EL GENIECILLO Y JACK
Tomado de: Libros de Sangrientos I
Clive Barker
(Para móvil )
El geniecillo no acertaba a averiguar por qué los poderes (que puedan
presidir el tribunal por largo tiempo, que por largo tiempo puedan iluminar las
cabezas de los condenados) lo habían mandado desde el infierno a seguir los
pasos de Jack Polo. Siempre que elevaba una demanda, por mediación del sistema,
a su amo, planteando la simple pregunta de «¿Qué estoy haciendo aquí?», se le
contestaba con un rápido reproche por su curiosidad. «No es asunto tuyo», era
la réplica. «Tú hazlo. O muere en el intento.» Y, después de seis meses de
perseguir a Polo, el geniecillo empezaba a ver en la extinción una salida
fácil. Este interminable juego del escondite no beneficiaba a nadie y sólo
contribuía a su inmensa frustración. Temía las úlceras, la lepra psicosomática
(enfermedades a las que estaban sujetos los demonios inferiores como él) y,
sobre todo, temía perder del todo el control y matar al hombre en el acto en un
arrebato irreprimible de resentimiento.
¿Qué era Polo, a fin de cuentas?
Un importador de pepinillos, ¡por los cuernos del Levítico!, era un
simple importador de pepinillos. Su vida estaba destrozada, su familia era
gris, su política, necia, y su teología inexistente. El hombre era una
insignificancia, una de las hormiguitas más diminutas de la naturaleza: ¿por
qué preocuparse por tipos como él? No era precisamente un Fausto, un sellador
de pactos, un vendedor de almas. Era la clase de individuo que no se lo piensa
dos veces en espera de una inspiración divina: en semejante tesitura, la habría
olisqueado, se habría encogido de hombros y habría seguido importando
pepinillos.
Con todo, el geniecillo estaba confinado a esa casa, durante largas
noches y días aún más largos, hasta que convirtiera a ese hombre en un
lunático, o casi. Iba a ser un trabajo lento, por no decir interminable. Sí,
había veces en que hasta la lepra psicosomática sería soportable si ello
significaba que lo dieran de baja por invalidez en esa misión imposible.
Por su parte, Jack J. Polo seguía siendo el más ignorante de los
hombres. Siempre había sido así; desde luego, su historia estaba jalonada por
las víctimas de su ingenuidad. Cuando su última y llorada esposa lo había
engañado (él había estado en casa por lo menos en dos de las ocasiones, mirando
la televisión) fue el último en descubrirlo. ¡Con la de pistas que habían
dejado! Un hombre ciego, sordo y mudo se habría olido algo. Jack no. Se ocupaba
de su triste negocio y no advirtió jamás el fuerte olor de la colonia del
adúltero ni la regularidad anormal con que su mujer cambiaba la ropa de cama.
No estuvo menos desinteresado por los acontecimientos cuando su hija
menor, Amanda, le confesó que era lesbiana. Su respuesta fue un suspiro y una
mirada de desconcierto.
–Bueno, mientras no te quedes embarazada, chata –le dijo, y salió a
pasear por el jardín, alegre como siempre.
¿Qué podía hacer una furia con un hombre así?
Para una criatura enseñada a hurgar con los dedos en las heridas de la
psiquis humana, Polo ofrecía una superficie tan glacial, tan profundamente lisa
como para negarle cualquier influencia a la maldad.
Los acontecimientos no parecían hacer mella en su absoluta
indiferencia. Los desastres de su vida no parecían conturbar su espíritu.
Cuando se enfrentó finalmente a la infidelidad de su esposa (se los encontró
haciendo el amor en el cuarto de baño) no llegó a sentirse herido o humillado.
–Estas cosas ocurren –se dijo, saliendo del baño para dejarles acabar
lo que habían empezado.
–Che serà, serà.
Che serà, serà. El hombre mascullaba esa maldita frase con monótona regularidad.
Parecía vivir con la filosofía del fatalismo, dejando que los ataques a su
virilidad, a su ambición y a su dignidad resbalaran por su ego como la lluvia
por su calva cabeza.
El geniecillo había oído a la mujer de Polo confesárselo todo a su
marido (estaba colgado cabeza abajo de la lámpara, invisible como siempre) y la
escena le había disgustado. Ahí estaba, la pecadora enloquecida, suplicando que
la acusaran, la maldijeran, la pegaran incluso, y, en lugar de darle la
satisfacción de su odio, Polo se había limitado a encogerse de hombros y a
dejar que expusiera su parecer sin tratar de interrumpirla, hasta que no tuvo
nada más que revelar. Al final se fue más llena de frustración y tristeza que
de culpabilidad; el geniecillo la había oído decir al espejo del cuarto de baño
cuánto la ultrajaba la ausencia de cólera legítima por parte de su marido. Poco
después se tiró por el balcón del cine Roxy.
Su suicidio resultó útil de alguna manera a la furia. Con la mujer
desaparecida y las hijas lejos de casa, podía planear trucos más refinados para
acobardar a su víctima, sin tener que preocuparse por si se aparecía o no a
seres que los poderes no habían designado como blancos.
Pero la ausencia de la esposa dejó la casa vacía durante el día y esto
se convirtió pronto en una losa de aburrimiento que al geniecillo le costaba
soportar. El tiempo transcurrido de nueve a cinco, solo en la casa, solía
parecerle interminable. Tenía ideas negras y erraba meditando venganzas
complejas e imposibles contra Polo, yendo y viniendo por las habitaciones, con
el corazón enfermo, acompañado sólo por los tictacs y los zumbidos de la casa
al enfriarse los radiadores o conectarse y desconectarse sola la nevera. La
situación se hizo pronto tan desesperada que la llegada del correo de mediodía
se convirtió en el punto culminante del día, y una insuperable melancolía se
apoderaba de él si el cartero no tenía nada que dejar y pasaba de largo hacia
la casa siguiente.
Cuando Jack regresaba empezaban en serio los juegos. La rutina habitual
de calentamiento: se encontraba con Polo en la puerta y no dejaba que su llave
girara en la cerradura. La competición duraba un minuto o dos, hasta que Jack
descubría accidentalmente la medida de la resistencia del geniecillo y
triunfaba momentáneamente. Una vez dentro, hacía oscilar todas las lámparas. El
hombre ignoraba por lo general esa demostración, por violento que fuera el
movimiento. A lo mejor se encogía de hombros y murmuraba para su coleto:
«hundimiento», y luego, inevitablemente, «Che
serà, serà».
En el baño, el geniecillo había esparcido pasta de dientes alrededor de
la taza y atascado la alcachofa de la ducha con papel higiénico empapado.
Compartía incluso la ducha con Jack, colgando invisible de la barra que
sostenía la cortina y murmurando a su oído sugerencias obscenas. Eso siempre
tiene éxito, se les decía a los demonios en la academia. La rutina de las
obscenidades al oído siempre angustiaba a los clientes, haciéndoles creer que
eran ellos quienes imaginaban esos actos perniciosos, y llevándolos a asquearse
de sí mismos, luego a rechazarse y finalmente a la locura. Naturalmente, en
algunos casos las víctimas se enardecían tanto ante estas sugerencias
murmuradas que salían a la calle y actuaban en ella. En esas circunstancias la
víctima era a menudo arrestada y encarcelada. La prisión conducía a nuevos
crímenes y a una lenta disminución de las reservas morales –y de esta forma se
conseguía la victoria–. De una manera u otra acababa por aparecer la locura.
Salvo que, por alguna razón, esta regla no era aplicable a Polo; era
imperturbable: un bastión de la decencia.
Desde luego, tal como iban las cosas, el geniecillo sería el primero en
arrojar la toalla. Estaba cansado; cansadísimo. Fueron interminables días de
torturar al gato, leer las tiras cómicas en el periódico de ayer, mirar los
acontecimientos deportivos: agotaban a la furia. Últimamente había alimentado
una pasión por la mujer que vivía enfrente de Polo. Era una viuda joven; y
parecía ocupar la mayor parte de su vida paseando completamente desnuda por la
casa. A veces le resultaba casi insoportable, en medio de un día en que el
cartero no llamaba, observar a la mujer sabiendo que nunca podría cruzar el
umbral de la casa de Polo.
Eso decía la ley. El geniecillo era un demonio menor y su radio de
influencia anímica estaba estrictamente confinado al perímetro de la casa de su
víctima. Salir de ahí era cederle todos los poderes a la víctima: ponerse a
merced de la humanidad.
Todo el mes de junio, de julio y la mayor parte de agosto sudó en su
prisión, y a lo largo de esos meses brillantes y calientes Jack Polo mantuvo
una absoluta indiferencia con respecto a sus ataques.
Era completamente vergonzoso y estaba destrozando gradualmente la
confianza del demonio en sí mismo el ver que su blanda víctima sobrevivía a
cualquier tentativa o truco que intentara contra él.
El geniecillo lloró.
El geniecillo gritó.
En un acceso de angustia insoportable, hizo hervir el agua de la
pecera, escalfando a los guppys.
Polo no oyó nada. No vio nada.
Finalmente, a finales de septiembre, el demonio rompió una de las primeras
reglas de su condición y apeló directamente a sus amos.
Otoño es la estación del infierno; y los demonios de las esferas
superiores se sentían benignos. Condescendieron a hablar con su criatura.
–¿Qué quieres? –preguntó Belcebú, y su voz oscureció el aire del salón.
–Este hombre... –empezó a decir el geniecillo nerviosamente.
–¿Sí?
–Este Polo...
–¿Sí?
–No tengo recursos contra él. No puedo inducirle al pánico, no puedo
provocarle miedo, ni siquiera una leve inquietud. Soy estéril, Señor de las
Moscas, y deseo que me saquen de mi miseria.
La cara de Belcebú se dibujó un momento en el espejo que había encima
de la repisa de la chimenea.
–¿Que quieres qué?
Belcebú era mitad elefante mitad
mosca. El geniecillo estaba aterrorizado.
–Yo... me quiero morir.
–No puedes morir.
–En este mundo. Sólo morirme en este mundo. Desaparecer. Ser
sustituido.
–No morirás.
–¡Pero no puedo vencerlo! –chilló el geniecillo, lloroso.
–Es tu obligación.
–¿Por qué?
–Porque te lo ordenamos. –Belcebú siempre usaba el «nosotros» mayestático,
aunque no tenía derecho a hacerlo.
–Déjeme saber por lo menos por qué estoy en esta casa –suplicó el
demonio–. ¿Qué es él? ¡Nada! ¡No es nada!
A Belcebú esto le pareció ocurrente. Se rió, zumbó y barritó.
–Jack Johnson Polo es hijo de uno de los fieles de la Iglesia de la
Salvación Perdida. Nos pertenece.
–Pero ¿por qué lo iba a querer? Es tan torpe.
–Lo queremos porque su alma nos estaba prometida, y su madre no la
entregó. O se dejó convencer. Ella nos engañó. Murió en brazos de un sacerdote
y fue escoltada sin peligro hasta el...
La palabra siguiente era anatema. El Señor de las Moscas le costaba
trabajo pronunciarla.
–...cielo –dijo, con una debilitación infinita de su voz.
–Cielo –dijo el geniecillo, sin saber bien qué se entendía por esa palabra.
–Hay que perseguir a Polo en nombre del Diablo, y castigarlo por los
crímenes de su madre. Ningún tormento es demasiado duro para una familia que
nos ha engañado.
–Estoy cansado –confesó el geniecillo, atreviéndose a acercarse al
espejo–. Por favor. Se lo suplico.
–Persigue a ese hombre –dijo Belcebú– o sufrirás en su lugar. La figura
del espejo agitó su tronco negro y amarillo y se desvaneció.
–¿Dónde está tu orgullo? –dijo la voz de su amo según se perdía en la
distancia–. Orgullo, geniecillo, orgullo.
Y desapareció.
En su frustración, cogió el gato y lo echó al fuego, donde se quemó
rápidamente. Sólo con que la ley permitiera una crueldad tan sencilla con los
seres humanos, pensó. Ojalá. Ojalá. Entonces le haría padecer esos tormentos a
Polo. Pero no. El geniecillo conocía las reglas como la palma de la mano; los
profesores se las habían grabado en su tierna corteza de demonio novato. Y la
Ley Primera declaraba: «No pondrás la mano sobre tus víctimas».
Nunca le habían dicho por qué era pertinente esa ley, pero lo era.
«No pondrás...»
Así que todo siguió igual. Transcurrían los días, y el hombre no daba
todavía señales de irse a someter. A lo largo de las semanas siguientes el
geniecillo mató dos gatos más que Polo trajo a casa para sustituir a su querido
Freddy (ahora reducido a cenizas).
La primera de estas pobres víctimas fue ahogada en la taza del water un
aburrido viernes por la tarde. Fue una pequeña satisfacción ver cómo la cara de
Polo se teñía de desagrado al desabrocharse la bragueta y mirar hacia abajo.
Pero el placer que obtuvo el geniecillo con el desconcierto de Jack fue anulado
por la forma alegre y eficaz con que el hombre trató al gato muerto, levantando
el montón de piel empapada de la cazoleta, envolviéndolo en una toalla y
enterrándolo en el jardín trasero sin una queja.
El tercer gato que trajo Polo a casa fue consciente de la presencia
invisible del demonio desde el principio. Fue sin duda una semana divertida, a
mediados de noviembre, en que la vida casi se volvió interesante para el
geniecillo, mientras jugó al gato y al ratón con Freddy III. Freddy hacía de ratón. No siendo los gatos animales
especialmente brillantes, el juego apenas suponía un gran desafío intelectual,
pero fue un cambio frente a los días interminables de espera, persecución y
fracaso. Por lo menos el gato aceptaba su presencia. Sin embargo, con el
tiempo, en un estado de ánimo pésimo (debido a que la viuda desnuda se volvía a
casar), el demonio perdió los estribos con el gato. Estaba afilándose las uñas
sobre la alfombra de nilón, rasgando y arañando el pelo durante horas enteras.
El ruido le daba dentera metafísica al demonio. Miró al gato una vez,
brevemente, y éste salió volando como si se hubiera tragado una granada
activada.
El efecto fue espectacular. Los resultados, sensacionales. Sesos de
gato, pelo de gato, tripas de gato por todas partes.
Esa tarde Polo llegó exhausto a casa y se quedó en la puerta del
comedor, con cara de mareo al observar la carnicería que había sido Freddy III.
–¡Malditos perros! –dijo–. ¡Malditos, malditos perros!
Había enfado en su voz. Sí, exultaba el geniecillo: enfado. El hombre
estaba trastornado; había claras pruebas de emoción en su rostro.
Regocijado, el demonio atravesó la casa corriendo, decidido a sacar
partido de su victoria. Abrió y cerró todas las puertas. Rompió jarrones. Hizo
oscilar las pantallas.
Polo se limitó a recoger el gato.
El geniecillo se lanzó escaleras abajo, destrozó una almohada.
Representó el papel de una cosa con cojera y hambre de carne humana, y se rió
tontamente.
Polo se limitó a enterrar a Freddy
III al lado de la tumba de Freddy II y
a las cenizas de Freddy I.
Luego se metió en la cama sin su almohada.
El demonio se quedó totalmente perplejo. Si ese hombre no podía mostrar
más que una chispa de pesadumbre cuando su gato explotaba en el comedor, ¿qué
posibilidades tenía de derrotar algún día a ese bastardo?
Aún quedaba una última oportunidad.
Se acercaba la Navidad, y las hijas de Jack vendrían a casa, a la
intimidad de la familia. A lo mejor podían convencerlo de que no estaba todo
bien en el mundo; tal vez podrían clavar sus uñas en su absoluta indiferencia y
empezar a socavarlo. Esperando contra toda esperanza, el geniecillo se estuvo
quieto unas semanas hasta finales de diciembre, planeando sus ataques con toda
la maldad imaginativa que pudo reunir.
Mientras tanto, la vida de Jack siguió su curso. Parecía vivir al
margen de su experiencia, vivir su vida como un autor podría escribir una
historia extravagante sin involucrarse nunca demasiado en el argumento. Sin
embargo, mostró su entusiasmo de varias formas significativas por las
vacaciones venideras. Limpió inmaculadamente las habitaciones de sus hijas.
Hizo sus camas con sábanas perfumadas. Lavó todas las manchas de sangre de gato
de la alfombra. Hasta preparó un árbol de Navidad en el salón, con bolas
iridiscentes, oropeles y regalos colgando de él.
De vez en cuando, mientras hacía los preparativos, Jack pensó en el
juego al que jugaba y calculó tranquilamente los elementos que tenía en contra.
En los próximos días no sólo su sufrimiento, sino también el de sus hijas,
tendrían que decidir la posible victoria. Y siempre, cuando hacía esos
cálculos, la posibilidad de una victoria parecía pesar más que los riesgos.
Así que siguió escribiendo su vida y esperó.
Llegó la nieve, en suaves golpecitos contra la ventana, contra la
puerta. Llegaron niños cantando villancicos y fue generoso con ellos. Fue
posible, durante unos pocos días, creer que la paz reinaba sobre la tierra.
Avanzada la tarde del veintitrés de diciembre llegaron las hijas con un
revuelo de chismes y besos. La más joven, Amanda, llegó la primera. Desde el
lugar privilegiado que ocupaba en el rellano, el geniecillo miró siniestramente
a la joven. No parecía el material ideal en quien provocar una crisis. De hecho
parecía peligrosa. Gina llegó una o dos horas más tarde; era una mujer de
rasgos delicados, mundana, de unos veinticuatro años; parecía tan intimidatoria
en todo como su hermana. Ambas trajeron a la casa su animación y sus risas;
volvieron a disponer los muebles; metieron las sobras de comida en el
congelador, se dijeron cada una (y a su padre) lo mucho que habían echado a
faltar su mutua compañía. En unas pocas horas la casa gris se volvió a pintar
de luz, alegría y amor.
Eso enfermó al geniecillo.
Gimoteando, se escondió en la habitación para no oír la efusión del
cariño, pero sus ondas expansivas lo envolvieron. Todo lo que pudo hacer fue
sentarse, escuchar y perfeccionar su venganza.
Jack estaba contento de tener a sus bellezas en casa. Amanda, tan llena
de opiniones y tan fuerte como su madre. Gina, más parecida a la madre de él: equilibrada y sensible. Se sentía
tan feliz con su presencia que se podría haber echado a llorar; y ahí estaba
él, el padre orgulloso, exponiendo a ambas a tantos riesgos. Pero ¿qué
alternativa le quedaba? Habría resultado muy sospechoso que suprimiera los
festejos de Navidad. Podría incluso haber echado por tierra toda su estrategia,
haciendo sospechar al enemigo qué trampa le tendía.
No, debía mantenerse en sus trece. Hacerse el mudo como el enemigo
había acabado por esperar de él.
Ya llegaría el momento de actuar.
A las tres y cuarto de la madrugada del día de Navidad, el geniecillo
inició las hostilidades tirando a Amanda de la cama. Una actuación ínfima en el
mejor de los casos, pero que tuvo el efecto deseado. Adormecida, se frotó la
magullada cabeza y se subió otra vez a la cama, sólo para que ésta se
corcoveara, agitara y la derribara otra vez, como un potro indomado.
El ruido despertó al resto de la casa. Gina fue la primera en llegar al
cuarto de su hermana.
–¿Qué pasa?
–Hay alguien debajo de mi cama.
–¿Qué?
Gina cogió un pisapapeles del tocador y le gritó al asaltante que
saliera. El geniecillo, invisible, estaba sentado en el asiento junto a la
ventana y hacía gestos obscenos a las mujeres, retorciéndose los genitales.
Gina se asomó debajo de la cama. El demonio estaba agarrado ahora a la
lámpara, haciéndola oscilar adelante y atrás, para que la habitación diera
vueltas.
–Aquí no hay nada.
–Sí.
Amanda lo sabía. Claro que lo sabía.
–Hay algo ahí, Gina –dijo–. Hay algo en la habitación, con nosotras,
estoy segura.
–No. –Gina fue tajante–. Está vacía.
Amanda estaba buscando detrás del ropero cuando entró Polo.
–¿Qué es todo este jaleo?
–Hay alguien en casa, papá. Me tiraron de la cama.
Jack miró las sábanas arrugadas, el colchón fuera de su sitio, y luego
a Amanda. Ésta era la primera prueba: tenía que mentir con toda la naturalidad
de que fuera capaz.
–Parece que has tenido pesadillas, guapa –dijo, afectando una sonrisa
inocente.
–Había algo debajo de la cama –insistió Amanda.
–Aquí no hay nadie ahora.
–Pero yo lo noté.
–Bueno, inspeccionaré el resto de la casa –propuso, sin entusiasmo por
la tarea–. Vosotras dos quedáos aquí, por si acaso.
En cuanto Polo salió de la habitación, el geniecillo agitó un poco más
la luz.
–¡Esto se hunde! –dijo Gina.
Hacia frío en el piso de abajo, y Polo se habría abstenido de andar de
puntillas y descalzo sobre las baldosas de la cocina, pero estaba relativamente
satisfecho de que la guerra hubiera empezado de una manera tan inocente. Temía
que el enemigo se volviera salvaje con víctimas tan tiernas a mano. Pero no:
había juzgado el espíritu de esa criatura con bastante precisión. Era de las
órdenes menores. Poderoso pero lento. Se le podía sacar de sus casillas.
«Procede cuidadosamente», se dijo, «procede cuidadosamente.»
Se paseó por toda la casa, abriendo pacientemente aparadores y mirando
detrás de los muebles; luego volvió con sus hijas, que estaban sentadas arriba
de las escaleras. Amanda parecía pequeña y pálida, no la mujer de veintidós
años que era, sino de nuevo una niña.
–No pasa nada –les dijo con una sonrisa–. Es la mañana de Navidad y en
toda la casa...
Gina acabó la estrofa.
–Nada se mueve; ni siquiera un ratón.
–Ni siquiera un ratón, cariño.
En ese momento el geniecillo hizo que su cola tirara un jarrón de la
repisa del salón.
Incluso Jack se sobresaltó.
–Mierda –dijo. Necesitaba dormir, pero estaba claro que el demonio no
tenía intención de dejarlos en paz justamente ahora.
–Che serà, serà –murmuró,
recogiendo los pedazos del jarrón chino y envolviéndolos en un trozo de
periódico–. Por cierto, que la casa se hunde un poco del lado izquierdo –dijo
elevando la voz–. Lo ha hecho durante años.
–Un hundimiento –dijo Amanda con una serena tranquilidad– no me tiraría
de la cama.
Gina no dijo nada. Las opciones eran limitadas. Las alternativas poco
atrayentes.
–Bueno, a lo mejor fue Santa Claus –dijo Polo, ensayando la frivolidad.
Empaquetó los pedazos del jarrón y se dirigió a la cocina, seguro de que lo
seguían a cada paso–. ¿Qué otra cosa puede ser? –Hizo la pregunta por encima
del hombro al tirar el periódico a la basura–. La única explicación que
resta... –y por poco se regocija al rozar tan de cerca la verdad–, la única explicación
que resta es demasiado absurda para expresarla.
Fue una ironía exquisita negar la existencia del mundo invisible con el
conocimiento pleno de que ahora mismo estaba resoplando vengativamente detrás
de su cuello.
–¿Quieres decir duendes? –dijo Gina.
–Me refiero a cualquier cosa que dé trastazos de noche. Pero somos
gente mayorcita, ¿verdad? No creemos en el coco.
–No –dijo Gina categóricamente–, yo no, pero tampoco creo que la casa
se esté hundiendo.
–Bueno, tendremos que aceptarlo de momento –dijo Jack con una
determinación negligente–. La Navidad empieza ahora. Y no vamos a estropearla
hablando de duendes, ¿verdad?
Se rieron juntos.
Duendes. Ese fue un duro golpe. Llamar duende a un enviado del
infierno.
El geniecillo, debilitado por la frustración, con lágrimas ácidas que
hervían en sus mejillas intangibles, hizo rechinar sus dientes y se calló.
Aún quedaba tiempo para borrar esa sonrisa atea de la cara suave y
gorda de Jack. Tiempo de sobras. Ningún paño caliente de ahora en adelante.
Ninguna sutileza. Sería un ataque a fondo.
Que haya sangre. Que haya sufrimiento.
Todos se desmoronarían.
Amanda estaba en la cocina, preparando la cena de Navidad, cuando el
geniecillo lanzó su siguiente ataque. Por la casa resonaban las voces del coro
del King’s College: «Oh, pequeña ciudad de Belén, qué tranquila te vemos
yacer...».
Se habían abierto los regalos se estaban bebiendo los gin-tonics, la
casa era un cálido abrazo desde el tejado hasta el sótano.
En la cocina se coló una súbita ráfaga fría entre el calor y el vapor,
haciendo estremecerse a Amanda; alcanzó la ventana, abierta de par en par para
ventilar el aire, y la cerró. No fuera a resfriarse.
El geniecillo observó su espalda mientras ella se ocupaba de la cocina,
disfrutando de la vida doméstica durante un día. Amanda notó con toda claridad
que la miraban. Se dio la vuelta. Nadie, nada. Siguió lavando las coles de
Bruselas y cortó una con un gusano acurrucado en medio. Lo ahogó.
El coro seguía cantando.
En el salón, Jack que estaba con Gina, se reía de algo.
Luego hubo un ruido. Un traqueteo al principio, seguido del golpear del
puño de alguien contra una puerta. Amanda dejó caer el cuchillo en la pila de
las coles y se dio la vuelta ante el fregadero siguiendo el ruido. Éste se
hacia cada vez más fuerte. Como si algo encerrado en uno de los armarios
intentara desesperadamente escapar. Un gato encerrado en una jaula o un...
Pájaro.
Procedía del horno.
A Amanda se le encogió el estómago y empezó a imaginar lo peor. ¿Habría
encerrado algo en el horno al meter el pavo? Llamó a su padre mientras cogía el
paño de cocina y avanzaba hacia el horno, que se agitaba con el pánico de su
prisionero. Tuvo visiones de un gato apaleado saltándole encima, con el pelo
achicharrado y la carne medio cocida.
Jack estaba en la puerta de la cocina.
–Hay algo en el horno –le dijo, como si hiciera falta que se lo
dijeran. El horno estaba frenético; su sobresaltado contenido casi había echado
la puerta abajo.
Le quitó el paño de cocina. «Éste es un truco nuevo», pensó. «Eres mejor
de lo que creía. Esto es astuto. Es original.»
Gina ya estaba en la cocina.
–¿Qué se está cociendo? –preguntó irónicamente.
Pero el chiste se echó a perder cuando la cocina empezó a bailar y las
cacerolas con agua hirviendo se cayeron bruscamente de los quemadores al suelo.
El agua abrasó la pierna de Jack. Éste gritó y retrocedió tropezándose con
Gina, antes de abalanzarse contra la cocina con un chillido que no habría
asustado a un samurai.
El mango del horno estaba resbaladizo por el calor y la grasa, pero lo
agarró y abrió la puerta.
Del interior salió una ola de vapor y de calor abrasadora; olía a carne
de pavo suculenta. Pero el pájaro que estaba dentro no tenía aparentemente
ninguna intención de que se lo comieran. Se arrojaba de lado a lado de la
bandeja del asador, lanzando gotas de salsa en todas direcciones. Sus alas
marrones y churruscadas se agitaban lamentablemente, sus patas repiqueteaban
contra el techo del horno.
Entonces pareció advertir que la puerta estaba abierta. Las alas se
estiraron a cada lado de su cuerpo asado, y medio saltó medio cayó en la puerta
del horno, en una parodia de su personalidad viva. Descabezado, rezumando
condimentos y cebollas, dio aletazos por doquier como si nadie le hubiera
informado a ese condenado bicho de que estaba muerto; la manteca aún hervía en
su lomo cubierto de bacon.
Amanda chilló.
Jack se abalanzó sobre la puerta mientras el pájaro daba bandazos por
el aire, ciego pero vengativo. Nunca se descubrió qué pretendía hacer una vez
que alcanzara a sus tres acobardadas víctimas. Gina arrastró a Amanda al
pasillo, seguidas ambas de cerca por su padre, y cerraron la puerta de un
portazo justo cuando el pájaro se lanzaba contra el revestimiento, golpeando
contra él con todas sus fuerzas. Corrió salsa por la ranura de debajo de la
puerta, oscura y grasienta.
Ésta no tenía cerradura, pero Jack pensó que el pájaro no sería capaz
de hacer girar el pomo. Al retirarse sin aliento, maldijo su confianza. La
oposición tenía más trucos en reserva de lo que se había imaginado.
Amanda estaba apoyada contra la pared, sollozando, con la cara manchada
de salpicaduras de grasa de pavo. Sólo parecía capaz de negar lo que había
visto, agitando la cabeza y repitiendo la palabra «no» como un talismán contra
ese horror ridículo que todavía se abalanzaba contra la puerta. Jack la
acompañó hasta el salón. La radio aún emitía villancicos que cubrían el
estrépito del pájaro, pero sus promesas de buena voluntad eran un mediocre
consuelo.
Gina sirvió un coñac fuerte a su hermana y se sentó detrás de ella en
el sofá dándole, solícita, ánimos y palabras tranquilizadoras. Hicieron poca
mella en Amanda.
–¿Qué fue eso? –preguntó Gina
a su padre en un tono que exigía réplica.
–No lo sé –contestó Jack.
–¿Histeria colectiva? –El disgusto de Gina era evidente. Su padre tenía
un secreto: sabía qué ocurría en la casa pero, por alguna razón, se negaba a
revelarlo.
–¿A quién llamo: a la policía o a un exorcista?
–A ninguno de los dos.
–Por el amor de Dios...
–No pasa nada, Gina, de
verdad.
Junto a la ventana, su padre se dio la vuelta y la miró. Sus ojos
dijeron lo que su boca no quería decir: que eso era la guerra.
Jack estaba asustado.
La casa se había convertido en una prisión. De repente el juego era
mortal. El enemigo, en lugar de jugar a juegos inofensivos, quería hacerles
daño, daño de verdad, a todos ellos.
En la cocina, el pavo había admitido por fin su derrota. Los
villancicos de la radio habían dado paso a un sermón sobre las bendiciones de
Dios.
Lo que había sido dulce era agrio y peligroso. Miró a través de la
habitación a Amanda y a Gina. Cada una por sus razones, estaban temblando. Polo
quiso hablarles, explicarles lo que estaba ocurriendo. Pero la cosa debía estar
ahí, lo sabía, refocilándose.
Estaba equivocado. El geniecillo se había retirado al ático, satisfecho
con sus esfuerzos. El del pájaro, le parecía, había sido un golpe genial. Ahora
podía descansar un rato: recuperarse. Dejar que poco a poco los nervios del
enemigo flaquearan. Entonces, en el momento apropiado, asestaría el coup de grâce.
Pensó distraídamente si alguno de los inspectores habría observado su
obra con el pavo. A lo mejor estaban lo bastante impresionados por su
originalidad como para mejorar sus perspectivas de trabajo. Seguro que no había
pasado todos esos años de entrenamiento para perseguir a imbéciles medio lerdos
como Polo. Debía haber algo más estimulante que eso. Sentía la victoria, y era
una sensación agradable.
La persecución de Polo seguramente se precipitaría. Sus hijas lo
convencerían (si es que aún no lo estaba) de que había algo terrible en marcha.
Se rajaría. Se tambalearía. A lo mejor se volvía loco a la manera clásica:
mesándose los cabellos, rasgándose las vestiduras, untándose con sus propios
excrementos.
Sí, la victoria se acercaba. ¿Y no tendrían sus amos atenciones con él?
¿No lo recompensarían con alabanzas y poder?
Sólo era necesaria una nueva manifestación. Una intervención final
inspirada y Polo no sería más que una masa gimoteante.
Cansado pero confiado, el geniecillo bajó al salón.
Amanda estaba tumbada cuan larga era sobre el sofá, dormida.
Obviamente, estaba soñando con el pavo. Sus ojos se movían bajo los finos
párpados, el labio inferior le temblaba. Gina se había sentado detrás de la
radio, que ahora estaba apagada. Tenía un libro abierto en el regazo, pero no
lo estaba leyendo.
El importador de pepinillos no estaba en la habitación. ¿No era ésa de
la escalera su huella? Sí, la estaba subiendo para aliviar su intestino lleno
de coñac.
Una sincronización perfecta.
El geniecillo cruzó la habitación. Mientras dormía, Amanda soñó que
algo oscuro revoloteaba delante de su vista, algo maligno, algo que le sabía
amargo en la boca.
Gina levantó la mirada del libro.
Las bolas plateadas del árbol se mecían suavemente. No sólo las bolas:
el oropel y las ramas también.
De hecho, todo el árbol. Todo el árbol se agitaba como si alguien se
hubiera apoderado de él.
A Gina le dio muy mala espina. Se levantó. El libro se cayó al suelo.
El árbol empezó a girar.
–Cristo –dijo–. Jesucristo.
Amanda seguía durmiendo.
El árbol ganaba velocidad.
Gina anduvo todo lo silenciosamente que pudo en dirección al sofá y
trató de despertar a su hermana agitándola. Amanda, encerrada en sus sueños, se
resistió un momento.
–Padre –dijo Gina. Su voz era fuerte y llegó hasta el vestíbulo.
También despertó a Amanda.
Polo oyó un ruido como de perro quejándose en el piso de abajo. No,
como dos perros quejándose. Al bajar corriendo las escaleras, el dúo se
convirtió en trío. Irrumpió en el salón esperando encontrar a todas las huestes
infernales con cabeza de perro bailando sobre sus bellezas.
Pero no. Era el árbol de Navidad el que gemía, gemía como una jauría de
perros, y giraba y giraba.
Las bombillas habían saltado hacía mucho de sus casquillos. El aire
apestaba a plástico chamuscado y a savia de pino. El propio árbol giraba como
una peonza, repartiendo los regalos y adornos de sus atormentadas ramas con la
generosidad de un rey loco.
Jack apartó la vista del espectáculo del árbol y encontró a Gina y
Amanda, en cuclillas y aterrorizadas, detrás del sofá.
–¡Fuera de ahí! –chilló.
En aquel momento, la televisión se levantó impertinentemente sobre una
pata y empezó a girar como el árbol, ganando velocidad rápidamente. El reloj de
la repisa se unió al ballet. Y los atizadores del lado del fuego. Y los
cojines. Y los adornos. Cada objeto añadía su propia nota singular a la
orquestación de gemidos que crecían por segundos hasta alcanzar un volumen
ensordecedor. El aire empezó a rebosar de olor a leña quemada, pues la fricción
calentaba los extremos giratorios hasta hacerlos casi explotar. El humo se
arremolinó por la habitación.
Gina cogió a Amanda por el brazo y la arrastró hacia la puerta,
protegiendo su cara contra la lluvia de agujas de pino que el árbol, sin dejar
de acelerarse, iba lanzando.
Ahora daban vueltas las luces.
Los libros, que se habían caído de las estanterías, se unieron a la
tarantela.
Jack se podía imaginar al enemigo corriendo entre los objetos como un
malabarista que hiciera rodar platos con palos, intentando que todos se
movieran al unísono. Debía ser un trabajo agotador, pensó. Probablemente el
demonio estaba a punto de venirse abajo. No podía pensar con claridad.
Sobreexcitado. Impulsivo. Vulnerable. Éste debía ser el momento, si es que
había un momento, de unirse por fin a la batalla. De enfrentarse a eso,
desafiarlo y hacerle caer en la trampa.
Por su parte, el geniecillo estaba disfrutando de esta orgía de
destrucción. Lanzaba a la refriega todo objeto que pudiera moverse, haciendo
que todo diera vueltas.
Observaba con satisfacción cómo la hija se crispaba y se escabullía;
reía al ver cómo miraba el viejo, con los ojos desorbitados, ese ballet
estrafalario.
Seguro que ya estaba casi loco, ¿no?
Las bellezas habían llegado a la puerta, con el pelo y la piel llenas
de agujas de pino. Polo no las vio salir. Corrió a través de la habitación
esquivando una lluvia de adornos y recogió una horquilla de cobre para asar que
el enemigo había descuidado. Las baratijas llenaban el aire alrededor de su
cabeza, bailando a una velocidad vertiginosa. Tenía la carne herida y pinchada.
Pero la hilaridad de unirse a la batalla se había apoderado de él, y se puso a
hacer añicos libros, relojes y porcelanas chinas. Como un hombre en medio de
una nube de cigarras, corrió por la habitación, derribando sus libros favoritos
en un remolino de batir de páginas, golpeando a Dresden mientras dibujaba
espirales, destrozando las lámparas. Un montón de objetos rotos inundaba el
suelo, algunos de ellos aún se crispaban al salir la vida de sus fragmentos. Pero
por cada objeto derrumbado quedaba todavía una docena girando y gimiendo.
Podía oír a Gina en la puerta gritándole que saliera, que lo dejara tal
cual.
Pero era muy divertido jugar contra el enemigo más directamente de lo
que se había permitido hacerlo hasta entonces. No quería rendirse. Quería que
el demonio se mostrase, que lo conocieran, que lo reconocieran.
Quería un enfrentamiento con el emisario de Pedro Botero inmediato y
definitivo.
Sin previo aviso, el árbol dio paso a los dictados de la fuerza
centrífuga y estalló. El ruido fue como un aullido de muerte. Ramas, ramitas,
agujas, bolas, luces, cables y cintas volaron por la habitación. Jack, dando la
espalda a la explosión, notó que una onda expansiva lo golpeaba con fuerza y lo
tiraba al suelo. La parte de atrás de su cuello y cuero cabelludo fueron
alcanzadas de lleno por las agujas de pino. Una rama reseca salió disparada por
encima de su cabeza y atravesó el sofá. A su alrededor repiquetearon pedazos
del árbol en el suelo.
Explotaban, como el árbol, otros objetos de la habitación, arrojados
más allá de lo que sus estructuras toleraban. La televisión estalló, enviando
una ola letal de cristales por la habitación, gran parte de la cual se hundió
en la pared de enfrente. Sobre Jack, que reptaba hacia la puerta como un
soldado bajo un bombardeo, cayeron trozos de entrañas del televisor tan
calientes que chamuscaban la piel.
La habitación estaba tan atestada de andanadas de cascos que parecía
envuelta en niebla. Los cojines habían contribuido al espectáculo con sus
tripas, que caían como nieve sobre la alfombra. En cuanto a los trozos de
porcelana, un brazo primorosamente barnizado y una cabeza de cortesano
rebotaron en el suelo delante de su nariz.
Gina estaba en cuclillas en la puerta, instándole a que se diera prisa
y entornando los ojos para protegerse contra la lluvia. Cuando Jack la alcanzó
y sintió sus brazos alrededor suyo, juró que podía oír risas en el salón. Risas
tangibles, audibles, sonoras y satisfechas.
Amanda estaba en el vestíbulo, con el pelo lleno de agujas de pino,
mirándolo. Arrastró sus piernas por el pasillo y Gina cerró la puerta de un
golpe detrás de la demolición.
–¿Qué es? –preguntó–. ¿Duende? ¿Fantasma? ¿El fantasma de mamá?
La idea de que su difunta mujer fuera la responsable de esa destrucción
total le pareció divertida a Jack.
Amanda sonreía a medias. «Bueno, pensó, lo está superando.» Entonces se
cruzó con la mirada ausente de sus ojos y se dio cuenta de la verdad. Se había
derrumbado, su cordura se había refugiado donde esta fantasmagoría no la
pudiera alcanzar.
–¿Qué hay ahí? –preguntó
Gina, aferrándole el brazo tan fuertemente que le detuvo la circulación.
–No sé –mintió–. ¿Amanda?
La sonrisa de Amanda no desaparecía. Se quedó mirando hacia él, a
través de él.
–Sí que lo sabes.
–No.
–Estás mintiendo.
–Creo...
Se levantó del suelo y se sacudió los trozos de porcelana, las plumas y
el cristal de su camisa y pantalones.
–Creo... que me voy a dar un paseo.
Detrás de él, los últimos vestigios de zumbidos se habían apagado en el
salón. El aire del pasillo estaba electrizado de presencias ocultas. Estaba muy
cerca de él, invisible como siempre, pero muy cerca. Éste era el momento más
peligroso. No debía perder la calma ahora. Debía actuar como si no hubiera
pasado nada; tenía que dejar a Amanda tal cual, dejar las explicaciones y las
recriminaciones hasta que todo se hubiera acabado y resuelto.
–¿Pasear? –dijo Gina, incrédula.
–Sí... pasear... Necesito un poco de aire fresco.
–No puedes dejarnos aquí.
–Buscaré a alguien que nos ayude a limpiar.
–¿Y Mandy?
–Se recuperará. Déjala tal como está.
Eso fue duro. Casi imperdonable. Pero ya estaba dicho.
Anduvo inseguro hasta la puerta principal, sintiendo náuseas después de
tanto remolino. A sus espaldas, Gina estaba enfurecida.
–¡No puedes irte así, sin más! ¿Estás chiflado?
–Necesito aire –dijo, tan tranquilamente como se lo permitieron su
corazón, que latía con fuerza, y su reseca garganta–. Así que saldré un rato.
No, dijo el geniecillo. No, no, no.
Estaba detrás suyo, Polo podía sentirlo. Muy enfadado, a punto de
cortarle la cabeza. Salvo que no estaba autorizado a tocarlo jamás. Pero podía notar su resentimiento
como una presencia física.
Dio otro paso hacia la puerta principal.
Todavía estaba con él, siguiendo cada uno de sus pasos. Era su sombra,
su lapa; inseparable. Gina le gritó:
–¡Hijo de puta, mira a Mandy! ¡Se ha vuelto loca!
No, no debía mirar a Mandy. Si la miraba, podría echarse a llorar,
derrumbarse como quería esa cosa, y entonces todo estaría perdido.
–Se pondrá bien –dijo, apenas más fuerte que un murmullo.
Cogió el pomo de la puerta principal. El demonio echó el cerrojo
rápidamente, sonoramente. Ya no estaba de humor para seguir fingiendo.
Jack, manteniendo sus movimientos todo lo pausados que pudo, descerrojó
la puerta, por arriba y por abajo. Pero la puerta se cerró de nuevo.
Era un juego emocionante, pero también aterrador. Si iba demasiado
lejos, la frustración del demonio se sobrepondría seguramente a lo que le
habían enseñado.
Lentamente, suavemente, quitó otra vez el cerrojo. Con la misma
lentitud, la misma suavidad, el geniecillo la cerró.
Jack pensó cuánto tiempo podría soportar eso. Tenía que salir como
fuera: tenía que hacerle atravesar el umbral. Un paso era todo lo que la ley
pedía, de acuerdo con sus investigaciones. Un solo paso.
Abierta. Cerrada, Abierta. Cerrada.
Gina estaba de pie a uno o dos metros de su padre. No comprendía lo que
estaba viendo, pero era obvio que su padre luchaba con alguien, o algo.
–Papá... –empezó a decir.
–Cállate –dijo bondadosamente, gimiendo al abrir la puerta por séptima
vez. Hubo un temblor de locura en su gemido: fue demasiado largo y demasiado
laxo.
Inexplicablemente, ella le devolvió la sonrisa. Era triste, pero
genuina. Por mucho que estuviera en juego en todo esto, ella lo quería.
Polo se dirigió hacia la puerta trasera. El demonio iba tres pasos por
delante de él, corriendo por la casa como un esprínter y echando el cerrojo
antes de que Polo pudiera alcanzar siquiera el pomo. Unas manos invisibles
hicieron girar la llave en la cerradura y la redujeron en el aire a cenizas.
Jack fingió una escapada hacia la ventana que había junto a la puerta
trasera, pero se bajaron las persianas y se cerraron los postigos de un golpe.
El geniecillo, demasiado preocupado por la ventana para vigilar a Jack de
cerca, no advirtió que éste volvía sobre sus pasos por la casa.
Cuando vio la trampa que le tendían, soltó un pequeño chillido y lo
persiguió; estuvo a punto de resbalar sobre el pulimentado suelo y darse contra
Polo. Evitó la colisión sólo gracias a la más artística de las maniobras. Eso
habría resultado fatal, desde luego: tocar al hombre en el calor de la pelea.
Jack estaba otra vez en la puerta principal y Gina, comprendiendo la
estrategia de su padre, le había quitado el cerrojo mientras el geniecillo y él
luchaban en la puerta trasera. Jack había deseado fervientemente que
aprovechara la oportunidad de abrirla. Lo había hecho. Estaba entornada: el
aire gélido y vivificante de la tarde entraba en remolinos por el pasillo.
Jack cubrió los últimos metros que lo separaban de la puerta como un
relámpago, sintiendo sin oírlo el aullido de queja que lanzó el geniecillo al
ver que su víctima escapaba al mundo exterior.
No era una criatura ambiciosa. Todo lo que quería en ese momento, por
encima de cualquier sueño, era coger ese cráneo humano entre sus manos y hacer
un disparate con él. Hacerlo añicos y tirar su obsesión fuera, a la nieve.
Hacer eso con Jack Polo, por siempre jamas.
¿Era eso mucho pedir?
Polo había salido a la nieve fresca y crujiente, con las zapatillas y
los dobladillos de sus pantalones enterrados en el hielo. Para cuando la furia
llegó al umbral, Jack ya estaba tres o cuatro metros más allá, andando
tranquilamente por el sendero hacia la verja. Escapando, escapando.
El geniecillo volvió a aullar y olvidó sus años de entrenamiento. Todas
las lecciones que había aprendido, todas las reglas de guerra que habían
grabado en su cerebro quedaron anegadas por el simple deseo de hacerse con la
vida de Polo.
Franqueó el umbral y se puso a perseguirlo. Fue una transgresión
imperdonable. En alguna parte del infierno, los poderes (que por largo tiempo
puedan presidir el tribunal, que por largo tiempo puedan iluminar las cabezas
de los condenados) sintieron el pecado y supieron que la batalla por el alma de
Polo estaba perdida.
Jack también lo sintió. Oyó el sonido de agua hirviendo a medida que
los pasos del demonio derretían la nieve del sendero. ¡Lo estaba siguiendo! La
cosa había transgredido la primera condición de su existencia. Había perdido
sus prerrogativas. Sintió la victoria en su espina dorsal y en el estómago.
El demonio lo alcanzó en la verja. Se podía ver claramente su aliento
en el aire, aunque el cuerpo del que procedía aún no se había vuelto visible.
Jack intentó abrir la verja, pero el geniecillo la cerró de un portazo.
–Che serà, serà –dijo Jack.
El demonio no lo pudo soportar más. Cogió, lleno de ira, la cabeza de
Jack con sus manos con la intención de reducir el frágil hueso a cenizas.
Tocarlo fue su segundo pecado; y lo hizo sufrir más de lo admisible.
Aulló como un hada y se apartó tambaleando de su presa, resbalando en la nieve
y cayendo de espaldas.
Conocía su error. Las lecciones que le
habían inculcado a golpes se le presentaron vertiginosamente ante su
imaginación. También sabía cuál era el castigo por abandonar la casa y tocar al
hombre. Estaba sujeto a un nuevo amo, esclavizado a esa víctima idiota que
tenía encima.
Polo había vencido.
Se reía observando la manera en que se formaba la figura del demonio
sobre la nieve del sendero. Como una fotografía que se revelara en una hoja de
papel, la imagen de la furia se hizo nítida. La ley se estaba cobrando sus
derechos. El geniecillo nunca podría volver a esconderse de su amo. Ahí estaba,
visible a los ojos de Polo, en toda su gloria desencantada. Piel castaña y ojo
brillante sin párpado, brazos fláccidos, removiendo la nieve con su cola y
derritiéndola a la vez.
–¡Bastardo! –dijo. Su voz tenía un deje australiano.
–No hablarás hasta que se te dirija la palabra –dijo Polo, con una
autoridad tranquila pero absoluta–. ¿Comprendido?
El ojo sin párpado lo miró, lleno de humildad.
–Sí –dijo el geniecillo.
–Sí, señor Polo.
–Sí, señor Polo.
La cola se le hundió entre las piernas, como a un perro acobardado.
–Puedes levantarte.
–Gracias, señor Polo.
Se levantó. No era agradable de ver, pero Jack disfrutó a pesar de
todo.
–Acabarán con usted, sin embargo.
–¿Quiénes?
–Ya lo sabe –dijo, dubitativo.
–Nómbralos.
–Belcebú –contestó, orgulloso de nombrar a su antiguo amo–. Los
poderes. El propio infierno.
–No creo –musitó Polo–. No contigo sometido a mí como prueba de mis
habilidades. ¿No soy el mejor de todos?
La mirada de la criatura parecía hosca.
–¿No lo soy?
–Sí –concedió amargamente–. Sí, usted es el mejor de todos.
Había empezado a temblar.
–¿Tienes frío? –preguntó Polo.
Asintió, imitando el aspecto de un niño perdido.
–Entonces necesitas ejercicio –dijo–. Mejor que vuelvas a casa y
empieces a arreglarlo todo.
La furia pareció perpleja, hasta desengañada, por esa orden.
–¿Nada más? –preguntó, incrédula–. ¿Ningún milagro? ¿Ni Helena de Troya
ni vuelos?
La idea de volar en una tarde tan nevada como ésa dejó frío a Polo. Era
ante todo un hombre de gustos sencillos: todo lo que le pedía a la vida era el
amor de sus hijas, una casa agradable y un buen precio comercial para los
pepinillos.
–Nada de vuelos –dijo.
Al dirigirse cabizbajo por el sendero hacia la casa, pareció idear una
nueva maldad. Se volvió hacia Polo, obsequioso pero inconfundiblemente pagado
de sí mismo.
–¿Podría decir algo? –preguntó.
–Habla.
–Es justo que le informe de que se considera impío tener contactos con
tipos como yo. Incluso herético.
–¿Es eso cierto?
–Sí –dijo el geniecillo, animándose por su profecía–. Se ha quemado a
gente por menos.
–No en los tiempos que corren –replicó Polo.
–Pero el serafín lo verá –dijo–. Y eso significa que nunca irá a ese
lugar.
–¿Qué lugar?
El demonio buscó la palabra especial que había oído usar a Belcebú.
–El cielo –dijo, triunfante. Había aparecido una fea sonrisa en su
cara; ésta era la maniobra más astuta a la que había recurrido jamás; era
teología malabar.
Jack asintió despacio, poniéndose el índice en el labio inferior.
Lo que decía la criatura era probablemente cierto: la asociación con él
o con tipos como él no la verían con buenos ojos las huestes de santos y
ángeles. Probablemente le fuera vedado
el acceso a las praderas del paraíso.
–Bueno –dijo–, ya sabes lo que tengo que responder a eso, ¿no es
verdad?
El geniecillo se quedó mirándolo frunciendo el entrecejo. No, no lo
sabía. Entonces desapareció su sonrisa de satisfacción al ver lo que quería
decir Polo.
–¿Qué digo? –le preguntó Polo.
Derrotado, murmuró la frase.
–Che serà, serà.
Polo sonrió.
–Todavía te queda una oportunidad –dijo, y lo llevó camino del umbral,
cerrando la puerta con algo muy parecido a la serenidad en su rostro.
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