JACQUELINE ESS:
SU VOLUNTAD Y SU TESTAMENTO
(Tomado de Libros Sangrientos II de Clive Barker)
(Libros Sangientos II. Clive Barker)
Para móvil
«¡Dios mío –pensó ella–, esto no puede ser vivir! Siempre igual: tedio,
estrés y frustración.
»Jesucristo –rezó–, sácame de aquí, libérame, crucifícame si es
necesario, pero líbrame de mis sufrimientos.»
En lugar de recibir su bendición eutanásica, tuvo que coger, un día
gris de finales de marzo, una cuchilla de la máquina de Ben. Se encerró en el
cuarto de baño y se cortó las muñecas.
Por detrás de los latidos que le resonaban en los oídos, oyó débilmente
a Ben que le hablaba al otro lado de la puerta del cuarto de baño.
–¿Estás ahí dentro, querida?
–Vete –creyó decirle.
–He vuelto pronto, cariño. Había poco tráfico.
–Vete, por favor.
El esfuerzo de intentar hablar la hizo resbalar de la taza del retrete
y caer sobre las baldosas blancas del suelo, donde ya se enfriaban los charcos
que su sangre había formado.
–¿Querida?
–Vete.
–Querida.
–Largo.
–¿Te encuentras bien?
«Se puso a forcejear con la puerta aquella rata. ¿No se daba cuenta de
que ni podía ni quería abrirla?»
–Contéstame, Jackie.
Ella gruñó. No pudo contenerse. El dolor no era tan terrible como
esperaba, pero tenía la horrible sensación de que la habían golpeado en la
cabeza. Con todo, él no podía llegar a tiempo, era demasiado tarde. Ni siquiera
echando la puerta abajo.
Echó la puerta abajo.
Levantó la vista hacia él mirándolo a través de un aire tan espeso de
muerte que se podría haber cortado con un cuchillo.
–Demasiado tarde –creyó decir. Pero no lo era.
«Dios mío –pensó–, esto no puede ser el suicidio. No he muerto.»
El doctor que Ben había contratado para ella era demasiado benevolente.
Lo mejor, le prometió; sólo lo mejor para mi Jackie.
–No tiene nada que no podamos solucionar con un pequeño remedio –la
tranquilizó el médico.
«¿Por qué no lo revela de una vez? –pensó–. Le importa un comino. No
sabe lo que me ocurre.»
–Trato con muchos problemas femeninos de éstos –le confesó, destilando
una compasión estudiada por todos los poros–. Adquiere proporciones de epidemia
a partir de cierta edad.
Ella apenas tenía treinta años. ¿Qué le estaba contando? ¿Que era una
menopáusica prematura?
–Depresión, abstinencia total o parcial, neurosis de todo tipo y
calibre. No es la única, créame.
«Oh, sí lo soy. Estoy aquí en mi cabeza, sola, y tú no puedes saber lo
que ocurre en ella.»
–La curaremos en un dos por tres.
«¿Soy como un cordero, no es eso? ¿Se cree que soy un cordero?»
Musitando, él echó una ojeada a sus títulos enmarcados, a sus uñas arregladas y
a los bolígrafos y el cuaderno de notas que tenía sobre la mesa del despacho.
Pero no miró a Jacqueline. Miró a todas partes salvo a Jacqueline.
–Sé –decía ahora– por lo que ha pasado, y ha sido traumático. Las
mujeres tienen ciertas necesidades. Si no son satisfechas....
¿Qué iba a saber de las necesidades femeninas?
«No eres una mujer», creyó pensar.
–¿Qué?
¿Había hablado? Sacudió la cabeza en señal de que no. Él prosiguió,
encontrando otra vez el hilo:
–No la voy a someter a interminables sesiones de terapia. No es eso lo
que quiere, ¿verdad? Quiere un poco de tranquilidad, y algo que la ayude a
dormir de noche.
La estaba empezando a irritar lo indecible. Su actitud condescendiente
era tan profunda que no tenía fondo. Jugaba a ser el padre que todo lo sabe y
todo lo ve. Como si poseyera alguna maravillosa capacidad de intuir la
naturaleza de un alma femenina.
–Claro que he probado los cursos de terapia con los pacientes, hace años. Pero entre usted y yo...
Le dio una leve palmada en la mano. La palma del padre sobre el dorso
de su mano. Se suponía que debía sentirse adulada, tranquilizada, a lo mejor
incluso seducida.
–... entre usted y yo, es pura verborrea. Una verborrea tediosa.
Francamente, ¿para qué sirve? Todos tenemos problemas y no se pueden superar
hablando, ¿verdad?
«No eres una mujer. No tienes el aspecto de una mujer, no sientes como
una mujer...»
–¿Ha dicho algo?
Negó con la cabeza.
–Creí que sí. Por favor, no tenga reparos en mostrarse sincera conmigo.
Ella no contestó, y el doctor pareció cansarse de hacer ver que entre
ellos había algo de intimidad. Se levantó y fue hacia la ventana.
–Pienso en qué es mejor para usted...
Se quedó de pie contra la luz, dejando la habitación a oscuras,
impidiendo que se vieran los cerezos del jardín, detrás de la ventana. Observó
sus anchos hombros y sus caderas estrechas. Era todo un hombre, como habría
dicho Ben. No era de los que aguantan a los niños. Un cuerpo como aquél estaba
hecho para recomponer el mundo. Y si no podía con el mundo, tendría que
conformarse con los cerebros.
–Pienso en qué es mejor para usted...
¿Qué sabía él, con esos labios y esos hombros? Era demasiado hombre
para comprender algo de ella.
–Creo que lo mejor para usted sería un tratamiento a base de
sedantes...
Ahora posó ella los ojos sobre la cintura del doctor.
–... y unas vacaciones.
Su espíritu se concentró en el cuerpo que había detrás del barniz de
los vestidos. En el músculo, el hueso y la sangre que había debajo de la piel
elástica. Se lo imaginó desde todos los ángulos, midiéndolo, calculando su
capacidad de resistencia y, finalmente, enfocándolo de frente. Pensó:
«Sé una mujer.»
Nada más ocurrírsele esa extravagante idea, empezó a convertirse en
realidad. Lamentablemente, no fue una transformación de cuento de hadas; la
carne del hombre se resistía a ese tipo de magia. Ella deseó que su pecho masculino
diera lugar a dos mamas, y empezó a hincharse de una manera encantadora, hasta
que la piel cedió y se le desprendió el esternón. Su pelvis, estirada y a punto
de estallar, se rasgó por el centro; desequilibrado, se derrumbó sobre su
despacho y la contempló con la cara amarilla por la conmoción. Se chupaba los
labios sin parar, a fin de encontrar algo de humedad que le permitiera hablar.
Tenía la boca seca y las palabras se le morían antes de nacer. Todo el ruido
procedía ahora de entre sus piernas: el chorreo de la sangre y el golpe sordo
del intestino al caer sobre la alfombra.
Chilló ante la absurda monstruosidad que había ideado y se retiró a la
esquina opuesta de la habitación, donde vomitó en la maceta del gomero.
«¡Dios mío! –pensó–. Esto no puede ser un asesinato. Ni siquiera lo he
tocado.»
Jacqueline guardó secreto acerca de lo que había hecho aquella tarde.
No tenía ningún sentido provocarle insomnios a nadie obligándole a pensar en un
talento tan peculiar.
La policía fue muy amable. Buscó muchas explicaciones para justificar
la súbita muerte del doctor Blandish, aunque ninguna de ellas daba cuenta de
que su pecho se hubiera levantado de una manera tan extraordinaria,
convirtiendo sus pectorales en dos hermosas (aunque peludas) cúpulas.
Se dio por hecho que algún psicópata desconocido había irrumpido en la
habitación en un acceso de locura, cometió el desaguisado con manos, martillos
y sierras y salió, encerrando a la inocente Jacqueline Ess en un mutismo
aterrado del que ningún interrogatorio logró arrancarla.
Una o varias personas desconocidas habían despachado según toda
evidencia al doctor a un lugar en el que ni los sedantes ni las terapias
podrían servirle de ayuda.
Jacqueline olvidó el episodio casi por completo durante algún tiempo. Pero
con el paso de los meses, se apoderó gradualmente de ella, como si fuera el
recuerdo de un adulterio mantenido en secreto. La idea del placer prohibido la
excitaba. Se olvidó de las náuseas que sintió y recordó el poder. Olvidó lo
sórdida que fue su actuación y recordó la fuerza. Olvidó la sensación de
culpabilidad que se apoderó luego de ella y deseó volver a hacerlo con toda su
alma.
Sólo que mejor.
–Jacqueline.
«¿Es mi marido –pensó– quien me llama por mi nombre completo?»
Normalmente era Jackie, Jack o nada en absoluto.
–Jacqueline.
La miraba con sus grandes ojos azules de niño, como el colegial del que
se había enamorado a primera vista. Pero ahora tenía la boca más dura, y sus
besos sabían a pan rancio.
–Jacqueline.
–Sí.
–Hay algo de lo que quiero hablarte.
«¿Una conversación?», pensó. Debía de ser un día de fiesta nacional.
–Ponme a prueba –sugirió.
Sabía que podía obligarle a hablar con su pensamiento si le apetecía.
Hacerle decir lo que ella quería oír. Palabras de amor, tal vez, si es que aún podía
recordar cómo sonaban. Pero ¿qué sentido tendría eso? Era mejor la verdad.
–Querida, me he apartado un poco del buen camino...
–¿Qué quieres decir? –inquirió.
«¿De verdad, de verdad, bastardo?», pensó.
–Fue cuando no estabas en tus cabales. ¿Sabes? Cuando las cosas habían
dejado de funcionar más o menos entre los dos. Habitaciones separadas... Tú
quisiste habitaciones separadas... y me volví loco de frustración. No quería
molestarte, así que no dije nada. Pero no tiene sentido que intente vivir dos vidas.
–Puedes tener una aventura si lo deseas, Ben.
–No es una aventura, Jackie. La amo...
Estaba preparando uno de sus discursos, podía ver cómo se gestaba
detrás de sus dientes. Las justificaciones que se convertían en acusaciones,
las excusas que degeneraban en ataques a su forma de ser. En cuanto cogiera
carrerilla no podría detenerlo. No lo quería oír.
–... No se parece en nada a ti, Jackie. Es frívola a su manera. Supongo
que te parecería superficial.
«Tal vez sea mejor interrumpirlo ahora, antes de que se haga un lío,
como de costumbre.»
–No es caprichosa como tú. Es sólo una mujer normal, ¿sabes? No quiero
decir que tú no seas normal: no puedes evitar tener depresiones. Pero ella no
es tan sensible...
–No hace falta, Ben...
–¡No, narices! Quiero sacármelo del pecho.
«Y echármelo encima», pensó ella.
–Nunca me has dejado que me explique –decía–, siempre me echas una de
tus malditas miradas, como si quisieras que yo...
«Me muriera.»
–... me callara.
Callarse.
–¡No te importa cómo me siento! –ahora gritaba–. Siempre encerrada en
tu pequeño mundo.
«Cállate», pensó.
Tenía la boca abierta. Ella pareció desear que se cerrara, y al tener
esa idea sus mandíbulas se cerraron en seco, cortándole la punta de la lengua
rosa. Se le cayó de los labios y se alojó en una arruga de su camisa.
«Cállate», volvió a pensar.
Las dos legiones perfectas de dientes se enterraron una dentro de otra,
rasgándose y abriéndose en canal; los nervios, el calcio y la saliva dejaron
caer una espuma rosada sobre su barbilla a medida que la boca se le resbalaba
hacia delante.
«Cállate», seguía pensando, mientras sus ojos azules y asustados de
bebé volvían a entrar en su cráneo y la nariz se deslizaba en dirección al
cerebro.
Ya no era Ben; era un hombre con la cabeza de un lagarto rojo, que se
aplastaba, se encerraba en sí misma y, gracias a Dios, ya nunca más podría
pronunciar discursos.
Ahora que le había cogido el tranquillo, empezó a demorarse en los
cambios que deseaba provocar en su marido.
Lo tiró al suelo de un papirotazo y empezó a comprimir sus piernas y
brazos, encastrando la carne y el resistente hueso en un espacio cada vez más
reducido. Los vestidos se le doblaron hacia adentro, y el tejido de su estómago
fue arrancado de sus entrañas bien empaquetadas y estirado alrededor de su
cuerpo para envolverlo. Los dedos le sobresalían de las aristas de los hombros,
y los pies, que aún pataleaban furiosos, se le hundieron en el intestino. Le
dio una última vuelta para aplastar su espina dorsal y convertirla en una
columna de porquería de treinta centímetros de altura, y dio por finalizada la
sesión.
Cuando salió de su éxtasis vio a Ben sentado en el suelo, encerrado en
un espacio del tamaño aproximado de una de sus bonitas maletas de cuero,
mientras la sangre, la bilis y el líquido linfático manaban débilmente de su
cuerpo mudo.
«¡Dios mío –pensó–, ése no puede ser mi marido! Nunca ha sido así de
pequeño.»
Esta vez no esperó que la ayudasen. Comprendió la gravedad de lo que
había hecho (supuso, incluso, cómo lo había hecho) y asumió el crimen porque
era de justicia que actuara así. Hizo las maletas y se fue de casa.
«Estoy viva –pensó–. Por primera vez en toda mi miserable vida me
siento viva.»
Testimonio de Vassi (primera parte)
Dedico esta historia a quienes sueñan con mujeres dulces y fuertes. Es
una promesa tanto como una confesión, así como las últimas palabras de un
hombre perdido que sólo quería amar y ser amado. Aquí estoy sentado, temblando,
esperando que caiga la noche, aguardando a que el chulo quejica de Koos llame
otra vez a mi puerta y se lleve todo lo que tengo a cambio de la llave de su
habitación.
No soy un hombre valiente y nunca lo he sido, de forma que me asusta lo
que me pueda ocurrir esta noche. Pero no puedo pasarme la vida soñando a todas
horas, viviendo en la oscuridad y entreviendo el sol de vez en cuando. Tarde o
temprano, uno tiene que disponerse a la lucha (bonita expresión), levantarse y
participar en ella. Aunque eso signifique dar la vida a cambio.
Probablemente no estoy diciendo más que tonterías. Quiénes se
tropezaron con este testimonio estarán pensando, se estarán preguntando quién
fue ese imbécil.
Mi nombre es Oliver Vassi. Tengo treinta y ocho años. Fui abogado hasta
hace un año o más; hasta que emprendí la búsqueda que finaliza esta noche con
un chulo, una llave y la reina de las reinas.
Pero la historia empieza hace más de un año. Hace muchos que Jacqueline
vino a verme por primera vez.
Llegó como llovida del cielo a mi despacho, diciendo ser la viuda de un
amigo mío de la Facultad de Derecho, Benjamin Ess, y cuando hice memoria
recordé su cara. Un amigo común que asistió a la boda me mostró una fotografía
de Ben y de su deslumbrante novia. Y allí la tenía, con una belleza tan
inaprehensible como prometía la foto.
Recuerdo que me sentí muy azarado durante ese primer encuentro. Llegó
en un momento delicado, y yo estaba hasta el cuello de trabajo. Pero me cautivó
tanto que fui olvidándome de todas las citas del día, y cuando entró mi
secretaria me dirigió una de sus miradas de acero, como si quisiera echarme un
cubo de agua fría encima. Supongo que me enamoré desde el principio, y ella se
dio cuenta de la atmósfera eléctrica que reinaba en mi despacho. Yo hice ver
que trataba con cortesía a la viuda de un antiguo amigo. Me negaba a pensar en
pasiones: no formaba parte de mi naturaleza, o eso creía. ¡Qué poco sabemos
–quiero decir, sabemos realmente– de
nuestras aptitudes!
La primera vez que nos vimos, Jacqueline me contó bastantes mentiras.
Que Ben había muerto de cáncer, que cuánto le había hablado de mí y con cuánto
cariño. Supongo que me podría haber dicho directamente la verdad, y yo no la
habría tenido en cuenta. Creo que estuve completamente sometido a ella desde el
principio.
Pero es difícil recordar exactamente cómo o cuándo el interés por otro
ser humano se convierte en algo más comprometido, más apasionado. Puede que me
invente la impresión que me causó en este primer encuentro, que recree la
historia simplemente para justificar mis excesos posteriores. No estoy seguro.
De cualquier forma, ocurriera cuando y donde ocurriera, despacio o de prisa,
sucumbí ante sus encantos y me embarqué en esta aventura.
No soy un hombre particularmente inquisitivo en lo que concierne a mis
amigos o compañeras de cama. Como abogado me paso la vida examinando la porquería
de las vidas ajenas y, francamente, ocho horas al día de un trabajo parecido me
resultan más que suficientes. Cuando salgo del despacho me gusta dejar en paz
al prójimo. No curioseo ni profundizo en él; sólo le considero desde el punto
de vista de su aspecto exterior.
Jacqueline no fue una excepción a esta regla. Era una mujer que me
alegraba tener en mi vida, fuera cual fuera su pasado. Tenía una sangre fría
maravillosa, era inteligente, obscena y fina. Nunca había conocido a una mujer
más encantadora. No era asunto mío cómo había vivido con Ben, cómo había ido el
matrimonio, etc... Ésa era su historia. A mí me bastaba con vivir en el
presente y dejar que el pasado muriera por sí solo. Creo que llegué a jactarme
de que por mucho que hubiera sufrido podría ayudarla a que lo olvidara.
Cierto que sus historias eran incoherentes. Como abogado estaba
entrenado para tener vista de águila en lo referente a las invenciones, y por
mucho que intentara no conceder crédito a lo que me decía la intuición, notaba
que no era franca conmigo. Pero sabía que todo el mundo tiene sus secretos.
«Permitamos que ella también tenga los suyos», pense.
Sólo una vez le discutí un detalle sobre la pretendida historia de su
vida. Al hablar de la muerte de Ben, se le escapó decir que había recibido lo
que merecía. Le pregunté qué significaba eso. Ella se sonrió con aquella
sonrisa suya de Gioconda y me dijo que pensaba que había que restablecer el
equilibrio entre hombres y mujeres. Hice caso omiso de la observación. A fin de
cuentas, por entonces ya me tenía obsesionado al margen de toda esperanza de
salvación; me hacía feliz poder asentir ante cualquier argumento suyo.
Era tan hermosa... No en toda la extensión de la palabra: no era joven,
ni inocente, ni tenía esa simetría prístina que goza del favor de los
publicitarios y los fotógrafos. Su cara era la de una mujer de cuarenta y pocos
años: estaba acostumbrada a reír y a llorar, y la costumbre deja huellas. Pero
tenía la capacidad de transformarse de la manera más sutil, haciendo que su
cara fuera tan mudable como el cielo. Al principio creí que se trataba de un
truco de maquillaje. Pero cuando empezamos a dormir juntos con más frecuencia y
la observé por las mañanas con los ojos soñolientos, y por las noches, caídos
de cansancio, pronto me di cuenta de que sobre el esqueleto no tenía más que
carne y sangre. Lo que la transformaba era interno: era efecto de su voluntad.
Y ¿saben ustedes? Eso me hizo quererla aún más.
Fue entonces cuando me desperté una noche con ella al lado. A menudo dormíamos
en el suelo, que ella prefería a la cama. Las camas, decía, le recordaban el
matrimonio. Sea como sea, aquella noche estaba tumbada bajo un edredón sobre la
alfombra de mi habitación, y yo, por mera adoración, contemplaba su cara
mientras dormía.
Si uno se ha entregado por completo, observar dormir a la persona amada
puede convertirse en una experiencia horrible. A lo mejor algunos de ustedes
han conocido esa parálisis que se produce al estudiar unos rasgos
impenetrables. Se llega entonces a la conclusión de que algo permanece siempre
escondido en algún lugar inaccesible de la mente ajena. Como digo, para quienes
nos hemos entregado, eso es un horror. En esos momentos uno se da cuenta de que
sólo existe en relación con esa cara, esa personalidad. Por lo tanto, cuando
esa cara está cerrada y la personalidad queda oculta en su propio mundo
inaccesible, uno se siente completamente inútil. Como un planeta sin sol
girando en la oscuridad.
Así me sentí aquella noche al observar sus extraordinarios rasgos, y
mientras meditaba sobre la pérdida de mi alma, su cara empezó a alterarse. Era
evidente que soñaba, pero ¡menudos sueños debía de tener! Toda su constitución
estaba movilizada: sus músculos, su pelo, la parte inferior de las mejillas se
movían bajo los dictados de algún acontecimiento interno. Los labios se le
despegaban del hueso y se convertían, hirviendo, en una torre de piel babosa;
tenía el pelo revuelto alrededor de la cabeza como si estuviera tumbada sobre
el agua; la sustancia de sus mejillas formaba estrías y ondulaciones semejantes
a las escarificaciones rituales de un guerrero; trozos de tejido inflamados y
palpitantes se le hinchaban. El conjunto volvía a cambiar en cuanto se formaba
una nueva careta. Aquella fluctuación me aterrorizaba, y debí de hacer algo de
ruido. No se despertó, pero se acercó un poco a la superficie del sueño,
abandonando las aguas profundas de donde procedían aquellas energías. Las
caretas desaparecieron instantáneamente, y su rostro volvió a ser el de una
mujer que duerme apaciblemente.
Ésa fue, como se comprenderá, una experiencia decisiva, aunque me pasé
los días siguientes tratando de convencerme de que no la había visto.
El esfuerzo fue inútil. Sabía que había algo raro en ella, y por
entonces estaba convencido de que ella no sabía nada. Estaba seguro de que
había algo anormal en ella, y que haría mejor en investigar su pasado antes de
decirle lo que había visto.
Después de reflexionar, parece ridículamente ingenuo pensar que
ignoraba poseer un poder semejante. Pero me resultaba más fácil imaginármela
como una víctima de ese maleficio que como su maestra. Así hablan los hombres
de las mujeres; no se trata tan sólo de Oliver Vassi hablando acerca de
Jacqueline Ess. Nosotros, los hombres, no podemos concebir que el poder se
encuentre a gusto en el cuerpo de la mujer, a no ser que se trate de un niño.
Ella no tiene poder real. El poder debe estar en manos masculinas, como un don
divino. Eso es lo que nos dicen nuestros padres, los muy idiotas.
En resumidas cuentas, investigué el pasado de Jacqueline tan
subrepticiamente como pude. Tenía un contacto en Nueva York, donde vivió la
pareja, y no me resultó difícil poner en marcha algunas averiguaciones. A mi
contacto le costó una semana volver, porque tuvo que desenmarañar una cantidad
considerable de explicaciones policiales para conseguir intuir algo de la
verdad, pero trajo noticias, y eran malas.
Ben estaba muerto; en eso no había mentido. Pero no podía haber muerto
de cáncer. Mi contacto sólo consiguió unas pistas muy vagas acerca del estado
del cadáver de Ben, pero le permitieron llegar a la conclusión de que lo habían
mutilado espectacularmente. ¿El principal sospechoso? Mi amada Jacqueline Ess.
La misma mujer inocente que ocupaba mi apartamento y dormía todas las noches a
mi lado.
Así que le dije que me estaba ocultando algo. No sé qué esperaba que me
contestara. Lo que obtuve fue una demostración de su poder. La dio de buena
gana, sin maldad, pero habría sido un estúpido si no hubiera comprendido que
aquello era un aviso. Primero me contó cómo había descubierto su capacidad
única de controlar por completo a los seres humanos. Cuando estaba a punto de
suicidarse, desesperada, encontró en los recovecos más escondidos de su ser
facultades cuya existencia jamás había sospechado. Poderes que iban emergiendo
de esas zonas remotas a medida que se recuperaba, como los peces se asoman a la
luz.
Luego me hizo una pequeña exhibición de esos poderes, arrancándome uno
a uno los pelos de la cabeza. Sólo doce; fue suficiente como demostración de
sus formidables habilidades. Noté cómo se iban. Ella se limitaba a decir: uno
de detrás de la oreja, y yo sentía un hormigueo y un tirón en la piel cuando
los dedos de su voluntad me quitaban un pelo. Luego otro y otro. Fue una
demostración increíble: había convertido ese poder en un arte sutil; localizaba
y eliminaba uno a uno los pelos de mi cráneo con la precisión de unas pinzas.
En realidad me tenía sentado, rígido de miedo, y yo sabía que se
limitaba a jugar conmigo. Tarde o temprano estaba seguro de que llegaría el
momento de hacerme callar para siempre.
Pero tenía dudas. Me confesó que, aunque los hubiera perfeccionado, sus
poderes la asustaban. Dijo que necesitaba que alguien le enseñara a sacarles el
máximo partido. Y yo no era ese alguien. Sólo era un hombre que la amaba, que
la había amado antes de su revelación y la seguiría amando a pesar de todo.
De hecho, después de esa demostración, me forjé rápidamente un nuevo
concepto de Jacqueline. En lugar de temerla, me sentí aún más vinculado a aquella
mujer que toleraba que yo poseyera su cuerpo
El trabajo empezó a irritarme: era una distracción que me impedía
pensar en mi amada. Toda la reputación de que pude gozar alguna vez empezó a
empañarse. Perdí clientes y respetabilidad. En el transcurso de dos o tres
meses, mi vida profesional quedó reducida a casi nada. Mis amigos se cansaron
de mí y los colegas me esquivaban.
No es que me estuviera chupando la sangre. Quiero dejar eso
absolutamente claro. No era una lamia ni un súcubo. Lo que me ocurrió, mi caída
en desgracia dentro de la vida ordinaria, si quieren, fue cosa mía. Ella no me
embrujó; ésa es una mentira romántica para justificar la caída. Era un océano y
yo tuve que nadar en su interior. ¿Tiene eso algún sentido? Me había pasado la
vida en la orilla, en el mundo sólido de la ley, y estaba cansado de él. Ella
era líquida, como un mar sin fronteras contenido en un solo cuerpo, un diluvio
en una habitación pequeña, y yo me ahogaré contento en él, si me concede la
oportunidad. Pero fue decisión mía. Quede claro. Siempre lo ha sido. He
decidido ir a su habitación esta noche, y estar por última vez con ella. Lo he
decidido libremente.
¿Y qué hombre no lo haría? Ella era (es) sublime.
El mes que siguió a esa demostración de poder viví en un éxtasis permanente
en su presencia. Mientras estuve con ella me enseñó maneras de amar
inaccesibles para cualquier otra criatura sobre la tierra. Digo inaccesible,
pero es que con ella nada era inaccesible. Y cuando no estaba a mi lado se
prolongaba el hechizo: parecía haber transformado mi mundo.
Y entonces me dejó.
Yo sabía por qué: buscaba a alguien que le enseñara a usar su fuerza.
Pero comprender sus razones no alivió mi desmoronamiento.
Me vine abajo: perdí mi trabajo, mi identidad, los pocos amigos que me
quedaban en el mundo. Apenas si me di cuenta. Fueron pérdidas menores
comparadas con la de Jacqueline...
–Jacqueline.
«¡Dios mío! –pensó–. ¿Es éste de verdad el hombre más influyente del
país?» Parecía tan poco atractivo y tan poco espectacular... Ni siquiera tenía
fuerte la barbilla.
Pero Titus Pettifer era el poder.
Dirigía tantos monopolios que no podía ni contarlos. Sus comentarios en
el mundo financiero podían destrozar compañías como si fueran de papel, acabar
con las ambiciones de cientos y con las carreras de miles de personas. A su
sombra se amasaban fortunas de la noche a la mañana, empresas enteras se
desmoronaban cuando les soplaba encima, víctimas de su capricho. Si algún
hombre conocía el poder, era él. Tenía cosas que enseñar.
–No le importará que le llame J., ¿verdad?
–No.
–¿Ha esperado mucho?
–Lo suficiente.
–Normalmente no hago esperar a las mujeres hermosas.
–Sí que lo hace.
Ella ya lo conocía: dos minutos en su presencia le habían bastado para
tomarle la medida. Se metería con más rapidez en su terreno si se mostraba
insolente.
–¿Siempre llama por sus iniciales a las mujeres a quienes acaba de
conocer?
–Es útil para archivarlas. ¿Le importa?
–Depende.
–¿De qué?
–De lo que me dé a cambio de ese privilegio.
–Así que es un privilegio conocer su nombre.
–Sí.
–Bueno... Me siento honrado. A no ser, naturalmente, que le conceda ese
privilegio a cualquiera.
Negó con la cabeza, No; comprendió que no era pródiga en afectos.
–¿Por qué ha esperado tanto tiempo para verme? ¿Por qué he tenido que
recibir informes de sus asedios a mis secretarias con exigencias continuas de
verme? ¿Quiere dinero? Porque si es así se irá con las manos vacías. Me hice
rico gracias a la mezquindad, y cuanto más rico me hago, más mezquino me
vuelvo.
La observación era correcta: la hizo con absoluta sencillez.
–No quiero dinero –dijo ella con la misma sencillez.
–Eso es reconfortante.
–Los hay más ricos que usted.
Levantó las cejas, sorprendido. Aquella belleza sabía morder.
–Cierto.
Había por lo menos media docena de hombres más ricos que él en el
hemisferio.
–No soy una pequeña admiradora insignificante. No he venido aquí a
hacerme con un nombre. He venido porque tenemos intereses comunes; mucho que
ofrecernos el uno al otro.
–¿Como qué?
–Yo tengo mi cuerpo.
Él sonrió. Era la oferta más directa que le habían hecho desde hacia
años.
–¿Y qué le doy yo en
recompensa por tanta generosidad?
–Quiero aprender...
–¿Aprender?
–... a utilizar el poder.
Aquella mujer cada vez le resultaba más extraña.
–¿Qué quiere decir? –preguntó para hacer tiempo.
No le había tomado la medida; le molestaba, lo desconcertaba.
–¿Tendré que decírselo otra vez, pero a la manera burguesa? –preguntó a
su vez, afectando insolencia, con una sonrisa que le empezó a parecer
atractiva.
–No hace falta. Quiere aprender a usar el poder. Supongo que le podría
enseñar...
–Sé que puede.
–Hágase cargo; soy un hombre casado. Virginia y yo llevamos dieciocho
años juntos.
–Tiene tres hijos, cuatro casas, una doncella llamada Mirabelle. Odia
Nueva York y le encanta Bangkok; usa el dieciséis y medio de cuello de camisa;
su color favorito, el verde.
–Turquesa.
–Conforme envejece se vuelve usted más ingenioso.
–No soy viejo.
–Dieciocho años de casado envejecen prematuramente a cualquiera.
–No a mí.
–Demuéstrelo.
–¿Cómo?
–Tómeme.
–¿Qué?
–Tómeme.
–¿Aquí?
–Baje las persianas, cierre la puerta, desenchufe el terminal del
ordenador y tómeme. Le desafío.
–¿Desafiar?
¿Cuánto tiempo hacia que alguien lo desafiaba
a algo?
–¿Desafiar?
Estaba excitado. No se había excitado tanto desde hacia doce años. Bajó
las persianas, cerró la puerta y apagó la gráfica de sus fortunas en la
pantalla.
«¡Dios mío –pensó ella–, ya lo tengo!»
No fue una pasión tan espontánea como la que sintió por Vassi. Por una
razón: Pettifer era un amante torpe e inexperto. Por otra: tenía demasiado
miedo a su esposa como para ser un adúltero consumado. Creía ver a Virginia en
todas partes: en los vestíbulos de los hoteles en que alquilaban una habitación
para pasar la tarde, en los taxis que se acercaban a sus lugares de cita, una
vez incluso (juró que el parecido era absoluto) vestida de camarera y limpiando
la mesa de un restaurante. No eran más que imaginaciones, pero empañaban la
espontaneidad del romance.
A pesar de todo, ella estaba aprendiendo de él. Era tan brillante en
las finanzas como inepto en el amor. Aprendió a ser poderosa sin utilizar el
poder, a no dejarse afectar por la estupidez que las personas con carisma
provocan entre los seres ordinarios, a tomar las decisiones sencillas de una
forma sencilla, a no tener piedad. Aunque a este último respecto no necesitaba
aprender mucho. Tal vez fuera más exacto decir que la enseñó a no echar nunca
de menos su instintiva falta de compasión, a juzgar fríamente quién merecía la
extinción y quién podía contarse entre los justos.
Ella no se mostró ante él ni una sola vez, aunque utilizó sus
habilidades con absoluta discreción para engendrar el placer en su avejentado
sistema nervioso.
La cuarta semana de su aventura estaban tumbados uno al lado del otro
en una habitación lila, mientras el tráfico de media tarde rugía a sus pies.
Había sido una mala relación sexual; él estaba nervioso y no consiguió sacarle
de su ensimismamiento con ningún truco. Fue muy rápida y casi sin pasión.
Le iba a decir algo. Ella lo sabía: la revelación estaba aguardando
detrás de su garganta. Dándose la vuelta hacia él, le dio masajes en las sienes
con su mente, tranquilizándolo para que hablara.
Estaba a punto de arruinar el día.
Estaba a punto de arruinar su carrera.
Estaba a punto –«¡Dios, socórreme!»– de arruinar su vida.
–Tengo que dejar de verte.
No se atrevería, pensó ella.
–No estoy seguro de lo que sé acerca de ti o, más bien, de lo que creo
saber acerca de ti, pero me hace... ser precavido contigo, J. ¿Lo comprendes?
–No.
–Me temo que sospecho... que has cometido crímenes.
–¿Crímenes?
–Tienes pasado.
–¿Quién ha estado hurgando en él? –inquirió–. ¿Seguro que no fue
Virginia?
–No; Virginia, no. No es nada curiosa.
–Entonces, ¿quién?
–No es asunto tuyo.
–¿Quién?
Ejerció una ligera presión sobre las sienes de Titus. Este gimió de
dolor.
–¿Qué te ocurre? –preguntó ella.
–Me duele la cabeza.
–Estrés, no es más que estrés. Puedo quitártelo, Titus.
Le tocó la frente con los dedos, suavizando al mismo tiempo la presión
que ejercía sobre él. Suspiró al aliviarse.
–¿Estás mejor?
–Sí.
–¿Quién ha estado fisgoneando, Titus?
–Tengo un secretario personal, Lyndon. Ya te he hablado de él. Conoció
nuestras relaciones desde el principio. Claro, alquila los hoteles y prepara
las historias que sirven de tapadera.
Había algo infantil en su discurso que resultaba conmovedor. Como si
estuviera avergonzado de dejarla con el corazón destrozado.
–Lyndon es todo un milagrero. Ha inventado un montón de historias para
hacer que las cosas entre nosotros fueran más sencillas. Así que no tiene nada
en contra tuya. Sólo que vio por casualidad una de las fotografías que te hice.
Se las había dado para que las tirara.
–¿Por qué?
–No debí hacerlas; fue un error. Virginia podría haber... –Se paró y
volvió a empezar–. Sea como sea, te reconoció aunque no podía recordar cuándo
te había visto antes.
–Pero acabó por acordarse.
–Solía trabajar como gacetillero para uno de mis periódicos. Así es
como llegó a convertirse en mi ayudante personal. Te recordó por tu encarnación
anterior, por decirlo de alguna forma. Jacqueline Ess, mujer de Benjamin Ess,
muerta.
–Muerta.
–Me trajo otras fotos, no tan bonitas como las tuyas.
–Fotografías ¿de qué?
–De tu casa. Y del cuerpo de tu marido. Dijeron que era un cuerpo,
aunque no le quedaba nada de humano.
–Desde el principio hubo poco de ser humano en él –dijo con sencillez,
pensando en los fríos ojos de Ben y en sus manos aún más frías.
Sólo merecía que lo encerraran y lo olvidaran.
–¿Qué le ocurrió?
–¿A Ben? Fue asesinado.
–¿Cómo?
¿Le había temblado un poco la voz?
–De una manera muy sencilla.
Se había levantado de la cama y estaba de pie junto a la ventana. Una
intensa luz de verano penetraba por las rendijas de la persiana y los contornos
de su cara quedaban dibujados por franjas de luz y sombra.
–Tú lo hiciste.
–Sí. –Le había enseñado a ser franca–. Sí, fui yo.
También le había enseñado a ser parca en amenazas.
–Déjame y volveré a hacerlo.
Él negó con la cabeza.
–Nunca. No te atreverás.
Estaba de pie ante ella.
–Tenemos que comprendernos, J. Soy poderoso y puro. ¿Comprendes? Mi
rostro público no puede verse afectado por el escándalo. Me podría permitir una
querida, o una docena, aunque se dieran a conocer. Pero, ¿una asesina? No, eso
me arruinaría la vida.
–¿Te está chantajeando ese Lyndon?
Contempló el día a través de las persianas con una mirada angustiada en
el rostro. Tuvo una contracción en los nervios de la mejilla, bajo el ojo
izquierdo.
–Sí, ya que lo quieres saber –reconoció con una voz apagada–. El
bastardo me tiene bien cogido.
–Comprendo.
–Y si él puede sospechar, también pueden hacerlo los demás.
¿Comprendes?
–Yo soy fuerte; tú eres fuerte. Podemos hacerles dar vueltas sobre la
punta de los meñiques.
–No.
–Sí. Tengo poderes, Titus.
–No lo quiero saber.
–Lo sabrás –repuso ella.
Lo miró, cogiéndolo por las manos sin tocarlo. Él observaba con los
ojos como platos cómo sus manos se alzaban sin quererlo para tocarle la cara,
acariciarle el pelo con el más cariñoso de los gestos. Hizo que sus dedos
temblones le recorrieran los pechos con más ardor del que podía reunir por
iniciativa propia.
–Siempre eres demasiado indeciso, Titus –dijo, mientras le obligaba a
manosearla hasta casi hacerle daño–. Así es como me gusta.
Ahora las manos de Titus se encontraban más abajo, haciendo que una
expresión distinta aflorara a la cara de Jacqueline. Estaba invadida de mareas,
se sentía completamente viva...
–Más adentro...
Introdujo el dedo, la acarició con el pulgar.
–Me gusta esto, Titus, ¿Por qué no me lo puedes hacer sin que te lo
tenga que pedir?
Él se sonrojó. No le gustaba hablar de lo que hacían juntos. Ella le
obligó a que entrara más profundamente, susurrando.
–No me voy a romper, ¿sabes? Virginia puede ser de porcelana de Dresde,
pero yo no. Quiero sentimiento, quiero algo que me permita recordarte cuando no
esté contigo. Nada es eterno, ¿no es cierto? Pero quiero algo que me dé calor
durante la noche.
Se estaba cayendo de rodillas con las manos puestas, por decisión de
Jacqueline, sobre su cuerpo y dentro de él, recorriéndola como dos cangrejos
lujuriosos. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Ella pensó que era la primera
vez que lo veía sudar.
–No me mates –gimoteó.
–Podría hacerte desaparecer.
«Borrar», pensó, pero se quitó la imagen de la mente antes de hacerle
daño.
–Ya lo sé, ya lo sé –dijo él–. Me puedes matar fácilmente.
Estaba llorando. «¡Dios mío –pensó ella–, el hombre eminente está a mis
pies, lloriqueando como un bebé! ¿Qué puedo aprender sobre el poder en una
representación tan pueril como ésta?» Le arrancó las lágrimas de las mejillas
empleando más energía de la necesaria. La piel se le enrojeció bajo la mirada
de Jacqueline.
–Déjame tranquilo, J. No te puedo ayudar. No te sirvo de nada.
Era cierto. Era absolutamente inútil. Le liberó las manos
despreciativamente. Se le cayeron fláccidamente a ambos costados.
–No intentes encontrarme jamás, Titus. ¿Comprendido? No mandes jamás a
tus secuaces en mi busca para salvaguardar tu reputación, porque seré más
despiadada de lo que tú hayas sido jamás.
Él no dijo nada; se quedó de rodillas de cara a la ventana, mientras
ella se lavaba la cara, bebía el café que habían pedido y se marchaba.
A Lyndon le sorprendió encontrar la puerta de su oficina abierta de par
en par. Sólo eran las siete y treinta y seis. Ninguna de las secretarias
llegaría antes de una hora. Una de las mujeres de la limpieza se debía haber
descuidado y dejó la puerta sin cerrar. Descubriría quién fue y la despediría.
Empujó la puerta abierta.
Jacqueline estaba sentada de espaldas a ella. Reconoció su cabeza por
atrás, la cascada de pelo castaño. Se estaba exhibiendo como una mujerzuela;
era demasiado obscena, demasiado salvaje. Lyndon tenía su oficina, adyacente a
la del señor Pettifer, meticulosamente ordenada. Le echó una ojeada: todo
parecía en su sitio.
–¿Qué hace aquí?
Tomó un poco de aliento, preparándose.
Aquélla era la primera vez que lo hacía premeditadamente. Hasta
entonces siempre se había tratado de decisiones impremeditadas.
Él se acercó al despacho, dejó su maleta y su ejemplar bien doblado del
Financial Times.
–No tiene derecho a entrar sin mi permiso.
Ella se dio la vuelta lentamente sobre el eje de la silla, tal como
solía hacer él cuando tenía gente a quien castigar.
–Lyndon.
–Nada de lo que diga o haga modificará los hechos, señora Ess –dijo,
ahorrándole la dificultad de introducir el tema–. Es usted una asesina a sangre
fría. No me quedó más remedio que informar de ello al señor Pettifer.
–¿Lo hizo por el bien de Titus?
–Por supuesto.
–Y el chantaje también es por el bien de Titus, ¿verdad?
–Salga de mi oficina...
–¿Verdad, Lyndon?
–¡Eres una puta! Las putas no saben nada: son ignorantes, animales
enfermos –le escupió–. De acuerdo, eres astuta, eso te lo concedo. Pero tanto
como cualquier mujerzuela que se busca la vida.
Se levantó. Él esperaba una réplica. No obtuvo ninguna o, por lo menos,
no fue verbal. Pero sintió que la cara se le ponía rígida, como si alguien la
estuviera presionando.
–¿Qué... estás... haciendo?
Le estaba reduciendo los ojos a rajas como las de un chico que imitara
a un monstruoso oriental, le estiraba la boca por las dos esquinas,
estrechándola y confiriéndole una sonrisa resplandeciente. Le costaba trabajo
pronunciar las palabras...
–Para...
Ella negó con la cabeza.
–Puta... –repitió, desafiándola una vez más.
Ella no hizo más que mirarlo. Su cara empezaba a sacudirse y contraerse
bajo la presión, los músculos se agitaban espasmódicamente.
–La policía... –intentó decir–. Si me pones un dedo encima...
–No te lo pondré –dijo ella sin necesidad de mentir.
Sintió la misma presión en el cuerpo, por debajo de sus vestidos,
estirándole la piel, aprisionándolo cada vez más. Comprendió que algo iba a
ceder. Tendría alguna parte débil que se desgarraría ante aquel ataque
despiadado. Y si empezaba a resquebrajarse nada le impedirla a Jacqueline
rajarlo. Se le ocurrió todo esto fríamente, mientras el cuerpo se le contraía y
le lanzaba maldiciones con su sonrisa forzada.
–¡Zorra! –la insultó–. ¡Zorra sifilítica! No parecía estar asustado,
pensó.
In extremis, dio rienda suelta a todo el odio que sentía hacia Jacqueline, de forma
que perdió por completo el miedo. Ahora la volvía a llamar puta, aunque tenía
la cara tan distorsionada que era casi imposible reconocerlo.
Y entonces empezó a rasgarse.
La raja empezó en el puente de su nariz y fue hacia arriba, cruzándole
la frente, y hacia abajo, seccionando los labios, la barbilla y luego el cuello
y el pecho. En cuestión de segundos tenía la camisa teñida de rojo, el traje
oscuro se había vuelto todavía más oscuro, y chorreaba sangre por los puños y
los pantalones. La piel le salió volando de las manos como los guantes de un
cirujano, y dos círculos de tejido escarlata le quedaron colgando a ambos lados
de la cara como las orejas de un elefante.
Había dejado de insultarla.
Llevaba diez minutos muerto a causa de la conmoción, pero ella seguía
trabajando vengativamente con su cuerpo, despellejándolo y repartiendo los
pedazos por la habitación. Por último, lo puso de pie, con el traje, la camisa
y los brillantes zapatos rojos. Satisfecha por el espectáculo, lo liberó.
Lyndon cayó suavemente sobre un charco de sangre y se durmió.
«¡Dios mío –pensó al encarar con tranquilidad las escaleras traseras–
esto es un asesinato en primer grado!»
No encontró mención alguna de la muerte de Lyndon en los periódicos ni
en los boletines informativos. Por lo visto murió igual que vivió, al margen
del conocimiento público.
Pero ella sabía que habrían empezado a girar ruedas tan grandes que los
individuos insignificantes como ella no podían ver sus ejes. Apenas si lograba
imaginar lo que harían, qué modificaciones iban a introducir en su vida. Y es
que el asesinato de Lyndon no había estado motivado sólo por el dolor, aunque
éste se hubiera llevado su parte. No; había pretendido movilizar al mismo
tiempo a los enemigos que tenía en el mundo, y hacer que la persiguieran,
obligarlos a enseñar las garras: que mostraran su desprecio, su terror. Era
como si se hubiera pasado la vida buscando un indicio que le permitiera
comprenderse; sólo era capaz de determinar su naturaleza en función de la
mirada de los ojos ajenos. Pero ahora iba a acabar con aquello. Era hora de
enfrentarse a sus perseguidores.
Seguramente todos los que la habían visto –Pettifer el primero y luego
Vassi– se lanzarían en su busca, y Jacqueline les cerraría los ojos para
siempre: así la olvidarían. Sólo podría liberarse mediante la destrucción de
los testigos.
Pettifer no acudió en persona, naturalmente. Le resultaba más sencillo
encontrar agentes, hombres sin escrúpulos ni compasión, pero con un olfato para
la persecución que haría sonrojarse a un sabueso.
Le estaban tendiendo una trampa, aunque todavía no pudiera verle las
fauces. Todo eran presagios. Un vuelo de pájaros detrás de una pared, una luz
peculiar en una ventana alejada, ruidos de pasos, silbidos, hombres con trajes
oscuros leyendo periódicos a prudente distancia. Con el paso de las semanas no
se le fueron acercando, pero tampoco se marcharon. Aguardaban como gatos
subidos a un árbol, con la cola erizada y los ojos perezosos.
Pero la persecución tenía la impronta de Pettifer. Había aprendido lo
suficiente de él como para reconocer su circunspección y su astucia. Acabarían
yendo a por ella, no cuando ella los esperara, sino cuando ellos quisieran. A
lo mejor ni siquiera cuando quisieran ellos, sino él. Y aunque no le vio jamás la
cara, era como si tuviera a Titus en persona pisándole los talones.
«¡Dios mío –pensó–, mi vida está en peligro y a mí no me importa!»
Sin un plan que les diera sentido, sus poderes sobre la carne no
servían para nada. Ella los había utilizado por razones mezquinas, para
satisfacer un placer nervioso y una cólera absoluta. Pero esas demostraciones
no la habían acercado a los demás: al contrario, la habían convertido en un
monstruo.
A veces pensaba en Vassi, y se preguntaba por su paradero, por lo que
hacía. No era un hombre fuerte, pero guardaba un poco de pasión en el alma. Más
que Ben, más que Pettifer, y ciertamente más que Lyndon. Y recordó con cariño
que era el único hombre que la llamara Jacqueline. Todos los demás le habían
deformado sin gracia el nombre: Jackie, J. o, en los momentos más irritantes de
Ben, Ju-ju. Sólo Vassi la había llamado Jacqueline, lisa y llanamente,
aceptándola, a su manera formal, en su totalidad. Y cuando pensaba en él y
trataba de imaginarse cómo podría volver a su lado, sentía miedo por Vassi.
Testimonio de Vassi (segunda parte)
Claro que la busqué. Sólo cuando has perdido a alguien te das cuenta de
lo absurdo de la frase «el mundo es un pañuelo». No lo es. Es un ámbito
inmenso, devorador, especialmente si uno está solo.
Cuando era abogado y frecuentaba siempre a las mismas personas, solía
ver idénticas caras uno y otro día. Con unos intercambiaba palabras, con otros
sonrisas, con otros asentimientos. Pertenecíamos, aunque pudiéramos ser
enemigos ante el tribunal, al mismo círculo satisfecho. Comíamos a la misma
mesa, bebíamos codo con codo. Hasta compartíamos a las queridas, aunque por
entonces no siempre lo supiéramos. En circunstancias semejantes, resulta
sencillo pensar que el mundo no te quiere mal. Cierto que uno crece, pero los
demás hacen lo mismo. Incluso crees, de puro satisfecho que estás contigo, que
el paso de los años te hace un poco más inteligente. La vida es llevadera:
hasta los sudores de las tres de la mañana, cuando se inclina la balanza de la
justicia, se vuelven menos frecuentes.
Pero creer que el mundo no es malvado equivale a engañarse a uno mismo,
como creer en las llamadas certezas, que de hecho no son más que ilusiones
compartidas.
Cuando ella se fue, se desmoronaron todas las ilusiones, y todas las
mentiras a cuyo amparo había vivido siempre adquirieron una claridad cegadora.
El mundo no es un pañuelo cuando en él no hay más que una cara cuya
contemplación puedas soportar, y esa cara está perdida en alguna parte del
torbellino. El mundo no es un pañuelo cuando los pocos recuerdos vitales del
objeto de tu cariño corren el peligro de ser pisoteados por los miles de
depresiones que te asaltan cada día como niños tirándote de la solapa,
exigiendo tu atención exclusiva.
Era un hombre deshecho.
Me encontraba a mí mismo (y nunca mejor dicho) durmiendo en pequeñas
habitaciones de hoteles desolados, bebiendo más a menudo de lo que comía y
escribiendo su nombre, como el típico obsesivo, una y otra vez. En las paredes,
en la almohada, en la palma de mi mano. Me rasgué la piel de la palma con el
bolígrafo y la tinta la infectó. Aún tengo la marca, la estoy mirando.
«Jacqueline –dice–, Jacqueline.»
Y entonces, un día, la vi por casualidad. Suena melodramático, pero en
ese momento creí que iba a morir. Llevaba tanto tiempo imaginándomela,
torturándome para volver a verla, que cuando lo conseguí me empezaron a
flaquear los miembros, y vomité en medio de la calle. No fue un encuentro
clásico. El amante, al ver a su amada, se vomita en la camisa. Pero es que nada
de lo que ocurrió entre Jacqueline y yo fue jamás normal del todo. O natural.
La seguí, aunque me resultó difícil. Había aglomeraciones y ella andaba
de prisa. No sabía si gritar su nombre o no. Decidí que no. De todas formas,
¿qué habría hecho ella al ver a un lunático sin afeitar, acercársele
arrastrando los pies y llamándola por su nombre? Probablemente habría echado a
correr. O, peor aún, se habría metido en mi pecho, agarrándome el corazón con
su voluntad, y habría acabado con mis miserias antes de que pudiera decirle al
mundo quién era.
Así que permanecí en silencio y me limité a seguirla resignadamente a
lo que, supuse, sería su apartamento. Y allí me quedé, o en las proximidades,
los dos días y medio siguientes, sin saber bien qué hacer. Era un dilema ridículo.
Después de tanto tiempo de persecución, ahora que la tenía al alcance de la
voz, del tacto, no me atrevía a acercarme.
A lo mejor temía la muerte. Pero aquí estoy, en esta apestosa
habitación de Amsterdam, prestando testimonio y esperando que Koos me traiga su
llave, y ahora ya no le tengo miedo a la muerte. Probablemente fue la
proximidad lo que me impidió acercarme a ella. No quería que me viera
destrozado y desolado; quería llegar limpio ante ella, como su amante soñado.
Mientras la esperaba, se presentaron a buscarla.
No sé quiénes eran. Dos hombres, vestidos de manera corriente. No creo
que fueran policías; eran demasiado educados. Cultos incluso. Y ella no se
resistió. Se fue sonriente, como si se dirigiera a la ópera.
En cuanto pude, volví al edificio un poco mejor vestido, localicé su
apartamento con ayuda del portero e irrumpí en él. Había vivido de una manera
sencilla. En una esquina del cuarto había colocado una mesa y se había puesto a
escribir sus memorias. Me senté a leerlas y acabé por llevarme las hojas. No
había pasado de los siete primeros años de su vida. Me pregunté, por vanidad,
si me citaría en el libro. Probablemente no.
También me llevé algunos de sus vestidos; sólo los que llevó mientras
la conocí. Y nada íntimo: no soy un fetichista. No me iba a ir a casa a
enterrar la cabeza entre el olor de su ropa interior. Pero quería algo que me
la recordara y me permitiera imaginármela. Aunque, después de reflexionar, he
llegado a la conclusión de que no sé de otro ser humano mejor preparado para
vestir exclusivamente su piel.
Así que la perdí por segunda vez, más por culpa de mi propia cobardía
que por las circunstancias.
Pettifer pasó cuatro semanas sin acercarse por la casa en que
custodiaban a la señora Ess. Le concedían más o menos todo lo que pedía, salvo
la libertad, aunque ella quería una cosa abstracta. No le interesaba escaparse,
cosa que le habría resultado fácil. A veces se preguntaba si Titus les habría
dicho a los dos hombres y a la mujer que la tenían prisionera en aquella casa
de qué era capaz exactamente. Supuso que no. La trataban como si fuera
simplemente una mujer en quien se había fijado Titus y a quien deseaba. Le
habían proporcionado una señora con quien acostarse, así de sencillo.
Con una habitación propia y todo el papel que quisiera, volvió a
empezar sus memorias desde el principio.
El verano estaba avanzado y las noches empezaban a refrescar. A veces
se tumbaba en el suelo (les habla pedido que se llevaran la cama) para
calentarse y deseaba que su cuerpo ondulara como la superficie de un lago. Su
cuerpo, sin sexo, se convirtió de nuevo en un misterio para ella. Se dio cuenta
por primera vez de que el amor físico había sido una forma de explorar la
región más íntima pero también más ignorada de su ser: la carne. Se había
comprendido mejor abrazando a otra persona: sólo había visto claramente su
sustancia cuando otros labios, adoradores y gentiles, se posaban sobre ella.
Volvió a pensar en Vassi y, al hacerlo, el lago se encrespó como en plena
tormenta. Sus pechos se alzaron como montes erizados, su estómago fue recorrido
por extraordinarias mareas, su cara parpadeante la atravesaban en todos los
sentidos corrientes que le restallaban en los labios y dejaban su huella como
las olas sobre la arena. Y se hizo tan líquida como lo era en el recuerdo de
Vassi.
Pensó en las pocas ocasiones en que se habla encontrado a gusto, y el
amor físico, descargándola de la ambición y la vanidad, siempre había precedido
a esos instantes. Era posible que hubiera otros caminos; pero tenía poca
experiencia. Su madre siempre decía que las mujeres, por estar más de acuerdo
consigo mismas que los hombres, necesitaban evadirse menos de sus conflictos.
Pero la experiencia le había demostrado lo contrario. Su vida estaba llena de
heridas, pero desprovista de medios para evitarlas,
Dejó de escribir sus memorias cuando llegó a los nueve años. No quiso
seguir contando su historia a partir del primer aviso de la inminente pubertad.
Quemó los papeles en una hoguera que prendió en su cuarto el día en que llegó
Pettifer.
«¡Dios mío –pensó–, esto no puede ser el poder!»
Pettifer parecía enfermo; estaba tan cambiado físicamente como un amigo
que se le murió a Jacqueline de cáncer. Hacía un mes parecía sano, y un mes
después estaba chupado, como si se hubiera devorado a si mismo. Parecía el
cascarón de un hombre; tenía la piel gris y moteada. Sólo brillaban sus ojos,
pero como los de un perro loco.
Iba vestido inmaculadamente, como para una boda.
–J.
–Titus.
La miró de arriba abajo.
–¿Estás bien?
–Sí, gracias.
–¿Te dan todo lo que pides?
–Son unos anfitriones perfectos.
–No te has resistido.
–¿Resistido?
–A estar aquí. Encerrada. Después de lo de Lyndon esperaba otra matanza
de inocentes.
–Lyndon no era inocente, Titus. Estas personas sí lo son. No les has
dicho nada.
–No lo consideré necesario.
Él era su captor, pero acudía como un emisario al territorio de una
potencia más poderosa. Le gustaba su manera de comportarse con ella: estaba
acobardado pero contento. Cerró la puerta y echó el pestillo.
–Te amo, J. Y te tengo miedo. De hecho, creo que te amo porque te temo.
¿Es un vicio?
–Yo diría que sí.
–Sí, yo también.
–¿Por qué has tardado tanto en venir?
–Tenía que ordenar mis asuntos. Si no, cuando me fuera, habría sido el
caos.
–¿Te vas?
La miró fijamente, con los músculos de la cara tensos por lo que tenía
que decir.
–Espero que sí.
–¿Adónde?
Aún no había conseguido averiguar qué le había empujado hasta aquella
casa después de ordenar sus asuntos, pedir perdón a su esposa mientras dormía,
cerrar todas las vías de escape y olvidar sus contradicciones.
Aún no se le había ocurrido que su propósito era morir.
–Sólo me quedas tú, J. No me queda nada. Y no puedo ir a ninguna parte.
¿Me sigues?
–No.
–No puedo vivir sin ti.
El tópico era imperdonable. ¿No se le podía ocurrir una manera mejor de
expresar sus sentimientos? Estuvo a punto de echarse a reír de su trivialidad.
Pero él no había acabado.
–... Y ciertamente no puedo vivir contigo.
–El tono cambió abruptamente–. Porque me das asco, mujer; todo tu ser me
repugna.
–¿Y entonces? –preguntó ella suavemente.
–Entonces... –Se volvió tierno de nuevo, y ella empezó a comprender–...
mátame.
Era grotesco. La estaba mirando fijamente con los ojos brillantes.
–Es lo que deseo. Créeme, es todo lo que deseo en este mundo. Mátame de
la manera que más te guste. Me iré sin resistencia, sin una sola queja.
Recordó el viejo chiste. El masoquista le dice al sádico: «¡Pégame!
¡Por el amor de Dios, pégame!». Y el sádico al masoquista: «No».
–¿Y si me niego? –respondió.
–No puedes negarte. Soy odioso.
–Pues yo no te odio, Titus.
–Deberías. Soy débil. Te soy inútil. No te he enseñado nada.
–Me has enseñado mucho. Ahora puedo controlarme.
–La muerte de Lyndon fue controlada, ¿no?
–Ciertamente.
–Me pareció un poco excesiva.
–Recibió su merecido,
–Dame lo que merezco, pues, también a mí. Te he encerrado. Te rechacé
cuando me necesitabas. Castígame por ello.
–He sobrevivido.
–¡J.!
Ni siquiera en ese momento supremo fue capaz de llamarla por su nombre.
–Te lo pido por Dios. Es lo único que quiero de ti. Hazlo por cualquier
rencor oculto que me guardes. Por compasión, por desprecio o por amor. Pero
hazlo; hazlo, por favor.
–No.
Súbitamente, Titus cruzó la habitación y la abofeteó con rudeza.
–Lyndon dijo que eras una puta. Tenía razón; lo eres. Una rata de
alcantarilla; nada más que eso.
Se apartó, dio la vuelta, se encaró otra vez a ella, la volvió a
golpear con más rapidez, con más fuerza, una y otra vez, seis o siete veces,
adelante y atrás.
Luego se detuvo jadeando.
–¿Quieres dinero?
Ahora ofertas. Primero golpes y luego ofertas. Estaba lleno de
lágrimas, conmocionado, y Jacqueline no podía hacer nada por evitarlo.
–¿Quieres dinero? –repitió.
–¿Tú qué crees?
No captó el sarcasmo y empezó a sembrar billetes a sus pies, docenas y
más docenas, como ofrendas alrededor de la estatua de la Virgen.
–Todo lo que quieras, Jacqueline.
Sintió algo parecido al dolor de estómago cuando le entraron prisas por
matarlo, pero se dominó. Eso significaría echarse en sus brazos, convertirse en
el instrumento de su voluntad, quedarse sin poder. La volvían a utilizar: eso
era lo único que había conseguido en su vida. La habían criado como si fuera
una vaca: para que rindiera algo. Algo de cariño para los maridos, de leche
para los bebés, de muerte para los viejos. Y, como una vaca, se esperaba que
fuera complaciente con cualquier petición que se le hiciera y en las
circunstancias que fuesen. Bueno, pues esta vez no.
Se dirigió hacia la puerta.
–¿Qué estás haciendo?
Cogió la llave.
–Tu muerte es asunto tuyo, no mío.
Titus corrió hacia ella y la alcanzó antes de que pudiera abrir la
puerta, y el golpe que le dio –por su fuerza y su maldad– fue totalmente
inesperado.
–¡Puta! –chilló, y una lluvia de golpes sucedieron al primero.
La cosa que en su estómago quería matar creció un poco más.
Titus tenía los pelos liados en el pelo de Jacqueline. La llevó a
rastras a la habitación, gritándole un torrente interminable de obscenidades,
como si hubiera abierto un dique lleno de agua de alcantarilla que se derramara
encima de ella. Para él era sólo una forma más de conseguir lo que quería, se
dijo a sí misma: «Si sucumbes estás perdida: te está manipulando». Los insultos
seguían arreciando: las mismas palabras sucias que se les habían escupido a
generaciones de mujeres insumisas. Puta, herética, zorra, perra, monstruo.
Sí, ella era todo eso.
«Si –pensó–, soy un monstruo.»
La idea lo hizo más sencillo. Se dio la vuelta. Él supo lo que se
proponía aun antes de que lo mirara. Dejó caer las manos de encima de su
cabeza. Jacqueline ya tenía la cólera en la garganta, estaba a punto de
inundarlo con ella.
«Me llama monstruo, luego soy un monstruo. Hago esto por mí, no por él.
Nunca por él. ¡Para mí!»
Se quedó boquiabierto cuando ella lo tocó con su voluntad, y los ojos
brillantes dejaron de brillarle por un momento; el deseo de morir se hizo deseo
de sobrevivir. Demasiado tarde, claro. Rugió. Ella oyó un eco de gritos, pasos
y amenazas procedente de las escaleras. Estarían en el cuarto en cuestión de
segundos.
–Eres un animal.
–No –respondió Titus, convencido de que ya estaba sujeto a su mando.
–No existes –dijo, avanzando hacia él–. Jamás encontrarán los restos de
lo que fue Titus. Titus ha desaparecido. El resto sólo es...
El dolor fue terrible. Le impidió articular palabra alguna. ¿O era ella
quien le modificaba la garganta, el paladar y toda la cabeza? Le estaba
separando las placas del cráneo y reorganizándolas.
«No –quiso decir–; éste no es el ritual refinado que yo había previsto.
Quería morir doblado dentro de ti, quería irme con los labios soldados a los
tuyos, encontrando dentro de ti la tranquilidad de la muerte. No es así como lo
quiero.»
No. No. No.
Los hombres que la habían vigilado estaban golpeando la puerta. No los
temía, naturalmente, pero podían estropear su obra antes de que le diera los
últimos retoques.
Alguien se abalanzó contra la puerta. La madera se resquebrajó y la
puerta se abrió de golpe. Los dos hombres estaban armados. Tenían las armas
firmemente empuñadas y la apuntaron.
–¿Señor Pettifer? –preguntó el más joven.
En la esquina del cuarto, bajo la mesa, brillaron los ojos de Pettifer.
–¿Señor Pettifer? –repitió, ignorando a la mujer.
Pettifer negó con su cabeza aplastada. «No te acerques más, por favor»,
pensó.
El hombre se acuclilló y miró por debajo de la mesa la repugnante
bestia que estaba agazapada allí, ensangrentada a causa de la transformación,
pero viva. Ella le había matado los nervios, de forma que no sintió nada de
dolor. Sobrevivió con las manos dobladas como zarpas, las piernas enrolladas
alrededor de la espalda, las rodillas rotas de tal guisa que parecía un
cangrejo de cuatro patas, el cerebro a la vista, los ojos sin párpados, la
mandíbula inferior destrozada y doblada sobre la superior como un bulldog, sin
lágrimas, la espina dorsal partida; se había reencarnado en algo que no era
humano.
«Eres un animal», había dicho ella. Y lo que estaba a la vista no era
una mala réplica de su condición de bestia.
El pistolero tuvo arcadas al reconocer fragmentos de su jefe. Se
levantó con la barbilla grasienta y le echó una ojeada a la mujer.
Jacqueline se encogió de hombros.
–¿Tú has hecho esto? –inquirió con una mezcla de respeto y repugnancia.
Ella asintió.
–Ven, Titus –dijo, chasqueando los dedos.
La bestia negó con la cabeza, sollozando.
–Ven, Titus –insistió con más fuerza, y Titus Pettifer salió
contoneándose de su escondite, dejando tras él un reguero como el de un saco de
carne agujereado.
El hombre disparó sobre los restos de Pettifer por puro instinto.
Cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa con tal de evitar que aquella
asquerosa criatura se le acercara.
Titus dio dos pasos atrás tambaleándose sobre sus zarpas
ensangrentadas, se agitó como si quisiera quitarse la muerte de encima y murió
sin conseguirlo.
–¿Contento? –preguntó ella.
El pistolero levantó la mirada del cadáver. ¿Estaba hablando el poder
con él? No; quien le hacia la pregunta era Jacqueline, que contemplaba los
restos de Pettifer.
–¿Contento?
El pistolero dejó caer su arma. Su compañero hizo lo mismo.
–¿Cómo ha ocurrido esto? –preguntó el hombre que estaba junto a la
puerta.
Era una pregunta sencilla: una pregunta infantil.
–Él lo pidió –dijo Jacqueline–. Era todo lo que yo le podía dar. El
hombre de la pistola asintió y cayó de rodillas.
Testimonio de Vassi (última parte)
El azar ha desempeñado un papel extrañamente importante en mi romance
con Jacqueline Ess. A veces parece que haya estado sujeto a cualquier
acontecimiento que estremeciera el mundo, afectado por el más mínimo capricho
del destino. Otras, he tenido la sospecha de que era ella quien estaba
dirigiendo mi vida con su mente, como hacía con centenares, con millares de
personas, preparando todos mis encuentros casuales, coreografiando mis
victorias y mis derrotas, guiándome ciegamente hasta el último encuentro.
La encontré sin saber que la había encontrado, ésa fue la ironía.
Primero le había seguido la pista hasta una casa en Surrey, una casa que el año
anterior había sido testigo de la muerte de un tal Titus Pettifer, un
multimillonario asesinado de un disparo por uno de sus guardias personales. En
el piso de arriba, donde había tenido lugar el crimen, todo era serenidad. Si
de verdad ella estuvo allí, habían borrado todas sus huellas. La casa, ahora
casi en ruinas, fue objeto de todo tipo de pintadas, y sobre la pared de yeso manchada
del cuarto alguien había dibujado el garabato de una mujer. Tenía unos
atributos exageradamente obscenos, y en su sexo abierto relucía lo que parecía
un rayo. A sus pies se encontraba una criatura de una especie indeterminable.
Tal vez un cangrejo o un perro, a lo mejor incluso un hombre. Fuera lo que
fuera, no tenía control sobre sí mismo. Estaba sentado a la luz de la presencia
atormentadora de aquella mujer, y por su expresión parecía contarse a sí mismo
entre los elegidos. Mirando a aquella criatura marchita con los ojos vueltos
para contemplar a la madonna ardiente,
supe que el cuadro era un retrato de Jacqueline.
No sé cuánto tiempo estuve mirando la pintada, pero me interrumpió un
hombre que parecía hallarse en peores condiciones que yo. Iba sin afeitar ni
lavar, y su porte reflejaba tal abatimiento que me sorprendió que consiguiera
mantenerse derecho. Despedía un olor que no habría avergonzado a una mofeta.
No llegué a saber su nombre, pero me dijo que era el autor del cuadro
de la pared. Era fácil creerlo. Su desesperación, su hambre, su confusión; todo
eran indicios de que aquel hombre había visto a Jacqueline.
Estoy seguro de que si fui duro al interrogarlo; me lo perdonó. Contar
todo lo que había visto el día en que Pettifer fue asesinado y saber que yo lo
creía a pies juntillas fue para él un alivio. Me dijo que su compañero de
servicio, el hombre que efectuó los disparos que acabaron con Pettifer, se
había suicidado en la cárcel.
Su vida, dijo, carecía de sentido. Ella se lo había quitado. Le consolé
como pude, diciéndole que ella no era malvada y que no debía temer que volviera
a por él. Cuando le dije eso se echó a llorar, en mi opinión más desamparado
que aliviado.
Por último le pregunté si sabía dónde se encontraba Jacqueline. Creo
que dejé para el final esa pregunta, la que más me interesaba, porque no me
atreví a suponer que pudiera contestarla. Pero, gracias a Dios, conocía su
paradero. No abandonó la casa inmediatamente después de la muerte de Pettifer.
Se sentó junto a él y él le habló tranquilamente de sus hijos, su sastre y su
coche. Le preguntó por su madre, y él le contestó que fue prostituta. ¿Había
sido feliz?, le preguntó Jacqueline. Le respondió que lo ignoraba. ¿Lloró ella
alguna vez?, inquirió. Él le dijo que nunca la oyó reír o llorar en su vida. Y
Jacqueline asintió y le dio las gracias.
Más tarde, antes de suicidarse, el otro pistolero le dijo que
Jacqueline se había ido a Amsterdam. Eso lo sabía a ciencia cierta por un
hombre llamado Koos. Y así empieza a cerrarse el círculo, ¿verdad?
Pasé siete semanas en Amsterdam sin encontrar una sola pista de su
paradero hasta ayer por la tarde. Fueron siete semanas de castidad, lo que
resulta inhabitual en mí. Decaído y frustrado, me dirigí al barrio de las
prostitutas en busca de una mujer. Se sentaban junto a las ventanas, ¿saben?,
como maniquíes, al lado de lámparas de flecos rosados. Unas tenían perros
enanos en el regazo, otras leían. La mayoría de ellas se limitaban a mirar la
calle como hipnotizadas.
No encontré caras que me interesaran. Todas parecían tristes, apagadas,
muy distintas a la suya. Sin embargo, no me podía ir. Era como un niño gordo en
una tienda de caramelos; demasiado asqueado para comprar algo, pero demasiado
goloso para alejarme de allí.
Mediada la noche, un hombre joven entre la multitud se dirigió a mí.
Después de una inspección más detallada, advertí que no tenía nada de joven,
sino que iba muy maquillado. No tenía cejas, sólo trazos de lápiz sobre la piel
brillante. Un racimo de pendientes dorados en la oreja izquierda, un melocotón
a medio comer en la mano enguantada de blanco, sandalias abiertas, uñas
pintadas con laca. Me cogió de la manga como si fuera de su propiedad.
Seguramente me sonreí burlonamente ante su aspecto enfermizo, pero no
pareció que mi desprecio le molestara. «Pareces un hombre juicioso», dijo. No
me parecía en nada a eso: debe de estar equivocado, contesté. «No –replicó–, no
estoy equivocado. Eres Oliver Vassi.»
Absurdamente, mi primera idea fue que pretendía matarme. Intenté
escapar, pero me tenía asido fuertemente de la muñeca.
«Quieres una mujer», dijo. ¿Dudé lo suficiente como para que
interpretara como un sí mi negativa? «Tengo una mujer que no se parece a
ninguna –prosiguió–; es un milagro. Sé que la querrás conocer carnalmente.»
¿Qué me hizo saber que me hablaba de Jacqueline? A lo mejor el que me
hubiera reconocido entre el gentío, como si ella estuviera en alguna ventana
ordenando que le llevaran hasta allí a sus admiradores, igual que un comensal
escogiendo su langosta del acuario. A lo mejor también la forma en que le
brillaron los ojos, sin miedo, al encontrarse con los míos, porque el miedo,
como el éxtasis, sólo lo sentía en presencia de una criatura en este mundo
cruel. ¿No pudo ocurrir también que yo me viera reflejado en su aspecto de
delincuente? Conocía a Jacqueline sin duda alguna.
Sabía que yo estaba fascinado, porque en cuanto vacilé se dio la vuelta
con un ligero encogimiento de hombros como diciendo: perdiste tu oportunidad.
«¿Dónde está?» inquirí cogiéndolo por un brazo tan delgado como una ramita.
Señaló con la cabeza calle abajo y lo seguí, tan estúpido de repente como
cualquier idiota del tropel. La calle se vaciaba a medida que avanzábamos, y
las luces rojas dieron paso a la penumbra primero y luego a la oscuridad. Si no
le pregunté una vez a dónde nos encaminábamos, se lo pregunté una docena, pero
prefirió no contestar hasta que llegamos a una puerta estrecha de una casa
estrecha de una callejuela de la anchura de una cuchilla de afeitar. «Aquí
estamos», anunció, como si aquel tugurio fuera el palacio de Versalles.
En la casa, que por lo demás estaba vacía, había una habitación con una
puerta negra en lo alto de dos tramos de escaleras. Me empujó hacia ella.
Estaba cerrada.
–Mire –me propuso–. Está dentro.
–Está cerrada –repliqué.
Tenía el corazón a punto de estallar: estaba cerca; seguro, sabía que
ella estaba cerca.
–Mire –volvió a decir, y me indicó un pequeño agujero en el entrepaño
de la puerta.
Devoré la luz que salía por él, apretando el ojo para verla por el agujerito.
El pequeño cuarto estaba vacío, salvo un colchón y Jacqueline. Yacía con los
miembros extendidos, las muñecas y los tobillos atados a gruesos postes
clavados en el suelo en las cuatro esquinas del colchón.
–¿Quién hizo eso? –pregunté sin apartar los ojos de su desnudez.
–Ella lo quiere –replicó–. Es deseo suyo, eso quiere.
Había oído mi voz; irguió la cabeza con cierta dificultad y miró
directamente a la puerta. Al mirarme ella, todos los pelos de la cabeza se me
erizaron, lo juro, en señal de bienvenida, y ondularon a su voluntad.
–Oliver –llamó.
–Jacqueline.
Pronuncié su nombre dándole un beso a la madera. Todo su cuerpo hervía;
su sexo afeitado se abría y cerraba como una planta exquisita, púrpura, lila y
rosa.
–Déjeme entrar –le pedí a Koos.
–No sobrevivirá a una noche con ella.
–Déjeme entrar.
–Es cara –me previno.
–¿Cuánto quiere?
–Todo lo que tiene. La camisa que lleva puesta, el dinero, las joyas;
luego será suya.
Quería echar la puerta abajo o romperle uno a uno los dedos manchados
de nicotina hasta que me diera la llave. Él adivinó mis pensamientos.
–La llave está escondida –advirtió– y la puerta es resistente. Tiene
que pagar, señor Vassi. Además, usted quiere pagar.
Era cierto. Quería pagar.
–Quiere darme todo lo que ha tenido alguna vez, todo lo que ha sido.
Quiere irse con ella sin que nada lo retenga. Ya lo sé. Así es como van todos a
ella.
–¿Todos? ¿Son muchos?
–Es insaciable –dijo sin entusiasmo. No era presunción de chulo; por el
contrario, constituía un sufrimiento para él, según comprendí claramente–. No
paro de traérselos y de enterrarlos.
Enterrarlos.
Ésa, supongo, es la tarea de Koos: deshacerse de los muertos. Y después
de esta noche me pondrá encima sus manos de uñas esmaltadas; me arrancará del
lado de Jacqueline cuando esté reseco y le sea inútil y encontrará algún pozo,
canal u horno en el que echarme. La idea no resulta demasiado atractiva.
Y sin embargo, aquí estoy. Todo el dinero que he sacado de la venta de
lo poco que me quedaba, lo he puesto en la mesa que tengo delante, sin
dignidad, con la vida pendiendo de un hilo, esperando a un chulo y una llave.
La noche ya está avanzada y no ha sido puntual. Pero creo que está
obligado a venir. No por el dinero; probablemente tenga pocas necesidades al
margen del rimel y la heroína. Vendrá a negociar conmigo porque ella lo exige y
lo tiene tan aterrorizado como a mí. Sí, vendrá. Por supuesto que vendrá.
Bueno, creo que ya es suficiente.
Éste es mi testimonio. No tengo tiempo de volver a leerlo. Ya se oyen
sus pasos en la escalera (cojea) y debo irme con él. Dejo esto a quien lo
encuentre para que lo use como crea conveniente. Por la mañana estaré muerto y
seré feliz. Créanme.
«¡Dios mío –pensó–, Koos me ha engañado!»
Vassi había estado al otro lado de la puerta, había notado mentalmente
la presencia de su carne y ella lo había abrazado. Pero Koos no le permitió
entrar, pese a sus órdenes explícitas. Entre todos los hombres sólo Vassi debía
tener acceso libre, y Koos lo sabía. Pero la había engañado, igual que todos,
salvo Vassi. Con él (tal vez) había habido amor.
Se pasaba toda la noche tumbada en la cama, sin dormir jamás. Raramente
dormía más de unos pocos minutos, y sólo cuando Koos la vigilaba. Se hería
mientras dormía; se mutilaba sin darse cuenta, se despertaba sangrando y chillando,
con agujas clavadas por todas partes, agujas que había fabricado con su propia
piel y sus propios músculos; parecía un cacto de carne.
Supuso que sería de noche otra vez, aunque resultaba difícil estar
segura. En aquel cuarto de cortinas opacas y una sola bombilla por toda
iluminación, siempre era de día para los sentidos, y una noche perpetua para el
alma. Moriría con dolores en la espalda y en las nalgas, escuchando los lejanos
sonidos de la calle, a veces dormitando un poco, otras comiendo de la mano de
Koos, siendo lavada, aseada y utilizada.
Una llave giró en la cerradura. Se encorvó sobre el colchón para ver
quién era. La puerta se estaba abriendo... Se abría... Se abrió del todo.
Vassi. ¡Dios, era Vassi, por fin! Lo vio cruzar el cuarto y dirigirse
hacia ella.
«Esperemos que no sea otro recuerdo –imploró–; por favor, que sea él
esta vez, en carne y hueso.»
–Jacqueline.
Pronunció el nombre de su carne, el nombre entero.
–Jacqueline.
Era él.
Detrás, Koos le miraba la entrepierna, fascinado por la danza de sus labios.
–Koos... –llamó intentando sonreír.
–Lo traje –le dijo con una sonrisa, pero sin apartar los ojos de su
sexo.
–Un día –susurró ella–. He esperado un día, Koos. Me has hecho
esperar...
–¿Qué es un día para ti? –objetó sin dejar de sonreír.
Ya no necesitaba más al chulo, aunque éste lo ignoraba. En su
inocencia, creyó que Vassi era sólo un hombre más de los que había seducido en
su camino; un hombre a quien esquilmar y despachar, como el resto. Koos estaba
convencido de que al otro día seguiría siendo necesario; por eso jugaba
limpiamente aquel juego mortal.
–Cierra la puerta –le pidió ella–. Quédate si quieres.
–¿Quedarme? –Su tono era impúdico–. ¿De verdad? ¿Y mirando? Miraba de
todas formas. Ella sabía que la observaba por el agujero que había hecho en la
puerta; a veces lo oía jadear. Pero esta vez dejó que se quedara para siempre.
Cuidadosamente, Koos sacó la llave, cerró la puerta, deslizó la llave
en la cerradura interior y la hizo girar. Lo mató en cuanto se cerró el
pestillo, antes de que pudiera darse la vuelta y mirarla de nuevo. No hubo nada
espectacular en la ejecución; se limitó a meterse en su pecho de paloma y a
aplastarle los pulmones. Koos se desplomó contra la puerta y se deslizó hasta
el suelo, manchando la madera con la cara.
Vassi ni siquiera se volvió para verlo morir; ella era todo lo que
quería ver.
Se acercó al colchón, se acuclilló y empezó a desatarle los tobillos.
Tenía la piel rasgada; la cuerda estaba llena de costras de sangre vieja. Le
deshizo los nudos con parsimonia, encontrando una calma que creía haber
perdido, la sencilla alegría de estar por fin allí, incapaz de volver, y
sabiendo que el camino que tenía delante le conducía hacia ella.
Cuando hubo liberado los tobillos empezó con las muñecas, tapándole la
vista del techo al inclinarse sobre ella. Su voz era suave.
–¿Por qué le dejaste que te hiciera esto?
–Tenía miedo...
–¿De qué?
–De moverme. Hasta de vivir. Cada día era una agonía.
–Sí.
Él comprendió perfectamente aquella incapacidad total de existir. Notó
que estaba a su lado, desnudándose, y luego depositando un beso en la piel
cetrina del estómago del cuerpo que ocupaba. Llevaba la impronta de sus
sufrimientos; la piel había sido tensada más de lo que daba de sí y se quedó
cubierta de estrías para siempre.
Se tumbó al lado de ella, y la sensación de pegar su cuerpo al de la
mujer no le resultó desagradable.
Ella le tocó la cabeza. Tenía las articulaciones rígidas, sus
movimientos eran dolorosos, pero quería atraerle la cara hacia la suya. Él
entró sonriente en su campo de visión y se besaron.
«¡Dios mío –pensó ella–, estamos juntos!»
Y pensando que estaban juntos, su voluntad se materializó. Bajo los
labios de Oliver se disolvieron los rasgos de Jacqueline, que se convirtió en
el mar rojo en que él había soñado y se estrelló contra su rostro, que también
se estaba disolviendo en el caudal común, hecho de voluntad y de huesos.
Ella lo atravesó con sus pequeños pechos como flechas; él, con la
erección agudizada por voluntad de la mujer, la mató con su solo empuje.
Revueltos en una sola ola de amor, pensaron en su extinción y, en efecto, se
extinguieron.
Afuera, el mundo cruel seguía lamentándose, y la charla de compradores
y vendedores se prolongó toda la noche. Finalmente, la indiferencia y la fatiga
hicieron presa del más ávido de los mercaderes. Dentro y fuera de las casas
reinaba un silencio reparador: era el fin de los encuentros y las despedidas.
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