Hoy les traigo un cuento de Lovecraft y Green: "El Horror en la Playa Martin"
H.P. Lovecraft y Sonia H. Green
(Para móvil)
Nunca escuché una explicación convincente y adecuada del horror de la Playa
Martin. A pesar de un gran número de testigos, no hay dos que concuerden entre
sí; y el testimonio tomado por autoridades locales contiene las más
sorprendentes discrepancias.
Quizás esta vaguedad sea normal en vista del carácter inaudito del horror
en sí, el terror más paralizante para todos aquellos que lo vieron, y de los
esfuerzos hechos por la elegante posada Wavecrest para silenciar todo luego de
la publicidad creada por el Prof. Ahon y su artículo "¿Están los poderes
hipnóticos reservados a los Seres Humanos?"
Contra todos estos obstáculos me esfuerzo en presentar una versión
coherente; he visto el espantoso hecho y creo que debería darse a conocer en
vista de las aterradores posibilidades sugeridas. La Playa Martin es una vez
más un lugar populoso, un balneario muy visitado, y yo tiemblo cuando pienso en
ello. Sin embargo, no puedo mirar al océano sin temblar.
El destino no carece siempre de un sentido de drama y clímax. En
consecuencia el terrible suceso del 8 de agosto fue seguido por un período de
menor excitación en torno a la Playa Martin. Todo comenzó el 17 de mayo, cuando
la tripulación de un pesquero, el "Alma de Gloucester", bajo el mando
del capitán James P. Orne, mató, tras una batalla de casi cuarenta horas, a un
monstruo marino cuyo tamaño y aspecto produjeron luego gran conmoción en
círculos científicos y que ciertos naturalistas de Boston tomaran grandes
recaudos para su preservación taxidérmica.
El animal tenía unos 50 pies de longitud y era de forma cilíndrica, de unos
diez pies de diámetro. Inconfundiblemente era un pez branquiado, en su mayor
afiliación; pero tenía ciertas curiosas modificaciones, tales como
rudimentarias extremidades delanteras en forma de seis patas con dedos en lugar
y de aletas pectorales (las que promovían las más amplias especulaciones entre
los especialistas). Su extraordinaria boca, su gruesa y escamosa piel y su único
y profundo ojo eran maravillas apenas menos remarcables que su colosal tamaño;
y cuando los naturalistas se pronunciaron diciendo que era una criatura recién
nacida, de pocos días de vida, el interés del público tomó dimensiones
extraordinarias.
El capitán Orne, con astucia yanqui, obtuvo un buque lo suficientemente
grande como para albergar al monstruo en su bodega, y arreglar allí la
exhibición del trofeo. Aplicando una cuidada carpintería, logró montar un
excelente museo marino, y zarpó hacia el sur, hacia el lujoso distrito marino
de la Playa Martin. Una vez que ancló en el muelle del hotel se dedicó a recaudar
onerosas cuotas de admisión.
La intrínseca prodigiosidad de la bestia y la importancia biológica para
muchos turistas científicos, se combinaron para convertirse en la sensación de
la temporada. Era absolutamente único, único a niveles de revolución
científica, eso estaba bien comprendido. Los naturalistas habían demostrado que
este ejemplar difería radicalmente de un inmenso animal pescado en las costas
de la Florida; éste, siendo obviamente un habitante de profundidades
increíbles, quizás de miles de pies, poseía un cerebro y unos órganos que
indicaban una vasta evolución, algo totalmente fuera de lo hasta ahora relacionado
con la tribu piscícola.
La mañana del 20 de julio la atención del público se centró en la pérdida
del buque y su extraño tesoro. En la tormenta de la noche precedente se había
librado de sus amarras y desvanecido para siempre de la vista del ser humano,
llevándose consigo al único guardia que había dormido a bordo, a pesar del
vendaval. El capitán Orne, respaldado por el excesivo interés científico y
asistido por un gran número de barcos pesqueros desde Gloucester, emprendió una
exhaustiva búsqueda, pero sin más resultados que la incitación de comentarios e
interés. El 7 de agosto se perdió toda esperanza y el capitán Orne regresó a
Wavecrest para resolver sus negocios en la Playa Martin y conversar con algunos
de los científicos que aún permanecían allí. El horror se desató el 8 de
agosto.
Fue en la penumbra, cuando las grises gaviotas sobrevolaban cerca de la
costa y la luna comenzaba a resplandecer sobre las aguas. La escena es
importante de recordar, puesto que cada impresión cuenta. En la playa había
varias personas paseando y algunos bañistas rezagados, provenientes de las
casas de campo que se elevan modestamente en las colinas del norte o de la
adyacente posada, cuyas imponentes torres proclamaban su fidelidad a la riqueza
y la grandeza.
A buena distancia había otro grupo de espectadores, que descansaban en las
terrazas cubiertas e iluminadas de la posada, y que disfrutaban de la música
del suntuoso salón. Estos testigos, incluidos el capitán Orne y su grupo de
científicos, se unieron al grupo de la playa antes de que el horror progresara
demasiado; lo mismo hicieron muchos de la posada. Ciertamente no hubo carencia
de testigos, sino que confundieron en sus relatos (por el miedo y la duda)
aquello que vieron.
No hay registro exacto de la hora en que comenzó todo, aunque la mayoría
dijo que la luna estaba "a un pie" por encima del vaporoso horizonte.
Mencionaron la luna porque lo que vieron pareció sutilmente conectado con ésta.
Era una especie de furtiva y deliberada onda que parecía venir desde la lejana
línea del horizonte a través de una trémula senda, difusa por los reflejos de
la luna, y que pareció atenuarse antes de llegar a la costa.
Muchos no se dieron cuenta de esta onda hasta que la recordaron por los
siguientes eventos. Pero pareció haber sido muy marcada, diferenciada en altura
y movimiento de las olas contiguas. Algunos la vieron como sutil y calculada.
Y, como si se extinguiera taimadamente por los remotos arrecifes negros, de
pronto un grito de muerte centelló desde el agua salada; un grito de angustia y
desesperanza que inmediatamente movió la piedad de todos aquellos que lo
escucharon.
Los primeros en responder fueron los dos salvavidas de turno; robustos
hombres en atavío de baño, con su oficio proclamado en letras rojas a través de
sus pechos. Acostumbrados al trabajo de rescate y a los gritos de los que
corren peligro de ahogarse, no pudieron hallar nada familiar en las ululaciones
de ultratumba; pero sus sentidos del deber les hicieron ignorar este detalle y
procedieron a seguir el curso usual del trabajo.
Apresuradamente tomaron un cojinete inflado con aire, aferrado a una bobina
de soga. Uno de ellos corrió a través de la costa hasta la escena en donde ya
se había apiñado la multitud; desde ahí lanzó el objeto, luego de girarlo
varias veces para ganar velocidad, en dirección hacia donde había venido el
sonido. Luego que el cojinete desapareció entre las olas, el gentío curioso
aguardó para ver a aquel cuyo dolor había sido tan grande, impacientes de que
el salvavidas lo condujera de nuevo a la playa.
Pero pronto quedó claro que el rescate no sería rápido; por más que los dos
salvavidas tiraban de la soga, no podían mover aquel objeto que estaba al otro
extremo. En cambio, notaron que algo hacía fuerza, igual y aún mayor, en la
dirección opuesta. En cierto momento ambos salvavidas fueron arrastrados de sus
posiciones hacia el agua por la extraña fuerza.
Uno de ellos, recobrándose al instante, clamó por ayuda a la multitud en la
playa, en donde se hallaba la bobina con el remanente de la soga. Al siguiente
instante los hombres más forzudos, entre los que se contaban el capitán Orne en
primer lugar, comenzaron a pujar junto con los salvavidas. Más de una docena de
rudas manos estaban ahora remolcando desesperadamente la gruesa cuerda.
Entre más fuerte bregaban, la extraña fuerza igualaba el esfuerzo al otro
extremo; y debido a que en ningún momento se relajaba, la cuerda se volvió
rígida como el acero. Los pujadores, al igual que los espectadores por su
curiosidad, se vieron consumidos por la naturaleza de esta fuerza marina. La
idea de un hombre ahogado había sido ya desechada e insinuaciones de ballenas,
submarinos, monstruos y demonios eran libremente tenidas en cuenta. Todos
seguían tirando con la sombría determinación de descubrir el misterio.
Finalmente se decidió que una ballena se habría engullido el cojinete. El
capitán Orne, ya como líder natural, gritó a quienes estaban en tierra firme
que sería necesario un bote como medio para acercarse, arponear y cazar al
leviatán oculto. Varios hombres se dispersaron en busca de una embarcación
adecuada, en tanto que otros fueron a suplantar al capitán en la tensa cuerda,
ya que su lugar era lógicamente al frente de la partida que se formaría para
tripular el bote. Su idea de la situación era muy clara y no se limitaba a una
ballena, ya que se había entreverado con un monstruo mucho más extraño. Se
preguntaba cómo podría actuar y manifestarse un adulto de esa misma especie a
la que pertenecía el infante de cincuenta pies.
Entonces, con espantosa brusquedad, todos comprendieron el hecho crucial
que mutó el marco de maravilla y sorpresa reinante hasta ese momento en uno de
horror, y el grupo de trabajadores y testigos se vieron presa del pánico. El
capitán Orne, dejando su lugar en la soga, se dio cuenta de que no podía quitar
las manos de su lugar, que estaban adheridas con inenarrable fuerza; y en un
segundo comprendió que era incapaz de retirarse de la cuerda. Su apuro fue
adivinado instantáneamente por los demás, y cada uno probó su propia situación
llegando a la conclusión de que todos estaban en una misma condición. El hecho
no podía ser negado: cada uno de los hombres estaba irresistiblemente retenido
a la línea de cáñamo que lenta, horrible e implacablemente los empujaba hacia
el mar.
Un horror mudo se sucedió; un horror durante el cual los espectadores
quedaron petrificados, sumidos en la inmovilidad y el caos mental. Su completa
desmoralización se reflejó en las conflictivas narraciones que proporcionaron
luego, y las pusilánimes excusas que ofrecieron por sus aparentes inacciones.
Yo fui uno de ellos, lo sé.
Todos los que pujaban, luego de una serie de frenéticos gritos y fútiles
quejidos, sucumbieron a la paralizante influencia y guardaron silencio frente a
tan desconocidos poderes. Estaban bajo la luz de la luna, pujando ciegamente
contra una espectral condenación, e inclinándose monótonamente hacia atrás y
hacia adelante, a medida que el agua trepaba primero a sus rodillas, luego a
sus caderas. La luna se ocultó parcialmente tras una nube, y en la penumbra la
línea de hombres semejaba algún siniestro y gigantesco ciempiés, retorciéndose
en garras de una muerte terrible.
La cuerda se volvía cada vez más dura, a medida que la puja entre ambos
extremos se incrementaba. Las olas iban ocupando cada vez más terreno a la
playa, avanzando lentamente, hasta que las arenas, pobladas tardíamente por
niños risueños y amantes susurrantes, eran engullidas por la inexorable marea.
La manada de espectadores, atacados por el pánico, iba retrocediendo a medida
que el agua le empantanaba los pies, mientras la aterrorizada línea de
contendientes seguía ondulando, con medio cuerpo sumergido, y ahora a
considerable distancia de su audiencia. El silencio era completo.
La multitud, habiendo logrado una desordenada retirada más allá del alcance
de la marea, observaba con muda fascinación; sin poder brindar una palabra de
advertencia o de ánimo, mucho menos intentar alguna clase de auxilio. Había en
el aire un pavor pesadillesco de mal inminente, algo que nunca antes se había
visto.
Los minutos parecían alargarse en horas. Aún la serpiente humana de torsos
ondulantes se podía ver por encima del mar. Ondulaba rítmicamente, lenta y
horriblemente, con la garantía de la muerte. Espesas nubes ocultaron nuevamente
la luna, y la luz que iluminaba el agua desapareció.
La línea de cabezas serpenteante ya ondulaba muy débilmente; de vez en
cuando se veía algún rostro lívido fulgurando pálido en la oscuridad. Las nubes
se acumularon hasta que de sus interiores surgieron afiladas lenguas de fuego.
Los truenos surgieron, suaves al principio, luego incrementándose hasta llegar
a una ensordecedora y demente intensidad. Entonces sobrevino uno culminante
-que pareció reverberar tierra y mar-, tras el cual se desató un aguacero de
tal violencia que pareció que se hubieran abierto de par en par las compuertas
del cielo.
Los testigos actuaron instintivamente, a pesar de la ausencia de conciencia
y pensamiento coherente, y se retiraron hacia la loma sobre la que se elevaba
la terraza de la posada. Los rumores habían llegado a los turistas del
interior, así que los refugiados se encontraron con que las demás personas
estaban tan aterrorizadas como ellos mismos. Creo que se vociferaron algunas
palabras de terror, pero no puedo asegurarlo.
Varios de los que estaban en la posada se habían retirado paranoicos a sus
cuartos. Otros se quedaron para observar la línea de cabezas meneantes que aún
se veía por encima de las ascendientes olas cada vez que un relámpago iluminaba
la playa. Recuerdo haber pensado en esas cabezas y los desorbitados ojos que
contendrían; ojos que podían reflejar bien todo el pánico, el terror y el
delirio de un universo maligno; todas las culpas, pecados, miserias, esperanzas
perdidas y deseos no satisfechos, miedo, repugnancia y angustia de las edades,
desde el principio de los tiempos; ojos iluminados con todos los dolores
espirituales de los eternamente ígneos infiernos.
Y cuando miré más allá de las cabezas, mi imaginación conjuró otro ojo; un
ojo individual, igualmente encendido, aunque con un propósito tan perturbador
para mi mente, que la visión pronto se desvaneció. Presas de una desconocida
fuerza, la línea de condenados se sumergió; sus gritos silenciados y plegarias
no elevadas sólo serán conocidos por los demonios de las olas y del nocturno
viento.
El torrente que el enfurecido cielo estaba expeliendo en medio de un loco
cataclismo de sonidos satánicos pareció aminorar. Entre el resplandor de los
fogonazos, una voz celestial resonó contra las blasfemias del infierno, y la
agonía de todos los idos reverberó en un apocalíptico y ciclópeo estrépito. Fue
el fin de la tormenta, ya que el espantoso temporal cesó y la luna, una vez
más, alumbró con sus pálidos rayos sobre un mar extrañamente calmo.
Ya no había línea de cabezas. El agua estaba calma y desierta, y sólo era
alterada por las ondas de lo que parecía ser un remolino, en el mismo lugar de
donde provino primeramente el grito. Y cuando miré hacia esa traicionera zona,
con febril imaginación y sentidos agobiados, se escurrió en mis oídos,
proveniente de un abismo inmensamente profundo, el débil y siniestro eco de una
risa.
FIN
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