronto, se escuchó el atronador y
profundo sonido de un claxon, y una fracción de segundo más tarde, el autobús se
precipitó sobre ella. A través del parabrisas, el rostro del conductor aparecía
contraído en una máscara de temor. Los frenos chirriaron como dragones enojados.
La señorita Sidley cayó al suelo, y las enormes ruedas del vehículo se
detuvieron humeantes a pocos centímetros de su cuerpo frágil y enclaustrado en
la prótesis. Permaneció tendida en el suelo, temblando, mientras el gentío se
agolpaba a su alrededor.
Al volverse, comprobó que los niños la miraban con fijeza. Estaban
colocados en un apretado círculo, como los asistentes a un entierro en torno a
una tumba abierta. A la cabecera de la tumba se hallaba Robert, un pequeño
sepulturero preparado para verter la primera palada de tierra sobre su rostro.
A lo lejos, se escuchaba el balbuceo del conductor del autobús.
—... loca o algo así... Dios mío, unos centímetros más y...
La señorita Sidley clavó la mirada en los niños. Sus sombras la cubrían por
entero. Sus rostros permanecían impasibles. Algunos de ellos esbozaban pequeñas
sonrisas enigmáticas, y la señorita Sidley supo que no tardaría en ponerse a
gritar de nuevo.
En aquel instante, el señor Hanning disolvió el círculo que se había
cerrado en torno a ella, ahuyentó a los niños y entonces, la señorita Sidley
estalló en débiles sollozos.
No volvió a dar clase al tercer curso hasta al cabo de un mes. Con toda
tranquilidad, explicó al señor Hanning que no se sentía bien últimamente, y el
hombre le sugirió que acudiera a un médico y le comentara el asunto. La señorita
Sidley convino en que era la única medida sensata y racional que cabía tomar.
Asimismo, añadió que si la junta escolar deseaba que presentara su dimisión, se
la entregaría de inmediato aunque ello le dolería mucho. Con expresión incómoda,
el señor Hanning repuso que no creía que aquello hiciera falta. En
consecuencia, la señorita Sidley regresó a finales de septiembre, dispuesta una
vez más a reanudar el juego y conocedora ya de las reglas.
Durante la primera semana, permitió que las cosas siguieran su curso. Tenía
la sensación de que toda la clase la contemplaba con ojos hostiles y enigmáticos.
Robert la miraba sonriendo desde su asiento en la primera fila, y la maestra no
pudo reunir el valor suficiente como para llamarlo a recitar la lección.
En una ocasión, durante una vigilancia de patio, Robert se acercó a ella
con una pelota de goma y una sonrisa pintada en el rostro.
—Somos tantos que no lo creería —dijo—. Ni usted ni nadie —añadió con un
malvado guiño que la dejó petrificada—. Quiero decir, si intentara explicárselo
a alguien...
Una niña que jugaba en los columpios del otro lado del patio la miró con
fijeza y estalló en carcajadas.
La señorita Sidley dedicó a Robert una sonrisa llena de serenidad.
—Pero, Robert, ¿de qué estás hablando? Pero Robert continuó sonriendo
mientras regresaba para incorporarse al juego.
La señorita Sidley llevó la pistola a la escuela en el bolso. El arma había
pertenecido a su hermano, quien se la había arrebatado a un soldado alemán
muerto poco después de la batalla del Bulge. Jim llevaba diez años muerto. No
había abierto la caja que contenía el arma desde hacía al menos cinco años,
pero cuando la abrió la vio brillar con destellos apagados. Los cartuchos de munición
seguían ahí, así que se dedicó a cargar el arma tal como le había enseñado Jim.
Dedicó una agradable sonrisa a sus alumnos, en especial a Robert. Robert le
devolvió la sonrisa, y la maestra distinguió el engendro que flotaba justo
debajo de su piel, aquel ser fangoso, lleno de inmundicia.
No tenía idea de qué era lo que anidaba bajo la piel de Robert, y tampoco
le importaba; sólo esperaba que el auténtico Robert hubiera desaparecido por
completo. No quería convertirse en una asesina. Decidió que el verdadero Robert
debía de haber muerto o enloquecido por vivir dentro de aquella cosa sucia y
serpenteante que había soltado una risita ahogada en la clase y la había obligado
a lanzarse gritando a la calle. Así que, aun en caso de que siguiera vivo,
liberarlo de aquel tormento constituiría un acto de misericordia.
—Hoy haremos un examen —anunció la señorita Sidley.
Los alumnos no gruñeron ni se removieron inquietos en sus sillas, sino que
se limitaron a mirarla con fijeza. La maestra sentía el peso de sus ojos. Pesados,
sofocantes.
—Será un examen muy especial. Os iré llamando uno a uno al aula de
mimeografía, y ahí pasaréis el examen. Después os daré un caramelo y podréis
iros a casa. ¿No os parece estupendo?
Los niños esbozaron sonrisas vacuas y permanecieron en silencio.
—Robert, tú serás el primero.
Robert se levantó con su sonrisita habitual y arrugó la nariz de un modo
bastante ostensible.
—Sí, señorita Sidley.
La maestra tornó su bolso y ambos recorrieron el amplio pasillo, pasando
junto al apagado sonido de los alumnos que recitaban la lección tras las
puertas cerradas. La sala de mimeografía se hallaba al final del pasillo, junto
a los lavabos. La habían insonorizado dos años antes; la vieja máquina era muy
antigua y ruidosa.
La señorita Sidley cerró la puerta con llave una vez estuvieron dentro.
—Nadie puede oírte —dijo con toda tranquilidad mientras sacaba el revólver
del bolso—.
Ni a ti ni a esto.
—Pero somos muchos —terció Robert con una sonrisa inocente—. Muchos más de
los que hay aquí en la escuela.
Posó una de sus pequeñas y limpias manos sobre la bandeja de papel del
mimeógrafo.
—¿Le gustaría volver a ver cómo me transformo?
Antes de que la señorita Sidley pudiera replicar, el rostro de Robert
empezó a relucir y convertirse en la máscara grotesca que ya conocía. La
maestra le disparó. Una sola vez. En la cabeza. El niño cayó hacia atrás, sobre
los estantes de papel, y a continuación se deslizó hasta el suelo, un niño
muerto, con un pequeño orificio negro justo por encima del ojo derecho.
Tenía un aspecto patético.
La señorita Sidley se inclinó sobre él, jadeando. De pronto, palideció. El
niño no se movió.
Era humano.
Era Robert.
¡No!
«Ha sido todo producto de tu imaginación, Emily. Fantasías tuyas.»
¡No, no, no!
Regresó a la clase y los llevó a la sala uno a uno. Mató a doce alumnos y
los habría matado a todos si la señora Crossen no hubiera llegado a la sala en
busca de un paquete de papel rayado.
La señora Crossen abrió la boca de par en par y se llevó una mano a los
labios. Empezó a gritar, y todavía chillaba cuando la señorita Sidley la
alcanzó y le colocó una mano en el hombro.
—Tenía que hacerse, Margaret —le explicó—. Es terrible, pero tenía que
hacerse. Son todos unos monstruos.
La señora Crossen clavó la mirada en los cuerpos enfundados en alegres
ropas que yacían esparcidos junto al mimeógrafo, y siguió gritando. La
chiquilla cuya mano sostenía la señorita Sidley empezó a llorar de un modo
constante y monótono. Uaaaaahhh... uaaaahhh... uaaaahhh.
—Transfórmate —ordenó la señorita Sidley—. Enséñaselo a la señora Crossen.
Demuéstrale que tenía que hacerse. La niña siguió llorando sin comprender.
—¡Maldita sea, transfórmate! —Gritó la señorita Sidley—. ¡Maldita zorra,
maldita zorra sucia, repugnante y asquerosa! Que Dios te maldiga,
¡transfórmate!
La maestra alzó el arma. La pequeña se encogió, y en un abrir y cerrar de
ojos, la señora Crossen se abalanzó sobre la otra mujer como un gato. De
pronto, la espalda de la señorita Sidley cedió.
No hubo juicio.
Los informes pedían a gritos un juicio, los desolados padres lanzaron
juramentos histéricos contra la señorita Sidley, y la ciudad quedó paralizada,
pero, al final, prevaleció la calma y no se celebró ningún juicio. La
legislatura estatal estipuló oposiciones más estrictas para la admisión de maestros,
y la señorita Sidley fue recluida en Juniper Hill, Augusta. Ahí se sometió a un
exhaustivo análisis, se le administraron los medicamentos más avanzados y más
tarde empezó a asistir a sesiones de terapia ocupacional. Al cabo de un año,
bajo estricta vigilancia, se le permitió participar en una sesión de encuentro
experimental.
Su nombre era Buddy Jenkins, de profesión psiquiatra.
Estaba sentado tras un espejo falso, con una carpeta en las manos, mientras
observaba una habitación equipada como guardería. En la pared más alejada, una vaca
saltaba sobre la luna y un ratón trepaba por un reloj. La señorita Sidley
estaba en una silla de ruedas, con un libro de cuentos sobre las rodillas,
rodeada de un grupo de confiados niños retrasados que sonreían y babeaban.
Los niños le sonreían, babeaban y la tocaban con sus pequeños dedos
mojados, siempre bajo la vigilancia de los asistentes, que permanecían atentos
al menor indicio de agresividad por parte de la mujer.
Durante un rato, Buddy creyó que la señorita Sidley reaccionaba bien. Leía
en voz alta, acarició la cabeza de una niña y consoló a un chiquillo que había
tropezado con un bloque de madera. De pronto, el médico tuvo la impresión de
que la maestra había visto algo inquietante, pues frunció el ceño y apartó la
vista de los niños.
—Sáquenme de aquí, por favor —rogó en voz baja y monótona, sin dirigirse a
nadie en particular.
La sacaron de allí. Buddy Jenkins observó a los niños mientras la seguían
con ojos abiertos y vacuos, pero, al mismo tiempo, profundos. Uno de ellos
esbozó una sonrisa, mientras que otro se introdujo unos dedos en la boca en
ademán malicioso.
Aquella noche, la señorita Sidley se rebanó el cuello con un trozo de
espejo roto, y a partir de aquel momento, Buddy Jenkins empezó a observar a los
niños con creciente atención. Al final, apenas si podía apartar la mirada de
ellos.
2 comentarios:
Me gusta el estilo de Stephen King. Su fluidez en la prosa es algo natural en él. Sin duda que es bueno.
Muchas gracias por tu visita. Me alegra que te guste. Saludos...
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