La Catacumba from fesb
La catacumba
Peter Shilston
(Para móvil)
Estoy relatando esta historia tal como me fue contada. Imaginen si pueden,
un autocar efectuando la visita de la isla de Sicilia a mediados de agosto,
transportando un par de docenas de turistas ingleses de vacaciones, ansiosos de
inspeccionar los lugares habituales de interés... Palermo en dos días,
Agrigento en otros dos, Siracusa mereciendo sólo uno, un viaje en telesilla
hasta la cima del Etna, y luego de vuelta a casa. El tipo de gente que uno
encuentra en tales viajes es invariablemente el mismo: cierto número de
maestros de escuela, serias parejas de jubilados, padres que han traído
equivocadamente a sus hijos y están empezando a preguntarse por qué no se han
ahorrado problemas yendo simplemente a la playa, y un puñado de personas solas
sin ningún lazo aparente. Además, su comportamiento es siempre el mismo:
algunos pasan todo el tiempo gruñendo sobre la calidad de los hoteles y la
comida, los jóvenes se preguntan por qué no hay chicas jóvenes y atractivas
disponibles en el viaje, los niños se aburren, y los maestros de escuela cargan
por todos lados con sus mapas y sus guías y toman muchas fotos. Otros no
parecen mostrar el menor interés por los lugares históricos y pasan todo su
tiempo sentados en el café más próximo o comprando los recuerdos más horribles
y variados.
Ese autocar en particular era uno de los típicos, creo. Entre sus miembros
había un tal señor Pearsall, un tranquilo y solitario hombre de mediana edad de
apariencia vagamente erudita. Había gozado del viaje turístico y se había
mostrado convenientemente impresionado por los templos griegos de Agrigento y
los mosaicos de la gran catedral de Monreale, pero no había conseguido hacer
amistad con ninguno de los demás pasajeros, y como las vacaciones estaban a un
par de días de su término empezaba a considerar el regreso a casa. En
consecuencia, se mostró ligeramente irritado cuando la vieja señora Tavistock,
en la parte de atrás del autocar, empezó a quejarse de dolores en el estómago.
No había dejado de quejarse en todo el viaje, pero ahora parecía realmente
enferma, lo que dio como resultado que Giuliano, el guía, pidiera al conductor
que se detuviera en el primer pueblo a fin de buscar un doctor.
El primer pueblo resultó ser un conjunto de casas que ni siquiera estaba
señalizado en los mapas, apiñadas debajo de un enorme farallón, sin ningún
rasgo característico que permitiera distinguirlo de cualquiera de los otros
cincuenta pequeños pueblos por los que habían cruzado a lo largo de su camino.
Allí Giuliano fue en busca de un médico, dejando a sus turistas medio
adormilados, leyendo ociosamente sus libros o charlando de cosas inconcretas. Era
la media tarde, y el sol caía con fuerza. Todos los sicilianos sensatos estaban
dentro de sus casas durmiendo la siesta. Todos los postigos de las ventanas
estaban cerrados, y no se veía ni un alma en la calle.
Al cabo de un rato regresó Giuliano, lamentando informarles que iban a
tener que esperar al menos una hora antes de que la señora Tavistock pudiera
recibir atención y ellos pudieran continuar. Mientras tanto, podían salir y
estirar las piernas, aunque era difícil que hallaran algo abierto. El autocar
haría sonar el claxon para llamarles de vuelta cuando llegara el momento. En
este punto se enzarzó en una animada conversación en italiano con Umberto, el
conductor, que hizo varios gestos enfáticos, resultado de los cuales fue una
información no demasiado alentadora. La gente del lugar, dijo Giuliano, no era
muy sociable precisamente, de modo que los turistas no iban a encontrar muchas
facilidades. Los autocares normalmente no se paraban nunca allí, y no tenía el
menor objeto visitar el pueblo; realmente, no tema nada que ofrecer. Expresó de
nuevo su consternación y habló unas cuantas palabras más con Umberto. El
conocimiento del italiano del señor Pearsall no era demasiado grande, pero
creyó captar que «no es probable que surjan complicaciones si van todos
juntos».
Sin embargo, el señor Pearsall no tenía la menor intención de permanecer
con los demás mientras se quedaban parados sin saber qué hacer. Había
vislumbrado una iglesia en la parte de debajo de una calle lateral cuando
penetraban en el pueblo, le pareció antigua y sorprendentemente grande para un
lugar tan insignificante, y pensó que quizá valdría la pena efectuar una visita
de exploración. Las «complicaciones» que Giuliano había mencionado (suponiendo
que lo hubiera comprendido bien) podían interpretarse como ladrones. Les había
advertido que tuvieran cuidado con los tirones de bolsos en las grandes
ciudades, pero era muy poco probable que bandas de asaltantes se molestaran en
patrullar un pueblo donde los turistas no se paraban nunca. Las calles aparecían
absolutamente desiertas. Además, el señor Pearsall aún estaba en buena forma, e
imaginaba que podía defender sus pertenencias contra cualquier tipo de ratero;
o, en el peor de los casos, echar a correr lo suficientemente rápido como para
librarse de él. Así pues, agarrando su cámara, comunicó su pretendido destino a
otro pasajero (que no demostró ni la más pequeña inclinación a acompañarle) y
partió decidido.
Las calles laterales del pueblo eran muy estrechas y ascendían en
pronunciada pendiente la colina hacia el imponente farallón que lo dominaba
desde arriba. Algunas de ellas tenían gradas. El señor Pearsall se preguntó si
no sería claustrofóbico vivir bajo aquella gran sombra negra, y también
especuló acerca de si el pueblo no habría sufrido nunca daños por la caída de
rocas. Tras un par de vueltas por calles sin salida, desembocó en una pequeña
placita pavimentada con guijarros, y tan desprovista de gente como el resto del
pueblo, que daba paso a la iglesia. Una mirada al sol le indicó que estaba
acercándose a ella por su lado oeste: la esquina meridional casi tocaba la base
del farallón. Debido a que tenía exactamente el mismo color y textura que
aquella imponente masa, la iglesia daba la inquietante impresión de haber sido
tallada, por la mano de un gigante, de un solo bloque de la enorme roca.
Su primera sensación, nos dijo el señor Pearsall, fue de gran vejez y ruina
general. La iglesia parecía mucho más vieja que los templos dóricos de
Agrigento que habían admirado aquella misma semana, aunque su intelecto le
decía que aquél no podía ser el caso. Supuso que debía tratarse de un edificio
normando, aunque posiblemente erigido sobre unos cimientos aún más viejos:
árabes o incluso romanos. El estilo era sin embargo lo suficientemente típico,
aunque más bien fuera de proporciones. Dos achaparradas y pesadas torres, con
muy pocas ventanas (y además muy pequeñas), flanqueaban un pórtico de tres
amplios arcos puntiagudos. La escasa decoración que pudo existir en algún
momento allí, apenas era ahora discernible. Parecía como si en su época hubiese
habido frescos en el interior del pórtico, pero ahora el enlucido estaba
terriblemente cuarteado, y en algunos lugares había caído por completo. Sólo
unas pocas e imprecisas siluetas de figuras humanas —presumiblemente santos—
podían descubrirse aún. Había una gran puerta de madera, deteriorada y
carcomida, con paneles tallados en lo que en su tiempo habían sido recargados
esquemas abstractos. Influencia morisca, se dijo a sí mismo el señor Pearsall,
y empujó la puerta. Estaba cerrada.
Aquello era predecible bajo cualquier circunstancia, pero aun así
irritante. El señor Pearsall retrocedió hasta la plaza para tomar una foto, y
luego miró su reloj. Apenas habían pasado quince minutos desde que abandonara
el autocar y aún quedaba mucho tiempo que matar. El día era más caluroso que
nunca, y si había algunas tiendas en aquella plaza olvidada de Dios, todas
estaban resueltamente cerradas. Decidió dar la vuelta a la iglesia, a falta de
otra cosa que hacer. Además, durante parte del recorrido estaría en la sombra,
donde haría más fresco. Sin gran entusiasmo, inició el camino. Era un hombre de
temperamento tranquilo, pero si había algo que le irritaba era encontrarse de
pronto sin nada que hacer cuando había confiado en estar ocupado.
A lo largo del lado sur, las cerradas casas estaban situadas tan cerca de
la iglesia que la calle más bien parecía un túnel. No había avanzado gran cosa
cuando observó una pequeña puerta lateral. No debe sorprendemos que intentara
abrirla. Para su gran alegría, descubrió que no estaba cerrada con llave.
Sorprendido ante su buena suerte, y felicitándose por su persistencia, penetró
en el interior.
Al principio no vio nada, tan oscuro estaba después del fuerte resplandor
del sol de la tarde allá afuera. Muy pronto, los ojos del señor Pearsall se
acostumbraron a la penumbra y fue capaz de mirar a su alrededor. Inmediatamente
supo que su paseo había sido provechoso. Con su metódica costumbre, empezó a
clasificar cuanto podía ver. Una larga y alta nave, con pequeñas naves
laterales a ambos lados. Claramente, otra iglesia normanda, con los puntiagudos
arcos aprendidos de los árabes. Pero, a diferencia de algunas de las otras que
había visto en sus visitas, aquella no había sido reformada durante el período
barroco. No se veía ninguna pilastra corintia. Los capiteles de las columnas
parecían una masa de grotesca talla, aunque estaban tan sucios de un espeso
tizne que no podían distinguirse claramente. Por supuesto, todo el interior
estaba muy sucio; los bancos llenos de polvo y las velas tan descoloridas que
parecía como si no hubieran sido encendidas en años. Sin lugar a dudas, no
esperaban visitantes, puesto que no había guía alguno para la visita ni
postales visibles por ningún lado.
Entonces el señor Pearsall vio los mosaicos. Había sido iniciado ya en las
maravillas que los normandos habían legado a Sicilia al respecto, con muestras
tan asombrosas como las de la catedral de Monreale y la Capilla Palatina en
Palermo, pero, pese a ello, los ejemplos de aquel arte desplegados en aquel
lugar apartado le hicieron perder el aliento. Allí, algún anónimo artesano del
siglo XII había tomado el estilo bizantino y lo había interpretado con un vigor
y un álito propios. Una verdadera biblia popular de sorprendente fuerza cubría
las paredes. El señor Pearsall olvidó por completo el paso del tiempo mientras
seguía aquellos tesoros. Allí estaba la creación del mundo en una secuencia de
siete cuadros, y allí estaban Adán y Eva tentados por la serpiente y expulsados
del Paraíso. Seguían más escenas: Caín asesinando a Abel, la construcción del
Arca, la embriaguez de Noé, la Torre de Babel, Abraham y la destrucción de las
Ciudades de la Llanura, el sacrificio de Isaac; y así muchas más, cada una más
sorprendente que la anterior.
Resultaba extraño, pensó el señor Pearsall mientras avanzaba de escena en
escena lleno de maravilla y admiración, que los habitantes de aquel pueblo
desanimaran a los turistas. Allí tenían algunos de los mosaicos más excelentes
de la isla, si no de toda Italia, y sin embargo dejaban que fueran
deteriorándose lejos de la vista, en una sucia iglesia cerrada. Solamente con
un poco de iniciativa y energía por parte de las autoridades del pueblo, era
seguro que los visitantes acudirían en tromba para ver tales maravillas. ¿Qué
tenían en contra de los turistas? Seguro que en el lugar había suficientes
propietarios de cafés en perspectiva y vendedores de recuerdos como para
insistir en que se hiciera algo. ¿Por qué la iglesia no se mencionaba en
ninguna de las guías turísticas que tan asiduamente había leído antes de
iniciar el viaje? Tales eran los pensamientos que cruzaron la mente del señor
Pearsall, pero al cabo de un rato empezó a sufrir otras dudas.
Se le hizo evidente que, aunque el artista poseía un gran vigor natural,
era la plasmación del mal lo que más atraía lo mejor de su arte. La serpiente
en el Jardín del Edén, por ejemplo, poseía un rostro humano que exhibía una
siniestra y seductora mirada de soslayo. En la historia de Caín y Abel, no había
la menor duda de que era Caín quien representaba al héroe: Abel, mientras yacía
impotente en el suelo, era un simple y desventurado bobalicón, mientras que su
asesino, de pie sobre él con una espada alzada para hendirle el cráneo, estaba
lleno de potencia salvaje. En Babel, los soldados del rey Nimrod parecían meros
autómatas sin voluntad. Por su parte, el cuadro de Saúl y la bruja de Endor
estaba situado en el extremo más oscuro de la iglesia, quizá deliberadamente,
cubierto de telarañas. Tras examinarlo de cerca, el señor Pearsall casi se
alegró de ello, porque dentro de la cueva de la bruja había algunas
desagradables formas no humanas que quizá hubiera sido mejor no exponerlas a la
vista.
«Quizás el artista era un maniqueo —se dijo el señor Pearsall—, un cátaro o
un albigense. (¿O son todos lo mismo? ¿He tomado bien las fechas?), más
convencido de la existencia del mal que de la del bien. Quizá sus mosaicos
fueron condenados por heréticos. Pero, en ese caso, ¿por qué no fueron
destruidos, en vez de mantener cerrada la iglesia? Me pregunto qué habrá hecho
con el Nuevo Testamento...»
Aquellos mosaicos aún le resultaron más turbadores. El señor Pearsall no
pudo descubrir una Anunciación, ni siquiera una Natividad, pero había una
horriblemente realista Matanza de los Inocentes, en la cual se representaba un
amplio número de ingeniosos y repugnantes medios para asesinar niños, mientras
el rey Heredes permanecía sentado en su trono, contemplando la carnicería y
riendo. El retrato de Judas recibiendo sus treinta monedas de plata por parte
de Caifas hubiera sido considerado una obra maestra de todos los tiempos, de no
haber sido tan absolutamente desagradable. Y así seguía... a través de varios
detestables retratos de gente poseída por los demonios, a través de las historias
de Simón Mago y Ananías, los cuales eran de nuevo la más viva caracterización
de sus respectivas escenas, hasta el aterrador cuadro de los Cuatro Jinetes del
Apocalipsis.
En ese momento, el señor Pearsall no sólo estaba claramente trastornado por
los mosaicos, sino que empezaba a sentirse francamente mal. Al principio la
iglesia estaba en completo silencio, pero ahora parecía llena de pequeños
ruidos incapaces de localizar. Sus pasos resonaban una y otra vez en un largo
decrescendo, pero parecía como si les respondiesen extraños roces y crujidos.
Sin duda eran los sonidos normales de la vida roedora, o de una madera
envejecida al inicio de su penosa muerte, pero cuando, como el señor Pearsall,
uno se encuentra solo en una antigua iglesia en medio de un pueblo extraño,
donde ni siquiera un solo habitante ha mostrado aún su rostro y donde además
uno está rodeado por las más inquietantes ilustraciones del mal bíblico, tales
explicaciones racionales pierden inevitablemente fuerza. Una o dos veces contuvo
el aliento y permaneció completamente inmóvil para ver si los ruidos
continuaban. No sólo por eso, sino que además tema la creciente sensación de
que estaba siendo observado. Probablemente sólo eran los rostros de los
mosaicos los que le provocaban aquello, pero en más de una ocasión pensó que
había visto un movimiento exactamente en su ángulo de visión. Alarmado, dio
media vuelta sólo para descubrir que no había nada.
Finalmente llegó ante una Virgen María que no sólo estaba desprovista de la
habitual serenidad, sino que además poseía la voluptuosidad de un vampiro. Tan
sorprendente era su expresión, que por un momento pensó que debía tratarse de
una representación de la Prostituta Escarlata de Babilonia, pero no, tenía la
postura y las ropas habituales de la Virgen. Además, en sus brazos estaba el
niño Jesús, un horrible pequeño con una untuosa y mojigata sonrisa que hizo
pensar al señor Pearsall en el saciado apetito hacia algo perverso. Se
estremeció y sintió una sensación de tan agudo desagrado que por un momento
olvidó completamente los ruidos.
Durante todo aquel tiempo había evitado mirar hacia el lado este,
procurando reservar para el final la visión de lo que siempre era la gloria de
las iglesias sicilianas: la gran figura de Cristo en el ábside encima del
altar. Incapaz de contenerse por más tiempo, volvió su mirada en aquella
dirección.
Por supuesto, era una obra maestra, pese a la suciedad y a las telarañas
que lo envolvían. Como es costumbre, la imagen representaba la cabeza y los
hombros de Cristo, vestido de rojo y azul, el brazo derecho levantado para dar
la bendición, el izquierdo sosteniendo un libro abierto escrito en griego. El
tratamiento dado por el desconocido artista era maravilloso, pero la expresión
en el rostro de Cristo únicamente podía calificarse de horrible: una maligna
sonrisa de desprecio, la mirada muy penetrante. El señor Pearsall no sabía
griego, pero sospechó que las palabras escritas en la página abierta del libro
no eran ningún texto normal de las escrituras. Y la mano derecha... ¿Era el
gesto habitual de bendición? ¿O el primero y último dedos estaban erguidos
con... el conocido gesto de los cuernos del diablo?
«Ésta es una iglesia blasfema —se dijo el señor Pearsall a sí mismo—. Los
mosaicos pueden ser excelentes, pero también son terribles. Algún obispo, quizá
incluso el Papa, los condenó e hizo que la iglesia fuera cerrada. Ni siquiera
la gente del pueblo querrá hablar de ellos porque sigue siendo gente muy
religiosa, ni dejará que los turistas entren en ella. En realidad, esos cuadros
son capaces de provocar pesadillas a cualquiera. Bien, me alegro de haberlos
visto, pero éste no es un lugar agradable para visitar solo.»
Miró a su reloj, y casi se sintió aliviado al descubrir que su hora había
prácticamente expirado. Eso le dio una excusa para marcharse sin explorar el
resto de la iglesia. Con paso rápido, que cualquier observador imparcial
hubiera dicho que estaba peligrosamente cerca de una carrera motivada por el
pánico, volvió a la puerta del lado sur por donde había entrado.
Estaba cerrada.
Durante un rato, el señor Pearsall luchó con la puerta de forma más bien
fútil, sacudiéndola, girando a un lado y a otro la manija metálica, intentando
averiguar si se había quedado trabada con algo, pero enteramente incapaz de conseguir
algún resultado. Golpeó la puerta con la palma de las manos y le dio patadas,
con lo que un gran estruendo resonó formando múltiples ecos por toda la
iglesia, parecidos a una salva de cañonazos, y hasta el día de hoy jura que
desde algún lugar le llegó como respuesta una especie de siniestra risita.
Con un considerable esfuerzo, logró tranquilizarse.
«Eso es estúpido —se dijo a sí mismo—. Probablemente se trata de algún
vigilante que olvidó cerrar la iglesia antes de la siesta, y sólo se dio cuenta
de su error cuando despertó. Debe de ser un hombre muy estúpido o descuidado,
de lo contrario hubiese mirado para comprobar si había alguien dentro.»
De todos modos, no deseaba volver a golpear de nuevo la puerta y obtener
aquel horrible eco, así que decidió buscar otra puerta que pudiera estar
abierta. La lógica le sugería que debía haber una en el lado norte, quizá
abriéndose a un claustro o algo parecido. Cruzó la nave con una cierta ansiedad
nerviosa (y evitando cuidadosamente mirar la blasfema figura del Cristo, aunque
podía sentir la cruel mirada clavada en él con una fuerza casi tangible) y fue
en su busca.
Por supuesto, existía una puerta en el ángulo de la nave lateral norte, y
no estaba cerrada, aunque daba la sensación de que hacía mucho tiempo que no
había sido abierta. Necesitó desarrollar una gran fuerza para hacerla girar.
Chirrió horriblemente mientras se abría hacia dentro, dejando escapar una
lluvia de polvo, y un peculiar olor a moho se expandió por el aire. El señor
Pearsall se encontró ante un tramo de gastados peldaños de piedra que
descendían hacia la oscuridad.
Aquello no parecía en absoluto una salida. De hecho, el olor sugería que la
cámara inferior, fuera lo que fuese, estaba completamente aislada del aire
exterior, y así había estado durante mucho tiempo. Era un camino nada
prometedor para alguien que deseaba abandonar el edificio, e incluso hoy el
señor Pearsall no ha sido nunca capaz de proporcionar una explicación
satisfactoria del porqué decidió descender aquellos peldaños. Ya era tarde, y
después del turbador efecto de los mosaicos, la mayor parte de su celo
explorador se había evaporado. Sin embargo, no conseguía resistir la atracción
de aquel umbral. Más tarde se preguntó si realmente había poseído un completo
control de sus movimientos. Todo aquel lugar tenía un aire claramente
siniestro; pese a todo, empujó la puerta hasta abrirla por completo y dio sus
primeros pasos tentativos hacia la descendente oscuridad.
La escalera era larga y curiosamente húmeda pese a la sequedad del clima.
Muy pronto, todo rastro de luz procedente del cuerpo principal de la iglesia
(que le había parecido tan tenebrosa cuando entró) desapareció, viéndose
obligado a sacar el encendedor de su bolsillo y avanzar a la luz de la
oscilante llama. Giró un recodo bajo un amenazante arco de piedra sin
desbastar, descendió una rampa, y se quedó con la boca abierta ante la visión.
Era una catacumba. Un largo corredor se abría ante él, con pasadizos
laterales a ambos lados. Quizá cubría toda el área bajo la nave. Y estaba
habitada. Una larga hilera doble de formas humanas se alineaba en cada
pasadizo. Todas las clases y edades tenían sus representantes allí: hombres,
mujeres y niños, monjes y guerreros, eruditos y damas encopetadas. Todos
vestidos con ropas que en su tiempo debieron de ser las mejores; pieles, sedas
y trajes recamados, ahora lamentablemente rotos y deteriorados, pero
conservando aún un destello de su pasada gloria. Y todos tenían rostro, puesto
que evidentemente se había gastado mucho ingenio para conservar los cuerpos,
aunque con distintos grados de éxito. Había una muchachita cuyas ropas parecían
tener al menos doscientos años de antigüedad, pero que por su piel y su pelo
cualquiera hubiera dicho que estaba dormida. Sin embargo, más allá, un hombre con
ropas de clérigo había perdido su nariz y sus mejillas, y sus ojos se habían
degradado hasta convertirse en unos glóbulos lechosos. Y algo más apartado, un
soldado con coraza de acero repujado, que quizá fuera un mercenario del período
del Renacimiento, había perdido enteramente su carne, sonriendo impávido desde
su calavera desnuda.
¡Pobre señor Pearsall! El efecto habría sido ya bastante desagradable bajo
una potente luz eléctrica y rodeado por sus compañeros de viaje, pero allí,
completamente solo, encerrado, y tras la alarma y el trastorno de aquellos
horribles mosaicos, y sólo con una tenue llama para protegerle de la oscuridad,
la impresión fue abrumadora. Jamás ha conseguido explicar por qué no dio media
vuelta y salió huyendo. Se refugia diciendo que «sintió como una llamada» que
le atraía hacia allí. Realmente es irrefutable que caminó adentrándose en aquel
pasillo, por entre aquellas espeluznantes hileras de muertos, el horror
apoderándose de él, entrando en él, pero totalmente incapaz de retroceder.
Todos aquellos cuerpos llevaban allí mucho tiempo. El conocimiento que el
señor Pearsall tenía de la historia de la indumentaria no era muy grande, pero
estaba completamente seguro de que ninguno de aquellos deteriorados atuendos se
había colocado más allá de mediado el siglo XVIII, y sin embargo la mayoría
parecían medievales. Lo que le quedaba de su mente racional le dijo que
catacumbas similares eran algo común en todas partes, pero tal pieza de
información parecía extraordinariamente inútil. A medida que penetraba en la
catacumba, le parecía retroceder en el tiempo hasta los inicios de la Edad
Media. Muy pocos de los rostros conservaban carne ya en ellos; algunos casi
estaban desnudos, con las ropas reducidas a pobres andrajos, y otras
simplemente caídas en el suelo. Pero siguió adelante, hasta llegar al final.
Por entonces ya había perdido todo sentido de la orientación, pero
sospechaba que estaba avanzando bajo el altar, bajo el Cristo de los cuernos
del diablo bendiciendo y su malevolente mirada. Y allí estaba el centro de
aquel laberinto de muerte: un gran trono de madera dorada, en buena parte
podrida, donde había un cuerpo sentado, con las espléndidas ropas y la mitra de
un obispo. Todo esto, el señor Pearsall lo vio a distancia, pero a medida que
se iba acercando no miraba directamente a la figura. Intentó forzar la vista
para mirar solamente las zapatillas, pues estaba convencido de que perdería la
razón si miraba más arriba. Pero fue incapaz de luchar cuando una fuerza más
fuerte que su propia mente le hizo levantar gradualmente la cabeza más y más
arriba: la capa consistorial bordada en oro, las esqueléticas manos con el
anillo episcopal rodeando holgadamente el hueso de un dedo, el báculo sujeto
verticalmente en la otra mano, los huesos del rostro desnudos de toda carne,
los risueños dientes amarillos, los ojos... ¡Los ojos! ¡No habían desaparecido!
¡Seguían vivos, penetrantes, mirando fijamente! ¡Dios mío! ¡Los mismos ojos del
Cristo en el mosaico!
El encendedor cayó de la inerte mano del señor Pearsall, que se vio sumido
en la oscuridad. Era un encendedor de forma cilíndrica, y pudo oír cómo rodaba
fuera de su alcance. Por unos breves segundos tanteó inútilmente el suelo en su
busca, luego se dio cuenta de que la búsqueda era inútil. Tendría que encontrar
su camino de salida en una total oscuridad. ¿Cuan lejos estaba? ¿Cuántas
vueltas había dado? Agitó sus brazos hacia delante y a ambos lados, caminó unos
pocos pasos, tocó piedra, se volvió, anduvo un poco más hasta que encontró otro
obstáculo, giró de nuevo... Fue en ese instante cuando empezó de nuevo a oír
ruidos, un roce seco, horrible, que hubiese querido pensar que se trataba de
una rata. Iba detrás de él. Avanzó más de prisa y chocó con uno de los cuerpos.
Su rostro se enterró en la podrida tela y sintió cómo los brazos sin vida
rodeaban sus hombros. Perdiendo completamente los nervios, gritó: un sonido
ahogado que se extinguió rápidamente. Corrió a la ventura, golpeó contra otro
cuerpo, volvió a correr y chocó de nuevo. Los cadáveres se estaban derrumbando
a todo su alrededor, y sin embargo aún se oía un roce como si se arrastraran y
un seco y sepulcral crujido detrás de él, también moviéndose. No rápidamente,
pero pronto le alcanzaría si no conseguía hallar las escaleras. Cayó, se cortó en
las manos y gritó de nuevo, pero no de dolor. Perdió la cuenta de cuántas veces
tropezó con obstáculos, hasta que, lleno de arañazos y sangrante, no pudo ir
más allá y se cubrió las espaldas apoyándolas contra el muro de piedra. El
sonido susurrante estaba muy cerca ahora. Luz. ¡Necesitaba luz! Había perdido
su encendedor y no tenía cerillas. Frenéticamente, sus manos rebuscaron en sus
bolsillos esperando un milagro. ¡Por supuesto! ¡Los cubos de flash para su
cámara! Con dedos temblorosos, extrajo uno y tanteó durante lo que le pareció
una eternidad hasta conseguir encajarlo en su lugar. Pulsó el disparador y
nada. ¡Un fracaso! Le dio un cuarto de vuelta y probó otra vez. Nada tampoco.
El sonido susurrante estaba ahora tan sólo a unos pocos centímetros. ¡Piensa
hombre, piensa! ¡Claro! Había olvidado correr la película, así que el flash no
podía funcionar. Haz pasar la película a inténtalo de nuevo... justo a
tiempo...
En el cegador instante pudo verle a no más de un metro de su rostro: las
ropas doradas, la mitra, el cráneo, y los ojos, los terribles ojos...
Debió de perder el conocimiento. Cuando despertó, estaba rodeado por la
brillante luz del día, tendido en el asiento trasero del autocar, y Giuliano se
inclinaba sobre él. El otro turista le había dicho dónde se había dirigido el
señor Pearsall, y cuando vieron que no regresaba a tiempo, Giuliano y Umberto
se habían dirigido a la iglesia en su busca. Al entrar por la puerta sur
(negaron categóricamente que estuviese cerrada) oyeron sus gritos desde la cripta
y vieron el flash. Lo encontraron sin dificultad: estaba a pocos metros de las
escaleras.
Giuliano se sentía más aliviado que irritado, pero reprendió al señor
Pearsall por desordenar los cuerpos de la catacumba. Chocar contra ellos en la
oscuridad podía considerarse una falta de cuidado y poco respeto, pero
arrastrar deliberadamente un cuerpo desde su lugar de reposo... y además el
cuerpo de un obispo...
El señor Pearsall no tuvo fuerzas para discutir.
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