sábado, 3 de noviembre de 2012

Cuento "La Playa· de Stephen King




  
                                                                       (Para móvil)


La nave Fed ASN/29 cayó del cielo y se estrelló. Pasado un momento, dos hombres  salieron de su cráneo abierto como si fueran su cerebro. Dieron unos pasos y  luego se detuvieron, con sus cascos bajo el brazo, y contemplaron el lugar donde  habían ido a parar.

Era una playa que no necesitaba océano. Era su propio océano, un esculpido mar  de arena, un mar como una fotografía en blanco y negro, helado para siempre en  interminables crestas y hondonadas. Dunas.
Profundas, empinadas, lisas, arrugadas. Crestas cortantes, crestas planas, dunas  de crestas irregulares que parecían amontonadas sobre otras dunas... Un dominó de dunas. Dunas. Pero océano, no. Los valles, que eran las depresiones entre esas dunas, serpenteaban en oscuros  laberintos. Si uno miraba esas líneas retorcidas y bastante largas, podía  parecer que trazaban palabras... palabras oscuras flotando sobre las blancas  dunas.
—Joder —dijo Shapiro.
—Inclínate —aconsejó Rand.
Shapiro se dispuso a escupir, pero toda aquella arena le hizo desistir. Quizá no  era momento de desperdiciar líquido. Medio enterrada en la arena, la ASN/29 ya  no parecía un pájaro moribundo, sino una calabaza que se hubiera abierto  descubriendo la podredumbre interior. Había habido fuego. Todos los depósitos de
combustible de estribor habían explotado.
—Siento lo de Grimes —dijo Shapiro.
—Sí. —Los ojos de Rand recorrían el mar de arena hasta la línea del horizonte y  volvían otra vez.
Sí, sentía lo de Grimes. Grimes estaba muerto, no era más que una serie de  trozos diseminados en la bodega de proa. Shapiro había mirado y pensado: Parece  como si Dios hubiera decidido comerse a Grimes, le hubiera sentado mal y lo hubiera vomitado. Aquello había sido demasiado para el estómago de Shapiro. Eso  y la visión de los dientes de Grimes esparcidos por el suelo del compartimiento. Shapiro esperaba ahora a que Rand dijera algo inteligente, pero Rand no lo hacía. Los ojos de Rand recorrían las dunas y las depresiones.
—¡Eh! exclamó Shapiro—. ¿Qué hacemos? Grimes está muerto; tú mandas ahora. ¿Qué  vamos a hacer?
—¿Hacer? —Los ojos de Rand fueron de un punto al otro sobre las dunas  silenciosas. Un viento seco levantaba el cuello impermeabilizado de su traje de  protección ambiental—. Si no tienes una pelota de balonmano, no lo sé.
—¿Qué estás diciendo?
—¿No es lo que se supone que se hace en la playa? —repuso Rand.
Shapiro había tenido miedo en el espacio muchas veces, y pánico cuando empezó el  fuego; ahora, mirando a Rand, sintió un terror demasiado grande para  comprenderlo.
—Es enorme —dijo Rand, y por un momento Shapiro creyó que Rand se refería a su  terror—. Una playa infinita. Podrías andar cien kilómetros con la tabla de  surfing bajo el brazo y seguir casi en el punto donde habías arrancado sin nada  más detrás de ti que cinco o seis huellas de tus pies. Y si permanecieras cinco  minutos en el mismo sitio, esas últimas seis o siete también desaparecerían.
—¿Lograste un escáner topográfico antes de caer? —se dijo que Rand estaba  conmocionado, pero no estaba loco. Si era preciso, podía darle una píldora. Si  Rand continuaba divagando, podía darle una inyección—. ¿Conseguiste echar una  mirada a...?
Rand le miró fugazmente. —¿Qué?
 Eso era lo que iba a decirle. Parecía una cita de los  Salmos y no pudo decirlo.
—¿Qué? —volvió a preguntar Rand.
—Un escáner topográfico —repitió Shapiro—. ¿No has oído nunca hablar de ello,  idiota? ¿Dónde estamos? ¿Dónde está el océano? ¿Dónde están los lagos? ¿Dónde la  franja verde más cercana? ¿En qué dirección? ¿Dónde termina esta jodida playa?
—¿Termina? Oh. Ya caigo. No termina nunca. Ni franjas verdes, ni casquetes de  hielo. Ni océanos. Esto es una playa en busca de un océano, amigo. Dunas y dunas  que nunca terminan.
—Pero ¿de dónde sacaremos el agua? —No podemos hacer nada. —La nave está hecha pedazos.
—Muy listo, Sherlock. Shapiro se calló. Ahora era el momento de callarse o de ponerse histérico. Tenía  la sensación, casi la seguridad, de que si se ponía histérico Rand seguiría  contemplando las dunas hasta que Shapiro encontrara la solución, o no la  encontrara. ¿Cómo se llamaba a una playa que no tenía fin? ¿Un desierto? Sí, el mayor jodido  desierto del universo. Mentalmente, oyó contestar a Rand: —Sherlock.—
Shapiro permaneció, un momento junto a Rand, esperando a que despertara, que  hiciera algo. Pero poco después se le acabó la paciencia. Empezó a deslizarse a  trompicones por el flanco de la duna a la que se había subido para escudriñar el  terreno. Podía sentir la arena chupándole las botas. imaginó que le decía la duna. En su mente  era como la voz seca, árida, de una mujer ya vieja pero aún vigorosa: —chuparte aquí mismo y darte un gran abrazo—
Esto le hizo recordar cómo solían turnarse dejando que los otros les enterraran en la playa, hasta el cuello, cuando eran pequeños. Aquello había sido  divertido, pero ahora le asustaba. Así que apartó esos recuerdos y echó a andar
por la arena con pasos cortos, dando patadas, tratando inconscientemente de  destruir la perfección simétrica de su inclinación y superficie.
—¿Adónde vas? —La voz de Rand tenía por primera vez un matiz de sensatez y  preocupación.
—El radiofaro —respondió Shapiro—. Voy a encenderlo. Seguíamos una ruta marcada  en los mapas. Lo captarán los vectores. Será una cuestión de tiempo. Ya sé que  las probabilidades son mínimas, pero quizá venga alguien antes de que...
—El radiofaro se ha hecho añicos —dijo Rand.
—¡A lo mejor puede arreglarse! —gritó Shapiro por encima del hombro.
Al entrar dificultosamente por la escotilla se sintió mejor a pesar del olor a  cable quemado y a gas freón. Se dijo que se sentía mejor porque había pensado en  el radiofaro. Por mal que estuviera, aquel artilugio ofrecía cierta esperanza.
Pero no era esa idea lo que había levantado su moral; si Rand decía que estaba  roto, probablemente estaría más que roto. Pero es que ya no veía las dunas... ya  no podía ver aquella playa infinita. Eso era lo que le hacía sentirse mejor.
Cuando volvió a la cima de la primera duna, jadeando, con las sienes latiéndole,  Rand seguía allí, todavía mirando, mirando y mirando. Había transcurrido una  hora. El sol caía perpendicular sobre ellos. La cara de Rand estaba cubierta de  sudor y las gotas resbalaban por el cuello y se metían en su traje como  goterones de aceite bajando por un bello androide.
Le he llamado idiota, pensó Shapiro estremeciéndose. Cristo, es lo que parece...  no un androide sino un idiota que acaba de pincharse con una jeringa enorme.
—¿Rand? Silencio.
—El radiofaro no estaba roto. —Un destello brilló en los ojos de Rand. Pero al  momento volvieron a quedar vacíos, dirigidos hacia las montañas de arena.  Shapiro había creído al principio que estaban congeladas, pero ahora imaginó que  se movían. El viento era constante. Se moverían. A lo largo de un período de  décadas y siglos se... bueno, caminarían. ¿Dunas andarinas? Creía recordar esto de su niñez, de la escuela. O de alguna parte, pero ¿qué demonios importaba? Atisbó una delicada piel de arena deslizarse por el flanco de una de ellas. Como
si le hubiera oído. (Oyó lo que estaba pensando). El sudor empapó su nuca. Estaba perdiendo la cabeza. ¿Y quién no? Estaban en un aprieto, un gran aprieto. Y Rand no parecía darse cuenta... o no le importaba.
—Tenía algo de arena, y el emisor estaba roto, pero había muchos en la caja de  recambios de Grimes.
¿No me oye?, se preguntó. —No sé cómo pudo meterse la arena dentro... Estaba en su sitio, en el
compartimiento de almacenaje detrás de la litera, tras tres escotillas cerradas  entre él y el exterior, pero... —Oh, la arena se mete por todas partes. ¿Te acuerdas cuando ibas a la playa, de  niño, Bill? ¿Cuando volvías a casa y tu madre se enfadaba porque dejabas arena  por todas partes? Arena en el sofá, en la mesa de la cocina, en los pies de tu  cama. La arena de la playa es... —hizo un gesto vago y luego volvió a esbozar  aquella sonrisa perturbadora— omnipresente.
—No se ha estropeado —dijo Shapiro—. La batería de emergencia está funcionando,  así que le enchufé el radiofaro. Me coloqué los auriculares por unos minutos y  pedí una lectura de equivalencias a cincuenta parsecs. Suena como una sierra  mecánica. Es mejor de lo que podíamos esperar. —No vendrá nadie. Ni siquiera los chicos de la playa (Beach Boys). Los chicos de  la playa llevan muertos más de ocho mil años. Bienvenidos a la Ciudad de los  Rompientes, Bill. Ciudad de los Rompientes, sin rompientes. Shapiro contempló las dunas. Se preguntó cuánto tiempo llevaría la arena allí.  ¿Un trillón de años? ¿Un quintillón? ¿Había habido vida allí alguna vez? ¿Quizá  incluso vida inteligente? ¿Ríos? ¿Manchas verdes? ¿Océanos para hacer de aquello  una verdadera playa en lugar de un desierto? Shapiro, al lado de Rand, pensaba en todo aquello. El viento le despeinaba. Y de  repente tuvo la certeza de que todo aquello había existido, y pudo imaginar por  qué se había acabado. El retroceso de las ciudades cuando sus manantiales y áreas circundantes se  vieron empujadas y ahogadas por la arena deslizante. Podía ver los brillantes abanicos oscuros de barro de aluvión, al principio brillantes como pieles de  foca, pero cada vez más opacos al ir extendiéndose desde las desembocaduras de  los ríos. Veía el barro brillante como piel de foca transformarse en pantanos  pestilentes, y al final en arenas movedizas. Podía ver las montañas a medida que  la creciente y cálida arena fundía sus nieves eternas; veía los últimos picos  señalando al cielo como dedos de hombres enterrados vivos; los veía cubiertos, e  inmediatamente olvidados, por aquellas dunas monstruosas. ¿Cómo las había llamado Rand?—Si acabas de tener una visión, Billy era una horrible y maldita visión. Oh, pero no lo era. No era horrible, sino plácida. Era tan tranquila como una  siesta en una tarde de domingo. ¿Qué puede haber más plácido que una playa? Apartó estos pensamientos y pensó otra vez en la nave.
—La caballería no vendrá —dijo Rand—. La arena nos cubrirá y al poco tiempo  nosotros seremos la arena y la arena será nosotros. La Ciudad de los Rompientes  sin rompientes... ¿Lo entiendes, Bill?
Y Shapiro estaba aterrorizado porque lo entendía. No se podían ver todas  aquellas dunas sin entenderlo.
—Jodido idiota de mierda —masculló, y regresó a la nave. Y se escondió de la playa. Por fin llegó la puesta de sol. La hora en que la playa, en cualquier playa de  verdad, uno dejaba la pelota y se ponía el jersey y se sacaban los bocadillos y  la cerveza. Todavía faltaba un poco para empezar el besuqueo con las chicas,  pero muy poco. Era la hora de esperar el besuqueo. Bocadillos y cerveza no formaban parte de las provisiones de la ASN/29.
Shapiro pasó la tarde embotellando toda el agua recuperable de la nave. Utilizó  un trozo de tubo para succionar la que había salido de las venas rotas del  sistema de aprovisionamiento de la nave, y que había formado charcos en el
suelo. Recuperó la escasa que había quedado en el fondo del tanque hidráulico.  No pasó por alto ni siquiera el pequeño cilindro de las entrañas del sistema de  purificación del aire que circulaba por las áreas de almacenamiento.
Al final entró en la cabina de Grimes. Grimes tenía pececillos en una pecera circular construida especialmente para las condiciones de ingravidez. El tanque era de plástico, resistente, y había  sobrevivido a la caída. Los peces de colores, como su dueño, no habían  resistido. Flotaban en un grupo anaranjado en la parte superior de la esfera que
había ido a parar debajo de la litera de Grimes, junto con su ropa interior y  media docena de vídeos porno.
Sostuvo el globo-acuario un momento, mirándolo fijamente: —Ay, pobre Yorick, le conocía bien —declamó de pronto, y lanzó una risotada  enloquecida. Luego buscó la red que Grimes guardaba en su taquilla y la metió en la pecera. 
Retiró los pececillos y se preguntó qué iba a hacer con ellos. Pasados unos  minutos los llevó a la cama de Grimes y levantó la almohada. Había arena. Los dejó allí, y a continuación, cuidadosamente, vertió el agua en el envase que
utilizaba para recogerla. Habría que purificarla, pero incluso en el caso de que  los purificadores no funcionasen, pensó que en un par de días no le molestaría  beber agua de la pecera sólo porque tuviera flotando en ella alguna que otra  escama y un poco de mierda de peces de colores. Purificó el agua, la repartió y llevó la parte correspondiente a Rand hasta la  ladera de la duna. Rand seguía donde le había dejado, como si no se hubiera  movido.
—Rand, he traído tu ración de agua. —Abrió la cremallera de la bolsa delantera  del traje de Rand y le metió dentro una botella plana de plástico. Se disponía a  cerrar la bolsa cuando Rand le apartó la mano. Sacó la botella. En la parte  delantera se leía: ASN/CLASS. BOTELLA DEL ALMACÉN DE PROVISIONES DE LA NAVE
23.196.755. ESTERILIZADA, SI EL PRECINTO ESTA INTACTO. Ahora el precinto estaba roto; Shapiro había tenido que llenar la botella. —La he purificado... Rand abrió la mano y la botella cayó sobre la arena blandamente.
—No la quiero. —Que no... Pero Rand, ¿qué te ocurre? Maldita sea, ¿quieres dejar de hacer el  tonto? Rand no contestó. Shapiro se inclinó y recogió la botella 23.196.755. Sacudió la arena adherida a  los lados como si fueran enormes e hinchados gérmenes. —¿Qué te ocurre? —Repitió Shapiro—. ¿Estás conmocionado? ¿Es eso? Puedo darte  una píldora... o una inyección, porque me estás contagiando. Aquí, inmóvil,  mirando hacia las cuarenta siguientes millas de nada— ¡Es arena! ¡Solamente  arena! —Es una playa —dijo Rand con tono soñador—. ¿Quieres hacer un castillo de arena? —Está bien. Voy a buscar una jeringa y una ampolla de Yellowjack. Si quieres
actuar como un loco de remate, yo te trataré como tal.
—No intentes inyectarme nada o te arrepentirás —advirtió Rand tranquilamente—.  Te romperé el brazo. Y podía hacerlo. Shapiro, el astrogante, pesaba unos setenta kilos y medía un  metro cincuenta. El combate físico no era su especialidad. Masculló una palabra  y regresó a la nave, con la botella de Rand. —Está viva —musitó Rand—. Estoy seguro.
Shapiro se volvió a mirarle, y luego observó las dunas. La puesta de sol  colocaba una filigrana de oro en sus crestas, una filigrana que las sombreaba  delicadamente hasta transformarse en el más oscuro ébano en las depresiones; en
la duna siguiente el ébano se transformaba en oro. De oro a negro, de negro a  oro. Oro a negro y negro a oro y oro a...
Shapiro parpadeó rápidamente y se frotó los ojos con la mano. —Varias veces he notado cómo esta duna se movía bajo mis pies —contó Rand a  Shapiro—. Se mueve con mucha gracia. Es como sentir la marea. Puedo oler su olor
en el aire, un olor como a sal.
—Estás loco —le dijo Shapiro. Estaba tan asustado que su cerebro se había vuelto  de cristal.
Rand no contestó; sus ojos acechaban las dunas, que pasaban del oro al negro,  del negro al oro, al ponerse el sol.
Shapiro regresó a la nave. Rand permaneció en la duna toda la noche, y todo el día siguiente. Shapiro se asomó y le vio. Rand se había despojado de su traje de protección  ambiental y la arena lo cubría casi por completo. Solamente sobresalía una  manga, desolada y suplicante. La arena hizo pensar a Shapiro en unos labios  chupando con desdentada gula un bocado tierno. Shapiro sintió deseos de  desmoronar el costado de la duna y salvar el traje de Rand. Pero no lo hizo. Permaneció sentado en su cabina, esperando la nave de salvamento. El olor a  freón se había disipado, reemplazado por el hedor de Grimes descomponiéndose. La nave de salvamento no llegó aquel día, ni aquella noche, ni al tercer día. La arena apareció, sin saberse cómo, en la cabina de Shapiro, aunque había
cerrado la escotilla y parecía perfectamente hermética. Eliminó los montoncitos  de arena con el aspirador, como había hecho con los charcos de agua el primer  día. Estaba sediento todo el tiempo. Su botella estaba casi vacía.
Creyó oler a sal en el aire; en sueños oyó el graznar de las gaviotas. Y podía oír la arena. El viento, incansable, acercaba la primera duna a la vera de la nave. Su cabina  seguía a salvo gracias al aspirador, pero la arena se estaba apoderando de lo  demás: había entrado por las mamparas destrozadas y se adueñaba de la ASN/29. se  movía como filamentos y membranas por los intersticios. En uno de los tanques  reventados se estaba formando un montón.
El rostro de Shapiro parecía demacrarse por culpa de la barba incipiente. Cerca de la puesta del sol del tercer día, subió a la duna para estudiar a Rand.  Pensó llevarse una aguja hipodérmica, pero finalmente desistió. Lo de Rand era  bastante más que una conmoción; ahora estaba seguro. Rand estaba loco. Lo mejor  sería que muriera rápidamente. Y por lo visto eso era exactamente lo que iba a  ocurrir.
Shapiro estaba demacrado; Rand, extenuado. Su cuerpo era como un palo  descarnado. Sus piernas, anteriormente fuertes y gruesas, hechas de músculos de  hierro, eran ahora blandos colgajos. Estaba en calzoncillos de nailon rojo que  parecían un absurdo bañador. Había empezado a nacerle una ligera barba,  cubriendo con su pelusa, la barbilla y sus hundidas mejillas. La barba era del  color de la arena de las playas. Su cabello, anteriormente de color castaño
desvaído, se había vuelto casi rubio. Le colgaba sobre la frente. Solamente sus  ojos, que miraban a través del flequillo con viva intensidad azul, seguían  vivos. Estudiaban la playa. Las dunas, maldita sea, las DUNAS.)
Implacables.
Ahora Shapiro veía algo muy malo. En verdad, una cosa muy mala: el rostro de  Rand se estaba transformando en una duna. Su barba y su cabello estaban ahogando  su rostro. —Vas a morir —dijo Shapiro—. Si no vienes a la nave y bebes, morirás.
Rand no respondió.
—¿Es eso lo que quieres?
Nada. Solo el rumor del viento. Shapiro se fijó en que las arrugas del cuello de  Rand se iban llenando de arena.
—Lo único que quiero —oyó decir a Rand en una voz apagada, lejana, como el  viento— es mi casete de los Beach Boys. Está en mi cabina.
—¡Jódete! —exclamó Shapiro, furioso—. ¿Sabes lo que quiero yo? Que llegue una  nave antes de que mueras. Quiero verte debatiéndote y gritando cuando te arranquen de tu condenada playa. Quiero verlo.
—La playa también se quedará contigo —dijo Rand. Su voz era vacua y sonaba como  el viento dentro de una calabaza reventada... una calabaza abandonada en un  campo al terminar la última cosecha de octubre—. Escucha bien, Bill. Escucha el  rompiente. Rand ladeó la cabeza. Su boca, medio abierta, dejaba ver la lengua. Estaba tan
arrugada como una esponja seca.
Shapiro oyó algo. Oyó las dunas. Cantaban canciones de tardes de domingo en la playa... siestas en  la playa, sin sueños. Largas siestas. Apacible despreocupación. El triste  alarido de las gaviotas. Granos de arena movedizos, desaprensivos. Dunas  andarinas. Oyó... y se sintió atraído. Atraído hacia las dunas.
—¿Lo estás oyendo? —dijo Rand. Shapiro cerró los ojos; sus pensamientos volvieron a reunirse lenta y
torpemente. Su corazón estaba desbocado. Basta, gimió Shapiro en su interior. 
Oh, escucha esta ola, le murmuraron las dunas. Y Shapiro, en contra del sentido común, escuchó. Entonces, su sentido común dejó de existir. Lo escucharía mejor si me sentara,  pensó. Se sentó a los pies de Rand, apoyó los talones contra los muslos como un indio y  escuchó.
Oyó los Beach Boys, y los Beach Boys cantaban sobre diversión, diversión y  diversión. Les oyó cantar que las chicas en la playa estaban todas a su alcance. Oyó el hueco canto del viento, no en su oído sino en el cañón que separaba el hemisferio derecho de su cerebro del izquierdo... oyó ese canto en algún lugar  de la oscuridad únicamente cruzada por el puente colgante del corpus callosum, que conecta el pensamiento consciente con el infinito. No sentía hambre, ni sed, ni calor ni miedo. Oía solamente la voz en el vacío. Y llegó una nave.
Bajó del cielo arrastrando la larga estela anaranjada de los reactores. Su ruido  atronador rompió la topografía ondulada, y varias dunas se deshicieron como la trayectoria de una bala en el cerebro. El trueno estalló en la cabeza de Billy Shapiro, que por un momento se sintió sacudido, desgarrado, rasgado... Pero se puso en pie de un salto.
—¡Una nave! —chilló—. ¡Oh, Dios! ¡Una nave!
Era una nave comercial, sucia y destartalada por quinientos —o cinco mil— años de servicio tribal. Se posó en tierra, se enderezó bruscamente y resbaló. Soltó chorros ardientes que fundieron la arena transformándola en vidrio negro.
Shapiro vitoreó. Rand miró alrededor como un hombre que despierta de un sueño  profundo.
—Dile que se marche, Billy. —¡No lo entiendes!— Shapiro iba de un lado a otro, sacudiendo los puños al
aire—. Te recuperarás... Echó a correr hacia la nave a grandes zancadas, como un canguro huyendo de un
incendio. La arena le entorpecía. Shapiro la apartó a patadas. Jódete, arena.  Tengo un amor en Hansonville. La arena nunca tuvo amor. La playa nunca amó. Se abrió la escotilla de la nave mercante y asomó una pasarela, como una lengua.  Un hombre bajó por ella seguido de tres androides y un individuo hecho de tiras
metálicas que seguramente era el capitán; en todo caso llevaba una boina con una insignia de clan.
Uno de los androides agitó un analizador de muestras en su dirección. Shapiro lo  apartó de un manotazo. Cayó de rodillas frente al capitán y abrazó las tiras metálicas que reemplazaban sus piernas muertas.
—Las dunas... Rand... sin agua... vivo... lo hipnotizaron..., yo... gracias a Dios... Un tentáculo metálico enroscó a Shapiro y lo apartó, arrastrándole sobre el vientre. La arena susurró debajo de él, como riendo.
—Está bien —dijo el capitán—. Bey-at-shel ¡Me! ¡Me! ¡Gat! El androide soltó a Shapiro y se apartó, parloteando alocadamente para sí.
—¡Todo este camino para una jodida nave Fed! —exclamó el capitán con amargura. Shapiro se echó a llorar. Le dolía la cabeza y todo el cuerpo. —Dud. ¡Gee-yat! ¡Gat! ¡Agua para el vivo! El hombre que había bajado en cabeza le entregó una botella. Shapiro bebió de  ella golosamente, dejando que la boca se le llenara de un agua fría como el
cristal, que le escurría por la barbilla, y le caía sobre la descolorida túnica.  Se atragantó, tosió y volvió a beber.
Dud y el capitán le observaban. Los androides seguían con su parloteo metálico. Por fin, Shapiro se secó la boca y se sentó. Se sentía mejor, pero el mareo  persistía.
—¿Tú Shapiro? —preguntó el capitán. Shapiro asintió con la cabeza.
—¿Afiliación o clan?
—Ninguno.
—¿Número de la ASN?
—Veintinueve.
—¿Tripulación?
—Tres. Uno muerto. El otro... Rand... allí. —Señaló sin mirar. La cara del capitán no mudó de expresión. La de Dud, sí.
—La playa se apoderó de él —explicó Shapiro, y advirtió sus expresiones de leve  curiosidad—. Conmoción... quizá. Parece hipnotizado. No deja de hablar de... de  los Beach Boys. No importa, no lo entenderían. No quiso beber ni comer. Está muy mal.
—Dud, llévate a uno de los androides y bajadlo de ahí. —Ordenó el capitán y  sacudió la cabeza—. ¡Maldita sea, nave Fed, sin botín! Dud inclinó la cabeza. Al poco rato se encaramaba a la duna con uno de los
androides. Éste parecía un surfista de veinte años de los que se ganan un  dinerillo extra distrayendo a viudas aburridas, pero la forma de andar le  delataba mucho más que los tentáculos articulados que le servían de brazos. El
paso, común en todos los androides, era el paso lento, reflexivo, casi doloroso,  de un anciano mayordomo inglés aquejado de hemorroides. El transmisor del capitán zumbó.
—Adelante.
—Soy Gómez, capitán. Tenemos una lectura de situación. El escáner topográfico y  la telemetría de superficie nos muestran una superficie sumamente inestable. No  hay base rocosa donde afianzarnos. Descansamos sobre nuestro propio tubo de escape y ahora mismo puede que sea lo más firme de todo el planeta. Lo malo es
que el tubo está empezando a ceder.
—¿Recomendación?
—Largarnos.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—Estás loco, Gómez.
El capitán pulsó un botón y el transmisor enmudeció. Los ojos de Shapiro giraban en sus órbitas:
—Olvídense de Rand. Está tocado.
—Los recojo a los dos o a ninguno —respondió el capitán—. No he conseguido botín  pero la Federación me pagará algo por ustedes dos... y no porque valgan algo. Él está loco y usted muerto de miedo.
—No... Es que no lo comprende... Usted...
Los ojos amarillentos y astutos del capitán se animaron:
—¿Llevaban contrabando? —preguntó.
—Capitán... por favor...
—Porque si lo llevaban sería una tontería dejarlo aquí. Dígame de qué se trata y dónde está. Lo repartiremos setenta-treinta. Es la tarifa establecida para el rescate. Sabe bien que no conseguiría nada mejor. Lo que...
El tubo de escape se inclinó de pronto. Una inclinación visible. Una bocina empezó a sonar dentro de la nave mercante, con sorda regularidad. El transmisor del capitán volvió a dispararse.
—¡Oigan! —Chilló Shapiro—. ¿No se han dado cuenta de lo que les espera? ¿Quieren hablar de contrabando ahora? ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!
—Cierre el pico, o haré que uno de esos tíos te calme —advirtió el capitán. Su voz sonaba serena pero su expresión había cambiado. Pulsó el comunicador.—Capitán, leo diez grados de inclinación y va en aumento. El elevador está
bajando paulatinamente. Tenemos tiempo, pero poco, antes de que la nave se vuelque de lado.
—Las riostras la sostendrán.
—No, señor, no la sostendrán.
—Empiece el encendido de las secuencias de despegue, Gómez.
—Muy bien, señor. —El alivio en la voz de Gómez era evidente. Dud y el androide regresaban por la duna. El androide Ran se iba quedando rezagado y venía por detrás de ellos. Y de pronto ocurrió una cosa extraña: el
androide cayó de bruces. El capitán frunció el entrecejo, sorprendido. No había caído como se supone que cae un androide, es decir, más o menos como un ser humano. Fue como si alguien hubiera empujado un maniquí en unos grandes almacenes. Cayó tieso, y levantó una nubecita de arena. Dud retrocedió y se arrodilló a su lado. Las piernas del androide seguían moviéndose como si imaginara, en sus millones de microcircuitos de freón refrigerado que formaban su mente, que seguía caminando. Pero el movimiento de las piernas era lento y mecánico. Cesó. Empezó a salir humo de sus poros y sus tentáculos se estremecieron sobre la arena. Era terrible, era como ver morir a
un ser humano. De su interior salió un crujido; ¡Craaaaaagggg! —Se llenó de arena —murmuró Shapiro—. Es lo que dice una canción de los Beach Boys.El capitán lo fulminó con la mirada: —No sea ridículo. Esta cosa podía andar a través de una tormenta de arena sin que le entrara un solo grano.
—No en este mundo. El tubo de escape volvió a moverse. La nave estaba ahora claramente escorada. Se
oyó una especie de gemido al tener que soportar más peso las riostras.
—¡Déjelo! —gritó el capitán a Dud—. Maldita sea, ¡déjelo! Dud regresó dejando al androide que se moviera boca abajo en la arena.
—¡Maldito desastre! —masculló el capitán. Él y Dud se lanzaron a una conversación en una jerga que Shapiro sólo podía entender hasta cierto punto. Dud explicó al capitán que Rand se había negado a marcharse. Ya entonces se movía a sacudidas y de su interior salían extraños ruidos. También había empezado a recitar una letanía, una mezcla de coordenadas galácticas y un catálogo de las cintas de música folk del capitán. El propio Dud  había tenido que enfrentarse con Rand. Lucharon brevemente. El capitán dijo a  Dud que si había permitido a un androide que llevaba tres días expuesto al sol que le dominara, tal vez sería mejor buscarse otro primer oficial. El rostro de Dud se ensombreció, avergonzado, pero su expresión grave y preocupada no se alteró. Volvió lentamente la cabeza descubriendo así cuatro marcas profundas en la mejilla. Iban hinchándose lentamente.
—Him-gat big indics —explicó Dud—. Strong-for-Cry. Him-gat for umby.
—¿Umby-him for-Cry? —El capitán miró severamente a Dud. Este asintió:
—Umby. Beyat-shel. Umby-for-Cry. Shapiro se había concentrado, forzando su mente cansada y aterrorizada en busca  de la palabra. Por fin la encontró: Umby quería decir loco. —Dios. Fuerte porque está loco. Tiene grandes medios, gran fuerza. Porque está loco—.
Grandes medios... quizá quería decir grandes rompientes. No estaba seguro. En  cualquier caso venía a ser lo mismo. Umby. El suelo volvió a moverse bajo los pies de Shapiro, y la arena pasó por encima  de sus botas. Por detrás de ellos se oyó el sordo ka-tud, ka-tud, ka-tud de los tubos de  ventilación. Shapiro pensó que aquello era el ruido más hermoso que había oído  en su vida. El capitán estaba sentado, sumido en sus pensamientos, como un fantástico
centauro, cuya parte inferior fueran cables y chapas en lugar de caballo.  Después levantó la cabeza y volvió a pulsar el transmisor. —Gómez, envíe a Montoya con una pistola tranquilizante. —
Entendido. El capitán miró a Shapiro y le dijo: —Ahora, por si era poco, he perdido un androide cuyo valor equivale a diez años  de su sueldo. Me siento estafado, así que me propongo llevarme a su compañero.
—Capitán... —Shapiro no pudo evitar mojarse los labios. Sabía que era algo  inoportuno en aquel momento; no quería parecer loco, o histérico, y el capitán,  al parecer, había decidido que era las dos cosas a la vez. Pasarse la lengua por  los labios añadiría fuerza a la impresión, pero sencillamente no podía  evitarlo—. Capitán, es necesario salir de este mundo tan pronto como sea pos...
—Cierre el pico, idiota —le interrumpió el capitán. De la duna cercana se elevó un alarido: —No me toquen. No se me acerquen. Déjenme en paz. ¡Déjenme todos!
—Big indics gat umby —declaró Dud gravemente.
—Ma-him, yeah-mon —respondió el capitán, y volviéndose a Shapiro—: Está mal de  la cabeza, ¿verdad? Shapiro se estremeció. —No lo sabe usted bien. Usted sólo... La nave se escoró un poco más. Las riostras protestaron quejumbrosamente. El  transmisor zumbó. La voz de Gómez sonó estridente, un poco insegura: —¡Tenemos que largarnos inmediatamente, capitán! —Muy bien. —Un hombre de tez oscura apareció en la pasarela, empuñando una  pistola de largo cañón. El capitán le señaló a Rand: —Ma-him, for-Cry, Can?
Montoya, impávido ante la tierra inclinada, que no era tierra sino arena fundida  a vidrio (e incluso éste empezaba a agrietarse, según vio Shapiro),  imperturbable ante los crujidos de las riostras o la impresionante visión del
androide que ahora parecía cavar su propia sepultura, estudió la delgada silueta  de Rand por un instante:
—Can —aseguró. —¡Gat! Gat-for-Cry! —Y el capitán escupió a un lado—. Dispárale a la cabeza, no  me importa, siempre y cuando respire aún cuando lo subamos a bordo. Montoya levantó la pistola, con gesto aparentemente casual, pero Shapiro,  incluso en su estado de pánico, se fijó en cómo Montoya ladeaba la cabeza al  apuntar. Como muchos miembros de los clanes, la pistola formaba casi parte de  él, como señalar con el dedo. Se oyó un sordo puf cuando apretó el gatillo y el dardo tranquilizante salió  disparado.
Una mano surgió de la duna y cogió el dardo. Era una enorme mano parda,  temblorosa, hecha de arena. Se alzó en el aire, sencillamente, y apagó el brillo  momentáneo del dardo. Luego la arena volvió a caer pesadamente. Ya no había  mano. Imposible creer que la hubiera habido. Pero todos la habían visto. —Giddy-hump —comentó el capitán.
Montoya cayó de rodillas: —Aidy-May-for Cry, ¡bit-gat come! ¡Saw-hoh got belly-gat-for-Cry…! Shapiro, como atontado, se dio cuenta de que Montoya estaba rezando el rosario  en su extraña lengua. Sobre la duna, Rand daba saltos, elevando los puños al  cielo, chillando débilmente por su triunfo.
—Una mano. Fue una MANO. Tiene razón, está viva, viva... —¡Indic! —Gritó el capitán a Montoya—. ¡Cannit! ¡Gat!
Montoya se calló. Sus ojos rozaron la figura saltarina de Rand y los apartó al  instante. Su rostro reflejaba un terror supersticioso.
—Está bien —dijo el capitán—. Ya he tenido bastante. Nos vamos. Apretó dos botones de su traje. El motor que debía haberle girado de cara a la  nave, frente a la pasarela, no funcionó. El capitán blasfemó. La nave volvió a
moverse.
—¡Capitán! —gritó Gómez presa del pánico. El capitán apretó otro botón y los cables y placas empezaron a moverse, hacia  atrás, pasarela arriba. —Guíenme —pidió el capitán a Shapiro—. Me falta el jodido retrovisor. Fue una  mano, ¿verdad? —Sí.
—Quiero salir de aquí —insistió el capitán—. Hace más de catorce años que no he
tenido una erección y ahora siento como si me estuviera mojando. Una duna se desplomó de pronto sobre la pasarela. Sólo que no era una duna, sino  un brazo. —Joder, oh, joder —barbotó el capitán. Rand seguía dando saltos y chillando encima de su duna. Ahora, las piernas de la parte inferior del capitán empezaron a rechinar, y
siguieron deslizándose hacia atrás. —Qué... Las piezas se trabaron. La arena las había invadido.
—¡Levántenme! —Gritó el capitán a los dos restantes androides—. ¡Ahora mismo! Sus tentáculos se enroscaron en los engranajes para levantarle. Su aspecto era  ridículo, parecía un estudiante a punto de ser objeto de una novatada por un  grupo de brutos. Iba pulsando sus botones. —¡Gómez! ¡Encienda la secuencia final! ¡Ahora!
La duna situada al pie de la escalerilla se transformó en una mano. Una enorme  mano oscura que empezó a trepar por la pendiente. Con un alarido, Shapiro consiguió escapar. El capitán, soltando maldiciones, fue alejado de ella.
Se retiró de la pasarela. La mano cayó y volvió a convertirse en arena. La  escotilla irisada se cerró. Los motores empezaron a rugir. Shapiro se dejó caer,  al suelo, y la aceleración lo aplastó contra una de las mamparas. Antes de
perder el sentido, le pareció sentir la arena agarrando la nave con brazos  musculosos, oscuros, esforzándose por retenerles en tierra... Por fin se elevaron y se alejaron. Rand les contempló marcharse. Se había sentado. Cuando el rastro de vapor de los  reactores desapareció finalmente del cielo, volvió de nuevo sus ojos a la  placidez de las dunas.
—Tenemos un coche del 34 y lo llamamos carro —canturreó a la arena vacía y  movediza—. No es muy divertido, pero es un buen viejo carro. Lenta y reflexivamente, empezó a meterse puñado tras puñado de arena en la boca.
Tragaba... tragaba... tragaba. Pronto su vientre fue como un barril hinchado y  la arena empezó a subirle por las piernas.

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