Hoy te traigo el cuento del inmortal Robert Bloch : "El Hombre que Coleccionaba a Poe"
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El Hombre que Coleccionaba a Poe.
Robert Bloch (1917-1994)
¿Edgar
Allan Poe podría vender sus historias si escribiera hoy en día? Esta es una
pregunta que por mucho tiempo ha intrigado a editores, autores, lectores y
críticos de fantasía. Es una pregunta que he buscado responder de la única
manera posible… escribiendo una historia de Poe de la manera que el mismo Poe
podría haberla escrito. No pretendo tener un décimo de su talento o un décimo
de su genio... pero me he propuesto deliberadamente, en la medida de lo posible
recrear su estilo. Los estudiosos de Poe reconocerán mi deliberada inclusión de
frases y porciones de “La Caída de la Casa Usher”, y el lector casual las
descubrirá con bastante facilidad. El resultado es, yo creo, una “historia de
Poe” en un sentido más bien único y especial... y uno que me dio un gran placer
de escribir como tributo a la figura a la cual yo, como cualquier otro escritor
de fantasía, le estoy en deuda.
Robert Bloch.
Durante
la totalidad de un nublado, oscuro y silencioso día en el otoño del año, cuando
las nubes colgaban opresivamente bajas en el cielo, yo había estado pasando
solo, en automóvil, a través de una región particularmente lúgubre del campo, y
finalmente me encontré a mí mismo, mientras las sombras de la noche avanzaban,
a la vista de mi destino.
Admiré
la escena frente a mí (la casa misma y las simples características del paisaje
de la región, las paredes descoloridas, las ventanas como ojos vacíos, algunos
juncos tupidos y unos pocos troncos blancos de árboles podridos) con un
sentimiento de absoluta confusión mezclada con abatimiento. Me pareció como si
alguna vez antes hubiera visitado este sitio, o leído acerca de él, quizá, en
algún cuento frecuentemente reexaminado. Y sin embargo, ciertamente no podría
ser así, ya que sólo tres días habían transcurrido desde que había conocido a
Launcelot Canning y recibido una invitación para visitarlo en su residencia de
Maryland.
Las
circunstancias en las que conocí a Canning eran simples; yo había asistido a un
encuentro de bibliófilos en Washington y le fui presentado por un amigo mutuo.
Una conversación casual dio lugar a la discusión absorbente e interesada cuando
él descubrió mi obsesión con las obras de fantasía. Al enterarse de que yo me
encontraba en vacaciones viajando sin itinerario fijo, Canning me apremió para
que me convirtiera en su huésped por un día y para examinar, a mi gusto, su
inusual exhibición de objetos de recuerdo.
“Siento,
desde nuestra conversación, que tenemos mucho en común,” me dijo. “Para que lo
sepa, señor, en mi amor a la fantasía no me inclino ante nadie. Es un gusto que
tal vez heredé de mi padre y de su padre antes que él, junto con sus
considerables adquisiciones de ese género. No dudo que usted se verá
gratificado con lo que estoy preparado para mostrarle, ya que con la debida
modestia, me permito designarme a mí mismo como el coleccionista más destacado
del mundo de las obras de Edgar Allan Poe.”
Confieso
que su invitación como tal no me cautivó, ya que no respaldo al adorador del
héroe literario o al coleccionista erudito como tipo. Poseo un más que pasajero
interés en los cuentos de Poe, pero mi interés no se extiende al punto de
indagar en qué fecha exacta el Sr. Poe decidió dejarse crecer un bigote, ni me
interesaría excesivamente la oportunidad de examinar varios pelos preservados
de semejante apéndice hirsuto.
Así
que fue más bien la persona y personalidad de Launcelot Canning mismo lo que me
motivó a aceptar su ofrecimiento de hospitalidad. Ya que el hombre que propuso
convertirse en mi anfitrión podría él mismo haber salido de las páginas de un
cuento de Poe. Su modo de hablar, como me he esforzado por indicar, estaba
caracterizado por una cortés arrogancia tan frecuentemente ejemplificada en los
héroes de Poe… y más allá de toda certeza, su apariencia confirmaba el
parecido.
Launcelot
Canning tenía la cadavérica complexión, los grandes, líquidos y luminosos ojos,
los finos labios curvados, la nariz delicadamente modelada, la barbilla
finamente moldeada, y el cabello oscuro similar a telarañas de un típico
protagonista de Poe.
Fue este fenómeno el
que incitó mi aceptación y lo que me indujo a viajar a su propiedad de Maryland
la cual, ahora me doy cuenta, en sí misma manifestaba una cualidad Poe-ética
propia, inherente en las imágenes de los juncos grises, las espantosas ramas de
los árboles, y las ventanas como ojos vacíos de la mansión de la melancolía. Lo
único que le faltaba era un estanque y un foso… y mientras me preparaba para
entrar a la vivienda, medio esperaba encontrar allí dentro los techos tallados,
los oscuros tapices, los pisos de ébano y los fantasmagóricos trofeos
heráldicos tan vivamente descriptos por el autor de Cuentos de lo Grotesco y lo
Arabesco.
Tampoco,
al entrar al hogar de Launcelot Canning, me encontré demasiado decepcionado en
mis expectativas. Fiel tanto a la atmosférica cualidad de la decrépita mansión
como a mis propios fantásticos presentimientos, la puerta fue abierta en
respuesta a mis golpes por un valet que me condujo, en silencio, a través de
oscuros e intrincados pasillos hasta el estudio de su amo.
El
cuarto en el que me hallé era muy amplio y de gran altura. Las ventanas eran
largas, estrechas y puntiagudas y se hallaban a una distancia tan grande del
negro piso de roble como para ser en conjunto inaccesibles desde el interior.
Tenues destellos de luz teñida de carmesí se abrían paso a través de los
cristales entramados, y servían para hacer que los objetos más prominentes se
distinguieran lo suficiente; el ojo, sin embargo, luchaba en vano para tratar
de alcanzar los más remotos ángulos de la cámara o los recovecos de los techos
abovedados y ornamentados con líneas. Oscuros tapices colgaban desde lo alto de
las paredes. El moblaje en general era numeroso, incómodo, antiguo y andrajoso.
Muchos libros e instrumentos musicales yacían dispersos por el lugar, pero
fracasaban en otorgarle alguna vitalidad a la escena.
En
lugar de eso, hacían más clara esa peculiar cualidad de casi recuerdo; era como
si me encontrara una vez más, luego de una prolongada ausencia, en un escenario
familiar. He leído, he imaginado, he soñado o en realidad he contemplado antes
este escenario.
A
mi entrada, Launcelot Canning se levantó de un sofá en el cual había estado
tendido y me saludó con una vivaz calidez que tenía mucho en ella, pensé en un
principio, de exagerada cordialidad.
Sin
embargo su tono, mientras hablaba del objeto de mi visita, de su ardiente deseo
de verme y del placer que esperaba que yo le ofreciera en una discusión de
nuestros mutuos intereses, pronto disipó mi equivocada idea.
Launcelot
Canning me dio la bienvenida con el extasiado entusiasmo de un coleccionista
nato… y llegué a darme cuenta que él era, de hecho, justamente eso. Ya que la
colección de Poe que prontamente propuso develar ante mí era en realidad su
patrimonio.
Al
comienzo, reveló, el núcleo de la presente acumulación había comenzado con su
abuelo, Christopher Canning, un respetado comerciante de Baltimore. Casi
ochenta años antes había sido uno de los principales mecenas de las artes en su
comunidad y como tal, tuvo en parte un papel decisivo en arreglar el traslado
del cuerpo de Poe a la esquina sudeste del Cementerio Presbiteriano en las
calles Fayette y Green, donde un adecuado monumento podría ser erigido. Este
evento ocurrió en el año 1875 y fue unos pocos años antes de eso que Canning
sentó las bases de la colección Poe.
“Gracias
a su empeño,” me informó su nieto, “hoy soy el afortunado poseedor de una copia
de virtualmente cada espécimen de las obras publicadas de Poe. Si pasa por
aquí” y me condujo a un apartado rincón del abovedado estudio, pasando los
oscuros tapices, a una estantería que se elevaba remotamente hacia el sombrío
techo “me complacerá corroborar esa afirmación. Aquí hay una copia de Al
Aaraaf, Tamerlán y otros Poemas en la edición de 1829 y aquí hay una edición
aún anterior de Tamerlán y otros Poemas de 1827. “La edición de Boston, la cual,
como usted indudablemente sabe, está valuada hoy en 15.000 dólares. Puedo
asegurarle que el Abuelo Canning no se separó de semejante suma a fin de
apoderarse de esta rareza.”
Exhibió
los volúmenes con un aire que mezclaba el orgullo y la codicia, lo cual es a
menudo característico del coleccionista y que de ningún modo debe confundirse
ni con el esnobismo literario o con la
avaricia corriente. Percatándome de esto,
permanecí impaciente mientras él exhibía más tesoros: copias del
Philadelphia Saturday Courier que contenían relatos tempranos, volúmenes
encuadernados de The Messenger durante el período de Poe como editor, la
Graham's Magazine, ediciones del New York Sun y el New York Mirror ostentando, respectivamente,
El Camelo del Globo y El Cuervo, y archivos de The Gentleman's Magazine.
Subiendo a una pequeña escalera de biblioteca, me bajó la edición de Lea y
Blanchard de Cuentos de lo Grotesco y lo Arabesco, el Primer Libro del
Conquiliólogo, el Eureka de Putnam y, finalmente, el librillo de papel
publicado en 1943 y vendido a doce centavos y medio, titulado Los Poemas en
Prosa de Edgar A. Poe: una baratija insignificante conteniendo dos historias y
que hoy se cotiza en $50,000.
Canning
me informó de este último dato y, de hecho, siguió haciendo comentarios sobre
cada artículo que presentaba. No había duda de que era tanto un erudito como un
coleccionista de Poe, y sus palabras informaban sobre los andrajosos
especímenes del Broadway Journal y el Godey's Lady's Book con una singular
fascinación no necesariamente inherente a las poco convincentes hojas de sus
contenidos.
“Tengo
una gran deuda con la obsesión del Abuelo Canning;” observó, bajando de la
escalera y reuniéndose conmigo frente a los estantes. “No es del todo una
violación a la confianza admitir que su interés en Poe alcanzó el punto de una
obsesión, y quizá eventualmente el de una absoluta manía. El conocimiento,
¡ay!, me temo que es de propiedad pública.”
“A
comienzos de los setentas él construyó esta casa, y estoy bastante seguro que usted
ha sido lo suficientemente observador para notar que en sí misma es casi una
réplica de una típica mansión al estilo de Poe. Este era su estudio, y era aquí
donde acostumbraba a estudiar con detenimiento los libros, las cartas y los
numerosos recuerdos de la vida de Poe.”
“Qué
impulsó a un comerciante retirado a dedicarse tan fanáticamente a un
pasatiempo, no puedo decirlo. Baste con decir que virtualmente se retiró del
mundo y de todos los demás intereses normales. Mantuvo una voluminosa y extensa
correspondencia con ancianos hombres y mujeres que habían conocido a Poe
durante su vida, hizo peregrinajes a Fordham, envió a sus agentes a West Point,
a Inglaterra y Escocia y a virtualmente cada lugar en el cual Poe hubiera
puesto su pie durante su vida. Adquirió cartas y recuerdos como regalos, los
compró y, me temo, los robó, si ningún otro medio de adquirirlos resultaba
viable.”
Launcelot
Canning sonrió y asintió con la cabeza. “¿Todo esto le suena extraño? Le
confieso que alguna vez yo también lo hallé casi increíble, como el fragmento
de una novela. Ahora, tras haber pasado años aquí, he perdido mi propia
objetividad.”
“Sí,
es extraño,” respondí. “Pero, ¿está usted seguro que no hubo alguna oscura
razón personal para el interés de su abuelo? ¿Conoció a Poe de niño o estuvo
asociado con alguno de sus amigos? ¿Había quizá una lejana relación no
revelada?”
Al
mencionar la última palabra, Canning se sobresaltó visiblemente y un
estremecimiento de agitación se extendió por su semblante.
“¡Ah!”
exclamó “Allí expresa usted mi propia convicción más íntima. Una relación…
seguramente debe haber habido alguna, estoy moralmente, instintivamente seguro
que el Abuelo Canning sentía o sabía que se encontraba relacionado a Edgar Poe
por lazos de sangre. Ninguna otra cosa podría explicar su fuerte interés
inicial, su defensa continua de Poe en las controversias literarias de la época
y su período final de melancolía en un mundo de engaño e ilusión.”
“Y
sin embargo él nunca pronunció una afirmación o hizo una denuncia en papel… y
yo he buscado en vano en la colección de cartas la más mínima pista.”
“Es
curioso que usted haya adivinado tan pronto una sospecha sostenida no sólo por
mí mismo sino también por mi padre. Él era sólo un niño en la época de la
muerte de mi Abuelo Canning, pero las circunstancias del caso dejaron una
profunda impresión en su naturaleza sensible. A pesar de haber sido retirado de
inmediato de esta casa y llevado a la casa de los parientes de su madre en
Baltimore, no perdió tiempo en regresar tras entrar en posesión de su herencia
apenas llegado a la madurez.”
“Afortunadamente,
encontrándose en posesión de una considerable renta, fue capaz de dedicar su
vida entera a ampliar la investigación. El nombre de Arthur Canning es conocido
aún en el mundo de la crítica literaria, pero por alguna razón él prefirió
continuar su erudito análisis de la carrera de Poe en la intimidad. Creo que
esta preferencia fue dictada por una sensibilidad interior; que él estaba
empeñado en desenterrar alguna información que pudiera probar el parentesco de
su padre, el suyo y para el caso, el mío propio con Edgar Poe.”
“¿Dice
que su padre también era un coleccionista?” lo insté.
“Una
afirmación que estoy preparado para respaldar,” replicó mi anfitrión, mientras
me conducía a otro rincón del estudio amortajado de sombras. “Pero primero,
¿aceptaría un vaso de vino?”
Él
llenó, no vasos sino verdaderos jarros, de una gran garrafa y brindamos el uno
por el otro con silencioso aprecio. Quizá sea innecesario que comente que el
vino era un fino Amontillado añejo.
“Ahora,
pues,” dijo Launcelot Canning, “la especial competencia de mi padre en la
investigación de Poe consistía en la acumulación y estudio de cartas.”
Abriendo
una serie de grandes cajas o gavetas debajo de los estantes, extrajo archivo
tras archivo de folios de papel encerado y en el espacio de la siguiente media
hora examiné la correspondencia de Edgar Poe, cartas a Henry Herring, al Doctor
Snodgrass, Sarah Shelton, James P. Moss, Elizabeth Poe, misivas a la Sra.
Rockwood, Helen Whitman, Anne Lynch, John Pendleton Kennedy, notas a la Sra.
Richmond, a John Allan, a Annie, a su hermano Henry, una profusión de
documentos, una verdadera cornucopia epistolar.
Durante
el transcurso de mi examen mi anfitrión aprovechó la ocasión para volver a
cargar nuestros jarros con vino y el
intoxicante trago comenzó a hacer efecto, ya que no habíamos comido y yo ni
siquiera había pensado en la comida, tan absorto estaba en las amarillentas
páginas que iluminaban el pasado de Poe.
Aquí
había ingenio, erudición, crítica literaria; aquí estaban las confundidas
efusiones sentimentales de una mente perdida en la bebida y la desesperación;
aquí estaba el borrador del proyecto de un cuento, los fragmentos de un poema;
aquí estaba un lastimero grito de liberación y una apología a la belleza
viviente; aquí estaba una respuesta digna a una carta de reclamo y un
pronunciamiento editorial para un admirador; aquí había amor, odio, orgullo,
rabia, serenidad celestial, penitencia abyecta, autoridad, maravilla,
resolución, gozo y melancolía que enfermaba el alma.
Aquí
estaba el talentoso orador, el borracho tartamudeante, el esposo amoroso, el
amante desesperado, el editor orgulloso, el pobre indigente, el grandioso
soñador, el andrajoso realista, el investigador científico, el ingenuo
metafísico, el hijastro dependiente, el espíritu libre y sin límites, el
escritorzuelo, el poeta, el enigma que fue Edgar Allan Poe.
Nuevamente
los jarros se llenaron y vaciaron. Bebí profundamente con mis labios y con mis
ojos aún más profundamente…
Por
primera vez el verdadero entusiasmo de Launcelot Canning se comunicó a mis
propias sensibilidades… adiviné la eterna fascinación hallada en la consideración
de Poe el escritor y Poe el hombre; él que escribió la Tragedia, vivió la
Tragedia, fue la Tragedia; él que
escribió el Misterio, vivió y murió en el Misterio y que hoy se alza sobre la
escena literaria como el Misterio encarnado.
Y como un Misterio
permaneció Poe, a pesar del cuidadoso estudio de las cartas realizado por
Arthur Canning. “Mi padre no aprendió nada,” me confió mi anfitrión “aún cuando
reunió, como puede ver aquí, una colección como para deleitar el corazón de un
Mabbott o un Quinn. Así que su búsqueda se extendió. Para esa época yo era lo
bastante mayor como para compartir tanto sus intereses como sus pesquisas.
Venga.” Y me condujo hacia un cofre ornamentado que descansaba bajo las
ventanas contra la pared oeste del estudio.
Arrodillándose,
abrió la cerradura del repositorio y luego extrajo, en una rápida y maravillosa
sucesión, una serie de objetos, cada uno de los cuales hacía alarde de una
íntima conexión con la vida de Poe.
Había
souvenirs de su juventud y de su época escolar en otras partes (un libro que
usó durante su estancia en West Point), recuerdos de sus días como crítico
teatral en la forma de programas teatrales, una pluma usada durante su período
editorial, un abanico del que alguna vez fue dueña su esposa-niña, Virginia, un
broche de la Sra. Clemm, una profusión de objetos incluyendo artículos tan
diversos como un juego de pañuelos para el cuello y, bastante curiosamente, la
maltratada y manchada flauta de Poe.
Volvimos
a beber y reconozco que el vino era potente. El semblante de Canning permanecía
cadavéricamente pálido, pero, por otra parte, había una especie de loca
hilaridad en sus ojos, una evidente histeria contenida en toda su conducta. A
la larga, de la dispersa pila de curiosidades, acabé extrayendo y examinando
una cajita de características nada extraordinarias, tras lo cual me vi obligado
a preguntar por su historia y qué papel había jugado en la vida de Poe.
“¿En
la vida de Poe?” Un visible estremecimiento convulsionó los rasgos de mi
anfitrión, luego pasó rápidamente a transformarse en una mueca, un rictus de
diversión. “Esta cajita, y usted notará cómo, por cierto designio del destino o
forzada coincidencia, tiene una semejanza con la caja que él mismo concibió y
describió en su cuento Berenice, esta cajita está relacionada con su muerte,
más que con su vida. Es, de hecho, la misma caja que mi abuelo Christopher
Canning abrazaba con fuerza contra su pecho cuando lo hallaron caído por allí.”
Otra
vez el estremecimiento, otra vez la mueca. “Pero quédese. Aún no le he contado
los detalles. Quizá le interesaría ver el lugar en que Christopher Canning
sufrió el ataque; ya le he contado de su locura, pero no hice más que sugerir
la índole de sus desvaríos. Usted ha sido paciente conmigo, más que paciente. Su
comprensión será recompensada, ya que percibo que se le pueden confiar por
completo los hechos.”
Qué
otras revelaciones estaba Canning preparado para hacer, no podría decirlo, pero
su actitud era tal que bastaba para inspirar una vaga ansiedad e inquietud en
mi pecho.
Tras
advertir mi inquietud rio brevemente y apoyó una mano sobre mi hombro. “Venga, esto podría interesarle como
aficionado a la fantasía,” dijo. “Pero primero, otro trago para acelerar
nuestro viaje.”
Sirvió,
bebimos, y entonces nos condujo desde esa cámara abovedada, por los silenciosos
pasillos, por la escalera y por los recovecos más profundos del edificio hasta
que alcanzamos lo que parecía una mazmorra, con su piso y el interior de un
largo pasaje abovedado cuidadosamente revestidos de cobre. Nos detuvimos frente
a una maciza puerta de hierro. Nuevamente experimenté en el aspecto de esta
escena un elemento evocativo de reconocimiento o recuerdo.
La
intoxicación de Canning era tal que malinterpretó (o eligió malinterpretar) mi
reacción.
“No
tiene por qué temer,” me aseguró. "Nada ha ocurrido aquí desde aquel día,
hace casi setenta años atrás, cuando sus sirvientes lo descubrieron tendido
frente a esta puerta, con la cajita fuertemente apretada contra su pecho; caído
y en un estado de delirio del cual nunca salió. Por seis meses se consumió, un
desesperado maníaco delirando salvajemente, desde el mismo momento en que lo
descubrieron hasta el momento en que murió, balbuceando sus visiones del
caballo gigantesco, la agrietada casa derrumbándose dentro del estanque, el
gato negro, el pozo, el péndulo, el cuervo sobre el busto pálido, el corazón
palpitante, los dientes nacarados y la semilíquida masa de repugnante,
detestable putrefacción de la cual emanaba una voz.
“No
fue eso lo único que balbuceó,” me confió Canning,y aquí su voz se hundió en un susurro que reverberó a
través del corredor revestido de cobre y contra la puerta de hierro. “Él
insinuó otras cosas mucho peores que la fantasía; de una horrorosa realidad
sobrepasando a todos los espectros de Poe.
“Por
primera vez mi padre y los sirvientes se enteraron del propósito del cuarto que
había construido más allá de esta puerta de hierro… y se enteraron también de
lo que Christopher Canning había hecho
para establecer su título como el principal coleccionista de Poe del mundo.
“Luego
volvió a balbucear de la muerte de Poe, treinta años antes, en mil ochocientos
cuarenta y nueve, del entierro en el Cementerio Presbiteriano y del traslado
del ataúd en mil ochocientos setenta y cuatro a la esquina donde se había
erigido el monumento. Como le conté y se sabía en ese entonces, mi abuelo había
desempeñado un papel público impulsando ese traslado. Pero entonces nos
enteramos de la parte privada, nos enteramos de que había un monumento y una tumba,
pero no un ataúd en la tierra que había
debajo del supuesto lugar de descanso de Poe. El ataúd reposaba ahora en el
cuarto secreto al extremo de este corredor. Es por esa razón que el cuarto, la
casa misma, habían sido construidos.”
“Se
lo digo, él había robado el cuerpo de Edgar Allan Poe, y tal como lo gritó a
toda voz en su locura final, ¿no lo convertía eso, de hecho, en el
coleccionista más grande de Poe?”
“Su
objetivo final nunca fue develado, pero mi padre hizo un significativo
descubrimiento, la cajita apretada contra el pecho de Christopher Canning
contenía una porción de los huesos desmenuzados, el auténtico polvo que era
todo lo que quedaba del cadáver de Poe.”
Mi
anfitrión se estremeció y dio la vuelta. Me condujo a lo largo de ese pasillo
del horror, escaleras arriba, al estudio. Silenciosamente, llenó nuestros
jarros y yo bebí tan apresuradamente, tan profundamente, tan desesperadamente
como él.
“¿Qué
podía hacer mi padre? Confesar la verdad serviría para crear un escándalo
público. Él optó en cambio por mantenerse en silencio; por dedicar su propia
vida a estudiar en retiro.”
“Naturalmente
la conmoción lo afectó profundamente; según sé él nunca entró al cuarto que hay
más allá de la puerta de hierro y, de hecho, yo no supe del cuarto o sus
contenidos hasta la hora de su muerte... y no fue sino hasta algunos años más
tarde que yo mismo encontré la llave entre sus pertenencias.”
“Pero
yo hallé la llave y la historia fue inmediata y completamente corroborada.
¡Ahora yo soy el coleccionista más grande de Poe... ya que él yace en la
mazmorra de abajo, mi eterno trofeo!”
Esta
vez yo serví el vino. Mientras lo hacía, noté por primera vez la inminencia de
una tormenta, la impetuosa furia de sus ráfagas sacudiendo las ventanas y los
ecos de sus truenos rodando y retumbando por los corredores carcomidos por el
tiempo de la vieja casa.
La
salvaje, excesiva vivacidad con que mi anfitrión escuchaba (o aparentaba
escuchar) esos sonidos no me tranquilizaba para nada... ya que su reciente
revelación me llevó a sospechar de su cordura.
Que
el cuerpo de Edgar Allan Poe había sido robado, que esta mansión había sido
construida para hospedarlo, que se encontraba ciertamente guardado como una
reliquia en una cripta de abajo, que abuelo, padre y nieto habían morado aquí
solos, apartados, esclavizados a un secreto sepulcral, estaba más allá de la
convicción racional.
Y
aún así, rodeado ahora por la noche y la tormenta, en un entorno arrancado de
las propias fantasías frenéticas de Poe, no podía estar seguro. Aquí el pasado
seguía vivo, el mismísimo espíritu de los relatos de Poe exhalaba su corrupción
sobre la escena.
Mientras
el trueno resonaba, Launcelot Canning buscó la flauta de Poe y, ya sea en
desafío a la tormenta o como un burlón acompañamiento, él tocó; soplándola con
ebria persistencia, con espectral atonalidad, con una estridencia que
destrozaba los nervios. Al chillido de ese infernal instrumento, el trueno añadía
un contrapunto de carcajadas.
Incómodo,
indeciso e inquieto, me retiré hacia las sombras de las estanterías en el
extremo más alejado del cuarto y distraídamente repasé los títulos de una fila
de antiguos tomos. Aquí estaba la Quiromancia de Robert Fludd, el Directorium
Inquisitorum, un raro y curioso libro in quarto gótico que era el manual de una
iglesia olvidada; e indeciso entre los volúmenes de investigación
seudocientífica, especulación teológica y varios incunables, hallé títulos que
hicieron que me detuviera y horrorizara. El De Vermis Mysteriis y el Liber
Eibon, tratados de demonología, de brujería, de hechicería, deteriorándose
lentamente en sus encuadernaciones deshechas. Los libros eran viejos pero no
estaban polvorientos. Habían sido leídos…
“¿Los
ha leído?” Fue como si Canning adivinara mis más profundos pensamientos. Él
había dejado a un lado su flauta y se
había acercado a mí, lanzando risitas como en un permanente ebrio desafío a la
tormenta. Extraños ecos y estampidos sonaron a través de los largos corredores
de la casa y curiosos sonidos chirriantes amenazaron con ahogar sus palabras y
su risa.
“¿Los
ha leído?” dijo Canning. “Yo los estudio. Sí, yo también he ido más lejos que
mi abuelo y que mi padre. Fui yo quien consiguió los libros que poseían la
clave y fui yo quien halló la clave. Una clave más difícil de descubrir y más
importante que la llave de la bóveda de abajo. A menudo me pregunto si el mismo
Poe tuvo acceso a estos mismos tomos, si supo los mismos secretos. Los secretos
de la tumba… y de lo que yace más allá; y de lo que puede ser invocado si uno
posee la clave.”
Se
alejó a los tropezones y regresó con vino.
“Beba,” dijo. “Beba por la noche y la tormenta.”
Rechacé
el vaso ofrecido. “Suficiente,” dije, “debo partir.”
¿Fue
mi imaginación o vi que el miedo congelaba sus facciones? Canning atenazó mi
brazo y exclamó. “¡No, quédese conmigo! ¡Esta no es una noche en la cual estar
solo, le juro que no soporto el pensamiento de estar solo, ya no soporto más
estar solo!”
Sus
incoherentes balbuceos se mezclaron con el trueno y los ecos, retrocedí y lo
confronté. “Contrólese,” le aconsejé. “Confiese que esto es un engaño, una
elaborada impostura preparada para complacer sus caprichos.”
¿Engaño?
¿Impostura? Quédese y se lo probaré más allá de toda duda” y diciendo esto,
Launcelot Canning se agachó y abrió un pequeño cajón ubicado en la pared por
debajo y a un lado de las estanterías. “Esto debería compensarlo por su interés
en mi historia y en Poe,” murmuró. “Sepa que es usted la primera persona,
aparte de mí mismo, que vislumbra estos tesoros.”
Me
pasó un fajo de manuscritos en sencillo papel blanco; documentos escritos con
una tinta curiosamente similar a la que había advertido cuando leía las cartas
de Poe. Las páginas estaban abrochadas juntas en grupos y por un momento sólo
repasé los títulos.
“El
Gusano de Medianoche, por Edgar Poe”, leí en voz alta. “La Cripta” exhalé. Y
aquí, “Las Nuevas Aventuras de Arthur Gordon Pym” y en mi agitación estuve a
punto de dejar caer las preciosas páginas. “¿Son estos lo que parecen ser… los
cuentos inéditos de Poe?”
Mi
anfitrión hizo una reverencia.
“Sin
publicar, sin descubrir, desconocidos, excepto para mí… y para usted.”
“Pero
esto no puede ser,” protesté. “Seguramente debe haber habido una mención de
ellos en alguna parte, en la propias cartas de Poe o en las de sus
contemporáneos. Debe haber habido alguna pista, una indicación, en alguna
parte, en algún lugar, de alguna manera.”
El
trueno se mezcló con mis palabras y el trueno hizo eco en la respuesta a gritos
de Canning.
“¿Se
atreve a presumir una impostura? ¡Entonces compare!” Volvió a agacharse y sacó
un folio encerado de cartas. “Tome, ¿no es esta la auténtica escritura de Edgar
Poe? Mire la caligrafía de la carta, luego la de los manuscritos. ¿Puede usted
decir que no fueron escritas por la mismísima mano?”
Miré
la escritura; me maravillé ante las posibilidades de una falsificación de
un monomaníaco. ¿Podría Launcelot
Canning, una víctima de desorden mental, simular de manera tan minuciosa la
mano de Poe?
“¡Lea,
entonces!” gritó Canning a través del trueno. “¡Lea y atrévase a decir que esos
cuentos fueron escritos por alguien más que Edgar Poe, cuyo genio desafía la
corrupción del Tiempo y el Gusano Conquistador!”
Leí
una línea o dos, sosteniendo el manuscrito de más arriba cerca de mi ojos que
se esforzaban bajo la oscilante luz de la vela; pero incluso con la parpadeante
iluminación noté lo que me relató la única, incontrovertible verdad. Ya que el
papel, el papel curiosamente no amarillento, poseía una visible marca de agua;
el nombre de una firma de bien conocidas papelerías y la fecha… 1949.
Haciendo
a un lado el fajo me esforcé para recobrar la compostura mientras me apartaba
de Launcelot Canning. Ya que ahora sabía la verdad; sabía que, cien años
después de la muerte de Poe, una semblanza de su espíritu aún vivía en la
distorsionada alma de Canning. Encarnación, reencarnación, llámenlo como
quieran; Canning era, en su propia mente irracional, Edgar Allan Poe.
Los
ecos ahogados y apagados del trueno que venían desde una remota porción de la
mansión se entremezclaban con el inaudible bullir de mi propia confusión
interna, al tiempo que me volvía y me dirigía precipitadamente a mi anfitrión.
“¡Confiese!”
exclamé. “¿No es verdad que usted ha escrito estos cuentos, imaginándose a sí
mismo como la encarnación de Poe? ¿No es verdad que sufre usted de un singular
delirio nacido de la soledad y de su eterna preocupación acerca del pasado; que
usted ha alcanzado una fase caracterizada por la convicción de que Poe aún vive
en su propia persona?”
Lo
invadió un fuerte estremecimiento y una sonrisa enfermiza tembló en sus labios
al tiempo que respondía “¡Tonto! Le digo que he dicho la verdad. ¿Puede dudar
de la evidencia de sus sentidos? ¡Esta casa es real, la colección de Poe existe
y las historias existen… existen, lo juro, tan ciertamente como el cuerpo que
yace en la cripta de abajo!”
Levanté
la cajita de la mesa y quité a tapa. “No es así,” le contesté. “Usted dijo que su
abuelo fue encontrado con la caja apretada contra su pecho, frente a la puerta
de la bóveda, y que contenía el polvo de Poe. Sin embargo no puede eludir el
hecho de que la caja está vacía.” Lo enfrenté furiosamente. “Admítalo, la
historia es una invención, una novela. El cuerpo de Poe no yace bajo esta casa,
ni estas son sus obras inéditas, escritas durante su vida y ocultas.”
“Bastante
cierto.” La sonrisa de Canning era increíblemente espantosa. “El polvo
desapareció porque lo tomé y lo usé… porque en la obras de hechicería hallé las
fórmulas, los arcanos por medio de los cuales pude levantar la carne, recrear
el cuerpo desde las sales esenciales de la tumba. Poe no yace debajo de esta
casa… ¡él vive! ¡Y los relatos son sus obras póstumas!”
Acentuadas
por el trueno, sus palabras se estrellaron contra mi consciencia.
“¡Ese
fue el objetivo último de mi planeación, de mis estudios, de mi trabajo, de mi
vida! ¡Levantar, por medio de hechicería, el auténtico espíritu de Edgar Poe de
la tumba, revestido y animado en la carne, ponerlo a morar y soñar y hacer su
trabajo otra vez en las cámaras secretas que construí en las bóvedas de abajo…
y eso es lo que hice! ¡Robar un cuerpo no es más que una broma macabra; lo mío
es el logro de un verdadero genio!”
La
clara, hueca, metálica y estruendosa, aunque aparentemente amortiguada
reverberación acompañando sus palabras hizo que se girara en su asiento y
enfrentara la puerta del estudio, de manera que yo no pude ver lo que ocurría
con su rostro… ni él pudo leer mi propia reacción a sus desvaríos.
Sus
palabras llegaron débilmente a mis oídos a través del trueno que sacudió la
casa con una implacable garra; el viento que hacía vibrar las ventanas y
temblar la llama de las velas del gran candelabro de plata envió un suspiro que
se elevó en un angustiado acompañamiento a su discurso.
“Se
lo mostraría, pero no me atrevo; ya que él me odia tanto como odia la vida. Lo
he encerrado en la bóveda, solo, ya que los resucitados no tienen necesidad de
comida ni bebida. Y se sienta allí, la pluma moviéndose sobre el papel,
moviéndose eternamente, volcando eternamente la maligna esencia de todo lo que
supuso y sugirió en vida y lo que aprendió en la muerte.”
“¿No
ve la trágica desgracia de mi aprieto? Busqué alzar su espíritu de entre los
muertos, entregarle otra vez su genio al mundo… y sin embargo estos cuentos,
estos trabajos, están cargados y llenos de un terror que no puede resistirse.
¡No pueden ser mostrados al mundo, él no puede ser mostrado al mundo; al traer
de vuelta al muerto he traído de vuelta los frutos de la muerte!”
***
Los
ecos volvieron a sonar mientras me desplazaba hacia la puerta… impulsado, lo
confieso, por el deseo de escapar de esta maldita casa y su maldito dueño.
Canning
atenazó mi mano, mi brazo, mi hombro. “¡No puede irse!” gritó por sobre la
tormenta. “Hablé de su escape, pero, ¿no lo adivinó? ¿No lo escucha a través
del trueno… el rechinar de la puerta?”
Lo
empujé a un lado y trastabilló volcando el candelabro, de modo que las llamas
lamieron el alfombrado.
"¡Espere!"
gritó. “¿No ha escuchado sus pasos en la escalera? ¡Loco, le digo que ahora él
está parado tras la puerta!”
Una
ráfaga de viento, un fragor de llamas, un velo de humo se elevaron juntos a
nuestro alrededor. Abriendo de par en par los inmensos paneles antiguos que
Canning señalara, me tambaleé dentro del pasillo.
Hablo
de viento, de llamas, de humo… suficientes para oscurecer toda visión. Hablo de
los gritos de Canning y de truenos lo bastante fuertes como para ahogar todo
sonido. Hablo de terror nacido del odio y de una desesperación suficiente como
para destrozar mi cordura.
A
pesar de esas cosas, nunca podré borrar de mi consciencia… aquello que
contemplé cuando escapé pasando la puerta y por el corredor.
Allí
tras la puerta estaba parada una figura alta y velada; una figura demasiado
familiar, de rasgos pálidos, con una frente alta y abovedada, un bigote por
sobre la boca. Mi breve visión sólo duró un instante, un instante durante el
cual el hombre (el cadáver, la aparición, la alucinación, llámenlo como
quieran) avanzó hacia el interior de la cámara y apretó con fuerza a Canning
contra su pecho en un abrazo inquebrantable. Juntas, las dos figuras se
tambalearon en dirección a las llamas, que se alzaron para ocultar para siempre
la visión.
De
esa cámara y de esa mansión hui aterrado. La tormenta aún desataba afuera toda
su cólera y ahora el fuego llegaba para reclamar la casa de Canning para sí
mismo.
Súbitamente
una luz salvaje destelló a lo largo del camino frente a mí y me di vuelta para
ver de dónde pudo haber venido un resplandor tan inusual… pero sólo eran las
llamas, alzándose para consumir con sobrenatural esplendor la mansión, los
secretos, del hombre que coleccionaba a Poe.
Robert Bloch
(1917-1994)
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