Stephen King
(Para móvil)
- PRIMERA
PARTE -
No he contado antes esta
historia, y nunca pensé que lo haría –no exactamente porque tuviera miedo a no
ser creído, sino porque sentía vergüenza… y porque la historia era mía.
Siempre he creído que al contarla,
me devaluaría tanto a mí como a la historia en sí misma, la haría pequeña y más
mundana, no mucho mejor que una historia amateur de fantasmas contada antes de
apagar las luces. Creo que también tenía miedo de que si la contaba, escucharla
en mis oídos me haría dejar de creerla a mí también. Pero desde que murió mi madre
no he podido dormir muy bien. Permanezco en un ligero sopor y despierto de golpe
otra vez, totalmente lúcido y temblando. Dejar la lamparilla de noche encendida
funciona, pero no tanto como podrías pensarlo. Hay muchas más sombras en la
noche, lo has notado? Aún con luz hay tantas sombras.
Las largas pueden ser sombras
de cualquier cosa que se te ocurra. Cualquier cosa.
Yo era un muchacho en la
Universidad de Maine cuando la Sra. McCurdy llamó para contarme sobre mami. Mi
padre murió cuando yo era aún muy joven para recordarlo y fui hijo único, así
que solo éramos Alan y Jean Parker contra el mundo. La señora McCurdy, quien
vivía calle arriba, llamó al apartamento que yo compartía con otros tres
muchachos. Había conseguido el número telefónico de la pizarra-magneto
recordatorio que má tenía adherida en la nevera. “Fue un infarto”, dijo ella
con ese acento Yankee largo y cansado suyo. “Ocurrió en el restaurante, pero no
seas tan imprudente de volar hasta acá. El doctor dice que no ’stá muy grave.
Está despierta y ‘abla”.
“Si, pero es coherente?” Pregunté.
Intentaba sonar calmado, incluso sorprendido, pero mi corazón latía rápidamente
y repentinamente la sala de estar se tornó muy cálida. Tenía el apartamento
para mí solo, era miércoles y mis dos compañeros tenían clases todo el día.
“Oh, si. Lo primero que me dijo
fue que te llamase pero que no te asustara. Muy considerado de su parte, no lo
crees?”
“Si”. Pero desde luego estaba asustado. Cuando
alguien llama y te dice que tu madre ha sido llevada del trabajo al hospital en
ambulancia, cómo se supone que debes sentirte?
“Dijo que permanecieras allá y
te ocuparas del colegio hasta el fin de semana. Y dijo que podrías venir
entonces si no tenías demasiado que-studiar”.
Seguro, pensé. Sarcástico. Me
quedaré aquí en este mugriento apartamento pestilente a cerveza mientras mi
madre está tendida en una cama de hospital a casi 170 kilómetros al sur
muriendo.
“Tu má es todavía una mujer joven,”
Dijo la Sra. McCurdy. “Es solo que se ha dejado engordar tremendamente estos
años, y tiene la hipertensión. Además de los cigarrillos. Tendrá que dejar los
cigarrillos”.
Yo dudaba que lo hiciera, con
infarto o sin él, y sobre eso tenía razón –mi madre amaba sus cigarrillos.
Agradecí a la Sra. McCurdy por haber llamado.
“Fue lo primero que hice al llegar
a casa”, dijo. “Y… cuándo piensas venir, Alan, el sabadito?” Había un ligero
tono en su voz que sugería que lo adivinaba.
Mire por la ventana la perfecta
tarde de Octubre. El brillante cielo azul de New England sobre los árboles que
se mecían sobre sus amarillas hojas en Mill Street. Entonces eche un vistazo al
reloj. Las tres y veinte. Estaba por salir hacia mi seminario de filosofía de
las cuatro en punto cuando sonó el teléfono.
“Bromea?” Pregunté. “Estaré ahí
esta noche.” Su risa era seca y algo sofocada al final –La Sra. McCurdy era excelente
para hablar sobre quién debía dejar el tabaco, ella y sus Winston. “Buen chico!
Irás directo al hospital y después conducirás hasta la casa, cierto?
“Eso creo, si” Dije. No tenía
sentido decirle a la Sra. McCurdy que había algún fallo en la transmisión de mi
viejo auto, y que no iría a ningún otro lugar que al sendero del futuro
predecible.
Haría autostop hasta Lewiston, y
después hasta nuestra pequeña casa en Harlow si aún no era muy tarde. Si lo
fuese, haría una siestecilla en algún sofá del hospital. No sería la primera
vez que mi pulgar me llevase fuera de la escuela. O dormiría sentado con mi
cabeza sobre una máquina de Coca-Cola, según el caso. “Me aseguraré que la
llave se encuentre bajo la carretilla,” dijo ella. “Sabes a lo que me refiero,
verdad?”
“Claro.” Mi madre conservaba una vieja
carretilla junto a la puerta del cobertizo trasero que se llenaba de flores en
el verano.
Pensar en ello, por alguna razón
hizo que las noticias de casa que la Sra McCurdy me diera me golpeasen como un
hecho auténtico: mi madre estaba en el hospital, la pequeña casa en Harlow
donde crecí estaría oscura esta noche –no habría quién encendiera las luces
después del ocaso. La Sra. McCurdy podía decir que mi madre era joven pero,
cuando se tienen veintiún años, cuarenta y ocho suenan a ancianidad.
“Ten cuidado, Alan. No
conduzcas deprisa”.
Mi velocidad, desde luego, dependería
de quienquiera que me llevase y, personalmente esperaba que quien fuese
condujera como el diablo. En cuanto a mí correspondía, no llegaría al Central
Main Medical Center lo suficientemente rápido. Aun así, no tenía sentido
preocupar a la Sra. McCurdy.
“No lo haré, gracias”.
“Por nada,” dijo ella. “Tu má
estará bien, y vaya si estará feliz de verte.”
Colgué el teléfono y garabateé
una nota diciendo lo que había ocurrido y hacia dónde me dirigía. Le pedí a
Hector Passmore, el más responsable de mis colegas, que llamara a mi asesor y
le pidiera que informara a mis instructores lo que pasaba para que no me
fastidiaran por ausencias –Dos o tres de mis profesores eran verdaderamente
intolerantes a ese respecto. Después empaque un cambio de ropa en mi mochila,
añadí mi copia de Introducción a la filosofía que había marcado doblando el
borde de una hoja y me dirigí a la salida. Abandoné el curso la siguiente
semana, aunque me estaba yendo bastante bien. Mi forma de ver el mundo cambió
esa noche, cambió bastante y nada en mi libro de filosofía parecía ajustarse a
dichos cambios.
Llegué a comprender que hay cosas
debajo, tú sabes – debajo- y ningún libro puede explicar lo que son. Yo creo
que a veces es mejor olvidar lo que son esas cosas. Si puedes, claro está. Hay
193. kilómetros de la Universidad de Maine en Orono hasta Lewiston en el
condado de Androscoggin, y la forma más rápida de llegar ahí es por la ruta I-95.
El camino de peaje no es un muy buen lugar para hacer autostop, puesto que la
policía estatal está dispuesta a echar a cualquiera se baje por ahí –incluso si
solo te encuentras de pie sobre la rampa, aun así te echan –y si el mismo
policía te pesca dos veces, puede incluso darte una multa. Así que tomé la Ruta
68, que enfila al sudoeste de Bangor. Es un camino bastante transitado y si no
luces como un completo psicótico, usualmente te las arreglas bien. Los polis también
te dejan en paz, la mayor parte del trayecto.
El primer tramo me llevó un adusto
vendedor de seguros y me llevó hasta Newport. Permanecí de pie en la
intersección de la Ruta 68 y la Ruta 2 por casi veinte minutos, y entonces
conseguí que me llevase un caballero algo mayor que iba en camino a Bowdoinham.
Constantemente se tocaba la entrepierna mientras manejaba. Como si intentara
atrapar algo que anduviese correteando por ahí.
“Mi mujer sienpre me dijo que
‘stuviera preparado y guardase un cuchillo en la espalda si pretendía llevar a
un autostopista,” dijo “pero cuando veo a un tipo joven parado a un la’o del caminio,
yo sienpre recuerdo mis días de juventud. Mi pulgar me llevo bastante lejos y
yo también hice autostop. Cabalgué los caminios también, y mira esto, ella
muerta hace cuatro años y yo vivito y coleando, conduciendo el mismo y viejo
Dodge. La echo tierriblemente de menos”. Se volvió a tocar la entrepierna “Hacia
dónde te diriges, hijo?”
Le conté a dónde iba y por qué.
“Eso es tierrible,” dijo él.
“Tu má! Lo siento mucho!”.
Su comprensión era tan fuerte y
espontánea que logró que sintiera un escozor en las comisuras de los ojos.
Parpadeé para ahuyentar las lágrimas. Lo último en el mundo que se me antojaba
era soltarme a llorar en el auto de este viejo, el cual cascabeleaba y se
bamboleaba, además de que lo impregnaba un fuerte olor a orín.
“La Sra. McCurdy –la dama que
me telefoneó –dijo que no era muy grave. Mi madre es aún joven, solamente
cuarenta y ocho años”.
“Aun así, es un infarto!” El
hombre parecía verdaderamente consternado. Manoseó la entrepierna de sus
pantalones verdes una vez más, tirando de ella con una mano de enormes proporciones
que asemejaba una garra.
“Un infarto sienpre’s serio!
Hijo, te llevaría yo mismo al CMMC –te dejaría justo ante la puerta principal
–si no hubiese prometido a mi hermano Ralph que lo llevaría al sanatorio particular
de Gates. Su esposa se encuentra ahí, tiene esa enfermedad del olvido, no me
puedo acordar cómo demonios se llama, Anderson’s o Alvarez o algo por el estilo
-“
“Alzheimer’s,” dije yo.
“Ajá, tal vez la haya pillado
yo también. Diablos, estoy tentado a llevarte de cualquier forma.”
“No es necesario que lo haga,”
Dije. “Puedo conseguir fácilmente quien me lleve desde Gates”
“Aún así,” dijo. “Tu madre! Un
infarto! Solamente cuarenta y ocho años!” Volvió a manosear su entrepierna. “Jodido
calzoncillo!” chilló, y después rió –el sonido era tanto estridente como
sorprendido. “Jodida ruptura! Si logras subsistir hijo, todo tu mundo comienza
a desmoronarse. Al final, Dios te patea el culo, déjame decirte. Pero eres un
buen chico al dejarlo todo e ir a por tu madre como lo ‘stás haciendo.”
“Es una buena madre,” Dije, y una
vez más sentí el escozor de las lágrimas. Nunca sentí demasiada nostalgia por
casa cuando me mudé al colegio –solo un poco la primera semana, eso fue todo
–pero, sentí nostalgia entonces. Solo éramos ella y yo sin ningún otro familiar
cercano. No podía imaginarme la vida sin ella. La Sra. McCurdy había dicho que
no era muy grave, un infarto si, pero no muy grave. Más valía que la condenada
vieja no mintiera, pensé, más le valía.
Continuamos en silencio durante
un rato. No era todo lo rápido que yo deseaba –el viejo mantenía una velocidad
constante de 72 kms./hr. y a veces se desviaba sobre la línea blanca hacia el carril
contrario- pero era un tramo largo, y no podía pedirse más.
La Carretera 68 se desenrolló
ante nosotros, doblando su curso a través de kilómetros de bosque y salpicada
de pequeños pueblos que comenzaban y terminaban en un parpadeo, cada uno con su
propio bar, y su propia estación de servicio. New Sharon, Ophelia, West Ophelia,
Ganistan (que alguna vez fue Afganistán, aunque parezca increíble), Mechanic
Falls, Castle View, Castle Rock. El azul brillante del cielo se desvanecía a medida
que el día terminaba, el viejo encendió primero sus indicadores de posición y
después los indicadores laterales y finalmente las luces frontales. Había
encendido las luces largas pero no parecía haberlo notado, incluso cuando los
autos que venían en sentido opuesto le mostraban sus propias luces largas.
“Mi cuñada no puede ni recordar
su propio nombre,” Dijo él. “No sabe ni decir ni sí, ni no, ni tal vez. Eso es
lo que hace contigo la enfermedad de Anderson, hijo. Tiene algo en sus ojos…
que parece decir ‘sáquenme de aquí’ … o lo diría, si pudiera recordar las
palabras. Sabes a lo que me refiero?”
“Si,” Repliqué. Inspiré profundamente
y me pregunté si el olor a orines pertenecía al viejo o tal vez tuviera un
perro que lo acompañase en ocasiones. Me pregunté si le ofendería que bajase un
poco la ventanilla. Finalmente lo hice. Él pareció no darse cuenta como tampoco
parecía percatarse de las protestas de los autos que venían en sentido opuesto.
Alrededor de las siete,
flanqueamos una colina en West Gates y mi conductor chilló. “Mírala hijo! La
luna! No es maravillosa?”
“En verdad era maravillosa –una
enorme bola anaranjada elevándose sobre el horizonte. Y sin embargo, pensé que
había algo terrible en ella. Parecía tanto preñada como infectada. Al mirar a
la creciente luna de pronto me acometió un pensamiento horrible. Qué pasaría si
llegaba al hospital y mamá no me reconocía? Qué tal si su memoria se había
esfumado, completamente, cero, y no pudiera ni decir ni sí, ni no, ni tal vez?
Que tal si el doctor me decía que necesitaba de alguien que la cuidase por el
resto de sus días? Ese alguien tendría que ser yo, desde luego, no había nadie
más. Adiós colegio. Que hay de eso amigos y vecinos?
“Pídele un deseo niñio!” Espetó
el viejo. En su excitación, su voz se tornó más aguda y desagradable –era como
si fragmentos de vidrio te chasqueasen en los oídos. Le dio a su entrepierna un
fuerte apretón. Algo ahí dentro emitió un chasquido. No me cabía en la cabeza
cómo podías oprimirte la entrepierna tan fuerte sin agarrarte las bolas desde
la raíz, con calzoncillo o sin él. “El deseo que le pidas a la luna canpestre
sienpre se realiza, eso es lo que mi padre decía.”
Pedí que mi madre me reconociese
cuando entrara a su habitación, que sus ojos se iluminaran y que dijese mi
nombre. Pedí el deseo e inmediatamente deseé no haber deseado, pensé que ningún
deseo hecho a una enfermiza luz anaranjada pudiera traer nada bueno.
“Ah, hijo! Exclamó el viejo.
“Desearía que mi mujer estuviera aquí! Le pediría de rodillas perdón por todas
las sandeces e insultos que le dije!” Veinte minutos más tarde, con la última
luz del día aún en el aire y la luna aun despuntando en el cielo llegamos a
Gates Falls. Hay un semáforo intermitente amarillo en la intersección de la
Ruta 68 y Pleasant Street. Justo antes de llegar a ella, el viejo viró
abruptamente hacia el arroyo lateral y provocando que la rueda delantera
derecha se golpeara contra el bordillo del camino y después retrocediera,
haciendo castañetear mis dientes.
El viejo me miró entonces con
una mirada entre salvaje y desafiante –todo en él era salvaje, y aunque no lo
había notado en un principio, todo en ese hombre daba la impresión de vidrios rotos.
Y todo cuanto decía parecía ser una exclamación.
“Te llevaré hasta ahí! Lo haré
si señor! Qué importa Ralph! Al demonio con él! Tú solo pídelo”.
Quería llegar pronto con mamá,
pero la idea de otros 32 kilómetros con ese olor a meados en el aire y los
autos protestando por las luces largas no era muy agradable. Tampoco era
agradable la imagen del tipo conduciendo en eses e invadiendo el carril
contrario de Lisbon Street. Pero sobre todo era por él. No podría soportar
otros 32 kilómetros de rasquiña de entrepierna ni de esa voz de vidrio roto.
“Hey, no,” Dije, “No hay problema.
Siga su camino y ocúpese de su hermano.” Abrí la puerta del copiloto y lo que
temía ocurrió –se inclinó y tomó mi brazo con su torcida y larga mano de
anciano. Era la misma mano con la que se había manoseado la entrepierna.
“Tú solo pídelo!” Me respondió.
Su voz era ronca, confidencial.
Sus dedos oprimían fuertemente
la carne justo debajo de mi axila. “Te llevaré justo hasta la entrada del
hospital! Ajá! No importa que nunca te haya visto en mi vida o tú a mí! No importa
ni sí, ni no ni tal vez! Te llevare justo… ahí!”
“No hay problema,” repetí, y repentinamente
sentí la urgente necesidad de salir de aquel auto, dejando la camisa en su puño
si era necesario para librarme de él. Sentía que me ahogaba. Pensé que cuando
me moviese, el apretón de su puño se cerraría aún más o incluso podría pillarme
por el vello del cuello, pero no lo hizo. Sus dedos se aflojaron y me pude
deslizar hacia fuera, y me pregunté cómo hacemos siempre que nos acomete un momento
de pánico irracional, a qué tuve miedo exactamente.
Él solo era un viejo carcamal
cuya subsistencia tal vez dependiese del carbón, con un ecosistema Dodge
pestilente a orines que parecía desilusionado por haber rechazado su oferta.
Era solo un viejo que no estaba
cómodo con sus calzoncillos.
¿Qué en el nombre de Dios había
yo temido?. “Le agradezco haberme llevado y agradezco aún más su oferta,” Dije.
“Pero puedo seguir por ahí” –señalé hacia Pleasant ¨Street “-y conseguiré
autostop en cualquier momento”.
Él permaneció en silencio un momento,
luego suspiró y afirmó con la cabeza.
“Ajá, ése es el mejor lugar del
que partir.” Dijo. “Manténte en los límites del pueblo, nadie querría llevar a
un tipo en el pueblo, nadie querría aminorar la marcha y que le apresuren a bocinazos.”
El hombre tenía razón en eso, hacer
autostop en un pueblo, aún en uno pequeño como Gates Falls era en vano. Adiviné
que realmente el pulgar había llevado al viejo muy lejos en otro tiempo.
“Pero, hijo, estás seguro? Ya
sabes lo que dicen sobre tener pájaro en mano”.
Titubeé una vez más. Él tenía
razón sobre lo del pájaro en mano también. Pleasant Street se volvía Ridge Road
a poco más de kilómetro y medio hacia el oeste del intermitente amarillo y transcurría
sobre 24 kilómetros de bosque antes de llegar a la Ruta 196 en los linderos de
Lewiston. Ya estaba casi oscuro y es siempre más difícil conseguir autostop por
la noche –cuando los faros de un auto te encuentran en medio de un camino
rural, parecerás un fugitivo del Wyndham Boy’s Correctional aún con el cabello
bien peinado y la camisa dentro del pantalón. Pero yo no quería viajar más con
el viejo. Aún ahora que me encontraba a salvo fuera de su vehículo, pensaba que
había algo atemorizante en él -tal vez fuese solo la forma en que su voz parecía
llena de puntos exclamativos. Además siempre he tenido suerte para conseguir
autostop.
“Estoy seguro,” dije. “Y
gracias otra vez, de verdad”.
“Cuando quieras, hijo. Cuando
quieras. Mi mujer… ” Se interrumpió, y vi que había lágrimas corriendo por las
comisuras de sus ojos. Le agradecí una vez más, y cerré de un portazo la puerta
antes que pudiera decir algo más.
Me apresuré a cruzar la calle,
mi sombra aparecía y desaparecía con la luz del intermitente. En la parte
alejada de la calle me volví y miré hacia atrás. El Dodge seguía ahí, aparcado
a un costado de Frank’s Fountain & Fruit. A la luz del intermitente y con
el semáforo a unos seiscientos metros más o menos adelante, lo pude ver sentado
recargado sobre el volante. Me acometió la idea de que estaba muerto, que yo lo
había matado al rehusar su ofrecimiento de ayuda. Entonces se aproximó un auto
por la esquina y el conductor echo sus luces largas al Dodge, esta vez el viejo
reaccionó con sus propias luces, y entonces me di cuenta que todavía estaba vivo.
Tras un momento, volvió hacia el camino y condujo el Dogde lentamente hacia la
esquina. Le observé hasta que se perdió de vista, y entonces levanté la vista
hacia la luna.
Comenzaba a perder su brillo
anaranjado, pero aun así, había algo siniestro en ella. Se me ocurrió entonces
que nunca antes había oído hablar sobre pedir deseos a la luna –al lucero del ocaso
sí, pero no a la luna. Una vez más deseé que pudiese retractar mi deseo,
mientras la oscuridad se cernía sobre mí y yo permanecía de pie ante los
cruces, era muy fácil recordar aquella historia sobre la garra del mono.
Caminé sobre Pleasant Street, mostrando
el pulgar a los autos que pasaban sin siquiera aminorar la marcha. Al
principio, había tiendas y casas a ambos lados del camino, entonces se terminaba
la acera y los árboles silenciosamente cerraban el paso obstruyendo la tierra.
En ocasiones, el camino se inundaba con luz, proyectando mi sombra hacia
delante, me volvía, mostrando el pulgar e intentaba poner lo que suponía era
una reconfortante sonrisa en mi rostro. Y cada ocasión el auto que se
aproximaba pasaba como una exhalación. Uno de ellos me gritó “Consigue un
empleo, pedazo de animal!” y hubo risas.
No temo a la oscuridad –o no temía
entonces, -pero comenzaba a temer que me había equivocado al no aceptar la
oferta de aquel viejo de llevarme directamente al hospital. Pude haber diseñado
algún cartel que rezara ‘NECESITO AUTOSTOP, MADRE ENFERMA’ antes de iniciar la
travesía, pero dudaba que ello fuese de alguna ayuda. Cualquier psicótico podía
hacer un cartel, después de todo. Continué la marcha, las zapatillas deportivas
se desgastaban con el terreno arcilloso del sendero, escuchando los sonidos de
la inminente noche: un perro, a lo lejos; un búho, mucho más cerca; el ronroneo
del creciente viento. El cielo era brillante a la luz de la luna, pero no se la
podía ver en aquél preciso instante – había árboles altos en este tramo y lo
cubrían todo por el momento. Al dejar atrás Gates, unos pocos autos pasaron
cerca. Mi decisión de no aceptar la oferta del viejo me parecía más tonta a cada
minuto. Comencé a imaginar a mi madre en su cama de hospital, su boca torcida
hacia abajo en un congelado gesto de desprecio, perdiendo su conexión con la
vida pero tratando de retenerla en un creciente ladrido llamándome, sin saber
que no podría llegar simplemente porque no me había gustado la escalofriante
voz del viejo o el apestoso olor de su automóvil. Flanqueé una colina pendiente
y de nuevo me encontré ante la luz de la luna en la cima. No había árboles a mi
derecha, los reemplazaba un pequeño cementerio rural. Las lápidas destellaban a
la pálida luz. Algo pequeño y negro se agazapaba junto a una de ellas, observándome.
Caminé un paso hacia delante, con curiosidad. La cosa negra se movió y resultó
ser una marmota. Me dirigió una única mirada de reproche con un ojo rojo y se
perdió entre la hierba alta. En un instante, tomé conciencia de lo cansado que
estaba, de hecho estaba exhausto.
Había estado destilando
adrenalina desde que la Sra. McCurdy llamara cinco horas antes, pero ahora eso
quedaba atrás. Eso era la peor parte. La parte buena era que aquella sensación
de franca urgencia se había ido, al menos de momento. Había tomado una
decisión, me decidí continuar por Ridge Road en lugar de la Ruta 68, y no tenía
sentido acosarme con lo mismo – Lo divertido es divertido y lo hecho, hecho
está, solía decir mi madre. Tenía cantidad de frases por el estilo como
aforismos Zen que casi tenían sentido. Con sentido o sin él, éste en particular
me reconfortaba en estos momentos. Si ella estaba muerta cuando yo llegase al hospital,
entonces eso era todo. Probablemente no lo estuviese. El médico dijo que no era
grave, de acuerdo a la Sra. McCurdy, y la Sra. McCurdy también había dicho que
mi madre aún era una mujer joven. Un poco en el bando pesado, cierto, y una fumadora
al por mayor, pero aún joven.
Mientras tanto, yo me encontraba
sumamente nervioso y súbitamente exhausto –parecía que mis pies hubiesen sido enterrados
en cemento.
Había un muro bajo de rocas que
discurría a lo largo un sendero que bordeaba el cementerio, con una abertura
por la cual corrían un par de ratas. Me senté en él con los pies plantados a
los lados de una de estas hendiduras. Desde esta posición, podría ver una buena
parte de Ridge Road en ambas direcciones. Cuando veía luces aproximándose desde
el oeste, en dirección a Lewiston, podría caminar de vuelta hacia el límite del
camino y sacar el pulgar. Entretanto, me sentaría aquí con mi mochila en el
regazo y esperaría a que me volviese la fuerza a las piernas.
Una baja neblina, fina y
resplandeciente se elevaba del césped. Los árboles que rodeaban el cementerio
por tres costados susurraban al movimiento de la creciente brisa. Desde más
allá del campo santo llegó el sonido de agua corriente, un arroyo y el ocasional
chapoteo de una rana. El lugar era hermoso y extrañamente confortable. Como la
fotografía en un libro de poemas románticos.
Miré hacia ambos lados del
camino. Nada se aproximaba, no había más que resplandor en el horizonte. Bajé
mi mochila a la hendidura entre mis pies, me puse de pie y caminé hacia el cementerio.
Un mechón de cabello cayó sobre mi frente y el viento lo apartó. La extraña
neblina se arremolinaba perezosamente alrededor de mis pies. Las rocas de la
parte trasera eran viejas, y más de una se había caído. Las del frente eran
mucho más recientes. Uní las manos y me arrodille, para mirar una lápida que
estaba rodeada de flores casi frescas. A la luz de la luna el nombre era fácil
de leer: GEORGE STAUB. Debajo de éste se encontraban las fechas que marcaban la
breve existencia de George Staub: ENERO 19, 1977 decía la primera y la otra
rezaba OCTUBRE 12, 1998. Eso explicaba por qué las flores apenas comenzaban a
secarse; Octubre 12 había sido hace dos días y 1998 era justo hacía dos años.
Los amigos y parientes de George debieron pasar a presentar sus respetos. Bajo
el nombre y las fechas había algo más, una breve inscripción. Me agaché un poco
más para poder leerla- -E inmediatamente me proyecté haca atrás, aterrado y demasiado
consciente de que me encontraba solo, visitando un cementerio a la luz de la
luna.
La inscripción decía
“LO DIVERTIDO ES DIVERTIDO Y LO
HECHO, HECHO ESTA”
Mi madre estaba muerta, había
muerto quizá en ese preciso instante y algo me había enviado un mensaje. Algo
con un sentido del humor absolutamente desagradable. Comencé a retroceder
lentamente hacia el camino, escuchando el viento pasar entre los árboles,
escuchando el arroyo, escuchando a la rana, súbitamente temeroso de escuchar
algo más, el sonido de tierra deslizándose y de raíces arrancadas por algo que,
sin estar del todo muerto, pugnara por salir, buscando asir una de mis
zapatillas deportivas-
Mis pies se enredaron y caí,
golpeándome el codo con una lápida, apenas fallando que otra me golpease la
nuca. Caí con un golpe seco, mirando hacia la luna que apenas se traslucía
entre los árboles. Ahora era blanca en vez de anaranjada, y tan brillante como
un hueso pulido. La caída me produjo más lucidez que pánico. No sabía lo que había
visto, pero no podía ser lo que yo creí haber visto, esa clase de cosas podían
ocurrir en las películas de John Carpenter y Wes Craven, pero no ocurrirían en
la vida real.
Si, de acuerdo, bien, murmuró
una voz en mi cabeza. Y si te alejases de aquí caminando continuarás creyéndote
eso. Podrás continuar creyéndolo por el resto de tu vida.
“A la mierda,” protesté y me
puse de pie. El trasero de mis tejanos estaba húmedo, y tiré de él para
separarlo de la piel. No era precisamente fácil reprochar a la lápida que era
la última morada de George Staub pero tampoco fue tan duro como pensé que
sería. El viento susurraba entre los árboles todavía en aumento, marcando un cambio
en el clima. Las sombras bailaban inquietas a mí alrededor. Las ramas crujían y
entrechocaban, un sonido crujiente en el bosque. Me incliné sobre la lápida y
leí.
“GEORGE STAUB
ENERO 19, 1977-OCTUBRE 12, 1998”
Me quedé ahí de pie, inclinado
con mis manos colgando sobre las rodillas, sin advertir lo rápido que latía mi
corazón hasta que comenzó a calmarse. Una pequeña y desagradable coincidencia, eso
era todo, y cabría la posibilidad de que hubiese leído mal la inscripción que
había bajo el nombre y las fechas? Aún sin estar cansado y bajo el efecto del
estrés, pude haber leído mal –la luz de la luna era una obvia disuasión. Caso
cerrado. Excepto que, sabía lo que había leído: Lo divertido es divertido y lo
hecho, hecho está.
Mi má estaba muerta.
“A la mierda,” Repetí, y me alejé.
Al hacerlo me di cuenta de que la neblina que se arremolinaba sobre la hierba y
mis tobillos comenzaba a resplandecer. Pude oír el murmullo de un motor aproximándose.
Se acercaba un auto. Corrí de vuelta hacia la entrada del muro de rocas
colgándome la mochila en el trayecto. Las luces del auto que venía iban a medio
camino de la colina. Saqué el pulgar en el instante en que me deslumbraron y
momentáneamente cegaron mi vista. Sabíaque el tipo se detendría aún antes de
que aminorara la marcha.
(1) La confusión se da por la
similar pronunciación en Inglés de las frases “Fun is fun and done is done” “lo
divertido es divertido y lo hecho hecho está” y la inscripción de la lápida que
en Inglés rezaría “Well begun, too soon done” “Un buen comienzo, y un prematuro
final” N. De la T.
Es curioso como puedes solo
saber en ocasiones, pero cualquiera que haya pasado mucho tiempo haciendo
autostop te podrá decir que así ocurre. El auto me adelantó, las luces del
freno encendieron y lentamente se acercó al bordillo de tierra suave muy cerca
del borde del muro de rocas que dividía el cementerio de Ridge Road. Corrí
hacia él con la mochila bamboleándose contra mi rodilla. El auto era un Mustang,
uno de esos fenomenales autos de fines de los sesenta o principios de los
setenta. El motor rugía ruidosamente, el notorio sonido de un silenciador que seguramente
no pasaría la próxima inspección cuando venciera el plazo… pero ése no era mi
problema.
Abrí la puerta y me deslicé al
interior. Mientras ponía mi mochila entre mis pies, un odor me azotó, algo casi
familiar y un tanto desagradable. “Gracias,” dije. “Muchas gracias.”
El tipo detrás del volante
llevaba unos tejanos desvaídos y una remera negra con las mangas cortadas. Su
piel era bronceada, sus músculos voluminosos, y a su bíceps derecho lo coronaba
un tatuaje que semejaba una alambrada azul. Llevaba una gorra de John Deere
puesta al revés. Había un fistol de botón pegado al cuello de su remera, pero
no podía leer qué decía desde mi ángulo. “No hay problema.” Dijo él. “Te diriges
a la ciudad?”
“Si,” respondí. En esta parte
del mundo “a la ciudad” significaba Lewiston, la única ciudad de cualquier
tamaño al norte de Portland. Mientras cerraba la puerta, vi uno de esos aromatizantes
con figura de pino colgando del espejo retrovisor. Eso era lo que había olido.
De seguro ésa no era mi noche en cuanto a olores se refería, primero orines y
ahora pino artificial. Aun así me estaban llevando. Debería sentirme aliviado.
Y mientras el tipo aceleraba de vuelta sobre Ridge Road, el gran motor del
Mustang de colección rugía. Intenté convencerme de que estaba aliviado.
“Qué te espera en la ciudad?” Preguntó
el conductor. Consideré que tendría mi edad aproximadamente, un pueblerino que
tal vez asistiese a la vocacional técnica en Auburn o tal vez trabajase en uno
de los pocos talleres textiles que aún quedaban en el área. Probablemente
habría arreglado él mismo este Mustang en su tiempo libre, porque eso era lo
que los pueblerinos hacían: bebían cerveza, fumaban algo de hierba, arreglaban
sus autos. O sus motocicletas.
“Mi hermano está por casarse.
Seré su padrino.” Dije esta mentira sin premeditación alguna. No quería que
supiera sobre mi madre, aunque, tampoco sabía por qué. Algo iba mal aquí.
No podía saber lo que era o por
qué pensé eso en primer lugar, pero lo sabía. Estaba seguro. “El ensayo es
mañana. Además de la despedida de soltero por la noche.
“Sí? De verdad?” Se volvió a
mirarme con los ojos muy abiertos y una rostro bien parecido, labios llenos y
una discreta sonrisa, los ojos desconfiaban.
“Si” repliqué.
Sentía miedo. Así como así, volvía
a sentir miedo. Algo estaba mal, y tal vez había estado mal desde que el viejo
carcamal del Dodge me incitara a pedir un deseo ante la enfermiza luna en lugar
de una estrella. O tal vez desde el momento en que descolgué el teléfono y escuché
a la Sra. McCurdy decir que tenía malas noticias para mí, pero no era todo lo
malo que podría ser.
“Bueno, eso está bien” dijo el joven hombre
con su gorra al revés. “Un hermano que se casa, hombre, eso está bien. ¿Cómo te
llamas?”
No solo sentía miedo, estaba
aterrorizado. Todo iba mal, todo. Y no podía explicar por qué o como era
posible que ocurriese tan deprisa. Pero sobre todo, sabía una cosa. Quería
tanto que el tipo que conducía el Mustang supiera mi nombre como querer que supiera
mis motivos para ir a Lewiston. En caso de llegar a Lewiston. Súbitamente tuve
la certeza de que nunca vería Lewiston nuevamente. Fue como saber que el auto
se iba a detener. Y también estaba ese olor, sabía algo sobre eso también, no
se trataba del aromatizante, había algo debajo del aromatizante.
“Héctor,” dije dando el nombre
de mi compañero de habitación. “Hector Passmore, ese soy yo” salió de mi boca seca
con total calma, y estaba bien. Algo dentro de mí insistía que no debería hacer
notar al conductor del Mustang que sentía que algo iba mal.
Era mi única oportunidad.
Se volvió hacia mí un poco, y
pude leer el botón que llevaba prendido: CABALGUÉ LA BALA EN TRHILL VILLAGE, LACONIA.
Yo conocía el lugar, había estado ahí, aunque no por mucho tiempo. También me
percaté de una gruesa línea negra que circulaba su garganta justo como el tatuaje
que asemejaba alambrada circulaba su brazo, solo que la línea alrededor de la
garganta del conductor no era un tatuaje. Tenía docenas de marcas negras que la
atravesaban verticalmente. Eran los puntos que cosería quienquiera que le
hubiese unido la cabeza de nuevo sobre el cuerpo.
“Gusto en conocerte, Héctor,”
dijo él. “Yo soy George Staub”.
- SEGUNDA PARTE -
Mi mano pareció flotar ahí como
la mano de un sueño. Deseé que aquello hubiese sido un sueño, pero no lo era,
tenía todos los visos agudos de la realidad. El olor por encima era de pino.
El olor debajo era algún tipo
de químico, probablemente formaldehído. Me encontraba cabalgando con un hombre muerto.
El Mustang apresuró la marcha
sobre Ridge Road a noventa y siete kilómetros por hora, persiguiendo sus
propias luces largas bajo la luz de botón de la luna. En todas direcciones los
árboles que se apiñaban a lo largo del camino danzaban y se mecían al viento.
George Staub me sonrió con ojos vacíos, entonces soltó mi mano y volvió la atención
al camino. En la escuela secundaria había leído Drácula, y ahora una frase del
libro recurría a mí, resonando en mi cabeza como una campana rota: Los muertos
conducen deprisa.
No puedo hacerle saber que sé.
Este pensamiento también resonaba en mi cabeza. No era mucho, pero era todo lo
que tenía. No puedo hacerle saber, no puedo, no. Me pregunté dónde se
encontraría ahora el viejo carcamal. Estaría a salvo con su hermano? O sería
que el viejo estaba metido en esto desde un principio? Era posible que se
encontrase justo detrás de nosotros, conduciendo su viejo Dodge, encorvado
sobre el volante y manoseándose la entrepierna? Estaría él muerto también?
Probablemente no. Los muertos conducen deprisa, según Bram Stoker, pero el
viejo nunca rebasó la línea de los 72.
Sentí una risa demente subir
por mi garganta y la contuve. Si me reía, él sabría. Y no debía saber, porque
esa era mi única esperanza.
“No hay nada como una boda,”
dijo él.
“Ajá,” añadí, “todo el mundo
debería hacerlo al menos dos veces”.
Mis manos se hallaban entrelazadas
y oprimiéndose. Podía sentir las uñas hundirse en los dorsos a la altura de los
nudillos, pero la sensación era distante, como noticias de otro país. No podía
hacerle saber, esa era la cuestión. El bosque nos rodeaba, la única luz era el
desalentador brillo óseo de la luna, y no podía hacerle saber que sabía que estaba
muerto. Porque él no era un fantasma, no, nada tan inofensivo. Uno puede ver un
fantasma, pero, qué clase de cosa se detendría para llevarte? Qué clase de criatura
sería esa? Zombie? Chupasangre? Vampiro? Ninguno de estos?
George Staub rió. “Hacerlo dos
veces! Sí, colega, así es mi familia entera!
“La mía también,” añadí. Mi voz
sonaba calmada, tal como la voz de un autostopista pasando la tarde –o la
noche, en este caso- sosteniendo una coherente conversación como una pequeña
retribución por el viaje. “Realmente no hay nada como un funeral.”
“Boda” dijo él suavemente. A la
luz del tablero de instrumentos, su rostro parecía de cera, el rostro de un
cadáver justo antes de que se le corra el maquillaje. Esa gorra al revés era particularmente
horrible. Te hacía preguntarte cuánto quedaría debajo de ella. Había leído en
alguna parte que los embalsamadores abrían el cráneo y sacaban el cerebro e insertaban
una especie de algodón impregnado en químicos.
Para evitar que la cara se
hundiese hacia dentro, tal vez.
“Boda,” dije yo con labios
entumecidos, e incluso reí un poco – una risilla ahogada. “Boda es lo que
pretendía decir.”
“Siempre decimos lo que pretendemos
decir, eso es lo que yo creo” dijo el conductor. Todavía sonreía.
Sí, Freud habría creído eso también.
Lo había leído en Psych 101. Yo dudaba que este tipo supiera mucho sobre Freud,
y no creía que muchos estudiantes Freudianos llevasen remeras sin mangas y
gorras de béisbol al revés, pero él sabía lo suficiente. Yo había dicho ‘funeral’.
Dios Santo, había dicho funeral. Se me ocurrió que el tipo jugaba conmigo. Yo
no quería hacerle saber que sabía que estaba muerto. Él no quería hacerme saber
que él sabía que yo sabía que estaba muerto. Y por lo tanto, yo no podía
hacerle saber que yo sabía que él sabía que…
El mundo comenzó a oscilar ante
mis ojos. En un momento, comenzó a girar, después a rodar, y estaba por
perderlo. Cerré los ojos por un momento. En la oscuridad detrás de mis párpados
veía la imagen en negativo de la luna, se había tornado verde.
“Te encuentras bien camarada?” Preguntó. El
matiz de su voz era horrible.
“Sí,” respondí abriendo los
ojos. El mundo se había estabilizado de nuevo. El dolor en los dorsos de mis
manos, donde mis uñas se habían hundido en la piel era fuerte y real. Y el
olor. No solo el pino del aromatizante, no solo los químicos. Había además un olor
a tierra.
“Estás seguro?” Inquirió.
“Sólo un poco cansado. He estado
viajando en autostop por un buen rato. Y a veces me mareo un poco.” La
inspiración súbitamente me invadió. “Sabes una cosa, creo que sería mejor que
me permitas salir. Con un poco de aire fresco mi estómago se calmará. Pasará
alguien más y -”
“No podría hacer eso,” dijo él.
“¿Dejarte aquí? De ningún modo. Podría pasar una hora antes que alguien llegase
hasta aquí y tal vez ni siquiera se detuviesen a llevarte. Debo ocuparme de ti.
¿Cómo dice aquella canción?
Llévame a la iglesia a tiempo, cierto? De ningún modo te dejaré aquí. Baja un
poco la ventanilla, eso servirá. Ya sé que no huele precisamente bien aquí
dentro. Colgué ese aromatizante, pero esas cosas no funcionan una mierda. Desde
luego, algunos olores son más difíciles de ahuyentar que otros.”
Quería alcanzar la ventanilla y
bajarla un poco, permitir que entrase algo de aire fresco, pero los músculos de
mi brazo no parecían tener fuerza. Todo lo que podía hacer era permanecer ahí
sentado con las manos enganchadas y las uñas clavándose en los dorsos. Un juego
de músculos no funcionaba y el otro no paraba de funcionar. Vaya broma.
“Es como esa historia,” dijo él.
“Aquella sobre el chico que compra un Cadillac semi nuevo por setecientos
cincuenta dólares. Conoces esa historia, verdad?”
“Sí,” respondí a través de mis
entorpecidos labios. No conocía la historia, pero sabía perfectamente bien que
no quería escucharla, no quería escuchar ninguna historia que pudiera contar
este hombre.
“Esa es famosa.”
Delante de nosotros, el camino
se extendía como aquellas carreteras de las viejas películas en blanco y negro.
“Sí, es jodidamente famosa. Así
que el chico está buscando un auto y ve este Cadillac semi nuevo en el patio de
un tipo.”
“Dije que ya la ”
“Sí, y tiene un anuncio que
dice PROPIETARIO LO VENDE en la ventanilla.”
El hombre tenía un cigarrillo
detrás de la oreja. Lo tomó, y cuando lo hizo, su remera se estiró por el
frente. Pude ver otra línea negra ahí, más puntos. Después se inclinó hacia
delante para activar el mechero del auto y su remera volvió a la posición anterior.
“El chico sabe que no puede
costear un Cadillac, no puede siquiera remotamente pensar en algo como un
Caddy, pero tiene curiosidad, sabes? Entonces se acerca al tipo y le dice,
‘Cuánto cuesta algo como eso?’ Y el tipo se vuelve y cierra la manguera que
lleva en la mano –porque estaba lavando el auto, ya sabes- y le dice, ‘Chico,
este es tu día de suerte. Setecientos cincuenta pavos y te lo llevas
conduciendo.’ ”
El mechero del auto se activó con
un chasquido. Staub lo tomó y encendió el cigarrillo. Le dio una calada y pude
ver hilillos de humo escapando por entre los puntos que unían su cuello.
“El chico, - que solo cuenta
diecisiete años - va y mira hacia el interior por la ventanilla del conductor y
ve cuentakilómetros del auto. Y le dice al tipo, ‘Si, claro, es tan curioso
como la mirilla en la puerta de un submarino’. El tipo le dice. ‘Sin bromas, chico,
muéstrame la pasta en efectivo y es tuyo. Diablos, incluso aceptaría un cheque,
tienes cara de ser honesto.’ Y el chico dice… ”
Miré por la ventanilla. Ya había
escuchado antes esa historia, hacía años, probablemente cuando aún estaba en la
escuela secundaria. En la versión que había escuchado, el auto era un Thunderbird
en vez de un Caddy, pero por lo demás, era exactamente igual. El chico dice puede
que solo tenga diecisiete años, pero no soy ningún idiota, nadie vende un auto
como este, especialmente uno con poco kilometraje, por sólo setecientos cincuenta
pavos. Y el tipo le dice que lo está vendiendo porque el carro hiede, y no
puede deshacerse del olor aunque lo intenta una y otra vez sin que nada lo
elimine. Verás, el tipo había salido en un viaje de negocios, uno bastante
largo, se fue por al menos…
“… Un par de semanas,” estaba
diciendo el conductor. Sonreía como lo hace la gente al contar un chiste
particularmente bueno. “Y cuando el tipo regresa, se encuentra el auto en la
cochera y a su mujer dentro del auto, llevaba muerta prácticamente el mismo tiempo
que el tipo había estado fuera. No sé si fuese suicidio o un infarto o qué,
pero estaba completamente hinchada y el auto, estaba impregnado de ese olor y
todo lo que el tipo quería era venderlo, ya sabes.” Él rió. “Vaya historia eh?”
“Por qué no habría llamado a casa?” Mi boca parecía hablar por sí misma. Mi
cerebro se había congelado. “Se va por dos semanas en viaje de negocios y no llama
siquiera una sola vez para saber cómo está su mujer?”
“Bueno,” dijo el conductor, “eso
es, por decirlo así, lo menos importante, no crees? Quiero decir, que Vaya
ganga! –Esa es la cuestión. ¿Quién no estaría tentado? Después de todo, siempre
se puede conducir con las jodidas ventanillas abiertas, cierto? Y es
básicamente, solo una historia. Ficción. Pensé en ella por el olor de este
auto. El cual es de hecho..” Silencio. Y
yo pensé: Está esperando que diga algo, quiere que
yo lo termine. Y lo quise hacer.
Lo hice. Excepto que… qué ocurría después? ¿Qué haría él después? El conductor
frotó su pulgar sobre el botón de su remera, el que decía CABALGUE LA BALA EN
THRILL VILLAGE, LACONIA. Pude ver la suciedad en sus uñas. “Aquí estuve hoy,”
dijo. “Thrill Village. Hice algunos trabajos para un tipo y me dio el día
libre. Mi novia iba a acompañarme, pero llamó para decir que estaba enferma, tiene
esos períodos que a veces son realmente dolorosos, la enferman como a un perro.
Eso es muy malo, pero yo siempre pienso, hey, cuál es la alternativa?
Sin enfado alguno, y entonces
me meto en problemas, ambos lo hacemos”. Soltó un ladrido que asemejaba una
risa carente de humor. “Así que me fui solo. No tiene sentido desperdiciar un día
libre. Has ido antes a Thrill Village?”
“Sí” Dije. “Una vez, cuando
tenía doce años.”
“Con quién fuiste?” Preguntó
“Porque no fuiste tú solo, cierto? No si solamente tenías doce años.”
No le había contado esa parte,
o sí? No. Él estaba jugando conmigo, eso era todo, golpeando salvajemente una y
otra vez.
Pensé en abrir la puerta del
auto y saltar hacia la oscuridad, tratando de cubrir mi cabeza con los brazos
para no golpearla, solo que él podría alcanzarme y tirar de mí antes que
pudiese salir. Y de cualquier forma, no podía ni siquiera levantar los brazos,
así que lo que me quedaba por hacer era permanecer con las manos entrelazadas.
“No,” dije “Fui con papá. Papá
me llevó.”
“Cabalgaste la bala? Yo
cabalgué la jodida cosa cuatro veces.
¡Caramba! ¡Cómo sube y baja!”
Él me miró y profirió otra suerte de risa. La luz de la luna inundó sus ojos,
convirtiéndolos en círculos blancos, haciéndolos parecer los ojos de una
estatua.
Y comprendí que estaba algo más
que muerto, estaba loco.
“La cabalgaste, Alan?”
Pensé en decirle que se equivocaba
de nombre, mi nombre era Hector, pero qué sentido tenía? Estabamos llegando al
final.
“Sí,” susurré. No había una
sola luz ahí fuera excepto la luna. Los árboles pasaban deprisa, moviéndose
como espontáneos bailarines en una representación de feria. Devorábamos el camino
bajo nosotros. Me fijé en el cuentakilómetros y vi que había aumentado a 130
kilómetros por hora. Estábamos cabalgando la bala justo ahora, él y yo, los
muertos conducen deprisa.
“Sí, la Bala. La cabalgué.”
“Nah,” gruñó. Le dio otra calada
al cigarrillo, y nuevamente observé hilillos de humo escapar de las suturas en
su cuello. “No lo hiciste. Sobre todo, no con tu padre. Llegaste al principio
de la fila, sí, pero fuiste con tu má. La fila era larga, la fila para la Bala
siempre lo es, y ella no quería permanecer ahí de pie bajo el sol. Era gorda
aún entonces, y el calor le molestaba. Pero tú la fastidiaste todo el día,
fastidiaste y fastidiaste y fastidiaste, y he ahí la broma, camarada –cuando
finalmente quedaste primero en la fila, te acobardaste, verdad?”
No dije nada. Mi lengua se
había pegado al paladar. Su mano dejó el volante, la piel se veía amarillenta a
la luz del tablero del Mustang, las uñas sucias, y aferró mis manos entrelazadas.
La fuerza las abandonó cuando lo hizo y cayeron hacia los costados como un nudo
que mágicamente se suelta cuando lo ha tocado la varita mágica del
prestidigitador. Su pielera fría y curiosamente viperina.
“No fue así?”
“Sí,” respondí. No podía
articular algo más allá de un susurro. “Cuando llegó mi turno y vi cuán alto
estaba… cómo se volteaba al llegar a la cima y cómo gritaban ahí dentro cuando eso
ocurría… me acobardé. Ella me dio un manotazo, y no me habló en todo el camino
de vuelta a casa. Nunca cabalgué la
Bala.” Hasta ahora, al menos.
“Debiste hacerlo, camarada. Es
la mejor. Es la que hay que cabalgar. No hay nada tan bueno, al menos ahí no.
Me detuve camino a casa y conseguí algo de cerveza en esa tienda que queda
cerca del límite estatal. Iba a pasar por casa de mi novia para darle el botón
a modo de broma.”
Tocó el botón sobre su pecho,
después bajó su ventanilla y arrojo el filtro del cigarrillo hacia el viento
nocturno. “Solo que, probablemente ya sabes lo que ocurrió.”
Desde luego, lo sabía. Era como
todas esas historias de fantasmas que has oído, o no? Estrelló su Mustang y
cuando llegó la policía lo hallaron sentado y muerto entre los restos con el
cuerpo sobre el volante y su cabeza en el asiento trasero, su gorra volteada al
revés y sus ojos muertos mirando al techo, y puesto que lo viste en Ridge Road
con la luna llena y el viento soplando, ta-ráaaan. Regresaremos después de unos
anuncios de nuestro patrocinador. Ahora sabía algo que no sabía antes –las peores
historias son las que has oído toda tu vida. Esas son las verdaderas
pesadillas.
“Nada como un funeral,” dijo
él, y rió. “No fue eso lo que dijiste? Tropezaste ahí, Al. Sin duda.
Tropezaste, resbalaste, y caíste.”
“Déjame salir,” murmuré. “Por
favor.”
“Pues,” dijo volviéndose hacia
mí, “eso tenemos que discutirlo, o no? ¿Sabes quién soy yo Alan?.”
“Eres un fantasma,” dije.
Emitió un bufido de impaciencia
y, al ligero resplandor del cuentakilómetros, las comisuras de su boca se
curvaron hacia abajo. “Vamos, hombre, puedes hacerlo mejor. El jodido Casper es
un fantasma. ¿Acaso yo floto en el aire? ¿Puedes ver a través de mí?” Elevó una
de sus manos frente a mí, la abrió y la cerró.
Pude escuchar el sonido seco y
crujiente de los tendones. Intenté decir algo. No sabía qué, y realmente no
importaba, puesto que nada salía de mi boca.
“Soy una especie de mensajero,”
dijo Staub. “El jodido FedEx del más allá, te agrada eso? Los tipos como yo
salimos bastante a menudo cuando las circunstancias son adecuadas. ¿Sabes lo que
creo? Creo que a quienquiera que dirija las cosas –Dios o lo que sea- debe
gustarle entretenerse. Siempre quiere ver si te conformarás con lo que tienes o
si pudiese enseñarte lo que hay tras bambalinas. Sin embargo, las
circunstancias tienen que ser las adecuadas. Y esta noche lo eran. Tu ahí solo…
la madre enferma… haciendo autostop… ”
“Si me hubiese quedado con el
viejo, nada de esto habría pasado,” dije. “O sí?” Ahora podía oler a Staub
claramente, el penetrante olor de los químicos y el opaco y tosco olor de la carne
en descomposición y me pregunté como pude haberlo dejado ir, o equivocarme por
otra cosa.
“Es difícil decirlo,” replicó
Staub. “Tal vez ese viejo del que hablas también estuviese muerto.”
Pensé en la escalofriante voz
de vidrios rotos del anciano, los manoseos al calzoncillo. No, él no estaba
muerto, y yo había cambiado el olor a meados de su viejo Dodge por algo pero
que mucho peor.
“De cualquier manera, colega,
no tenemos tiempo para hablar de eso ya. Ocho kilómetros más y estaremos viendo
casas de nuevo. Otros once kilómetros y habremos llegado al límite de la ciudad
de Lewiston. Lo que significa que ahora tienes que tomar una decisión.”
“Decidir qué? Pregunté, solo
que ya sabía la respuesta.
“Quién cabalga la Bala y quién
se queda en tierra firme. Tú o tu madre.” Se volvió y me miró con sus ojos
inundados de luz de luna. Sonrió más ampliamente y me percaté de que le
faltaban casi todos los dientes, perdidos en el accidente. Palmeó la circunferencia
del volante. “Te llevaré conmigo, colega. Y puesto que estás aquí, te toca
elegir. ¿Qué eliges?”
No puedes estar hablando en
serio, me vino a los labios, pero qué caso tendría decir aquello, o cualquier
otra cosa?
Por supuesto, él hablaba en
serio. Mortalmente en serio. Pensé en todos los años que ella y yo habíamos
pasado juntos, Alan y Jean Parker contra el mundo. Muchos ratos buenos y más que
unos cuantos realmente malos. Los remiendos en mis pantalones y los trastos con
comida. La mayoría de los niños llevaban 25 centavos por semana para
conseguirse un almuerzo caliente, y yo siempre llevaba un emparedado de
mantequilla de maní o un trozo de bologna en un pan del día anterior como un chico
de esas tontas historias de-mendigo-a-millonario. Dios sabía en cuántos
restaurantes y estanquillos diferentes ella había trabajado para sostenernos.
Las veces que había tomado el día en el trabajo para ver al representante de
AND, vestida con su mejor traje de pantalón, y él sentado en la mecedora de
nuestra cocina vistiendo su propio traje que incluso un niño de nueve años como
yo podía decir que era mucho más fino que el de ella.
Con una pizarra en su regazo y
un rollizo y reluciente bolígrafo entre los dedos. Las respuestas de ella, las
insultantes y embarazosas preguntas que él hacía y ella con una falsa sonrisa en
los labios, ofreciéndole incluso más café porque si él entregaba el reporte
adecuado, entonces ella podría ganar cincuenta dólares extra al mes. Cincuenta
miserables pavos. Verla recostada en su cama una vez que el tipo salía,
llorando, y cuando yo llegaba a sentarme a su lado intentaba sonreír y decía que
el AND no era apto para ofrecer Ayuda a Niños Dependientes sino solamente a
cabezas huecas. Me había reído y ella se había reído también, porque tenías que
reír, eso ya lo sabíamos. Cuando solo eras tú y tu obesa madre fumadora contra
el mundo, la risa era a menudo la única forma en la que podías sobrellevar las
cosas sin volverte loco y destrozarte los puños contra las paredes.
Pero era más que eso, sabes.
Para la gente como nosotros, gente pequeña que se escurría por el mundo como
ratones de caricatura, algunas veces reírse de los imbéciles era la única forma
de vengarte de alguna manera. Ella en todos esos empleos y trabajando dobles
jornadas y curando sus tobillos cuando se lastimaba y guardando sus propinas en
un jarrón que rezaba FONDO PARA EL COLEGIO DE ALAN –justo como una de esas
tontas historias de-mendigo-a-millonario, sí, sí –y diciéndome una y otra vez
que debía trabajar duro, que otros chicos tal vez pudiesen darse el lujo de
jugar a Freddy el mamoncete en el colegio, pero yo no podía porque ella sí que podía
separar sus propinas hasta que llegara el día del juicio y aún entonces no
sería suficiente, al final, todo se reducía a becas y préstamos si es que yo
iba a ir a la universidad, y tenía que hacerlo pues esa era la única salida
para mí… y para ella.
Así que trabajé duro, si
quieres pensar que lo hice, porque no era ciego –veía cuánto había engordado,
cuánto fumaba (eso era su único placer personal… su único vicio si lo ves por
ese lado), y yo sabía que algún día nuestros roles se intercambiarían y sería yo
quien viese por ella. Con una educación universitaria y un buen empleo, tal vez
pudiese hacerlo. Quería hacerlo. La amaba. Ella tenía un fiero temperamento y
una lengua muy afilada-
Aquel día que hacíamos fila
esperando la Bala, cuando me acobardé, no fue la única ocasión en que ella me
diese un manotazo o me gritase- pero yo la amaba a pesar de eso. En parte la
amaba incluso por eso. La amaba igualmente cuando me golpeaba como cuando me
besaba. ¿Entiendes eso? Yo también. Y eso es bueno. No creo que puedas resumir
vidas, o exponer a las familias, y nosotros éramos una familia, ella y yo, la
más pequeña de las familias, una pequeña familia de dos, un secreto compartido.
Si lo hubieses preguntado, te hubiese dicho que lo daba todo por ella. Y ahora
eso era exactamente lo que se me pedía. Se me pedía que muriese por ella, morir
en su lugar, aun cuando ella había vivido ya la mitad de su vida, probablemente
mucho más. Yo apenas comenzaba a vivir la mía.
“¿Que dices, Al?” Preguntó
George Staub. “El tiempo corre”.
“No puedo decidir algo así,”
Dije roncamente. La luna navegaba sobre el camino, ligera y brillante.
“No es justo que me lo pidas”.
“Lo sé, y créeme, eso es lo que
todos dicen.” Entonces, bajó su tono de voz. “Pero déjame decirte algo - si no
te has decidido para cuando lleguemos a ver las primeras luces de las casas, tendré
que llevaros a ambos.” Frunció el ceño, después se iluminó su rostro, como si
recordase que también había buenas noticias. “Podríais cabalgar juntos en el
asiento trasero, hablar de los viejos tiempos, eso es.”
“¿Cabalgar hacia dónde?”
No respondió. Quizá no sabía.
Los árboles impregnaban la
vista como tinta negra. Los faros del auto se apresuraban delante al recorrer
la carretera. Yo tenía veintiún años. No era virgen pero solamente había estado
una vez con una chica y estaba borracho y no podía recordar claramente cómo se
había sentido aquello. Habían como mil lugares que quería visitar –Los Ángeles,
Tahití, tal vez Luchenbach, Texas- y mil cosas que quería hacer. Mi madre tenía
cuarenta y ocho años y eso era ser vieja, maldición. La Sra. McCurdy no lo
decía porque ella misma era vieja. Mi madre había hecho lo correcto por mí,
trabajar todas esas horas y cuidarme, pero, ¿acaso yo le había escogido su
vida? ¿Había pedido nacer y demandado que viviera para mí? Ella tenía cuarenta
y ocho. Yo tenía veintiuno. Tenía, como dicen, toda la vida por delante. ¿Pero
era esa la forma en que debías juzgar? ¿Cómo decidías algo así? ¿Cómo podrías
decidir algo así?
El bosque pasaba deprisa, la
luna parecía mirar hacia abajo como un ojo brillante y mortal.
“Más vale que te apresures,
hombre,” dijo George Staub. “Se nos termina la naturaleza.”
Abrí la boca e intenté hablar.
Nada salió salvo un árido susurro.
“Mira, hay una cosa,” dijo él,
rebuscando en la parte posterior del auto. Su remera se jaló hacia atrás
nuevamente y tuve otra visión de la línea negra de su vientre suturado (hubiese
preferido pasar de ella). Habría aún entrañas ahí dentro o solamente relleno
humedecido en químicos.
Entonces echó la mano
nuevamente hacia delante, había una lata de cerveza en ella –una de esas que
había comprado en la tienda del límite estatal, presumiblemente.
“Yo sé cómo es esto,” dijo- “El
estrés te seca la garganta. Aquí tienes.”
Me dio la lata. La tomé, tiré
del tapón de argolla y bebí profundamente. El sabor de la cerveza al bajar por
mi garganta era frío y amargo. Nunca antes había bebido cerveza. No la tolero.
Apenas puedo soportar los anuncios de televisión. Delante de nosotros, en la tempestuosa
noche, apareció ante nosotros una luz amarillenta.
“Date prisa, Al –debo acelerar.
Aquella es la primera casa, justo en la cima de esa colina. Si tienes algo que
decirme, más vale que me lo digas ahora.”
La luz desapareció y después
reapareció, solo que ahora eran varias luces. Eran ventanas, detrás de ellas
habría gente ordinaria haciendo cosas ordinarias –mirando televisión, alimentando
al gato, tal vez golpeándose en el baño.
Pensé en nosotros de pie en la
fila en Thrill Village, Jean y Alan Parker,
una mujer grande con manchones oscuros de sudor bajo las axilas de su vestido
de verano y su pequeño hijo. Ella no quería hacer fila, Staub tenía razón en
ello… pero yo había fastidiado, fastidiado, fastidiado. También tenía razón
sobre eso.
Ella me había dado un manotazo,
pero también había esperado de pie ahí conmigo. Había esperado junto a mí en
muchas filas, y podría repasar todo eso de nuevo, todos los argumentos, los pros
y los contras, pero no había tiempo.
“Llévala,” dije cuando las
luces de la primera casa se deslizaron hacia el Mustang. Mi voz era ronca,
rancia y fuerte. “Llévala, llévate a mi má, no me lleves a mí.”
Arrojé la lata de cerveza al
suelo del auto y me llevé las manos al rostro. Entonces él me tocó, tomando el
frente de mi remera, sus dedos buscando a tientas, y pensé –con una súbita
claridad – que todo había sido una prueba. Había fallado y ahora él me iba a
sacar el corazón desbocado del pecho, como un malvado djiin en uno de esos
crueles cuentos de hadas Árabes. Grité. Entonces sus dedos se soltaron –fue
como si hubiese cambiado de opinión en el último segundo- y se inclinó más allá
de mí. Por un momento mi nariz y pulmones estuvieron tan llenos de su olor a muerte,
que estuve seguro que me había muerto. Entonces escuché el chasquido de la
puerta al abrirse y el frío y fresco aire entrando, llevándose el olor a
muerte.
“Dulces sueños, Al,” gruñó en
mi oído y entonces me empujó.
Salí rodando hacia la oscuridad
y el viento de la noche de Octubre con los ojos cerrados y mis manos levantadas,
y mi cuerpo tensando por cualquier posibilidad de fracturarme en la caída.
Posiblemente grité. No puedo recordarlo con certeza. La caída no llegó y tras
un momento que se me antojó interminable, me di cuenta que de hecho me
encontraba ya en el suelo – podía sentirlo bajo mi cuerpo. Abrí los ojos, y los
apreté fuertemente cerrándolos de nuevo. El resplandor de la luna era cegador.
Sentí una punzada de dolor en mi cabeza, que se centraba detrás de mis ojos,
ahí donde sientes dolor cuando repentinamente ves una luz muy brillante, pero
algo más abajo hacia la nuca. Me di cuenta que mis piernas y ahí abajo estaban húmedos.
Pero no me importó. Estaba en el suelo, y eso era lo que me importaba.
Me apoyé en los codos y abrí
una vez más los ojos, más cuidadosamente en esta ocasión. Creía saber ya dónde
me encontraba, y un vistazo alrededor fue suficiente para confirmarlo: me
encontraba yaciendo de espaldas en el pequeño cementerio en la cima de Ridge
Road.
- TERCERA PARTE -
La luna se hallaba ahora casi
directamente encima de mí, con un intenso brillo pero mucho más pequeña de lo
que había estado momentos antes. La niebla era también más densa, esparciéndose
sobre el cementerio como un manto. Algunos epitafios se elevaban sobre ella como
islas de piedra. Intenté ponerme de pie y otra punzada de dolor me atenazó la
nuca. Me llevé la mano hasta ahí y sentí un bulto. También noté humedad pegajosa.
Miré mi mano. A la luz de la luna, la sangre que escurría entre mis dedos
parecía negra.
Al segundo intento conseguí
ponerme en pie, y permanecí así tambaleándome entre las lápidas y hasta las
rodillas de niebla. No podía ver mi mochila pues la niebla la había ocultado,
pero sabía dónde estaba. Si caminaba por el sendero hacia la hendidura a la izquierda
del terreno la encontraría. Demonios, incluso era posible que tropezase con
ella. Así pues esta era mi historia, pulcramente empacada y atada con un
listón: Me había detenido para tomar un descanso en la cima de esta colina, me
había internado en el cementerio para echar un vistazo por ahí, y al volver de
visitar la lápida de un tal George Staub había tropezado con mis enormes y
torpes pies.
Caí, me golpeé la cabeza en una
de las lápidas. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? No era lo suficientemente
sabio como para adivinarlo con el movimiento de la luna y precisión de minutos,
pero debió ser por lo menos una hora. Tiempo suficiente para tener aquel sueño
que había tenido sobre haber cabalgado con un muerto. ¿Qué muerto? George
Staub, desde luego, el nombre que había leído en el epitafio de la lápida justo
antes de que apagaran las luces. Era el final típico, o no? Cielos vaya- sueño-que-he-tenido.
Y cuando llegase a Lewiston y me encontrase con que mi madre había muerto? Solo
una ligera sensación de premonición en la noche, dejémoslo así. Era la clase de
historia que podrías contar años después, casi al final de alguna reunión, y la
gente asentiría con la cabeza pensativamente y se pondría solemne y algún
imbécil con remiendos de piel en los codos de su chaqueta de pana diría que hay
más cosas sobre el cielo y la tierra de las que se pudiera soñar en nuestra
filosofía y entonces-
“Entonces una mierda,” Grazné.
La parte alta de la niebla se movía lentamente, como en un espejo empañado.
“Nunca hablaré sobre esto. Nunca, en toda mi vida, ni siquiera en mi lecho de
muerte.”
Pero había ocurrido todo como
yo lo recordaba, eso era un hecho. George Staub se había aparecido y me había
llevado en su Mustang. El viejo colega de Ichabod Crane con la cabeza suturada
en vez de bajo su brazo, exigiendo que tomara una decisión. Y yo había elegido
–enfrentado a las cercanas luces de la primer casa había traficado con la vida
de mi madre sin apenas una pausa. Podía ser comprensible, pero eso no evitaba que
la culpa disminuyera en absoluto. Su muerte parecería natural –demonios, debía ser
natural – y así era como yo pretendía dejarlo.
Me dirigí hacia fuera del
cementerio por el sendero izquierdo y entonces mis pies se toparon con mi
mochila. La levanté y la colgué de nuevo sobre mis hombros. Aparecieron unos
faros al pie de la colina casi de manera espontánea. Saqué el pulgar, extrañamente
seguro de que se trataba del viejo del Dodge – había regresado a buscarme, por
supuesto que sí, le daba a la historia el redondeo final.
Solo que no se trataba del viejo.
Era un granjero que mascaba tabaco en una ranchera Ford llena de cestos de
manzanas, un tipo perfectamente ordinario: ni viejo ni muerto.
“Hacia dónde vas, hijo?” Me
preguntó, y cuando le respondí, añadió, “Eso nos irá bien a ambos”.
Menos de cuarenta minutos más tarde,
a las nueve y veinte, me dejo frente al Central Maine Medical Center. “Buena
suerte. Espero que tu má se recupere.”
“Gracias,” dije y abrí la
puerta.
“Me di cuenta de que estabas muy
nervioso al respecto, pero es más probable que se encuentre bien. Debes
conseguir algo de desinfectante para esas, dijo” Señaló a mis manos.
Bajé la vista y vi las
profundas marcas amoratadas en los dorsos. Recuerdo haberlas entrelazado
fuertemente, clavándome las uñas, sintiendo pero incapaz de detenerme. Y
recordaba los ojos de Staub, llenos de luz de luna como agua radiante.
Cabalgaste la Bala? Yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.
“Hijo?” Preguntó el conductor
de la ranchera. “Estas bien?”
“Eh?”
“Estas temblando.”
“Estoy bien,” dije. “Gracias otra
vez.” Cerré la puerta de la ranchera y me dirigí hacia la amplia entrada tras
la línea de sillas de ruedas aparcadas que brillaban con la luz de la luna.
Caminé hacia el módulo de
información, recordándome que debía parecer sorprendido cuando me dijesen que
ella había muerto, debía parecer sorprendido, ellos lo verían curioso si no lo
pareciese… o quizá pensarían que me encontraba en shock… o que no nos
llevábamos bien… o …
Cavilaba tan profundamente en
estos pensamientos que al principio no comprendí lo que la mujer tras el
escritorio de información me dijo. Tuve que pedir que lo repitiese.
“Decía que ella está en la
habitación 487, pero no puede subir ahora. Las horas de visita terminan a las
nueve.”
“Pero… ” Repentinamente me sentí
muy confundido. Me aferré al borde del escritorio. La estancia estaba iluminada
con tubos fluorescentes, y al brillo de la luz, los cortes en los dorsos de mis
manos resaltaban claramente – ocho pequeñas curvas amoratadas, justo sobre los
nudillos. El hombre de la ranchera tenía razón, debía conseguir algo de
desinfectante.
La mujer tras el escritorio me
miraba pacientemente. La placa frente a ella, decía que su nombre era IVONNE
EDERLE.
“Pero, ella está bien?”
Miró en su ordenador. “Lo que
dice aquí es S. Significa satisfactorio. Y el cuarto piso es la sala general.
Si su madre hubiese tenido algún cambio a peor, se encontraría en la UCI.
Que está en el tercer piso. Estoy
segura que si vuelve usted mañana, la encontrará muy bien. Las horas de visita
comienzan a las - ”
“Ella es mi má,” Dije. “He
venido en autostop desde la Universidad de Maine para verla. ¿No cree usted que
podría subir al menos unos minutos?”
“Algunas veces hacemos excepciones
para los familiares más cercanos,” dijo ella sonriéndome. “Aguarde un momento.
Veré qué puedo hacer.” Levantó el teléfono y pulsó un par de botones, sin duda
para llamar a la estación de enfermeras del cuarto piso, y pude ver el curso de
los siguientes minutos como si realmente tuviese una segunda visión. Yvonne, la
dama de Información preguntaría si el hijo de la Sra. Parker, en la habitación
487 podría subir por un par de minutos – lo suficiente para dar a su madre un
beso y alguna palabra de aliento – y la enfermera diría oh Dios, la Sra. Parker
murió hace menos de quince minutos, apenas la enviamos a la morgue, no hemos tenido
oportunidad de actualizar los datos en el ordenador, esto es terrible.
La mujer del escritorio dijo,
“Muriel? Habla Yvonne. Hay un joven aquí conmigo, su nombre es -” Ella me miró
con las cejas enarcadas y le di mi nombre. “- Alan Parker. Su madre es Jean Parker
que está en la 487, Me pregunta si podría… ”
Se detuvo. Escuchando. En la
otra línea, la enfermera del cuarto piso sin duda le comunicaba que Jean Parker
estaba muerta.
“Está bien,” Dijo Yvonne. “Sí,
entiendo”. Permaneció en silencio un momento, con la mirada perdida, entonces
colocó el auricular sobre su hombro y dijo, “Está enviando a Anne Corrigan a
que le eche un vistazo. Solo tomará un segundo.”
“Yvonne frunció el entrecejo
“Disculpa?”
“Nada,” Dije. “Ha sido una
larga noche y - ”
“-Y está usted preocupado por
su madre. Desde luego. Creo que es usted un buen hijo en dejar todo como lo
hizo y venir hasta acá.”
Yo sospechaba que la opinión que
tenía Yvonne Ederle sobre mí daría un abrupto giro si hubiese escuchado mi
conversación con el joven tras el volante del Mustang, pero por supuesto, no había
ocurrido. Eso era un pequeño secreto, sólo entre George y yo.
Parecía que habían transcurrido
horas desde que me encontrara de pie bajo los tubos fluorescentes, esperando a
que la enfermera del cuarto piso volviese a ponerse en la línea. Yvonne tenía
unos papeles frente a ella. Bajó su bolígrafo hacia uno de ellos, marcando
claras líneas al lado de algunos de los nombres, y se me ocurrió que si
realmente existiese un Angel de la Muerte, él o ella sería probablemente como
esta mujer, un funcionario ligeramente sobrecargado de trabajo con un
escritorio, un ordenador y mucho papeleo. Yvonne mantuvo el auricular entre su
oído y un hombro levantado. El altavoz decía que se solicitaba al Dr. Farquahr
en radiología, Dr. Farquahr. En el cuarto piso, una enfermera llamada Anne
Corrigan estaría ahora viendo a mi madre, yaciendo muerta en su cama con los
ojos abiertos, el rictus de su boca inducido por el infarto, finalmente relajado.
Yvonne se enderezó al recibir
respuesta por la otra línea.
Escuchó, entonces dijo: “De
acuerdo, si, entiendo. Lo haré. Por supuesto, lo haré. Gracias, Muriel.” Colgó
el teléfono y me miró solemnemente. “Muriel dice que puede usted subir, pero solamente
podrá quedarse cinco minutos. Le han dado a su madre píldoras para dormir, y se
encuentra algo sedada.”
Me quedé ahí boquiabierto.
Su sonrisa se desvaneció un
poco. “Seguro se encuentra bien Sr. Parker?”
“Sí,” respondí. “Supongo que
había pensado -”
Volvió a sonreír. Esta vez era
una sonrisa de simpatía.
“Mucha gente piensa eso,” dijo.
“Es comprensible. Usted recibe de la nada una llamada, se apresura a llegar
aquí… es comprensible que piense lo peor. Pero Muriel no le permitiría subir a
su piso si su madre no se encontrase bien. Créame.”
“Gracias,” dije. “Muchas
gracias de verdad.”
Mientras me alejaba, ella me
dijo: “Sr. Parker? Si usted viene de la Universidad de Maine al norte, podría
preguntarle por qué lleva puesto ese botón? Thrill Village está en New
Hampshire, o
no?”
Bajé la vista a mi remera y vi
el botón prendido al bolsillo del pecho: CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA.
Recordé haber creído que él intentaba arrancarme el corazón. Ahora lo
comprendía: él lo había prendido a mi remera justo antes de arrojarme hacia la
noche. Era su forma de marcarme, de hacer nuestro encuentro imposible de negar.
Los cortes en los dorsos de mis manos así lo demostraban, el botón en mi
remera, también. Él me había pedido que eligiese y yo lo había hecho.
Entonces, cómo podía mi madre
seguir con vida?
“Esto?” Toqué el botón con la punta
de mi pulgar, e incluso lo lustré un poco. “Es mi amuleto de la buena suerte.”
La mentira era tan horrible que
tenía una suerte de esplendor.
“Lo obtuve cuando estuve ahí con mi madre, hace
mucho tiempo. Ella me llevó a la Bala.”
Yvonne, la dama de Información
sonrió como si fuese lo más dulce que jamás hubiese oído. “Dele un abrazo y un
beso.” Dijo.
“El verle a usted le hará
dormir mejor que cualquier píldora que tengan los doctores.” Señaló. “Los
ascensores están por ahí, doblando la esquina.”
Concluidas las horas de visita,
yo era la única persona esperando ascensor. Había un basurero a la izquierda de
un quiosco, que se encontraba cerrado y a oscuras. Me quité el botón de la remera
y lo arrojé en el basurero. Después me froté la mano contra el pantalón.
Todavía la estaba frotando cuando la puerta de un ascensor se abrió. Entré y
pulsé el número cuatro. La cabina comenzó a subir.
Arriba de los botones que
indicaban los pisos, había un cartel que anunciaba una campaña de donación de
sangre para la siguiente semana. Al leerlo, una idea me acometió… excepto que
no era tanto una idea sino una certeza. Mi madre estaba muriendo ahora, en este
preciso instante, mientras subía hacia ella en este lento ascensor industrial.
Yo había elegido, por lo tanto yo la hallaría muerta. Tenía sentido.
La puerta del ascensor se abrió
y mostró otro cartel. Este mostraba un dedo de caricatura presionando unos
grandes labios rojos de caricatura. Bajo ellos había una leyenda en letras
rojas NUESTROS PACIENTES AGRADECEN SU SILENCIO! Más allá de la estancia, había
un corredor que iba hacia derecha e izquierda. Los números nones se encontraban
a la izquierda. Caminé por ese corredor, mis zapatillas parecían ganar peso a cada
paso. Aminoré la marcha en los cuatrocientos setenta, y me detuve completamente
entre el 481 y el 483. No podía hacer esto. Un sudor frío y pegajoso como
jarabe a medio helar me resbalaba por la cabeza en pequeños ríos. Mi estómago
estaba hecho nudo como un lustroso guante. No, no podía hacerlo.
Mejor era dar marcha atrás como
todo el cobarde gallina que yo era. Haría autostop hasta Harlow y llamaría a la
Sra. McCurdy por la mañana. Sería más fácil encarar las cosas por la mañana.
Comencé a girarme, y entonces
una enfermera asomó la cabeza dos habitaciones más allá… en la habitación de mi
madre.
“Sr. Parker?” Preguntó en voz queda.
Por un loco instante, casi lo
niego. Entonces asentí.
“Venga. Deprisa. Se va.”
Eran las palabras que yo esperaba,
pero aun así sentí un estremecimiento de terror y doblé las rodillas. La
enfermera lo vio y caminó deprisa hacia mí, su falda ondeando y su rostro alarmado.
El pequeño fistol dorado en su pecho rezaba ANNE CORRIGAN. “No, no, me refiero
al sedante… se va a dormir, eso es todo. No irá usted a desmayarse verdad?” Me
tomó por el brazo.
“No,” Dije yo, sin saber si me
desmayaría o no. El mundo ondulaba y mis oídos zumbaban. Pensé en cómo
transcurrió el camino en el auto, un filme en blanco y negro y toda esa luz de luna
plateada. Cabalgaste la bala? Hombre, yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.
Anne Corrigan me llevó hacia la
habitación y vi a mi madre.
Siempre había sido una mujer
grande, y la cama de hospital parecía pequeña y angosta, pero casi parecía
perderse en ella. Su cabello, ahora más gris que negro, estaba desparramado
sobre la almohada. Sus manos yacían en el borde de las sábanas como las manos
de un niño, o de una muñeca.
No había rictus congelado como
el que yo había imaginado en su rostro, pero su complexión era amarillenta.
Sus ojos estaban cerrados, pero
cuando la enfermera a mi lado murmuró su nombre, se abrieron. Tenían un color
azul profundo e iridiscente, su parte más joven, perfectamente viva. Por un momento
miraron al vacío, y entonces me hallaron. Sonrió e intentó levantar los brazos.
Uno se levantó, el otro tembló, se elevó un poco y cayó. “Al,” murmuró.
Fui hacia ella, comenzando a
llorar. Había una silla junto a la pared, pero no me molesté en tomarla. Me arrodillé
en el suelo y puse mis brazos alrededor de ella. Su olor era cálido y limpio.
Besé su sien, su mejilla, la
comisura de su boca. Levantó su mano sana y deslizó sus dedos bajo uno de mis
ojos.
“No llores,” murmuró. “No es
necesario.”
“Vine tan pronto me enteré,” dije. “Betsy
McCurdy me llamó.”
“Le dije… fin de semana,” dijo
ella. “Dije que el fin de semana estaría bien.”
“Sí, y al diablo con eso,”
repliqué y la abracé.
“Arreglaste el auto?”
“No,” dije. “Hice autostop.”
“Oh cielos,” dijo ella. Cada
palabra representaba claramente un esfuerzo para ella, pero no se saltaba
letras y no sentí aturdimiento o desorientación en ella. Sabía quién era ella,
quién era yo, dónde nos encontrábamos y por qué estábamos ahí. La única señal
de que algo andaba mal era su débil brazo izquierdo.
Y tuve una gran sensación de
alivio. Todo había sido una cruel y práctica broma de Staub… o tal vez no
existía un Staub, tal vez todo había sido un sueño después de todo, tan vulgar
como podría ser. Ahora que me encontraba aquí, arrodillado junto a su cama, con
los brazos a su alrededor, oliendo la remanente fragancia de su perfume de Lavanda,
la idea de un sueño se me antojaba mucho más plausible.
“Al? Hay sangre en el cuello de
tu remera.” Sus ojos se cerraron, y después se abrieron lentamente otra vez.
Imaginé que debía sentir los tan párpados pesados como yo había sentido mis zapatillas
afuera, en el corredor.
“Me golpeé la cabeza má, no es
nada.”
“Bien. Tienes que… cuidarte.”
Los párpados se cerraron una vez más, se abrieron mucho más lentamente.
“Sr. Parker, creo que es mejor
que la dejemos dormir ahora,”
“Probablemente, sí” Dije, rindiéndome.
“Está casi en el mismo sitio donde tú me lo diste.”
“No debí hacerlo,” dijo ella.
“Hacía calor y estaba cansada, pero aun así… no debí hacerlo. Quería decirte
que lo siento.”
Mis ojos comenzaron a gotear de
nuevo. “Está bien, má. Eso sucedió hace mucho tiempo.”
“Nunca pudiste cabalgar,”
murmuró ella.
“Sí, lo hice” dije. “Al final,
lo hice.”
Ella me sonrió. Se veía pequeña
y débil, a kilómetros aquella enfadada, sudorosa y musculosa mujer que me había
gritado cuando finalmente habíamos llegado al inicio de la fila, que me había
gritado y golpeado en la nuca. Debió haber visto algo en la cara de alguien
–alguna de las otras personas que esperaban para cabalgar la Bala- porque
recuerdo que dijo algo como Qué estás mirando encanto? Mientras me llevaba de
la mano, yo lloriqueando bajo el cálido sol de verano, frotándome la nuca… solo
que realmente no dolía, no me había manoteado tan fuerte, principalmente
recuerdo cuán agradecido me sentía de librarme de aquella alta y ondeante estructura
con las cápsulas a cada lado, aquella revolvente máquina de gritos.
“Sr. Parker, realmente tiene
que irse,” dijo la enfermera. Levanté la mano de mi madre y besé sus nudillos.
“Te veré mañana,” dije “Te amo
má.”
“Yo también a ti, Alan… lamento
las veces que te golpeé. No debí hacerlo así.”
Pero lo había hecho, había sido
su forma de hacerlo. No sabía cómo decirle que lo sabía y que lo aceptaba. Era
parte de nuestro secreto familiar, algo que se susurra a través de las terminaciones
nerviosas.
“Te veré mañana, má, de
acuerdo?”
No respondió. Sus ojos se habían
cerrado de nuevo, y esta vez no los abrió. Su pecho subía y bajaba lenta y
regularmente. Me alejé de la cama, sin apartar la vista de ella.
En la estancia, le dije a la
enfermera, “Realmente estará bien? Realmente bien?”
“Nadie puede saberlo con certeza,
Sr. Parker. Ella es paciente del Dr. Nunnally. Él es muy bueno. Estará en el
piso mañana por la tarde y podrá preguntarle -”
“Dígame lo que usted cree.”
“Yo creo que estará bien,” dijo
la enfermera, guiándome de vuelta hacia la estancia del ascensor.
“Sus signos vitales son
fuertes, y los efectos residuales sugieren un infarto muy leve.” Frunció un
poco el ceño.
“Tendrá que hacer algunos cambios,
desde luego. En su dieta… su estilo de vida… ”
“El cigarrillo quiere decir.”
“Oh sí. Eso tendrá que terminar.”
Lo decía como si el hecho de que mi madre dejase el hábito de toda su vida
fuese tan fácil como mover un jarrón de una mesa en la sala de estar y llevarlo
al recibidor. Pulsé el botón de los ascensores, y la puerta de la cabina en que
había subido se abrió al instante. Las cosas claramente se movían más despacio
en el CMMC cuando las horas de visita habían concluido.
“Gracias por todo” dije.
“No hay de qué. Lamento haberlo
asustado. Lo que dije fue realmente estúpido.”
“De ninguna manera,” Dije,
aunque estaba de acuerdo. “Ni lo mencione.”
Entré en el ascensor y pulsé el
botón del recibidor. La enfermera levantó la mano y ondeó los dedos. Yo le
devolví el gesto y entonces la puerta se deslizó entre nosotros. La cabina
comenzó su descenso. Miré las marcas de uñas en los dorsos de mis manos y pensé
que era una criatura abominable, lo más bajo entre lo bajo. Aun cuando todo hubiese
sido un sueño, yo era lo más bajo entre lo más malditamente bajo. Llévala,
había dicho.
Era mi madre pero me había dado
igual. Llévate a mi má, no me lleves a mí. Ella me había criado, había
trabajado horas extra por mí, había esperado en la fila conmigo bajo el
ardiente sol del verano en el parque de diversiones de un polvoriento pueblucho
de New Hampshire, y al final, yo apenas había dudado. Llévala, no me lleves a
mí. Gallina, gallina, jodido gallina de mierda.
Cuando se abrió la puerta del ascensor
salí, tomé el borde del basurero, y ahí estaba, yaciendo en el fondo de un vaso
de papel con café a medio terminar de alguien: CABALGUÉ LA BALA EN THRILL
VILLAGE, LACONIA.
Me incliné, saqué el botón de
los fríos restos de café donde se encontraba, lo sequé con mis pantalones y lo
metí en mi bolsillo.
Arrojarlo a la basura había sido
una mala idea. Era mi botón ahora – amuleto de buena o mala suerte, era mío.
Salí del hospital, despidiéndome brevemente de Yvonne. Afuera, la luna cabalgaba
el umbral del cielo, inundando el mundo con su luz extraña y perfectamente
soñadora. Nunca me había sentido tan cansado ni tan alicaído en toda mi vida.
Deseé poder elegir de nuevo. Habría hecho una elección distinta. Lo que
resultaba cómico –si la hubiese encontrado muerta como suponía que sería, creo
que hubiese podido vivir con ello. Después de todo no era así como se suponía
debían terminar esta clase de historias?
Nadie querría llevar a un tipo
en el pueblo, había dicho el viejo de los calzoncillos, y cuán cierto era.
Caminé atravesando todo Lewiston –tres docenas de calles de Lisbon Street y
nueve calles de Canal Street, pasando por los clubes nocturnos con las gramolas
tocando viejas canciones de Foreigner, y Led Zeppelin y AC/DC en Francés –sin
mostrar mi pulgar una sola vez. No habría dado resultado. Ya pasaban de las
once antes que llegara a DeMuth Bridge. Una vez en el lado de Harlow, el primer
auto al que mostré el pulgar se detuvo. Cuarenta minutos más tarde estaba
buscando la llave bajo la carretilla roja junto a la puerta del cobertizo
trasero, y diez minutos después, estaba en la cama.
Mientras me tumbaba en ella, se
me ocurrió que era la primera vez en mi vida que dormía solo en aquella casa.
Fue el teléfono el que me
despertó a las doce y cuarto del medio día. Pensé que sería del hospital,
alguien del hospital me diría que mi madre había tenido un abrupto cambio a
peor y había muerto hacía solo unos minutos, que pena. Pero era solamente la
Sra. McCurdy, queriendo asegurarse que había
llegado bien a casa, queriendo saber todos los detalles de mi visita la noche
anterior (me hizo contárselo tres veces, y hacia el final de la tercer recitación,
me comenzaba a sentir como un criminal al que se interroga por cargos de
asesinato), también quería saber si podría ir con ella al hospital esa tarde.
Le dije que eso sería
estupendo. Cuando colgué crucé la habitación hacia la puerta: Aquí había un espejo
de cuerpo completo. En él se reflejaba un joven alto sin afeitar, con una
pequeña barriga, vestido únicamente con ondeantes calzoncillos largos. “Debes
encargarte de eso grandullón”, le dije a mi reflejo. No puedes continuar
viviendo y pensando que cada vez que suene el teléfono será alguien diciéndote
que tu madre ha muerto. No es que lo pensara. El tiempo borraría el recuerdo,
siempre lo hacía… pero era sorprendente cuán real e inmediata me parecía la
noche anterior. Cada filo y vértice era agudo y claro. Todavía podía ver el
joven y bien parecido rostro de Staub bajo su gorra volteada al revés, y el
cigarrillo detrás de su oreja y la forma en la que el humo escapaba de la
incisión en su cuello al inhalar.
Todavía podía oírlo contando la
historia del Cadillac que se vendía barato. El tiempo desvanecería los filos y
redondearía los bordes pero, tomaría tiempo.
Después de todo, conservaba el
botón, lo había dejado sobre el buró junto a la puerta del baño. El botón era
mi recuerdo. Algo que probaba que en realidad todo había sucedido. Había un
equipo modular anticuado en el rincón de la habitación y rebusqué entre mis
viejas cintas, buscando algo que escuchar mientras me afeitaba. Encontré una
marcada FOLK MIX y la puse en el toca cintas. La había hecho en la escuela
secundaria y apenas podía recordar lo que había en ella. Bob Dylan cantaba sobre
la triste muerte de Hattie Caroll, Tom Paxton cantaba sobre su colega
trotamundos y después, Dave Van Roak comenzó a cantar el Blues de la Cocaína.
A mitad del tercer verso me
detuve con la navaja de afeitar sobre la mejilla. Got a handful of whiskey and a
bellyful of gin(1), Dave cantaba con su áspera voz. Doctor say it kill me but he
don’t say when(2). Y esa era la respuesta, claro.
Una conciencia culpable me
había llevado a asumir que mi madre moriría inmediatamente y Staub no había
corregido esa asunción –cómo podía, cuando ni siquiera había yo preguntado?-
pero obviamente era falso.
Doctor
say it kill me but he don´t say when.
(1) Tengo la barriga llena de
whisky y la cabeza de ginebra.
(2) El doctor dice que me
matará pero no me dice cuándo.
Sobre qué en el nombre de Dios
me estaba atormentando? No había sido mi elección más susceptible al orden
natural de las cosas? Acaso no sobrevivían los hijos a sus padres?
El hijo de puta había intentado
asustarme –hacerme sentir culpable- pero no tuve que comprar lo que él vendía,
o sí? Acaso no cabalgábamos todos la Bala al final?
Estás sólo intentando
quitártelo de encima. Tratando de hacerlo parecer correcto. Tal vez lo que
piensas es cierto… pero, cuando él te pidió elegir, la elegiste a ella. No hay
manera de cambiar eso, amigo – la elegiste a ella.
Abrí los ojos y miré mi rostro
en el espejo. “Hice lo que tenía que hacer” Dije. Realmente no lo creía pero
suponía que lo haría con el tiempo. La Sra. McCurdy y yo fuimos a ver a mi
madre y se encontraba un poco mejor. Le pregunté si recordaba su sueño sobre
Thrill Village, en Laconia, ella negó con la cabeza. “Apenas recuerdo que
veniste anoche,” dijo “estaba terriblemente somnolienta.
Importa eso?”
“Nop,” dije y besé su sien. “En
absoluto”.
Mi má salió del hospital cinco
días después. Tuvo una leve cojera durante un tiempo, pero al cabo de un mes
había vuelto al trabajo – al principio media jornada y después tiempo completo,
como si nada hubiera ocurrido. Yo volví al colegio y obtuve un empleo en Pat’s
Pizza en el centro de Orono. La paga no era sensacional, pero fue suficiente
para reparar mi auto.
Eso estaba bien. Perdí el poco
gusto que me había quedado por hacer autostop. Mi madre intentó dejar de fumar
y lo logró durante un tiempo. Después volví del colegio en Abril por las
vacaciones con un día de anticipación y encontré nuestra cocina tan humeante
como de costumbre. Ella me miró con ojos que parecían tanto avergonzados como
desafiantes. “No puedo” Dijo. “Sé que quieres que lo deje, y sé que debo
hacerlo, pero hay un vacío tan grande en mi vida sin él. Nada lo llena. Lo
mejor que puedo hacer es desear nunca haber comenzado.”
Dos semanas después de
graduarme en la universidad, mi má sufrió otro infarto – solo uno pequeño.
Intentó nuevamente dejar de fumar cuando el doctor la reprendió y después aumentó
25 kilos y volvió al tabaco. “Como el perro se voltea hacia el propio vómito”
dice la Biblia, siempre me había gustado aquello. Obtuve un empleo bastante
bueno en Portland en mi primer intento –afortunado, supongo, y comencé la labor
de convencerla de dejar su empleo. Fue un verdadero estira y afloja al
principio.
Tal vez el disgusto me hizo
abandonar idea, pero yo conservaba un recuerdo que me mantenía alejándome de
sus defensas Yankees.
“Debes ahorrar para tu propia
vida y no cuidar de mí,” dijo ella.
“Querrás casarte algún día, Al,
y lo que gastes en mí no te servirá para ello. Para tu verdadera vida.”
“Tú eres mi verdadera vida,” le
dije y la besé. “Podrá o no gustarte, pero así son las cosas.”
Y finalmente, arrojó la toalla.
Tuvimos unos años bastante
buenos después de eso –siete en total. No vivía con ella, pero la visitaba casi
a diario. Jugábamos mucho gin rummy y veíamos muchas películas en la video grabadora
que le había comprado. Tenía un balde cargado de risas, como solía decir ella.
Yo no sabía si le debí esos años a George Staub o no, pero fueron buenos años.
Y mi recuerdo de la noche en que conocí a George Staub nunca se desvaneció y se
transformó en algo como un sueño, como siempre esperé que sucediera, cada
incidente, desde el viejo diciéndome que pidiera un deseo a la luna campestre,
a los dedos buscando a tientas sobre mi remera mientras Staub me prendía el
botón permanecían perfectamente claros. Sabía que aún lo tenía cuando me había
mudado a mi pequeño apartamento en Falmouth- lo guardé en el primer cajón de mi
mesilla de noche, junto con un par de peines, mi juego de gemelos(1), y un
viejo botón político que decía BILL CLINTON, EL PRESIDENTE DEL SAXO SEGURO-
pero después lo había perdido. Y cuando el teléfono sonó un día o dos más
tarde, sabía por qué estaba llorando la Sra. McCurdy. Eran las malas noticias
que realmente nuca dejé de esperar; lo divertido es divertido, y lo hecho,
hecho está.
Cuando terminó el funeral, y el
velatorio, y las aparentemente interminables filas de dolientes,
(1) Gemelos: Mancuernas, yugos,
yuntas.
Me mudé de nuevo a la pequeña
casa en Harlow donde mi madre había pasado sus últimos años, fumando y comiendo
rosquillas azucaradas. Habíamos sido Alan y Jean Parker contra el mundo, ahora
sólo quedaba yo.
Busqué entre sus efectos
personales, separando los papeles con los que tendría que lidiar más tarde,
empacando en un rincón de la habitación, las cosas que quería conservar y en
otro, las cosas que quería regalar a la Beneficencia. Casi al terminar la
faena, me arrodillé y miré bajo su cama y ahí estaba, lo que había buscado por
todas partes sin realmente aceptarlo: un polvoriento botón que rezaba CABALGUÉ
LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Curvé la mano alrededor de él. El fistol se
clavó en mi carne y lo apreté aún más, sintiendo un placer amargo en el dolor.
Cuando abrí nuevamente los dedos, tenía los ojos llenos de lágrimas y las
palabras del botón parecían duplicarse, sobreponiéndose unas con otras en la
trémula luz.
Era como ver una película en
tercera dimensión sin usar las gafas.
“Estás satisfecho?” Pregunté al
cuarto vacío. “Es suficiente?”
No hubo respuesta, desde luego.
“Para qué te molestaste? ¿Cuál es la maldita cuestión?”
Aún no había respuesta, y por
qué debía haberla? Esperas en la fila, eso es todo. Esperas en la fila bajo la
luna y pides tú deseo a la infecta luz. Esperas en la fila y los escuchas
gritar – pagan Para ser asustados, y en la Bala siempre hacen valer su dinero.
Tal vez cuando llegue tu turno,
cabalgues, tal vez corras. De cualquier forma todo acaba igual, eso creo. Debería
haber más que eso, pero en realidad no lo hay – lo divertido es divertido y lo
hecho, hecho está.
Toma tu botón y vete de aquí…
FIN
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