Abraham Stoker (1847-1912)
(Para móvil)
Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar
solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su
atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde
hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pueblo donde nada le
distrajera del estudio. Frenó sus deseos de pedir consejo, pues pensó que cada
uno le recomendaría un sitio ya conocido donde, indudablemente, tendría amigos.
Malcolmson deseaba evitar las amistades así que decidió buscar por sí
mismo. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos los
libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido
que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías. Cuando al cabo de tres
horas de viaje se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había
conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad
necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda
del lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde
se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por
una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más
atractivos que los que pueda tener un desierto.
Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más
aislada y apacible que una fonda tan tranquila como El Buen Viajero. Sólo
encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de
la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra apropiada para aquel
sitio; desolación era el único término que podía transmitir una idea de su
aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo
jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y
situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro
de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un
edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba
a Malcolmson. He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si lo
consigo me sentiré feliz. Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que estaba
sin alquilar en aquel momento.
En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió
mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor
Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad
avanzada que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien
desease alquilar la casa.
-A decir verdad -señaló- me alegraría por los dueños, naturalmente, que
alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con
ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante
tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su
alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla.... aunque sólo sea
-añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson- por un estudiante, que
desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del absurdo
prejuicio; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más información otro
lugar. Pagó por adelantado tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una
señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las
llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de la
fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase
y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con
estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
-¡En la Casa del Juez no! -exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde
estaba situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
-¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda de que es el mismo sitio! Es la Casa
del Juez.
Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y
qué tenía ella en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban así
porque hacía muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella
era de otra parte de la región, pero debían de ser al menos unos cien o quizá
más) había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran
espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que
siempre se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en
contra de la casa no podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo,
pero nadie la supo informar. De todos modos, el sentimiento general era de que
allí había algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco
de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas
en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad de que sus
palabras pudieran preocuparle.
-Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un
caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan
solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni
una noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran
campana de alarma que hay en el tejado.
La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que
Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto
apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
-Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se
preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene
demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos
misteriosos algos; por otra parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico
como para permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de
cualquier tipo. ¡La progresión armónica las permutaciones, las combinaciones y
las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La señora Witham se encargó amablemente de suministrarle provisiones, y fue
en busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando,
al cabo de horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la
señora Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y
chiquillos llevando paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en
una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y
las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era
bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido
oreada desde hacía por lo menos cincuenta años. La buena mujer sentía todas
luces curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese
a manifestarse tan temerosa que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del
cual no se separó ni un solo instante.
Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el comedor, que era
espacioso como para satisfacer sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda
de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez
desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con bondadosa previsión, la
mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios
días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en
la misma puerta, se volvió para decir:
-Quizá, señor, ya que la habitación es grande y con muchas corrientes de
aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor
de la cama por la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si
tuviera que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de.... de cosas que
asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a
mirarme…
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó
precipitadamente. La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un
despectivo resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente
que ella por su parte no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante
todos los duendes del mundo.
-Le diré a usted lo que pasa, señor, -dijo- Los duendes son toda clase de
cosas... ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y
tejas caídas, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de
ellos y luego se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la
habitación! ¡Es viejo... tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber
ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿Imagina usted que no va a
verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes
son las ratas.... ¡y no crea otra cosa!
-Señora Dempster -dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de
cabeza- ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle
que, en señal de mi estima hacia su salud mental, cuando me vaya le daré la
posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos
últimos meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán
para mis propósitos.
-¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! -respondió ella- Pero no puedo
dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow
y si pasara una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todo los derechos
de seguir viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente
esperando una vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no
fuera por esto, señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle
durante su estancia.
-Mi buena señora, he venido aquí con el propósito de estar solo, y créame
que le estoy profundamente agradecido al difunto señor Greenhow por haber
organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que me vea
privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio
en persona no habría podido ser más rígido al respecto!
La vieja se rió secamente.
-¡Ah! ustedes los señoritos jóvenes se asustan de nada. Puede estar seguro
de que encontrar aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson
regresó de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar
mientras paseaba) se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego
ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena con las excelentes
provisiones de la señora Witham.
-¡Esto sí es comodidad! -dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar dé cenar volvió a sus libros: echó más leña al fuego, avivó
la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o
menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el
fuego y hacerse una taza de té. El descanso era un lujo para él, y lo
disfrutaba con una sensación de delicioso desahogo. El fuego reavivado saltó y
chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la antigua habitación y, mientras
tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento de sus
semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían las
ratas.
Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado
estudiando -pensó-. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta! Luego, mientras el
ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran
realmente nuevos.
Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la
presencia de un extraño y por la luz del fuego y la lámpara, pero a medida que
pasaba el tiempo se habían vuelto más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas
de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás de la pared, por encima
del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y
arañaban! Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: los
duendes son las ratas y las ratas son los duendes. El té empezaba a hacer su
efecto estimulante sobre nervios y el estudiante vio con alegría que tenía ante
sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes de que terminase
la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el
lujo de echar una ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y
recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa
como aquélla había permanecido abandonada. Los paneles de roble que recubrían
las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y
ventanas era hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadros viejos en las
paredes, pero estaban tan cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir
ningún detalle. En su recorrido se topó con alguna grieta o agujero bloqueados
por la cabeza de una rata, cuyos brillante ojos relucían a la luz, pero al
instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin
embargo, lo que más intrigó fue la cuerda de la gran campana de alarma del
tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea.
Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y se sentó para
tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado volvió a su trabajo, sentado
en la esquina de la mesa con el fuego a su izquierda. Durante un rato las ratas
perturbaron su estudio con su continuo rebullir pero acabó por acostumbrarse al
ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor
de un torrente; y así se sumergió de tal forma en trabajo que nada en el mundo,
excepto el problema q estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer
mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo, levantó la cabeza: en el
aire notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible
resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado.
Desde luego, tenía la impresión de que había cesado hacía tan sólo unos
instantes, y que precisamente había sido este repentino silencio lo que le
había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero
todavía arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a
pesar de toda su sangre fría, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la
chimenea, había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes
ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual
hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró
encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles
ojillos brillaban con una luz de venganza. Malcolmson se asombró, y, tomando el
atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Pero antes de que
pudiera golpearla ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó
al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la
oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una
pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de
las ratas tras los paneles de roble se reanudó.
Esta vez no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el
gallo cantó afuera se fue a la cama. Durmió tan profundamente que ni siquiera
se despertó cuando llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo
lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el desayuno,
golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco
cansado de su trabajo nocturno, pero una taza de té lo despejó pronto y,
tomando un libro, salió a dar su paseo matutino. Encontró un sendero apacible
entre los olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace.
A su regreso pasó a saludar a la señora Witham a darle las gracias por su
amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de su
sanctasanctórum emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a calle a
recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, miró inquisitivamente y negó
con la cabeza al tiempo que decía:
-No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana es usted más pálido que otras
veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el
cerebro no es bueno. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que
bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana
que había encontrado tan profundamente dormido cuan llegó!
-Oh, sí, todo ha sido estupendo; todavía no me han molestado los algos.
Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico un circo por todo el lugar. Había
una, de aspecto diabólico, que se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al
fuego, y se habría marchado de no haberla yo amenazado con atizador; entonces
trepó por la cuerda de la campana alarma y desapareció allá arriba, por encima
de las paredes o el techo; no pude verlo bien debido a la oscuridad.
-¡Dios nos asista! -exclamó la señora Witham ¡Un viejo diablo, y sobre una
silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay
cosas muy verdaderas que se dicen en broma.
-¿Qué quiere usted decir?
-¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor no se ría usted!
-pues Malcolmson había estallado una franca carcajada-. Ustedes, la gente
joven, creen que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los
viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted
continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento
todos sus temores.
-¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que
la cosa me ha hecho gracia.... eso de que el viejo diablo en persona estaba
anoche sentado en mi silla...
Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad
se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos
mientras les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar
se sentó un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de
nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más
que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima!
¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se
asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras
del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se
reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin
duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo
veía en ellos un aire travieso y juguetón. A menudo, las más atrevidas hacían
incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la pared. Una y otra
vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para
asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para
que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido,
Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio. De repente, alzó la
vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio.
No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de
tumba. Entonces recordó el extraño suceso la noche anterior, e instintivamente
miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió
entonces todo su cuerpo.
Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo
alto, estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojos fúnebres y
malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano,
unas tablas de logaritmos, y se la arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata
no se movió; a que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche
anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por
la cuerda de la campana. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese
seguida inmediatamente por la reanudación de ruido de la comunidad. En esta
ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de
estancia desapareció el animal, pues la pantalla de lámpara dejaba en sombras
la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.
Miró su reloj y observó que era casi medianoche, avivó el fuego y preparó
una taza de té. Había trabajado perfectamente y se creyó merecedor de un
cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble tallado junto a la
chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le
gusta saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la
idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera.
En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase
bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos
los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al
animal si llegaba el caso.
Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo
inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en
sus manos no pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo
en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar. Se podría colgar a un
hombre de ella, pensó. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó,
satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido, pronto se
abandonó por completo a sus proposiciones y problemas. De nuevo fue reclamado
por su alrededor. Esta vez no fue el repentino silencio lo que llamó su
atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se
tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de
su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la
gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en
ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando
cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado
y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los
lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se
disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto
aumentó su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un
golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor
una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde
cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual
subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó
bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse. Malcolmson siguió
a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara,
saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los
grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de
polvo y suciedad.
Cogió los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba
leyendo sus títulos. Secciones cónicas ni lo rozó, ni tampoco Oscilaciones
cicloideas,. ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es
el libro que la alcanzó! Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al
hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a su
alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí: ¡La
Biblia que me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a
sus cabriolas. Sin embargo, ahora le molestaban; al contrario, su presencia le
proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse y
después de intentar inútilmente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó
con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor del
amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este. Durmió
pesadamente pero inquieto, y soñó mucho cuando le despertó la señora Dempster,
ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, durante
algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su
primer encargo sorprendió bastante a la criada.
-Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que coja la
escalera, saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros.... especialmente el
tercero a partir de la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcomson estudiando a la sombra de los
árboles; a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban
progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había
conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces
le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió
hacer una visita a la señora Witham en El Buen Viajero. La encontró en su
confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue
presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a
gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una
serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era
casual, así que dijo sin ambages:
-Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera
hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
-¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
-¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora
Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el
doctor era un hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con
franqueza:
-Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han
sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en
fin, lo que me dijo fue que no le gustaba la idea de que estuviese usted en esa
casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le
aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo
también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita
tomarme la libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no
le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
-¡Choque esos cinco!, como dicen en América. Le agradezco su interés, y también
a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda.
Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me
autorice Y esta noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde.
¿De acuerdo?
-Estupendo. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo
caserón.
Malcomson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches.
Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham
hasta que finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción
reprimida de la mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le
administró un buen vaso de coñac no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó
todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y
la señora Witham quedó tranquila preguntó:
-¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
-Sí, siempre.
-Supongo que ya sabrá usted -dijo el doctor tras una pausa- qué es esa
cuerda.
-¡No!
-Es la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel
juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la
señora Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera
a recobrarse. Malcolmson tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora
de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se hubo recobrado. Cuando
la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con
coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas
en la cabeza del pobre joven.
El doctor Thornhill respondió:
-¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era
atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es
posible que se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado
demasiado o por lo que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer
que parece un joven tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más.
Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del diablo...Me habría ofrecido
a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro de que eso le hubiera
humillado. Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o
alucinación, y de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente
solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle
útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos
bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una
sorpresa antes de mañana.
-Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
-Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche
oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como cabía esperar.
-Ya tiene allí demasiadas preocupaciones -añadió.
Cuando Malcomson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de
costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa
de Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar
estaba limpio y reluciente, alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara está
bien despabilada.
La tarde era muy fría para el mes abril, y soplaba un pesado viento con una
violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta
para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos
tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia
lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso
rumor había algo que le hacía sentirse acompañado. Sus pensamientos
retrocedieron hasta el extraño hecho de que las ratas sólo dejaban de
manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres)
entraba en escena.
Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía
en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal modo que la
alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable por el
pavimento, brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa. Malcomson se
sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un
cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le
distrajese pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la
mejor manera posible el tiempo de que disponía.
Durante más de una hora trabajó sin problemas, luego sus pensamientos empezaron
a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales
circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud
nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se
había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja
casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la
tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos
gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las
estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía de estar
sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como
si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible
cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al escucharlo, Malcomson recordó las palabras del doctor. Se acercó al
rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía
sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba
observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas
víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una
reliquia tan macabra. Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la campana
del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora,
de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la
cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente,
bajaba hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con
brusquedad, mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo
por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta de que
el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.
Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la
madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió
la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al
tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto
desaparecer a la rata la noche anterior.
A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó
caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas
entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un
álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras
una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y
examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente
distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte
y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz
ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto
de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían
una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcomson sintió frío,
pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le
cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres
desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de
las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la
pintura.
El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto,
a la derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo
una cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una
sensación de horror, Malcomson reconoció en esa escena la habitación donde se
hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna
extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que
formaba la chimenea lanzando un grito desgarrador, dejó caer la lámpara que
llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había
instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora
diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un
completo silencio. La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad.
Por fortuna, era de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de
recogerla de inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la
lámpara se secó el sudor y meditó un momento.
-Esto no puede ser. -se dijo en voz alta- Si sigo así voy a volverme loco.
¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis
nervios han debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note.
Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no
volveré a comportarme como un necio.
Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir
su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro,
atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más
fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas
como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada,
excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la
tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un
resplandor rojizo.
Escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi
inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el
estudiante pensó que debía de producirlo el roce de la cuerda contra el suelo
cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar
hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba
royendo. La cuerda estaba ya casi roída por entero; se podía ver un color más claro
en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras
observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el
piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada,
como una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a
balancearse a uno y otro lado.
Sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta de que
la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había
quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una
intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la
rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes de que el proyectil pudiera
alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido.
MalcoImson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y
desapareció en las sombras de la estancia.
Comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y
decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la
pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al
hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante
aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los
cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcomson pudo
ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con
sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle. En el centro del cuadro
había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo
tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba
como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura
del juez había desaparecido.
Estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a temblar
como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle
abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi
incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír. Allí, en la gran silla de roble de
alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los
fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y
cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete.
Malcomson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se siente en
los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía
oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre
ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la
plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció
inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados,
heridos de horror.
A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en
la cara del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se
colocó el negro birrete en la cabeza. Lenta, deliberadamente, el juez se
levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó
con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a anudar
uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente
de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo,
que alzó en su mano. Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el
lado opuesto a donde se encontraba Malcomson, con la mirada fija en él, hasta
que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta.
Malcomson empezó a darse cuenta en ese momento de que había caído en una
trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos
del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada se veía forzado a sostener.
Vio que el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el
joven), levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle.
Con un gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda
caía a su lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el
nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el
estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo. Esto se repitió
muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más
bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su
desesperación, Malcomson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara
parecía reavivada y una brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas
madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y
esta visión, puramente física, le proporcionó un destello de bienestar. Miró y
pudo darse cuenta de que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada
de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a
través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo
que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero
apenas había comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del
tañido.
Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcomson, los
levantó, y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron
como carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que
pareció estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló
sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las
ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el
tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y
fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante
pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcomson,
permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos
del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el
juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó,
colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y
cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la
mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el
extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcomson, lo ató a la cuerda que colgaba
de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla.
Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de
inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la
multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta,
pero nadie respondió.
Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a
la cabeza de todos. El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la
cuerda de la gran campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba
una sonrisa maligna.
2 comentarios:
Genial!!
Gracias por compartir!!
Un abrazo
Muchas gracias amiga por visitar mi blog.
Te deseo lo mejor y te envío un fuerte abrazo.
Saludos.
Fernando
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